14
Él no sabía que fuera ella, por supuesto. No hasta que habló. En su estado aturdido y tambaleante, Rustem no tenía la menor idea de por qué aquella mujer desconocida estaba en su dormitorio. Su primer e incoherente pensamiento fue que podía tratarse de alguien a quien Bonosus conocía. Pero entonces hubiese tenido que ser un muchacho, seguramente.
Después creyó reconocerla como una paciente, una de las mujeres que habían venido a verle la primera mañana. Pero eso no tenía sentido. ¿Qué estaba haciendo allí ahora? ¿Acaso los sarantinos no sabían comportarse apropiadamente? Entonces la mujer se puso en pie junto a la ventana y dijo:
—Buenas noches, médico. Me llamo Aliana. Esta mañana era Alixiana.
Rustem retrocedió hacia la puerta, empujándola con la espalda hasta cerrarla. Notaba las piernas flojas. Había horror en él. Ni siquiera podía hablar. Ella estaba sucia, harapienta, agotada y con todo el aspecto de una mendiga de las calles, y ni por un momento se le ocurrió poner en duda la veracidad de sus palabras. La voz, pensaría después. Había sido la voz.
—Me están buscando —dijo ella—. No tengo ningún derecho a ponerte en peligro, pero lo estoy haciendo. He de confiar en que te compadecerás de alguien a quien has tratado como paciente, aunque fuese muy brevemente, y debo decirte que… que no tengo ningún otro lugar al que ir. Llevo toda la noche esquivando a los soldados. Incluso he estado en las alcantarillas, pero ahora también están registrándolas.
Rustem cruzó la habitación, cosa que pareció requerir mucho tiempo. Se sentó en el borde de la cama. Entonces pensó que no debería sentarse en presencia de una emperatriz y se levantó. Apoyó una mano en un poste de la cama para sostenerse.
—¿Cómo…? ¿Por qué habéis…? ¿Cómo es que estáis aquí?
Ella le sonrió, sin que en su rostro hubiera nada remotamente parecido a la diversión. Rustem había aprendido a observar a las personas con atención, y ahora lo hizo. Aquella mujer estaba a punto de agotar todas sus reservas de energía. Bajó la mirada. Iba descalza; había sangre en un pie, y Rustem pensó que podía ser de una mordedura. Había mencionado las cloacas. Sus cabellos habían sido cortados, rápida y desaliñadamente. Un disfraz, pensó él, mientras su cerebro empezaba a funcionar de nuevo. La prenda que vestía también había sido cortada, justo por encima de las rodillas. Sus ojos parecían dos vacíos oscuros, como si uno pudiera atisbar en las órbitas hasta divisar el hueco que había detrás de ellas.
Pero aun así sonrió ante su balbuceante incoherencia.
—La última vez os mostrasteis mucho más elocuente, doctor, cuando me explicasteis que podía albergar la esperanza de tener un hijo algún día. ¿Que por qué estoy aquí? Desesperación, lo admito. Elita es una de mis mujeres, una de aquellas en las que confío. La utilizaba para seguir los movimientos de Bonosus. Era útil estar al corriente de las cosas que estaba haciendo el maestro del Senado secretamente.
—¿Elita? ¿Una de…?
Rustem estaba teniendo problemas para asimilar aquello. Ella asintió. Había una mancha de barro en su frente y otra en una mejilla. Estaba viendo a una mujer acosada. Su esposo había muerto. Todos esos soldados en las calles aquella noche, a pie, llamando a las puertas, estaban allí por ella.
—Me ha informado generosamente acerca de vuestra naturaleza, doctor —dijo ella—. Y sé que os habéis negado a obedecer las órdenes de Kabadh cuando os pidió que matarais a la reina de los antae.
—¿Qué? Yo… ¿Sabéis que yo…? —Rustem volvió a sentarse.
—Doctor, no estar al corriente de tales cosas habría sido una grave negligencia por nuestra parte. ¿En nuestra propia ciudad? El mercader que os trajo ese mensaje… ¿habéis vuelto a verle desde entonces?
Rustem tragó saliva y meneó la cabeza.
—No hizo falta mucho tiempo para que ofreciera todos los detalles. A partir de ese momento estuvisteis sometido a una estrecha vigilancia, por supuesto. Elita dijo que después de que aquel mercader se hubiera ido os mostrasteis preocupado e inquieto. La idea de matar os resulta desagradable, ¿verdad?
Habían estado vigilándolo en todo momento. ¿Y qué le había ocurrido al hombre que le entregó el mensaje? Rustem no quería preguntarlo.
—¿Matar? Por supuesto que no —dijo Rustem—. Soy un sanador.
—¿Me protegeréis, entonces? No tardarán en estar aquí.
—¿Cómo puedo…?
—No me reconocerán. Esta noche su gran debilidad es que la mayoría de los que me buscan ignoran cuál es el aspecto de la emperatriz. No me reconocerán. No tal como soy ahora. —Volvió a sonreír. Aquella desnuda ausencia. Los ojos vacíos—. Debéis saber —dijo suavemente— que Styliane hará que me arranquen la lengua, me saquen los ojos y me corten la nariz y que después me entregará a cualquier hombre que todavía me desee, en ciertas estancias subterráneas, y que luego me hará quemar viva. No hay nada que le importe más.
Rustem pensó en la mujer de aspecto aristocrático y rubio cabello que acompañaba al estratega en la boda a la que asistió su primer día en Sarantium.
—¿Ahora es emperatriz? —preguntó.
—Esta noche, o mañana —dijo la mujer—. A menos que yo la mate, y a su hermano. Entonces podré morir y dejar que el dios juzgue mi vida y mis acciones como le venga en gana.
Rustem la contempló en silencio. Empezaba a recordar más claramente, recobrando la capacidad de pensar de manera racional y una pequeña medida de compostura. Alixiana había ido a visitarlo aquella primera mañana, cuando él y el personal doméstico se apresuraban a convertir la planta baja en salas de tratamiento. Una mujer del pueblo, había pensado él, y se aseguró prudentemente de que podía permitirse pagar sus honorarios antes de franquearle la entrada y examinarla. Su voz… había sido diferente entonces. Por supuesto que lo había sido.
Los occidentales, como su propia gente, tenían una comprensión limitada de la concepción y el parto. Sólo en Ispahani había aprendido Rustem ciertas cosas, las suficientes para comprender que en algunas ocasiones la incapacidad de tener hijos podía deberse al marido, no a la esposa. Los hombres de su país preferían no creer que eso fuera posible, naturalmente.
Pero Rustem no se había sentido incómodo explicándole aquello a la mujer que acudió a su consulta. Él no era responsable de lo que hicieran luego con la información.
Aquella mujer del pueblo —que resultó haber sido la emperatriz de Sarantium— era uno de esos casos. Y no pareció sorprenderse en lo más mínimo, después de responder a sus preguntas y haber sido examinada, cuando Rustem le dijo lo que le había dicho.
Observándola, el médico que había en Rustem volvió a sentirse impresionado por lo que veía: la obstinada rigidez con la que aquella mujer mantenía la presencia de ánimo y el control de sí misma, junto a la tranquila despreocupación con que hablaba de matar y de su propia muerte. Le faltaba poco para desmoronarse, pensó.
—¿Quién sabe que estáis aquí?
—Elita. Entré saltando por el muro del patio y después subí aquí. Elita me encontró cuando vino a encender vuestro fuego. Yo sabía que ella estaba durmiendo aquí, claro. Perdonadme. Tenía que aferrarme a la esperanza de que ella se encargaría del fuego en esta habitación. Si hubiera venido alguien más, a estas alturas ya me habrían capturado. Si llamáis me prenderán en un abrir y cerrar de ojos, ¿lo entendéis?
