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Había sabido que los últimos días allí serían difíciles, pero no había sido consciente de cuánto. Para empezar, desde que bajó de la cúpula por segunda vez, a altas horas de la noche, después de haber vuelto de la boda imperial en el palacio y haber estado trabajando a la luz de las linternas para terminar una imagen de su hija que sería arrancada casi tan pronto como se hubiera asentado, Crispin había pasado muy poco tiempo enteramente sobrio.

La imagen de sí mismo como alguien que bebía para mitigar el dolor no le gustaba demasiado, pero tampoco parecía capaz de hacer gran cosa al respecto.

Una de las cosas más difíciles de soportar fue la indignación de otras personas. Le envolvía, y para un hombre reservado eso era muy duro. Amigos bienintencionados y llenos de indignación (y allí tenía más de los que había imaginado) que maldecían al nuevo emperador y le ofrecían vino en sus casas o en las tabernas. O entrada la noche en la cocina de la sede de los Azules, donde Strumosus de Amoria peroraba con vehemencia sobre la esencia de la barbarie y su presencia en un lugar civilizado.

Crispin había ido allí a ver a Scortius, pero el auriga estaba durmiendo, medicado, y acabó cenando en la cocina mucho después de que hubiera oscurecido. No volvió a la sede hasta que faltaba poco para el momento de partir. Aquella vez Scortius también estaba durmiendo. Mantuvo una breve conversación con el médico basánida, aquel cuyo nombre y dirección le había dado Zoticus antes de que el hombre hubiera llegado a Sarantium. Crispin ya había dejado de tratar de entender eso: simplemente había cosas en el mundo que nunca comprendería, y no todas tenían que ver con las doctrinas de la sagrada fe.

Finalmente consiguió pillar despierto a Scortius para despedirse de él más avanzado el día. Había una pequeña multitud en su habitación, algo que ya parecía una circunstancia rutinaria. Eso hizo que la despedida fuera rápida y casi alegre, lo cual la hizo más fácil.

Crispin descubrió que un exceso de pasión por parte de los demás consumido en forma de simpatía hacia él resultaba tanto agotador como humillante. Allí había habido muertos. La gente moría continuamente. A él le habían revocado un encargo y su trabajo había sido encontrado insatisfactorio. Esas cosas pasaban de vez en cuando.

Intentó obligarse a verlo desde esa perspectiva, en cualquier caso, para aconsejar a otros que lo percibieran de esa forma. No lo consiguió.

Shirin, cuando fue a verla y le dijo aquellas cosas, declaró que Crispin no tenía alma (él no hizo ningún comentario ingenioso acerca de la palabra que había escogido, no era el momento para eso) y era un embustero, y después salió de su propia sala hecha una furia y con lágrimas en las mejillas. Danis, el pájaro, desde alrededor de su cuello en el vestíbulo cuando se iban, declaró en silencio que era un estúpido, indigno de los dones que poseía. De cualquier don.

Significara lo que significase.

Shirin ni siquiera volvió para despedirse de él. Una de las mujeres del personal doméstico lo acompañó hasta la puerta y la cerró detrás de él.

Artibasos, la tarde siguiente, reaccionó de manera distinta mientras le servía un buen candariano con bastante agua acompañado con aceitunas, aceite de oliva y pan recién cocido.

—¡Basta! —gritó mientras Crispin recurría a la misma explicación acerca de los encargos revocados o que llegaban a su fin—. ¡Me avergüenzas!

Crispin calló obedientemente y miró el oscuro vino de su copa.

—No crees nada de lo que estás diciendo. Lo dices únicamente para que me sienta mejor. —El pequeño arquitecto tenía los pelos de punta, lo que le confería la inquietante apariencia de un hombre que acaba de ser aterrorizado por un demonio.

—No enteramente —dijo Crispin. Se acordó de Valerius alisando aquel cabello, la noche en que había llevado a Crispin a que viera la cúpula de la que iba a hacerle donación.

«Indigno de cualquier don».

Tomó aliento.

—No lo hago sólo por ti. Estoy intentando convencerme de que… Encontrar una manera de…

No servía de nada. ¿Cómo podías decir tales cosas en voz alta y conservar tu orgullo?

Porque en realidad tenían razón. Estaba mintiendo, o intentaba hacerlo. A veces necesitabas cierta clase de deshonestidad, incluso contigo mismo, para… seguir adelante. Por supuesto que los artesanos perdían encargos. Continuamente. Los clientes no entregaban los fondos necesarios para mantener en marcha un proyecto, volvían a contraer matrimonio y cambiaban de parecer o se iban a otras tierras. O incluso morían, y sus hijos o viudas tenían una idea distinta acerca de lo que habría que hacer en el techo del comedor familiar o en las paredes del dormitorio de la casa de campo.

Era verdad, todo lo que había dicho era cierto, y aun así en realidad seguía siendo una mentira.

Y pensándolo bien el hecho de que bebiera, empezando por la mañana, cada mañana, era una prueba de que había estado mintiendo. Crispin no quería pensar en ello. Miró la copa. Artibasos se la había llenado y Crispin la vació, tendiéndosela para que volviera a llenarla.

Lo que había ocurrido era una muerte. El corazón lloraría.

—Nunca volverás a entrar allí, ¿verdad? —le había preguntado el pequeño arquitecto.

Crispin meneó la cabeza.

—Está dentro de tu cabeza, ¿verdad? ¿Todo ello?

Crispin había asentido.

—En la mía también —había dicho Artibasos.

El emperador fue al norte a Eubulus con su ejército, pero la flota, mandada por el estratega de la armada, se hizo a la mar, después de todo. Leontes, ahora Valerius III, no era la clase de hombre capaz de permitir que una fuerza semejante permaneciera inactiva. Ningún buen general lo era. Los barcos cargados de provisiones, máquinas de sitio y armas destinadas a una guerra en Occidente fueron enviados hacia el este a través del mar de Calchas, y después pusieron rumbo norte hasta llegar a los lejanos estrechos, y anclar cerca de Mihrbor, firmemente en territorio basánida. A bordo iban soldados suficientes para llevar a cabo un desembarco y defender el terreno conquistado.

El ejército que iría por tierra, aquellas tropas que hubiesen tenido que zarpar hacia Batiara, sería bastante más grande que cualquier fuerza que Shirvan hubiera enviado para hostigar el norte. Era un ejército de invasión reunido para una acción planeada desde hacía mucho tiempo, y el nuevo emperador tenía intención de usarlo de esa manera… pero en una dirección distinta.

Los basánidas habían roto la paz. Un error, nacido del deseo de poner obstáculos a una invasión de Occidente y de la comprensión —nada desencaminada— de los deseos y planes de Valerius II.

Valerius II estaba muerto.

Las consecuencias de aquel error de cálculo caerían sobre la cabeza de los basánidas.

El soldado Carullus, antes del Cuarto Trakesiano y después muy brevemente del Segundo Calisiano, más recientemente miembro de la guardia personal del estratega, no figuraba en ninguna fuerza, ni en la de caballería e infantería ni en la marina.

Cosa que lo tenía muy disgustado.

El nuevo emperador seguía teniendo opiniones muy firmes, las cuales casi constituían un elemento de su ampliamente conocida devoción, acerca de llevar hombres recién casados a un teatro de guerra si había opciones y alternativas. Con un ejército de semejantes dimensiones, las había.

Además, habían tenido lugar dramáticas y letales purgas en las filas de los Excubitores después del papel que algunos de ellos habían jugado en el asesinato. Algunos hombres inocentes y muy capaces figuraron entre los ejecutados, pero ese era un riesgo que debía asumirse por quienes pertenecían a una pequeña compañía de elite cuando la verdad absoluta no podía ser dilucidada fácilmente. Siempre se podía decir que no habían logrado detectar la traición entre sus compañeros, y que habían pagado un precio por ello.

Aquella traición, naturalmente, había puesto al nuevo emperador en su trono, pero eso —apenas hacía falta decirlo— no tenía ninguna relevancia.

