13

13

En la sede de los Azules había un inusual ambiente de miedo. Era como si todos fueran caballos aún no domados, sudorosos y temblando de aprensión.

Scortius no era el único herido. Miembros de la facción habían entrado en la sede a lo largo de toda la tarde con heridas leves o mortales. El caos era considerable. Los heridos eran atendidos por Ampliarus, el nuevo médico de pálidos rasgos de la facción, y por Columella, en realidad su médico para los caballos pero inspiraba más confianza a la mayoría que Ampliarus. También había un médico basánida de barba canosa al que nadie conocía, pero que al parecer había tratado a Scortius durante la ausencia de este. Un misterio, pero no había tiempo para descifrarlo.

Detrás de las puertas iluminadas por el ocaso seguían oyéndose ruidos de carreras y hombres que gritaban, el rítmico paso de formaciones de soldados en marcha, entrechocar de metales, cascos de caballos y algún que otro alarido. Quienes estaban dentro habían recibido órdenes ferozmente estrictas de no salir de la sede.

Contribuyendo a la preocupación general estaba el hecho de que pese a lo tardío de la hora —el cielo ya se había teñido de escarlata por el oeste—, Astorgus aún no había regresado.

Los hombres del prefecto urbano se lo habían llevado consigo para interrogarlo en cuanto empezaron los disturbios. Y todos sabían qué podía ocurrirles a los hombres interrogados en aquel edificio sin ventanas al otro extremo del Hipódromo.

Cuando el factionarius estaba ausente, el control de la sede normalmente recaía en Columella, pero ahora tenía más que suficiente con atender a los heridos. En vez de él fue el pequeño y orondo maestro de cocina, Strumosus, quien impuso su autoridad, dando órdenes rápidas y serenas, organizando el suministro de paños y sábanas limpias para los heridos, enviando a todos los ilesos —pinches, sirvientes, malabaristas, bailarinas, mozos de cuadra— a ayudar a los tres doctores al tiempo que apostaba guardias adicionales en las puertas de la sede. Sus órdenes fueron obedecidas. Había una auténtica necesidad de crear una atmósfera de control.

Strumosus tenía a su gente —ayudantes de cocina, pinches y auxiliares— muy ocupados preparando sopas, carnes asadas y verduras hervidas, o llevando vino rebajado con agua a los heridos y los que habían perdido el control de sí mismos. En momentos así los hombres y mujeres necesitaban comida, les dijo Strumosus en la cocina, asombrosamente sereno y dueño de sí mismo para ser un hombre tan volátil. Tanto el alimento como la ilusión de normalidad tenían un papel, observó, como si estuviera impartiendo una charla una apacible tarde.

Eso era verdad, pensó Kyros. El acto de preparar comida surtía un efecto tranquilizador. Sintió cómo su propio miedo iba disipándose bajo la rutina cotidiana y mecánica de seleccionar, cortar y trinchar verduras para su sopa, añadir especias y sal, probar y rectificar, consciente de que los demás también estaban ocupados en sus labores culinarias alrededor de él.

Uno casi podía suponer que era un día de banquete, con todos absortos en el usual ajetreo de la preparación.

Casi, pero no del todo. Oían los gritos de ira y dolor de los heridos cuando eran entrados por las puertas del patio procedentes de las calles enloquecidas. Kyros ya había oído los nombres de una docena de conocidos que hoy habían muerto en el Hipódromo o sus alrededores.

Rasic, en su lugar de trabajo junto a Kyros, no paraba de maldecir mientras trinchaba con furia, tratando a las cebollas y las patatas como si fueran militares o miembros de los Verdes. Había estado en las carreras por la mañana, pero no se encontraba en el Hipódromo cuando la violencia estalló por la tarde: los trabajadores de la cocina que sacaron las pajas de la suerte y a los que se había permitido asistir a las primeras carreras recibieron órdenes de volver antes de la última carrera de la mañana, para ayudar a preparar el almuerzo.

Kyros intentó no prestar atención a su amigo. Su corazón estaba lleno de pena y de miedo, no de furia. Fuera reinaba la violencia. Muchos estaban siendo gravemente heridos o abatidos. Estaban preocupados por sus padres, por Scortius y Astorgus.

Y el emperador había muerto.

El emperador había muerto. Kyros era un niño cuando murió Apius, y apenas más que eso cuando el primer Valerius fue a reunirse con el dios. Y los dos habían dejado el mundo en sus camas, en paz. Hoy se hablaba de un vil crimen, del asesinato del ungido de Jad, el regente del dios sobre la faz de la tierra.

Esa era la sombra que se cernía sobre todo, pensó Kyros, como un fantasma entrevisto por el rabillo del ojo, flotando sobre una columnata o la cúpula de una capilla, cambiando el ángulo de los rayos de sol para definir el día y la noche que vendría.

Al anochecer encendieron antorchas y lámparas. La sede cobró el aspecto alterado de un campamento nocturno junto a un campo de batalla. Los barracones ya estaban llenos de heridos, y Strumosus había ordenado que las mesas del comedor fueran cubiertas con sábanas y usadas como lechos improvisados. El maestro de cocina estaba en todas partes, moviéndose rápidamente, resolviendo problemas con expresión impasible.

Pasando por la cocina, se detuvo y miró en torno a él. Llamó con un gesto a Kyros, Rasic y dos de los demás.

—Tomaros un descanso —les dijo—. Comed algo, o acostaros o estirad las piernas. Lo que os apetezca.

Kyros se secó el sudor de la frente. Llevaban trabajando casi sin pausa desde el almuerzo y ya era noche cerrada.

No tenía ganas de comer o acostarse. Rasic tampoco. Salieron de la calurosa cocina al frío patio iluminado por antorchas. Kyros notó el frío, lo cual era raro en él. Deseó haberse puesto una capa encima de su túnica sudada. Rasic quería ir a las puertas, así que fueron allí, Kyros arrastrando su pie deforme al tiempo que intentaba mantener el paso de su amigo. Las estrellas eran visibles en lo alto. Ninguna de las lunas había salido todavía. Fuera todo estaba en silencio. Nadie gritaba, nadie era llevado en voladas o pasaba corriendo con destino a los barracones o el comedor para hacerle algún encargo a los médicos.

Llegaron a las puertas y los guardias apostados. Aquellos hombres estaban armados con lanzas, espadas y corazas. Llevaban cascos, como si fueran soldados. Las armas y las corazas estaban prohibidas a los ciudadanos, pero las sedes de facción tenían sus propias leyes y estaban autorizadas a defenderse.

Allí también reinaba el silencio. Contemplaron la oscura calzada a través de las puertas de hierro. Había movimientos ocasionales en la calle: sonidos lejanos, una voz solitaria que llamaba a alguien, una antorcha sostenida en alto pasando por el comienzo de la calle. Rasic preguntó por las últimas noticias. Uno de los guardias dijo que el Senado estaba reunido en sesión urgente.

—¿Para qué? —gruñó Rasic—. Pandilla de cabrones inútiles. ¿Es que van a votarse otra ración de vino y muchachos karchitas?

—Van a votar a un emperador —dijo el guardia—. Si no tienes sesos, pinche de cocina, mantén la boca cerrada para que no se te note.

—Que te jodan —masculló Rasic.

—Calla, Rasic —se apresuró a terciar Kyros—. Está nervioso —explicó a los guardias.

—Todos lo estamos —repuso secamente el hombre. Kyros no lo conocía.

Oyeron pasos detrás de ellos y se volvieron. A la luz de las antorchas de los muros Kyros reconoció a un auriga.

—¡Taras! —exclamó otro guardia, y había respeto en su voz.

La noticia también había llegado a las cocinas: Taras, su nuevo auriga, había ganado la primera carrera de la tarde, trabajando en equipo con el milagrosamente regresado Scortius. Habían llegado primeros, segundos, terceros y cuartos, borrando los triunfos de los Verdes en la última sesión y durante la mañana.

Y después la violencia había estallado.

El joven auriga los saludó con una inclinación de la cabeza y se detuvo junto a Kyros enfrente de las puertas.

—¿Qué se sabe del factionarius? —preguntó.

—Todavía nada —dijo un tercer guardia, y escupió hacia algún punto de la oscuridad más allá de la luz de las lámparas—. Esos cabrones del prefecto urbano no abren la boca, ni siquiera cuando vienen por aquí.

—Probablemente no sepan nada —dijo Kyros.

Una antorcha crepitó proyectando un estallido de chispas, y Kyros desvió la mirada. Tenía la impresión de ser siempre el que intentaba ser razonable entre hombres que no tenían motivo para serlo. Se preguntó cómo sería correr por las calles empuñando una espada y soltando gritos de furia. Meneó la cabeza. Una persona distinta, una vida distinta. Un pie distinto, también.

—¿Cómo se encuentra Scortius? —preguntó mirando al otro auriga. Taras tenía un corte en la frente y una fea moradura en la mejilla.

Taras meneó la cabeza.

—Me han dicho que ahora duerme. Le dieron algo para hacerle dormir. Las costillas que se rompió antes le dolían mucho.

—¿Morirá? —preguntó Rasic. Kyros se apresuró a hacer el signo del disco solar en la oscuridad, y vio que dos guardias también lo hacían.

Taras se encogió de hombros.

—No lo saben, o no lo dicen. El doctor basánida está muy enfadado.

—Que lo jodan —dijo Rasic, predeciblemente—. ¿Quién es ese tipo?

Entonces se oyó un súbito estrépito detrás de las puertas, acompañado por una orden seca. Todos se volvieron hacia la senda para mirar.

—Más de los nuestros que vuelven —dijo el primer guardia—. Abrid las puertas.