—¿Escalasteis el muro?
Aquella sonrisa que no era una sonrisa.
—Médico, no queráis saber las cosas que he hecho o dónde he estado este día y esta noche. —Y tras una pausa dijo por primera vez—: ¿Por favor?
Las emperatrices nunca tenían que decir eso, pensó Rustem, pero en el momento anterior a que ella hablara ambos habían oído, incluso allí arriba, cómo llamaban ruidosamente a la puerta principal, y mirando por la ventana vio un resplandor de antorchas en el jardín y oyó voces.
Ecodes de Soriya, veterano decurión del Segundo Amoriano, un soldado profesional, era muy consciente —incluso con el torbellino de la noche y las dos copas de vino bebidas a toda prisa que había aceptado (imprudentemente) después de haber registrado la casa de un compatriota del sur— de que en la casa de un senador había que conducirse con compostura, y asegurarse de que tus hombres hacían lo mismo, incluso si se sentían frustrados, tenían mucha prisa y había una enorme recompensa que perseguir.
Los diez soldados hicieron su trabajo rápidamente y de manera muy concienzuda, pero no importunaron a las sirvientas y procuraron no romper nada mientras abrían arcones y armarios y registraban cada habitación, tanto en el piso de arriba como en la planta baja. Más de una cosa se había roto en registros anteriores después de que ayudaran a expulsar a la escoria de las facciones de las calles, y Ecodes esperaba oír quejas por la mañana. Los tribunos del Segundo Amoriano eran buenos oficiales, en general, y sabían que los hombres necesitaban desfogarse un poco de vez en cuando y que esos blandos ciudadanos siempre se estaban quejando de los honrados soldados que protegían sus hogares y sus vidas. ¿Qué eran un jarrón o una bandeja rota en el gran esquema de las cosas? ¿Hasta dónde estaba dispuesto a protestar una porque un soldado le había apretado la teta o levantado la falda a una sirvienta?
Por otra parte, había casas y casas, y ofender a todo un senador podía ser muy perjudicial para las oportunidades de ascender. A Ecodes le habían dado razones para creer que pronto podría ser centurión, especialmente si tenía una buena guerra.
Si había una guerra. Aquella noche se hablaba mucho conforme los soldados tropezaban unos con otros y se veían desfilar por las calles de Sarantium. Los ejércitos se alimentaban de rumores, y el más reciente aseguraba que ya no tendrían que salir corriendo hacia Occidente. La guerra en Batiara había sido el gran plan del último emperador, el que había sido asesinado hoy. El nuevo emperador era el amado caudillo del ejército, y aunque nadie podía dudar de la bravura y el arrojo de Leontes, también parecía lógico pensar que un nuevo hombre en el trono podía tener ciertas cuestiones que resolver antes de hacer que sus ejércitos marcharan a la guerra.
A Ecodes eso le convenía bastante, de hecho, aunque nunca se lo hubiese dicho a nadie. La verdad era que odiaba los barcos y el mar con un miedo tan cerval como el que le inspiraban los huesos o los hechizos paganos. Pensar que tenía que confiar su cuerpo y su alma a una de aquellas lentas bañeras redondas aglutinadas en el puerto con sus capitanes y tripulaciones de borrachos le asustaba infinitamente más que cualquier ataque de los basánidas o las tribus del desierto, o incluso de los karchitas, la boca espumeante por el furor guerrero, durante su único período de servicio en el norte.
En una batalla podías defenderte, o retirarte si te veías obligado a hacerlo. Un hombre con cierta experiencia tenía maneras de sobrevivir. A bordo de un barco durante una tormenta (¡no lo quisiera Jad!) o simplemente yendo a la deriva sin tierra a la vista, no había nada que un soldado pudiera hacer aparte de vomitar y rezar. Y Batiara se encontraba muy, muy lejos.
En lo que a Ecodes de Soriya concernía, si el estratega —el glorioso nuevo emperador— decidía replantearse lo de Occidente durante algún tiempo y enviar sus ejércitos hacia el norte y el este (aquella noche se hablaba de que los putos basánidas habían roto la paz, enviando una fuerza al otro lado de la frontera), obraría muy sensatamente.
Nadie podía ser ascendido a centurión gracias a una buena guerra si se ahogaba por el camino, ¿verdad?
Recibió el sucinto informe de Priscus de que el patio y el jardín estaban vacíos. A esas alturas los registros domiciliarios ya se habían convertido en una especie de rutina. Aquella noche llevaban hechos los suficientes, por supuesto. Allí las habitaciones delanteras del piso principal habían sido convertidas en una especie de cámaras médicas, pero se hallaban vacías. El mayordomo —un tipo de cara flaca y aspecto un tanto pomposo— había reunido obedientemente a los sirvientes en la planta baja y recitado los nombres de las tres mujeres. Priscus y cuatro hombres más fueron pasillo abajo para inspeccionar los alojamientos del personal doméstico y la cocina. Ecodes, hablando con un tono más cortés, preguntó quiénes ocupaban las habitaciones del piso de arriba. El mayordomo le explicó que hasta aquella mañana había habido dos hombres, un paciente recuperándose y el doctor basánida que residía allí en calidad de huésped del senador.
Ecodes se abstuvo de escupir ante la mención de un basánida.
—¿Qué paciente? —preguntó.
—Ya os he dicho que era un hombre, y tenemos instrucciones de no revelar su identidad —murmuró el mayordomo sin inmutarse.
Con sus aires de superioridad y su rígida cortesía, el muy bastardo tenía exactamente la clase de modales urbanos que Ecodes más despreciaba. Sólo era un sirviente, y sin embargo se comportaba como si hubiera nacido entre olivares y viñedos.
—A la mierda tus instrucciones —dijo Ecodes con calma—. Esta noche no tengo tiempo para tonterías. ¿Qué hombre?
El mayordomo palideció. Una de las mujeres se llevó una mano a la boca, Ecodes pensó que quizá ocultando una risita.
Probablemente tenía que tirarse a aquel bastardo de sangre transparente para conservar su empleo, y Ecodes hubiese apostado que le encantaría verle sudar un poco.
—¿Queda entendido que me habéis ordenado que os lo diga? —preguntó el mayordomo.
Montón de estiércol, pensó Ecodes. El mayordomo se estaba cubriendo las espaldas.
—Queda entendido, joder. Habla.
—El paciente era Scortius de Soriya —dijo el mayordomo—. Rustem de Kerakek lo ha estado tratando en secreto aquí. Hasta esta mañana.
—¡Sagrado Jad! —jadeó Ecodes—. No te lo estarás inventando, ¿verdad?
La expresión del mayordomo dejó muy claro, por si había alguna duda al respecto, que no era la clase de hombre que se dedica a inventarse historias.
Ecodes se lamió los labios nerviosamente e intentó digerir aquella información. No tenía nada que ver con cuanto estaba ocurriendo en la ciudad, ¡pero menudas noticias! Scortius era el hijo de Soriya más famoso del día. El héroe de cada hombre y muchacho de aquella tierra circundada de desiertos, Ecodes incluido. El número de soldados de permiso que habían asistido a las carreras era lo bastante grande para que la historia de la inesperada reaparición en el Hipódromo del campeón de los Azules —y lo que siguió a continuación— fuese conocida por todos los hombres que tomaban parte en la búsqueda. Corrían rumores de que Scortius podía morir a causa de sus heridas: el emperador y el más grande de los aurigas el mismo día.
¿Y qué efecto tendría eso sobre los supersticiosos que había en el ejército, la víspera de lo que se suponía iba a ser la gran guerra de reconquista?
¡Y ahora Ecodes se encontraba en la mismísima casa donde se había estado recuperando Scortius, tratado en secreto por un basánida! ¡Menuda historia! Se moría de impaciencia por volver a los barracones.
