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La embarcación imperial viró por los estrechos —esta vez sin delfines que ver—, pilotada impecablemente por una tripulación bastante preocupada. Crispin no era el único que observaba el muelle con nerviosismo mientras se acercaban.

Varios hombres habían sido asesinados en la isla, y había al menos dos traidores entre las filas de los Excubitores. Daleinus había escapado. La emperatriz los había dejado para volver a remo con un solo hombre. Había peligro en la luminosidad del aire.

Nadie nuevo los estaba aguardando, sin embargo. Ni enemigos ni amigos, nadie en absoluto. Llegaron a la ribera y la dotación del muelle amarró los cabos y después se hizo a un lado, esperando que la emperatriz desembarcara.

Fuera cual fuese la forma de la conspiración que se estaba desarrollando hoy, pensó Crispin, en la isla y en el Recinto Imperial, no había sido ingeniada con tanta precisión como para incluir la posibilidad de que la emperatriz pudiera hacer un crucero de placer con un artesano extranjero, para ver delfines… y visitar a un prisionero en la isla.

Alixiana, pensó, habría podido quedarse con ellos para volver a casa. Pero ¿y luego qué? ¿Hacerse llevar en litera hasta el Palacio Attenine o el Traversite para averiguar si su esposo había sido atacado, o incluso muerto, por Lecanus Daleinus y los Excubitores sobornados, y si tenían algún plan inmediato para ella?

Lo que la había hecho comprender que había un gran complot en curso, comprendió Crispin, era que hubiese Excubitores involucrados. Si la Guardia Imperial estaba siendo comprada, las cosas eran serias. Aquello era una mera fuga por parte de un prisionero.

No, Crispin sabía por qué había abandonado su capa en la orilla para regresar en secreto. Se preguntó si volvería a verla alguna vez. O al emperador. Y después se preguntó qué sería de él en cuanto se supiera, como seguramente se sabría, que había hecho el viaje de aquella mañana con la emperatriz a través de las aguas. Le preguntarían qué sabía. Crispin no sabía qué respondería. Todavía no sabía quién se lo preguntaría.

Entonces pensó en Styliane. Recordó lo que le había dicho antes de que la dejara en la noche, a través de una ventana que daba al patio. «Ahora deben ocurrir ciertos acontecimientos. No voy a decir que lo lamente. Pero acuérdate de esta habitación, rhodiano. Pase lo que pase y haga yo lo que haga, acuérdate de ella». ¿Y todo lo demás? Un imperio, un mundo, todos los que vivían en ese mundo. La forma del pasado definiendo la del presente. «No voy a decir que lo lamente».

Recordó haber subido por la oscura escalera con el deseo fluyéndole igual que un río, y la amarga complejidad de aquella mujer. La recordó como siempre recordaría a Alixiana, también. Imágenes engendrando imágenes. La emperatriz en la playa rocosa. La ramera, la había llamado Pertennius en sus papeles secretos. Cosas viles, tanto odio. La ira era más fácil, pensó Crispin.

Miró hacia abajo. La dotación del muelle seguía formada, todavía esperando a que la emperatriz descendiera. Los Excubitores y los marineros intercambiaron miradas de incertidumbre y después —si aún quedara algún espacio para la risa en el mundo, aquello habría podido ser gracioso— volvieron los ojos hacia Crispin, buscando ser guiados. El que los mandaba se había marchado con la emperatriz.

Crispin meneó la cabeza.

—No tengo ni idea —dijo—. Id a vuestros puestos. Informad, supongo. Haced lo que tengáis que hacer cuando… ocurren estas cosas.

«Estas cosas». Se sintió como un idiota. Era lo que hubiese podido decirles Linón.

Carullus habría sabido qué decirles. Pero Crispin no era un soldado. Su padre tampoco lo había sido. Aunque eso no había impedido que Horius Crispus muriera en la batalla. El padre de Styliane había ardido. Hubo un tiempo en que aquella abominación de la isla era apuesta y orgullosa. Crispin pensó en la imagen del dios en la cúpula de Sauradia, su rostro gris, sus dedos rotos en la contienda contra el mal.

Y que ahora se estaba desmoronando, pieza por pieza.

La gran pasarela fue bajada al muelle. No desenrollaron la alfombra. La emperatriz no estaba allí. Crispin bajó y se alejó entre la agitación de un puerto preparándose para la guerra, y nadie lo detuvo, nadie se dio cuenta de su paso siquiera.

Subiendo desde el mar oyó un rugido en la lejanía. El Hipódromo. Hombres y mujeres viendo correr a los caballos para su deleite. Había un extraño vértigo dentro de él, un negro presagio en el día. «Ahora deben ocurrir ciertos acontecimientos».

No tenía idea de adonde ir, qué hacer. Con tanta gente en el Hipódromo las tabernas estarían vacías y silenciosas, pero no quería sentarse en algún sitio y emborracharse. Todavía no. Con los carros corriendo en la pista, Carullus no estaría en casa, pensó, al igual que Shirin, y lo más seguro era que tampoco Pardos y Vargos tampoco. Podía ir a trabajar. Era lo que estaba haciendo cuando ella fue a buscarlo aquella mañana. Había estado tratando de conseguir la distancia y la claridad necesarias para representar a sus hijas sobre la cúpula, para que pudieran estar allí durante lo más aproximado a la eternidad que un artesano podía soñar en alcanzar.

Ahora no tenía nada de ello. Ni las muchachas, ni la distancia ni la claridad. Ya ni siquiera tenía la simplicidad de la ira. Por primera vez que pudiera recordar, la idea de subir y ensimismarse en su oficio le repelía. Había visto morir hombres aquella mañana, y él mismo había asestado un golpe. Subir por la escalera ahora equivaldría a la retirada de un cobarde. Y echaría a perder cualquier trabajo que intentara hacer hoy.

Otro atronador rugido procedente del Hipódromo. Crispin estaba yendo en esa dirección. Entró en el Foro del Hipódromo, vio la enorme mole del edificio, el santuario al otro lado, la estatua del primer Valerius y las Puertas de Bronce detrás de ella, dando acceso al Recinto Imperial.

Estaban ocurriendo cosas, o ya habían ocurrido. Contempló aquellas puertas que se alzaban, perfectamente inmóviles, en un vasto espacio. Imaginó que iba hasta ellas y pedía que le dejaran entrar. Una urgente necesidad de hablar con el emperador sobre algún aspecto de su cúpula, los colores, el ángulo de las tesserae. ¿Podía ser anunciado y presentado?

Su boca estaba muy seca y el corazón le palpitaba violentamente. Era un rhodiano llegado de una tierra conquistada y caída, una que Valerius se proponía volver a devastar con una guerra temible. Había mandado mensajes a casa, a su madre y sus amigos, aun sabiendo que no servirían de nada.

Hubiese debido odiar al hombre que estaba preparando aquella flota, aquellos soldados. Pero, en cambio, estaba recordando a Valerius una noche en el santuario, pasando la mano por el cabello de un arquitecto desaliñado, como una madre, ordenándole que fuese a casa y durmiera.

¿Eran los antae mejores que lo que Sarantium podía traer a la península? Especialmente los antae como serían ahora, con la guerra civil salvajemente anunciada por los portentos. Habría muchas más muertes, tanto si el ejército de Valerius se hacía a la mar como si no.

Y los intentos de asesinato no eran algo que sólo pudiera ocurrir entre unos bárbaros como los antae, pensó Crispin mientras contemplaba el orgulloso esplendor de aquellas puertas de bronce. Se preguntó si Valerius estaba muerto y volvió a pensar en Alixiana. En la playa hacía sólo un rato, las piedras lavadas por el oleaje: «Cuando tu esposa murió… ¿cómo seguiste viviendo?» ¿Cómo había sabido que debía preguntarle eso?

