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Por la mañana los eunucos, casi invariablemente los primeros en conocer las noticias en los palacios, contaron a Crispin lo que había ocurrido durante la noche.

Su estado de ánimo colectivo era muy distinto de la callada aprensión de la velada anterior. Se lo habría podido llamar jubiloso. Un color de salida de sol, inesperado e imprevisto, si la mente de uno operaba de aquella manera. Crispin sintió que sus sueños se iban disipando bajo la intensa claridad de lo que decían, el súbito torbellino de actividad que lo envolvía todo como un desplegarse de telas.

Hizo que uno de ellos lo llevara al Salón Pórfido. No esperaba poder volver a entrar allí, pero el eunuco se limitó a hacer un gesto y los guardias abrieron las puertas para que pasaran. Allí también había cambios. Cuatro Excubitores, llevando el atuendo y el casco de gala para las ceremonias, estaban apostados en los cuatro rincones de la estancia, en posición de firmes. Alguien había repartido flores por todo el salón, y la tradicional bandeja de comida para el viaje del alma del muerto estaba en su sitio encima de una mesita auxiliar. La bandeja era de oro, con joyas incrustadas a lo largo del borde. Las antorchas aún ardían junto al catafalco sobre el que yacía el cuerpo amortajado del emperador.

Todo estaba muy silencioso. No había nadie más. El eunuco esperó educadamente junto a la puerta. Crispin entró en la estancia y se arrodilló junto a Valerius por segunda vez, haciendo el signo del disco solar. Esta vez recitó los Ritos, ofreciendo una plegaria por el alma viajera del hombre que lo había traído hasta allí. Le habría gustado tener algo más que decir, pero sus pensamientos todavía eran demasiado confusos y caóticos. Se levantó y el eunuco lo llevó fuera y a través de los jardines hasta las Puertas de Bronce, y se le permitió salir por ellas para entrar en el Foro del Hipódromo.

Signos de vida allí. Una clase normal de vida. Crispin vio al santón, de pie en su puesto de costumbre, ofreciendo una letanía impredecible sobre las locuras de la riqueza y el poder terrenales. Dos puestos de comida ya habían abierto, uno para vender pinchos de cordero a la parrilla y el otro castañas asadas. La gente compraba en ambos. Mientras Crispin miraba, el vendedor de yogur llegó al foro y un malabarista se instaló no muy lejos del santón.

Los comienzos de un nuevo comienzo. Lenta, casi vacilantemente, como si la danza de lo corriente y el ritmo por el cual se regía hubieran sido olvidados en la violencia del día anterior y tuvieran que volver a ser aprendidos. Ya no había pelotones de soldados yendo de un lado a otro, y Crispin supo que, siendo lo que eran los hombres y las mujeres, Sarantium no tardaría en volver a ser ella misma, con los acontecimientos pasados difuminándose como el recuerdo de una noche en la que uno ha bebido demasiado y hecho cosas que más vale olvidar.

Inspiró profundamente. Las Puertas de Bronce estaban detrás de él, la estatua ecuestre de Valerius I se elevaba a su derecha, la ciudad se desplegaba ante él como un estandarte. Todo parecía posible, como era tan frecuente sentir por la mañana. El aire era fresco, el cielo estaba despejado. Olió el aroma de las castañas asándose, oyó a todos aquellos que eran enérgicamente instados a renunciar a las empresas del mundo para volverse hacia la santidad de Jad. Pero no podían hacerlo. El mundo era lo que era. Vio cómo un aprendiz se acercaba a dos sirvientas que iban de camino al pozo con jarras y les decía algo que las hizo reír.

La búsqueda de Alixiana había terminado. Estaba siendo proclamado, le habían dicho los eunucos. Todavía querían encontrarla, pero ahora por una razón distinta. Leontes deseaba honrarla y honrar la memoria de Valerius II. Recién ungido y siendo un hombre piadoso, deseaba empezar un reinado apropiado en todos los sentidos. Alixiana no había reaparecido, sin embargo. Nadie sabía dónde estaba. Crispin tuvo un súbito recuerdo de la noche: aquella playa rocosa bañada por la luna en su sueño, los colores negro y plata.

Gisel de Batiara contraería matrimonio con Leontes más avanzado el día en una ceremonia en el Palacio Attenine, convirtiéndose en emperatriz de Sarantium. El mundo había cambiado.

Crispin la recordaba en su propio palacio, allá en otoño con las hojas cayendo, una joven reina que lo enviaba al Oriente con un mensaje, ofreciéndose a un emperador lejano. Aquel verano y aquel otoño toda Varena cruzó apuestas sobre cuánto tiempo le quedaba por vivir antes de que alguien la encontrara envenenada o acuchillada.

Gisel sería presentada al pueblo en el Hipódromo mañana o al día siguiente, y ella y Leontes serían coronados. Había tantísimo por hacer, le dijeron los eunucos mientras corrían de un lado a otro, un número realmente imposible de detalles de los que ocuparse.

De una manera muy real, él había hecho que todo aquello ocurriera. Crispin había sido el que la llevó al palacio, recorriendo las calles de la ciudad a través de aquella noche enloquecida hasta llegar al Salón Pórfido. Podía significar que ahora Varena, Rhodias y toda Batiara podrían ser salvadas de la agresión. Valerius se disponía a iniciar la guerra; la flota habría zarpado cualquier día, llevando consigo la muerte. Leontes, con Gisel junto a él, podía hacer las cosas de otra manera. Ella le había ofrecido aquella oportunidad. Eso era bueno.

Le dijeron que Styliane había sido cegada durante la noche.

Leontes la había apartado de su lado, su matrimonio formalmente repudiado por el horror del crimen cometido. Esas cosas podían hacerse mucho más deprisa, le dijeron los eunucos, si eras un emperador. Su hermano Tertius había muerto, le dijeron, estrangulado en uno de aquellos recintos ocultos debajo del palacio de los que a nadie le gustaba hablar. Su cuerpo sería exhibido más avanzado el día, colgando de la Triple Muralla. Gesius también se ocuparía de eso. No, le dijeron cuando Crispin se lo preguntó, la muerte de Styliane no había sido comunicada. Nadie sabía dónde estaba.

Crispin alzó los ojos hacia la estatua que se elevaba ante él. Un hombre encima de un caballo, una espada marcial, imagen de poder y majestad, una figura dominante. Pero eran las mujeres, pensó, las que habían moldeado la historia allí, no los hombres con sus ejércitos y sus aceros. No tenía ni idea de qué lección debía extraer de aquello. Le habría gustado poder alejar de sí la agobiante pesadez, el confuso cenagal de todo aquello, sangre y furia y recuerdos.

El malabarista era muy bueno. Mantenía cinco bolas en el aire, de distintos tamaños, y una entre ellas, girando y reluciendo bajo la luz. La mayoría de los transeúntes pasaba sin prestarle atención. Era temprano, y había quehaceres y labores que atender. La mañana no era un momento para entretenerse en Sarantium.

Crispin volvió la mirada hacia el Santuario de Valerius, la cúpula elevándose serena, casi desdeñosamente por encima de todo aquello. La contempló un buen rato, extrayendo un placer casi físico de la gracia de lo que había creado Artibasos, y después fue allí. Crispin tenía un trabajo propio que esperaba ser hecho. Un hombre necesitaba trabajar.

Otros, y no le sorprendió descubrirlo, eran de la misma opinión. Silano y Sosio, los gemelos, estaban trabajando en el pequeño vallado provisional junto al santuario, vigilando la cal viva para el lecho de asentamiento en los hornos. Uno de ellos (nunca conseguía distinguirlos) lo saludó con un ademán vacilante, y Crispin le devolvió el saludo.

Una vez dentro, miró arriba y vio que Vargos ya estaba en el andamio, colocando la capa más fina y delgada allí donde Crispin se disponía a trabajar el día anterior. Su amigo inicii de la Vía Imperial se había revelado, de manera inesperada, como un competente trabajador de los mosaicos. Otro hombre que había navegado hasta Sarantium y cambiado su vida. Vargos nunca lo decía en voz alta, pero Crispin pensaba que para él —al igual que para Pardos— una buena parte del placer que encontraba en su trabajo provenía de la piedad, del hecho de estar trabajando en un lugar consagrado al dios. Ni el uno ni el otro hallarían tanta satisfacción, pensó Crispin, en hacer encargos privados para comedores o dormitorios.

Pardos también estaba allá arriba, subido a su propio andamio, haciendo el diseño mural que Crispin le había asignado encima de la doble fila de arcos que seguía el lado este del espacio que había debajo de la cúpula. Dos artesanos más del equipo gremial que había reunido estaban trabajando.

Artibasos también andaría por allí, aunque sus labores ya estaban básicamente terminadas. El Santuario de Valerius había quedado completado en su ejecución. De hecho, ya estaba listo para él y podía acoger el cuerpo destrozado. Lo único que quedaba por hacer era los mosaicos, los altares y cualquier tumba o monumento conmemorativo que pudieran necesitar ahora. Después llegarían los clérigos, que colgarían los discos solares en los sitios apropiados y consagrarían aquella estructura como un lugar sagrado.