Por el momento, se limitó a asentir al tiempo que adoptaba una expresión de serena solemnidad.
—Ya veo por qué esto era un secreto. Tranquilo, que por nosotros nunca será revelado. ¿Hay alguien más en la casa?
—Sólo el médico.
—¿El basánida? ¿Y en estos momentos está…?
—Arriba. En su habitación.
Ecodes miró a Priscus, que había vuelto por el vestíbulo.
—Yo mismo me ocuparé de esa habitación. No queremos que haya quejas —dijo mirando al mayordomo.
—Primera habitación a la izquierda al final de la escalera.
Un hombre muy servicial, con tal de que le hubieras informado de las reglas del juego.
Ecodes subió al piso de arriba. ¡Scortius! ¡Había estado allí!
Y el hombre que le había salvado la vida…
Llamó a la primera puerta pero no esperó una invitación a entrar. Aquello era un registro. Aquel hombre podía haber hecho una buena obra allí, pero seguía siendo un jodido basánida, ¿no?
Lo era, al parecer.
La mujer desnuda que estaba montando al hombre de la cama se volvió cuando Ecodes abrió la puerta y dejó escapar un grito ahogado seguido por un torrente de insultos. Ecodes sólo entendió el meollo del discurso, ya que la mujer maldecía en basánida.
Desmontó del hombre, se volvió en redondo para quedar encarada hacia la puerta y se apresuró a cubrir su desnudez con una sábana en tanto el hombre se incorporaba en la cama. Su rostro estaba fruncido en una expresión de furia, lo cual era bastante razonable dadas las circunstancias.
—¡Cómo os atrevéis! —siseó—. ¿Esta es la célebre cortesía sarantina?
Ecodes, a decir verdad, no pudo evitar sentirse un intruso. La ramera oriental —en Sarantium siempre había unas cuantas de ellas, llegadas de todo el mundo conocido— resoplaba y maldecía, como si nunca antes le hubiera enseñado el trasero desnudo a un soldado. Había pasado al sarantino, con un marcado acento pero inteligible, e hizo varias afirmaciones tan explícitas como feroces sobre la madre de Ecodes, los callejones que había detrás de las cauponae y la procedencia del soldado.
—¡Cállate! —dijo el médico asestándole un vigoroso bofetón en sien, y la ramera cerró la boca y empezó a gimotear.
A veces las mujeres necesitan que les sacudan un poco el polvo, pensó Ecodes con aprobación. Obviamente eso era tan cierto en Bassania como en cualquier otro sitio, ¿y por qué no debería serlo?
—¿Qué estás haciendo aquí?
El doctor de canosa barba estaba intentando recuperar cierta dignidad. Ecodes, en su fuero interno, lo encontró bastante gracioso: no era fácil ser digno cuando te sorprendían debajo de una ramera lanzada al galope. ¡Basánidas! Ni siquiera eran la bastante hombres para tender a sus mujeres debajo de ellos, que era donde debían estar.
—Ecodes, Segundo Amoriano de infantería. Órdenes de registrar todas las casas de la ciudad. Buscamos a una fugitiva.
—¡Porque ninguno puede conseguir una mujer! ¡Todas huyen de vosotros! —Se carcajeó la ramera encogida junto al doctor, quedándose boquiabierta ante su propio ingenio.
—He oído hablar de la búsqueda —le dijo el basánida a Ecodes sin perder la compostura—. En la sede de los Azules, donde estaba tratando a un paciente.
—¿Scortius? —no pudo evitar preguntar Ecodes.
El doctor titubeó y acabó encogiéndose de hombros. «Eso no es asunto de mi incumbencia», parecía decir el gesto.
—Entre otros. Los soldados no se han andado con demasiados miramientos, como ya sabéis.
—Órdenes son órdenes —dijo Ecodes—. No quieren que haya problemas. ¿Cómo está… el auriga? —Aquel cotilleo era invalorable.
Nuevo titubeo y nuevo encogimiento de hombros por parte del doctor.
—Costillas rotas por segunda vez, una herida reabierta por desgarro, pérdida de sangre, puede que un pulmón anegado. Lo sabré por la mañana.
La ramera seguía lanzando miradas asesinas a Ecodes, aunque había cerrado su sucia boca. Tenía un cuerpo opulento y bastante bonito, al menos lo que había visto de él, pero su cabellera era un nido enredado y su voz aguda y chirriante, y no se la veía particularmente limpia. En lo que a Ecodes de Soriya concernía, cuando ibas con tus soldados acababas harto de barro y juramentos, y cuando ibas con una chica querías… otra cosa.
—¿Esta mujer es…?
El doctor se aclaró la garganta.
—Bueno, debéis comprender que mi familia se encuentra muy lejos de aquí. Y un hombre, incluso a mi edad…
Ecodes sonrió.
—No iré a Bassania a decírselo a vuestra esposa, si es que os referís a eso. Debo decir que aquí en Sarantium podríais haber encontrado algo mejor, ¿o tanto os excita oírles decir guarradas en vuestra propia lengua?
—Jódete, soldado —gruñó la mujer con aquel marcado acento—. Dado que no es probable que nadie más quiera hacerlo.
—Modales, modales —dijo Ecodes—. Estamos en la casa de un senador.
—Cierto —dijo el doctor—. Y últimamente los modales parecen escasear bastante. Tened la bondad de terminar lo que tengáis que hacer y marcharos. Confieso que no encuentro ni decoro ni diversión en este encuentro.
Estoy seguro de ello, cerdo basánida, pensó Ecodes. Y dijo:
—Comprendo, doctor. Obedezco órdenes, como estoy seguro de que entenderéis.
Tenía un ascenso que proteger. Aquel cerdo estaba viviendo allí y trataba a Scortius, lo cual quería decir que era importante.
Ecodes miró en torno. La habitación del piso de arriba, habitual para aquel barrio. La mejor estancia, con vistas al jardín. Fue a la ventana que daba al patio. Estaba oscuro. Ya habían mirado abajo. Fue a la puerta y lanzó una rápida mirada a la cama. Sus dos ocupantes se la devolvieron, erguidos el uno junto al otro y ahora ambos callados. La mujer había tirado de la sábana para taparse, ocultando la mayor parte de su cuerpo pero no su totalidad. Le dejaba ver un poquito, provocándolo incluso mientras lo insultaba. Rameras.
Se suponía que tenía que mirar debajo de las camas, claro, ya que eran los escondites más obvios. Pero también se suponía que un decurión (¿futuro centurión?) debía usar el cerebro y no perder el tiempo en tonterías. Había muchas casas que registrar antes del amanecer. Las órdenes no podían estar más claras: querían que la mujer fuese encontrada antes de la ceremonia que se celebraría mañana en el Hipódromo. Ecodes podía asegurar con razonable certeza que la mujer que era emperatriz de Sarantium aquella mañana no se encontraba debajo de la cama encima de la que habían estado meneándose aquellos dos basánidas.
—De la misma manera en que vos las estabais siguiendo —dijo, permitiéndose una sonrisa—. Continuad con lo vuestro.
Salió, cerrando la puerta. Priscus venía por el vestíbulo con dos hombres. Ecodes lo miró y Priscus meneó la cabeza.
—Una habitación que estaba ocupada, pero ya no lo está. Un paciente de alguna clase.
—Vámonos —dijo Ecodes—. Ya os lo contaré fuera. Joder, os aseguro que no lo vais a creer.
Aquella ramera basánida tenía una boca muy sucia pero las curvas de su trasero no estaban nada mal, pensó Ecodes mientras bajaba por la escalera seguido de Priscus, recordando la primera visión cuando había abierto la puerta. Se preguntó si más avanzada la noche habría alguna posibilidad de agenciarse una chica. No era probable. No para unos buenos soldados que estaban haciendo su trabajo.