No debería importarle tanto. Hubiese tenido que seguir siendo un forastero, indiferente a aquellas figuras resplandecientes y letales y a lo que estaba ocurriendo hoy. Aquellas personas —hombres y mujeres— estaban tan lejos de él que se movían por un espacio totalmente distinto en la creación de Jad. Él era un artesano. Una capa de vidrio y piedra. Quienquiera que gobernase, le había dicho Martinian en una ocasión, en su ira, siempre habría trabajo para los mosaiquistas, así que ¿por qué debían preocuparse de qué intrigas tenían lugar en palacio?

Crispin era marginal, anecdótico… y estaba cargado de imágenes. Contempló las Puertas de Bronce, todavía titubeando, imaginando el ir hacia ellas, pero al final se dio la vuelta.

Fue a una capilla. Escogida al azar, la primera con que se encontró en una calle que descendía hacia el este. No era una calle que conociera. La capilla era pequeña y tranquila y estaba casi vacía. Sólo había un puñado de mujeres, la mayoría mayores, siluetas que murmuraban entre las sombras, ningún clérigo a esa hora. Los carros se llevaban a la gente. Una vieja, muy vieja batalla. Allí la luz del sol casi desaparecía en una pálida penumbra que se filtraba a través de las pequeñas ventanas que circundaban una cúpula baja. No había decoraciones. Los mosaicos eran caros, al igual que los frescos. Obviamente ninguna persona rica iba allí para salvar su alma con donaciones a los clérigos. Había lámparas suspendidas del techo en una única fila que iba desde el altar hasta las puertas imágenes, con un puñado más en los altares laterales, pero sólo unas pocas estaban encendidas: a finales del invierno quedaba poco aceite.

Crispin estuvo inmóvil un rato delante del altar y el disco, y después se arrodilló —allí no había cojines— en el duro suelo y cerró los ojos. Solo entre las mujeres que rezaban, pensó en su madre: pequeña, valiente y delicada, siempre envuelta en el olor de la lavanda, sola durante tanto tiempo desde que la muerte de su padre. Tenía la sensación de estar muy lejos.

Alguien se levantó, hizo el signo del disco y salió. Una anciana, doblada por los años. Crispin oyó abrirse y cerrarse la puerta detrás de él. Todo estaba en silencio. Y entonces, en aquella calma, alguien empezó a cantar.

Alzó la mirada. Nadie más pareció moverse. La voz, suave y quejumbrosa, venía de su izquierda. Le pareció entrever una borrosa figura, en uno de los altares laterales donde la lámpara no estaba prendida. Había un puñado de velas encendidas junto al altar pero ni siquiera podía ver si la cantante era una muchacha o una mujer mayor, tan tenue era su claridad.

Pasados unos momentos y cuando hubo retomado el hilo de sus pensamientos, se dio cuenta de que la voz estaba cantando en trakesiano, lo cual era muy extraño. Allí la liturgia siempre se cantaba en sarantino.

Su dominio del trakesiano —la vieja lengua de los que habían gobernado gran parte del mundo antes de Rhodias— era precario, pero mientras la escuchaba Crispin se percató de que en realidad era un lamento.

Nadie más se movió. Nadie más entró. Crispin, arrodillado entre mujeres que rezaban en un lugar santo sumido en la penumbra, escuchó cómo aquella voz cantaba penas en una antigua lengua, y pensó que la música era una de las cosas que habían estado ausentes de su vida desde la muerte de Ilandra. Sus canciones nocturnas para las niñas también habían sido para él, que las escuchaba en la casa.

¿Quién conoce el amor?

¿Quién es el que dice conocer el amor?

Aquella cantante, una voz sin un cuerpo, no estaba cantando una nana de Kindath. Estaba ofreciendo —Crispin al fin lo entendió— una pena enteramente pagana: la doncella del trigo y el dios astado, el Sacrificio y la Presa. En una capilla de Jad. Imágenes que ya eran viejas cuando Trakesia era grande.

Arrodillado sobre la piedra, Crispin no pudo evitar estremecerse. Volvió a mirar hacia la izquierda, tratando de atravesar la penumbra con los ojos. Sólo una sombra. Velas. Sólo una voz. Nadie se movía.

Y entonces, mientras sentía la presencia de espíritus invisibles que flotaban en la penumbra, pensó que antes de que llegara al sur con su tío procedente de los campos del norte, Valerius el emperador había sido Petrus de Trakesia y que habría conocido aquella canción.

Y después otro pensamiento llegó con aquel, y Crispin volvió a cerrar los ojos y se dijo que era idiota. Pues si aquello era cierto —y por supuesto que lo era— entonces Valerius también tenía que saber exactamente qué era el bisonte de los esbozos que Crispin había hecho para el Santuario. Era del norte de Trakesia, de los bosques y los campos de trigo, lugares donde las raíces paganas llevaban siglos de arraigo.

Valerius habría reconocido el zubir nada más verlo en los dibujos.

Y no había dicho nada. Le había entregado los esbozos al Patriarca de Oriente y los había aprobado para la cúpula de su propio legado, su Santuario de la Sagrada Sabiduría de Jad. La comprensión entró en Crispin como un vendaval. Abrumado, se mesó el cabello.

Qué hombre osaba tratar de conciliar tantas cosas en el espacio de una sola vida, pensó. Oriente y Occidente unidos de nuevo, el norte descendiendo hacia el sur, la bailarina de una facción convirtiéndose en emperatriz. La hija de tu enemigo y tu… víctima, casada con tu amigo y estratega. El zubir de Aldwood, enorme y salvaje —la esencia de lo salvaje— en una cúpula consagrada a Jad en el corazón de Sarantium, la ciudad triplemente amurallada.

Valerius lo había intentado. Había una pauta allí. Era evidente. Crispin sintió que estaba a punto de verla, que casi la entendía. Él mismo era un creador de pautas, alguien que trabajaba con luz y tesserae. El emperador había trabajado con el mundo y almas humanas.

Aquella voz lloraba una pérdida.

¿Nunca volverá la doncella a andar por los campos soleados,

su cabellera tan amarilla como el trigo?

Los cuernos del dios pueden contener la luna azul.

Cuando la Cazadora le dispara, él muere.

¿Cómo podremos vivir jamás, nosotros los hijos del tiempo, si estos dos deben morir?

¿Cómo llegaremos a aprender, nosotros los hijos de la pérdida, qué podemos dejar detrás?

Cuando el rugido sea oído en el bosque

los hijos de la tierra, llorarán.

Cuando la bestia que rugía entra en los campos

los hijos de la sangre deben morir.

Se esforzaba por entender las palabras trakesianas, y al mismo tiempo comprendía muchas cosas sin necesidad de recurrir al pensamiento: la manera en que había mirado arriba en aquella capilla de Sauradia el día del Muerto y percibido en la cúpula una verdad sobre Jad y el mundo. Su corazón, súbitamente abrumado, amenazaba con estallar de dolor. Los misterios barrían todo su ser. Se sentía pequeño, mortal y solo, atravesado por una canción como por una espada.

Pasado cierto tiempo se dio cuenta de que la voz solitaria había dejado de cantar. Volvió a mirar. Ni rastro de la cantante. Allí no había nadie. Se volvió hacia las puertas. Nadie estaba saliendo por ellas. No había movimiento alguno en ningún lugar de la capilla, no se oían pasos. Las otras siluetas seguían inmóviles. Como si no hubieran oído aquella dolorosa canción.

Crispin volvió a estremecerse, una sensación de algo invisible rozándolo, a él y a su vida. Le temblaban las manos. Se las miró como si pertenecieran a otra persona. ¿Quién había cantado aquel lamento? ¿Qué estaba siendo llorado con palabras paganas en una capilla de Jad? Pensó en Linón, en niebla gris sobre la fría hierba. «Recuérdame». ¿Permanecía contigo el otro mundo para siempre, una vez habías entrado en él? No lo sabía.

