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A Pardos nunca le habían gustado sus manos. Los dedos eran demasiado cortos, romos y anchos. No parecían las manos de un mosaiquista, aunque mostraban la misma red de cortes y arañazos que había en las de todos los demás.

Había dedicado mucho tiempo a pensar en esa y en otras cosas durante el largo viaje bajo el viento y la lluvia mientras el otoño se deslizaba inexorablemente hacia el invierno. Los dedos de Martinian, o los de Crispin, o los de Couvry, el mejor amigo de Pardos, sí tenían la forma apropiada. Eran robustos y largos, y se los veía diestros y capaces. Pardos pensaba que sus manos eran como las de un mozo de granja, un trabajador, alguien que se ganaba la vida con un oficio en el que apenas importaba la destreza. A veces eso le molestaba.

Pero era un mosaiquista, ¿no? Había terminado su aprendizaje con los dos célebres maestros del oficio y había sido admitido formalmente en el gremio en Varena. Ahora tenía sus papeles dentro de la bolsa, y su nombre había sido introducido en los registros allá en casa. Así que en realidad la apariencia no importaba, después de todo. Sus dedos cortos y gruesos eran lo bastante ágiles para hacer lo que debía hacerse. El ojo y la mente importaban, solía decir Crispin antes de irse; las manos podían aprender a hacer lo que se les ordenara.

Y al parecer así era. Estaban haciendo lo que era preciso hacer allí, aunque Pardos nunca habría soñado que sus primeras labores como mosaiquista de pleno derecho serían llevadas a cabo en la remota y terriblemente fría desolación de Sauradia.

Nunca soñó, de hecho, que llegaría a estar tan lejos de su hogar, y además solo. Pardos no había sido la clase de muchacho que imagina aventuras en lugares lejanos. Era prudente, piadoso y con cierta tendencia a preocuparse por todo, y no tenía nada de impulsivo.

Pero se había ido de Varena —su hogar, cuanto conocía del mundo creado por Jad— casi inmediatamente después de los asesinatos en el santuario, y difícilmente se podía concebir una acción más impulsiva que esa.

No tuvo la sensación de estar obrando de manera temeraria e irreflexiva, sino más bien de que no le quedaba elección, y Pardos se había preguntado por qué los demás no podían entenderlo. Cuando fue interrogado por sus amigos, y por Martinian y su preocupada y bondadosa esposa, se limitó a repetir que no podía permanecer en un lugar donde se hacían tales cosas. Cuando le dijeron, con cinismo o tristeza, que esas cosas sucedían en todas partes, Pardos se limitó a replicar que él no las había visto en todas partes, sólo en el santuario ampliado para acoger los huesos del rey Hildric junto a Varena.

La consagración de aquel santuario había sido el día más maravilloso de su vida, al principio. Él y otros antiguos aprendices, recién ascendidos al gremio, se habían sentado con Martinian y su esposa y con la madre de Crispin en asientos de honor para la ceremonia. Todos los poderosos del reino de los antae se encontraban allí, y muchos de los rhodianos más ilustres, incluyendo representantes del Gran Patriarca en persona, habían llegado a Varena siguiendo los caminos enfangados que salían de Rhodias. La reina Gisel, velada y vestida con el blanco impoluto del duelo, se había sentado tan cerca de él que Pardos casi habría podido hablarle.

De no ser porque no era la reina sino una mujer que fingía serlo, una dama de compañía. Aquella mujer había muerto en el santuario, al igual que el gigantesco y silencioso guardia de la reina, abatidos por una espada que nunca hubiese debido estar en un lugar sagrado. Después el hombre que la había empuñado —Agila, el maestro del caballo— había sido abatido allí mismo, de pie junto al altar, las flechas lloviendo sobre él. Otros hombres habían muerto de la misma manera, mientras los asistentes a la ceremonia gritaban y se pisoteaban unos a otros en una frenética estampida hacia las puertas y la sangre salpicaba el disco solar debajo de los mosaicos a los que Crispin, Martinian, Pardos, Radulph, Couvry y los demás habían dado forma con su trabajo en honor del dios.

Violencia, horrible y profana, en una capilla de culto, una profanación del lugar y de Jad. Pardos se había sentido sucio y avergonzado; amargamente consciente de que era un antae y compartía la sangre, e incluso la tribu, como así era, con el hombre de lengua hedionda que se puso en pie con su espada prohibida para manchar a la joven reina con palabras horribles y perversas, y que después murió junto a aquellos a quienes había matado.

Pardos había salido por la doble puerta al patio del santuario en el mismo instante en que se reanudaban los servicios siguiendo las órdenes del esbelto canciller, Eudric Cabellos Dorados. Pasó por delante de los hornos exteriores en los que había pasado un verano y un otoño cuidando de la lechada mientras esta iba asentándose, salió por la puerta y echó a andar por el camino que llevaba a la ciudad. Antes de llegar a las murallas ya había decidido que se iría de Varena. Y después de eso se dio cuenta de lo lejos que tenía intención de ir, aunque nunca había salido de su tierra y el invierno no tardaría en llegar.

Los caminos invernales que llevaban a Oriente podían tener sus riesgos, pero en lo que a Pardos concernía, estos no podían ser peores que lo que estaba a punto de ocurrir allí entre su gente, con la reina lejos de su ciudad y espadas desenvainadas en lugares sagrados.

Quería volver a ver a Crispin, y trabajar con él, lejos de las guerras tribales que se acercaban. Que volvían a acercarse. Los antae ya habían andado antes por aquel oscuro camino. Esta vez Pardos seguiría una dirección distinta.

No habían sabido nada más del joven y más apasionado compañero de Martinian después del único mensaje enviado desde un campamento militar en Sauradia. Aquella carta ni siquiera iba dirigida a ellos, y había sido entregada a un alquimista, un amigo de Martinian. Aquel hombre —se llamaba Zoticus— les había informado que Crispin se encontraba bien, al menos hasta aquel momento de su viaje. Por qué había escrito al anciano y no a su socio o su madre no fue explicado, o al menos no a Pardos.

Desde entonces, nada, aunque a esas alturas Crispin probablemente ya habría llegado a Sarantium… suponiendo que hubiera conseguido llegar allí. Pardos, con la decisión de irse ya firme, se aferró a una imagen de su antiguo maestro y anunció su intención de seguirle a la Ciudad Imperial.

Cuando comprendieron que no habría manera de disuadirlo, Martinian y su esposa Carissa dirigieron sus considerables energías a asegurarse de que Pardos estuviera adecuadamente preparado para el viaje. Martinian lamentó la reciente —y muy repentina— marcha de su amigo el alquimista, un hombre que al parecer sabía muchas cosas sobre los caminos que llevaban a Oriente, pero consiguió recoger opiniones y sugerencias de varios mercaderes acostumbrados a viajar que habían sido clientes suyos. Pardos, que se enorgullecía de poder decir que sabía leer y escribir, recibió listas minuciosamente redactadas de lugares donde alojarse y lugares que evitar. Sus opciones eran limitadas, por supuesto, ya que no podía permitirse acceder a los Albergues Imperiales mediante sobornos, pero aun así siempre resultaba útil saber cuáles eran las tabernas y caupona en las que el viajero tenía más probabilidades de lo habitual de ser robado o asesinado.

Una mañana, después de las invocaciones del alba en la pequeña y antigua capilla que había cerca de la habitación que compartía con Couvry y Radulph, Pardos fue —un tanto avergonzado— a visitar a un cheiromante.

Los alojamientos del hombre estaban encarados hacia el barrio del palacio. Algunos de los otros aprendices y artesanos que trabajaban en el santuario solían consultarle, buscando consejo acerca del amor y los juegos de azar, pero eso no calmó la inquietud que se adueñaba de Pardos cada vez que pensaba en lo que estaba haciendo.

La cheiromancia era una herejía condenada, naturalmente, pero en Batiara el clero de Jad tenía que andar con mucho cuidado porque estaba rodeado de antaes, y los conquistadores nunca habían llegado a abandonar del todo algunos aspectos de sus antiguas creencias. La puerta estaba abiertamente marcada con un letrero en el que había un pentáculo. Una campanilla sonó al abrirse esta, pero no apareció nadie. Pardos entró en una pequeña y oscura habitación y, después de haber esperado un rato, golpeó con los nudillos un mostrador tambaleante. El vidente salió de detrás de una cortina de cuentas y le condujo, sin decir nada, a un cuarto sin ventanas caldeado únicamente por un pequeño brasero e iluminado por velas. Allí esperó, todavía sin abrir la boca, hasta que Pardos hubo depositado tres folies de cobre encima de la mesa y formulado su pregunta.

El cheiromante le señaló un banco. Pardos se sentó con bastante cautela, ya que el banco era muy viejo.

El hombre delgado como un poste y vestido de negro al que le faltaba el dedo meñique izquierdo tomó la corta y ancha mano de Pardos e inclinó la cabeza sobre ella, estudiando la palma durante un buen rato a la luz de las velas y del brasero humeante mientras tosía ocasionalmente. Pardos experimentó una extraña mezcla de miedo, ira y desprecio hacia sí mismo mientras soportaba el atento escrutinio. Después el hombre —aún no había hablado— le hizo coger unos cuantos huesos de gallina resecos y dejarlos caer encima de aquella mesa grasienta. Acto seguido los examinó otro buen rato y luego declaró con voz aguda y jadeante que Pardos no moriría durante el viaje a Oriente y que era esperado en el camino.

Aquello último no tenía ningún sentido y Pardos le preguntó qué quería decir. El cheiromante sacudió la cabeza y tosió. Se llevó un trapo manchado a la boca. Cuando la tos se hubo calmado, dijo que era difícil discernir más detalles. Pardos sabía que estaba pidiendo más dinero, pero se negó a ofrecer más y salió al sol de la mañana. Se preguntó si aquel hombre era tan pobre como aparentaba, o si la pobreza de su atuendo y sus habitaciones era un truco para no llamar la atención. Los cheiromantes no andaban escasos de clientela en Varena, desde luego. La tos y la voz acatarrada habían sonado reales, pero los ricos podían enfermar casi con tanta facilidad como los pobres.

Todavía avergonzado por lo que había hecho, y sabiendo lo que el clérigo que presidía los servicios en su capilla opinaría acerca de que hubiera visitado a un vidente, Pardos le contó la visita a Couvry.

—Si me matan —dijo—, haz que te devuelva esos tres folies, ¿entendido?

Couvry accedió, sin ninguna de sus bromas habituales.

La noche anterior a su partida, Couvry y Radulph llevaron a Pardos a su bodega favorita. Radulph también se iría pronto, pero sólo al sur, a Baina, cerca de Rhodias, donde vivía su familia y donde esperaba encontrar trabajo de manera regular decorando casas y residencias de verano junto al mar. Aquella esperanza podía verse afectada si estallaba la guerra civil, pero decidieron no hablar de ello durante la última noche en que estarían juntos. Durante una despedida con abundantes libaciones, tanto Radulph como Couvry dejaron claro lo mucho que lamentaban el que no fueran a ir con Pardos. Ahora que por fin habían aceptado su súbita partida, empezaban a verla como una gran aventura.