Esperó a que sus hombres formaran en la antecámara junto a la puerta principal y se despidió del mayordomo con una cortés inclinación de la cabeza y hasta le dio las gracias. La casa de un senador. Cuando entraron les había dado su nombre.
—Oh —dijo, acordándose de un último detalle—. ¿A qué hora llegó aquí esa zorra basánida del piso de arriba?
El mayordomo pareció escandalizado.
—¡Qué lengua tan sucia, soldado! ¡La mera idea es repugnante! El basánida es un médico muy conocido y un… ¡un distinguido huésped del senador! —exclamó—. ¡Guárdate esos pensamientos impíos para ti mismo!
Ecodes parpadeó y se echó a reír. Bueno, bueno. Sí, aquel mayordomo era demasiado sensible. Eso revelaba algo, ¿verdad? ¿Chicos? Tomó nota de que debía informarse acerca del tal senador Bonosus. Se disponía a explicarse cuando vio que la mujer que estaba detrás del mayordomo le guiñaba el ojo, al tiempo que se llevaba un dedo a sus labios sonrientes.
Ecodes sonrió. Muy guapa, aquella chica. Y obviamente aquel mayordomo tan digno no estaba al corriente de todo lo que ocurría dentro de aquella casa.
—De acuerdo —dijo, mirando significativamente a la mujer. Quizá tendría ocasión de volver más tarde. No era probable, pero nunca se sabía. El mayordomo miró por encima del hombro a la joven, cuya expresión se volvió apropiada al tiempo que sus manos se entrelazaban sumisamente delante de la cintura. Ecodes volvió a sonreír. Mujeres. Nacidas para engañar, todas ellas. Pero aquella iba limpia, tal como le gustaban a Ecodes, y tenía un poquito de clase, no como la zorra oriental del piso de arriba.
—Olvídalo —le dijo al mayordomo—. Seguid con lo vuestro.
La noche transcurría, veloz como carros; tenían que encontrar a la mujer antes del alba. La recompensa era extravagantemente elevada. Aunque hubiese que dividirla entre diez (con una parte doble para el decurión, por supuesto), todos podrían retirarse a una vida de ocio en cuanto se hubieran licenciado. Tener sus propias sirvientas, o esposas; o ambas cosas, ya puestos. Si se entretenían allí, no habría muchas probabilidades de que nada de eso llegara a ocurrir. Sus hombres esperaban impacientemente en la calle. Ecodes se volvió y bajó los peldaños.
—Bien, muchachos. Vamos por la siguiente —dijo. El mayordomo cerró detrás de él dando un portazo.
Rustem se había sentido bastante avergonzado por la excitación que experimentó debajo de las sábanas cuando ella simuló hacer el amor al abrirse la puerta. No le había permitido cerrarla, y entonces entendió por qué: la habitación iba a ser registrada, y el plan siempre había sido que los soldados los sorprendieran en pleno acto, para que así él pudiera indignarse ante la intrusión. La voz de la emperatriz, un ronco gruñido que se convirtió rápidamente en un gimoteo nasal, le sorprendió casi tanto como pareció desconcertar al pequeño soldado que apareció en el umbral. Rustem, consciente de que su vida corría peligro, no tuvo que esforzarse demasiado para asumir una actitud de ira y hostilidad.
Alixiana había desmontado de su posición sobre él para taparse con las sábanas. Después le había disparado otra salva de invectivas al soldado y Rustem, inspirado tanto por el miedo como por cualquier otra cosa, la había abofeteado, asombrándose a sí mismo.
Ahora, mientras se cerraba la puerta, dejó transcurrir un momento espantosamente largo, oyó conversación fuera, después pasos en la escalera que crujía y finalmente murmuró:
—Lo siento. Ese golpe. Yo…
Acostada junto a él, ella ni siquiera lo miró.
—No. Estuvo muy bien hecho.
Él carraspeó.
—Ahora cerraría la puerta si esto fuera… real.
—Es lo bastante real —murmuró ella.
Sus últimas fuerzas parecían haberla abandonado. Rustem era consciente de su cuerpo desnudo junto al suyo, pero ya no con deseo. Al pensar en eso sintió una profunda vergüenza, y alguna otra emoción que se aproximaba inesperadamente a la pena. Se levantó y se puso la túnica, sin ninguna prenda interior. Después fue a la puerta y la cerró. Cuando se volvió, Alixiana estaba sentada en la cama con las sábanas envolviendo todo su cuerpo.
Rustem titubeó, perdido y sin ningún punto de referencia, y después fue a sentarse en el banquito que había junto al fuego.
Contempló las llamas y les añadió un tronco, manteniéndose ocupado con aquella actividad trivial.
—¿Cuándo aprendisteis basánida? —preguntó sin mirarla.
—¿Lo hice bien?
Él asintió.
—Yo no podría maldecir de esa manera.
—Claro que sí. —Su voz estaba desprovista de todo matiz—. Cuando era joven aprendí a hablar un poco vuestra lengua, sobre todo a maldecir. Y cuando tratábamos con embajadores, más adelante. Los hombres se sienten halagados cuando una mujer les habla en su propia lengua.
—¿Y la… voz? —Aquel tono de una temible arpía salida de alguna caupona del muelle.
—Fui actriz, doctor, ¿recuerdas? Algunos dicen que se parece mucho a hacer de ramera. ¿Estuve convincente como tal?
Esta vez la miró. Su mirada, vacía y distante, estaba clavada en la puerta.
Rustem no dijo nada. Tenía la sensación de que la noche se había vuelto tan profunda y oscura como un pozo de piedra. Aquel día había sido increíblemente largo, empezando con la huida de su paciente por la mañana y su propio deseo de ir a ver las carreras en el Hipódromo.
Para ella había empezado de otra manera.
Contempló con los ojos entornados a la figura demasiado inmóvil de la cama, y meneó la cabeza. Era médico, y ya había visto aquel aspecto antes.
—Mi señora, perdonadme, pero debéis llorar —dijo—. Debéis permitiros hacerlo. Lo aconsejo… profesionalmente.
Ella ni siquiera se movió.
—Todavía no —dijo—. No puedo.
—Sí, podéis —repuso Rustem—. El hombre al que amabais ha muerto. Fue asesinado. Se ha ido. Podéis, mi señora.
Finalmente ella se volvió a mirarle. La luz del fuego se reflejó en sus impecables pómulos, ensombreció el cabello cortado y las manchas de suciedad, y no pudo llegar a la oscuridad de aquellos ojos. Rustem sintió el impulso —tan raro para él como la lluvia en el desierto— de ir a la cama y abrazarla. Se abstuvo de hacerlo.
—Decimos que cuando Anahita llora por sus hijos —murmuró—, la clemencia entra en el mundo, los reinos de la luz y las tinieblas.
—No tengo hijos.
Tan sagaz. Custodiándose a sí misma con tal empeño.
—Sois hija suya —dijo él.
—No seré compadecida.
—Entonces permitios sentir pena, o deberé compadecer a la mujer que es incapaz de hacerlo.
Ella volvió a menear la cabeza.
—Soy una mala paciente, doctor. Lo siento. Ya que no por otra cosa, te debo obediencia por lo que acabas de hacer. Pero todavía no. Todavía… no. Quizá cuando… todo lo demás esté hecho.
—¿Adonde iréis? —preguntó él.
Una rápida sonrisa refleja, carente de significado, nacida del mero hábito del ingenio y procedente de un mundo perdido.
—Ahora sí me siento realmente herida —dijo—. ¿Mi médico ya se ha cansado de tenerme en su cama?