Crispin contempló lo que había ido allí para crear, y le pareció como si, de alguna manera profunda y en última instancia inexplicable, el mero hecho de mirar bastara para serenarlo. Sintió que las imágenes del día anterior se difuminaban —Lecanus Daleinus en su cabaña, hombres muriendo en aquel claro, Alixiana dejando caer su capa sobre la playa, los gritos en las calles y las llamas de los incendios, Gisel de los antae en su litera, los ojos encendidos mientras viajaban a través de la oscuridad, y después en una sala adornada con colgaduras de pórfido donde Valerius yacía muerto—, todas aquellas visiones que giraban locamente se esfumaron, dejándolo con los ojos levantados hacia lo que había hecho allí. El ápice de lo que podía llegar a hacer, siendo un mortal falible bajo Jad.

Tenías que vivir, pensó Crispin, para poder tener algo que decir acerca del vivir, pero para decirlo antes necesitabas encontrar una manera de distanciarte de esa vida. Un andamio en las alturas, pensó, era un sitio tan bueno para ello como cualquier otro y mejor, quizá, que la mayoría.

Echó a andar, rodeado y tranquilizado por los sonidos familiares del trabajo, pensando en sus muchachas y reclamando sus rostros, a los que hoy trataría de dar forma, al lado de Ilandra y no muy lejos de donde Linón yacía sobre la hierba.

Pero antes de que hubiera llegado a la escalera, antes de que hubiera empezado a subir hacia su lugar por encima del mundo, alguien habló desde detrás de una de las gruesas columnas.

Crispin se volvió, reconociendo la voz. Y luego se arrodilló, y bajó la cabeza hasta que su frente tocó el mármol perfecto del suelo.

Uno se arrodillaba delante de los emperadores en Sarantium.

—Levántate, artesano —dijo Leontes con el tono enérgico de un soldado—. Parece que hemos contraído una gran deuda contigo, por servicios prestados anoche.

Crispin se levantó sin apresurarse y lo miró. Los ruidos se estaban deteniendo en todo el santuario alrededor de ellos. Los demás los miraban, habiéndose percatado de quién estaba allí. Leontes llevaba botas y una túnica verde oscuro con un cinturón de cuero. Su capa se sujetaba al hombro mediante un adorno de oro, pero el efecto era discreto. Otro hombre haciendo su trabajo. Detrás del emperador, Crispin vio a un clérigo al que reconoció vagamente, y a un secretario al que conocía muy bien. Pertennius tenía una mandíbula hinchada y amoratada. Miró a Crispin con ojos fríos como el hielo, lo cual no tenía nada de extraño.

A Crispin le dio igual.

—El emperador es demasiado bueno conmigo. Simplemente traté de ayudar a mi reina en su deseo de rendir homenaje a los muertos. Lo que se derivó de ello no ha tenido nada que ver conmigo, mi señor. Afirmar lo contrario sería arrogancia.

Leontes meneó la cabeza.

—Lo que se derivó de ello no habría ocurrido sin ti. La arrogancia es fingir lo contrario. ¿Siempre niegas tu papel en los acontecimientos?

—Niego que haya jugado ningún papel intencionado en los… acontecimientos. Si las personas hacen uso de mí, ese es el precio que pago para tener ocasión de hacer mi trabajo —dijo Crispin, no muy seguro de por qué decía aquello.

Leontes lo miró. Crispin estaba recordando otra conversación con aquel hombre, entre los vapores de unos baños públicos hacía medio año, los dos desnudos debajo de las sábanas. «Para conservar aquello que construimos, incluyendo el santuario del emperador, debemos defenderlo». Aquel día un hombre había entrado allí para matar a Crispin.

—¿Y también fue así ayer por la mañana? —preguntó el emperador—. ¿Cuándo fuiste a la isla?

Estaban enterados de aquello. Por supuesto que lo estaban. Alixiana le había advertido.

Crispin sostuvo la mirada azul del emperador.

—Es exactamente lo mismo, mi señor. La emperatriz Alixiana me pidió que la acompañara.

—¿Por qué?

Crispin ya no creía que fueran a hacerle nada. No estaba seguro (¿cómo podía estarlo uno?), pero no lo creía.

—Deseaba mostrarme delfines en el mar —dijo.

—¿Por qué? —Brusco y seguro de sí mismo.

Crispin recordó aquella inmensa confianza en sí mismo. Un hombre que nunca había sido derrotado en el campo de batalla, decían.

—No lo sé, mi señor. Ocurrieron otras cosas, y nunca fue explicado.

Una mentira, al emperador ungido de Jad. Sin embargo, él mentiría por ella. Los delfines eran una herejía. No sería él quien la traicionara. Alixiana se había ido, y no había vuelto a aparecer. Aunque confiara en ellos y saliera de su escondite, ahora no tendría ningún poder. Valerius estaba muerto, y quizá no se la volviera a ver nunca. Pero él no la traicionaría. Una insignificancia, realmente, pero en otro sentido no lo era. Un hombre vivía con sus acciones y sus palabras.

—¿Qué otras cosas? ¿Qué ocurrió en la isla?

A aquello sí podía responder, aunque no sabía por qué la emperatriz había querido que viera a Lecanus Daleinus y oyera cómo fingía ser su hermana.

—Vi al… prisionero que había allí. Estábamos en otra parte de la isla cuando escapó.

—¿Y después?

—Como debéis saber, mi señor, la emperatriz fue objeto de un intento de asesinato. El cual fue… rechazado por los Excubitores. Después de eso la emperatriz nos dejó y volvió a Sarantium por su cuenta.

—¿Por qué obró de esa manera?

Algunos hombres hacían preguntas cuando ya conocían las respuestas. Leontes parecía uno de ellos.

—Habían intentado matarla, mi señor —dijo Crispin—. Daleinus había escapado. La emperatriz creía que podía tratarse de toda una conspiración de asesinos.

Leontes asintió.

—Y de eso se trataba, por supuesto.

—Sí, mi señor.

—Los participantes han sido castigados.

—Sí, mi señor.

Uno de los participantes, quien los mandaba, había sido la esposa de él. Ahora era emperador de Sarantium, debido a su conspiración. Styliane. Una niña cuando todo aquello empezó, el abrasamiento que había engendrado un abrasamiento. Hacía poco que Crispin había yacido con ella en una oscuridad desesperada y confusa. «Acuérdate de esta habitación, rhodiano. Pase lo que pase y haga yo lo que haga…» Las palabras volvieron a él una vez más. Crispin sospechó que si lo intentara, podría recordar cada una de las palabras que ella le había dicho. Ahora Styliane se hallaba sumida en una clase de oscuridad distinta, si es que aún vivía. No lo preguntó. No se atrevió a hacerlo.

Hubo un silencio. El clérigo carraspeó detrás del emperador, y de pronto Crispin se acordó de él: el consejero del Patriarca Oriental, un hombre quisquilloso y pagado de sí mismo. Se habían conocido cuando Crispin mostró por primera vez los esbozos para la cúpula.

—Mi secretario… se ha quejado de ti —dijo el emperador, con una breve mirada por encima del hombro. Una sombra de diversión en su voz, casi una sonrisa. Una disputa menor entre dos subordinados.

—Tiene motivo para ello —dijo Crispin sin inmutarse—. Anoche le golpeé. Una acción indigna por mi parte. —Eso era verdad. Al menos eso podía decirlo en voz alta.

Leontes agitó una mano, restándole importancia.

—Estoy seguro de que Pertennius aceptará esa disculpa —dijo—. Ayer todo el mundo estaba sometido a una gran tensión. Yo… yo mismo la sentí, debo reconocerlo. Un día y una noche terribles. El emperador Valerius era como… un hermano mayor para mí —añadió, mirándolo a los ojos.

—Sí, mi señor —dijo Crispin bajando la mirada.

Hubo otro breve silencio.

—La reina Gisel ha solicitado tu presencia en palacio esta tarde. Le gustaría que uno de sus compatriotas estuviera presente cuando nos casemos, y dado tu papel en los acontecimientos de la última noche, eres el testigo más apropiado procedente de Batiara que se pueda encontrar.

—Me siento muy honrado. —Hubiera debido sentirse honrado, pero todavía había aquella lenta y profunda corriente de rabia en su interior. No podía definirla o ubicarla, pero estaba allí. Allí dentro todo estaba brutalmente enredado—. Más aún por el hecho de que el tres veces ensalzado emperador haya venido a transmitirme la invitación personalmente.

Un coqueteo con la insolencia. Su mal genio ya le había creado problemas anteriormente.

Pero Leontes sonrió. La sonrisa deslumbrante, recordada.

—Me temo que tengo demasiados asuntos que atender para haber venido únicamente por eso, artesano. No. Quería ver este santuario y la cúpula erigida en él. Nunca había estado dentro.

Pocas personas lo habían estado, y el estratega supremo no era el tipo de hombre del que se pudiese esperar que quisiera ver una obra arquitectónica o un trabajo en mosaico antes de que estuvieran terminados. Aquel había sido el sueño de Valerius y de Artibasos, y había llegado a serlo de Crispin.

El clérigo estaba mirando hacia arriba por detrás de Leontes. El emperador hizo lo mismo.