Pardos veía las cosas de otra manera, pero no quería desilusionar a sus amigos diciéndolo. Se sintió profundamente conmovido cuando Couvry abrió un paquete que había llevado y le obsequiaron con un par de botas para el camino. Habían dibujado el contorno de sus sandalias en el suelo una noche mientras dormía, le explicó Radulph, para comprarlas de su talla.

La taberna cerraba temprano, por orden de Eudric Cabellos Dorados, el antiguo canciller, que se había autoproclamado regente durante la ausencia de la reina. Aquella proclamación había sido seguida por ciertos disturbios. Varias personas habían muerto en enfrentamientos callejeros durante los últimos días. Los sitios donde se podía beber tenían que observar el toque de queda. Las tensiones eran altas y seguirían creciendo.

Entre otras cosas, nadie parecía saber adonde había ido la reina, y eso tenía un tanto preocupados a los nuevos ocupantes del palacio.

Pardos esperaba que se encontrara bien, allá donde estuviese, y que acabara volviendo. Los antae nunca aceptarían de buena gana ser gobernados por una mujer, pero Pardos estaba convencido de que la hija de Hildric era infinitamente preferible a cualquiera de los que tenían probabilidades de ocupar su puesto.

Salió de casa a la mañana siguiente, inmediatamente después de la invocación del alba, y tomó el camino del este que llevaba a Sauradia.

Los perros resultaron su mayor problema. Tendían a evitar a los grupos numerosos, pero hubo dos o tres amaneceres y puestas de sol en los que Pardos se encontró viajando en solitario, y una noche particularmente aciaga en la que se halló atrapado entre dos posadas. En esas ocasiones, los perros salvajes fueron a por él. Pardos manejó vigorosamente su cayado, sorprendiéndose a sí mismo con la violencia de sus golpes y los juramentos que salían de sus labios, pero no pudo evitar recibir su cuota de mordiscos. Ninguno de los animales parecía estar enfermo, lo cual era una suerte porque de lo contrario a esas alturas Pardos ya habría muerto o estaría agonizando, y entonces Couvry hubiese tenido que recuperar el dinero de manos del adivino.

Las posadas eran sucias y frías y ofrecían comida de origen indeterminado, pero la habitación en que había vivido hasta entonces tampoco era ningún palacio, y ya estaba acostumbrado a compartir su jergón con cosas diminutas que mordían. Vio cómo más de un hombre de dudosa catadura bebía demasiado vino barato durante las noches húmedas, pero debía de ser obvio que ni las riquezas ni las propiedades de aquel joven tan callado eran dignas de ser robadas y le dejaron en paz. Pardos tomó la precaución de manchar y ensuciar sus botas nuevas, para hacer que parecieran viejas.

Le gustaban las botas, y no le importaba que hiciera frío ni el tener que andar. Descubrió que el gran bosque negro del norte —Aldwood— era extrañamente fascinante. Pardos disfrutaba tratando de detectar y definir matices de verde oscuro, gris, marrón fangoso y negro conforme las variaciones en la luz causaban cambios en la linde del bosque. Se dijo que sus abuelos y sus padres muy bien podían haber vivido en aquellos bosques, y pensó que quizá por eso le atraían tanto. Los antae habían vivido durante mucho tiempo en Sauradia, entre los inicii, los vrachae y otras tribus enemistadas entre sí, antes de iniciar su gran migración hacia el sur y el oeste para llegar a Batiara, donde un imperio se desmoronaba y estaba listo para caer. Los árboles que se sucedían a lo largo de la Vía Imperial quizá le hablaban a algo muy antiguo que había en su sangre. El cheiromante había dicho que Pardos era esperado en el camino. No había dicho qué le esperaba.

Buscó a otros con los que viajar, tal como le había aconsejado Martinian, pero tras los primeros días no se preocupaba demasiado si no encontraba a nadie. Observaba las invocaciones matinales y los ritos del crepúsculo con la máxima fidelidad posible, tratando de encontrar capillas junto al camino para sus plegarias, por lo que a menudo perdía de vista a acompañantes menos piadosos incluso cuando decidía viajar con ellos.

Un comerciante de vinos de Megarium pulcramente afeitado se ofreció a darle dinero para compartir su cama —en un Albergue Imperial, incluso—, e hizo falta un buen golpe de cayado detrás de las rodillas para disuadirlo de manosear las partes íntimas de Pardos mientras un crepúsculo que todo lo ocultaba sorprendía a los viajeros en el camino. Pardos había temido que los amigos del hombre pudieran reaccionar a su grito de dolor y le causaran problemas, pero de hecho parecían estar familiarizados con la naturaleza de su colega y no le crearon ninguna dificultad a Pardos. Uno de ellos incluso se había disculpado, lo que resultaba inusual. Su grupo hizo un alto en el Albergue Imperial cuando éste surgió de la oscuridad —grande, iluminado por antorchas y acogedor—, y Pardos siguió adelante, solo. Aquella fue la noche en que acabó acurrucado contra el lado sur de un muro de piedra, con el frío acuchillándole los huesos mientras se enfrentaba a unos perros salvajes bajo la blanca luz de la luna. El muro hubiese debido protegerlo de los perros, pero se había derrumbado en demasiados sitios. Pardos sabía lo que eso significaba. La plaga también había estado allí durante los últimos años. Cuando los hombres morían en tal número nunca había manos suficientes para lo que tenía que hacerse.

Aquella noche fue muy dura y Pardos se preguntó, temblando mientras luchaba por mantenerse despierto, si moriría en Sauradia después de haber vivido una existencia breve e insignificante. Pensó en lo que estaba haciendo tan lejos de cuanto conocía, sin medios para encender un fuego, escrutando la negrura en busca de las flacas apariciones babeantes que podían matarlo si no se daba cuenta de que venían hacia él. También oyó otros sonidos, procedentes del bosque al otro lado del muro y del camino: roncos gruñidos que se repetían, y un ulular, y en una ocasión los pasos de algo muy grande. No se incorporó para averiguar qué era, pero a partir de entonces los perros se mantuvieron alejados, alabado fuese Jad. Pardos se envolvió en su capa y, apoyándose en su morral y en el rugoso refugio del muro, alzó la mirada hacia las lejanas estrellas y la única luna blanca y pensó en qué puesto ocupaba su persona dentro de la creación de Jad. ¿Cuál era el lugar en que aquella cosita sin importancia que respiraba —Pardos de los antae— estaba pasando aquella fría noche en el mundo? Las estrellas brillaban como diamantes en la oscuridad.

Algún tiempo después acabaría decidiendo que aquella larga noche le había proporcionado una nueva apreciación del dios, suponiendo que aquel pensamiento no estuviera demasiado cargado de atrevimiento, pues ¿cómo osaba un hombre como él hablar de apreciar al dios? Pero no pudo quitarse la idea de la cabeza: ¿acaso no hacía Jad algo infinitamente más difícil aquella y todas las noches, cuando se enfrentaba en solitario al mal y a los enemigos entre el frío y las tinieblas? Y —una verdad más— ¿acaso no hacía el dios todo eso en beneficio de otros, por sus hijos mortales, no por él mismo? Pardos simplemente había estado luchando por su vida, no por ninguna otra cosa viviente.

En un momento de la oscuridad que llegó después de que se hubiera puesto la luna blanca, había pensado en los Insomnes, aquellos clérigos santos que se mantenían en vela toda la noche para ser más conscientes de lo que hacía el dios durante la noche. Después se había sumido en un nervioso sopor sin sueños.

Y al día siguiente, helado de frío, dolorosamente envarado y muy cansado, llegó a una capilla de esos mismos Insomnes, un poco apartada del camino, y entró lleno de gratitud, queriendo rezar y dar gracias, tal vez encontrar un poco de calor en una mañana fría y ventosa.

Uno de los clérigos estaba despierto y vino a saludar afablemente a Pardos, y pronunciaron la invocación del alba juntos delante del disco y bajo la imponente figura del oscuro dios barbudo que adornaba la cúpula. Después Pardos le contó con voz entrecortada que venía de Varena y era mosaiquista, y que el trabajo de la cúpula era en verdad el más impresionante que hubiera visto jamás.

El hombre santo vestido de blanco titubeó a su vez, y le preguntó si conocía a otro mosaiquista occidental, un hombre llamado Martinian, que había pasado por allí a principios del otoño.

Y Pardos se acordó, justo a tiempo, de que Crispin había ido a Oriente usando el nombre de su socio, y dijo que sí, que conocía a Martinian, que había hecho su aprendizaje con él y que ahora iba a Oriente para reunirse con él, en Sarantium.

Cuando oyó aquello, el clérigo de delgado rostro titubeó por segunda vez y después pidió a Pardos que esperase allí unos momentos. Salió por una puertecita que había a un lado de la capilla y volvió con otro hombre, mayor que él y de barba gris, que le explicó que el otro artesano, Martinian, había sugerido que la imagen de Jad que adornaba la cúpula podía necesitar cierta… atención, si se quería que perdurase como era debido.

Y Pardos, alzando nuevamente los ojos para mirar con mayor atención que antes, vio lo que había visto Crispin y dijo que, ciertamente, así era. Entonces le preguntaron si estaría dispuesto a ayudarles en aquella labor. Pardos parpadeó, abrumado, y balbuceó algo sobre la necesidad de disponer de un gran número de tesserae que hicieran juego con las que se habían usado para aquella imponente, casi imposible tarea. Necesitaría el equipo y las herramientas de un mosaiquista, y andamios…

Los dos hombres santos intercambiaron una mirada y luego condujeron a Pardos hasta uno de los edificios exteriores, y escaleras abajo por unos peldaños que crujían hasta llegar a un sótano. Y allí, a la luz de las antorchas, Pardos vio las secciones de un andamiaje desmontado y las herramientas de su oficio. Había una docena de cofres alineados a lo largo de los muros de piedra y los clérigos los fueron abriendo uno a uno, y Pardos vio tesserae de tal brillo y calidad que tuvo que hacer un esfuerzo para no echarse a llorar, cuando se acordó del vidrio lamentablemente turbio que Crispin y Martinian se habían visto obligados a usar en Varena. Aquellas eran las tesserae usadas para componer esa imagen de Jad en la cúpula: los clérigos las habían tenido guardadas allí abajo durante centenares de años.

Los dos hombres santos lo miraron, esperando sin decir nada, hasta que finalmente Pardos se limitó a asentir con la cabeza.

—Sí —había dicho—. Sí. —Y—: Necesitaré que algunos de vosotros me ayudéis.

—Debes enseñarnos qué tenemos que hacer —había dicho el más anciano de los dos, sosteniendo una antorcha al tiempo que contemplaba el vidrio reluciente de los viejos cofres mientras este reflejaba la luz.

Pardos acabó quedándose en aquel lugar, trabajando entre aquellos hombres santos y viviendo con ellos, durante prácticamente todo el invierno. Parecía como si, de la manera más extraña, le hubieran estado esperando.