Él meneó la cabeza y la miró en silencio. Después se volvió hacia el fuego y se entretuvo ocupándose de él con movimientos tan viejos como todas las chimeneas, que cualquier hombre o mujer habría podido hacer en cualquier edad, que podían estar haciendo en aquel mismo instante en algún otro lugar del mundo. Se tomó su tiempo.
Y unos instantes después oyó un ronco jadeo ahogado, al que siguió otro. Con esfuerzo, Rustem continuó mirando las llamas, sin volver los ojos hacia la cama en la que la emperatriz de Sarantium lloraba en la noche, con sonidos rotos y desgarradores que él nunca había oído antes.
Duró mucho tiempo. Rustem mantuvo la mirada en el fuego, permitiendo así que ella tuviera al menos un esbozo de intimidad, de la misma manera en que antes habían simulado hacer el amor. Finalmente, después de haber añadido otro leño a las llamas, la oyó susurrar:
—¿Por qué esto es mejor, doctor? Dime por qué.
Él se volvió. A la luz del fuego vio las lágrimas brillando en su cara.
—Somos mortales, mi señora. Hijos de cualesquiera dioses o diosas que adoremos, pero sólo mortales. El alma debe inclinarse para poder seguir adelante.
Ella desvió la mirada, pero no hacia nada concreto, y tardó un rato en volver a hablar.
—¿E incluso Anahita llora? —preguntó finalmente—. ¿Porque si no lo hiciese los reinos no tendrían compasión?
Él asintió, conmovido. Una mujer como nunca había encontrado antes.
Ella se secó los ojos con el dorso de las manos, un gesto infantil. Volvió a mirarlo.
—Si estás en lo cierto, entonces esta noche me has salvado dos veces, ¿verdad?
Él no supo qué responder a eso.
—¿Sabes a cuánto asciende la recompensa que han ofrecido?
Él asintió. Los heraldos lo proclamaban por las calles desde primeras horas de la tarde, y Rustem llegó a la sede de los Azules antes de la puesta de sol. Mientras trataba a los heridos, la oyó anunciar.
—Lo único que has de hacer es abrir la puerta y gritar —dijo ella.
Rustem la miró, tratando de encontrar palabras. Se acarició la barba.
—Quizá me haya cansado de vos, pero no hasta tal punto —dijo, y vio que esta vez la sonrisa de ella rozaba fugazmente sus oscuros ojos.
—Gracias por decir eso —murmuró tras unos instantes—. Eres más de lo que tenía derecho a pedir en mis oraciones, doctor.
Él meneó la cabeza.
—Pero debes saber que tendrás que decir algo acerca de esto en Kabadh —dijo ella, su voz ahora un poco más firme—. Tendrás que darles algo.
Él la miró.
—¿Algo para…?
—Algunos resultados de tu misión aquí, doctor.
—No entiendo… Vine para obtener algunos…
—… conocimientos médicos de Occidente antes de ir a la corte. Lo sé. El gremio de médicos redactó un informe. Lo leí. Pero Shirvan nunca tiene una sola cuerda en el arco y tú no serás una excepción. Te habrá ordenado que mantengas los ojos bien abiertos, y serás juzgado según lo que hayas visto. Si regresas a su corte con las manos vacías proporcionarás armas a tus enemigos, y allí ya los tienes, doctor. Y te están esperando. Llegar a una corte para encontrarse con que algunas personas ya te odiaban antes de que llegaras es lo más fácil del mundo.
Rustem entrelazó las manos.
—No sé mucho acerca de esas cosas, mi señora.
Ella asintió.
—Te creo. —Lo miró y después, como tomando una decisión, murmuró—: ¿Nadie te ha dicho que Bassania ha cruzado la frontera por el norte, rompiendo la paz?
Nadie se lo había dicho. ¿Quién iba a decírselo, siendo como era un extranjero entre los occidentales? Un enemigo. Rustem tragó saliva y sintió un frío helado. Si empezaba una guerra y él aún estaba allí…
—¿Por qué? —susurró.
—¿Por qué lo sé?
Él asintió.
—Porque Petrus quería que Shirvan hiciera esto, y porque lo condujo hacia ello.
—¿P-por qué?
La expresión de la mujer volvió a cambiar. Aún había lágrimas, en sus mejillas.
—Porque él nunca tuvo menos de tres o cuatro cuerdas en su arco. Quería Batiara, pero también que Leontes aprendiera una lección acerca de las limitaciones, incluso la derrota, y dividir el ejército para tratar con Bassania era una forma de conseguirlo. Y los pagos a Oriente habrían cesado, naturalmente.
—¿Quería ser derrotado en Occidente?
—Claro que no. —La misma sonrisa tenue, casi indiscernible, esbozada a partir del recuerdo—. Pero hay formas de obtener más de una cosa, y a veces el cómo triunfas tiene mucha importancia.
Rustem meneó la cabeza.
—¿Y cuántas personas morirían para conseguir todo eso? ¿No es vanidad creer que podemos actuar igual que un dios? No somos dioses. El tiempo termina reclamándonos a todos.
—¿El Señor de Emperadores? —Ella lo miró—. Cierto, pero ¿acaso no hay maneras de ser recordado, doctor, de dejar una señal, sobre la piedra y no en el agua? ¿De haber… estado allí?
—No para la inmensa mayoría de nosotros, mi señora. —Y en el mismo instante en que lo decía se estaba acordando del maestro de cocina en la sede de los Azules: «Este muchacho era mi legado». Un grito surgido del corazón de aquel hombre.
Las manos y el cuerpo de Alixiana quedaban ocultos por las sábanas, y ella estaba tan inmóvil como una piedra.
—Te concedo que hay una media verdad en ello —dijo—. Pero no más que eso… ¿No tienes hijos, doctor?
Era extraño, porque el maestro de cocina le había preguntado lo mismo. Dos veces en una noche, hablar de lo que uno podía haber dejado atrás. Rustem hizo un signo contra el mal, dirigiéndolo hacia el fuego. Era consciente de lo extraña que había llegado a volverse aquella conversación, y aun así presentía que de alguna manera las preguntas apuntaban hacia el corazón de aquello en que se habían convertido ese día y esa noche.
—Pero ser recordado a través de otros, incluso de nuestros propios herederos, también es ser… recordado, aunque de manera equivocada, ¿verdad? —dijo—. ¿Qué niño conoce a su padre? ¿Quién decide cómo quedará constancia de nosotros, o si quedará?
Ella sonrió levemente, como si él la hubiera complacido con su sagacidad.
—Eso también es verdad. Quizá los cronistas, pintores, escultores e historiadores, quizá ellos sean los verdaderos señores de los emperadores, de todos nosotros, doctor. Es una idea a tomar en consideración.
Y aunque Rustem sintió un innegable placer al ver que había obtenido su aprobación, también tuvo un atisbo de cómo había sido aquella mujer, enjoyada encima de su trono, con cortesanos esforzándose por arrancarle aquel tono aprobatorio.
Bajó la mirada, nuevamente reducido a la humildad.
Cuando volvió a alzar los ojos, la expresión de ella había cambiado, como si un interludio hubiese terminado.
—¿Comprendes que ahora debes tener mucho cuidado? —preguntó—. Los basánidas no serán muy populares una vez esto se sepa. No te alejes de Bonosus. Él protegerá a un huésped. Pero entiende además otra cosa: cuando hayas vuelto a Kabadh, a Oriente, allí también podrían darte muerte.
Rustem la miró boquiabierto.
—¿Por qué?
—Porque no seguiste las órdenes.
Él parpadeó.
—¿Qué? ¿La… la reina de los antae? No pueden esperar que haya asesinado a una persona de sangre real tan deprisa y con tanta facilidad, ¿verdad?
Ella meneó la cabeza, implacable.
—No, pero pueden esperar que a estas alturas ya hayas muerto intentándolo, doctor. Recibiste instrucciones, ¿recuerdas?