Carullus, quejándose profusamente, tuvo que conformarse con otro traslado y otro ascenso cuando fue nombrado uno de los tres altos oficiales cuyo rango únicamente era superado por el del nuevo conde de los Excubitores. Esta vez el ascenso era sustancial, un puesto en la corte que excedía lo meramente militar.

—¿Tienes idea de cuánta ropa necesita un hombre en este cargo? —protestó una noche, después de haber pasado un día entero en el Recinto Imperial absorbiendo información—. ¿De con cuánta frecuencia tienes que cambiarte cada día y de la cantidad de ceremonias que esperan que me aprenda? ¿Quieres saber qué te has de poner para escoltar a unos putos enviados de los putos karchitas? ¡Puedo decírtelo!

Lo hizo, detalladamente. Hablar parecía ayudarle, y además Crispin ya había descubierto que pensar en los problemas de otro te ayudaba a no pensar en los tuyos.

Cada noche acababan en La Spina, acompañados por Pardos y Vargos con varios más entrando y saliendo de su reservado. (A esas alturas ya estaba considerado como su reservado.) Carullus era conocido y apreciado, y al parecer Crispin había adquirido cierta notoriedad. También había corrido la voz de que no tardaría en irse. Todo el mundo iba a verlos.

Pardos había sorprendido a Crispin. Había decidido quedarse en Sarantium y seguir trabajando en su oficio allí, a pesar de los cambios en cuestiones de fe. Cuando tuviera tiempo para reflexionar, Crispin llegaría a comprender que se había formado un concepto bastante equivocado de su antiguo aprendiz. Al parecer Pardos, que naturalmente por entonces ya era miembro de pleno derecho de los gremios, no se sentía muy cómodo trabajando con ciertas imágenes.

En su caso el cambio había empezado, dijo Pardos, mientras intentaba preservar aquella visión de Jad en Sauradia. Un conflicto de piedad y oficio, había dicho, un tropezar y tambalearse, una conciencia de su propia indignidad.

—Todos somos indignos —había protestado Crispin, descargando un puñetazo sobre la mesa—. ¡Eso forma parte de la cuestión!

Pero después lo dejó correr ante la desazón de Pardos. ¿Qué ganaría haciendo que se sintiera infeliz? ¿Quién podía decir que había conseguido que alguien cambiara de opinión en cuestiones de fe, incluso cuando ese alguien era amigo suyo?

Por muy preocupado que estuviera por lo que iba a sucederle al trabajo llevado a cabo en la cúpula (puntas de lanza y martillos golpeando, tesserae hechas añicos y cayendo de las alturas).

Pardos se conformaba con trabajar a escala secular, con crearse una vida allí, haciendo escenas para el Imperio en edificios administrativos, o encargos privados para los cortesanos, los comerciantes y los gremios que podían permitirse tener mosaicos. Hasta podía trabajar para las facciones, dijo: imágenes del Hipódromo para las paredes y los techos de las sedes. Las nuevas doctrinas sólo prohibían representar personas en un lugar sagrado. Y para los ricos, un mosaiquista aún podía ofrecer paisajes marinos, escenas de caza, motivos entrelazados para el suelo o las paredes.

«¿Mujeres desnudas y sus juguetes para los burdeles?», había preguntado Carullus, riendo y haciendo sonrojar a Pardos y fruncir el ceño a Vargos. Pero el soldado sólo trataba de aliviar la tensión del momento.

Vargos, por su parte, enseguida se ofreció a navegar hacia Occidente con Crispin. Un contratiempo, algo que había que resolver.

La noche siguiente, estando sobrio en su mayor parte, Crispin fue a pasear por la ciudad con él. Descubrieron una posada cerca de las murallas, lejos de cualquier conocido, y los dos estuvieron hablando a solas durante un rato.

Y al final Crispin logró disuadirle, no sin esfuerzo y no sin lamentar tener que hacerlo. Vargos estaba a punto de crearse una vida propia allí. Podía ser más que un simple trabajador: podía hacerse aprendiz de Pardos, al que le encantaría tenerlo como tal.

Y a Vargos le gustaba la ciudad, mucho más de lo que había esperado, y Crispin no paró hasta conseguir que lo admitiera. No sería el primer inicii que obligaba a la Ciudad Imperial a darle la bienvenida y una vida decente.

Crispin también admitió que no tenía idea de qué iba a hacer cuando llegara a casa. Ahora le costaba verse a sí mismo haciendo peces, algas y barcos hundidos en la pared de una residencia de verano en Baina o Mylasia. Ni siquiera sabía si se quedaría en casa. No podía aceptar la carga de la vida de Vargos, de hacer que aquel hombre lo siguiera allá donde lo llevara su incierto camino. Aquello no era amistad, sino otra cosa, y allí Vargos era un hombre libre. Siempre había sido libre y dueño de sí mismo.

Vargos no dijo mucho. No era de los que discuten, y desde luego no la clase de hombre capaz de imponer su presencia a los lugares o las personas donde no fuese bienvenida. Su expresión reveló muy poco mientras Crispin hablaba, pero aquella noche fue difícil para ambos. Algo había ocurrido en el camino y había creado un vínculo. Los vínculos podían romperse, pero había que pagar un precio.

La idea de invitar a Vargos a que fuera a Occidente con él era tentadora. La incertidumbre de Crispin acerca del futuro se vería contrapesada por el hecho de tener consigo a aquel hombre. El robusto sirviente cubierto de cicatrices al que contrató en la frontera oriental de Sauradia para que lo guiara por la Vía Imperial había llegado a ser alguien cuya presencia aportaba cierta estabilidad al mundo.

Aquello podía ocurrir cuando entrabas en Aldwood con alguien y después salías de allí. No hablaron de aquel día, pero estuvo presente por debajo de cuanto se decía, y de la tristeza de la despedida.

Sólo al final Vargos dijo algo que lo hizo aflorar por un momento.

—¿Viajarás por mar? —había preguntado mientras estaban pagando en la taberna—. ¿No volverás por el camino?

—No me atrevería —había dicho Crispin.

—Carullus te proporcionaría un guardia.

—No contra lo que me asusta.

Y Vargos había asentido.

—Se nos… permitió marchar —había murmurado Crispin, recordando la niebla en el día del Muerto, Linón encima de la oscura hierba mojada—. No hay que poner a prueba eso regresando.

Y Vargos había vuelto a asentir y salieron a las calles.

Unos días después prácticamente tuvieron que sacar en brazos a Carullus de La Spina. La intensidad del torbellino de emociones en que se había visto atrapado el soldado resultaba casi cómica: su matrimonio, su meteórico ascenso, que significaba al mismo tiempo perderse una guerra gloriosa, su deleite por lo ocurrido a su amado Leontes ensombrecido por lo que eso había significado para su querido amigo, y el ir dándose cuenta, día tras día, de que la fecha de la partida de Crispin estaba cada vez más próxima.

Aquella noche en particular Carullus habló todavía más que de costumbre mientras bebían. Su locuacidad casi los dejó pasmados: historias, bromas, observaciones en un torrente interminable, experiencias del campo de batalla, rememoraciones vuelta por vuelta de carreras vistas hacía años. Hacia el final de la noche lloró, abrazando vigorosamente a Crispin al tiempo que lo besaba en ambas mejillas. Los otros tres lo llevaron a casa por las calles. Faltaba poco para que llegaran a su puerta cuando Carullus empezó a cantar una canción de victoria de los Verdes.

Kasia le oyó. Fue a abrir la puerta, en bata y sosteniendo una vela. Sus dos amigos sostuvieron a Carullus mientras este saludaba a su esposa y después ascendía inestablemente por la escalera, aún cantando.

Crispin se quedó solo en el vestíbulo con Kasia. Ella lo invitó a pasar y fueron a la sala principal. Ninguno dijo nada. Crispin se arrodilló y removió los troncos con un atizador de hierro. Los otros dos bajaron pasado un rato.

—Se pondrá bien —dijo Vargos.