Llegó un momento en el que hubo alcanzado los límites de lo que se sentía capaz de hacer sin un guía o el beneficio de una mayor experiencia en una obra de tal magnificencia, y así se lo dijo a los clérigos. A esas alturas estos ya respetaban al joven, habiendo reconocido su piedad y minuciosa atención al trabajo, y Pardos incluso pensaba que le apreciaban. Nadie le puso reparos. Vestido con una túnica blanca que le ofrecieron, Pardos pasó la última noche en vela con los Insomnes y, temblando, oyó su nombre cantado por los hombres santos en sus rituales como alguien virtuoso y merecedor de encomio, para el que se rogaba la gracia del dios. Le hicieron regalos —entre ellos una capa nueva— cuando partió nuevamente con su cayado y su morral una luminosa mañana, con el canto de los pájaros sugiriendo la primavera para seguir camino hacia Sarantium.

Para ser sincero, Rustem debía admitir que su vanidad había sido ofendida. Con el paso de un poco más de tiempo, decidió, aquella emoción entre colérica y temerosa que le impulsaba a sentirse herido probablemente se desvanecería y las reacciones de sus esposas y su propia respuesta a ellas empezarían a parecerle divertidas e instructivas, pero aún no había transcurrido un lapso adecuado.

Al parecer se había dejado engañar por ciertas ilusiones domésticas. No era el primer hombre que lo hacía. La esbelta y frágil Jarita, que estaba siendo desechada, expulsada de su vida por el deseo del Rey de Reyes de ascender a Rustem de Kerakek a la casta sacerdotal, pareció aceptar de muy buena gana aquel acontecimiento cuando fue informada de él… en cuanto se le habló de la promesa de que recibiría un esposo decente y bondadoso. Su única petición fue que aquello ocurriera en Kabadh.

Al parecer su segunda y delicada esposa odiaba la arena y el calor del desierto bastante más de lo que nunca había revelado, y además estaba muy interesada en ver el ajetreo y la intensa actividad de la ciudad real y morar en ella. Rustem, bastante disgustado, observó que había muchas probabilidades de que aquel deseo suyo fuera satisfecho. Jarita le besó cariñosa, incluso apasionadamente, y fue al cuarto infantil para ver a su bebé.

Katyun, su primera esposa —la tranquila e imperturbable Katyun, que estaba siendo honrada, al igual que su hijo, con la elevación a la más alta de las tres castas y la perspectiva de riqueza y oportunidades jamás soñadas— prorrumpió en una tempestad de pena nada más oír las mismas noticias. Gimoteante y abatida, rechazó todo intento de ser consolada.

No habiendo visto —ni sentido el menor deseo de ver— ninguna de las grandes ciudades del mundo, estas no eran del agrado de Katyun. La arena en el pelo o en la ropa era una molestia trivial; el calor del sol del desierto podía ser soportado fácilmente si conocías las maneras apropiadas de vivir; la pequeña y remota Kerakek era un lugar muy agradable para vivir si eras la esposa de un médico respetado y gozabas del estatus que ello proporcionaba.

Kabadh, la corte, los famosos jardines acuáticos, los recintos del eburka, la sala de baile de columnas carmesíes repleta de flores… Aquellos eran lugares donde las mujeres irían pintadas, perfumadas y envueltas en sedas exquisitas y en los modales y la malicia de una larga práctica y familiaridad. ¿Una mujer de las provincias del desierto entre ellas…?

Katyun había llorado en su cama, con los ojos cerrados, negándose siquiera a mirarlo, mientras Rustem trataba de consolarla hablándole de las oportunidades que la munificencia real ofrecía para Shaski… y para cualquier otro niño que pudieran tener.

Ese último comentario había sido fruto de un impulso, pero produjo una oleada de lágrimas. Katyun quería otro bebé y Rustem lo sabía. Con el traslado a Kabadh, en la elevada posición de médico real, no habría más discusiones acerca del espacio vital o los recursos necesarios para tener otro hijo.

Pero en su fuero interno Rustem había seguido sintiéndose herido. Jarita se había tomado con demasiada calma el que se la hiciera a un lado junto con su hija; Katyun no mostraba absolutamente ningún indicio de que entendiera cuán asombroso era aquel cambio en sus fortunas, ningún signo de que se sintiera orgullosa de él o la emocionara su nuevo destino.

La sugerencia de un segundo hijo la calmó. Katyun se secó los ojos y, después de incorporarse en la cama, miró a Rustem y consiguió sonreír. Él pasó lo que quedaba de la noche con ella. Katyun, menos delicadamente hermosa que Jarita, también era menos vergonzosa y bastante más hábil a la hora de despertar la pasión de Rustem por diversos medios. Antes del amanecer Rustem había sido inducido, todavía medio dormido, a hacer un primer ensayo de engendramiento de la descendencia prometida. Las caricias de Katyun y su voz murmurándole en el oído fueron un bálsamo para su orgullo.

Cuando salió el sol volvió a la fortaleza para determinar el estado de su paciente real. Todo iba bien. Shirvan sanaba rápidamente, signos de una constitución de hierro y del alineamiento benigno de los auspicios. Rustem no se atribuía ningún mérito en lo tocante a lo primero, pero hacía cuanto estaba en su mano para contribuir a lo segundo.

Entre visita y visita al rey, se encontró compartiendo una estancia con el visir Mazendar, a la que otros acudían a intervalos para reunirse con ellos. Rustem recibió una instrucción acelerada sobre ciertos aspectos del mundo, con particular énfasis en la naturaleza y las posibles intenciones de Valerius II de Sarantium, al que algunos llamaban el Emperador de la Noche.

Si iba a ir allí, e iba a hacerlo para cierto propósito, había cosas que necesitaba saber.

Cuando finalmente partió —tras haber hecho apresurados arreglos para que sus estudiantes continuaran su instrucción con un médico conocido suyo que vivía en Qandir, todavía más al sur—, el invierno ya estaba muy avanzado.

La separación más difícil —y eso fue totalmente inesperado— tuvo lugar con Shaski. Las mujeres ya habían aceptado lo que estaba ocurriendo y podían entenderlo, pero el niño era demasiado pequeño para comprenderlo. Su hijo, excesivamente mimado y delicado, pensó Rustem, hacía visibles esfuerzos por no llorar mientras su padre acababa de tensar las cintas de su morral una mañana y se volvía hacia ellos para la despedida final.

Shaski se frotó los ojos con sus puños apretados. Lo estaba intentando, eso Rustem tenía que admitirlo. Estaba intentando no llorar. Pero ¿qué niño crecía tan absurdamente unido a su padre? Era una debilidad. Shaski aún tenía una edad en la que el mundo que hubiese debido conocer y necesitar era el de las mujeres. Un padre debía proporcionar comida, cobijo, ejemplo moral y asegurar la disciplina en el hogar. Quizá había cometido un error al permitir que el niño escuchara sus lecciones desde el pasillo. Shaski no hubiese tenido que reaccionar de aquella manera. Hasta había soldados mirando; una escolta de la fortaleza iría con él durante la primera etapa del viaje, como una muestra de cortesía.

Rustem fue a reñir al niño y descubrió que —vergonzosamente— un extraño nudo en la garganta y una sensación de opresión en el pecho hacían que le resultara muy difícil hablar. Tosió.

—Obedece a tus madres —dijo, en un tono más ronco de lo que había esperado.

Shaski asintió.

—Lo haré —murmuró con los puñitos tensos junto a los costados. Rustem vio que seguía sin llorar—. ¿Cuándo volverás a casa, papá?

—Cuando haya hecho lo que debo hacer.

Shaski dio dos pasos más hacia la cancela junto a la que se había detenido Rustem. Estaban solos, a medio camino entre las mujeres en la puerta y la escolta militar que aguardaba un trecho camino abajo. De haber extendido el brazo, Rustem habría podido tocar al niño. Un pájaro cantaba en la fría y soleada mañana invernal.

Su hijo respiró hondo haciendo acopio de valor.

—No quiero que te vayas, sabes —dijo Shaski.

Rustem trató de sentirse indignado. Los niños no debían hablar de esa manera. No a sus padres. Entonces vio que el pequeño lo sabía, y que había bajado los ojos y encorvado los hombros, como si estuviera esperando una reprimenda.

Rustem miró a su hijo, tragó saliva y se dio la vuelta sin decir nada. Cargó con el morral unos cuantos pasos hasta que uno de los soldados desmontó para cogerlo y sujetarlo a la grupa de una mula. Rustem lo miró. El oficial que mandaba a los soldados lo miró a su vez y enarcó una ceja en una muda pregunta al tiempo que señalaba el caballo que le correspondía.

Rustem asintió, inexplicablemente irritado. Dio un paso hacia el caballo y después se volvió súbitamente para lanzar una última mirada a la cancela. Shaski seguía allí. Rustem levantó la mano para saludar a su hijo y sonrió, fugaz y torpemente, para que el niño supiera que su padre no estaba enfadado por lo que le había oído decir, a pesar de que hubiera debido estarlo. Los ojos de Shaski no se apartaban de Rustem. Seguía sin llorar, pero parecía poder hacerlo en cualquier instante. Rustem lo miró durante otro momento, grabándose en la memoria la imagen de aquel cuerpecito, y después inclinó la cabeza, giró sobre los talones y aceptó la mano que le tendían para ayudarle a montar. Luego partieron. La molesta sensación en su pecho perduró durante un tiempo y luego se desvaneció.

La escolta le acompañó hasta la frontera, y Rustem prosiguió viaje hacia el oeste hasta entrar en tierras sarantinas —por primera vez en su vida— solo salvo por un sirviente barbudo y de ojos oscuros llamado Nishik. Dejó el caballo con los soldados y continuó a lomos de una mula, una montura más adecuada a su nuevo papel.

El sirviente fue otra decepción. De la misma manera en que Rustem no era simplemente un médico que daba clases en busca de manuscritos y discusiones eruditas con colegas occidentales, su sirviente realmente no era un sirviente. Nishik era un soldado veterano, experimentado en el combate y la supervivencia. En la fortaleza le habían dejado muy claro que esas habilidades podían ser importantes durante su viaje, y tal vez todavía más cuando llegara a su destino. Después de todo, era un espía.

Hicieron un alto en Sarnica, sin tratar de mantener en secreto su llegada o el papel que había jugado Rustem a la hora de salvar la vida del Rey de Reyes y su inminente estatus. El acontecimiento había sido demasiado dramático: las nuevas del intento de asesinato les habían precedido a través de la frontera, incluso en invierno.

El gobernador de Amoria pidió ser atendido por Rustem y se mostró apropiadamente horrorizado al conocer más detalles de la letal perfidia que anidaba en el seno de la familia real de Bassania. Después de la audiencia formal, el gobernador despidió a sus asistentes y le confesó a Rustem que se estaba encontrando con ciertas dificultades a la hora de cumplir sus obligaciones con su esposa y con su amante favorita. Admitió, con expresión un tanto avergonzada, que había llegado al extremo de consultar a un cheiromante, sin éxito. La oración tampoco había servido de nada.