Él no respondió. Una noche tan profunda como un pozo. ¿Cómo se las arreglaba uno para salir? Y ahora la voz de la emperatriz era la de alguien infinitamente versado en aquellos misterios de la corte y el poder.
—Esa carta encerraba un significado. Era una indicación explícita de que tu presencia como médico en Kabadh era menos importante para el Rey de Reyes que tus servicios como asesino, triunfante o no, en Sarantium. —Hizo una pausa—. ¿No habías pensado en eso, doctor?
No lo había hecho. Ni un solo instante. Era un médico de una aldea barrida por las arenas junto al desierto del sur. Conocía el curar y el dar a luz, las heridas y las cataratas, los movimientos de los intestinos. Rustem meneó la cabeza sin decir nada.
Alixiana de Sarantium, desnuda en la cama de Rustem, envuelta en una sábana como si fuera un sudario, murmuró:
—Este es el pequeño servicio que te presto, entonces. Algo en lo que meditar cuando yo me haya ido.
¿Ido de la habitación? Se estaba refiriendo a algo más que eso. Por muy profundo que pudiera parecerle el pozo de la noche a él, el de ella llegaba muchísimo más lejos. Y mientras pensaba aquello, Rustem de Kerakek encontró un valor e incluso una gracia que ignoraba poseer (había sido extraída de él, pensaría más tarde) y murmuró maliciosamente:
—De momento esta noche no lo estoy haciendo tan mal en lo que respecta a tener cuidado, ¿verdad?
Ella volvió a sonreír. Él siempre lo recordaría.
Entonces llamaron a la puerta. Cuatro veces rápidamente y dos más despacio. Rustem se levantó y recorrió la habitación con la mirada. No había ningún sitio en el que ella pudiera esconderse.
Pero Alixiana dijo:
—Será Elita. Todo va bien. Esperarán que venga aquí. Duerme contigo, ¿no? Me pregunto si le disgustará verme en esta cama.
Rustem cruzó la habitación y abrió la puerta. Elita entró a toda prisa y cerró la puerta. Lanzó una rápida y temerosa mirada a la cama y vio a Alixiana. Después se arrodilló delante de Rustem, le tomó una mano entre las suyas y se la besó. Acto seguido se volvió hacia la cama, todavía de rodillas, para mirar a la mujer sucia, desaliñada y de cabellos mal cortados sentada en el borde.
—Oh, mi señora —murmuró—. ¿Qué vamos a hacer?
Y cogiendo una daga de su cinturón, la dejó en el suelo.
Después lloró.
Llevaba mucho tiempo siendo una de las mujeres de máxima confianza de la emperatriz Alixiana. Encontraba cierto placer en el hecho de que aquello fuera, casi con toda seguridad, reprensible a los ojos de Jad y sus clérigos. Los mortales, especialmente las mujeres, no debían embriagarse con el pecado del orgullo.
Pero allí estaba.
Había sido la última persona despierta en la casa, habiéndose ofrecido a cuidar del fuego de abajo y apagar las lámparas antes de subir a la cama del doctor. Pasó un rato sentada en la sala a oscuras, sola, contemplando la blanca luz lunar que entraba por el ventanal. Oyó pasos en las otras habitaciones de la planta baja, y después oyó cómo cesaban a medida que los demás se iban a la cama. Nerviosamente, siguió sentada allí durante otro buen rato. Tenía que esperar, pero temía esperar demasiado. Al final cruzó el vestíbulo principal y abrió la puerta de un dormitorio.
Tenía preparada una excusa —una no demasiado buena—, por si se daba el caso de que él todavía estuviera despierto.
El mayordomo que administraba aquella casa para Plautus Bonosus era un hombre eficiente pero no especialmente listo. Aun así, antes de que se marcharan los soldados se había dicho algo; un malentendido que habría podido ser gracioso pero que no lo era, no con tantas cosas desesperadamente en juego. Un breve intercambio de palabras que podía resultar fatal, si el mayordomo reunía las piezas.
Se había ofrecido una recompensa enorme, incomprensiblemente grande, de hecho, que los heraldos se habían encargado de proclamar por toda la ciudad a lo largo de aquel día. ¿Y si el mayordomo despertaba durante la noche con un pensamiento cegador? ¿Y si un demonio o un dios acudía a él siendo portador de un sueño? ¿Y si bajo las lunas de la madrugada caía en la cuenta de que el soldado de la puerta no había llamado zorra al doctor de barba grisácea, sino que se estaba refiriendo a una mujer escondida en el piso de arriba? Una mujer. El mayordomo podía despertar, empezar a hacerse preguntas, sentir el lento lametón de la curiosidad y la codicia, levantarse de su cama en la casa oscura y bajar al vestíbulo con una lámpara. Abrir la puerta principal. Llamar a un guardia de la Prefectura Urbana, o a un soldado.
Era un riesgo.
Elita había entrado en su habitación, silenciosa como un fantasma, y lo había contemplado allí donde dormía tendido boca arriba. Había buscado una manera de endurecer su corazón.
A veces la lealtad, la auténtica lealtad, requería una muerte. La emperatriz (ella siempre la llamaría así) todavía se encontraba en la casa. No era una noche para correr riesgos. Podían culparla del asesinato del mayordomo, pero a veces la muerte requerida era la tuya.
—No he podido matarlo, mi señora. Lo intenté, entré para hacerlo, pero…
La joven lloraba. Rustem vio que la hoja de la daga que había en el suelo seguía limpia de sangre. Miró a Alixiana.
—Debería haber sabido que no habías nacido para empuñar las armas en las filas de los Excubitores —murmuró Alixiana, todavía envuelta en las sábanas, y sonrió tenuemente.
Elita levantó la vista y se mordió el labio inferior.
—Me parece que no necesitamos que muera, querida mía. Si este hombre despierta durante la noche teniendo una visión, y va a la puerta y un guardia… Bueno, entonces puedes atravesarlos con una espada.
—Mi señora. No tenemos…
—Ya lo sé, niña. Te estoy diciendo que no necesitamos asesinar para defendernos de esa posibilidad. Si este hombre fuera a reconsiderar esa conversación, a estas alturas ya lo habría hecho.
Rustem, que sabía unas cuantas cosas sobre el sueño y los sueños, no estaba tan seguro de ello, pero no dijo nada.
Alixiana lo miró.
—Doctor, ¿permitirás que dos mujeres compartan tu cama? Me temo que será menos excitante de lo que sugieren las palabras.
Rustem carraspeó.
—Debéis dormir, mi señora. Acostaos en la cama. Yo dormiré en una silla, y Elita puede disponer de una almohada junto al fuego.
—Tú también necesitas descansar, médico. Por la mañana las vidas de algunas personas dependerán de ti.
—Y haré cuanto pueda hacer. En mi vida he pasado noches sentado en una silla.
Era verdad. En sillas y lugares peores. Estaba muerto de cansancio. Podía ver que ella también lo estaba.
—Te estoy despojando de tu cama —murmuró ella mientras se acostaba—. No debería hacerlo.
Se quedó dormida en cuanto terminó la frase.
Rustem miró a la sirvienta que había estado a punto de asesinar por ella. Ninguno de los dos habló. Después él señaló una de las almohadas y ella la cogió, fue hasta el fuego y se acostó delante del hogar. Él miró la cama, se acercó y tapó a la mujer dormida con una manta, y acto seguido cogió otra y se la llevó a la joven acostada delante del fuego. Ella lo miró. Rustem la cubrió con la manta.
Volvió a la ventana. Miró fuera, y vio los árboles del jardín plateados por la luna blanca. Cerró la ventana y corrió las cortinas. La brisa había arreciado, y la noche era más fría. Se sentó en la silla.