Kyros vio un grupo de hombres, quizá una docena, conducidos senda abajo por los soldados sin demasiados miramientos. Uno de ellos no podía andar y dos lo sostenían. Los soldados llevaban las espadas desenvainadas y daban prisa a los Azules. Kyros vio cómo uno alzaba su acero y golpeaba con el canto de la hoja a un hombre que se tambaleaba, al tiempo que maldecía con acento del norte.

Las puertas se abrieron. Antorchas y lámparas parpadearon con el movimiento. El hombre que había sido golpeado tropezó y se desplomó sobre los adoquines de la senda. El soldado soltó otro juramento y lo azuzó con la punta de su espada.

—¡Levanta, montón de estiércol!

El hombre se las arregló para hincar una rodilla en el suelo mientras los demás se apresuraban a entrar por las puertas. Kyros, sin pararse a pensar, salió cojeando y se arrodilló junto al caído.

Pasó el brazo derecho del hombre por encima de sus hombros. Había olor a sangre, sudor y orina. Kyros se levantó, trastabillando y balanceándose, y logró sostener al hombre. Con la oscuridad no tenía idea de quién era, pero era un Azul, todos lo eran, y estaba herido.

—¡Muévete, pie torcido! A menos que quieras acabar con una espada metida en el culo —dijo el soldado. Alguien rio.

Tienen órdenes, sé dijo Kyros. Ha habido disturbios. El emperador ha muerto. Ellos también están asustados.

Los diez pasos que los separaban de las puertas de la sede parecían un trayecto muy largo. Vio que Rasic corría a ayudarle. El muchacho fue a pasar el brazo del hombre por sus hombros, pero el movimiento arrancó un grito de agonía al herido y se dieron cuenta de que tenía una herida de espada en ese brazo.

—¡Cabrones! —rugió Rasic, encarándose con los soldados—. ¡No va armado! ¡Enculadores de chivos! ¡No teníais por qué…!

El soldado más próximo, el que se había reído, se volvió hacia Rasic y —esta vez sin ninguna expresión— alzó su espada. Un movimiento mecánico, preciso, como el de algo que no fuera humano.

—¡No! —gritó Kyros al tiempo que, con una violenta contorsión y sin dejar de sostener al herido, trataba de sujetar a Rasic con su mano libre. El peso y la excesiva rapidez del movimiento lo hicieron trastabillar, y se inclinó hacia un lado para no perder el equilibrio.

Y fue en ese momento, un rato después de que hubiera anochecido el día en que murió el emperador Valerius II, cuando Kyros de los Azules, nacido en el Hipódromo, que ciertamente nunca se había considerado uno de los preferidos de Jad y nunca había visto de cerca al sacratísimo regente del dios sobre la tierra, el tres veces ensalzado pastor de su pueblo, también sintió cómo algo blanco y desgarrador se hundía en su espalda. Entonces cayó, como había caído Valerius, y él también tuvo tiempo de pensar fugazmente en tantas cosas aún deseadas y todavía no alcanzadas.

Esto puede ser compartido, aunque nada más lo sea.

Taras, maldiciéndose por haber reaccionado demasiado tarde y ser tan lento de reflejos, salió por las puertas y pasó junto a los guardias, que habrían sido abatidos si hubieran entrado en la senda llevando armas.

El hombre llamado Rasic estaba inmóvil como una estatua, la boca abierta y los ojos fijos en su amigo caído. Taras lo agarró por los hombros y casi lo arrojó hacia las puertas y los guardias antes de que él, también, pudiera ser abatido. Después se arrodilló, alzando las manos en un rápido gesto conciliador dirigido a los soldados, y cogió en brazos al hombre al que Kyros había intentado ayudar. El herido volvió a gritar, pero Taras apretó los dientes y lo arrastró hasta las puertas. Se lo entregó a los guardias y se volvió nuevamente hacia la senda. Iba a regresar a ella, pero algo lo detuvo.

Kyros yacía boca abajo sobre los adoquines y no se movía. La sangre, negra entre las sombras, manaba de la herida de espada en su espalda.

El soldado que lo había acuchillado contempló el cuerpo con indiferencia desde la senda y después miró más allá de las puertas al acobardado grupo de Azules inmóvil bajo la temblorosa luz de las antorchas.

—Ese montón de estiércol cometió un error —dijo jovialmente—. Da igual. Aprended la lección. La gente no le habla así a los soldados. Si lo hace, alguien muere.

—¡Entra aquí… y di eso, puto… pastor enculador de… chivos! ¡Azules! ¡Azules! —gritó Rasic, sollozando al tiempo que balbuceaba obscenidades, los rasgos borrosos y distorsionados.

El soldado dio un pesado paso adelante.

—¡No! —dijo otro de ellos, con el mismo marcado acento y autoridad en la palabra—. ¡Órdenes! Dentro no. Vámonos.

Rasic seguía llorando, pidiendo ayuda mientras espetaba un torrente de juramentos hijos de la furia impotente. Taras sentía deseos de imitarlo, de hecho. Mientras los soldados se volvían para marcharse, uno de ellos, pasando por encima del cuerpo caído del ayudante de cocina al que habían dado muerte, oyó pasos. Más antorchas aparecieron en la sede detrás de ellos.

—¿Qué es esto? ¿Qué ha ocurrido aquí?

Era Strumosus, acompañado por el doctor basánida y unos hombres con luces.

—Otra docena de los nuestros traídos de vuelta —dijo un guardia—. Al menos dos de ellos malheridos, probablemente por los soldados. Y acaban de…

—¡Es Kyros! —gritó Rasic, cogiendo de la manga al maestro de cocina—. ¡Strumosus, mira! ¡Han matado a Kyros!

—¿Qué? —Taras vio cambiar la expresión del hombrecillo—. ¡Vosotros, quietos! —gritó y los soldados, asombrosamente, se volvieron en la senda—. ¡Traed luz! —ordenó Strumosus por encima del hombro y salió por las puertas. Taras titubeó un momento y después lo siguió, deteniéndose a cierta distancia detrás de él—. ¡Sucia carroña hija de mala madre! ¡Quiero el nombre y el rango de vuestro superior! —dijo el pequeño maestro de cocina—. ¡Dímelo!

—¿Quién eres tú para dar órdenes a…?

—Hablo por la facción acreditada de los Azules y estáis en nuestra senda delante de las puertas de nuestra sede, asquerosa alimaña. Hay normas para esta clase de cosas, y las ha habido durante cien años y más. Quiero tu nombre, suponiendo que seas el saco de pústulas al que obedecen estos cerdos borrachos que deshonran a nuestro ejército.

—Hablas demasiado, gordo hombrecillo —dijo el soldado. Y, riendo, se dio la vuelta y se fue sin mirar atrás.

—Rasic, Taras, ¿les reconoceréis?

Strumosus se había puesto rígido y apretaba los puños.

—Creo que sí —dijo Taras. Guardaba el recuerdo de haberse arrodillado para hacerse cargo del herido y haber mirado el rostro del soldado que había acuchillado a Kyros.

—Entonces responderán de esto. Esta noche esas asquerosas bestias ignorantes han matado a un prodigio.

El doctor dio un paso adelante.

—¿Y eso es peor que matar a un hombre corriente? ¿O a un centenar de ellos? —La voz marcada por un fuerte acento apenas era un susurro, revelando con ello el agotamiento del basánida—. ¿Por qué un prodigio?

—Se estaba convirtiendo en un auténtico cocinero —dijo Strumosus—. Un maestro.

—Ah. ¿Un maestro? Parece joven para eso —dijo el doctor, bajando la mirada hacia Kyros.

—¿Nunca habéis visto cómo el resplandor del don se muestra a sí mismo cuando es joven? ¿Acaso vos mismo no sois joven, pese a todo ese falso teñirte los cabellos y ese ridículo bastón?

Entonces Taras vio que el doctor levantaba la vista y, a la luz de las antorchas y linternas, percibió la presencia de algo —¿un recuerdo?— en el rostro del basánida.

Pero el hombre no dijo nada. Tenía la ropa ensangrentada y una mancha en una mejilla. En ese momento no parecía joven.

—Este muchacho era mi legado —prosiguió Strumosus—. No tengo hijos, no tengo herederos. A su debido tiempo él me habría… superado. Habría sido recordado.

El doctor volvió a titubear, bajó nuevamente la mirada hacia el cuerpo y acabó suspirando.

—Puede que aún lo sea —murmuró—. ¿Quién ha decidido que estaba muerto? Si lo dejáis tirado encima de las piedras no sobrevivirá, pero Columella debería poder limpiar la herida y taponarla: ha visto cómo lo hago. Y sabe coserla. Una vez hecho eso…

—¡Está vivo! —gritó Rasic y, avanzando presurosamente, se arrodilló junto a Kyros.

—¡Cuidado! —masculló el doctor—. Traed una tabla y ponedlo encima. Y hagáis lo que hagáis, no dejéis que ese idiota de Ampliarus lo sangre. Si lo sugiere, echadlo de la habitación. Llevádselo a Columella. Y ahora, ¿dónde está mi escolta? —preguntó volviéndose hacia Strumosus—. Quiero ir a casa. Me encuentro muy cansado —añadió, apoyándose en su bastón.

El maestro de cocina lo miró.

—Un paciente más. Este. Por favor. Ya os he dicho que no tengo hijos. Creo que él… creo que… ¿No tenéis hijos? ¿Entendéis lo que os digo?

—Aquí hay médicos. Ninguna de las personas a las que he atendido hoy era mi paciente. No debería haber venido ni siquiera por el auriga. Si las personas insisten en cometer locuras…

—Lo único que están haciendo con ello es ser tal como las ha hecho el dios, o Perun y la Dama. El que este muchacho muera sería un triunfo para Azal, doctor. Quedaos.