Rustem se abstuvo de hacer comentarios y, después de examinarle la lengua y tomarle el pulso, aconsejó al gobernador que las noches en que deseara mantener relaciones con cualquiera de las mujeres antes cenara el hígado bien asado de un cordero o una vaca. Viendo que el gobernador tenía la cara bastante enrojecida, también le sugirió que se abstuviera de tomar vino durante la cena. Rustem le aseguró que eso sería de gran ayuda. La seguridad en sí mismo constituía la mitad del tratamiento, naturalmente. El gobernador se lo agradeció profusamente y dio instrucciones de que fuera atendido en todo lo necesario durante su estancia en Sarnica. Dos días después envió a la posada de Rustem una túnica de seda y un disco solar jadita elaboradamente trabajado como regalos. El disco, aunque hermoso, difícilmente podía considerarse un obsequio apropiado para un basánida, pero Rustem supuso que sus consejos habían procurado ciertos éxitos nocturnos al gobernador.

Mientras estaba en Sarnica, visitó a uno de sus antiguos pupilos y conoció a dos doctores con los que había intercambiado correspondencia. Compró un texto de Cadestes sobre las úlceras cutáneas y pagó para que le copiaran otro manuscrito y se lo enviaran a Kabadh. Contó a los médicos con los que habló todo lo ocurrido en Kerakek y que, como consecuencia de haber salvado la vida del rey, no tardaría en ser médico real. En el intervalo, explicó, había solicitado y obtenido permiso para emprender un viaje de estudios, durante el que tenía intención de obtener nuevos conocimientos y fuentes escritas de Occidente.

Dio una conferencia matinal, que gozó de una asistencia agradablemente numerosa, sobre el tratamiento ispahani de los partos difíciles, y otra sobre la amputación de extremidades cuando una herida venía seguida por inflamación y exudaciones malsanas. Partió después de una estancia de casi un mes y una deliciosa cena de despedida ofrecida por el gremio de médicos. Le dieron los nombres de varios doctores de la Ciudad Imperial a los que se le apremió a visitar, y la dirección de una respetable posada en la que gustaban de alojarse los miembros de la profesión cuando iban a Sarantium.

La comida en el camino del norte era pésima y los alojamientos aún peores, pero —dado que estaban a finales de invierno y todavía faltaba un poco para la primavera, una época en la que cualquier persona mínimamente inteligente evitaba los desplazamientos— el viaje transcurrió sin acontecimientos dignos de mención. Su llegada a Sarantium, en cambio, fue bastante más agitada. Rustem no había esperado encontrarse a la muerte y una boda durante su primer día.

Pappio, director de la Cristalería Imperial, llevaba años sin soplar el vidrio o diseñar alguna obra. Sus obligaciones actuales eran de naturaleza diplomática y administrativa, e incluían la coordinación de los suministros y la producción y distribución de las tesserae y las láminas de cristal a los artesanos que las solicitaban, en la Ciudad y fuera de ella. Determinar prioridades y calmar a los artesanos indignados constituía la parte más delicada de su oficio. Los artesanos, a juzgar por la experiencia de Pappio, tendían a indignarse con mucha facilidad.

El director había desarrollado su propio sistema de trabajo. Los proyectos imperiales tenían prioridad sobre todos los demás, y Pappio se encargaba de establecer qué importancia podía tener determinado mosaico dentro del plan general de producción. A veces ello requería delicadas averiguaciones en el Recinto Imperial, pero Pappio disponía de personal para ello, y había adquirido unos modales cortesanos suficientemente persuasivos para que le fuera posible recurrir a algunos de los funcionarios de máxima categoría cuando ello era necesario. El suyo no era el gremio más importante —esa distinción correspondía al gremio de la seda, por supuesto—, pero también distaba mucho de ser el menos significativo y, bajo aquel emperador en particular, con sus complejos proyectos de construcción, se podía afirmar que Pappio era un hombre importante. En cualquier caso, se le trataba respetuosamente.

Los encargos privados ocupaban el segundo lugar después de los imperiales, pero había una complicación: los artesanos que trabajaban en proyectos imperiales recibían sus suministros gratis, mientras que los que hacían mosaicos u otros trabajos con vidrio para los ciudadanos tenían que pagar sus tesserae o láminas de vidrio. Dentro del esquema moderno concebido por el tres veces ensalzado Valerius II y sus consejeros, se esperaba que la Cristalería Imperial se autofinanciase. En consecuencia, Pappio no podía permitirse responder con una negativa a los ruegos de aquellos mosaiquistas que pedían tesserae para techos, paredes o suelos particulares. Y, francamente, tampoco hubiese tenido sentido que rechazara las discretas ofertas de sumas destinadas a su propia bolsa. Un hombre tenía ciertos deberes para con su familia, ¿no?

Y dejando aparte todas aquellas cuestiones tan llenas de matices, Pappio se sentía irresistiblemente inclinado a favorecer a aquellos artesanos —o clientes— que habían demostrado afinidad por los Verdes.

Los Espléndidos Verdes del Gran y Glorioso Logro eran su amada facción, y uno de los mayores placeres derivados de su ascenso a aquella elevada posición dentro de su gremio era que ahora se encontraba en condiciones de subsidiar de cierta manera a la facción, y de ser honrado y reconocido como se merecía en su sala de banquetes y en el Hipódromo. Ya no era un humilde partidario más. Era un dignatario, presente en las celebraciones, prominentemente sentado en el teatro, visible entre aquellos que ocupaban los mejores sitios en las carreras de carros. Por fin habían quedado atrás los días en que hacía cola desde el amanecer delante de las puertas del Hipódromo para conseguir una plaza de pie para ver correr a los caballos.

Pappio no podía ser demasiado obvio en su favoritismo —la gente del emperador estaba en todas partes y observaba—, pero se aseguraba de que, después de que todo lo demás quedara remotamente equilibrado, un mosaiquista Verde no tuviera que marcharse con las manos vacías si competía por colores difíciles de encontrar o piedras semipreciosas con un seguidor conocido de los malditos Azules o incluso alguien con una lealtad declarada.

Y así era como tenía que ser. Pappio debía su nombramiento al hecho de ser partidario de los Verdes. Su predecesor como presidente del gremio y director de la Cristalería Imperial —un Verde igualmente fervoroso— lo había elegido en gran parte por esa razón. Pappio sabía que cuando decidiera retirarse se esperaría de él que entregase el puesto a otro Verde. Ocurría continuamente en cada gremio, excepto en el de la seda, un caso especial estrechamente vigilado por el Recinto Imperial. La mayoría de los gremios estaban controlados por una u otra facción, y era muy raro que ese control les fuese arrebatado. Uno tenía que ser flagrantemente corrupto para que la gente del emperador llegara e intervenir.

Pappio no tenía intención de ser flagrante en ningún aspecto de su vida y, en realidad, ni siquiera pretendía ser corrupto. Era un hombre muy prudente.

Y fue esa cautela instintiva, en parte, la que lo tenía un poco preocupado por la sorprendente petición que había recibido, y el pago extremadamente sustancioso que la había acompañado, ¡cuando aún ni siquiera había hecho un esbozo preliminar del cuenco de cristal solicitado!

Pappio ya había comprendido que lo que se estaba adquiriendo era su prestigio, y que el valor del regalo se vería considerablemente realzado por el hecho de que hubiese sido creado por el presidente del gremio en persona, quien ya nunca hacía ese tipo de cosas. También sabía que el hombre que compraba aquello —como regalo de bodas, tenía entendido— podía permitírselo. Uno no necesitaba hacer averiguaciones para saber que el secretario principal del estratega supremo, un historiador que casualmente estaba escribiendo la crónica de los proyectos de construcción del emperador, disponía de recursos suficientes para adquirir un cuenco bellamente trabajado. Se trataba de un hombre que, cada vez más claramente, parecía requerir cierta deferencia. A Pappio no le caía muy bien aquel secretario de rostro flaco y cetrino que nunca sonreía, pero el que le gustara o no carecía de importancia en aquel caso.

Lo que resultaba más difícil de entender era por qué estaba comprando aquel regalo Pertennius de Eubulus. Fue preciso hacer algunas discretas averiguaciones en otros lugares antes de que Pappio creyera disponer de la respuesta, que resultó bastante simple —una de las historias más viejas del mundo—, sin relación alguna con el novio y la novia.

La persona a la que Pertennius estaba tratando de impresionar era otra. Y daba la casualidad de que Pappio quería mucho a esa persona. Tuvo que vencer cierta indignación al imaginarse a una mujer tan elegante y espléndida entre los brazos del hosco secretario, para poder concentrarse en ese oficio al que ya no estaba acostumbrado. Se obligó a hacerlo, y a hacerlo lo mejor posible.

Después de todo, no quería que la primera bailarina de sus amados Verdes pudiera pensar que Pappio no era un artesano ejemplar. Quizá, soñaba despierto a veces, después de haber visto su cuenco incluso llegaría a encargarle alguna obra más por su cuenta. Pappio imaginó reuniones, consultas, dos cabezas inclinadas encima de una serie de dibujos, su irresistible perfume —que sólo era usado por dos mujeres en todo Sarantium— envolviéndolo, una mano que se posaba confiadamente en su brazo…

Pappio, grueso y calvo, no era joven, estaba casado y tenía tres hijos ya mayores, pero también era una verdad de la vida que ciertas mujeres irradiaban una extraña magia, tanto encima del escenario como fuera de él, y que los sueños las seguían allá donde iban. El mero hecho de que ya no fuese joven no hacía que uno dejara de soñar. Si Pertennius podía tratar de ganarse la admiración con un ostentoso regalo entregado a una persona por la que era imposible que sintiese algo, ¿acaso Pappio no podía tratar de lograr que la exquisita Shirin viese lo que el director de la Cristalería Imperial era capaz de hacer cuando invertía sus manos y su mente —y una parte de su corazón— en su antiguo oficio?

Shirin vería el cuenco cuando lo llevaran a su casa. Al parecer la novia estaba viviendo con ella.

Después de algunas reflexiones, y de una mañana dedicada a dibujar, Pappio decidió que el cuenco sería de color verde, con incrustaciones de cristal amarillo como flores de un campo en la primavera que por fin estaba llegando.

El pulso se le aceleró en cuanto empezó a trabajar, pero ahora no era el esfuerzo o el oficio lo que le emocionaba, ni siquiera la imagen de una mujer. Era algo completamente distinto. Si la primavera ya casi había llegado, pensaba Pappio mientras canturreaba una marcha procesional para sus adentros, entonces los carros, los carros, los carros no tardarían en volver también.

Cada mañana, durante las invocaciones del alba en la elegante capilla que había optado por frecuentar, la joven reina de los antae se ejercitaba en tabular, como en una pizarra de secretario escondida dentro de su mente, las cosas por las que debía sentirse agradecida. Vistas desde cierta perspectiva, había muchas.

Había escapado a un intento de asesinato, sobrevivido a una travesía hasta Sarantium a finales de estación y, después, a las primeras etapas del establecerse en aquella ciudad, en un proceso que había sido más abrumador de lo que quería admitir. Cuando divisaron el puerto y las murallas, la joven reina tuvo que hacer un esfuerzo para comportarse de manera apropiadamente altiva y majestuosa. Aun sabiendo que Sarantium podía abrumar, y pese a haber estado preparándose para ello, cuando el sol asomó por detrás de la Ciudad Imperial aquella mañana, Gisel descubrió que a veces no había forma de prepararse.

Entonces agradeció las enseñanzas de su padre y la autodisciplina que le había exigido su vida, y no creía que nadie se hubiera dado cuenta de lo impresionada que se sentía.