Entrelazó las manos y se las miró —arañazos, cortes, viejas cicatrices— hasta que se fueron aquietando. Pronunció la Invocación a Jad entre la penumbra y el silencio e hizo el signo del disco solar y rogó misericordia y luz, por los muertos y los vivos que conocía, allí y lejos de allí.

Y después se levantó y salió al día, andando hacia su casa por calles y callejones, a través de plazas, bajo columnatas cubiertas, oyendo el estrépito del Hipódromo detrás de él con aquella nueva y redoblada intensidad indicadora de que estaba ocurriendo algo. Vio hombres que corrían venidos de todas direcciones, enarbolando palos y cuchillos. Vio una espada. El corazón seguía redoblándole como un tambor, vibrando con un doloroso latido.

Estaba empezando. O, visto de otra manera, estaba terminando. No hubiese debido importarle tanto. Pero le importaba, más de lo que podía expresar con palabras. Era una verdad que no podía ser negada. Pero no le quedaba ningún papel que desempeñar.

En eso se equivocaba.

Cuando llegó a su casa, Shirin estaba esperándole con Danis alrededor del cuello.

El disturbio se desencadenó con una rapidez increíble. En un momento dado los Azules estaban dando su Vuelta de la Victoria, y al siguiente el griterío se había vuelto hosco y amenazador, y hubo violencia salvaje en el Hipódromo.

En el túnel donde yacía Scortius, Cleander miró atrás a través de las Puertas Procesionales y vio hombres peleándose con puños y cuchillos a medida que las facciones trataban de atravesar las gradas neutrales para llegar la una hasta la otra. Los espectadores eran pisoteados en sus esfuerzos por quitarse de en medio. Vio a alguien alzado en vilo y lanzado por los aires para aterrizar encima de las cabezas varias filas más abajo. Una mujer que se debatía tratando de apartarse de un grupo de antagonistas cayó de rodillas ante sus ojos, y Cleander —incluso estando tan lejos y con el rugido de la multitud resonando— creyó oír sus gritos mientras la pisoteaban. El gentío corría desesperadamente hacia las salidas en una brutal avalancha.

Miró a su madrastra, y después volvió la mirada hacia la kathisma al final de la larga recta. Su padre estaba allí arriba, demasiado lejos para que pudiera ayudarles. Plautus Bonosus ni siquiera sabía que iban a venir al Hipódromo. Cleander inspiró profundamente. Echó un último vistazo a los médicos que se afanaban sobre el cuerpo yacente de Scortius y luego se fue. Cogiendo delicadamente a su madre por el codo, la llevó hacia el interior del túnel. Ella se dejó conducir sin decir nada. El muchacho conocía al dedillo aquel lugar. Acabaron llegando a una puertecita cerrada con llave. Cleander forzó la cerradura (no era difícil, y va lo había hecho antes) y salieron al lado sur del Hipódromo.

Thenais se mostraba dócil, extrañamente indiferente a todo y sin que pareciera enterarse del pánico que los rodeaba. Cleander asomó la cabeza por la esquina en busca de su litera, estacionada cerca de las puertas principales por las que habían entrado, pero enseguida comprendió que no podrían llegar hasta ella: los enfrentamientos ya se habían extendido al exterior del Hipódromo. Las facciones estaban luchando en el foro. Grupos de hombres llegaban corriendo. El estrépito del interior era terrible, ensordecedor. Volvió a coger del codo a su madrastra y fueron en dirección contraria, todo lo deprisa que Cleander podía hacerla andar.

Tenía una imagen metida en la cabeza y no conseguía quitársela: la expresión de Astorgus cuando el auxiliar vestido de amarillo apostado en la puerta fue hacia ellos y comunicó aquello que Cleander había visto con sus propios ojos pero estaba decidido a no contar. Astorgus, el rostro convertido en una máscara, se había puesto rígido. Tras un momento de inmovilidad, el factionarius de los Azules giró sobre los talones sin decir palabra y volvió a salir a la arena.

En la pista, los Azules todavía estaban en plena celebración, con el joven auriga que había ganado la carrera dando vueltas de la victoria junto a los aurigas Blancos. Scortius yacía inconsciente en el túnel. Su médico basánida, ayudado por el doctor de los Azules, trataba desesperadamente de detener la hemorragia y mantenerlo respirando, entre los vivos. A esas alturas ya estaban cubiertos de sangre.

Instantes después, los que estaban en el túnel habían oído cómo los vítores de las gradas se convertían en otra cosa, un rumor intenso y aterrador, y después empezaron los enfrentamientos. En ese momento no sabían por qué, o qué había hecho Astorgus.

Cleander se apresuró a subir a su madrastra a una columnata, dejando que un enjambre de jóvenes pasara corriendo por la calle, gritando y blandiendo garrotes y cuchillos. Vio a alguien con una espada. Dos semanas antes, él hubiese podido ser ese hombre, corriendo hacia el derramamiento de sangre con un arma en la mano. Ahora los veía a todos ellos como amenazas de ojos enloquecidos a las que nadie podía controlar. Le había ocurrido algo. Mantuvo cogida del brazo a su madrastra.

Oyó que lo llamaban por su nombre. Se volvió hacia aquel vozarrón y sintió un gran alivio. Vio que era el soldado, Carullus: aquel al que había conocido en La Spina el otoño pasado, el soldado para cuyo banquete nupcial Shirin acababa de ofrecer su casa como anfitriona. Carullus tenía el brazo izquierdo alrededor de la cintura de su esposa y un cuchillo en la mano derecha. Subieron rápidamente los escalones que llevaban a la columnata.

—No te separes de mí, muchacho —dijo Carullus con aplomo—. Llevaremos a casa a las mujeres para que puedan tomarse una tacita de algo caliente en un agradable día de primavera. ¿Verdad que hace un día precioso? Adoro esta época del año.

Cleander se sintió indeciblemente agradecido. Carullus era un hombretón cuya sola presencia intimidaba, y se movía como un soldado. Nadie se metió con ellos mientras andaban, aunque a su lado vieron cómo un hombre golpeaba a otro en la cabeza con un cayado en plena calle. El cayado se partió, y el hombre golpeado se desplomó como un fardo.

Carullus torció el gesto.

—Le ha roto el cuello —dijo tranquilamente, mirando atrás sin detenerse—. No volverá a levantarse.

Volvieron a entrar en el camino al final de la columnata. Una olla lanzada desde una ventana estuvo a punto de darles. Carullus se agachó y la recogió.

—¡Un regalo de boda! ¡Qué inesperado! ¿Es mejor que la que tenemos, cariño? —le preguntó a su esposa, sonriendo.

La mujer meneó la cabeza y consiguió sonreír. Sus ojos reflejaban terror. Carullus tiró la olla por encima del hombro. Cleander miró a su madrastra. Estaba tranquila, pero en sus ojos no había nada. Era como si no viese ni oyese nada de todo aquello. Parecía hallarse en otro mundo.

Siguieron su camino sin más incidentes, aunque las calles estaban llenas de figuras que corrían y gritaban y Cleander vio que los tenderos se apresuraban a cerrar las puertas y los huecos de sus comercios, protegiéndolos con tablones. Llegaron a su casa. Los sirvientes los estaban esperando. Debidamente aleccionados, ya habían empezado a levantar barricadas en las puertas del patio, y los que esperaban en la puerta empuñaban gruesos palos. Aquel no era el primer disturbio del que tenían memoria.

La madre de Cleander entró en casa sin decir palabra. No había hablado desde que salieron del Hipódromo. Desde que había empezado la carrera, advirtió de pronto Cleander. Tuvo que encargarse de dar las gracias al soldado. Balbuceó y le invitó a entrar. Carullus rehusó con una sonrisa.

—Será mejor que me presente al estratega en cuanto haya llevado a mi esposa a casa. Un pequeño consejo, muchacho: no salgas de casa esta noche. Los Excubitores patrullarán las calles, de eso puedes estar seguro, y cuando tienen que golpear en la oscuridad no se molestan demasiado en escoger sus blancos.