—Me honrará acompañaros a ver el santuario, mi señor —dijo Crispin—, aunque Artibasos, que andará por aquí, es más apropiado para guiaros.

—No es necesario —dijo Leontes. Directo, sin perder un instante—. Puedo observar por mí mismo lo que se está haciendo, y tengo entendido que tanto Pertennius como Maximinus vieron los dibujos originales.

Crispin sintió por primera vez una tenue punzada de temor. Intentó controlarla.

—Entonces, si mi guía no es necesaria y se ha solicitado mi presencia más avanzado el día, ¿podría darme permiso el emperador para que me retirara a mis labores? La lechada para la sección de hoy acaba de ser extendida para mí en lo alto de la cúpula. Si me entretengo demasiado se secará.

Leontes apartó la mirada de las alturas. Y Crispin vio un destello de algo que podría haber sido llamado simpatía, a duras penas, en el rostro del hombre.

—Yo no haría eso —dijo el emperador—. Si fuera tú, artesano, yo no subiría ahí.

Palabras simples, e incluso se podría decir que pronunciadas en un tono muy afable.

El mundo y toda la evidencia sensual que daba testimonio de él —sonidos, olores, textura, vista— podían alejarse rápidamente para empequeñecerse, como si estuvieran siendo percibidos a través del agujero de una cerradura, hasta quedar reducidos a una sola cosa.

Todo lo demás se había esfumado. El agujero de la cerradura mostraba la cara de Leontes.

—¿Por qué no lo haríais, mi señor? —preguntó Crispin.

Oyó cómo su voz se quebraba levemente al pronunciar las palabras. Pero ya lo sabía. Antes de que el emperador contestara a su pregunta, Crispin al fin entendió por qué habían venido aquellos tres, y entonces gritó, en silencio, dentro de su corazón, como ante otra muerte.

«He sido mejor amiga de lo que sabes. Te he dicho que no te encariñaras demasiado con ningún trabajo que hicieras en esa cúpula».

Styliane. Ella había dicho eso. La primera vez que él había estado esperando en su habitación, y después de nuevo aquella noche en su misma cámara hacía dos semanas. Una advertencia. Dos veces. Él no la había oído, o no había hecho caso de ella.

Pero ¿qué podía haber hecho él? ¿Siendo lo que era?

Y así Crispin, inmóvil bajo la cúpula de Artibasos en el Gran Santuario, oyó a Leontes, emperador de Sarantium, regente de Jad sobre la tierra, el amado del dios, decir en voz baja y suave:

—El santuario va a ser sagrado, realmente sagrado, pero esas decoraciones no lo son, rhodiano. No es bueno que los fieles creen imágenes del dios o les rindan culto, o que exhiban figuras mortales en un lugar sagrado. —La voz tranquila, segura de sí misma, absoluta—. Serán arrancadas, aquí y en cualquier otro lugar de las tierras sobre las que reinamos.

El emperador hizo una pausa, alto y dorado, hermoso como una figura de leyenda. Su voz se volvió dulce, casi bondadosa.

—Es duro ver cómo el trabajo de uno es deshecho y acaba reducido a nada. A mí también me ha ocurrido en muchas ocasiones. Tratados de paz, ese tipo de cosas… Si esto va a resultar desagradable para ti, lo lamento.

Desagradable.

Desagradable era una carreta pasando estrepitosamente por la calle debajo de tu dormitorio al amanecer, era agua dentro de las botas en los caminos invernales, una tos de pecho un día frío, un vendaval que se cuela por una rendija en las paredes, vino avinagrado, carne correosa, un tedioso sermón en una capilla, una ceremonia que se prolongaba demasiado en el calor del verano.

Desagradable no era la plaga y enterrar niños, no era el Fuego Sarantino, ni el día del Muerto, o el zubir de Aldwood saliendo de la niebla con sangre goteando de sus cuernos, no era… aquello. No lo era.

Crispin alzó los ojos, apartándolos de los hombres que había ante él. Vio a Jad, vio a Ilandra, la Sarantium de la Triple Muralla, la Rhodias caída, el bosque, el mundo tal como lo conocía y como podía llegar a darle forma. «Serán arrancadas».

Aquello no era algo desagradable. Era la muerte.

Volvió a mirar a los hombres que permanecían inmóviles ante él. En aquel momento debía de tener un aspecto realmente horrible, comprendió después, porque incluso el clérigo pareció alarmarse, y la nueva expresión de satisfecha vanidad que exhibía Pertennius se alteró un tanto. El mismo Leontes se apresuró a añadir:

—Debes entender que no se te acusa de impiedad alguna, rhodiano. Eso sería injusto y no seremos injustos. Has actuado de acuerdo con la fe tal se la entendía antes. Los conceptos pueden cambiar, pero no haremos que las consecuencias de ello recaigan sobre quienes procedieron honradamente… de buena fe… —Se calló.

Hablar se había vuelto asombrosamente difícil. Crispin lo intentó. Abrió la boca, pero antes de que pudiera articular palabras se oyó otra voz.

—¿Sois bárbaros? ¿Es que os habéis vuelto locos? ¿Sabéis siquiera lo que estáis diciendo? ¿Puede alguien ser tan ignorante? ¡Condenado militar imbécil!

«Imbécil». Alguien solía usar aquella palabra. Pero aquella vez no había sido un alma-pájaro robada a un alquimista dirigiéndose a Crispin. Era un pequeño arquitecto, descalzo y desaliñado, que acababa de salir de las sombras como una exhalación, los cabellos alborotados y la voz estridente, erizada de rabia, pudiendo ser oída por todo el Santuario, y se estaba dirigiendo al emperador de Sarantium.

—¡No, Artibasos! ¡Para! —jadeó Crispin, encontrando su voz. Matarían al hombrecillo por aquello. Demasiadas personas lo habían oído. Se trataba del emperador.

—No pararé. Esto es una abominación, una maldad pura y simple. ¡Estas cosas las hacen los bárbaros, no los sarantinos! ¿Destruiréis esta gloria? ¿Desnudaréis el santuario?

—El edificio propiamente dicho no presenta defecto alguno —dijo Leontes.

Crispin se dio cuenta de que se estaba controlando al precio de un gran esfuerzo, pero los famosos ojos azules se habían vuelto tan duros como el pedernal.

—Qué amable sois al decirlo. —Artibasos sí que había perdido el control, y agitaba los brazos como aspas de molino—. ¿Tenéis alguna idea, podéis tener alguna idea de lo que ha creado este hombre? ¿No presenta defecto alguno? ¿No presenta defecto alguno, decís? ¿Queréis que os explique qué defecto tan grave se crearía arrancando las decoraciones de la cúpula y las paredes?

El emperador bajó la mirada hacia él, todavía dominándose.

—Eso no ha sido sugerido en ningún momento. La doctrina bien entendida permite que sean decorados con… me da igual… flores, frutos, incluso pájaros y animales.

—¡Ah! ¡Hay una solución! ¡Por supuesto! ¡La sabiduría del emperador es inmensa! —El arquitecto aún estaba rabioso y fuera de sí—. Convertiréis un lugar sagrado decorado con una visión y una grandeza que honran al dios y exaltan al visitante en un sitio cubierto de… ¿vegetación y conejitos? ¿Un aviario? ¿Un almacén de fruta? ¡Por el dios! ¡Cuán piadoso, mi señor!

—¡Refrena tu lengua, arquitecto! —dijo el clérigo con irritación.

Leontes no dijo nada durante un momento interminable. Y bajo aquella mirada silenciosa, el hombrecillo acabó callándose. Sus brazos furiosamente agitados cayeron sobre sus costados. Pero no retrocedió. Mirando a su emperador, se irguió cuan alto era. Crispin contuvo la respiración.

—Sería preferible —masculló Leontes— que tus amigos te apartaran de nuestra presencia, arquitecto. Tienes nuestro permiso para irte. No deseamos comenzar nuestro reinado tratando con dureza a quienes nos han prestado un servicio, pero emplear estos modales delante de tu señor imperial está pidiendo que seas marcado o ejecutado.

—¡Entonces matadme! No deseo vivir para ver…

—¡Basta! —gritó Crispin. Leontes daría la orden, lo sabía.

Miró frenéticamente en torno y vio, con desesperado alivio, que Vargos había bajado del andamio. Llamó al hombretón con un apremiante gesto y Vargos se apresuró a venir. Se inclinó. Y con el rostro inexpresivo repentinamente levantó del suelo al pequeño arquitecto, se lo echó al hombro y se lo llevó. Artibasos se debatió y protestó ruidosamente.

La acústica de aquel espacio era muy buena, pues el edificio había sido brillantemente diseñado. Durante un buen rato pudieron oír los gritos y las maldiciones del arquitecto. Después una puerta fue abierta y cerrada, entre las sombras de algún nicho, y hubo silencio. Nadie se movió. El sol de la mañana entraba por los ventanales.

Crispin volvió a acordarse de los baños públicos. Su primera conversación con aquel hombre, entre los vapores que flotaban en el aire. Habría tenido que saberlo, pensó, estar preparado para aquello. Había sido advertido por Styliane e incluso por el mismo Leontes aquella tarde, hacía medio año: «Me interesan tus opiniones sobre las imágenes del dios».