Y entonces comprendió que tendría que volver a cambiar su vida, o lo que había pensado que iba a ser su vida.
Durmió. Cuando despertó, las dos mujeres se habían ido.
Una pálida claridad grisácea se filtraba por las cortinas. Rustem las descorrió y miró fuera. Ya casi era de día, pero no del todo, esa hora en suspenso que precede al amanecer. Llamaron a la puerta. Rustem comprendió que eso era lo que lo había despertado. Se volvió y vio que la puerta no estaba cerrada con llave, como de costumbre.
Se disponía a decir que entrasen cuando se acordó de dónde estaba.
Se apresuró a incorporarse. Elita había vuelto a poner su almohada y su manta en la cama. Rustem fue hasta ella y se deslizó debajo de las sábanas. Había un olor, tenue como un sueño que se disipa, de la mujer que se había ido.
—¿Sí? —dijo. No tenía idea de dónde se encontraba la emperatriz ahora, ni si de llegaría a saberlo alguna vez.
El mayordomo de Bonosus abrió la puerta, ya impecablemente vestido, compuesto y calmado como siempre, sus modales tan secos como un hueso. Rustem había visto un cuchillo en aquella habitación la noche pasada, destinado al corazón de aquel hombre mientras dormía. Así de cerca había estado de morir. Así de cerca lo había estado también Rustem, de una manera distinta, si un engaño no hubiera surtido efecto.
El mayordomo se detuvo en el umbral, las manos entrelazadas. Pero en sus ojos había una expresión extraña.
—Mis más sinceras disculpas, pero hay unas personas en la puerta, doctor. —Su voz era el discreto murmullo de un hombre acostumbrado a aquella clase de situaciones—. Dicen que son vuestra familia.
Rustem sólo se detuvo a coger una bata. Despeinado, sin afeitar y con los ojos todavía nublados por el sueño, pasó corriendo junto al sorprendido mayordomo, fue por el pasillo y bajó la escalera con una prisa inusual.
Los vio desde el primer rellano, allí donde la escalera se doblaba sobre sí misma, y se detuvo, mirando hacia abajo.
Su familia estaba en el vestíbulo principal. Katyun y Jarita, una visiblemente preocupada, la otra ocultando la misma aprensión. Issa en los brazos de su madre. Shaski esperaba un poco por delante de ellas. Miraba hacia arriba con los ojos muy abiertos, y en sus facciones había una expresión aterradoramente ensimismada que sólo cambió —Rustem lo vio— cuando su padre apareció en la escalera. Y en ese momento Rustem supo, con la mayor certeza, que Shaski era la única razón por la que los cuatro estaban allí, y esa revelación le dio de lleno en el corazón como nada lo había hecho nunca.
Bajó hasta la planta baja y se detuvo solemnemente delante del niño, con las manos entrelazadas en una postura muy parecida, de hecho, a la que había adoptado el mayordomo. Shaski alzó los ojos hacia él, su rostro tan blanco como una bandera de rendición, el delgado cuerpecito tan tenso como la cuerda de un arco. («Debemos inclinarnos, pequeño mío, debemos aprender a inclinarnos o nos rompemos».) Y dijo con voz temblorosa:
—Hola, papá. No podemos ir a casa, papá.
—Lo sé —murmuró Rustem.
Shaski se mordió el labio. Miró a su padre. Ojos enormes. No se había esperado aquello. Esperaba un castigo, muy probablemente. («Debemos aprender a ser más flexibles, pequeño mío».)
—O… o a Kabadh. No podemos ir ahí.
—Lo sé —volvió a decir Rustem.
Lo sabía. También entendía, después de lo que había sabido durante la noche, que Perun y la Dama habían intervenido en todo aquello más allá de cualquier posible medida de sus merecimientos. Algo le oprimió el pecho, una presión que necesitaba ser disipada. Se arrodilló en el suelo y abrió los brazos.
—Ven conmigo —dijo—. Todo va bien, pequeño. Todo irá bien.
Shaski emitió un sonido —un gimoteo, un lamento surgido del corazón— y corrió a reunirse con su padre, un pequeño fardo de fuerza consumida, para ser levantado y abrazado. Se echó a llorar, desesperadamente, como el niño que aún era, a pesar de todo lo demás que era y que llegaría a ser.
Estrechando al niño contra su pecho, levantándolo del suelo y negándose a soltarlo, Rustem se incorporó y envolvió a sus dos esposas y a su hijita en aquel abrazo, mientras llegaba la mañana.
Al parecer habían hablado con los consignatarios basánidas en la otra orilla, y uno de ellos sabía dónde se alojaba el médico Rustem. Sus escoltas, los dos soldados que habían venido con ellos desde Deápolis a bordo de un bote de pesca antes del alba (con otros dos quedándose en tierra), esperaban delante de la casa.
Rustem dio orden de que los dejaran entrar. Dado lo que sabía ahora, no era el mejor momento para que unos basánidas anduvieran por las calles de Sarantium. El doctor vio con asombro (pese a que a esas alturas ya creía haber llegado a un lugar situado más allá de toda sorpresa), que uno de ellos era Vinaszh, el comandante de la guarnición de Kerakek.
—¿Comandante? ¿Cómo es esto? —preguntó, haciéndosele extraño volver a hablar su propia lengua.
Vinaszh, con pantalones sarantinos y una túnica ceñida en vez de un uniforme, gracias a la Dama, sonrió levemente antes de responder: la expresión cansada pero satisfecha de un hombre que ha logrado poner fin a una difícil tarea.
—Vuestro hijo es un niño muy persuasivo —dijo.
Rustem seguía sosteniendo a Shaski. Los brazos del niño le rodeaban el cuello, y había apoyado la cabeza en el hombro de su padre. Había dejado de llorar. Rustem miró al mayordomo y dijo, en sarantino:
—¿Es posible ofrecer un refrigerio matinal a mi familia, y a estos hombres que los han escoltado?
—Por supuesto que sí —dijo Elita, antes de que el mayordomo pudiera responder. La joven le estaba sonriendo a Issa—. Yo me ocuparé de ello.
El mayordomo pareció irritarse brevemente al ver que la mujer se tomaba tales atribuciones. Rustem tuvo una súbita, vívida imagen de Elita inclinada sobre el cuerpo del hombre durante la noche, con un cuchillo en la mano.
—También me gustaría que se entregara un mensaje al senador, lo más pronto posible. Transmitiéndole mis respetos y solicitando me reciba más avanzada la mañana.
El mayordomo se puso muy serio.
—Hay una dificultad —dijo.
—¿En qué consiste?
—El senador y su familia no recibirán visitas hoy, ni durante los próximos días. Están de duelo. La dama Thenais ha muerto.
—¿Qué? ¡Ayer estuve con ella!
—Lo sé, doctor. Parece que fue a reunirse con el dios por la tarde, en su casa.
—¿Cómo? —preguntó Rustem, hondamente afectado, mientras advertía que Shaski se ponía tenso junto a él.
El mayordomo titubeó.
—Se me ha dado a entender que hubo… una herida autoinfligida.
Imágenes de nuevo. De aquel día que había sido ayer. Un oscuro espacio interior de techo muy alto dentro del Hipódromo, motas de polvo flotando a la deriva allí donde caía la luz, una mujer todavía más rígida que el mismo Rustem, encarándose con un auriga. Otro acero desenvainado.
«Debemos aprender a inclinarnos, o nos rompemos».
Rustem inspiró profundamente. Estaba pensando a toda velocidad. Bonosus no podía ser molestado en ese momento, pero la necesidad de obtener protección era real. El mayordomo tendría que hacer algunos arreglos para que pudieran disponer de guardias, o de lo contrarío…
Era una respuesta. Una respuesta obvia.
Miró al mayordomo.