—Ya lo sé —dijo Kasia—. Gracias.

Hubo un breve silencio.

—Esperaremos en la calle —dijo Pardos.

Crispin oyó cerrarse la puerta después de que hubieran salido. Se levantó.

—¿Cuándo te vas? —preguntó Kasia. Estaba maravillosa. Había ganado peso, y aquella mirada herida que Crispin recordaba haber visto en sus ojos se había esfumado. «Mañana me asesinarán. ¿Me llevaréis con vos?» Las primeras palabras que le había dirigido.

—Dentro de tres días —dijo él—. Parece que alguien comentó que andaba buscando un barco, se corrió la voz y el senador Bonosus tuvo la bondad de enviarme un mensaje diciendo que podía viajar en un mercante suyo que iría a Megarium. Fue muy amable por su parte. No es un barco muy rápido, pero me llevará allí. Después no habrá problemas para atravesar la bahía desde Megarium, en esta época del año, hasta Mylasia. Siempre hay barcos que van y vienen. O podría ir andando, claro. Costa arriba primero, y luego bajando. Hasta Varena.

Ella sonrió levemente mientras él parloteaba.

—Me recuerdas a mi esposo. Muchas palabras para una pregunta muy simple.

Crispin rio. Otro silencio.

—Te estarán esperando fuera —dijo ella.

Él asintió. De pronto se le hizo un nudo en la garganta. A ella tampoco volvería a verla nunca.

Kasia lo acompañó hasta la puerta. Una vez allí él se volvió.

Ella le tomó la cara entre las manos y, poniéndose de puntillas, lo besó en los labios. Suave, perfumada, cálida.

—Gracias por mi vida —dijo.

Crispin se aclaró la garganta. Descubrió que la cabeza le daba vueltas, y las palabras se negaron a acudir a sus labios. Demasiado vino. Gracioso: un torrente de palabras, ni una sola palabra. Ella abrió la puerta. Él tropezó en el umbral, debajo de las estrellas.

—Haces bien marchándote —musitó Kasia. Lo empujó suavemente con una mano en el pecho—. Vete a casa y ten hijos, querido mío.

Y cerró la puerta antes de que él pudiera responder a algo tan asombroso.

Porque era asombroso. Había personas en el mundo que podían decirle una cosa así, y que se la dirían.

Una persona, al menos.

—Demos un paseo —les dijo a los otros dos, que le esperaban debajo de un farol.

Ambos eran hombres taciturnos a los que no les gustaba entrometerse en las vidas ajenas. Lo dejaron a solas con sus pensamientos mientras andaban por las calles y las plazas, ofreciendo su presencia como seguridad y compañía. Los guardias del prefecto urbano hacían sus rondas; las tabernas y las cauponae volvían a estar abiertas, aunque formalmente Sarantium aún estaba de luto. Eso quería decir que los teatros estaban cerrados y que los carros no correrían, pero en aquel momento Sarantium alentaba en la oscuridad primaveral con sonidos, olores y movimientos entrando y saliendo de la claridad de las linternas.

Un par de mujeres llamaron a los tres hombres desde un portal. Crispin vio destellar una llama en la entrada que había más allá, una de aquellas a las que había llegado a acostumbrarse, apareciendo y desapareciendo inexplicablemente. El otro mundo.

Llevó a los otros hacia el puerto. La flota se había ido, dejando sólo el complemento naval habitual, con los navíos mercantes y las embarcaciones de pesca. Un barrio más duro, como siempre lo eran los muelles. Los otros dos, que andaban un poco por detrás de él, se aproximaron. Tres hombres robustos seguramente no serían molestados, ni siquiera allí.

Crispin ya casi se sentía despejado. Tomó una decisión, y la mantendría: mañana se levantaría, comería algo sin vino, iría a una casa de baños y se haría afeitar (a esas alturas ya era un hábito, que abandonaría en alta mar).

Tantas despedidas, estaba pensando. Las palabras de Kasia seguían con él mientras andaba de noche por el muelle con dos amigos. Algunas despedidas que aún no habían sido llevadas a cabo como era debido, algunas que nunca tendrían lugar. El trabajo que le quedaba por hacer, y que ya nunca llegaría a hacerse.

«Todas serán arrancadas».

Mientras andaba se encontró lanzando miradas a los portales y callejones. Cuando las mujeres lo llamaban, ofreciéndose a sí mismas con promesas de deleite y olvido, se volvía y las miraba antes de seguir su camino.

Llegaron al agua. Se paró, escuchando el crujir de los navíos y las olas que se estrellaban contra las tablas del embarcadero. Los mástiles se movían, y la luna parecía mecerse de un lado al otro, bamboleándose. Había islas ahí fuera, pensó Crispin mirando el mar, con franjas de playa rocosa que se platearían, o se teñirían de azul bajo la luz de la luna más allá de la oscuridad.

Se dio la vuelta. Siguieron andando, subiendo por las callejas que se alejaban del agua, sus compañeros ofreciéndole el silencio como una especie de gracia. Partiría. Sarantium partiría de su vida.

Dos mujeres pasaron junto a ellos. Una se detuvo y los llamó. Crispin también se detuvo, la miró y se volvió.

Sabía que ella podía alterar su voz y hablar como cualquier persona. Probablemente también podía parecerse a cualquiera. Artificios del escenario. Si estaba viva. Tenía una fantasía, y finalmente lo admitió ante sí mismo: andaba por la oscuridad de la ciudad, pensando que si ella todavía estaba allí, si lo veía, podía llamarlo para decirle adiós.

Era hora de acostarse. Volvieron por donde habían venido. Un sirviente con cara de sueño les abrió la puerta. Crispin les dio las buenas noches a los demás. Fueron a sus habitaciones. Él subió a la suya. Shirin lo estaba esperando en ella.

«Algunas despedidas que aún no habían sido llevadas a cabo como era debido…»

—Es muy tarde —dijo ella—. ¿Estás sobrio?

—Tolerablemente —dijo él—. Hemos andado mucho.

—¿Carullus?

Él meneó la cabeza.

—Al final casi tuvimos que llevarlo a cuestas hasta su casa para devolvérselo a Kasia.

Shirin sonrió levemente.

—No sabe qué debe celebrar y qué debe lamentar.

—Más o menos —dijo él—. ¿Cómo has entrado?

Ella enarcó las cejas.

—Mi litera está esperando al otro lado del camino. ¿No la has visto? ¿Que cómo he entrado? Llamé a la puerta. Uno de tus sirvientes la abrió. Les dije que todavía no nos habíamos despedido y pregunté si podía esperar a que regresaras. Me dejaron subir. —Hizo un ademán y él vio la copa de vino junto a su codo—. Se han mostrado muy atentos. ¿Cómo entran habitualmente tus visitantes? ¿Qué te pensabas, que había trepado por una ventana para seducirte mientras dormías?

—No soy un hombre tan afortunado —murmuró él. Cogió la silla que había junto a la ventana. Sentía la necesidad de sentarse.

Ella hizo una mueca.

—Los hombres están mejor despiertos, la mayor parte del tiempo —dijo—. Aunque de algunos de los que me envían regalos debería decir lo contrario.

Crispin se las arregló para sonreír. Danis colgaba de su tira de cuero alrededor del cuello de Shirin. Habían venido los dos. Difícil. Aquellos últimos días todo era difícil. Y a pesar de todo no habría podido explicar por qué aquel encuentro le hacía sentirse tan incómodo, y eso era parte del problema.

—¿Pertennius ha vuelto a darte problemas? —preguntó.

—No. Está con el ejército. Deberías saberlo.

—No estoy prestando atención a los movimientos de todo el mundo. Te ruego me disculpes —dijo él, en un tono más seco del que pretendió emplear.

Ella le lanzó una mirada asesina.

«Dice que siente deseos de matarte», anunció Danis, hablando por primera vez.

—Dilo tú misma —la conminó Crispin—. No te escondas detrás del pájaro.

—No me estoy escondiendo, a diferencia de ciertas personas. No es… de buena educación decir tales cosas en voz alta.