»Honrad vuestra profesión.

—Columella…

—… es el médico de nuestros caballos.

El basánida lo miró en silencio durante un momento interminable y después meneó la cabeza.

—Me prometieron una escolta. Esta no es la medicina que practico, ni la manera en que vivo mi vida.

—Ninguno de nosotros vive su vida así porque lo haya elegido —dijo Strumosus, con un tono que nadie le había oído nunca—. ¿Quién elige la violencia en la oscuridad?

Hubo un silencio. El rostro del basánida no mostró expresión alguna. Strumosus lo contempló en silencio. Cuando volvió a hablar, su voz apenas era un susurro.

—Si estáis decidido no os retendremos, por supuesto. Lamento la descortesía con que os he hablado antes. Los Azules de Sarantium agradecen vuestra ayuda aquí, hoy y esta noche. No os iréis sin una escolta. —Miró por encima del hombro—. Dos de vosotros iréis calle abajo con antorchas. No salgáis de la senda. Llamad a los hombres del prefecto urbano, que no andarán lejos. Ellos llevarán al doctor a su casa. Rasic, entra en la sede y trae a cuatro hombres y una de las planchas que usamos como mesas. Dile a Columella que se prepare para atendernos.

El friso se rompió cuando los hombres empezaron a moverse siguiendo sus instrucciones. El doctor les dio la espalda a todos y se quedó inmóvil, contemplando la calle. Su postura indicó a Taras lo exhausto que estaba. El bastón ya no parecía una mera afectación, sino algo necesario. Taras conocía esa sensación: el final de un día de carreras, cuando el simple acto de salir de las arenas y andar por el túnel hasta llegar a los vestuarios parecía requerir más fuerza de la que le quedaba.

Su mirada también fue más allá del basánida para escrutar la calle. Y en ese instante vio pasar una suntuosa litera por el comienzo de su senda: una aparición, una asombrosa evocación de gracia y belleza doradas en una noche horrible. Los dos mensajeros de las antorchas ya habían llegado al final de la senda; la litera fue iluminada con un breve resplandor dorado y después siguió su camino y se perdió de vista, dirigiéndose hacia el Hipódromo, el Recinto Imperial, el Gran Santuario, una imagen irreal, rauda como el soñar, un objeto salido de otro mundo. Taras parpadeó y tragó saliva.

Los dos mensajeros empezaron a llamar a los hombres del prefecto urbano. Aquella noche había guardias por todas las calles. Volvió a mirar al médico oriental y de pronto —incongruentemente— se le presentó una imagen de su madre, un recuerdo de su propia infancia. Una visión de ella inmóvil en la misma postura delante del fuego de cocinar, después de haberle negado el permiso para volver a salir e ir a los establos o al hipódromo de casa (para ver nacer un potrillo, domar un corcel acostumbrándolo a los arneses y el carro, o cualquier cosa relacionada con los caballos) y entonces, haciendo una profunda inspiración y respondiendo al amor, a la indulgencia, a alguna comprensión de la que el muchacho apenas empezaba a ser consciente, volviéndose hacia su hijo y cambiando de parecer, decirle: «Está bien. Pero antes toma un poco de elixir, porque ya hace frío, y ponte la capa de abrigo…»

El basánida respiró profundamente. Se volvió. En la oscuridad Taras pensó en su madre, muy lejos, hacía mucho tiempo. El doctor miró a Strumosus.

—Muy bien —murmuró—. Un paciente más. Porque yo también soy idiota. Aseguraos de que lo acuestan sobre la tabla boca abajo.

El corazón de Taras latía con fuerza. Vio cómo Strumosus miraba al doctor sin decir nada. La luz de las antorchas temblaba erráticamente. Ahora había ruidos en la noche, delante de ellos y por detrás conforme Rasic venía con la ayuda pedida. Un viento frío esparció humo de antorcha entre los dos hombres.

—Tenéis un hijo, ¿verdad? —preguntó Strumosus de Amoria en voz tan baja que Taras apenas le oyó.

—Lo tengo —dijo el basánida pasados unos instantes.

Los porteadores llegaron en ese momento, corriendo detrás de Rasic con una tabla del comedor. Pusieron a Kyros encima de ella siguiendo las instrucciones recibidas, y después todos fueron dentro. El basánida se detuvo en las puertas y cruzó el umbral con el pie izquierdo por delante.

Taras lo siguió, el último en irse, todavía pensando en su madre, que también tenía un hijo.

Tenía la sensación de que gran parte de su vida en aquella ciudad a la que llamaban el centro del mundo había transcurrido delante de ventanas, en una habitación u otra por encima de las calles, mirando hacia fuera, observando sin hacer nada. Eso no tenía por qué ser malo, pensó Kasia —las cosas que había hecho en la posada, las labores de las que había tenido que encargarse en casa (especialmente después de que los hombres hubieran muerto) no tenían nada de deseables—, pero aun así, de vez en cuando seguía teniendo la extraña sensación de que allí, en el corazón de donde se suponía que el mundo seguía su curso, ella no era más que una espectadora, como si todo Sarantium fuese una especie de teatro o hipódromo y ella estuviera sentada en su asiento, mirando hacia abajo.

Por otra parte, ¿qué clase de papel activo había allí para que una mujer lo interpretara? Y no se podía decir que tuviera el menor deseo de estar en las calles en aquel momento. Había tantísimo ajetreo en la ciudad, tan poca calma, tantas personas a las que una no conocía de nada. No era de extrañar que la gente se pusiera nerviosa: ¿qué había allí para hacer que se sintieran seguros o a salvo? Si el emperador era su padre, ¿cómo no se volverían peligrosamente incontrolables cuando dicho emperador era asesinado? En su ventana Kasia decidió que sería bueno tener un niño, una casa llena de ellos, y pronto. Una familia podía ser algo que te defendiera del mundo, de la misma manera en que tú la defendías a ella.

Ya estaba oscuro, con las estrellas en lo alto entre las casas, antorchas abajo, soldados que iban de un lado a otro gritando y dando voces. La luna blanca había asomado detrás de la casa: incluso en la ciudad Kasia conocía las fases de la luna. La violencia del día ya había quedado básicamente atrás. Las tabernas habían sido cerradas, y a las rameras se les había ordenado dejar las calles. Se preguntó dónde irían los mendigos y los que no tenían casa. Y se preguntó cuándo volvería Carullus a casa. Siguió mirando: no había encendido ninguna lámpara y no podía ser vista desde abajo.

No estaba tan asustada como había pensado que estaría. El transcurso del tiempo siempre producía ese efecto. Uno podía acostumbrarse a muchas cosas, si se daba el tiempo suficiente: multitudes, soldados, olores y ruidos, el caos de la ciudad, la ausencia de cualquier cosa que fuese verde y tranquilo, a menos que se contara el silencio en las capillas a ciertas horas del día, y a ella no le gustaban las capillas de Jad.

Todavía la asombraba que las gentes de allí pudieran ver las bolas de fuego que aparecían por la noche, rodando y destellando a lo largo de las calles —significando con ello que existían poderes ajenos al ámbito del dios jadita—, e ignorarlas por completo. Como si algo que no podía ser explicado no debiera ser reconocido. No existía. La gente hablaba con toda libertad de fantasmas y espíritus, y Kasia sabía que muchas personas usaban magias paganas para invocar hechizos, dijeran lo que dijesen los clérigos, pero nadie hablaba de las llamas que se veían en las calles por la noche.

Kasia las contempló desde su ventana y se dedicó a contarlas. Más que de costumbre. Escuchó a los soldados de abajo. Antes los había visto entrar en las casas de la calle y había oído las llamadas a las puertas. Carullus se había puesto muy nervioso. Amaba a Leontes, y este iba a ser el nuevo emperador. Eso significaba cosas buenas para ellos, le había dicho al pasar por casa un momento poco antes de que se pusiera el sol. Ella le había sonreído. Él la besó y se fue de nuevo. Estaban buscando a alguien. Kasia sabía a quién.

De eso ya hacía algún tiempo. Ahora, en su ventana en la oscuridad, Kasia esperaba y miraba…, y de pronto vio algo total mente inesperado. Pasando por su tranquila calle en la que siempre había muy poco tráfico Kasia vio, como Taras de los Azules unos momentos antes, surgir de la oscuridad una litera dorada. Una especie de visión, como las bolas de fuego, algo incongruente con el resto de la noche.

No tenía idea de quién podía ir en ella, naturalmente; pero sabía que se suponía que no debían estar allí, y además sabía que ellos también lo sabían. No había sirvientes corriendo con antorchas, como a buen seguro hubiese debido haberlos: quienesquiera que fuesen, aquellas personas intentaban no ser vistas. Kasia siguió mirando hasta que los porteadores llegaron al final de la calle y se perdieron de vista.

Por la mañana pensó que quizá se hubiera quedado dormida delante de la ventana y hubiese soñado lo que vio, algo dorado que pasaba por debajo de ella en una oscuridad de soldados, juramentos y puños que llamaban a las puertas, pues ¿cómo podía haber sabido que era dorado, sin luz?

El augusto e iluminado, el bendito y reverenciado Patriarca Oriental del sacratísimo Jad del Sol, Zakarios, también había estado despierto, y aquejado por cierta inquietud del cuerpo y el espíritu, en su cámara del Palacio Patriarcal a aquella misma y tardía hora de la noche.

La residencia patriarcal estaba ubicada fuera del Recinto Imperial, justo detrás del emplazamiento del Gran Santuario, tanto el antiguo que había sido incendiado como el mucho más grande que ahora se alzaba en su lugar. Saranios el Grande, que había fundado aquella ciudad, pensó que sería útil que pudiera verse que los clérigos estaban separados de los dignatarios del palacio.