Y había más cosas por las que era preciso dar gracias, al sagrado Jad o cualquier deidad pagana de los bosques de los antae que optaras por recordar. Por cortesía del emperador y la emperatriz, Gisel estaba respetablemente alojada en un pequeño palacio cerca de la Triple Muralla. Una vez llegada a Sarantium no perdió tiempo a la hora de procurarse fondos adecuados, para lo que pidió préstamos al jefe de los mercaderes batiaranos que comerciaban con Oriente. Pese a lo irregular de su súbita llegada, sin anunciarse y a bordo de un navío imperial, con sólo un pequeño séquito de guardias y criadas, ningún batiarano osó responder con una negativa a su reina cuando esta les pidió dinero con majestuosa tranquilidad.

De haber esperado, y Gisel lo sabía, las cosas habrían sido distintas. En cuanto los de Varena —que a esas alturas ya estarían reclamando su trono o enfrentándose entre ellos para hacerse con él— se enteraran de dónde estaba, enviarían sus propias instrucciones a Oriente. Conseguir dinero podía volverse bastante más difícil. Y aún más importante, Gisel sabía que entonces tratarían de matarla.

Tenía demasiada experiencia en aquellas cuestiones —tanto las de la realeza como las de la supervivencia— para cometer la estupidez de esperar. En cuanto hubo adquirido sus fondos, contrató a una docena de mercenarios karchitas como guardias personales y los vistió de blanco y carmesí, los colores del estandarte de guerra de su abuelo.

A su padre siempre le habían gustado los karchitas como guardias. Si conseguías mantenerlos sobrios cuando estaban de servicio y les permitías desaparecer en una caupona cuando no lo estaban, tendían a ser ferozmente leales. También había aceptado el ofrecimiento de tres damas de compañía más y un maestro de cocina y un mayordomo del Recinto Imperial que le hizo la emperatriz Alixiana. Iba a establecer una pequeña corte, así que necesitaba ciertas comodidades y poder disponer del personal adecuado. Gisel sabía que habría espías entre ellos, pero con eso también estaba familiarizada. Había maneras de evitarlos, o de inducirlos a error.

Poco después de su llegada fue recibida en la corte, donde se le dio la bienvenida con el respeto y la cortesía apropiados. Vio al emperador de ojos grises y cara redonda y a la diminuta y exquisita bailarina sin hijos que se había convertido en su emperatriz, e intercambió salutaciones formales con ellos. Todos se habían mostrado corteses, aunque luego ningún encuentro o conversación privada con Valerius o Alixiana siguió a esa recepción. Gisel no estaba segura de si debía esperarlos o no. Eso dependía de los planes a largo plazo que tuviera el emperador. Antes los acontecimientos seguían los planes de Gisel. Ahora ya no.

Durante esa primera etapa Gisel había recibido en su pequeño palacio de la ciudad una afluencia regular de dignatarios y cortesanos del Recinto Imperial. Sabía que algunos venían a verla por pura curiosidad: Gisel era una novedad, una diversión en invierno. Una reina bárbara que huía de su gente. Quizá se sintieran un poco decepcionados al ser recibidos con grácil elegancia por una mujer joven de aspecto apacible y reservado, vestida de sedas y que no mostraba ninguna señal de usar grasa de oso en su cabello rubio.

Un número más reducido hizo el largo viaje a través de la ciudad atestada por razones más juiciosas, pues querían verla y hacerse una idea del papel que podía desempeñar en los cambiantes alineamientos de una corte compleja. Gesius, el anciano canciller de límpida mirada, se hizo transportar por las calles trayéndole regalos en su litera: seda para un traje y un peine de marfil. Hablaron del padre de Gisel, con el que era evidente que Gesius había mantenido correspondencia durante años, y después del teatro —el canciller insistió en que debía visitarlo— y, finalmente, de los lamentables efectos que el clima húmedo producía en sus dedos y articulaciones. Gisel casi se permitió sentir aprecio por él, pero era demasiado experimentada para consentírselo.

El maestro de ceremonias, un hombre más joven de expresión envarada llamado Faustinus, llegó a la mañana siguiente, aparentemente en respuesta a la visita de Gesius, como si cada uno de ellos se mantuviera al corriente de los actos del otro. Probablemente lo hacían. En ese aspecto la corte de Valerius II no se diferenciaría de la del padre de Gisel o de la suya. Faustinus bebió un té de hierbas y le hizo una serie de preguntas en apariencia inocentes sobre cómo había sido administrada su corte. Era un funcionario, y esas cosas le interesaban. A Gisel le pareció que también era ambicioso, pero sólo de la manera en que lo son los hombres que ocupan un cargo y temen perderlo. Nada ardía en él.

En la mujer que vino a verla unos días después sí había algo ardiendo debajo de sus gélidos modales patricios, y Gisel percibió tanto el calor como el frío. El encuentro fue un tanto inquietante. Gisel ya había oído hablar de los Daleinoi, naturalmente: la familia más rica del imperio. Con un padre y un hermano muertos, otro hermano que se decía había sufrido espantosas mutilaciones y se hallaba escondido en algún lugar, y un tercero que se mantenía cautelosamente alejado de la ciudad, Styliane Daleina, ahora casada con el estratega supremo, era la presencia visible de su aristocrática familia en Sarantium, y poco después de que empezaran a conversar Gisel decidió que no había nada de inofensivo en ella.

Tendrían más o menos la misma edad, le pareció, y la vida les había arrebatado sus infancias muy pronto a ambas. Los modales de Styliane no revelaban nada y tanto su porte como sus modales eran impecables, con un barniz de exquisita cortesía que no delataba nada de lo que pudiera estar pensando.

Hasta que ella decidía hacerlo. Mientras tomaban higos y una copita de ponche de vino, una tranquila charla sobre la moda indumentaria en Occidente alteró rápidamente su curso para desembocar en una pregunta muy súbita y directa sobre el trono de Gisel y su huida, y lo que esperaba conseguir aceptando la invitación del emperador de venir a Oriente.

—Estoy viva —había dicho Gisel, sin inmutarse y sosteniendo la escrutadora mirada azul de la otra mujer—. Ya habréis oído hablar de lo que ocurrió en el santuario el día de su consagración.

—Tengo entendido que fue bastante desagradable —había dicho Styliane Daleina despreocupadamente, hablando del asesinato y la traición al tiempo que agitaba la mano de manera un tanto despectiva—. ¿Y esto, entonces, es agradable? ¿Esta bonita jaula?

—Mis visitantes son un gran consuelo para mí —había murmurado Gisel, conteniendo la ira—. Me han apremiado a asistir al teatro una noche. Decidme, ¿tenéis alguna sugerencia?

Sonrió, vacua y joven, manifiestamente incapaz de pensar. Una princesa bárbara, apenas dos generaciones alejada de los bosques donde las mujeres pintaban sus pechos desnudos con tintes vegetales.

Su visitante no era la única, había pensado Gisel mientras se inclinaba para seleccionar un higo, que podía preservar su intimidad detrás de una pantalla de charla hueca.

Styliane Daleina se fue poco después, observando antes de salir por la puerta que en la corte muchos parecían pensar que la bailarina principal y actriz de la facción Verde era la intérprete más eminente del momento. Gisel le dio las gracias, y prometió devolverle la cortesía con una visita algún día. De hecho, pensó que tal vez fuese a verla: había una especie de amargo placer en aquella clase de esgrima. Se preguntó si se podría encontrar grasa de oso en Sarantium.

Hubo otros visitantes. El Patriarca de Oriente envió a su secretario principal, un solícito clérigo que olía a rancio y le hizo preguntas cuidadosamente preparadas sobre la fe en Occidente, después de lo cual le estuvo hablando un buen rato sobre Heladikos, hasta darse cuenta de que Gisel no le escuchaba. Algunos miembros de la pequeña comunidad batiarana —en su mayoría comerciantes, soldados mercenarios y artesanos— asumieron el deber de visitarla regularmente hasta que, en algún momento del invierno, dejaron de venir, y Gisel llegó a la conclusión de que Eudric o Kerdas habían enviado un mensaje, o incluso instrucciones, desde su tierra. Agila estaba muerto, y ahora ya lo sabían. Había muerto en el lugar de reposo de su padre la mañana de la consagración. Con Pharos y Anissa, las únicas dos personas que quedaban en el mundo de las que se hubiese podido decir que la querían. Gisel oyó las noticias con los ojos secos y contrató a otra media docena de mercenarios.

Los visitantes de la corte siguieron llegando durante un tiempo. Algunos de los hombres pretendieron seducirla: un triunfo para ellos, indudablemente.

Gisel siguió virgen, lamentándolo ocasionalmente. El aburrimiento era uno de los problemas centrales de aquella nueva vida. En realidad ni siquiera era una vida, sino una espera para ver si la vida continuaría o volvería a empezar.

Y ahí, desgraciadamente, era donde el diligente intento de reunir la gratitud apropiada cada mañana en la capilla fracasaba en cuanto terminaban las invocaciones al sagrado Jad. En casa, Gisel había tenido una existencia de auténtico, si bien precario, poder. Era la reina de un pueblo de conquistadores en la tierra que había dado origen a un imperio. El Gran Patriarca de Rhodias se inclinaba ante ella, tal como había hecho ante su padre. En Sarantium tenía que aguantar los sermones de un clérigo menor. No era más que un objeto resplandeciente, una especie de joya para el emperador y su corte, sin función o acceso a ningún papel. Era, en la lectura más simple de las cosas, una posible excusa para invadir Batiara, y poco más que eso.

Aquellas sutiles personalidades de la corte que cruzaban la ciudad a caballo o eran transportadas a través de ella en literas provistas de cortinajes para visitarla parecían haber llegado gradualmente a la misma conclusión. El Recinto Imperial quedaba muy lejos de su palacio junto a la Triple Muralla. A mediados del invierno, las visitas de la corte también empezaron a volverse menos frecuentes. No fue ninguna sorpresa. A veces la entristecía el que hubiese tan pocas cosas que pudieran sorprenderla.

Uno de los aspirantes a amante —más decidido que los demás— siguió visitándola después de que los otros hubieran abandonado. En una ocasión Gisel permitió que le besara la palma, no la mano. La sensación fue tenuemente agradable, pero después de pensárselo bien, decidió que la próxima vez que viniera a verla estaría ocupada, así como la siguiente. No hubo una tercera visita.

En realidad no tenía elección. Su juventud, su belleza y cualquier deseo que los hombres pudieran sentir por ella figuraban entre las escasas herramientas de que aún disponía, habiendo dejado atrás un trono.

Se preguntó cuánto esperarían Eudric o Kerdas antes de intentar hacerla asesinar, y si Valerius realmente trataría de impedirlo. A fin de cuentas, pensaba, viva le sería de mayor utilidad al emperador, pero había argumentos en favor de lo contrario y también había que pensar en la emperatriz.

Esos cálculos tenía que hacerlos sola. No disponía de nadie en quien confiar para que la aconsejase, aunque en casa tampoco lo había tenido. A veces se sentía furiosa y desvalida cuando pensaba en el alquimista de gris cabello que la había ayudado en aquella huida pero luego la había abandonado para ocuparse de sus propios asuntos. Le había visto por última vez en el muelle de Megarium, inmóvil bajo la lluvia mientras su barco se hacía a la mar.