Él rio, a su pesar. Protocolos del otro mundo.

De mala gana, ella también sonrió.

Hubo un breve silencio. Él respiró su perfume en aquella habitación. Sólo dos mujeres en el mundo usaban aquel perfume.

Una en aquel momento, muy probablemente, la otra muerta, o todavía escondiéndose.

—No quiero que te vayas —dijo Shirin.

Él la miró sin decir nada. Ella levantó su pequeña barbilla. Sus rasgos, había decidido él hacía mucho tiempo, eran atractivos pero no fascinantes cuando se hallaban en reposo. Era con su expresividad, en la risa, el dolor, la ira, la pena, el miedo, cuando el rostro de Shirin cobraba vida y su belleza exigía la atención y el que se tomara conciencia de ella, dando nacimiento al deseo. Eso y, cuando se movía, la gracia de la bailarina, la flexibilidad y la silenciosa sugerencia de que las necesidades físicas rara vez admitidas podían ser saciadas. Era una criatura que nunca podría ser capturada del todo en ningún arte carente de movimiento.

—No puedo quedarme, Shirin —dijo él—. Ahora no. Ya sabes qué ha ocurrido. La última vez que hablamos, me trataste de mentiroso e idiota porque intentaba… tomármelo a la ligera.

—Danis te llamó idiota —lo corrigió ella, y volvió a guardar silencio. Su turno de mirarlo.

Y tras unos momentos, Crispin dijo:

—No puedo pedirte que vengas conmigo, querida mía.

La barbilla se elevó un poco más. Ni una palabra. A la espera.

—He… pensado en ello —murmuró él.

—Bravo —dijo Shirin.

—Ni siquiera sé si me quedaré en Varena. No sé qué haré.

—Ah. La dura vida del vagabundo. Nada que una mujer pueda compartir.

—No… esta mujer —dijo él. Ya estaba totalmente sobrio—. Se podría decir que eres la segunda emperatriz de Sarantium, querida mía. Los nuevos gobernantes te necesitan. Querrán continuidad y que alguien divierta al pueblo. Puedes esperar que se te trate todavía mejor de lo que se te ha tratado hasta ahora.

—¿Y que se me ordene contraer matrimonio con el secretario del emperador?

Él parpadeó.

—Lo dudo —dijo.

—Oh. ¿De veras? Ya veo que sabes todo lo que hay que saber sobre la corte. —Le lanzó otra mirada asesina—. ¿Por qué no quedarse, entonces? Te castrarán y cuando Gesius muera, te harán canciller.

Él la miró.

—Shirin, sé sincera —dijo al cabo—. ¿Realmente temes que se te obligue a casarte con alguien, quien sea, ahora mismo?

Un silencio.

«No se trata de eso», dijo Danis.

Entonces no debería haberlo mencionado, pensó él, pero no lo dijo. No lo dijo, porque algo se estaba agitando en su propio corazón mientras la miraba. La hija de Zoticus, tan valiente como su padre, a su manera.

—¿Le… pediste a Martinian que vendiera la granja de tu padre por ti? —preguntó él.

Ella meneó la cabeza.

—No le pedí que lo hiciera. Quería decírtelo, pero se me olvidó. Le pedí que buscara un aparcero, alguien que siguiera cultivándola. Lo hizo. Me ha escrito varias cartas. Me ha contado muchas cosas sobre ti, a decir verdad.

Crispin volvió a parpadear.

—Comprendo. También querías decírmelo y se te olvidó, ¿verdad?

—Supongo que no hemos tenido suficientes ocasiones de hablar —dijo ella, y sonrió.

«Y eso es todo», dijo Danis.

Crispin suspiró.

—Bueno, al menos eso suena a verdad.

—Me complace que estés de acuerdo —dijo ella, bebiendo un sorbo de vino.

Él la miró.

—Estás enfadada. Lo sé. ¿Qué debo hacer? ¿Quieres que te lleve a la cama, querida mía?

—¿Para que se me pase el enfado? No, gracias.

—Para hacerte más llevadera la pena —dijo él.

Ella guardó silencio.

«Dice que te diga que ojalá nunca hubieras venido aquí», dijo Danis.

—Estoy mintiendo, por supuesto —añadió Shirin en voz alta.

—Lo sé —dijo Crispin—. ¿Quieres que te pida que vengas a Occidente?

Ella lo miró.

—¿Quieres que vaya a Occidente?

—Hay momentos en que lo deseo, sí —admitió él, tanto ante sí como ante ella. Decirlo fue un alivio.

Vio cómo ella tomaba aliento.

—Bueno, es un comienzo —murmuró Shirin—. Y también ayuda con el enfado. Ahora quizá podrías llevarme a la cama por otras razones.

Él rio.

—Oh, querida mía —dijo—. ¿Cómo puedes pensar que no quiero…?

—Lo sé. No. No lo digas. Cuando viniste no podías pensar en… nada de todo esto, por razones que conozco. Y ahora no puedes pensar en ello… por nuevas razones, que también conozco. ¿Qué quieres pedirme, entonces?

Shirin llevaba un bonete verde oscuro con un rubí. Había dejado su capa encima de la cama. Su traje era de seda, verde como el bonete, con ribetes de oro. Sus pendientes eran de oro y los anillos relucían en sus dedos. Crispin pensó, mirándola e intentando apropiarse de aquella imagen, que nunca llegaría a dominar su oficio lo suficiente para captar el aspecto que tenía Shirin en aquel momento, incluso sentada e inmóvil como estaba.

—No vendas la granja todavía —dijo él, hablando muy despacio—. Quizá necesitarás visitar tu propiedad en la provincia occidental. Si se convierte en una provincia.

—Lo será. He llegado a la conclusión de que la emperatriz Gisel sabe lo que quiere y cómo conseguirlo.

Él pensaba lo mismo, pero no lo dijo. El corazón le latía muy deprisa.

—Quizá incluso podrías… invertir allí, según vayan las cosas en el futuro. Si quieres que te aconsejen, Martinian siempre ha entendido de esa clase de asuntos.

Ella le sonrió.

—¿Según vayan las cosas en el futuro?

—Los… arreglos de Gisel.

—De Gisel —murmuró ella. Y volvió a esperar.

Él tomó aliento. Un error, tal vez; el perfume de ella estaba omnipresente.

—Shirin, no deberías dejar Sarantium y tú lo sabes.

—¿Sí? —preguntó ella, animándolo a seguir.

—Pero deja que vuelva a casa y que averigüe lo que… Bueno, deja que yo… Ah, bien, si te casas con alguien aquí, porque así lo hayas decidido, entonces yo… Por la sangre de Jad, mujer, ¿qué quieres que diga?

Ella se levantó. Sonrió. Él se sintió impotente ante las capas de significado que había en aquella sonrisa.

—Acabas de hacerlo —murmuró. E inclinándose antes de que él pudiera levantarse, le besó castamente la mejilla—. Adiós, Crispin. Que llegues a tu destino sano y salvo. Espero que me escribas pronto. ¿Para hablarme de terrenos, tal vez? Esa clase de cosas.

Esa clase de cosas.

Crispin se levantó y se aclaró la garganta. Una mujer tan deseable como la luz de la luna en una noche oscura.

—Me… besaste mejor la primera vez que nos encontramos.

—Lo sé —dijo ella con dulzura—. Quizá fuera un error.

Y volvió a sonreír. Fue hacia la puerta y salió. Él se quedó como clavado en el suelo.

«Vete a la cama —aconsejó Danis—. Haremos que los sirvientes nos abran la puerta. Que tengas buen viaje, dice que te diga».

«Gracias», transmitió él, antes de acordarse de que no podían leer sus pensamientos y lamentar que ni él mismo pudiera leerlos.

No se acostó. No habría tenido ningún sentido. Estuvo despierto un buen rato, sentado en una silla junto a la ventana. Vio la copa de vino de Shirin y la jarra encima de una bandeja, pero no las cogió, no bebió. Hacía unas horas en la calle se había hecho una promesa a sí mismo acerca de ello.