—No saldré de casa —dijo Cleander.

Pensó en su padre, pero decidió que no tenía que preocuparse por él: desde la kathisma podían regresar al Recinto Imperial. Su padre podía esperar allí o hacer que unos soldados lo escoltaran hasta su casa. Cleander tenía la obligación de mantener a salvo a su madre y sus hermanas.

Cuando dictara sus tan elogiadas Reflexiones cuarenta años más tarde, Cleander Bonosus describiría el día en que el emperador Valerius II fue asesinado por los Daleinoi, el día en que su madrastra se quitó la vida en su baño abriéndose las muñecas con un cuchillito, como el día en que se hizo hombre. Los escolares estudiarían y copiarían las conocidas frases, o se las aprenderían de memoria para recitarlas: «Así como es la adversidad la que endurece el espíritu de un pueblo, también puede fortalecer el alma de un hombre. Aquello que dominamos se vuelve nuestro para que podamos usarlo».

Examinar acontecimientos complejos y a veces distantes para determinar las causas de unos disturbios no es tarea fácil, pero sin duda formaba parte de las responsabilidades del prefecto urbano, bajo la dirección del maestro de ceremonias, y el proceso no era nuevo para él. Una vez llegado el momento de formular preguntas significativas, naturalmente, el prefecto urbano también tenía acceso a ciertos reconocidos profesionales y a sus herramientas.

Finalmente, los métodos más rigurosos no resultaron necesarios (para desilusión de algunos) en el caso del disturbio que estalló el día en que el emperador Valerius II fue asesinado.

Los altercados en el Hipódromo habían empezado antes de que nadie se hubiera enterado de aquella muerte. Eso era indudable. El origen de todo fue un ataque a un auriga, y esta vez los Azules y los Verdes no estaban unidos como dos años antes en el Disturbio de la Victoria. Más bien todo lo contrario. La investigación dejó claro que había sido un auxiliar del Hipódromo quien reveló que el campeón de los Azules, Scortius, había sido salvajemente golpeado por Crescens de los Verdes momentos antes de iniciarse la primera carrera de la tarde. Crescens, al parecer, había sido el primero en percatarse de la reaparición de su rival.

Más adelante el auxiliar, que se hallaba de servicio en las Puertas Procesionales, prestó juramento sobre lo que había visto. La corroboración fue proporcionada, de bastante mala gana, por el joven hijo del senador Plautus Bonosus. El muchacho, y había que reconocerle ese mérito, guardó silencio en aquellos instantes, aunque posteriormente confirmó haber visto cómo Crescens asestaba un codazo al otro auriga en lo que él sabía personalmente eran unas costillas ya rotas. Explicó su silencio diciendo que había presentido las terribles consecuencias de comunicar el incidente.

En consecuencia, el prefecto urbano consideró probado —y así lo comunicó en su informe al maestro de ceremonias— que Crescens de los Verdes había agredido al otro auriga, el cual se hallaba herido.

Estaba claro que con ello intentaba minar el impacto del dramático regreso de Scortius.

Eso ofrecía cierta explicación, aunque difícilmente una justificación de lo que aparentemente ocurrió a continuación. Astorgus, el factionarius de los Azules, un hombre tan probo como experimentado que hubiese debido saber comportarse en aquellas circunstancias, fue andando por la arena hasta la spina, hasta donde Crescens aún se tenía en pie después de haber sufrido una infortunada caída en su última carrera, y lo golpeó en la cara y el cuerpo, partiéndole la nariz y dislocándole el hombro ante los ojos de ochenta mil personas bastante excitadas.

La provocación de que había sido objeto era innegable —más tarde diría que creía que Scortius iba a morir—, pero aun así se trató de un acto irresponsable. Si querías dar una paliza a alguien y tenías un mínimo de sentido común, actuabas de noche.

Crescens no volvería a correr durante casi dos meses, pero no murió. Scortius tampoco.

Unas tres mil personas fueron a reunirse con el dios, no obstante, en el Hipódromo y las calles aquel día y aquella noche. El maestro de ceremonias siempre pedía números exactos, y estos siempre eran difíciles de obtener. La cifra era significativa pero no exorbitante para un disturbio que incluyó incendios y pillajes. Comparada con la última gran conflagración, en la que habían muerto treinta mil personas, se trató de un acontecimiento bastante irrelevante. Unas cuantas casas de los kindath fueron incendiadas en su barrio, como de costumbre, y unos cuantos forasteros —comerciantes basánidas en su mayoría— fueron asesinados, pero esto último era de esperar dada la pérfida ruptura de la Paz Eterna que había sido conocida en Sarantium a la hora del crepúsculo, a la cual había que añadir la muerte del emperador. La gente asustada hacía cosas desagradables.

La mayoría de las muertes tuvieron lugar después del anochecer, cuando los Excubitores salieron del Recinto Imperial con antorchas y espadas para restaurar el orden en las calles. Por entonces los soldados ya sabían que tenían un nuevo emperador y que territorios sarantinos habían sido atacados en el noreste. Indudablemente fue un exceso de celo ocasionado por esos hechos el que produjo algunas de las bajas civiles y unas cuantas muertes de basánidas.

En realidad, apenas era algo digno de mención. No se podía esperar que el ejército mostrara mucha paciencia con civiles que se estaban peleando en las calles. No se les culpó. De hecho, el conde de los Excubitores volvió a ser felicitado por la rapidez con que puso fin a la violencia aquella noche.

Mucho más tarde, Astorgus y Crescens serían procesados por sus agresiones en los que serían los primeros juicios importantes celebrados bajo el nuevo régimen imperial. Los dos se comportaron con dignidad, declarando sentir remordimiento por sus acciones. Ambos recibirían reprimendas y multas: idénticas, por supuesto. Y con eso se dio por cerrado el caso. Ambos eran hombres importantes. Sarantium los necesitaba con vida y en el Hipódromo, manteniendo felices a los ciudadanos.

La última vez que un emperador había muerto sin heredero una turba se dirigió a las puertas del Senado Imperial y se abrió paso por la fuerza. Esta vez había un auténtico disturbio fuera, y la multitud que corría por las calles ni siquiera sabía que el emperador había muerto. Había algún aforismo en ello, pensó Bonosus irónicamente, una paradoja merecedora de ser recordada.

Las paradojas tienen capas, la ironía puede tener dos filos. Bonosus aún no sabía que su esposa había muerto.

Estaban en las Cámaras del Senado, esperando a que otros senadores lograran abrirse paso a través de los tumultos callejeros. Los Excubitores habían entrado en acción, recogiendo senadores y escoltándolos lo más deprisa posible. Esa celeridad no tenía nada de sorprendente. La mayor parte de la ciudad ignoraba la muerte del emperador. Esa ignorancia no duraría mucho, no en Sarantium, ni siquiera en plena revuelta. Quizá especialmente, pensó Bonosus recostado en su asiento, durante una revuelta.

Muchos niveles de memoria competían en su mente, y también estaba intentando —sin éxito— digerir el hecho de que el emperador había muerto. Un emperador asesinado. Eso no ocurría desde hacía mucho tiempo. Bonosus sabía que no era prudente hacer preguntas.

Los soldados tenían sus razones para querer que el Senado se reuniera cuanto antes. Cualquiera fuese la explicación de la muerte de Valerius —se decía que el exiliado Lysippus había vuelto a la ciudad y que se hallaba involucrado, al igual que el desterrado y encarcelado Lecanus Daleinus—, no había necesidad de preguntarse quién sucedería al emperador asesinado. Leontes tenía sus propias razones para actuar deprisa antes de que pudiera llegar a plantearse tal pregunta.