Gisel, que había vuelto de la capilla, estaba sentada en el hermoso solario que daba a la tranquila calle. Vio que el sol naciente ya estaba bastante por encima de los tejados. Hizo sonar la campanilla que había junto a su asiento y una de las mujeres magníficamente adiestradas que le había enviado la emperatriz apareció en el umbral. Ya iba siendo hora de que empezara a prepararse para salir. De hecho, no era cierto que ya nada la sorprendiese. Habían ocurrido ciertas cosas inesperadas.

Después de uno de esos acontecimientos, en el que había tomado parte una bailarina que casualmente era hija del mismo hombre de cabello gris que la había abandonado en Megarium, Gisel aceptó una invitación para aquella tarde.

Y hacerlo le recordó al otro hombre cuyos servicios había contratado en su tierra, el mosaiquista de rojo cabello. Caius Crispus también estaría presente hoy.

Había averiguado que se encontraba en Sarantium poco después de que ella misma llegara allí. Necesitaba saberlo, porque aquel hombre suscitaba sus propias consideraciones. Gisel le había confiado un comprometedor mensaje privado, y no tenía ni idea de si lo había entregado, o intentado entregarlo siquiera. Recordaba que el mosaiquista era sardónico, saturnino e inesperadamente inteligente. Necesitaba hablar con él.

No le había invitado a visitarla: por lo que se sabía, él nunca había llegado a conocerla. Seis hombres habían muerto para preservar esa ilusión. Lo que hizo fue ir a observar los progresos del nuevo Santuario de la Sagrada Sabiduría de Jad que había mandado construir el emperador. El santuario todavía no se hallaba abierto al gran público, pero una visita era una decisión perfectamente apropiada, e incluso piadosa, por parte de una persona de sangre real que estaba pasando un tiempo en Sarantium. Nadie hubiese podido ponerle reparos. Una vez hubo entrado, y de una manera impulsiva, Gisel decidió recurrir a un método que no tenía nada de corriente.

Mientras sus mujeres empezaban a prepararle el baño, pensar en lo que había ocurrido aquella mañana de comienzos del invierno hizo que Gisel sonriese para sus adentros. Bien sabía Jad que no era persona inclinada a dejarse llevar por los impulsos y que en su vida no había muchas cosas que le proporcionaran diversión, pero en aquel lugar pasmoso no se había comportado con lo que podía considerarse decorosa piedad, y Gisel tenía que admitir que había disfrutado mucho haciéndolo.

A esas alturas la historia ya había circulado por todo Sarantium. Esa había sido precisamente su intención.

Un hombre subido a un andamio bajo una cúpula con vidrio en las manos, intentando hacer un dios. Más de uno, a decir verdad, aunque esa verdad en particular no era una que se propusiera revelar. Aquel día —comienzos del invierno en Sarantium, la ciudad sagrada de Jad—, Crispin se sentía muy feliz de estar vivo y no quería ser quemado por herejía. La ironía estribaba en que aún no había percibido o reconocido su felicidad. Llevaba mucho tiempo sin experimentar aquella sensación, y había llegado a resultarle tan desconocida que se habría ofendido muchísimo y hubiese respondido con un seco insulto a quien osara observar que parecía muy satisfecho de su suerte.

Con la frente fruncida y la boca convertida en una línea, Crispin estaba tratando de confirmar definitivamente los colores de su propia imagen de Jad por encima del horizonte urbano de Sarantium que empezaba a emerger en la cúpula. Otros artesanos estaban creando la ciudad para él bajo su supervisión; él, por su parte, se encargaba de las figuras y había decidido empezar con Jad, para que una imagen del dios pudiera contemplar desde las alturas a cuantos entraran allí mientras la cúpula, las semicúpulas y los muros iban siendo creados a su vez. Quería que el dios que él hiciese recordara, en un secreto homenaje, al que había visto en una pequeña capilla de Sauradia, pero no demasiado obviamente o como una mera copia. Crispin trabajaba a una escala distinta y su Jad sería el elemento predominante de una escena más grande, no la totalidad de la cúpula, y había cuestiones de equilibrio y proporción que debían ser resueltas previamente.

En aquel momento estaba pensando en los ojos y las líneas de la piel por encima y por debajo de ellos, acordándose de la visión herida y macilenta del Jad que había contemplado en aquella capilla el día del Muerto. Entonces había caído al suelo.

Literalmente, se había desplomado bajo aquella flaca e imponente figura.

Tenía muy buena memoria para los colores. De hecho su memoria era infalible, y Crispin lo sabía sin ninguna falsa humildad. Había trabajado en estrecha colaboración con el director de la Cristalería Imperial para encontrar aquellos tonos que se aproximaran más a los que recordaba de Sauradia. El que se le hubiese encomendado decorar con mosaicos el que era, con mucho, el más importante proyecto de construcción de Valerius II, le había sido de gran ayuda. El mosaiquista anterior —un tal Siroes— había sido ignominiosamente despedido, y de alguna manera esa misma noche se había roto los dedos de ambas manos en un accidente todavía no aclarado. Crispin, casualmente, sabía algunas cosas sobre aquello. Hubiese preferido no saberlas. Recordaba a una mujer alta y rubia en su dormitorio al amanecer, murmurando: «Puedo atestiguar que Siroes no se hallaba en situación de contratar asesinos esta noche. —Y había añadido, muy serenamente—: Puedes creerme».

Lo hacía. En eso, ya que no en nada más. Fue el emperador, sin embargo, y no la mujer del cabello rubio, quien le mostró a Crispin aquella cúpula y se la ofreció. Ahora Crispin solía recibir lo que pedía, al menos en lo concerniente a las tesserae.

En las otras esferas de su vida, abajo entre los hombres y las mujeres de la ciudad, aún no había decidido qué era lo que quería. Sólo sabía que también tenía una vida debajo de aquel andamio, con amigos, enemigos —intentos de asesinarlo pocos días después dé su llegada— y complejidades que podían, en caso de que él lo permitiera, distraerlo peligrosamente de lo que necesitaba hacer allí arriba, en la cúpula que le habían entregado el emperador y un arquitecto genial.

Se pasó una mano por su abundante cabellera rojiza, dejándola todavía más despeinada que de costumbre, y decidió que los ojos de su dios serían marrón oscuro y obsidiana como los de la figura de Sauradia, pero que no evocaría su palidez con tonos grises en la piel de la cara. Volvería a retomar los dos colores cuando hiciera las largas y delgadas manos, pero no las representaría marchitas y consumidas, como lo habían estado las del otro. Un reflejo de elementos, no una copia. Eso había pensado antes de volver a subir allí, y en su caso los primeros instintos dictaban sus actos.

Después de haber tomado esa decisión, Crispin respiró hondo y sintió disiparse la tensión. Así pues, mañana podría empezar. Reparó en una leve agitación del andamio, un movimiento de balanceo que significaba que alguien estaba subiendo.

Aquello estaba prohibido, total y absolutamente prohibido tanto a los aprendices como a los artesanos. A todo el mundo, de hecho, incluido Artibasos, que había construido aquel santuario. La regla era que cuando Crispin se encontraba allí arriba, nadie subía a su andamio. Había amenazado con la mutilación, el desmembramiento, la muerte. Vargos, que estaba demostrando ser un ayudante tan competente allí como en el camino, había sido muy escrupuloso a la hora de preservar la santidad de Crispin en las alturas.

Miró hacia abajo, más perplejo por la infracción que por otra cosa, y vio que era una mujer —se había quitado una capa para moverse más libremente— quien estaba subiendo hacia él por los peldaños del andamio. Vio a Vargos entre las siluetas inmóviles sobre las losetas de mármol muy por debajo de él. Su amigo extendió las manos en un gesto de impotencia. Crispin volvió a mirar a la escaladora. Después parpadeó y contuvo la respiración, sujetándose a la barandilla con ambas manos.

Ya había mirado abajo una vez desde aquella gran altura, justo después de su llegada, cuando estaba usando los dedos como un ciego para dibujar el mapa de aquella cúpula en la que tenía intención de crear el mundo, y había visto a una mujer allá abajo, sintiendo su misma presencia como un tirón irresistible: la fuerza y la atracción del mundo en el que los hombres y las mujeres seguían con sus vidas.

Aquella vez había sido una emperatriz.

Había bajado a reunirse con ella. No era una mujer a la que se pudiera resistir, incluso si se limitaba a quedarse inmóvil allá abajo y esperar. Bajó para hablar con ella de delfines y de otras cosas, para volver a entrar en el mundo viviente y dejar que este lo reclamara del lugar al que lo había llevado el amor arrebatado por la muerte.

Esta vez, mientras contemplaba con muda estupefacción el ascenso decidido de la escaladora, Crispin trató de asimilar su identidad. Demasiado asombrado para interpelarla o saber siquiera cómo reaccionar, se limitó a esperar con el corazón palpitante mientras su reina venía hacia él, en las alturas por encima del mundo, pero a la vista de todos los que había debajo.

Gisel llegó al último peldaño y después al andamio propiamente dicho, y así —ignorando la mano que se apresuró a tenderle Crispin— puso los pies en él, un poco ruborizada, sin aliento pero satisfecha de sí misma, los ojos relucientes y ajenos a todo temor, para entrar en aquel lugar absolutamente privado encima de una precaria plataforma justo debajo de la cúpula de Artibasos. Por muchos oídos a la escucha que pudiera haber en la peligrosa Sarantium, allí no había ninguno.

Crispin se arrodilló e inclinó la cabeza. Había visto por última vez a aquella mujer acosada en su propio palacio, en su propia ciudad, muy lejos al oeste de allí. Se había despedido de ella besándole el pie y sintió su mano rozarle el cabello. Después se marchó, habiendo prometido de alguna manera que intentaría llevarle un mensaje al emperador. Y a la mañana siguiente supo que la reina había hecho matar a seis de sus guardias, simplemente para preservar el secreto de su encuentro.

En el andamio debajo de la cúpula, Gisel de los antae volvió a rozarle los cabellos con una lenta caricia. Crispin, arrodillado, tembló.

—Esta vez no hay harina —murmuró la reina—. Una mejora, artesano. Pero me parece que prefiero la barba. ¿Tan pronto te ha reclamado Oriente? ¿Acaso te hemos perdido? Puedes levantarte, Caius Crispus, y decir lo que tengas que decir.

—Majestad… —balbuceó Crispin, poniéndose en pie y ruborizándose, terriblemente confuso y desconcertado. El mundo venía a él, incluso allí arriba—. Este sitio es peligroso. No… ¡no deberíais estar aquí!

Gisel sonrió.

—¿Tan peligroso eres, artesano?

No lo era. Ella sí era peligrosa. Crispin quería decirlo. Su cabello era dorado, su mirada de un intenso azul y, de hecho, los colores de su rostro eran los mismos que los de una de las mujeres más peligrosas que Crispin había conocido en Sarantium. Pero allí donde Styliane Daleina era hielo con un agudo filo de malicia, Gisel, la hija de Hildric el Grande, mostraba algo que era a la vez más salvaje y más triste.