Por la mañana agradeció tener la cabeza despejada. Un mensaje —bastante esperado— entregado a la salida del sol estaba aguardándole cuando bajó la escalera. Comió, fue a la capilla siguiendo un impulso repentino, con Vargos y Pardos, y después fue a una casa de baños, hizo que lo afeitaran, visitó a algunas personas en la sede de los Azules y en otros sitios. Fue consciente, a medida que progresaba el día, del movimiento del sol en las alturas. Aquel día, aquella noche, una vez más, yéndose después.

«Algunas despedidas que aún no habían sido llevadas a cabo…» Una más a la puesta del sol.

En el palacio.

—Pensé en un saco de harina —dijo la emperatriz de Sarantium—, en homenaje al recuerdo.

—Os agradezco que no haya pasado de ser un pensamiento, mi señora.

Gisel sonrió. Se había levantado de un pequeño escritorio, en el que estaba abriendo correspondencia sellada e informes con un cuchillito. Leontes iba hacia el noreste con el ejército, pero el Imperio seguía necesitando ser administrado, guiado a través de los cambios. Ella y Gesius, pensó Crispin, se estarían encargando de hacerlo.

Gisel cruzó la estancia y volvió a sentarse. Aún empuñaba el pequeño abrecartas, y Crispin vio que su empuñadura de marfil estaba tallada en forma de cara. Ella advirtió su mirada. Sonrió.

—Mi padre me lo dio cuando yo era muy joven. El rostro es el suyo, de hecho. Si lo haces girar, se desprende. —Lo hizo, quedándose con el marfil en una mano y la hoja repentinamente desprovista de empuñadura en la otra—. Lo llevaba junto a mi piel cuando subí al barco para venir aquí, y lo tenía escondido cuando desembarcamos.

Él la miró.

—Porque no sabía qué pensaban hacer conmigo, ¿comprendes? En última instancia, a veces lo único que podemos controlar es cómo terminamos.

Crispin se aclaró la garganta y paseó la mirada por la habitación. Estaban solos, aparte de una sirvienta, allí en el Palacio Traversite, en los aposentos de Gisel que antes habían sido de Alixiana. Todavía no había tenido tiempo de remodelarlos. Otras prioridades. Crispin vio que la rosa había desaparecido.

Alixiana había querido delfines allí. Había llevado a Crispin a verlos en los estrechos.

El canciller Gesius, sonriente y benigno, había estado esperando para escoltarlo personalmente hasta Gisel cuando Crispin compareció ante las Puertas de Bronce. Así lo hizo, y después se retiró. Crispin advirtió que no había ningún significado oculto en aquella invitación nocturna: en el Recinto Imperial trabajaban hasta muy tarde, especialmente en tiempos de guerra y con una campaña diplomática para Batiara ya en curso. Había sido invitado a ver a la emperatriz cuando esta podía concederle un momento en un día muy ajetreado. Un compatriota que iba a volver a casa, y del cual deseaba despedirse. Ya no había ningún secreto, ninguna abducción en la oscuridad, ningún mensaje privado que pudiera significar su muerte en caso de que lo revelara.

Todo aquello pertenecía al pasado. Él había ido allí, y ella había venido todavía de más lejos. Se preguntó qué encontraría en Varena, en el lugar donde la embriaguez había impulsado a los hombres a cruzar apuestas sobre su vida en las tabernas durante un año.

Algunos habían ganado esas apuestas y otros las habían perdido. Y aquellos señores de los antae que pretendían asesinarla y gobernar en su lugar… ¿qué sería de ellos ahora?

—Si no hubieras tardado tanto en hacer tus planes —dijo Gisel—, podrías haber viajado a bordo de un navío imperial. Zarpó hace dos días, con mis mensajes para Eudric y Kerdas.

Él la miró y volvió a tener la extraña sensación de que aquella mujer podía leerle el pensamiento. Se preguntó si Gisel era así con todo el mundo. Se preguntó cómo ningún hombre podía ser lo bastante estúpido para apostar contra ella. Gisel había desviado la mirada en ese instante, haciéndole una señal a su sirvienta para que les trajera vino. El vino fue llevado a través de la habitación encima de una bandeja de oro con incrustaciones de piedras preciosas. Las riquezas de Sarantium, los inimaginables tesoros de aquel lugar. Crispin se sirvió un poco de vino y le añadió agua.

—Un hombre prudente, según veo —dijo la emperatriz Gisel. Sonrió deliberadamente.

Crispin también se acordaba de aquellas palabras. Le había dicho lo mismo la primera vez, en Varena. Qué extraño estaba resultando aquel encuentro nocturno. La distancia recorrida, en medio año.

—Ahora necesito tener la cabeza lo más clara posible.

—¿Y normalmente no la tienes?

Él se encogió de hombros.

—Yo también estaba pensando en los usurpadores. ¿Qué va a ocurrir? ¿O no puedo preguntarlo, majestad?

Importaba, por supuesto. Iba a volver, su madre se encontraba allí, su casa, sus amigos.

—Depende de ellos. De Eudric, principalmente. Le he invitado formalmente a que sea gobernador de la nueva provincia sarantina de Batiara, en nombre del emperador Valerius III.

Crispin la miró y cuando salió de su estupor bajó los ojos. Estaba hablando con una emperatriz. Uno no se la quedaba mirando con la boca abierta como un pescado.

—¿Recompensaríais al hombre que…?

—¿… trató de matarme?

Él asintió.

Ella sonrió.

—¿Qué noble de los antae no deseaba mi muerte el año pasado, Caius Crispus? Todos querían verme muerta. Hasta los rhodianos lo sabían. ¿A qué hombre podría elegir si los eliminara a todos? Es preferible otorgar poder al que ganó, ¿verdad? Eso indica capacidad. Y vivirá… con cierto temor, creo.

Él se volvió a mirarla. No pudo evitarlo. Tenía veinte años, estimó, quizá ni siquiera eso. Tan calculadora y precisa como un… como un monarca. La hija de Hildric. Aquellas personas vivían en un mundo diferente. Valerius también había sido así, pensó de pronto.

Estaba pensando muy deprisa, de hecho.

—¿Y el Patriarca de Rhodias?

—Bravo —dijo la emperatriz—. Él tenía sus propios mensajes, que llegarán a bordo de ese mismo navío. Si está de acuerdo, los cismas de Jad quedarán resueltos. El Patriarca Oriental volverá a aceptar su preeminencia.

—¿A cambio de…?

—Declaraciones que apoyen la reunificación del Imperio, con Sarantium como Sede Imperial, y su conformidad a ciertas cuestiones de doctrina, tal como han sido propuestas por el emperador.

Todo tan minuciosamente calculado, y desarrollándose a tales velocidades.

Crispin tuvo que hacer un considerable esfuerzo para contener su ira.

—Y esas cuestiones incluyen las representaciones de Jad en las capillas y los santuarios, naturalmente.

—Por supuesto —murmuró ella, impertérrita—. El emperador lo considera muy importante.

—Lo sé —dijo él.

—Sabía que lo sabías —replicó ella.

Hubo un silencio.

—Espero que los problemas del gobierno se resuelvan más fácilmente que los que se derivan de la fe. Así se lo he dicho a Leontes.

Crispin no dijo nada.

—Esta mañana he vuelto a ir al Gran Santuario —añadió ella pasados unos momentos—. Usé ese pasaje que me mostraste. Quería volver a ver el trabajo en la cúpula.

—¿Antes de que empiecen a rasparlo, queréis decir?

—Sí —dijo ella sin inmutarse—. Antes de eso. Ya te lo dije cuando pasamos por allí de noche: ahora entiendo más claramente ciertos asuntos de los que hablamos durante nuestro primer encuentro.

Él esperó.

—Te lamentaste de tus herramientas. ¿Lo recuerdas? Te dije que eran las mejores de que disponíamos. Había habido una plaga y guerra.

—Lo recuerdo.