Después de todo, el estratega supremo estaba casado con una Daleinus, y podía haber quienes encontraran motivo de sospecha en el hecho de que se hubiera asesinado al predecesor de uno en el Trono de Oro. Especialmente cuando el asesinado había sido mentor y amigo de uno, y cuando el asesinato había sido cometido en vísperas de una guerra. Eso podía ser considerado —por alguien bastante más temerario que Plautus Bonosus— como un vil y despreciable acto de traición.

Los pensamientos de Bonosus giraban locamente en su cabeza. Demasiadas sorpresas en un solo día. El regreso de Scortius, aquella asombrosa carrera que había pasado de la gloria a los disturbios en un abrir y cerrar de ojos. Y entonces, justo cuando empezaban los enfrentamientos, el gris secretario de Leontes le había dicho al oído:

—Vuestra presencia es requerida de inmediato en palacio.

No había dicho por quién. Daba igual. Los senadores hacían lo que se les decía que hicieran. Bonosus ya se estaba levantando para irse cuando se percató de que algo había ocurrido en la spina —más tarde se enteraría de los detalles— y oyó un rugido gutural cuando el Hipódromo entró en erupción.

Pensándolo bien, sospechaba que Leontes (¿o su esposa?) había querido que compareciera ante ellos solo, en calidad de maestro del Senado, para enterarse de las noticias antes que nadie. Eso les habría dado tiempo para convocar discretamente al Senado y controlar la difusión de las terribles noticias.

Las cosas no salieron de esa manera.

Al mismo tiempo que las gradas estallaban en una explosión de furia y una carrera colectiva hacia las salidas, los ocupantes del Palco Imperial se pusieron en pie y ejecutaron su propia carrera colectiva hacia las puertas que llevaban al Palacio Attenine. Bonosus recordó la expresión del pálido secretario: sorpresa, disgusto y miedo.

Cuando Bonosus y Pertennius salieron de la larga pasarela para entrar en la sala de audiencias del palacio, esta se hallaba repleta de vocingleros y asustados cortesanos que habían huido de la kathisma antes que ellos. Otros estaban llegando. En el centro de la sala, cerca de los tronos y del árbol de plata, esperaban Leontes y Styliane.

El estratega levantó una mano pidiendo silencio. No el maestro de ceremonias, no el canciller. Gesius acababa de entrar en la sala por la puertecita que había detrás de los dos tronos. Se quedó allí, el entrecejo fruncido por la perplejidad. En el silencio al que había dado forma su gesto, fue Leontes, directo y grave, quien dijo:

—Lo lamento, pero esto debe ser comunicado. Hoy hemos perdido a nuestro padre. El sacratísimo emperador de Jad ha muerto.

Hubo un barboteo de incredulidad. Una mujer chilló. Alguien hizo el signo del disco solar cerca de Bonosus, y otros lo imitaron. Alguien se arrodilló y todos lo imitaron, el sonido como un murmullo del mar. Todos excepto Styliane y Leontes. El canciller ya no parecía perplejo. Ahora su expresión era otra. Extendió una mano para apoyarse en una mesa y dijo, directamente desde detrás de los tronos y aquellas altas figuras doradas:

—¿Cómo ha ocurrido esto? ¿Y cómo es que lo sabéis?

La voz, tenue y precisa, se oyó en toda la sala. Aquello era Sarantium, el Recinto Imperial. No era un lugar donde ciertas cosas pudieran ser controladas con facilidad, no con la rivalidad que enfrentaba a tantos intereses y hombres sagaces. Y mujeres.

Fue Styliane quien se volvió hacia el canciller y Styliane quien dijo, su voz extrañamente carente de fuerza como, pensó Bonosus, si acabara de ser sangrada por un médico:

—Fue asesinado en el túnel entre los palacios. Fue quemado por Fuego Sarantino.

Después Bonosus recordaría haber cerrado los ojos al oír eso. El pasado y el presente se habían juntado con tal violencia que se sintió mareado. Abrió los ojos y vio que Pertennius, arrodillado junto a él, se había puesto blanco.

—¿Por quién? —preguntó Gesius, apartándose de la mesa y dando un paso adelante.

Estaba solo, un poco separado de los demás. Un hombre que había servido a tres emperadores y sobrevivido a dos sucesiones.

Y que era improbable sobreviviese a una tercera, haciendo aquellas preguntas con aquel tono. El senador pensó que al viejo canciller quizá le diera igual.

Leontes miró a su esposa, y nuevamente fue Styliane la que contestó.

—Mi hermano Lecanus. Y el calisiano exiliado, Lysippus. Al parecer sobornaron a los guardias de la puerta del túnel y los que vigilaban a mi hermano en la isla.

Otro murmullo. Lecanus Daleinus y fuego. El pasado allí con ellos en la sala, pensó Bonosus.

—Comprendo —dijo Gesius con voz seca, tan falta de matices que dicha ausencia ya era un matiz por sí sola—. ¿Ellos dos solos?

—Así parece —dijo Leontes—. Tendremos que investigarlo, por supuesto.

—Por supuesto —convino Gesius, nuevamente sin que hubiera nada que discernir en su tono—. Sois muy amable al indicarlo, estratega. Se nos podría haber pasado por alto pensar en ello. Supongo que la dama Styliane fue alertada por su hermano de las malvadas intenciones que albergaba y que llegó trágicamente demasiado tarde para impedir que las llevara a la práctica, ¿verdad?

Hubo un breve silencio. Demasiadas personas estaban oyendo aquello, pensó Bonosus. Antes del ocaso toda la ciudad lo sabría, y ya había violencia en Sarantium. Sintió miedo.

El emperador había muerto.

—El canciller es, como siempre, el más sabio de nosotros —dijo Styliane con dulzura—. Ocurrió tal como él ha dicho. Os ruego que imaginéis mi pena y mi vergüenza. Mi hermano también estaba muerto cuando llegamos allí. Y el estratega dio muerte a Lysippus cuando lo vimos allí, de pie junto a los cuerpos.

—Le dio muerte —murmuró Gesius. Sonrió de manera casi imperceptible, un hombre infinitamente versado en las maneras de una corte—. Claro. ¿Y los soldados que habéis mencionado?

—Ya habían sido abrasados —informó Leontes.

Esta vez Gesius se limitó a sonreír, dejando que el silencio hablara por él. Alguien sollozaba en la atestada sala.

—Debemos actuar. Hay disturbios en el Hipódromo —dijo Faustinus. El maestro de ceremonias por fin había dado a conocer su presencia. Bonosus vio que estaba rígido de tensión—. ¿Y qué pasa con el anuncio de la guerra?

—No habrá ningún anuncio —dijo Leontes con voz átona. Sereno, seguro de sí mismo. Un líder a carta cabal—. Y no debemos preocuparnos por los disturbios.

—¿No? ¿Por qué no? —preguntó Faustinus mirándole fijamente.

—Porque el ejército está aquí —murmuró Leontes, y paseó la mirada por la corte reunida en la sala.

Fue en ese momento, pensaría Bonosus más tarde, cuando él mismo empezó a ver las cosas de otra manera. Los Daleinoi podían haber planeado un asesinato por razones particulares. No había creído que Styliane hubiera llegado demasiado tarde a ese túnel, que su ciego y mutilado hermano hubiera sido capaz de planear y ejecutar todo aquello desde su isla. El Fuego Sarantino hablaba de venganza. Pero si los hijos de Daleinus también habían dado por sentado que el esposo de Styliane sería una figura útil en el trono, una puerta para su propia ambición, Bonosus decidió que podían haberse equivocado.

Vio que Styliane se volvía hacia el hombre alto y dorado con el que había contraído matrimonio por orden de Valerius. Plautus Bonosus era un hombre observador y llevaba años leyendo pequeñas señales, especialmente en la corte. Styliane, decidió, estaba llegando a la misma conclusión que él.