En años posteriores hubo quienes discreparon de esa opinión y desearon tener más estrictamente controlados a los Patriarcas, pero Valerius II no había figurado entre ellos, y Zakarios, después de haber vuelto de contemplar el cuerpo del emperador allí donde yacía expuesto en el Salón Pórfido del Palacio Attenine, estaba pensando en eso, y en el hombre. De hecho, se entregaba a la pena.

La verdad era que no había llegado a ver el cuerpo. Al parecer sólo algunos Excubitores y el canciller habían hecho tal cosa, y después Gesius tomó la decisión de que el cuerpo de Valerius quedara tapado —envuelto en un manto púrpura— para que no pudiera ser visto.

Había sido quemado. Fuego Sarantino.

Zakarios descubrió que sólo pensar en ello le resultaba muy penoso. Ninguna cantidad de fe, experiencia política o combinación de ambas podía ayudarle a digerir la imagen de Valerius como carne quemada y ennegrecida. Su estómago le estaba dando problemas, y sentía cómo se le revolvía sólo de pensar en ello.

Había pasado —como era necesario y apropiado— de pronunciar las sagradas Palabras del Tránsito en el Salón Pórfido a las grandes puertas de plata de la Cámara de Recepción en el mismo palacio. Y allí había celebrado la igualmente sagrada Ceremonia de la Unción para Leontes, hecho emperador de Sarantium por voluntad expresa del Senado, a primeras horas de ese mismo día.

Leontes, un hombre todo lo profundamente piadoso que podía desear un Patriarca para el Trono de Oro, se había arrodillado y entonado las respuestas sin necesidad de ser guiado y con una profunda emoción en su voz. La esposa, Styliane, había esperado sin moverse a unos metros de ellos. Todos los altos dignatarios de la corte habían estado presentes, aunque Zakarios advirtió que Gesius, el anciano canciller (Es todavía más viejo que yo, pensó), también se había mantenido alejado, junto a las puertas. El Patriarca llevaba siéndolo lo suficiente para saber que habría rápidos cambios en el poder dentro del Recinto Imperial en los días siguientes, sin esperar a que terminaran de ser observados los Ritos de Luto.

Una vez terminada la unción, el nuevo emperador informó al Patriarca de que mañana habría una coronación pública de esposo y esposa en el Hipódromo. Zakarios fue vehementemente instado a acudir a la kathisma para tomar parte en ella. En momentos como aquel, murmuró Leontes, era especialmente importante hacer ver al pueblo que los sagrados santuarios y la corte obraban como un todo. La fórmula que se empleó fue la de la petición, pero en realidad no era tal. Leontes le habló desde el trono, sentado en él por primera vez, alto, dorado y solemne. El Patriarca inclinó la cabeza y dio su aceptación y acuerdo. Styliane Daleina, que no tardaría en ser emperatriz de Sarantium, lo favoreció con una fugaz sonrisa, su primera de la noche. Se parecía a su padre muerto. El Patriarca siempre lo había pensado.

Zakarios tenía entendido, porque así se lo había dicho su consejero privado, el clérigo Maximinus, que era el hermano, el exiliado Lecanus, quien había estado detrás de aquel acto profano y malvado, junto con el desterrado Lysippus, un hombre al que los clérigos de la ciudad tenían sobradas razones para aborrecer y temer.

Maximinus le informó que los dos habían muerto. Leontes, como el gran guerrero que era, había dado muerte con sus propias manos al zafio Lysippus. Maximinus estaba muy contento aquella noche, pensó Zakarios, y ni siquiera se había molestado en ocultarlo. Su consejero todavía estaba con él pese a lo tardío de la hora. Maximinus había salido al balcón desde el que se dominaba la ciudad. La cúpula del nuevo Gran Santuario se alzaba delante de él. El santuario de Valerius. Su vasto, ambicioso sueño. Uno de ellos.

Leontes había dicho que el emperador sería enterrado allí: muy apropiadamente, sería el primer hombre que reposara en el santuario. Su pena había parecido genuina, y Zakarios sabía que su piedad lo era. El nuevo emperador tenía sus propias opiniones sobre ciertas cuestiones de fe sagrada controvertidas. Zakarios sabía que esa era parte de la razón por la que Maximinus estaba tan contento, y que él también habría debido sentirse complacido. No lo estaba. Un hombre al que había respetado muchísimo acababa de morir, y Zakarios se sentía demasiado viejo para la clase de lucha que podía iniciarse ahora en los santuarios y las capillas, incluso con el Recinto Imperial apoyándolos.

El Patriarca sintió una nueva presión en el estómago y torció el gesto. Se levantó y salió al balcón, ajustándose las orejeras del bonete. Maximinus lo miró y sonrió.

—Las calles ya están tranquilas, santidad. Alabado sea Jad. Sólo soldados y los guardias del prefecto urbano, al menos que yo haya visto. Debemos estar eternamente agradecidos al dios de que haya considerado apropiado cuidar de nosotros en este momento de peligro.

—Ojalá se cuidara de mi estómago —dijo Zakarios, que no tenía muchas ganas de mostrarse agradecido.

Maximinus sonrió.

—Tal vez un tazón de hierbas…

—Sí —dijo Zakarios—. Tal vez.

Aquella noche su consejero estaba consiguiendo sacarle de quicio cada vez que abría la boca, y el Patriarca no entendía muy bien por qué. Maximinus estaba demasiado alegre. Un emperador había muerto, asesinado. Valerius lo había puesto en su sitio más de una vez a lo largo de los años, algo que Zakarios habría tenido que hacer con más frecuencia personalmente.

El clérigo no reveló nada con su expresión, sin mostrar respuesta alguna a la aspereza del Patriarca: eso siempre se le había dado muy bien. Había muchas cosas que se le daban bien. Zakarios solía desear que sus servicios no le fueran tan necesarios. Maximinus se inclinó y entró en la estancia para llamar a un sirviente y ordenarle que preparasen la infusión.

Zakarios se quedó solo delante de la barandilla de piedra del balcón. Se estremeció levemente, pues la noche era fresca y últimamente estaba bastante susceptible al frío, pero al mismo tiempo el aire revivía, era tonificante. Un recordatorio, pensó de pronto, de que si otros habían muerto, él, por la gracia de la misericordia de Jad, aún vivía. Todavía estaba allí para servir, para sentir el viento en la cara, ver la gloria de la cúpula delante de él con las estrellas y, en ese preciso instante, la luna blanca al este.

Miró abajo. Y vio algo más.

En la oscura calle por la que ahora ya no pasaba ningún soldado, acababa de aparecer una litera surgida de un estrecho pasaje. Moviéndose rápidamente sin estar iluminada por ningún sirviente, fue llevada hasta una de las pequeñas puertas traseras del santuario. Aquellas puertas siempre estaban cerradas, por supuesto. Los constructores aún no habían terminado de trabajar, y las decoraciones todavía no estaban completadas. Dentro había andamios, equipo, materiales decorativos, parte de ello peligroso, parte valioso. Nadie podía entrar allí sin un buen motivo, y ciertamente no por la noche.

Zakarios, con una sensación tan extraña como inesperada, vio cómo la cortina de la litera era descorrida. Dos personas salieron de ella. No había luces y el Patriarca no pudo distinguir nada acerca de ellas: las dos llevaban capa, figuras oscuras en la oscuridad.

Una de ellas fue a la puerta cerrada.

Un instante después esta se abrió. ¿Una llave? Zakarios no había podido verlo. Los dos visitantes cruzaron el umbral. La puerta fue cerrada. Los porteadores se llevaron la exquisita litera sin perder un instante, regresando por donde habían venido, y un instante después la calle volvía a estar vacía. Como si allí nunca hubiera habido nada, todo el breve y sorprendente episodio proporcionado por alguna clase de fantasía bajo la cúpula iluminada por las estrellas y la luna.

—Están preparando la infusión —dijo Maximinus, reapareciendo en el balcón—. Rezo para que os alivie.

Zakarios, contemplando la calle con expresión pensativa desde debajo de su sombrero y sus orejeras, no dijo nada.

—¿Qué ocurre? —preguntó Maximinus, yendo hacia él.

—Nada —dijo el Patriarca Oriental—. Ahí no hay nada. —No estaba demasiado seguro de por qué había dicho eso, pero era la verdad, ¿no?

Y entonces vio aparecer una de aquellas pequeñas y huidizas llamas, justo en la misma esquina por donde había desaparecido la litera. La llamita también se esfumó un instante después. Siempre lo hacían.

La reina entró en el santuario delante de él después de que Crispin hubiera hecho girar las dos llaves en las dos cerraduras, empujado la puertecita de roble y apartado para que ella pasase. La siguió, cerró la puerta y volvió a atrancarla con llave. Hábito, rutina, las cosas hechas todos los días normales. Dar vuelta a una llave, abrir o cerrar una puerta, entrar en un sitio donde uno ha estado trabajando, mirar alrededor, mirar arriba.

Le temblaban las manos. Habían conseguido llegar hasta allí.

No había creído que pudieran hacerlo. No con la ciudad tal como estaba aquella noche.

Delante de él, en un pequeño claustro debajo de una de las medias cúpulas que se alzaban detrás de aquella, enorme, que Artibasos estaba ofreciendo al mundo, Gisel de los antae se bajó la capucha.

—¡No! —se apresuró a decir Crispin—. ¡Llevadla puesta!

Cabellos dorados, recogidos y adornados con joyas. Los ojos azules brillantes como joyas, llenos de luz en aquel santuario siempre iluminado. Lámparas por doquier, suspendidas de cadenas que colgaban del techo y de todas las cúpulas, velas encendidas en los altares laterales, a pesar de que el santuario reconstruido por Valerius aún no había sido santificado.