Crispin ya sabía que Gisel estaba en Sarantium, naturalmente. Todo el mundo había oído hablar de la llegada de la reina de los antae. Se había preguntado si lo mandaría llamar. No lo había hecho, pero había venido a reunirse con él en lo alto del andamio, subiendo los peldaños con la grácil seguridad de un mosaiquista experimentado. Así era la hija de Hildric. Una antae. Podía cazar, cabalgar, disparar y probablemente matar con una daga escondida entre sus ropas. ¿Una delicada dama de la corte acostumbrada a ser mimada y protegida de todo? No, algo muy distinto.

—Estamos esperando, artesano —dijo Gisel—. Después de todo, hemos recorrido una gran distancia para verte.

Crispin inclinó la cabeza. Y le contó, sin adornarla y sin callarse nada que tuviera alguna importancia, su conversación con Valerius y Alixiana, cuando la figurilla resplandeciente que era la emperatriz de Sarantium se había vuelto hacia él en el umbral de su estancia para interrogarlo —con aparente despreocupación— sobre la propuesta de matrimonio que indudablemente había traído consigo de Varena.

Gisel quedó conmocionada, y Crispin se dio cuenta de ello. Cuando Crispin hubo acabado de hablar, la reina guardó silencio durante unos momentos.

—¿Fue ella quien examinó la propuesta o él? —preguntó.

Crispin reflexionó.

—Ambos, creo. Juntos, o cada uno por su cuenta —titubeó—. La emperatriz es… una mujer excepcional, majestad.

La mirada azul de Gisel se encontró con la suya por un momento. Es tan joven, pensó él.

—Me pregunto qué habría ocurrido si no hubiese ordenado matar a los guardias —murmuró Gisel.

«Que ahora estarían vivos», quiso decir Crispin, pero no lo hizo. Una estación antes habría podido decirlo, pero ya no era el hombre furioso y amargado de comienzos del otoño. Desde entonces había cambiado.

Otro silencio.

—¿Sabes por qué estoy aquí, en Sarantium? —preguntó la reina.

Crispin asintió. Toda la ciudad hablaba de ello.

—Trataron de asesinaros. En el santuario. Estoy horrorizado, majestad.

—Por supuesto que lo estás —dijo su reina y sonrió, casi distraídamente. A pesar de lo que le había ocurrido y de las terribles implicaciones de las cuestiones que estaban debatiendo, una jovialidad extraña y cambiante parecía haberse adueñado de ella bajo la danza de los rayos de sol que entraban por los ventanales esparcidos alrededor de la cúpula. Crispin intentó entender lo que sentía, habiendo huido de su trono y de su pueblo, viviendo allí gracias a un acto de caridad, despojada de todo su poder. Ni siquiera pudo imaginarlo.

—Me gusta estar aquí arriba —dijo la reina súbitamente.

Fue a la barandilla y miró abajo, sin que pareciera impresionarle la altura. Crispin había visto personas tambalearse o caer desmayadas, las manos tratando de aferrarse a los tablones del andamio.

Alrededor del perímetro de la cúpula había otras plataformas donde los trabajadores estaban empezando a colocar tesserae siguiendo la pauta dibujada por Crispin, para crear un paisaje urbano y el verde y azul oscuro del mar, pero en ese momento no había nadie más en las alturas. Gisel de los antae se miró las manos apoyadas en la barandilla, y después se volvió y las extendió hacia él.

—¿Crees que podría ser una mosaiquista?

Se echó a reír. Crispin aguzó el oído en busca de miedo o desesperación, pero sólo oyó sincera diversión.

—Sólo es un oficio, majestad —dijo—. No es digno de vos.

La reina miró alrededor sin responderle.

—Te equivocas —dijo al fin. Señaló la cúpula de Artibasos y los inicios del vasto mosaico de Crispin que iban creciendo encima de ella—. Esto no es indigno de nadie. ¿Te alegras ahora de haber venido, Caius Crispus? Recuerdo que no querías hacerlo.

Y en respuesta a aquella pregunta directa, Crispin asintió con la cabeza, admitiéndolo por primera vez.

—No quería venir, pero esta cúpula es la culminación de una vida para alguien como yo.

La reina asintió. Su humor había cambiado rápidamente.

—¡Bien! Nos complace que estés aquí. En esta ciudad hay pocas personas en las que podamos confiar. ¿Eres una de ellas?

La primera vez también había sido directa. Crispin se aclaró la garganta. La reina estaba tan sola en Sarantium. La corte la usaría como una herramienta, y en casa había hombres duros y crueles que querían verla muerta.

—De cualquier manera en que pueda ayudaros, mi señora, así lo haré.

—¡Bien! —repitió ella. Crispin vio que se le había subido el color. Le brillaban los ojos—. Me pregunto cómo lo haremos. ¿Debo ordenarte que vengas aquí y me beses, para que quienes están abajo puedan verlo?

Crispin parpadeó, tragó saliva y se mesó el cabello en un acto reflejo.

—No mejoras tu apariencia cuando haces eso, sabes —dijo la reina—. Piensa, artesano. Tiene que haber una razón para que haya subido aquí a verte. ¿Te ayudaría con las mujeres de la ciudad que se supiera que eres el amante de la reina, o te marcaría como intocable? —Sonrió.

—Yo… no tengo… Mi señora, yo…

—¿No quieres besarme? —preguntó ella con un buen humor tan deslumbrante que era un peligro en sí mismo y, permaneciendo inmóvil, esperó a que él hiciera algo.

Crispin estaba muerto de miedo. Tomó aliento y dio un paso adelante.

Y la reina se echó a reír.

—Pero pensándolo bien no es necesario, ¿verdad? Mi mano servirá, artesano. Puedes besarme la mano.

La levantó hacia él. Crispin la tomó y se la llevó a los labios, y cuando lo hacía ella volvió la mano dentro de la suya y fue su palma, suave y cálida, la que él besó.

—Me pregunto si alguien nos ha visto —dijo la reina de los antae, y volvió a sonreír.

Crispin respiraba con dificultad. Se irguió. La reina seguía muy cerca de él y, alzando las manos, le alisó el pelo.

—Ahora te dejaremos —dijo, asombrosamente dueña de sí misma y con aquella jovialidad esfumada tan deprisa como había venido, aunque seguía teniendo el rostro encendido—. Puedes venir a vernos, por supuesto. Todos darán por sentado que saben por qué vienes. Y da la casualidad de que deseamos ir al teatro.

—Majestad —dijo Crispin, intentando conservar una medida de calma—. Sois la reina de los antae, de Batiara, una invitada del emperador a la que este honra con sus atenciones… Un artesano no puede escoltaros al teatro. Tendréis que sentaros en el palco imperial. Debéis ser vista allí. Hay protocolos…

La reina frunció el ceño, como si no hubiese pensado en ello.

—Sabes, me parece que tienes razón. Entonces tendré que enviarle una nota al canciller. Pero en ese caso, quizá haya subido hasta aquí para nada, Caius Crispus. —Lo miró—. Debes asegurarte de proporcionarnos una razón. —Y se dio la vuelta.

Crispin estaba tan aturdido que la reina ya había bajado cinco peldaños antes de que pudiera moverse, con lo que no le ofreció ayuda alguna para el descenso.

No importaba. La reina bajó hasta el suelo de mármol con tanta facilidad como había subido. Mientras la veía descender hacia una veintena de curiosos que miraban descaradamente hacia arriba, a Crispin se le ocurrió pensar que si ahora estaba marcado como su amante, o incluso su confidente, entonces su madre y sus amistades podían correr peligro cuando la noticia llegara a Occidente. Gisel había escapado a un resuelto intento de asesinato. Había hombres que querían su trono, lo cual significaba asegurarse de que ella no lo recuperara. Todos los que estuvieran relacionados de alguna manera con ella serían sospechosos. De qué, apenas importaba.

Los antae nunca perdían el tiempo preocupándose de detalles tan insignificantes como ese.

Y esa verdad, decidió Crispin mientras miraba hacia abajo, también valía para la mujer que se estaba aproximando al suelo. Gisel podía ser joven, y terriblemente vulnerable allí, pero había sobrevivido a un año en su trono entre hombres que querían verla muerta o sometida a su voluntad, y había logrado escapar de ellos cuando intentaron matarla. Y era una digna hija de su padre. Gisel de los antae haría lo que tuviese que hacer, pensó Crispin, para alcanzar sus objetivos, hasta y a menos que alguien pusiera fin a su vida. Las consecuencias para los demás ni siquiera se le pasarían por la cabeza.

Pensó en el emperador Valerius, desplazando vidas mortales de un lado a otro como si fueran piezas de un tablero de juego. ¿Era el poder el que daba forma a esa manera de pensar, o sólo quienes ya pensaban de aquella manera podían alcanzar el poder terrenal?

Mientras veía cómo la reina llegaba al suelo para aceptar reverencias y su capa, a Crispin se le ocurrió pensar que tres mujeres le habían ofrecido intimidad en aquella ciudad, y que en cada ocasión se había tratado de un acto de fingimiento y astucia. Ni una sola de ellas lo había tocado con un poco de ternura o interés, ni de auténtico deseo.

Quizá eso último no fuese enteramente cierto. Cuando más avanzado el día volvió a la casa que la gente del canciller se había encargado de proporcionarle, Crispin encontró una nota. Las noticias no tardaban en viajar por aquella ciudad, o al menos no ciertas clases de, noticias. La nota no estaba firmada y Crispin nunca había visto aquella caligrafía suave y redondeada anteriormente, pero el papel era asombrosamente fino, lujoso. Mientras leía las palabras, comprendió que la firma no era necesaria, o posible.

«Me dijiste —había escrito Styliane Daleina— que nunca habías puesto los pies en las estancias privadas de la realeza».

Nada más. Ningún reproche añadido, ninguna sugestión directa de que la había engañado, ninguna ironía o provocación. El hecho enunciado. Y el hecho de que ella lo había enunciado.

Crispin, que había tenido intención de comer en casa y volver al santuario después, decidió ir a su taberna preferida y a una casa de baños después. En cada uno de aquellos lugares había bebido más vino del debido.

Su amigo Carullus, tribuno del Cuarto Sauradí, lo encontró a última hora de la tarde en La Spina. El robusto soldado se sentó delante de Crispin, pidió una copa de vino y sonrió.

Crispin se negó a devolverle la sonrisa.

—Dos noticias, mi ebrio amigo —dijo jovialmente Carullus, y alzó un dedo—. Una, he hablado con el estratega supremo. Sí, he hablado con él y Leontes ha prometido que la mitad de los atrasos del ejército de Occidente serán enviados antes de mediados del invierno y que el resto llegará en primavera. Una promesa personal. ¡Lo he conseguido, Crispin!

Crispin alzó los ojos hacia él, intentando compartir en vano la alegría de su amigo. Pero la noticia era muy importante, ya que todos estaban al corriente de los atrasos en la paga y la creciente agitación en el seno del ejército. Esa era la razón por la que Carullus había ido a la ciudad, aparte su deseo de ver las carreras en el Hipódromo.

—No, no lo has conseguido —dijo de mala gana—. Eso sólo significa que habrá una guerra. Valerius va a enviar a Leontes a Batiara. Uno no invade con tropas que no han cobrado.