—Como ya he dicho, lo que se haya hecho antes de nuestro reinado no tendrá consecuencia alguna. —El emperador volvía a explicarse—. Pero ha habido… cierto deterioro de la verdadera fe, y sus preceptos no han sido observados apropiadamente. No se crearán imágenes del dios. Jad, inefable y misterioso, se encuentra enteramente más allá de nuestro alcance y comprensión. El que un mortal ose representar al dios que se oculta detrás del sol es una herejía. Y exaltar a hombres mortales en un lugar sagrado es arrogante atrevimiento. Siempre lo ha sido, pero quienes… nos han precedido no lo entendieron. Serán arrancadas, aquí y en cualquier otro lugar de las tierras sobre las que reinamos.

—Estáis… cambiando nuestra fe, mi señor.

A duras penas era posible articular palabras.

—Te equivocas, artesano. No cambiamos nada. Con la sabiduría del Patriarca de Oriente y sus consejeros para guiarnos, y esperamos que el Patriarca de Rhodias se muestre de acuerdo, restauraremos una comprensión apropiada. Debemos adorar a Jad, no una imagen del dios. De lo contrario no somos mejores que los paganos que nos precedieron con sus ofrendas a estatuas en los templos.

—Nadie… adora a la imagen que hay encima de nosotros, mi señor. Con ella sólo se les recuerda el poder y la majestad del dios.

—¿Intentas instruirnos en cuestiones de fe, rhodiano? ¿A nosotros? —La voz del clérigo de barba oscura, el asistente del Patriarca.

Aquellas palabras no tenían ningún significado. Argumentar contra aquello sería tan fácil como combatir la plaga. Era igual de definitivo. El corazón podía gritar. No había nada que hacer.

O casi nada.

Martinian solía decir que siempre había alguna clase de elección. Y allí, en aquel momento, aún se podía tratar de hacer una cosa. Crispin respiró profundamente, pues aquello iría en contra de su propia naturaleza: orgullo y rabia, la profunda sensación de sí mismo como alguien por encima de tales súplicas. Pero ahora había algo demasiado grande en juego.

Tragó saliva e, ignorando al clérigo y mirando a Leontes, dijo:

—Mi señor emperador, habéis tenido la bondad de decir que… estabais en deuda conmigo, por mis servicios.

Leontes le devolvió la mirada. Su rostro encendido estaba volviendo a la normalidad.

—Lo hice.

—Entonces tengo una petición, mi señor.

El corazón podía gritar. Crispin mantuvo los ojos clavados en aquel hombre. Si miraba arriba, temía hacer el ridículo y echarse a llorar.

La expresión de Leontes era benigna. Un hombre acostumbrado a tratar con peticiones. Alzó una mano.

—Artesano, no pidas que esto se salve. Eso no puede ser.

Crispin asintió. Lo sabía. No miraría arriba. Meneó la cabeza.

—Es… otra cosa.

—Entonces pide —dijo el emperador con un amplio ademán—. Sabemos que prestaste un gran servicio a nuestro amado antecesor, y que has cumplido honrosamente a nuestro modo de ver.

A su modo de ver.

—Hay una capilla de los Insomnes, en Sauradia, junto a la Vía Imperial —dijo Crispin—. No muy lejos del campamento militar oriental.

Oía su propia voz como si llegara desde muy lejos. No miró arriba.

—La conozco —dijo el hombre que había mandado ejércitos allí.

Crispin volvió a tragar saliva. Control. Uno tenía que controlarse.

—Es una pequeña capilla, habitada por hombres santos de gran devoción. Hay… —Tomó aliento—. Hay una… decoración en ella, sobre la cúpula, una representación de Jad hecha hace mucho tiempo por artesanos de una piedad tal… tal como la entendían ellos… casi inimaginable.

—Creo que la he visto. —Leontes estaba frunciendo el ceño.

—Pues se… se está cayendo, mi señor. Eran artesanos muy dotados e indeciblemente devotos, pero su… comprensión de la… técnica era imperfecta.

—¿Y por lo tanto?

—Y por lo tanto… la petición que os hago, tres veces ensalzado señor, es que se permita que esa imagen del dios caiga cuando le llegue el momento. Que los hombres santos que viven allí en paz y pasan la noche en vela rezando por nosotros, y por los viajeros que utilizan el camino, no se vean obligados a ver cómo la cúpula de su capilla es desnudada.

El clérigo empezó a hablar a toda prisa, pero Leontes alzó una mano. Crispin se dio cuenta de que Pertennius de Eubulus no había dicho una sola palabra en todo el rato. Rara vez lo hacía. Un observador, un cronista de guerras y edificios. Crispin sabía qué otras cosas registraba en sus crónicas. Deseó haberle dado más fuerte la noche anterior. Deseó haberlo matado, de hecho.

—¿Y se está cayendo, esa… representación? —La voz del emperador era precisa.

—Pieza por pieza —dijo Crispin—. Y los hombres santos lo saben. Eso los llena de pena, pero lo ven como la voluntad del dios. Quizá… lo sea, mi señor.

Podía odiarse a sí mismo por decir eso último, pero quería que aquello ocurriera. Necesitaba que ocurriera. No habló de Pardos y de un invierno dedicado a las labores de restauración. Nada de lo que había dicho era mentira.

—Quizá lo sea —convino el emperador, asintiendo—. La voluntad de Jad. Una señal para todos de la virtud de lo que estamos haciendo ahora. —Miró al clérigo, quien también asintió obedientemente.

Crispin bajó los ojos y miró el suelo. Esperó.

—¿Esta es la petición que nos haces?

—Lo es, mi señor.

—Entonces que así sea. —La voz del soldado, crepitante e imperiosa—. Pertennius, harás que preparen los documentos y los archivarás apropiadamente. Uno para ser entregado con nuestro propio sello para que quede en poder de los clérigos de allí. Se permitirá que la decoración de esa capilla caiga por sí sola, como signo sagrado del error de todas esas cosas. Y así lo registrarás en tu crónica de nuestro reinado.

Crispin levantó la vista.

Estaba contemplando al emperador de Sarantium, dorado y magnífico —muy parecido a la manera en que se había representado al dios del sol en Occidente—, pero lo que estaba viendo en realidad era la imagen de Jad en aquella capilla junto al camino, el dios pálido y oscuro, padeciendo y siendo mutilado en la terrible defensa de sus hijos.

—Gracias, mi señor —dijo.

Después miró arriba, a pesar de todo. No pudo evitarlo. Una muerte. Otra muerte. Ella le había advertido. Styliane. Miró, pero no lloró. Había llorado por Ilandra. Por las muchachas.

Y al pensar en eso comprendió que había una última pequeña cosa —terriblemente pequeña, un gesto, nada más— que todavía podía hacer.

Se aclaró la garganta.

—¿Tengo permiso para retirarme, mi señor?

Leontes asintió.

—Lo tienes. ¿Entiendes que nos sentimos muy bien dispuestos hacia ti, Caius Crispus?

Crispin asintió.

—Me siento muy honrado, mi señor —dijo inclinándose ceremoniosamente.

Y se volvió y fue hacia el andamio, que no se encontraba muy lejos.

—¿Qué estás haciendo? —Era Pertennius, en el mismo instante en que Crispin llegaba a la escalera y ponía un pie en ella.

Crispin no se volvió.

—Tengo trabajo arriba. —Sus hijas. La labor de hoy, recuerdo y oficio y luz.

—¡Pero si lo arrancarán todo! —La voz del secretario, llena de incomprensión.

Y entonces Crispin se volvió, para mirar por encima del hombro. Lo estaban mirando los tres, al igual que todos los presentes en el santuario.

—Ya lo he entendido —dijo—. Pero tendrán que hacerlo. Tendrán que arrancarlo. Yo haré lo que hago en este sagrado lugar civilizado. Otros tendrán que dar las órdenes para destruirlo. Como los bárbaros destruyeron Rhodias… porque no podía defenderse a sí misma.

Estaba mirando al emperador, que le había hablado exactamente de la misma manera entre nubes de vapor medio año antes.

Pudo ver que Leontes también se acordaba. El emperador, que no era Valerius, que no se parecía en nada a Valerius, pero que tenía su propia inteligencia, dijo suavemente:

—¿Malgastarás tus esfuerzos?

Y Crispin dijo, también muy suavemente:

—No serán malgastados. —Y empezó a subir, como lo había hecho tantas veces, hacia el andamio y la cúpula.

Mientras subía, antes de llegar al lugar donde la lechada para las tesserae había sido concienzudamente alisada y lo aguardaba, se percató de algo más: no era un desperdicio y había un significado en aquello, todo el que podía conferir a cualquier acción de su vida, pero era un final.

Le esperaba otro viaje, con el hogar al final.

Era hora de irse.

Fotius, que fabricaba sándalo y se había puesto su mejor túnica azul, estaba contando a quien quisiese escucharle los acontecimientos que habían tenido lugar allí mismo hacía muchos años cuando Apius murió y el primer Valerius subió al Trono de Oro.