Ella le lanzó una rápida mirada pero después, sorprendentemente, obedeció. Crispin era consciente de que había hablado en tono perentorio. El motivo había que buscarlo en el miedo, sin embargo, no en la osadía. Se preguntó qué había sido de su ira; parecía haberla extraviado, aquella noche, dejándola caer como Alixiana había dejado caer su capa en la isla.

Los ribetes de la capucha volvieron a avanzar, oscureciendo nuevamente las facciones de Gisel y ocultando el resplandor casi aterrador que emanaba de ella aquella noche, como si la mujer que había ido hasta allí con él fuese otra luz del lugar.

Dentro de la litera, Crispin había sido súbitamente consciente del deseo, tan prohibido e imposible como el vuelo para los mortales o el fuego antes del don de Heladikos: una agitación irracional e inconfundible. Viajando con ella y siendo consciente de su cuerpo, de su presencia, se acordó de cómo Gisel fue a verle poco después de llegar allí, subiendo a lo alto del andamio donde él trabajaba en su soledad, e hizo que le besara la palma ante los ojos de quienes los contemplaban boquiabiertos. Creando una razón, falsa como las monedas cuya ley ha sido rebajada mediante aleaciones, para que él la visitara: una mujer sola, sin consejeros ni aliados ni nadie en quien confiar, y atrapada en una partida de países donde las apuestas eran todo lo altas que podían llegar a serlo en aquella clase de juegos.

Crispin había acabado entendiendo que lo que Gisel de los antae intentaba proteger no era su reputación. Podía honrarla por ello, al mismo tiempo que era consciente de que estaba siendo utilizado. Recordó una mano posándose sobre su cabello la primera noche en el palacio de ella. Gisel era una reina y desplegaba sus recursos. Para ella él era una herramienta, un súbdito al cual dar órdenes cuando lo necesitase.

Y al parecer ahora lo necesitaba. («Debes introducirnos en el Recinto Imperial».) Una noche en que las calles resonaban con los pasos de soldados que buscaban a una emperatriz desaparecida. Una noche que había seguido a un día en que la revuelta, los incendios y el asesinato habían invadido Sarantium. Cuando el Recinto Imperial estaría en pleno frenesí de tensión: un emperador muerto y otro a punto de ser proclamado. Una invasión del norte, el día en que iba a proclamarse la guerra en Batiara.

Crispin oyó las palabras de Gisel casi sin oírlas, tan improbables parecían. Pero no le había dicho, como se repetía tantas veces antes a sí mismo, a otros: «No soy más que un artesano».

Habría sido mentira, después de lo ocurrido aquella mañana. Crispin había sido bajado del andamio irrevocablemente hacía ya tiempo. Y aquella noche de muerte y cambio, la reina de los antae, tan olvidada allí por todos como una invitada de circunstancia podía serlo en un banquete, había pedido ser llevada a los palacios.

Un trayecto a través de la mayor parte de la ciudad, y en la oscuridad, en una litera dorada y suntuosamente provista de almohadones, aromatizada con perfume, donde dos personas tenían espacio para recostarse, los cuerpos inquietantemente próximos, uno de ellos inflamado por el propósito, el otro consciente del grado de su miedo, pero recordando —con un sarcasmo que Crispin no dejaba de encontrar atractivo— que hacía menos de un año la vida no le inspiraba deseo alguno, y que se sentía cada vez más inclinado a buscar su muerte.

La cual sería muy fácil de encontrar aquella noche, pensó en la litera. Dictó a los porteadores la ruta a seguir y prohibió encender ninguna antorcha. Ellos le escucharon como hacían sus aprendices. Pero no era lo mismo: aquello era su oficio, encima de paredes o cúpulas o techos, algo que rozaba el mundo pero se mantenía aparte de él. Esto no lo era.

Fueron llevados silenciosamente por las calles, entre las sombras, deteniéndose cuando oían pasos o veían antorchas, cruzando las plazas por el camino más largo, a través de las columnatas cubiertas y llenas de sombras. En cierto momento, se detuvieron en la entrada de una capilla mientras cuatro jinetes armados cruzaban al galope el Foro Mezaros. Crispin apartó la cortina de la litera para mirar y después volvió a hacerlo a intervalos, contemplando estrellas, puertas y tiendas cerradas mientras atravesaban la ciudad nocturna. Vio inflamarse y esfumarse los extraños fuegos de Sarantium: un viaje tanto a través de otro mundo iluminado por las estrellas como a través del mundo, con la sensación de que nunca dejarían de viajar, que de alguna manera el mismo Sarantium había sido transportado fuera del tiempo. Crispin se preguntó si alguien podría verlos en la oscuridad, si realmente estaban allí.

Gisel permaneció callada y prácticamente inmóvil durante todo el trayecto, contribuyendo así a la atmósfera de extrañeza, sin mirar fuera ni una sola vez cuando él apartaba las cortinas. Concentrada, a la espera. El aroma que perfumaba la litera era el de la madera de sándalo y algo más que Crispin no reconoció. Le hizo pensar en el color marfil, de la manera en que todas las cosas le recordaban los colores. Uno de los tobillos de Gisel reposaba junto a su muslo. Crispin estaba casi seguro de que ella no se daba cuenta.

Entonces llegaron, finalmente, a la puerta detrás del Gran Santuario y él puso en movimiento —un movimiento nuevamente inscrito dentro del tiempo, mientras salían del mundo de la litera— la próxima etapa de lo que supuso habría que llamar un plan, aunque a decir verdad difícilmente fuera tal cosa.

Algunos rompecabezas demostraban ser intratables, incluso para alguien atraído por ellos. Algunos podían destruirte si tratabas de resolverlos, como aquellas intrincadas cajas que se decía construían en Ispahani, donde darles la vuelta en el sentido equivocado hacía brotar de ellos afiladas cuchillas que mataban o mutilaban a su incauto manipulador.

Gisel de los antae le había entregado una de aquellas cajas. Tal vez esa noche ella misma era uno de aquellos rompecabezas.

Crispin inspiró lenta y profundamente y advirtió que ya no estaban juntos. Gisel se había detenido y estaba detrás de él, mirando hacia arriba. Se volvió y siguió su mirada hacia la cúpula construida por Artibasos, la que Valerius le había dado a él, Caius Crispus, viudo, hijo único de Horius Crispus el albañil, de Varena.

Las lámparas ardían, suspendidas de sus cadenas de bronce y plata o colocadas en los soportes que se sucedían a lo largo de toda la cúpula junto con las ventanas. La luz de la luna blanca, subiendo en el cielo, llegaba del este como una bendición iluminadora derramada sobre lo que Crispin había conseguido crear en aquel lugar, en Sarantium después de su travesía por el mar.

Recordaría siempre que la noche en que ella misma ardía con una determinación tan directamente dirigida como un rayo de sol concentrado encima de un punto por el cristal, la reina de los antae se detuvo debajo de los mosaicos que Crispin había colocado encima de una cúpula para contemplarlos a la luz de las lámparas y la luna.

—Recuerdo haberte oído quejarte de ciertas deficiencias en los materiales de la capilla de mi padre —dijo finalmente—. Ahora lo entiendo.

Él no dijo nada e inclinó la cabeza. Ella volvió a alzar los ojos hacia la imagen de Jad encima de aquella ciudad, hacia los bosques y los campos de Crispin (verdes con la primavera en una parte, rojos y marrones y dorados como el otoño en otra), hacia su zubir en la linde de un bosque oscuro, sus mares y los navíos que los surcaban, sus gentes (ahora con Ilandra allí, y aquella mañana había ido al santuario dispuesto a empezar a trabajar en sus muchachas, filtrando con el recuerdo y el amor a través del oficio y el arte), sus criaturas que volaban y nadaban y bestias vigilantes y que corrían, con un lugar (que todavía no estaba hecho, todavía no) donde el crepúsculo occidental llameando sobre las ruinas de Rhodias sería la antorcha prohibida de Heladikos durante su caída: la vida de Crispin, todas las vidas bajo el dios y en el mundo, hasta allí donde podía darles forma, siendo él mismo mortal y estando atrapado en sus limitaciones.

Una parte tan grande ya hecha y algunas cosas todavía por hacer, con el trabajo de otros —Pardos, Silano y Sosio, los aprendices, ahora con Vargos trabajando también con ellos— cobrando forma bajo su dirección en los muros y las medias cúpulas. Pero la forma propiamente dicha, el designio que lo abarcaba y lo ordenaba todo, y estaba allí para ser visto, y Gisel se detuvo y miró.

Y cuando su mirada volvió a posarse en él, Crispin vio que parecía disponerse a decir algo más, pero no lo hizo. Había una expresión inesperada en su cara, y mucho después él creyó entenderla, tanto lo que significaba como lo que había estado a punto de decir.

—¡Crispin! ¡Sagrado Jad, estás bien! Temíamos…

Crispin alzó una mano, imperioso como un emperador al tiempo que se sentía espoleado por un nuevo temor. Pardos, que ya venía corriendo hacia él, se detuvo de golpe y no dijo nada más. Vargos esperaba detrás de él. Crispin sintió un fugaz destello de alivio: obviamente habían optado por pasar el día y la noche dentro del santuario, donde estarían a salvo. Estaba seguro de que Artibasos también andaría por allí.

—No me habéis visto —murmuró—. Estáis durmiendo. Ahora marchaos e id a dormir. Si Artibasos anda por aquí, decidle lo mismo. Nadie me ha visto. —Ambos miraban a la figura encapuchada que aguardaba junto a él—. Ni a nadie más —añadió Crispin, rogando que Gisel resultara irreconocible.