«El ejército está aquí». Cuatro palabras, con un mundo entero de significado. Un ejército podía aplastar una revuelta civil. Eso era obvio, pero había más. Cuando Apius murió sin un heredero, los ejércitos se hallaban a dos semanas de marcha de la ciudad y estaban divididos. Ahora se encontraban allí mismo, acuartelados en la ciudad, listos para zarpar hacia Occidente.

Y el hombre que hablaba de ellos, aquella silueta dorada inmóvil delante del Trono de Oro, era su amado estratega. El ejército estaba allí y le pertenecía, y el ejército decidiría.

—Me ocuparé del cuerpo del emperador —dijo Gesius en voz baja y suave. Todas las cabezas se volvieron hacia él—. Alguien debe hacerlo —añadió, y se fue.

Antes del anochecer el Senado de Sarantium ya había sido convocado en sesión urgente en su hermosa cámara abovedada. Recibieron la comunicación formal del prefecto urbano, vestido de negro y hablando nerviosamente sobre la muerte prematura de Valerius II, amadísimo de Jad. Una votación a mano alzada aprobó la resolución de que el prefecto urbano, junto con el maestro de ceremonias, investigara a fondo las circunstancias de lo que parecía un vil asesinato.

El prefecto urbano aceptó la tarea con una reverencia y se fue.

Entre gritos y ruido de armas que entrechocaban en la calle, Plautus Bonosus pronunció las palabras ceremoniales que instaban al Senado a valerse de su sabiduría a fin de escoger a un sucesor para el Trono de Oro.

Tres oradores intervinieron desde la estrella de mosaico que ocupaba el centro del suelo entre su círculo de asientos. El primero en hablar fue el cuestor del Sagrado Palacio, seguido por el primer consejero del Patriarca Oriental y finalmente habló Auxilius, conde de los Excubitores: él había puesto fin, junto con Leontes, a la Revuelta de la Victoria hacía dos años. Con distintos grados de elocuencia, los tres oradores instaron al Senado a escoger al mismo hombre.

Cuando hubieron acabado de hablar, Bonosus solicitó más propuestas de los invitados. No hubo ninguna. Después invitó a sus colegas a que hicieran sus propios discursos y observaciones. Nadie quiso intervenir. Un senador propuso que votaran inmediatamente. Oyeron nuevos ruidos de lucha fuera.

Viendo que nadie se mostraba en desacuerdo con la propuesta, Bonosus propuso una votación. Los guijarros fueron repartidos en parejas a todos los presentes: el blanco significaba que se estaba de acuerdo con el único nombre propuesto, y el negro indicaba el deseo de que hubiera nuevas deliberaciones y se tomara en consideración a otros candidatos.

La moción fue aceptada por 49 votos contra uno. Auxilius, que no se había movido de la galería de los visitantes, salió apresuradamente de la cámara.

Como consecuencia de aquella votación formal, Plautus Bonosus ordenó a los secretarios del Senado que redactaran un documento oficial en el que se indicara que el augusto Senado sarantino opinaba que el sucesor del llorado Valerius II, Sagrado Emperador de Jad, regente del dios sobre la faz de la tierra, debía ser Leontes, que actualmente servía honrosamente como estratega supremo del ejército sarantino. Los secretarios recibieron instrucciones de expresar la ferviente esperanza del Senado de que el suyo sería un reinado bendecido por el dios con gloria y buena fortuna.

El Senado levantó la sesión.

Esa misma noche Leontes, al que solían llamar «el Dorado», fue ungido emperador por el Patriarca Oriental en la Capilla Imperial detrás de los muros del Recinto. Saranios había construido esa capilla. Sus huesos descansaban en ella.

Se decidió que si la calma volvía a la ciudad durante la noche, habría una ceremonia pública en el Hipódromo la tarde siguiente, para coronar tanto al emperador como a la emperatriz. Siempre la había. La gente necesitaba verlo.

Mientras era escoltado a casa aquella noche por un contingente de Excubitores, Plautus Bonosus acarició el guijarro blanco que llevaba en el bolsillo. Después de pensárselo, lo arrojó a la oscuridad.

Las calles ya estaban más tranquilas. Los fuegos habían sido apagados. Contingentes del ejército habían sido enviados a la hora del ocaso desde el puerto y los barracones provisionales junto a las murallas. La presencia de soldados armados hasta los dientes desfilando ordenadamente puso fin a la violencia. Hoy todo se había resuelto rápidamente y con discreción, pensó Bonosus. No como la última vez que no había habido heredero. Estaba tratando de entender por qué sentía tanta amargura. Después de todo, no había nadie más apropiado para lucir el pórfido imperial que Leontes. El problema no era ese. ¿O sí?

Los soldados seguían recorriendo las calles en eficientes formaciones. Bonosus no recordaba haber visto al ejército mostrándose tanto dentro de Sarantium. Mientras andaba con su escolta (no había querido la litera que le ofrecieron), vio que las patrullas llamaban a las puertas y entraban en las casas.

Él sabía por qué. Sintió una extraña pesadez en el estómago. Había estado intentando reprimir ciertos pensamientos, pero sin mucho éxito. Entendía muy bien lo que estaba pasando. Aquello tenía que ocurrir cada vez que se producía un cambio violento de esa clase. Valerius, a diferencia de Apius o de su tío antes que él, no había ido a reunirse con el dios de manera apacible y tranquila, en su ancianidad, para ser serenamente expuesto en la Sala Pórfido engalanado con las vestimentas del viaje. Había sido asesinado. Ciertas cosas debían tener lugar después de algo así.

Una, en particular.

Y de ahí aquellos soldados que ahora se desplegaban por la ciudad con sus antorchas, peinando las calles y callejones en los alrededores del puerto, los pórticos de los ricos, los laberintos de habitaciones y estancias que había dentro del Hipódromo, las capillas, tabernas, cauponae (incluso las que habían sido cerradas aquella noche cumpliendo la orden de clausura), posadas, sedes gremiales y talleres, tahonas y burdeles, probablemente incluso bajando a las cisternas e irrumpiendo en las casas de los ciudadanos durante la noche. La atemorizante llamada a la puerta en la oscuridad.

Una persona había desaparecido y tenía que ser encontrada.

Yendo hacia su puerta, Bonosus vio que la casa había sido adecuadamente protegida con barricadas. El jefe de su escolta llamó a la puerta, cortésmente en este caso, y se dio a conocer.

Los pestillos fueron descorridos y la puerta abierta. Bonosus vio a su hijo. Cleander estaba llorando, los ojos enrojecidos. Bonosus le preguntó por qué lloraba y Cleander se lo dijo.

Bonosus entró en su casa. Su hijo les dio las gracias a los guardias, que se fueron. Cerró la puerta. Su padre se sentó pesadamente en un banco del vestíbulo. El torbellino de pensamientos en su cabeza se aquietó. Ya no había pensamientos, ninguno. Un vacío.

Los emperadores morían antes de que les llegara su hora. Otras personas también. El mundo era lo que era.

—Hay una revuelta en el Hipódromo. ¡Y hoy había otro pájaro en la ciudad! —dijo Shirin con voz apremiante en cuanto Crispin entró en su casa y la vio esperando en la sala, yendo de un lado a otro delante del fuego. Estaba muy agitada: había dicho aquellas palabras con un sirviente todavía en el vestíbulo.

«¡Otro pájaro!», dijo Danis silenciosamente, casi tan preocupado como ella. «Ratones y sangre», hubiese dicho Linón. Y después lo trató de idiota por haber recorrido las calles sin ir acompañado de nadie.

Crispin inspiró profundamente. El otro mundo. ¿Lo abandonabas alguna vez, después de haber entrado en él? ¿Te abandonaba él alguna vez?

—Ya sé que hay combates en el Hipódromo —dijo—. Ahora se han extendido a las calles. —Se volvió y despidió al sirviente, y entonces se dio cuenta de algo—. Has dicho que había otro pájaro. ¿Ya no está aquí?