Entonces también había habido un asesinato, dijo sabiamente, y él, Fotius, había visto un fantasma de camino al Hipódromo. Al igual que había visto otro hacía sólo tres días, a plena luz del sol, agazapado en lo alto de una columnata, la misma mañana en que el emperador había sido tan vilmente asesinado por los Daleinoi.

Había más, añadió, y tuvo oyentes, lo que siempre era gratificante. Estaban esperando a que el mandator apareciera en la kathisma; el Patriarca lo seguiría, y después vendrían los funcionarios de la corte y luego aquellos que iban a ser coronados hoy. Entonces sería imposible hablar, por supuesto, con el ruido de más de ochenta mil personas.

En aquellos días, explicó Fotius a algunos de los jóvenes artesanos Azules, hubo un corrupto y malvado intento de subvertir la voluntad del pueblo allí mismo, en el Hipódromo, ¡y aquel intento también había sido urdido por los Daleinoi! ¡Y lo que era todavía más importante, uno de los que participaron en él había sido el propio Lysippus el calisiano que acababa de tomar parte en el asesinato cometido en palacio!

Y había sido él mismo, declaró orgullosamente el fabricante de sándalo, quien desenmascaró al artero calisiano como un impostor cuando intentó fingir que era un seguidor de los Azules e incitó a la facción a que aclamara a Flavius Daleinus allá abajo en la arena.

Señaló el lugar exacto. Lo recordaba muy bien. Trece, catorce años, y era como si hubiese ocurrido ayer. Como si hubiese ocurrido ayer.

Todo se movía en círculos, declaró piadosamente mientras hacía el signo del disco. Igual que el sol salía se ponía y volvía a salir, lo mismo hacían las pautas y los destinos de los mortales. El mal siempre acabaría siendo desenmascarado. (Fotius le había oído decir todo aquello al clérigo de su capilla hacía sólo una semana.) Flavius Daleinus había pagado sus pecados entre el fuego aquel día lejano, y ahora sus hijos y el calisiano también habían pagado.

Pero si todo era una cuestión de justicia, objetó alguien, ¿por qué Valerius II había muerto abrasado por ese mismo fuego?

Fotius miró despectivamente al joven, un pañero.

—¿Acaso pretendes —le dijo— entender los caminos del dios?

—No —contestó pañero—, sólo los de los hombres que viven en Sarantium. Si el calisiano había formado parte de la conspiración de los Daleinoi para hacerse con el trono en aquel entonces, ¿por qué acabó desempeñando las funciones de cuestor del Erario Imperial para Valerius I y su sobrino después? ¿Para ambos? No fue exiliado hasta que nosotros lo pedimos —dijo el joven, mientras otros se volvían hacia él—. ¿Recuerdas? Hace menos de tres años.

Un truco barato de hombre acostumbrado al debate, pensó Fotius con indignación. ¡Como si alguien lo hubiera olvidado! Treinta mil personas murieron.

Algunas personas, replicó burlonamente, tenían un conocimiento lamentablemente limitado de los asuntos cortesanos. Hoy no tenía tiempo suficiente para educar a los jóvenes. Estaban ocurriendo grandes cosas. ¿O acaso el pañero no sabía que los basánidas habían cruzado la frontera en el norte?

Bueno, sí, dijo el hombre, eso lo sabía todo el mundo. Pero ¿qué tenía que ver eso con Lysippus el…?

Sonaron las trompetas.

Lo que tuvo lugar a continuación fue ejecutado siguiendo rituales de ceremonia y precedentes que se remontaban a los días de Saranios y que apenas habían sido revisados en centenares de años, pues ¿qué eran los rituales si cambiaban?

Un emperador fue coronado por un patriarca, y después una emperatriz fue coronada por el mismo emperador. Las dos coronas, y el cetro y el anillo imperiales, eran los de Saranios y su emperatriz, traídos a Oriente desde Rhodias y usados únicamente en aquellas ocasiones, guardados en el Palacio Attenine el resto del tiempo.

El Patriarca bendijo a los dos ungidos con aceite e incienso y agua de mar, y después dio su bendición a la multitud reunida para presenciarlo. Los principales dignatarios de la corte comparecieron —esplendorosamente ataviados— ante el emperador y la emperatriz, y llevaron a cabo la triple inclinación de obediencia ante los ojos del pueblo. Un anciano representante del Senado entregó al nuevo emperador el Sello de la Ciudad y las llaves doradas de la Triple Muralla. (El maestro del Senado había sido graciosamente dispensado de sus obligaciones públicas en la ceremonia. Al parecer el día anterior se había producido una muerte repentina en su familia.)

Hubo cánticos, primero religiosos y después seculares, pues las facciones eran una parte imprescindible de todo aquello, y sus Músicos Acreditados acompañaron a los Azules y los Verdes en las aclamaciones rituales, gritando los nombres de Valerius III y la emperatriz Gisel en aquel espacio atestado donde los nombres gritados en la inmensa mayoría de las ocasiones eran los de los caballos y los hombres que conducían los carros. A continuación no hubo danzas, carreras ni entretenimientos de ninguna clase: un emperador había sido asesinado, y su cuerpo pronto descansaría en el Gran Santuario que había mandado construir después de que el anterior fuera incendiado.

El nombre que Leontes había escogido para su título imperial, en homenaje a su patrón y predecesor, fue recibido con unánime aprobación. El hecho de que su nueva esposa ya fuese una reina llevaba aparejado una auténtica sensación de misterio y prodigio. A las mujeres de las gradas parecía gustarles. Un romance, y realeza.

Nada se dijo (o si algo se dijo, lo fue en voz muy baja) acerca de la esposa repudiada del emperador o de la rapidez con que había vuelto a contraer matrimonio. Los Daleinoi habían vuelto a demostrar su indescriptible capacidad para la traición. Ningún emperador querría subir al Trono de Oro de Sarantios estando manchado ante Jad y el pueblo por una esposa asesina.

Decían que Leontes había permitido que siguiera viviendo.

La opinión general en el Hipódromo era que aquella mujer no se merecía tanta justicia. Los dos hermanos estaban muertos, no obstante, así como el aborrecido calisiano. Nadie querría cometer jamás el error de pensar que Leontes —Valerius III— podía pecar de blandura.

El número de soldados presentes lo desmentía.

Al igual que lo desmintió el primer anuncio público hecho por el mandator después de que la Ceremonia de Investidura hubiera llegado a su fin. Sus palabras fueron repetidas por los oradores oficiales a través de las gradas, y el alentador futuro que prometían no podía estar más claro.

Al parecer su nuevo emperador no permanecería mucho tiempo entre ellos. El ejército basánida estaba en Calysium, había tomado Asen (otra vez) y se decía que en aquellos mismos instantes marchaba y cabalgaba hacia Eubulus.

El emperador, que cuatro días antes había sido su estratega supremo, no estaba dispuesto a permitírselo.

Mandaría personalmente los ejércitos reunidos de Sarantium. No para hacerse a la mar con rumbo a Rhodias, sino para ir al norte y al este. No para surcar las peligrosas y oscuras aguas sino para subir por la ancha y sólidamente pavimentada Vía Imperial, en plena primavera, y vérselas con los soldados del rey Shirvan que habían roto cobardemente la tregua. ¡Un emperador en el campo de batalla! Hacía mucho tiempo que no se veía tal cosa. Valerius III, la espada de Sarantium, la espada de Jad. Había algo abrumador y apasionante en el mero hecho de pensar en ello.

Los orientales habían creído que podrían aprovechar el hecho de que Leontes y el ejército fueran a zarpar hacia el Occidente, y habían roto vilmente la Paz Eterna que juraron respetar por sus propios dioses paganos. Aprenderían las dimensiones de su error, proclamó el mandator en el Hipódromo.

Eubulus sería defendido y los basánidas, derrotados, tendrían que volver a cruzar la frontera. Y aquello no terminaría allí. ¡Que el Rey de Reyes defendiera Mihrbor ahora!, gritó el mandator. Que intentara defenderlo de lo que Sarantium lanzaría contra él. Se había acabado el tiempo en que entregaban dinero a Kabadh para comprar una paz. Que Shirvan pidiera clemencia. Que rezara a sus dioses. Leontes el Dorado, que ahora era emperador, iría por él.

El estruendo que acogió aquellas palabras fue lo bastante grande, pensaron algunos, para llegar hasta el mismísimo cielo y el dios detrás del sol.

En cuanto a Batiara, prosiguió el mandator cuando el griterío se hubo apaciguado lo suficiente para que su voz pudiera volver a ser oída y transmitida, que miraran quién era emperatriz de Sarantium ahora. ¡Que miraran quién podía ocuparse de Rhodias y Varena, que era suya por derecho de nacimiento! La emperatriz tenía su propia corona y la había traído consigo hasta ellos, era hija de un rey, una reina por derecho propio. Los ciudadanos de Sarantium podían creer que Rhodias y el Occidente quizá serían suyos, después de todo, sin que ningún valiente soldado muriera en los lejanos campos de batalla occidentales, o en los mares donde no hay caminos.

Las aclamaciones que acompañaron a aquellas palabras fueron tan ruidosas como las precedentes, y —notaron los más sagaces— esta vez fueron lideradas por los antes mencionados soldados.