—Me entristece profundamente saberlo. Era una mujer llena de dignidad y gracia. Ahora tendré que mandar otra clase de mensaje. Tened la bondad de enviar a alguien para que informe al líder en funciones de la facción Azul de que yo, mi familia y nuestros dos acompañantes pedimos que se nos permita entrar en su sede. Necesitaremos escolta, por supuesto.
—¿Nos dejáis, doctor?
La expresión del mayordomo era impecable. Anoche había faltado muy poco para que lo mataran mientras dormía. Nunca habría despertado. Alguien hubiese podido estar llamando a la puerta de su dormitorio ahora mismo, para descubrir su cadáver y empezar a gritar… El mundo era un lugar que el hombre nunca sería capaz de llegar a entender del todo. Había sido hecho de aquella manera.
—Creo que debemos irnos —dijo—. Parece que nuestros países podrían volver a estar en guerra. Sarantium será peligrosa para los basánidas, por muy inocentes que estos puedan ser. Si los Azules acceden a acogernos en su sede, podríamos defendernos mejor dentro de ella. —Miró al mayordomo—. Y nuestra presencia aquí supone un peligro para todos vosotros, naturalmente.
El mayordomo, pensador poco sutil, no había caído en ello. Se le notó en la cara.
—Haré que envíen vuestro mensaje.
—Decidles —añadió Rustem, poniendo a Shaski en el suelo y apoyando una mano en los hombros del niño— que naturalmente ofreceré mi asistencia profesional durante todo el tiempo que pueda prolongarse la estancia.
Miró a Vinaszh, el hombre que había puesto en movimiento todo aquello una tarde de invierno en la que el viento soplaba del desierto. Al parecer el comandante hablaba sarantino, ya que había estado siguiendo la conversación.
—Dejé a dos hombres en la otra orilla —murmuró.
—Volver con ellos podría ser peligroso para vos. Esperad y ved. He pedido que se os admita junto con nosotros. Ese lugar es una sede custodiada, y tienen razones para sentirse bien dispuestos hacia mí.
—Oigo. Comprendo.
—Pero también he pensado que no tengo derecho a actuar por vos. Me habéis traído a mi familia, que no tenía a nadie que cuidara de ella. Por muchas razones, ahora quiero que estén conmigo. Os debo más de lo que nunca podré pagaros, pero no conozco vuestros deseos. ¿Volveréis a casa? Quizá sea vuestro deber, pero aun así podría ser mucho pedir. ¿Habéis…? No sé si habréis oído hablar de una posible guerra en el norte.
—Anoche había rumores en la otra orilla. Obtuvimos ropas civiles, como veis. —Vinaszh titubeó. Se quitó la gorra de basta tela y se rascó la cabeza—. Yo… ya os he dicho que vuestro hijo se mostró muy persuasivo.
El mayordomo, oyéndolos hablar en basánida, les dio la espalda educadamente y llamó con un dedo a uno de los sirvientes más jóvenes: un mensajero.
Rustem miró al comandante.
—Es un niño muy poco corriente.
Seguía teniéndolo abrazado, sin permitir que se apartara de él. Katyun los miraba, volviendo la cabeza de un hombre a otro. Jarita se había secado las lágrimas y estaba haciendo callar al bebé.
Vinaszh seguía debatiéndose con algo. Carraspeó.
—Dijo que… Shaski dijo… Nos contó que se aproximaba un final. Para Kerakek. Incluso… para Kabadh.
—No podemos volver a casa, papá.
Shaski habló con voz firme y tranquila, en un tono impregnado por una certeza que podía dejarte helado a poco que pensaras en ella. «Perun te defienda, Anahita nos guarde a todos. Que Azal nunca sepa tu nombre».
Rustem miró a su hijo.
—¿Qué clase de final?
—No lo sé. —Al niño le disgustaba tener que admitirlo, eso era obvio—. Vendrá… del desierto.
Vendría del desierto. Rustem miró a Katyun. Ella se encogió de hombros, un pequeño gesto, uno que él conocía muy bien.
—Los niños tienen sueños —dijo, pero al punto meneó la cabeza. Eso era faltar a la verdad, una mera evasiva. Estaban allí con él debido a los sueños de Shaski, y anoche a Rustem se le había dicho, de manera muy explícita y por alguien que tenía que saber de lo que hablaba, que ir a Kabadh ahora probablemente significaría su muerte.
No había querido tratar de asesinar a alguien. Y las órdenes procedían del rey.
Vinaszh, hijo de Vinaszh, el comandante de la guarnición de Kerakek, dijo:
—Si vuestra intención es permanecer aquí, o ir a algún otro sitio, pido humildemente permiso para viajar con vosotros durante un tiempo. Nuestros caminos tal vez se separen más adelante, pero de momento os ofreceremos nuestra ayuda. Creo que… acepto lo que ve el niño. En el desierto ocurre que algunas personas tengan este… conocimiento.
Rustem tragó saliva.
—¿«Nuestra ayuda», decís? ¿Habláis por los otros tres?
—Comparten mis pensamientos acerca del chico. Hemos viajado con él. Se pueden ver cosas.
Así de sencillo.
Rustem todavía tenía la mano encima de los delgados hombros de Shaski.
—Vais a desertar del ejército. —Palabras muy duras, pero que era preciso emplear y sacar a la luz.
Vinaszh hizo una mueca. Después se irguió, su mirada franca y directa.
—He prometido licenciar a mis hombres de la manera apropiada, algo para lo que estoy autorizado en calidad de comandante suyo. Las cartas formales serán enviadas.
—¿Y en cuanto a vos?
No había nadie que pudiera escribir semejante carta para el comandante. Vinaszh tomó aliento.
—No volveré.
Miró a Shaski y sonrió levemente.
Una vida cambiada, cambiada por completo.
Rustem paseó la mirada por la habitación, contemplando a sus esposas, su hijita, el hombre que acababa de unir su suerte a las suyas, y en ese preciso instante —diría mucho tiempo después, cuando contara la historia— supo adonde irían.
«Ya había estado en el lejano Oriente —les diría a los invitados mientras bebieran vino en otra tierra—, así que me pregunté por qué no seguir viaje hasta el lejano Occidente».
Más allá de Batiara, mucho más allá de ella, había un país que aún estaba cobrando forma y definiéndose a sí mismo, una frontera, espacios abiertos con el mar en tres de sus lados, se decía. Un lugar donde podrían comenzar de nuevo y, entre otras cosas, tener ocasión de ver qué era Shaski.
En Esperana necesitarían médicos, ¿verdad?
Justo antes del mediodía fueron escoltados a través de la ciudad por las calles tranquilas, extrañamente silenciosas y calmadas, hasta la sede de los Azules. Siguiendo órdenes del factionarius Astorgus —puesto en libertad por la Prefectura Urbana aquella misma mañana—, media docena de hombres fueron enviados por los estrechos con una nota escrita por Vinaszh para traer a sus otros dos hombres de su posada en Deápolis.
A su llegada a la sede, después de que se les diera la bienvenida (respetuosamente) y se les asignaran habitaciones, y cuando ya se disponía a ir a ver a sus pacientes, Rustem supo de labios del pequeño maestro de cocina que había estado al mando anoche que la búsqueda de la emperatriz desaparecida había sido abandonada al amanecer.
Al parecer se habían producido nuevos cambios en el Recinto Imperial durante la noche.
A Shaski le gustaban los caballos. A la pequeña Issa también. Un sonriente mozo de cuadra con paja en los cabellos la llevó consigo mientras montaba a uno de ellos y los dos describieron un lento círculo por el patio, y las alegres risas de la pequeña llenaron la sede, haciendo sonreír a las personas mientras se disponían a atender sus tareas en un día que había amanecido muy soleado.