«Ahora no lo percibo —dijo Danis en su mente—. Estaba aquí y de pronto… se fue».

—¿Se fue? ¿De la ciudad?

Podía ver la preocupación en el rostro de la mujer.

«Más que eso, creo. Creo que… se ha ido. No se esfumó. Estaba allí, y de pronto ¿ya no estaba?»

Crispin necesitaba vino. Vio que Shirin lo miraba fijamente. La mirada inteligente, observadora. El juego y los fingimientos habían desaparecido.

—Ya lo sabías —dijo. No era una pregunta. La hija de Zoticus—. No pareces sorprendido.

Él asintió.

—Sé algo. No mucho.

Shirin estaba pálida y parecía tener frío, incluso encontrándose tan cerca del fuego.

—He recibido dos mensajes distintos, enviados por dos de mis informadores —dijo, abrazándose a sí misma con las manos—. Ambos dicen que el Senado ha sido convocado. También dicen… dicen que el emperador podría haber muerto.

Crispin no estaba seguro, pero le pareció que Shirin quizá estuviera llorando. A continuación fue a Danis a quien oyó, silenciosamente: «Dijeron que fue asesinado».

Crispin tomó aliento. Podía sentir latir su corazón, todavía demasiado deprisa. Miró a Shirin, esbelta, grácil, asustada.

—Me temo que puede ser verdad —dijo.

«Cuando la Cazadora le dispara, él muere».

Había más pena en él de la que nunca hubiese esperado.

Ella se mordió el labio.

—¿El pájaro? El que sintió Danis. Dijo que era… una mala presencia.

Y, realmente, no había ninguna razón para no decírselo. No a ella. Había estado allí con él, en el otro mundo. Su padre los había involucrado a ambos en todo aquello.

—Pertenecía a Lecanus Daleinus. Que hoy escapó de su prisión y vino aquí.

Shirin se sentó en el banco más próximo. Todavía abrazándose a sí misma. Había palidecido.

—¿El ciego? ¿El quemado…? ¿Dejó la isla?

—Tuvo ayuda, obviamente.

—¿Procedente de…?

Crispin volvió a tomar aliento.

—Shirin, querida mía, si tus noticias son ciertas y Valerius ha muerto, van a hacerme preguntas. Debido al sitio en que estuve esta mañana. Estarás más segura no sabiéndolo. Puedes decir que no lo sabes. Que me negué a contártelo.

La expresión de ella cambió.

—¿Estuviste en esa isla? ¡Oh, Jad! Crispin, ellos… No harás ninguna estupidez, ¿verdad?

Él consiguió sonreír.

—¿Para variar, quieres decir?

Ella sacudió la cabeza.

—No bromees. ¡No quiero oír ni una sola broma! Si los Daleinoi han matado a Valerius serán… ¿Dónde está Alixiana? Si han matado a Valerius… —Shirin dejó que el pensamiento quedara flotando y se desvaneciera. Los hombres y las mujeres vivían y morían. Se desvanecían.

Crispin no sabía qué decir. Una túnica tirada en una playa rocosa. La encontrarían. Quizá ya la habían encontrado. «¿Nunca volverá la doncella a andar por los campos soleados?»

—Será mejor que te quedes aquí esta noche —dijo finalmente—. Las calles serán peligrosas. No deberías haber salido de casa.

Ella asintió.

—Lo sé. —Y tras una pausa—: ¿Tienes un poco de vino?

Una mujer benditamente inteligente. Crispin ordenó al sirviente que trajera vino, agua y comida. Los eunucos se habían asegurado de que estuviera debidamente atendido, y la servidumbre era muy eficiente. Fuera la tarde llegaba a su fin y se luchaba en las calles. Los soldados iban a recoger a los senadores, los escoltaban hasta la Cámara del Senado y después volvían a las calles para intentar restaurar el orden.

Poco después del anochecer ya lo habían hecho y se disponían a iniciar su otra tarea.

Cuando llamaron enérgicamente a la puerta, Crispin lo estaba esperando. Había dejado a Shirin el tiempo suficiente para lavarse y cambiarse de ropa: todavía llevaba la vieja túnica que se ponía para trabajar, la misma que había llevado en la isla. Ahora se puso sus mejores pantalones y túnica, con un cinturón de cuero, sin saber por qué lo hacía. Fue a responder personalmente a la llamada, haciéndole una señal al sirviente para que no se moviera. Abrió y fue brevemente cegado por unas antorchas.

—¿Debería atizarte con mi casco? —preguntó Carullus en el umbral.

Recuerdo. Alivio. Y después rápida pena ante la inextricable confusión de lealtades a la que tenían que enfrentarse. Crispin ni siquiera podía aclarar las suyas. Sabía que Carullus habría pedido que se le permitiera mandar al pelotón que iría a su casa. Se preguntó quién habría dado tal aprobación y dónde estaría Styliane en ese momento.

—A tu esposa no le gustaría nada que lo hicieras —dijo serenamente—. La última vez se enfadó mucho, ¿recuerdas?

—Lo recuerdo, créeme. —Carullus entró. Dio instrucciones a sus hombres y estos esperaron en el umbral—. Estamos registrando toda la ciudad. Cada casa, no sólo la tuya.

—Oh. ¿Y por qué tendrían que registrar únicamente la mía?

—Porque esta mañana estuviste con la emp… con Alixiana.

Crispin miró a su amigo. Vio preocupación en los ojos del robusto soldado, pero también algo más: una innegable excitación. Momentos dramáticos, los más dramáticos imaginables, y ahora Carullus formaba parte de la guardia personal de Leontes.

—Estuve con la emperatriz. —Crispin enfatizó la última palabra, siendo consciente del perverso placer que había en ser temerario—. Me llevó a ver delfines, y después a la isla-prisión. Vimos a Lecanus Daleinus por la mañana y cuando regresamos, después de haber comido en otro sitio, se había ido. Dos de los guardias estaban muertos. La emperatriz se fue con un soldado. No volvió a la embarcación. En el palacio ya deben de saberlo. ¿Qué ha ocurrido, Carullus?

—¿Delfines? —dijo otro hombre, como si eso fuera lo único que hubieran oído.

—Delfines. Para un mosaico.

—Son herejía. Están prohibidos.

—¿Será quemada por ello? —preguntó Crispin con gélida ironía. Vio un fugaz destello en los ojos de su amigo—. No seas idiota. ¿Qué ha ocurrido? Cuéntamelo.

Carullus entró en la sala y vio a Shirin, junto al fuego. Parpadeó.

—Buenas noches, soldado —murmuró ella—. No te veía desde tu boda. ¿Te encuentras bien? ¿Y Kasia?

—Yo… Sí… sí, estamos bien. Gracias —balbuceó Carullus, quedándose sin palabras por una vez.

—He sido informada de que hoy han asesinado al emperador —dijo ella sin darle respiro—. ¿Es verdad? Dime que no lo es.

Carullus titubeó y meneó la cabeza.

—Ojalá pudiera. Fue quemado en un túnel entre palacios. Por Lecanus Daleinus, que escapó de la isla hoy. Y por Lysippus, el calisiano que había sido exiliado, como ya sabéis, pero volvió a entrar en secreto en la ciudad.

—¿Nadie más?

—Dos… Excubitores también estaban presentes —dijo Carullus, pareciendo sentirse incómodo.

—Una vasta conspiración, entonces. ¿Esos cuatro? —La expresión de Shirin no podía ser más inocente—. ¿Y ahora estamos a salvo? He oído decir que el Senado estaba reunido.

—Estáis muy bien informada, mi señora. Lo estaba.

—¿Y? —preguntó Crispin.

—Han levantado la sesión hasta mañana. Nombraron a Leontes y esta noche será ungido emperador. El anuncio tendrá lugar mañana por la mañana, junto con su coronación y la de la nueva emperatriz en la kathisma.