Hacía un día magnífico, y así lo describirían la mayor parte de las historias. El tiempo era bueno, y el sol del dios resplandecía. El emperador, magnífico, la nueva emperatriz tan dorada como él, alta para su sexo, majestuosa de pies a cabeza en su porte y su sangre.

En un momento de cambio siempre había temores y dudas. El otro mundo podía acercarse sigilosamente un poco más, fantasmas y demonios podían ser vistos, cuando los grandes del mundo morían y sus almas partían, pero ¿quién podía tener miedo allí en el Hipódromo bajo el sol, viendo a aquellos dos?

Uno lamentaba a un emperador muerto y podía hacerse ciertas preguntas sobre la todavía ausente figura de su emperatriz, la que en sus tiempos había sido bailarina, nacida allí mismo en el Hipódromo (no como la nueva emperatriz, no como ella en nada).

Uno podía meditar sobre la colosal caída de los Daleinoi y el súbito cambio de un teatro de guerra… pero aquel día en las gradas había una innegable sensación de júbilo, de exuberancia, algo nuevo que estaba comenzando, y no hubo nada de forzado o artificioso en la aprobación que resonó.

Después el mandator declaró que la temporada de carreras se reanudaría tan pronto el período de duelo terminase e hizo una pausa para anunciar que Scortius de los Azules se estaba recuperando de sus heridas, y que Astorgus, el factionarius de los Azules, y Crescens de los Verdes habían aceptado humildemente la amonestación judicial y habían hecho las paces el uno con el otro.

Y a un gesto suyo, aquellos dos hombres tan conocidos se adelantaron, andando sobre plataformas elevadas en las secciones de sus respectivas facciones para ser vistos. Se saludaron el uno al otro haciendo el gesto de la palma abierta de los aurigas y después se volvieron y se inclinaron juntos hacia la kathisma, y ochenta mil personas enloquecieron. El sagrado Patriarca tuvo que esforzarse para mantener inescrutable el rostro detrás de su barba blanca mientras la multitud aclamaba sus carros y sus caballos y la ceremonia tocaba a su fin.

Nada fue dicho aquella tarde, ni por el mandator ni por nadie más, acerca de los cambios en las doctrinas de Jad concernientes a las representaciones del dios en lugares sagrados y otros sitios.

Ya habría tiempo para presentar cuestiones tan complejas al pueblo en los santuarios y capillas. Aquel día el Hipódromo no era lugar para matices y sutilezas de fe. Escoger el momento adecuado, como sabía cualquier buen general, constituía la esencia de una campaña.

Valerius III, llevando todo el peso de las vestimentas del poder imperial, se levantó sin dificultad, como si estas no fueran ninguna carga, y saludó a su pueblo mientras este lo saludaba. Después se volvió y extendió una mano hacia su emperatriz y ambos salieron de la kathisma por la puerta de atrás para perderse de vista. Los vítores continuaron.

Todo iba bien. Todo iría bien, podía creer uno sin esforzarse. Fotius aceptó un rápido e inesperado abrazo del joven pañero, y lo devolvió, y después los dos se volvieron para abrazar a quienes compartían las gradas con ellos, y todos gritaron el nombre del emperador en aquella magnífica mañana soleada.

En el curso de diez días agotadores en la sede de los Azules, Rustem de Kerakek había llegado a desarrollar una hipótesis acerca de los sarantinos y sus médicos. Básicamente, las instrucciones de los doctores eran aceptadas o ignoradas según les pareciera a los pacientes.

En Bassania las cosas se hacían de otra manera. En casa, el médico corría un riesgo cuando aceptaba cuidar a un paciente. Al pronunciar las palabras formales de aceptación, un médico arriesgaba todas sus posesiones mundanas e incluso su vida. Si el enfermo no seguía al pie de la letra las instrucciones del doctor, ese compromiso y su riesgo implícito quedaban negados.

En Sarantium los médicos sólo arriesgaban la posibilidad de una mala reputación, y basándose en lo que había visto allí (en un corto período de tiempo, eso tenía que admitirlo), Rustem no creía que aquello constituyera una gran preocupación para ellos. Ninguno de los médicos a los que había visto en acción parecía saber mucho más que un revoltijo inadecuadamente digerido de Galeno y Merovius, complementado por un derramamiento de sangre excesivo y las medicaciones que habían concebido por su cuenta, la mayoría de las cuales eran nocivas en mayor o menor grado.

A la vista de aquello, era lógico que los pacientes tomaran sus propias decisiones acerca de si debían hacer caso de sus médicos o no.

Rustem no estaba acostumbrado a aquella manera de hacer las cosas, y se negaba a aceptarla.

Como ejemplo, y era el ejemplo primordial, desde el primer momento había dado instrucciones tan claras como firmes a los auxiliares que cuidaban de Scortius el auriga de que las visitas estaban limitadas a una por la mañana y una después del mediodía, y sólo durante períodos cortos y sin que se trajera o consumiera una sola gota de vino. Como precaución, había comunicado esas directrices a Strumosus (dado que al menos una parte del vino procedía de los barriles que había junto a la cocina) y a Astorgus, el factionarius. Este último le prometió que haría cuanto estuviera en sus manos para imponer su cumplimiento. Tenía, y Rustem lo sabía, un profundo interés de naturaleza personal en la recuperación del auriga inválido.

Todos lo tenían.

El problema era que el paciente no se consideraba un inválido y no creía necesitar ningún tipo de cuidados rigurosos, ni siquiera después de haber estado a punto de morir dos veces en un breve lapso. Un hombre capaz de salir de su habitación por una ventana, bajar por un árbol, escalar un muro y atravesar la ciudad a pie para participar en las carreras del Hipódromo con varias costillas rotas y una herida todavía no curada seguramente no se tomaría demasiado bien cualquier clase de limitaciones respecto al vino o el número de visitas, particularmente del sexo femenino, que acudían a la cabecera de su cama.

Al menos no se movía de la cama, había observado Astorgus maliciosamente, y casi siempre se hallaba solo en ella. Había habido informes de ciertas actividades nocturnas incompatibles con un régimen curativo.

Rustem, todavía atrapado en la vertiginosa intensidad de los últimos días y la llegada de su familia, encontraba más difícil que de costumbre proyectar la indignación y la autoridad apropiadas. Era agudamente consciente, entre otras cosas, de que si él, sus mujeres o sus hijos abandonaban aquella sede custodiada corrían un grave peligro de ser atacados en las calles. Desde las noticias de un ataque fronterizo primero y la marcha del ejército sarantino hacia el norte después, los basánidas de Sarantium vivían en circunstancias precarias, y había habido muertes. Su decisión de no volver a casa se veía reforzada por la dolorosa convicción de que el Rey de Reyes habría ordenado el ataque plenamente consciente de las consecuencias para sus gentes que se hallaban en Occidente. Incluido el hombre que le había salvado la vida.

Rustem tenía una gran deuda con la facción de los Azules, y lo sabía.

No es que se hubiera mostrado avaro a la hora de saldarla, por supuesto. Había tratado a los heridos de los disturbios con cotidiana regularidad, visitándolos por la noche cuando era despertado por los mensajeros si su presencia era necesaria. Andaba falto de sueño, pero todavía podría aguantar durante algún tiempo.

Rustem se sentía particularmente complacido por la recuperación de aquel joven de la cocina. Había habido tempranos y graves signos de infección, y Rustem pasó toda una noche en vela y muy atareado junto a la cabecera del joven cuando la herida cambió de color y la fiebre subió. El maestro de cocina, Strumosus, entró y salió varias veces, observando en silencio, y el otro mozo de cocina, Rasic, llegó al extremo de hacerse una cama en el suelo del pasillo junto a la puerta. Y entonces, en plena crisis nocturna con el herido, también apareció Shaski. Se había levantado sin que ninguna de sus madres lo supiera y había ido, descalzo, a traerle algo de beber a su padre en plena noche, sabiendo, de alguna manera, dónde se encontraba Rustem. De alguna manera. Rustem había aceptado la bebida y acariciado cariñosamente la cabeza del niño, y después le había dicho que volviera a su habitación, que todo iba bien.

Shaski se había ido a la cama con cara de sueño y sin hacer o decir nada más, mientras todos los presentes observaban la llegada y la partida del niño con expresiones a las que Rustem sospechó que él y su familia tendrían que acostumbrarse. Esa era una de las razones por las que iba a llevárselos lejos.

El joven, Kyros, dejó de tener fiebre hacia la mañana y la herida progresó normalmente a partir de entonces. El riesgo más grande al que se enfrentaba ahora era que aquel imbécil de médico, Ampliaras, se colase y pusiera en práctica su loca fijación de sangrar a quienes ya estaban heridos.

Rustem había estado presente, y se había sentido innegablemente divertido (aunque intentó ocultarlo, por supuesto), cuando Kyros recuperó el conocimiento unos momentos antes de que amaneciera. Rasic, el amigo, se encontraba sentado junto a la cama en aquel instante, y cuando el enfermo abrió los ojos, el otro muchacho lanzó un grito que hizo entrar corriendo a varios más en la habitación, obligando a Rustem a ordenarles a todos que se fueran inmediatamente.