Pardos abrió la boca y la cerró.

—Marchaos —dijo Crispin—. Si tengo oportunidad de explicároslo más tarde, lo haré.

Vargos se había reunido en silencio con Pardos: corpulento, capaz, tranquilizador, un hombre con el que había visto a un zubir. El cual los había guiado el día del Muerto hasta sacarlos de Aldwood.

—¿No hay nada que podamos hacer para ayudarte? —preguntó en voz baja—. En lo que estés haciendo, sea lo que sea.

Ojalá lo hubiera, comprendió Crispin. Y meneó la cabeza.

—Esta noche no. Me alegro de ver que estáis a salvo. —Titubeó—. Rezad por mí. —Era la primera vez que decía algo semejante. Sonrió levemente—. Aunque no me hayáis visto.

Ellos no sonrieron. Vargos fue el primero en moverse, tomando del codo a Pardos para llevárselo hacia las sombras del santuario.

Gisel lo miró. No dijo nada. Crispin la condujo a través del suelo de mármol por el vasto espacio que había debajo de la cúpula hasta una puertecita en la pared del fondo. Una vez allí respiró hondo y llamó con los nudillos —cuatro veces rápidamente, dos más despacio— y un instante después repitió la llamada, recordando, recordando.

Hubo un silencio, un lapso de espera, tan largo como una noche. Crispin contempló las velas que había junto al altar a su derecha y pensó en rezar. Gisel aguardaba a su lado sin moverse. Si aquello fallaba, él no tenía nada en reserva.

Entonces oyó cómo la cerradura era accionada al otro lado del panel, y aquella puertecita que era el único plan que había sido capaz de tramar se abrió ante ellos. Crispin vio al clérigo de blanca túnica que la había abierto, uno de los Insomnes, en el corto túnel de piedra más allá del altar, justo detrás de la pequeña capilla construida en el muro del Recinto Imperial, y reconoció al hombre y dio gracias —de todo corazón— al dios, y se acordó de la primera vez que había entrado por aquella misma puerta, con Valerius, que ahora estaba muerto.

El clérigo también lo reconoció. La llamada había sido la del emperador, enseñada primero a Artibasos y luego a Crispin. Mientras estaban trabajando a la luz de las lámparas, más de una noche le habían abierto la puerta a Valerius a lo largo del invierno cuando él llegaba al final de las labores de su día para ir a inspeccionar las suyas. Lo habían llamado el Emperador de la Noche, y se decía que nunca dormía.

El clérigo, benditamente impasible, se limitó a arquear las cejas.

—He venido con una persona que también desea rendir un último tributo al emperador —le explicó Crispin—. Querríamos decir nuestras oraciones junto a su cuerpo y después aquí contigo.

—Está en el Salón Pórfido —dijo el clérigo—. Es un momento terrible.

—Lo es —dijo Crispin con emoción en la voz.

El clérigo no se había apartado.

—¿Por qué no se quita la capucha tu acompañante? —preguntó.

—Para que las gentes corrientes no vean su rostro —murmuró Crispin—. No sería apropiado.

—¿Por qué no lo sería?

Lo cual significaba que no había manera de evitar revelarlo. En el mismo instante en que Crispin se volvía hacia ella, Gisel ya se había quitado la capucha. El clérigo alzó una linterna. La luz cayó sobre su cara y su dorado cabello.

—Soy la reina de los antae —murmuró ella, tensa como la cuerda de un arco—. Buen clérigo, ¿querrías acaso que una mujer se exhiba por las calles esta noche?

El hombre, impresionado, meneó la cabeza y balbuceó.

—No, claro… ¡No, no! Peligroso. ¡Un momento terrible!

—El emperador Valerius me trajo aquí. Salvó mi vida. Se proponía devolverme mi trono, como tal vez sepas. ¿No es justo y apropiado a los ojos de Jad que me despida de él? No dormiría tranquila si no lo hiciera.

El pequeño clérigo retrocedió, se inclinó y se hizo a un lado.

—Es justo y apropiado, mi señora —dijo con dignidad—. Que Jad os envíe Luz, y a él.

—A todos nosotros —dijo Gisel, y echó a andar, ahora precediendo a Crispin, inclinándose para pasar por debajo del arco del bajo túnel de piedra y entrar en la pequeña capilla y así acceder al Recinto Imperial.

Habían llegado.

Cuando Crispin era más joven y estaba aprendiendo el oficio, Martinian solía sermonearle acerca de las virtudes del ser directo y evitar lo excesivamente sutil. A lo largo de los años, Crispin había dirigido en muchas ocasiones esas mismas observaciones a distintos aprendices. «Si un héroe militar va a ver a un escultor y pide una estatua en su honor, sería indeciblemente estúpido no hacer lo obvio. Poner al hombre encima de un caballo, y con un casco y una espada». Martinian solía hacer una pausa después de haber dicho aquello. Crispin también la hacía, antes de proseguir: «Puede parecer aburrido y demasiado sobado, pero lo que debéis preguntaros es qué razón había para ese encargo. ¿Qué se habrá conseguido si el cliente no se siente honrado por una obra que pretendía honrarlo?» Los conceptos sutiles y las innovaciones brillantes llevaban implícitos ciertos riesgos, y a veces el ejercicio del momento se imponía. Eso era lo que quería hacerles entender.

Crispin condujo a la reina fuera de la capilla y de regreso a la noche, y no le pidió que volviera a ponerse la capucha. No trataron de esconderse. Fueron por senderos bien cuidados, la gravilla crujiendo bajo sus pies mientras dejaban atrás estatuas de emperadores y soldados en los jardines bañados por la luna y las estrellas. No vieron a nadie y nadie les dio el alto.

Pasaron junto a una fuente, que tan a principios de la primavera todavía no fluía, y después dejaron atrás el largo pórtico del gremio de la seda y finalmente, oyendo el rumor del mar, Crispin condujo a su reina hasta la entrada del Palacio Attenine, iluminada con lámparas. Había guardias, pero las dobles puertas estaban abiertas de par en par. Crispin subió los escalones yendo directamente hacia ellos. Había un hombre inmóvil al otro lado del umbral, más allá de los guardias, vestido con los colores verde y marrón de los eunucos del canciller.

Se detuvo delante de los guardias, la reina junto a él. Crispin ignoró las miradas recelosas de los guardias y señaló al eunuco.

—¡Tú! —dijo secamente—. Necesitamos una escolta para la reina de los antae.

El eunuco se volvió y, confirmando que había sido instruido al respecto, no mostró la menor sorpresa y salió al pórtico. Los ojos de los guardias fueron de Crispin a la reina. El hombre del canciller se inclinó ante Gisel, y también lo hicieron los guardias. Crispin tomó aliento.

—¡Rhodiano! —dijo el eunuco sonriendo—. Necesitas otro afeitado.

Y fue con una sensación de estar siendo bendecido, custodiado y ayudado, como Crispin reconoció al hombre que se había ocupado de su barba la primera vez que fue a ese palacio.

—Probablemente —admitió—. Pero en este momento la reina desea ver al canciller y presentar sus últimos respetos a Valerius.

—Entonces puede hacer ambas cosas al mismo tiempo. Estoy a vuestro servicio, majestad. El canciller está en el Salón Pórfido con el cuerpo. Venid. Os llevaré allí.

Los guardias ni siquiera se movieron cuando pasaron entre ellos, tan majestuosa era Gisel, tan seguro de sí mismo parecía el hombre que la escoltaba.

No tuvieron que ir muy lejos. El Salón Pórfido, donde daban a luz las emperatrices de Sarantium y donde se exponía a los emperadores después de que hubieran sido llamados a comparecer ante el dios, se encontraba en aquel nivel, hacia la mitad de un corredor muy recto. Había lámparas a intervalos, sombras entre ellas, y no parecía haber nadie cerca. Era como si el Recinto Imperial, el palacio y el vestíbulo se hallaran bajo los efectos de algún hechizo, tan tranquilo y silencioso estaba todo. Sus pasos resonaban mientras andaban. Estaban solos con su escolta, yendo a visitar al muerto.

Su guía se detuvo delante de un par de puertas. Eran de plata, y lucían un motivo de coronas y espadas en oro. Allí también había dos guardias. Parecían conocer al hombre de Gesius, pues lo saludaron con una inclinación de la cabeza. El eunuco llamó una vez, con suavidad, y abrió las puertas. Después les indicó que podían entrar.

Gisel volvió a pasar primero. Crispin se detuvo en el umbral, no muy seguro de qué debía hacer. La estancia era más pequeña de lo que se esperaba. Había, colgaduras púrpura en todas las paredes, un árbol artificial de oro labrado, una cama con dosel junto a la pared del fondo, y ahora un catafalco en el centro, con un cuerpo amortajado encima de él. También había velas encendidas por todas partes, un hombre arrodillado encima de un cojín y dos clérigos entonando suavemente los Ritos del Duelo.

El hombre arrodillado levantó la vista. Era Gesius, pálido como el pergamino, delgado como la pluma de un escriba, con aspecto envejecido. Crispin advirtió que reconocía a la reina.

—Me complace mucho encontraros aquí, mi señor —dijo Gisel—. Deseo rezar por el alma de Valerius y hablar con vos. En privado.

Fue a la jofaina que había encima de un atril, hizo el ritual de ablución y se secó las manos con un paño.

Crispin vio un breve destello en los ojos del anciano mientras la miraba.

—Por supuesto, majestad. Estoy a vuestro servicio en todo.

Gisel miró a los clérigos y Gesius les hizo una seña. Estos interrumpieron sus cánticos y salieron por una puerta que había al fondo de la habitación, junto a la cama. La puerta se cerró y las llamas de las velas oscilaron.

—Puedes irte, Caius Crispus.