Gisel sonrió levemente.

—Lo que te dije era cierto. Lo que me dijiste tú era aún más cierto. He visto lo que puede llegar a hacer un maestro con un equipo apropiado que desplegar. Cuando trabajabas en la capilla de mi padre te puse muchos obstáculos, como un estratega en un campo de batalla que sólo tuviera a sus órdenes granjeros y trabajadores.

El padre de ella había sido así. Había muerto así.

—Con la debida deferencia, mi señora, debo deciros que la comparación no acaba de gustarme.

—Lo sé. Piensa en ello más tarde, no obstante. Cuando se me ocurrió esta mañana me sentí muy satisfecha de mí misma.

Su magnanimidad no podía ser más grande, elogiándolo y concediéndole una audiencia privada sólo para despedirse de él. Crispin no tenía ningún motivo para sentirse disgustado. La subida de Gisel al trono podía haber salvado de la destrucción a la patria de ambos.

Asintió. Se frotó su lisa barbilla.

—Supongo que tendré tiempo sobrado para hacerlo a bordo del barco, majestad.

—¿Mañana? —preguntó ella.

—Pasado mañana.

Más tarde comprendería (a bordo del mercante, cuando no tuviera nada que hacer) que ella ya lo sabía, y que había estado guiando la conversación.

—Ah. Así que todavía estás resolviendo asuntos de negocios.

—Sí, majestad. Aunque creo que ya he terminado.

—¿Se te han pagado todas las cantidades pendientes? Queremos que todo eso quede resuelto como es debido.

—Se me han pagado, mi señora. El canciller tuvo la amabilidad de ocuparse personalmente de ello.

Ella lo miró.

—Te debe la vida. También somos conscientes de que estamos en deuda contigo, por supuesto.

Él meneó la cabeza.

—Erais mi reina. Sois mi reina. No hice nada que…

—Hiciste lo que era necesario para nosotros, corriendo un gran riesgo, dos veces. —Titubeó—. No voy a hablar del otro asunto, pero… —Él fue consciente de que había pasado a emplear la voz personal—. Pero sigo siendo una occidental, y me enorgullezco de lo que podemos enseñar a las gentes de aquí. Lamento que… las circunstancias requieran que la obra que has hecho aquí sea destruida.

Él bajó los ojos. ¿Qué más podía decir? Era una muerte.

—También se me ha ocurrido pensar, después de todo lo que he averiguado estos últimos días, que hay una persona más a la que quizá desees ver antes de hacerte a la mar.

Crispin alzó la mirada.

Gisel de los antae, Gisel de Sarantium, lo miró con aquellos ojos azules.

—Pero ella no puede verte —dijo.

Volvía a haber delfines. Crispin se había preguntado si los vería, y era consciente de que había algo mortalmente estúpido y vano en el hecho de dudarlo: como si las criaturas del mar aparecieran o no aparecieran a consecuencia de lo que los hombres hacían en las ciudades, sobre la tierra.

Visto desde otra perspectiva (aunque era una herejía), había muchas, muchas almas que transportar aquellos días, tanto dentro de Sarantium como en sus alrededores.

Viajaba en una pequeña y esbelta embarcación imperial, el pasaje obtenido con sólo mostrar la pequeña daga de Gisel con la imagen de su padre en marfil por empuñadura. Un regalo, había declarado ella mientras se la entregaba, una manera de que la recordara. Aunque también había dicho que esperaba estar en Varena antes de que transcurrieran muchos años. Si todas las piezas encajaban de la manera apropiada, habría ceremonias en Rhodias.

Una nota le había precedido, advirtiendo a la tripulación de que el que llevaba consigo la imagen del padre de la emperatriz podía ir a un lugar que de otra manera estaba prohibido.

Él ya había estado allí antes.

Styliane no se hallaba en las celdas que había debajo de los palacios. Alguien con un sentido más agudo de la ironía y el castigo —Gesius, muy probablemente, que había sobrevivido a tanta violencia a lo largo de su existencia— había escogido un lugar distinto para que Styliane viviera la vida que el nuevo emperador le había concedido, como una merced a la mujer con que se había casado y un signo de su benevolencia dirigido al pueblo.

Y en realidad no había que ir más allá de Leontes en el Trono de Oro y Styliane en la isla, pensó Crispin mientras contemplaba los delfines que volvían a saltar junto a la embarcación, para encontrar ironías más que suficientes.

Atracaron, la embarcación fue amarrada, una plancha fue dispuesta para él. El único visitante, la única persona que iba a desembarcar allí.

Recuerdos e imágenes. Crispin miró, casi contra su voluntad, y vio el lugar donde Alixiana había dejado caer su capa sobre las piedras antes de irse. Había estado soñando con aquel lugar, bañado por la luna.

Dos Excubitores recibieron a la embarcación. Uno de los que iban a bordo bajó por la plancha y les habló en voz baja. Los Excubitores lo condujeron, sin decir palabra, por el sendero entre los árboles. Los pájaros cantaban. El sol deslizaba sus rayos entre el dosel de hojas.

Llegaron al claro en que habían muerto hombres el día en que Valerius fue asesinado. Nadie habló. Por mucho que intentara reprimirlo, Crispin se dio cuenta de que su emoción predominante era el miedo.

Deseó no haber venido. No habría sabido explicar por qué lo había hecho. Sus escoltas se detuvieron y uno de ellos señaló la casa más grande que había en el claro. Crispin no necesitaba la indicación.

La misma casa donde había estado su hermano. Claro.

Una diferencia, no obstante. Ventanas abiertas en todos los lados, con rejas pero con los postigos recogidos junto a las paredes para dejar entrar la luz de la mañana. Eso le sorprendió. Fue hacia la casa. Había tres guardias. Miraron a su escolta y recibieron una señal. Uno de los guardias abrió la puerta.

Ni una palabra. Crispin se preguntó si se les habría prohibido hablar, para evitar cualquier posibilidad de que fueran seducidos, corrompidos. Entró. La puerta se cerró detrás de él. Oyó girar la llave. No querían correr riesgos. Sabrían lo que había hecho aquella prisionera.

Aquella prisionera estaba sentada en una silla junto a la pared del fondo, el perfil vuelto hacia él, inmóvil. Ninguna respuesta visible a la llegada de alguien. Crispin la miró y el miedo se esfumó para ser sustituido por una miríada de otras cosas, tantas que ni siquiera podía tratar de entenderlas.

—Ya te he dicho que no comeré —dijo ella.

No había vuelto la cabeza, no había visto a Crispin.

No podía verlo. Aun estando al otro lado de la habitación, Crispin pudo ver que le habían sacado los ojos. Cuencas negras allí donde había estado el resplandor que recordaba. Se imaginó, no queriendo hacerlo, una estancia subterránea, instrumentos, un fuego encendido, antorchas, hombres enormes con gordos y hábiles pulgares yendo hacia ella.

«Una persona más a la que tal vez desees ver», había dicho Gisel.

—No os culpo —dijo él—. Imagino que la comida será horrible.

Ella dio un respingo. Había algo que inspiraba compasión en el hecho de que una mujer tan impecablemente serena y dueña de sí misma, tan imposible de desconcertar, debiera reaccionar de aquella manera ante una mera voz inesperada.

Crispin trató de imaginarse cómo sería estar ciego. El color y la luz esfumados, los matices, los tonos, su riqueza y su incesante combinación. No había nada peor en el mundo. La muerte es preferible a eso, pensó.

—Rhodiano —dijo ella—, ¿has venido a ver qué se siente acostándose con una ciega? ¿Buscas algo que te abra el apetito?

—No —repuso él sin perder la calma—. Ya no tengo apetito, como parece que os ocurre a vos. He venido a despedirme. Mañana vuelvo a casa.

—¿Ya has acabado? ¿Tan pronto?

Su tono había cambiado, pero no volvió la cabeza. Le habían cortado casi toda su dorada cabellera. En otra mujer eso podría haber echado a perder su apariencia. Con Styliane sólo revelaba la perfección del pómulo y el hueso que había debajo de la órbita, vacía y aún amoratada. No la habían marcado, pensó él. Sólo la habían cegado.