Rasic, convencido de que aquella orden no era aplicable a él, se quedó, y procedió a contarle al paciente lo que Strumosus había dicho acerca de él junto a las puertas de la sede mientras Kyros se hallaba inconsciente, y se le creía muerto. Strumosus entró en plena recitación y se detuvo en el umbral.

—Miente, como de costumbre —dijo el pequeño maestro de cocina mientras Rasic se callaba para llorar unos momentos, y después sonrió—. Igual que miente acerca de las chicas. Me gustaría que todos fuerais más conscientes del mundo tal como lo hizo Jad, no como es en vuestros sueños. Kyros podría tener cierta excusa para ello, con todas esas pociones que nuestro basánida le ha estado metiendo en la boca, pero Rasic no tiene ninguna justificación. ¿Un genio? ¿Este mozo? ¿Mi legado? ¡Pero si la mera idea me parece insultante! ¿Tú le ves algún sentido a todo eso, Kyros?

El joven herido, pálido pero lúcido, meneó la cabeza de manera casi imperceptible sobre la almohada, pero estaba sonriendo, y Strumosus también sonreía.

—¡Oh, vamos! —dijo el pequeño maestro de cocina—. La idea es absurda. Si acabo dejando algún legado, a buen seguro será mi salsa para el pescado.

—Por supuesto —murmuró Kyros. Aún sonreía. Igual que lo hacía Rasic, exhibiendo sus dientes torcidos con ello. Igual que lo hacía Strumosus.

—Descansa un poco, muchacho —dijo el maestro de cocina—. Cuando despiertes todos estaremos aquí para verlo. Venga, Rasic, tú también. Vete a la cama. Mañana trabajarás un turno triple, o algo por el estilo.

Había momentos, pensó Rustem, en los que su profesión ofrecía grandes recompensas. Y había otros en los que parecía que meterse entre los dientes de una tormenta de arena sería preferible a tener que ejercerla.

Scortius podía hacerle sentir así. Como en aquel momento, por ejemplo. Rustem entró en la habitación del paciente para cambiarle el vendaje (ahora lo cambiaba cada tres días), y se encontró con cuatro aurigas sentados o de pie, y no una, no dos, sino tres bailarinas complementando la reunión, con una de ellas —vestida inadecuadamente— ofreciendo una actuación que no ayudaría en nada al paciente a mantener un estado de ánimo sereno y libre de excitación.

Y había vino. Y Rustem vio, con cierto retraso en aquella habitación llena de gente, que su hijo Shaski también estaba allí, sentado en el regazo de una cuarta bailarina en el rincón, contemplando todo aquello y riendo.

—¡Hola, papá! —dijo su hijo, sin mostrar ningún desconcierto, mientras Rustem se quedaba en el umbral y paseaba una mirada fulminadora por toda la habitación.

—Oh, vaya. Se ha disgustado. ¡Todo el mundo fuera! —dijo Scortius desde la cama. Le entregó su copa de vino a una de las mujeres—. Coge esto. Que alguien le lleve el chico a su madre. No olvides tus ropas, Taleira. El doctor está trabajando muy duro por todos nosotros y no queremos darle todavía más dolores de cabeza de los que ya tiene. Queremos que siga gozando de buena salud, ¿verdad?

Hubo risas y un súbito revuelo de movimientos. El hombre de la cama sonrió. Un paciente terrible, en todos los sentidos. Pero Rustem había visto lo que hizo en la arena del Hipódromo a principios de la semana anterior y, sabiendo mejor que nadie la clase de voluntad que ello había requerido, le era imposible negar la admiración que sintió. De hecho no quería negarla. Y además, aquellas personas ya se estaban yendo.

—No te vayas, Shirin, si eres tan amable. Tengo una o dos preguntas que hacerte. Doctor, ¿os importaría que una de mis amistades se quedara? Esta visita me honra, y todavía no he tenido ocasión de hablar con ella en privado. Creo que ya os habéis conocido. Esta es Shirin de los Verdes. Los mosaiquistas os llevaron a una celebración nupcial en su casa, ¿verdad?

—Mi primer día, sí —dijo Rustem.

Se inclinó ante la mujer de cabellos oscuros, notablemente atractiva a su manera delicada y de huesos pequeños. Su perfume era arrebatador. La habitación se vació, con Shaski partiendo sobre la espalda de uno de los hombres. La bailarina se levantó de su asiento para saludar a Rustem y sonrió.

—Os recuerdo muy bien, doctor. Un sirviente vuestro murió a manos de algunos de nuestros Verdes más jóvenes.

Rustem asintió.

—Es verdad. Desde entonces ha habido tantas muertes que me sorprende que os acordéis.

Ella se encogió de hombros.

—El hijo de Bonosus estuvo involucrado. No fue un asunto trivial.

Rustem asintió por segunda vez y fue con su paciente. La mujer se sentó. Scortius ya había apartado la sábana, dejando al descubierto su musculoso torso vendado. Shirin de los Verdes sonrió.

—Qué excitante —dijo, abriendo mucho los ojos.

Rustem resopló, no pudiendo evitar sentirse divertido. Después prestó atención a lo que estaba haciendo, apartando los vendajes para exponer la herida que había debajo. Scortius yacía sobre el costado derecho, vuelto de cara a la mujer. Ella habría tenido que ponerse de pie para ver la piel púrpura y negra alrededor de la zona por dos veces fracturada y la profunda herida de cuchillo.

Rustem volvió a limpiar la herida y después aplicó sus ungüentos. No había necesidad de nuevos drenajes. El desafío era el de siempre, pero ahora todavía más acentuado: tratar huesos rotos y una herida de cuchillo en la misma área. Rustem se sintió secretamente complacido por lo que vio, aunque nunca se le habría ocurrido permitir que Scortius se diera cuenta de ello. La más leve indicación de que el doctor se sentía satisfecho y aquel hombre saldría corriendo para ir a la pista de carreras, o recorrería las calles durante la noche saltando de un dormitorio a otro.

Ya le habían hablado de las correrías nocturnas de aquel paciente.

—Dijiste que tenías preguntas —murmuró Shirin—. ¿O es que el doctor…?

—Mi doctor es más discreto que un ermitaño de los barrancos. No tengo secretos para él.

—Salvo cuando planeáis abandonar vuestra habitación de enfermo sin pedirle permiso antes —murmuró Rustem, bañándole la piel.

—Bueno, sí, eso lo mantuve en secreto. Pero por lo demás, lo sabéis todo. Incluso… estabais debajo de las gradas, según recuerdo, justo antes de la carrera.

Su tono había cambiado. Rustem percibió el cambio. Se acordaba de aquella secuencia de momentos. Thenais con su daga, el auriga de los Verdes llegando justo a tiempo.

—¿Oh? ¿Qué ocurrió debajo de las gradas? —preguntó Shirin, dirigiéndoles un aleteo de pestañas a ambos—. ¡Tienes que contármelo!

—Crescens declaró que me amaría hasta la muerte, y después poco faltó para que su codo me mandara a la tumba cuando le dije que te prefería a ti. ¿No te habías enterado?

Ella rio.

—No. Venga, ¿qué ocurrió?

—Varias cosas. —El auriga titubeó. Rustem podía sentir el latir de su corazón. No dijo nada—. Dime una cosa —murmuró Scortius—. ¿Sabes si Cleander Bonosus todavía tiene tantos problemas con su padre? —Shirin parpadeó. Obviamente no era la pregunta que se esperaba—. Me prestó un gran servicio cuando me hirieron —añadió Scortius—. Me llevó a la casa del doctor.

El auriga estaba siendo sutil, y Rustem supuso que aquella no era la pregunta que quería formular en realidad. Y porque había estado debajo de las gradas del Hipódromo, tenía cierta idea de cuál era esa pregunta. Entonces, un poco tarde, se dio cuenta de algo.

Scortius era listo. También estaba muy claro que había algo que ignoraba. Rustem nunca lo había sacado a relucir, y parecía evidente que nadie más lo había hecho. Podía formar parte de las conversaciones de la ciudad, o ser olvidado en un momento de máxima turbulencia, pero no había llegado a entrar en aquella habitación.

—¿El muchacho? —dijo la bailarina de los Verdes—. Pues la verdad es que no lo sé. Después de lo que ocurrió en su casa, sospecho que allí todo habrá cambiado mucho.

Una brusca palpitación. Rustem la sintió y torció el gesto. Así que había estado en lo cierto, después de todo.

—¿Qué ocurrió en su casa? —preguntó Scortius.

Ella se lo contó.

Cuando pensara en ello más adelante, Rustem se sentiría impresionado, una vez más, por la entereza de que dio muestra el herido, el cual siguió hablando y expresando una educada pena convencional ante la noticia de que una mujer aún joven había puesto prematuro fin a su vida. Pero Rustem tenía las manos sobre su cuerpo, y pudo sentir el impacto de las palabras de la mujer. La contención del aliento, después la mesurada cautela con que se reanudaba la respiración, un temblor involuntario y el rápido palpitar del corazón.

Apiadándose de él, Rustem acabó de cambiar el vendaje más deprisa que de costumbre (ya podría volver a cambiarlo más tarde), y extendió la mano hacia la bandeja de la medicación que había junto a la cama.

—Ahora he de daros algo para que durmáis, como de costumbre —mintió—. No podréis entretener a la dama de ninguna manera apropiada.