La reina ni siquiera se volvió. Crispin miró al eunuco que los había escoltado. El hombre se volvió con rostro inexpresivo y salió por la puerta. Crispin se disponía a seguirlo, pero de pronto titubeó y se dio la vuelta.

Pasó junto a Gisel y vertió un poco de agua murmurando las palabras que se decían en presencia de los muertos, y se secó las manos. Después se arrodilló junto al catafalco, al lado del cuerpo del emperador muerto. Olió —por encima del aroma de incienso que flotaba en la estancia— algo quemado y calcinado, y cerró los ojos.

Había plegarias apropiadas para aquel momento. No las pronunció. Al principio sus pensamientos estaban vacíos, y después dieron forma a una imagen mental de Valerius. Un hombre de gran ambición, en más aspectos de los que Crispin suponía llegaría a entender jamás. Cara redonda, facciones suaves, delicado y apacible en la voz y las maneras.

Crispin sabía, a pesar de ello, que hubiese debido odiar y temer a aquel hombre. Pero si había una verdad que entender allá abajo entre los vivos junto al andamio, esa era la de que el odio, el miedo y el amor nunca eran tan simples como uno podía desear que fueran. Sin ninguna oración formal, Crispin se despidió en silencio de la imagen que había formado en su mente, que era cuanto se sentía con derecho a hacer.

Se levantó y fue a la puerta. Cuando salía oyó que Gisel le murmuraba al canciller, y después siempre se preguntaría si había hablado cuando lo hizo para permitirle que la oyera, como una especie de regalo:

—Los muertos nos han dejado. Sólo podemos hablar de lo que ocurrirá en adelante. Tengo algo que decir.

Las puertas se cerraron. De pie en el pasillo, Crispin se sintió indeciblemente cansado. Cerró los ojos y se bamboleó. El eunuco apareció junto a él.

—Ven, rhodiano —dijo con una voz tan suave como la lluvia—. Necesitas un baño, un afeitado, vino.

Crispin abrió los ojos y meneó la cabeza, pero en el instante en que lo hacía se oyó decir:

—De acuerdo.

Estaba exhausto, y lo sabía.

Fueron pasillo abajo, giraron y volvieron a girar. Crispin no tenía idea de dónde estaban. Llegaron a un tramo de escalones.

—¡Rhodiano!

Crispin alzó la mirada. Un hombre, flaco y gris, venía hacia ellos con rapidez. No había nadie más en el vestíbulo, ni en la escalera.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Pertennius de Eubulus.

Crispin estaba muy cansado.

—Siempre tienes que aparecer, ¿verdad?

—Ciertamente.

—He venido a presentar mis respetos a los muertos —dijo Crispin.

Pertennius resopló.

—Sería más juicioso presentárselos a los vivos —dijo, y sonrió con su gran boca de delgados labios. Crispin intentó recordar algún momento en que lo hubiera visto sonreír así y fracasó—. ¿Hay nuevas del exterior? —preguntó Pertennius—. ¿Todavía no la han acorralado? No podrá seguir escondiéndose durante mucho tiempo, por supuesto.

Era una temeridad, y en sumo grado. Crispin lo sabía desde que empezó a moverse. Era, a decir verdad, pura y simple locura autodestructiva. Pero en ese momento le pareció que por fin había encontrado su ira, y con ese descubrimiento —en el instante de volver a localizarla—, Crispin descargó un violento puñetazo contra la cara del secretario del emperador recién ungido, haciéndolo caer hacia atrás al suelo de mármol.

Hubo un rígido, casi intolerable silencio.

—Tu pobrecilla mano —dijo el eunuco con dulzura—. Ven, deja que nos ocupemos de ella. —Y lo precedió escalera arriba sin volver la cabeza ni una sola vez para mirar al hombre inconsciente. Crispin se dejó conducir.

Lo atendieron bondadosamente en las estancias del nivel superior, donde residían el canciller y su séquito. Muchos de ellos recordaban con diversión su primera noche allí, hacía medio año. Fue bañado tal como se le había prometido, se le dio vino e incluso fue afeitado, aunque aquella noche no hubo bromas. Alguien tañía un instrumento de cuerda. Crispin se dio cuenta de que aquellos hombres —todo el séquito de Gesius— también tendrían que enfrentarse a grandes cambios. Si el canciller caía, lo cual era casi seguro, sus futuros se volverían muy precarios. No dijo nada. ¿Qué podía decir?

Finalmente durmió en una buena cama y una habitación tranquila. Y así pasó una noche de su vida durmiendo en el Palacio Attenine de Sarantium, no muy lejos de un emperador vivo y de otro muerto. Soñó con su esposa, que también estaba muerta, pero además soñó con otra mujer que corría y corría, huyendo de sus perseguidores a lo largo de una interminable playa de duras rocas desnudas bajo una luna intensa y con delfines saltando junto a la costa en un negro mar resplandeciente.

Detrás de Crispin y del eunuco, cuando las puertas se cerraron en la habitación de muros adornados con tapices, el árbol de oro y un cuerpo ennegrecido recubierto por un sudario, un hombre ya muy mayor que había estado esperando encontrarse con su muerte aquella noche y había decidido recibirla con dignidad en la misma estancia donde había rezado por tres emperadores muertos, escuchaba hablar a una mujer joven: una mujer a la que había olvidado aquella noche, tal como habían hecho todos. Con cada palabra que le oía pronunciar, tenía la impresión de sentir revivir su voluntad mientras su mente perseguía contingencias y empezaba a darles forma.

Cuando la mujer se calló, apasionada y llena de vida, y le miró fijamente, Gesius ya había empezado a tomar en consideración la posibilidad de que hubiera vida más allá de la salida del sol después de todo.

Para él, ya que no para otros.

Y en ese instante, antes de que pudiera replicar, la puertecita interior del Salón Pórfido fue abierta y —como atraído hasta allí por algo sobrenatural, preordenado de antemano en una noche cargada de poder y desgracias—, un hombre alto, de anchos hombros y dorado cabello entró en la estancia.

El tres veces ensalzado Leontes, ahora regente de Jad del Sol sobre la tierra, recién proclamado, piadoso como un clérigo y con un disco solar en las manos, venido a rezar a la luz de las velas por el alma de su predecesor mientras esta hacía su viaje a la eternidad. Se detuvo en el umbral y lanzó una breve mirada al eunuco, cuya presencia era esperada, y después observó con más atención a la mujer inmóvil junto al catafalco, la cual no era esperada en absoluto.

Gesius se prosternó en el suelo.

Gisel de los antae no lo hizo, o no de inmediato. Primero sonrió y después dijo (aún de pie, hija de su padre, valiente y directa como una espada):

—Gran señor, gracias a Jad habéis venido. Cuán cierto es que no somos merecedores de su inmensa misericordia. Estoy aquí para deciros que ahora Occidente es vuestro, señor, y que podéis quedar libre para siempre de la mancha del impío y negro mal que oscurece esta noche. Lo único que debéis hacer para ello es escoger.

Y tras unos momentos Leontes, que no estaba preparado para nada semejante, dijo:

—Explicaos, mi señora.

Ella le devolvió la mirada sin moverse, alta y rubia, brillante como un diamante. Una explicación en sí misma, pensó el canciller, manteniendo el más absoluto silencio y casi sin respirar.

Sólo entonces se arrodilló, grácilmente, y bajó la frente hasta tocar el suelo en señal de obediencia. Y luego, irguiéndose pero todavía arrodillada ante el emperador con joyas en el cabello y por todo el cuerpo, se explicó.

Cuando hubo terminado de hacerlo, Leontes guardó silencio. Finalmente, sus magníficos rasgos graves y serenos, miró al canciller y preguntó:

—¿Estás de acuerdo? ¿Lecanus Daleinus no pudo planear esto por sí solo desde la isla?

Y Gesius, confesando en su fuero interno al dios que no era merecedor de tanta generosidad, se limitó a decir, tan inmóvil y sereno como las aguas oscuras en una mañana sin viento:

—No, mi gran señor. A buen seguro que no pudo hacerlo.

—Y sabemos que Tertius es un cobarde y un estúpido.

Esta vez no se trataba de una pregunta. Ni el canciller ni la mujer dijeron una palabra. Gesius descubrió que le costaba respirar, y trató de ocultarlo. Tuvo la sensación de que había balanzas flotando en el aire de la estancia, por encima de las velas encendidas.

Leontes se volvió hacia el catafalco y el cuerpo tapado por las sedas.

—Lo quemaron. Fuego Sarantino. Todos sabemos qué significa eso.

Lo sabían. La cuestión era si Leontes llegaría a reconocerlo ante sí mismo alguna vez. La respuesta, en opinión de Gesius, había sido negativa, hasta que la mujer —aquella otra mujer alta, rubia y de ojos azules— llegó y lo alteró todo. Invitó al canciller a que le dirigiera la palabra al nuevo emperador, y le explicó qué debería decírsele. Gesius estaba dispuesto a hacerlo, no teniendo nada que perder… y entonces el nuevo emperador había llegado, solo. El dios era misterioso, incognoscible, abrumador. ¿Qué podían hacer los hombres salvo ser humildes?

Leontes fue hasta la plataforma sobre la que Valerius II yacía cubierto por la seda púrpura. El canciller sabía que debajo había un disco solar, depositado en sus manos cruzadas: él mismo lo había puesto allí, junto con las monedas encima de los ojos de Valerius.

Leontes permaneció inmóvil un momento entre las grandes velas, con los ojos bajos, y después, con un súbito y veloz movimiento, apartó la seda.