Carullus se limitó a sonreír.

—Eso ya lo sabía, mi tonta esponja. Pero ¿quién se atribuye el mérito, amigo mío? ¿Quién escribirá al gobernador por la mañana para contarle que ha conseguido que se autorizara el pago cuando todos los demás han fracasado?

Crispin asintió y volvió a extender la mano hacia su vino.

—Me alegro por ti —dijo—. De veras. Por lo demás, discúlpame si no me complace tanto enterarme de que mis amigos y mi madre están a punto de ser atacados.

Carullus se encogió de hombros.

—Avísales. Diles que se vayan de Varena.

—Que se jodan —dijo Crispin, decidido a ser implacable.

Carullus no tenía la culpa de lo que fuera a ocurrir, y su consejo tal vez fuera bastante sensato… especialmente a la luz de lo ocurrido aquella mañana en el andamio.

—¿Esa es la clase de actividad en la que estás pensando? He oído decir que esta mañana recibiste una visita. ¿Tienes unos cuantos cojines en ese andamio tuyo? Antes dejaré que se te pase la borrachera, pero por la mañana espero una explicación detallada, amigo mío —dijo Carullus, y se relamió los labios.

Crispin soltó otro juramento.

—Gisel sólo estaba fingiendo. Puro teatro, nada más. Quería hablar conmigo y necesitaba dar algo que pensar a la gente.

—Estoy seguro de ello —dijo Carullus arqueando las cejas—. ¿Hablar contigo? Bribón. Dicen que es magnífica, sabes. ¿Hablar? Ja. Por la mañana quizá consigas hacérmelo creer. Y, ah, mientras tanto —añadió tras una pausa inesperada—, eso, eh, me recuerda mi segunda noticia. Supongo que ya no volveré a tomar parte en esa clase de juegos. Al menos eso me temo.

Crispin levantó la vista de su copa de vino para mirarlo con ojos legañosos.

—¿Qué?

—Es que, bueno, me voy a casar —dijo Carullus del Cuarto Sauradí.

—¿Qué? —repitió Crispin.

—Lo sé, lo sé —siguió el tribuno—. Inesperado, sorprendente, graciosísimo, etcétera. Todos se partirán de risa. Pero son cosas que pasan, ¿no? —Se había sonrojado levemente—. Esas cosas pasan, ya sabes.

Crispin asintió con perplejidad, teniendo que hacer un considerable esfuerzo para abstenerse de decir «¿Qué?» por tercera vez.

—Y, ejem, bueno, me estaba preguntando si te importaría que Kasia dejara tu casa. No estaría bien visto, naturalmente, no después de que lo hayamos anunciado en la capilla.

—¿Qué? —no pudo evitar decir Crispin.

—La boda será en primavera —prosiguió Carullus con ojos brillantes—. Cuando me fui de casa por primera vez, le prometí a mi madre que si alguna vez llegaba a casarme lo haría como es debido. Los clérigos dispondrán de toda una estación para publicar sus proclamas, con lo cual habrá tiempo de sobras para que quien quiera presentar objeciones pueda hacerlo, y después tendremos una auténtica boda.

—¿Kasia? —preguntó Crispin, logrando finalmente meter baza con aquella palabra—. ¿Kasia?

Y mientras su cerebro por fin empezaba a funcionar para iniciar un cauteloso rodeo alrededor de aquella asombrosa información, volvió a sacudir la cabeza, como para despejarla, y dijo:

—Quiero asegurarme de que lo he entendido bien, saco de viento. ¿Kasia ha accedido a casarse contigo? ¡No me lo puedo creer! ¡Por los huesos y las pelotas de Jad! ¡Bastardo! No me pediste permiso y no te la mereces, condenado patán vestido de soldado.

A esas alturas ya estaba sonriendo de oreja a oreja, y extendió una mano por encima de la mesa para estrechar vigorosamente el hombro de su amigo.

—Pues claro que me la merezco —dijo Carullus—. Soy un hombre con un futuro brillante.

La mujer, nacida en la tribu de los inicii del norte, había sido vendida como esclava por su madre hacía poco más de un año, y había sido rescatada de esa condición —y de una muerte pagana— por Crispin en el camino. Era demasiado delgada, demasiado inteligente y demasiado tozuda, lo cual hacía que le costara adaptarse a la ciudad. Durante su primer encuentro le había escupido en la cara al soldado que ahora sonreía con deleite mientras anunciaba que había accedido a casarse con él.

Ambos hombres, de hecho, sabían lo que valía.

Y así, un soleado y ventoso día de comienzos de primavera, varias personas se estaban preparando para ir a la casa de la primera bailarina de la facción de los Verdes donde la habitual procesión a la capilla elegida daría inicio a una boda, después de lo cual habría una celebración conmemorativa.

Ni la novia ni el novio venían de buena familia —aunque el soldado mostraba indicios de que podía llegar a convertirse en una persona importante—, pero Shirin de los Verdes contaba con un deslumbrante círculo de conocidos y admiradores y había decidido usar aquella boda como excusa para organizar un gran acontecimiento. Había tenido una magnífica temporada invernal en el teatro.

Además, el mejor amigo del novio (y evidentemente de la novia, murmuraban algunos con un significativo enarcamiento de cejas) era el nuevo mosaiquista imperial, el rhodiano que estaba ejecutando las magníficas decoraciones del Santuario de la Sagrada Sabiduría de Jad, por lo que su amistad quizá fuera digna de ser cultivada. Corrían rumores de que podían asistir otros personajes importantes; si no a la ceremonia propiamente dicha, sí a la celebración que tendría lugar en casa de Shirin.

También había sido muy comentado el hecho de que la comida estaba siendo preparada en la cocina de la bailarina por el maestro de cocina de la facción Azul. En la ciudad había más de uno que seguiría a Strumosus hasta el desierto siempre que el cocinero llevara consigo sus ollas, salsas y sartenes.

Aquella celebración orquestada conjuntamente por los Verdes y los Azules era un acontecimiento curioso, y en muchos aspectos único. Y todo por un soldado de rango medio y una joven bárbara de cabello rubio procedente de Sauradia que acababa de llegar a la ciudad con un pasado desconocido a cuestas. Era bastante guapa, informaban los que la habían visto con Shirin, pero no de la manera habitual en las muchachas que conseguían apuntarse el tanto de una boda ventajosa. Por otra parte, tampoco iba a contraer matrimonio con un tipo realmente importante.

Y de pronto empezó a circular el rumor de que Pappio, el cada vez más conocido director de la Cristalería Imperial, había hecho personalmente un cuenco encargado como regalo para la feliz pareja. Al parecer Pappio llevaba muchos años sin emplear las manos en su oficio. Eso era otra cosa que nadie podía entender. Sarantium no paraba de hablar. Como aún faltaban varios días para que empezaran las carreras, el acontecimiento no podía llegar en mejor momento: a la ciudad le gustaba tener cosas de las que hablar.

«No estoy nada contento», dijo un diminuto pájaro mecánico con una muda voz patricia que sólo fue oída por la anfitriona del acontecimiento del día. La mujer estaba examinando su propia imagen en un espejo redondo de marco de plata sostenido por una sirvienta.

«¡Oh, Danis, yo tampoco! —murmuró Shirin en silenciosa réplica—. Todas las mujeres del Recinto y el teatro se habrán vestido y adornado para deslumbrar a quienes las miren, y yo tengo cara de no haber dormido en días».

«No me refería a eso».

«Por supuesto que no. Tú nunca piensas en las cosas importantes. Dime, ¿crees que se fijará en mí?»

«¿Cuál? —repuso el pájaro con cierta irritación—. ¿El auriga o el mosaiquista?»

Shirin se echó a reír, sobresaltando a su asistenta.

«Cualquiera de los dos —dijo para sus adentros, y después su sonrisa se volvió maliciosa—. ¿O tal vez ambos, esta noche? Eso sí que sería algo digno de recordar, ¿verdad?»

«¡Shirin!» El pájaro parecía sinceramente escandalizado.

«Estaba bromeando, tonto. Ya sabes que no soy de esa clase de mujeres. Y ahora dime, ¿por qué no eres feliz? Es un día de boda, y además estamos hablando de un matrimonio por amor. Esta unión no ha sido hecha por nadie, sino que se escogieron el uno al otro».

Su tono se había vuelto sorprendentemente bondadoso y tolerante.

«Me parece que va a ocurrir algo».

La mujer de cabello oscuro sentada delante del espejito que, de hecho, no parecía necesitar sueño ni ninguna otra cosa aparte de la admiración más extremada, asintió y la sirvienta, sonriendo, dejó el espejo encima de la cómoda y extendió la mano hacia una botella que contenía un perfume particularmente inconfundible. El pájaro siguió inmóvil sobre la mesa.

«¡Venga, Danis! ¿Qué clase de fiesta sería esta si no ocurriera nada?»

El pájaro no dijo nada.

Hubo un sonido en el umbral. Shirin se volvió para mirar por encima del hombro.

Un hombrecillo regordete y con cara de pocos amigos, ataviado con una túnica azul y una especie de delantal atado al cuello y rodeando su considerable cintura, acababa de aparecer en el umbral. En el delantal había una amplia gama de manchas de comida, y en su frente una franja de lo que parecía azafrán. El recién llegado se hallaba en posesión de un cucharón de madera, un grueso cuchillo metido en el cinturón del delantal, y exhibía expresión ofendida.

—¡Strumosus! —exclamó alegremente la bailarina.

—No hay sal marina —dijo el maestro de cocina en un tono de voz sugeridor de que la ausencia equivalía a una herejía tan grave como las proscritas creencias heladikianas o el paganismo consumado.

—¿No hay sal? ¿De veras? —preguntó la bailarina, levantándose grácilmente de su asiento.

—¡No hay sal marina! —repitió el maestro de cocina—. ¿Cómo es posible que una casa civilizada carezca de sal?

—Una omisión terrible —convino Shirin con un gesto apaciguador—. Estoy avergonzadísima.

—Solicito permiso para hacer uso de tus sirvientes y enviar a uno de ellos a la sede de los Azules. Necesito que mis ayudantes de cocina permanezcan aquí. ¿Eres consciente del poco tiempo de que disponemos?

—Hoy puedes usar a mis sirvientes de la manera que consideres más adecuada —dijo Shirin—, aparte de hervirlos.

La expresión del maestro de cocina sugirió que quizá fuera preciso llegar a ese extremo.

«Este hombre es francamente odioso —dijo el pájaro silenciosamente—. Bueno, al menos puedo estar seguro de que a él sí que no lo deseas».

Shirin rio en silencio.

«Es un genio, Danis. Todo el mundo lo dice. Hay que ser indulgente con los genios. Y ahora, alégrate un poco y dime que estoy preciosa».

Hubo otro sonido en el pasillo detrás de Strumosus. El maestro de cocina se volvió y bajó su cucharón de madera. Su expresión cambió, volviéndose casi benigna. Entrando en la habitación, se hizo a un lado mientras una mujer de rubio cabello, piel muy blanca y expresión titubeante aparecía en el umbral.

Shirin sonrió y se llevó una mano a la mejilla.

—Oh, Kasia —dijo—. Qué hermosa estás.