Sólo la habían cegado. Y aquella prisión en la isla donde su hermano había vivido sus días en la oscuridad, abrasado y ardiendo por dentro, sin que la luz pudiera entrar en ella.

Y había en ello, tanto como en cualquier otra cosa, una indicación de la naturaleza de la mujer, pensó Crispin, de su orgullo: la habitación inundada de luz, inútil para ella, ofrecida únicamente a quienquiera que pudiese entrar allí. Sólo los guardias silenciosos vendrían, un día tras otro; pero no había escondite alguno para Styliane Daleina, nada que le permitiera escudarse en la oscuridad. Si mantenías tratos con ella, tenías que aceptar lo que había allí para ver. Siempre había sido así.

—¿Ya has terminado tu trabajo? —volvió a preguntar ella.

—No —murmuró él. Ya no había amargura. No allí, viendo aquello—. Me advertisteis, hace mucho tiempo.

—Ah. Eso. ¿Ya? No creía que fuera a ocurrir…

—¿Tan pronto?

—Tan pronto. Te ha dicho que tu cúpula era una herejía.

—Sí. Y me lo dijo personalmente, eso he de reconocerlo. —Ella se volvió hacia él.

Y entonces él vio que la habían marcado. El lado izquierdo de su cara lucía el símbolo del asesinato: una tosca daga atravesando un círculo que pretendía representar el sol del dios. La herida estaba cubierta de sangre seca, el rostro inflamado alrededor. Necesitaba un médico, pensó él, y dudó que hubieran llamado a alguno. Una mejilla afeada por la cicatriz, por el fuego.

Una vez más, alguien con una oscura consciencia de la ironía.

O quizá sólo una persona en una estancia subterránea cerrada e insonorizada, invulnerable a tales cosas, que se limitaba a seguir los protocolos de la justicia en el Recinto Imperial de Sarantium.

Debió de producir algún sonido. Ella sonrió, una expresión que él recordaba, maliciosa y sagaz. Dolía verla allí.

—¿Te sientes hechizado por mi inmarcesible belleza?

Crispin tragó saliva y tomó aliento.

—A decir verdad, lo estoy —dijo—. Y podría desear no estarlo.

Eso la redujo al silencio por un instante.

—Bueno, al menos eres sincero —dijo—. Recuerdo que te gustaba. Ambos te gustaban.

—Eso habría sido demasiado atrevimiento por parte de un artesano. Lo admiraba muchísimo. —Hizo una pausa—. A ambos.

—Y Valerius era tu patrono, naturalmente, y la garantía de todo tu trabajo. Que ahora se perderá. Pobre rhodiano. ¿Me odias?

—Podría desear hacerlo —dijo él tras unos momentos.

Había tanta luz en la habitación. La brisa fresca, aromatizada por los olores de la madera. Canto de pájaros en los árboles, alrededor del claro. Las hojas de un verde dorado. Nacidas ahora, verdes en verano, muriendo en el otoño. «¿Me odias?»

—¿Marcha hacia el norte? —preguntó ella—. ¿Contra Bassania?

—Sí.

—¿Y… Gisel va a negociar con Varena?

—Sí.

Gisel, pensó él, era exactamente igual en esto. Aquellas personas vivían en un mundo distinto. El mismo sol y las mismas lunas y estrellas, pero un mundo distinto.

La boca de ella volvió a fruncirse en una mueca sardónica.

—Y yo habría hecho lo mismo, ¿sabes? La noche en que hablamos por primera vez te dije que algunos creíamos que la invasión era un error.

—Alixiana también lo creía —dijo él.

Ella ignoró aquel comentario, sin ningún esfuerzo.

—Tenía que morir antes de que la flota se hiciera a la mar. Si te paras a pensarlo, lo comprenderás. Leontes tenía que estar en la ciudad. En cuanto hubiera zarpado, ya no se volvería atrás.

—Qué mala suerte. Así que Valerius tenía que morir, para que Leontes (y vos) pudierais reinar.

—Eso pensaba yo, sí.

Él abrió la boca y volvió a cerrarla.

—¿Pensabais?

La boca de ella volvió a fruncirse. Esta vez torció el gesto y se llevó una mano a la cara herida, pero la bajó sin llegar a tocársela.

—Después del túnel, ya no parecía tener importancia.

—No…

—Habría podido matarlo hace años. Una jovencita estúpida, eso era yo. Pensé que lo que debía hacer era tomar el poder, de la manera en que se le hubiese debido entregar el poder a mi padre. Leontes reinando, pero necesitando únicamente el amor de sus soldados y su propia piedad para sentirse satisfecho, mis hermanos y yo… —Se interrumpió.

«Habría podido matarlo hace años».

Crispin la miró.

—¿Pensáis que Valerius mató a vuestro padre?

—Oh, rhodiano. Sé que lo hizo. Lo que no sabía era que nada más importaba. Hubiese tenido que ser más… sabia.

—¿Y matar más pronto de lo que lo hicisteis?

—Yo tenía ocho años —dijo ella. Los pájaros cantaban fuera—. Creo que mi vida terminó entonces. En cierta manera. La vida hacia la cual… me dirigía.

El hijo de Horius Crispus el albañil la miró.

—¿Pensáis que eso era amor, entonces? ¿Lo que hicisteis?

—No; pienso que fue venganza —dijo ella. Y añadió—: ¿Me matarás, por favor?

Él podía ver lo que le habían hecho y le estaban haciendo bajo la apariencia de la compasión. Sabía cuán desesperadamente quería ella que todo aquello terminara. Allí ni siquiera había leños para un fuego. El fuego podía ser utilizado para quitarse la vida. Si se negaba a comer, pensó, probablemente la alimentarían a la fuerza. Había maneras de hacerlo. Leontes estaba decidido a demostrar su generosidad manteniendo con vida durante un tiempo a una asesina, porque había sido su esposa a los ojos de Jad.

Un hombre piadoso, todo el mundo lo sabía. Hasta podían sacarla de allí de vez en cuando, para exhibirla.

Crispin la miró. No podía hablar.

—Me has conocido un poco, rhodiano —dijo ella, hablando en voz muy baja para que los guardias no la oyeran—. Hemos compartido… algunas cosas, aunque fuera por muy poco tiempo. ¿Saldrás de esta habitación y me dejarás… en esta vida?

—No soy más que…

—Un artesano, lo sé. Pero…

—¡No! —casi gritó él. Bajó la voz—. No se trata de eso. No soy… un hombre… que mata.

La cabeza de su padre bruscamente separada de sus hombros, la sangre manando a chorros del cuerpo que se desplomaba. Hombres contando la historia en una taberna de Varena. Un muchacho oyéndolos hablar.

—Haz una excepción —murmuró ella jovialmente, pero él pudo oír desesperación bajo la serenidad del tono.

Cerró los ojos.

—Styliane…

—O siempre podrías verlo de otra manera —dijo ella—. Morí hace años. Ya te lo he dicho. Sólo estarías… firmando un decreto que ya ha sido ejecutado.

Él volvió a mirarla. Se había vuelto hacia él, sin ojos, mutilada, exquisitamente hermosa.

—O castígame por tu trabajo perdido. O por Valerius. O por cualquier otra razón. Pero te lo ruego —susurró—. Nadie más lo hará, Crispin.

Él miró en torno. Nada remotamente parecido a un arma allí dentro, guardias en todas las ventanas protegidas con barrotes de hierro, y al otro lado de la puerta cerrada.

«Nadie más lo hará».

Y entonces, después de todo aquel tiempo, recordó cómo había conseguido poner los pies en aquella isla, y algo gritó dentro de él, en su corazón, y deseó haber partido ya de allí, de Sarantium, porque ella estaba equivocada. Había alguien más que lo haría.

Cogió el cuchillo y lo miró, contemplando el rostro de Hildric de los antae tallado en el marfil de la empuñadura. Un trabajo magnífico.