Shirin de los Verdes, que no se había dado cuenta de que hubiese sucedido nada raro, respondió a la discreta sugerencia con tanta prontitud como si acabaran de indicarle que debía salir a escena y se levantó para irse. Se detuvo junto a la cabecera y se inclinó para besar al paciente en la frente.

—Nunca ha sabido entretenernos de manera apropiada a ninguna de nosotras, doctor. —Después se incorporó y sonrió—. Volveré, querido mío. Descansa, y así estarás preparado para mí. —Y se fue.

Rustem miró a su paciente y, sin decir nada, vertió dos medidas completas de su sedante preferido.

Scortius lo miró desde la almohada. Sus ojos estaban oscuros, su rostro muy blanco. Aceptó la mezcla, ambas dosis, sin protestar.

—Gracias —dijo pasados unos momentos. Rustem asintió.

—Lo siento —dijo, sorprendiéndose a sí mismo.

Scortius volvió la cara hacia la pared.

Rustem cogió su bastón y salió, cerrando la puerta para respetar la intimidad de aquel hombre.

Tenía sus propias especulaciones al respecto, pero se negó a pensar en ellas. Cualquier cosa que el paciente hubiese dicho antes acerca de que su doctor lo sabía todo, no era la verdad, no debía de ser la verdad.

Mientras iba por el pasillo pensó que realmente necesitaban ejercer un mayor grado de control sobre los movimientos de Shaski mientras estuvieran allí. No estaba bien que un niño, el hijo del doctor, formara parte de aquellas alteraciones en las habitaciones de los pacientes.

Tendría que hablar con Katyun acerca de ello, entre otras cosas. Ya iba siendo hora de almorzar, pero antes pasó por sus salas de tratamiento improvisadas en el edificio contiguo para ver si Shaski andaba por allí. El niño iba a esas salas con más frecuencia que a ningún otro lugar.

Ahora no estaba allí. Pero otra persona sí estaba. Rustem reconoció al artesano rhodiano; no el joven que le había salvado la vida en las calles, sino el otro, mayor que aquel, que los había vestido de blanco y los llevó a todos a un banquete nupcial.

El hombre —se llamaba Crispinus o algo por el estilo— no parecía encontrarse muy bien, pero su malestar no era de una naturaleza que pudiera despertar la simpatía de Rustem. Los hombres que bebían hasta enfermar, sobre todo a una hora tan temprana, sólo podían culpar de las consecuencias a sí mismos.

—Buenos días, doctor —dijo el artesano. Se levantó de la mesa encima de la que estaba sentado, aparentemente sin que le costara mantener el equilibrio—. ¿Os molesto?

—En absoluto —dijo Rustem—. ¿En qué puedo…?

—He venido a visitar a Scortius, y se me ocurrió confirmar con su médico que todo iba bien.

Bueno, embotado por el vino o no, al menos aquel artesano conocía el protocolo a observar en aquellas cuestiones. Rustem asintió.

—Ojalá hubiera más hombres como vos. Acaba de haber una fiesta con bailarinas en su habitación, y vino.

El rhodiano —Crispin, así se llamaba— sonrió levemente. Había una delgada arruga de tensión en su frente, y cierto grado de palidez enfermiza sugería que llevaba más tiempo que aquella mañana bebiendo. Aquello no casaba con los recuerdos que tenía Rustem del hombre tranquilo y seguro de sí mismo al que había conocido su primer día en Sarantium, pero Crispin no era su paciente y no hizo ningún comentario.

—¿Quién bebería vino tan temprano? —dijo el rhodiano maliciosamente, y se frotó la frente—. ¿Bailarinas entreteniéndolo? Es justo lo que se puede esperar de Scortius, sí. ¿Las echasteis a patadas?

Rustem no tuvo más remedio que sonreír.

—Eso sería lo que se puede esperar de mí, ¿verdad?

—A juzgar por lo que he oído decir, sí.

Rustem decidió que el rhodiano era otro hombre inteligente.

Mantenía una mano sobre la mesa, apoyándose en ella.

—Acabo de administrarle un soporífero, así que dormirá un rato. Haríais mejor volviendo a finales de la tarde.

—Entonces eso haré. —El hombre se apartó de la mesa y se bamboleó. Miró a Rustem con expresión apenada—. Lo siento. He estado intentando ahogar… una pena.

—¿Puedo ayudaros en algo? —preguntó Rustem.

—Ojalá, doctor. No. En realidad… no tardaré en irme. Pasado mañana zarpo hacia Occidente.

—Oh. ¿Volvéis a casa? ¿No hay más trabajo aquí para vos?

—Sí, se podría decir que se trata de eso —murmuró el artesano tras unos instantes.

—Bueno… Que tengáis un buen viaje.

En realidad no conocía a aquel hombre. El rhodiano asintió y, pasando junto a Rustem sin tambalearse, salió por la puerta. Rustem se volvió para seguirlo. El hombre se detuvo en el vestíbulo.

—Me dieron vuestro nombre, por cierto. Antes de irme de casa. Yo… Siento que nunca hayamos tenido ocasión de encontrarnos.

—¿Os dieron mi nombre? —preguntó Rustem, perplejo—. ¿Cómo?

—Un… amigo. Sería demasiado complicado de explicar. Por cierto, ahí dentro hay algo para vos. Uno de los mensajeros lo trajo mientras yo esperaba. Al parecer lo dejó al lado de la puerta. —Señaló la recámara interior. Encima de la mesa de examen había un objeto envuelto en tela.

—Gracias —dijo Rustem.

El rhodiano fue por el corto pasillo y salió. La luz del sol, pensó Rustem, probablemente fuese una auténtica tortura para él en aquellos momentos. «Ahogando una pena». No era paciente suyo.

No podía preocuparse por el mundo entero.

Con todo, resultaba interesante. Otro extranjero observando a los sarantinos. Un hombre, al que podría haberle gustado conocer mejor, que se disponía a marcharse. No ocurriría. Curioso, aquello de que le hubieran dado el nombre de Rustem. Entró en su recámara y vio una nota junto al paquete encima de la mesa, con su nombre escrito en ella.

Lo primero que hizo fue quitar la tela que envolvía al objeto dejado encima de la mesa. Y después, totalmente abrumado, se sentó en un taburete y se dedicó a contemplarlo.

No había nadie por allí. Estaba solo, mirando.

Finalmente se levantó y cogió la nota. Tenía un sello, que rompió. Desdobló la nota y la leyó, y después volvió a sentarse.

«Con gratitud —decía la breve inscripción—, este ejemplar de todas las cosas que deben inclinarse o se rompen».

Estuvo sentado allí largo rato, dándose cuenta de lo raro que era para él estar solo ahora, y de cuán pocas veces podía disfrutar de tanto silencio o calma. Contempló la rosa de oro que había encima de la mesa, larga y esbelta como habría podido serlo la flor viva, sus pétalos dorados desplegándose gradualmente con el último, arriba de todo, totalmente abierto, rubíes en todos ellos.

Y entonces supo, con esa aterradora certeza del otro mundo que Shaski parecía poseer, que ella se había ido y que ya nunca volvería a verla.

Se llevó consigo la rosa (envuelta y escondida) cuando él y su familia se hicieron a la mar, recorriendo una gran distancia hacia el oeste hasta llegar a una tierra en la que tales objetos exponentes del arte y los oficios más delicados todavía eran desconocidos.

Era un lugar en el que se necesitaban urgentemente médicos competentes, y donde estos podían subir muy deprisa dentro de una sociedad que se hallaba en proceso de definirse a sí misma. Los inusitados arreglos domésticos de Rustem fueron tolerados en aquella lejana frontera, pero se le aconsejó, ya desde el principio, que cambiara su fe. Así lo hizo, adoptando al dios del sol de la manera en que Jad era adorado en Esperana. Al fin y al cabo, tenía responsabilidades: dos esposas, dos hijos (luego un tercero y posteriormente un cuarto, ambos varones, poco después de que se hubieran establecido allí), y cuatro antiguos soldados occidentales que habían cambiado sus vidas para venir con ellos. Dos de las mujeres de su nueva residencia en Sarantium también habían decidido, inesperadamente, embarcarse con su familia. Y tenía un primogénito, un muchacho al que más valía habituar todo lo posible a aquel nuevo mundo —eso todos lo entendían— para evitar que se fijaran en él y, a consecuencia de ello, que corriera algún peligro.

A veces uno se inclinaba, pensó Rustem, para no ser partido por los vientos del mundo, ya soplaran del desierto o del mar o de las inmensas praderas que había allí, en el más lejano confín de Occidente.

Todos sus hijos y una de sus esposas resultaron grandes amantes de los caballos. Su viejo amigo el soldado Vinaszh —que se casó y tuvo su propia familia, pero siguió entretejiendo su destino con el de ellos— resultó tener muy buen ojo para escogerlos y criarlos. Era un buen hombre de negocios. Rustem también lo era, para su propia sorpresa. Terminó sus días rodeado de comodidades, un terrateniente tanto como un doctor.

Le dio la rosa a su hija cuando esta se casó.

La nota, sin embargo, la conservó toda su vida.