La mujer desvió rápidamente la mirada ante el horror revelado. También el canciller apartó los ojos, aunque ya lo había visto aquella noche. Sólo el recién ungido emperador de Sarantium, soldado de medio centenar de campos de batalla, que había visto la muerte en tantas formas y apariencias, soportó mirar aquello. Era como si necesitara hacerlo, pensó Gesius sombríamente mientras mantenía los ojos fijos en el suelo de mármol.

Instantes después oyeron cómo Leontes subía el sudario, tapando nuevamente al muerto y devolviéndole la decencia.

Dio un paso atrás. Tomó aliento. Un último peso colocado, irrevocablemente y para siempre, sobre las balanzas suspendidas en el aire.

—Es una repugnante y negra abominación a los ojos de Jad —dijo Leontes con una voz que no admitía la posibilidad de error—. Era el ungido del dios, sagrado y grande. Canciller, haréis que unos hombres encuentren a Tertius Daleinus, dondequiera que esté, y que lo encadenen para ser ejecutado. Y ahora traeréis a esta cámara a la mujer que era mi esposa, para que pueda contemplar por última vez esto, su obra, esta noche.

«Que era mi esposa».

Gesius se levantó con tal rapidez que por un momento se sintió mareado. Salió a toda prisa, por la misma puerta interior por donde había entrado el emperador. El mundo había cambiado, y estaba volviendo a cambiar. Ningún hombre, por sabio que fuera, osaría decir jamás qué le reservaba el futuro.

Cerró la puerta al salir.

Dos personas se quedaron a solas entonces, con el muerto y las velas y el árbol de oro en una habitación concebida para los nacimientos y las muertes de los emperadores.

Gisel, aún arrodillada, alzó la mirada hacia el hombre inmóvil ante ella. Ninguno de los dos habló. Dentro de ella había algo tan desbordante e intenso que se hallaba muy próximo al dolor.

Él se movió primero, yendo hacia ella. Ella se levantó sólo cuando él le tendió una mano para ayudarla, y cerró los ojos cuando él le besó la palma.

—No le daré muerte —murmuró él.

—Claro que no —dijo ella.

Y mantuvo los ojos cerrados, para que lo que ardía dentro de ellos no pudiera ser visto.

Había intrincadas cuestiones de matrimonio y sucesión imperial y una miríada de detalles concernientes a la fe y la ley de los que era preciso ocuparse. Había muertes que ejecutar, con las formalidades apropiadas. Los medidas adoptadas (o no adoptadas) al principio de un reinado podían definirlo por mucho tiempo.

El augusto canciller Gesius, reafirmado en su cargo aquella misma noche, se ocupó de todas aquellas cosas, incluidas las muertes.

Observar los protocolos necesarios requirió algún tiempo, y a consecuencia de ello no hubo coronación imperial en el Hipódromo hasta tres días después. Esa mañana, soleada y auspiciosa, en la kathisma, delante de los ciudadanos de Sarantium allí congregados que lo vitoreaban entusiásticamente —más de ochenta mil de ellos gritando a todo pulmón—, Leontes el Dorado tomó el nombre de Valerius III en humilde y respetuoso homenaje, y coronó a su dorada emperatriz Gisel, que no cambió el nombre que su gran padre le había dado cuando nació en Varena, y de esa manera quedó registrado en la historia cuando llegó el momento de escribir la crónica de lo ocurrido durante el tiempo que reinaron juntos.

Una puerta fue abierta en el Salón Pórfido la noche en que se puso en marcha aquella sucesión de acontecimientos, y un hombre y una mujer arrodillados en oración delante de un cuerpo cubierto se volvieron para ver entrar a una segunda mujer.

La recién llegada se detuvo en el umbral y los miró. Leontes se levantó. Gisel no lo hizo, estrechando su disco solar entre las manos con la cabeza inclinada en lo que habría podido ser tomado por humildad.

—¿Me has mandado llamar? ¿Qué ocurre? —le preguntó Styliane Daleina al hombre al que hoy había elevado al Trono de Oro—. Tengo mucho que hacer esta noche.

—No, no tienes nada que hacer —dijo Leontes, seco y categórico como un juez. Y fue mientras la miraba cuando ella se percató (rápidamente, siempre rápidamente) de la importancia de su tono.

Si él había esperado (o temido) ver terror o furia en los ojos de ella, se sintió desilusionado (o aliviado). Pero sí vio destellar algo. Un hombre distinto podría haberlo reconocido como ironía, una vasta y negra diversión, pero el hombre que habría podido leer en ella de aquella manera yacía muerto en el catafalco.

Gisel se puso en pie. Y de los tres que vivían, ella era la que llevaba los colores de la realeza en aquella habitación.

Styliane la miró por un momento, y lo que tal vez sí podía haber sido inesperado fue la medida de su calma, rayana en la indiferencia.

Después apartó la mirada de la otra mujer, como despidiéndola.

—Has discernido una manera de recuperar Batiara —le dijo a su esposo—. Qué listo eres. ¿Se te ha ocurrido a ti solo o te han ayudado?

Miró a Gisel, y entonces la reina de los antae volvió a clavar los ojos en el suelo de mármol, no temerosamente o porque se sintiera intimidada, sino para que la exultación pudiera permanecer en secreto durante un poco más de tiempo.

—He discernido asesinato e impiedad, y no viviré con ellos bajo Jad —dijo Leontes.

Styliane rio.

Incluso allí, incluso en aquel momento, podía reír. Él la miró. ¿Cómo podía un soldado, que juzgaba una parte tan grande del mundo en términos de valentía, no admirar aquello, cualesquiera fuesen sus otros sentimientos?

—Ah —dijo ella—. ¿No vivirás con ellos? ¿Renuncias al trono? ¿A la corte? ¿Ingresarás en una orden de clérigos? ¿Te encaramarás a una roca en las montañas con la barba hasta las rodillas? ¡Nunca lo habría imaginado! Los caminos de Jad son misteriosos.

—Lo son —dijo Gisel hablando por primera vez, y la atmósfera cambió sin ningún esfuerzo—. Lo son, ciertamente.

Styliane volvió a mirarla, y esta vez Gisel levantó los ojos y sostuvo aquella mirada. Guardar el secreto resultaba simplemente demasiado difícil después de todo. Había llegado hasta allí en una travesía solitaria, huyendo de la muerte y sin aliados de ninguna clase, con aquellos que la amaban muriendo en lugar de ella. Y ahora…

El hombre no dijo nada. Miraba a la aristocrática esposa que Valerius le había entregado haciéndole un gran honor, por sus soberbias conquistas en el campo de batalla. La había hecho venir con la intención de volver a apartar el sudario del rostro del muerto y obligarla a contemplar la espantosa ruina en que había quedado convertido, pero en ese momento comprendió que tales gestos no encerraban ningún significado, o ninguno que uno pudiera esperar.

En realidad, y en cualquier caso, nunca había entendido a la hija de Flavius Daleinus.

Le hizo una señal a Gesius, que aguardaba detrás de ella en el umbral. Su esposa vio el movimiento y lo miró, y sonrió. Sonrió.

Y después se la llevaron. Antes del amanecer fue cegada por hombres cuya vocación era esa, en una mazmorra subterránea de la que no podía escapar sonido alguno para turbar al mundo que había encima de ella.

Por las calles de la ciudad bañada por la luna, dejando atrás patrullas de infantes y juguetes que pasaban al galope, tabernas y cauponae cerradas y las negras fachadas de las casas, más allá de las capillas oscuras y los fuegos cubiertos de las tahonas, por debajo de las nubes que flotaban en el cielo y las estrellas escondidas y reveladas, Rustem de Kerakek, el médico, fue escoltado aquella noche por hombres del prefecto urbano desde la sede de los Azules hasta la casa próxima a las murallas que se le había entregado para su uso.

Le habían ofrecido una cama en la sede, pero Rustem ya había aprendido hacía mucho tiempo que era preferible que el médico durmiera lejos de sus pacientes. Eso preservaba la dignidad, la distancia profesional y la intimidad. Incluso muerto de cansancio como estaba (había llevado a cabo tres procedimientos más después de limpiar y cerrar la herida del muchacho atravesado desde atrás), Rustem siguió los hábitos del adiestramiento y, después de volverse hacia el este y haber rezado en silencio a Perun y la Dama para que sus esfuerzos fueran encontrados aceptables, solicitó la escolta que le había sido prometida a primeras horas de la noche. Volvieron a acompañarlo hasta las puertas y llamaron a los guardias. Rustem prometió volver por la mañana.

Los soldados de las calles no les crearon problemas durante el trayecto, aunque entre ellos reinaba una evidente agitación y la noche resonaba con sus gritos y su ruidoso llamar a las puertas y los caballos que pasaban eran como un redoble de tambores sobre los adoquines. Rustem, en su agotamiento, no les prestó atención, andando entre su escolta y poniendo un pie delante del otro, aquella noche usando su bastón en vez de llevarlo por el mero efecto, sin ver apenas por dónde iba.

Finalmente llegaron a su puerta, la puerta de la casita que Bonosus tenía junto a las murallas. Uno de los guardias llamó a ella y la puerta fue abierta sin demora. Probablemente esperaban a los soldados, pensó Rustem. Los hombres que buscaban. El mayordomo estaba allí, con cara de preocupación, y Rustem vio a la muchacha, Elita, de pie detrás de él, todavía despierta a aquella hora. Cruzó el umbral, con el pie izquierdo por delante, farfulló unas palabras de gratitud a los guardias, se despidió del mayordomo y de la muchacha con una breve inclinación de la cabeza y subió la escalera para ir a su habitación. Aquella noche la escalera parecía muy larga. Abrió la puerta y entró, con el pie izquierdo por delante.

Dentro, Alixiana de Sarantium estaba sentada junto a la ventana abierta, contemplando el patio de abajo.