No sabía si una vez más estaba siendo convertido en un instrumento, o si se le estaba ofreciendo, en vez de eso, un don oscuro y muy particular, en pago de los servicios prestados, y con afecto, por una emperatriz que había declarado estar en deuda con él. No conocía lo suficiente a Gisel para determinarlo. Podía ser cualquiera de las dos cosas, o ambas. O algo totalmente distinto.

Sabía lo que aquella mujer quería. Necesitaba. Mientras la miraba a ella y a la habitación, se dio cuenta de que también sabía lo que era apropiado, para el alma de ella y para la suya. Pensó que Gisel de los antae, que había llevado escondida aquella hoja junto a su cuerpo mientras surcaba los mares con rumbo a Sarantium, quizá también lo sabía.

A veces el morir no era lo peor que podía llegar a ocurrir. A veces lo peor era la liberación, un don, una ofrenda.

Atrapado entre todos los giros del mundo, todas las conspiraciones, contraconspiraciones e imágenes que engendraban imágenes, Crispin los obligó a detenerse y aceptó la carga que traía consigo el hacerlo.

Separó la empuñadura de marfil de la hoja, tal como había hecho Gisel. Después dejó el cuchillo encima de la mesa, sin empuñadura, casi invisible de tan delgado.

Y entre la gloriosa claridad primaveral de aquella habitación dijo:

—He de irme. Os dejo algo.

—Qué amable. ¿Un pequeño mosaico, para que me consuele en la oscuridad? ¿Otra gema que brillará para mí, como la primera que me diste?

Él volvió a menear la cabeza, sintiendo una dolorosa opresión en el pecho.

—No —dijo—, no es ni un mosaico ni una gema.

Y tal vez algo en la dificultad con la que hablaba la alertó. Quienes acababan de perder la vista empezaban a aprender a escuchar. Styliane alzó un poco la cabeza.

—¿Dónde está? —preguntó en voz muy baja.

—En la mesa —dijo él, y cerró los ojos por un instante—. Viniendo hacia mí, cerca del otro extremo. Tened cuidado.

Tened cuidado.

La vio levantarse, avanzar, tender las manos hacia el canto de la mesa y desplazar ambas palmas lenta y vacilantemente a través de ella, todavía aprendiendo cómo hacer aquello. Vio cuándo encontró la hoja, afilada y esbelta como la muerte que podía ser en ocasiones.

—Ah —dijo ella. Y se quedó inmóvil.

Él no dijo nada.

—Se te culpará de esto, lo sabes, ¿verdad?

—Zarpo por la mañana.

—Seria cortés por mi parte esperar hasta entonces, ¿no?

Él tampoco dijo nada.

—No estoy segura de si tendré suficiente paciencia, sabes —murmuró Styliane—. ¿Podrían registrar la casa y… dar con ella?

—Podrían —dijo él.

Ella permaneció callada un rato. Después sonrió.

—Supongo que esto significa que me quieres, un poco —dijo.

Él temió echarse a llorar.

—Supongo que sí —respondió con un hilo de voz.

—Qué inesperado —dijo Styliane Daleina.

Él luchó por no derrumbarse. No dijo nada.

—Ojalá hubiera podido encontrarla —dijo ella—. Una cosa que ha quedado inacabada. No debería decirte esto, lo sé. ¿Crees que ha muerto?

El corazón podía gritar. El corazón podía llorar.

—Si no ha muerto, creo que muy probablemente morirá cuando sepa… que vos habéis muerto.

Eso la hizo reflexionar.

—Ah. Sí, puedo entenderlo. Así que este regalo que me ofreces nos matará a ambas.

Una verdad. De la manera en que parecían serlo las cosas allí.

—Supongo que podría hacerlo —dijo Crispin. La estaba mirando, viéndola en aquel momento y como había sido antes, en el palacio, en su habitación, en la de ella, su boca encontrando la de él. «Pase lo que pase y haga yo lo que haga…»

Le había advertido, más de una vez.

—Pobre hombre —dijo ella—. Lo único que querías hacer aquí era dejar atrás a tus muertos y componer un mosaico en las alturas.

—Pequé de… ambición —dijo él. Y la oyó reír con deleite por última vez.

—Gracias —dijo ella. Hubo un silencio. Después ella alzó la astilla de acero, sus dedos igual de esbeltos que la hoja y casi tan largos como ella—. Y gracias por esto, y por… otras cosas, en el pasado. —No pudiendo estar más erguida, sin inclinarse, sin hacer concesiones a… nada en absoluto—. Que tengas un buen viaje a casa, rhodiano.

Estaba siendo despedido, y al final ni por su nombre siquiera. De pronto supo que Styliane no sería capaz de esperar. Su necesidad era desesperada.

La miró, entre el resplandor que ella había optado por ofrecer en aquel lugar para que todos pudieran ver allí donde ella no podía hacerlo, de la misma manera en que un anfitrión al cual su médico le ha prohibido la bebida puede mandar servir a sus amigos su mejor vino.

—Y vos, mi señora —dijo él—. Que tengáis un buen viaje hacia el hogar y la luz.

Llamó a la puerta, que fue abierta. Dejó la habitación, el claro, los bosques, la playa, tan agreste y rocosa, la isla.

Por la mañana partió de Sarantium, con la marea al amanecer, cuando los tonos y matices de color empezaban a regresar al mundo al final del largo viaje del dios a través de la oscuridad.

El sol se elevó detrás de ellos, filtrado por una línea de nubes bajas. De pie en la popa del navío en que Plautus Bonosus, en un acto de bondad entre su propia pena, le había ofrecido pasaje, Crispin, rodeado por el puñado de pasajeros que compartirían el viaje con él, volvió la mirada hacia Sarantium. Ojo del Mundo, la llamaban. Gloria de la creación de Jad.

Vio el ajetreo y la brillantez del profundo puerto bien resguardado, las columnas de hierro que sostenían las cadenas que podían ser tendidas en la entrada en tiempos de guerra. Contempló las pequeñas embarcaciones que surcaban su estela, transbordadores que iban a Deápolis, pescadores de la mañana haciéndose a la mar, otros que volvían de una noche de cosechar las olas, velas de muchos colores.

Pudo entrever, a lo lejos, la Triple Muralla allí donde se curvaba para bajar hacia las aguas. Saranios en persona había dibujado su trazado cuando llegó allí por primera vez. Contempló los suaves destellos del tenue sol de primera hora de la mañana sobre los tejados esparcidos por doquier, viendo cómo la ciudad subía desde el mar, las cúpulas de capillas y santuarios, los hogares patricios, los tejados de las sedes gremiales recubiertos de bronce en una ostentosa exhibición. Vio la vasta masa del Hipódromo donde los hombres hacían correr los caballos.

Entonces, mientras abandonaban un curso suroeste para poner rumbo más hacía el oeste, saliendo finalmente del puerto y llegando a mar abierto, hinchándose las blancas velas, Crispin vio los jardines y los campos de juego y los palacios del Recinto Imperial, y estos llenaron su campo de visión, toda su mirada.

Y navegaron hacia el oeste, empujados por la marea y el viento del amanecer, los marineros llamándose unos a otros, órdenes gritadas al despuntar del día, el vigoroso empuje de algo que empezaba. Un largo viaje. Crispin seguía mirando atrás, como los otros pasajeros, todos fascinados, paralizados como por un hechizo junto a la borda. Pero finalmente, a medida que iban alejándose, Crispin se encontró mirando una sola cosa, y lo último que vio, muy lejos, casi en el horizonte pero rielando por encima de todo lo demás, fue la cúpula de Artibasos.

Entonces el sol naciente se elevó por encima de aquellas nubes bajas que había en el este, apareciendo justo detrás de la lejana ciudad, cegadoramente luminoso, y Crispin tuvo que protegerse los ojos y desviar la mirada, y cuando volvió a mirar atrás, pestañeando, Sarantium había desaparecido, y ya sólo había el mar.