Aquella nota de nuevo, una excitación que el soldado no podía reprimir. Carullus amaba a Leontes, y Crispin lo sabía. El estratega incluso había acudido a su boda, ascendiéndolo allí en persona, y después lo había incorporado a su guardia personal.

—Mientras tanto —dijo Crispin sin ocultar su amargura— todos los soldados de Sarantium andan a la caza de la antigua emperatriz.

Carullus lo miró.

—Te ruego que me digas que no sabes dónde está, amigo mío.

Había algo doloroso alojado en el pecho de Crispin, como una piedra.

—No sé dónde está, amigo mío.

Se miraron en silencio.

«Dice que tengas cuidado. Y que seas justo».

Crispin quiso rugir un juramento. No lo hizo. Danis tenía razón, o Shirin. Agitó una mano.

—Registrad la casa. Diles que la registren.

Carullus carraspeó y asintió. Crispin lo miró y añadió:

—Y gracias por hacer esto tú mismo. ¿Necesitas que vaya a algún sitio para ser interrogado?

«¡Pero no seas tan justo!», chilló Danis.

Carullus titubeó y luego meneó la cabeza. Volvió al vestíbulo y abrió la puerta de la calle. Le oyeron dar órdenes. Seis hombres entraron. Dos subieron al piso de arriba, y los otros se dispersaron por la planta baja.

Carullus volvió a entrar en la sala.

—Puede que te interroguen más adelante, pero de momento no tengo órdenes al respecto. Fuiste a la isla con ella, viste a Lecanus y después él desapareció y ella se fue. ¿Cómo?

—Ya te lo he dicho. Con un Excubitor. No sé cómo se llama. Ni siquiera estoy seguro de que se haya ido. Puede que todavía esté en la isla, Carullus. Cuando la encuentren la matarán, ¿verdad?

Su amigo tragó saliva. No sabía qué cara poner.

—No lo sé —dijo.

—Claro que lo sabes —repuso Shirin secamente—. No es culpa tuya, quieres decir. Ni de Leontes, por supuesto. Él no tiene la culpa de nada.

—Yo no… Sinceramente, no creo que haya tenido nada que ver con esto —dijo el robusto soldado.

Crispin lo miró. El mejor amigo que tenía allí. El esposo de Kasia. Una de las personas más honradas y decentes que hubiera conocido jamás.

—Pobre desgraciado. Entonces ha tenido que ser Styliane —dijo Shirin, todavía furiosa—. Ahora ella es la Daleinoi. Un hermano ciego y prisionero, y el otro un completo imbécil.

Crispin la miró y Carullus lo imitó. Después los dos hombres se miraron.

—Querida mía, no dejes que ese pensamiento salga de esta habitación —dijo Crispin—. Hace un rato me dijiste que no fuera idiota. Permíteme decirte lo mismo.

—Tiene razón —dijo Carullus.

«¡Sagrado Jad, así os pudráis los dos!», dijo Danis silenciosamente, y Crispin oyó en el pájaro el dolor que la mujer no podía expresar con palabras.

—Esta noche todos estamos tristes —añadió Carullus—. No son tiempos fáciles.

«¿Tristes? ¡No me hagas reír! ¡Este hombre está en la gloria!», dijo Danis con una ferocidad desconocida en él.

No era verdad, o no del todo, pero Crispin no podía decirlo en voz alta. Miró a Shirin y, con mucho retraso, a la luz de las lámparas, se dio cuenta de que estaba llorando.

—Le daréis caza como si fuera un animal —dijo Shirin amargamente—. Todos vosotros. Un ejército persiguiendo a una mujer cuyo esposo acaba de ser asesinado, cuya vida murió con él. ¿Y después qué? ¿Mandarla de vuelta a un antro en el Hipódromo? ¿Hacer que baile desnuda para divertirlos? ¿O la mataréis sin más en cuanto deis con ella? Ahorrándole todos los detalles al pobre y virtuoso Leontes, naturalmente.

Crispin por fin comprendió que estaba oyendo hablar a una mujer que vivía encima del escenario. Miedo y aquella rabia inesperadamente profunda al pensar en la otra bailarina que había definido, para todos ellos, Sarantium y el mundo.

Pero incluso allí había capas, porque si Leontes no estaba al corriente de lo ocurrido, Styliane sí lo estaba. Aquello era algo más que hombres persiguiendo a una mujer indefensa. También tenía que ver con dos mujeres en guerra, y ahora sólo una de ellas podría vivir.

—No sé qué harán —dijo Carullus, e incluso Shirin, alzando el rostro sin ocultar sus lágrimas, tuvo que notar la preocupación que transmitía su voz.

Oyeron pasos. Un soldado apareció en el arco que daba entrada a la sala e informó que no había nadie escondido en la casa ni el patio interior. Los demás pasaron junto a él y volvieron a salir.

Carullus miró a Crispin. Pareció disponerse a decir algo más pero no lo hizo. Se volvió hacia Shirin.

—¿Podemos escoltaros hasta vuestra casa, mi señora?

—No —dijo ella.

Él tragó saliva.

—Se ha dado orden de que todos permanezcan en sus casas. Hay muchos soldados en las calles… y algunos de ellos no están acostumbrados a la ciudad. Sería más seguro que…

—No —repitió ella.

Carullus no insistió. Se inclinó ante Shirin y salió de la sala.

Crispin lo acompañó hasta la puerta. Carullus se detuvo en el umbral.

—Tienen mucha prisa, como tú dices. Quieren dar con ella esta misma noche, y sospecho que ocurrirán cosas desagradables mientras la buscan.

Crispin asintió. Cosas desagradables, sí. Las palabras con que un cortesano enmascaraba la realidad. La noche traía consigo cambios, pero no era culpa de Carullus.

—Comprendo. Te agradezco que hayas sido tú quien llamara a mi puerta. Que Jad te guarde.

—Y a ti, amigo mío. Quédate en casa.

—Lo haré.

Realmente había tenido intención de hacerlo. Pero ¿quién puede saber qué traerá el futuro para cambiar una vida?

El otoño pasado, en casa, había sido un correo imperial con la orden de que fuera a Sarantium. Aquella noche fue otra cosa, pero también se trataba de una convocatoria, pues poco después de que los soldados se hubieran marchado llamaron de nuevo a la puerta, esta vez más suavemente.

Crispin volvió a abrir. Esta vez no hubo ningún resplandor de antorchas, ninguna visión de hombres armados. Era una silueta encapuchada y con capa, y venía sola. Una mujer, sin aliento a causa del miedo y por haber venido corriendo. Le preguntó su nombre. Crispin se lo dio, se hizo a un lado y ella entró a toda prisa, lanzando una última mirada a la noche por encima de su hombro. Crispin cerró la puerta. En la entrada a su casa, la mujer le tendió una nota escrita y después rebuscó entre los pliegues de su capa y sacó un anillo.

Crispin tomó ambas cosas. Las manos de la mujer temblaban. Reconoció el anillo, y sintió que le daba un vuelco el corazón.

Se había olvidado de alguien.

La nota sellada, una vez abierta, resultó contener una orden, no una petición, y procedía de alguien a quien —de pie allí mismo, y sintió que su corazón volvía a latir con normalidad— comprendió tenía el deber de obedecer, por muy terribles que fueran las confusiones y lealtades desgarradas que estaban dando forma a un día y una noche terribles.

El hacerlo también significaba volver a salir a las calles.

Shirin apareció en el umbral.

—¿Qué ocurre?

Crispin se lo dijo. No estaba seguro del porqué, pero se lo dijo.

—Te llevaré —dijo ella.

Él trató de decir que no. En vano.

Ella observó que disponía de una litera y de guardias. Era conocida, con la protección que eso llevaba aparejado. Podía estar yendo a casa con un amigo, algo que parecería plausible incluso aquella noche en que estaba prohibido salir a la calle. Crispin no tuvo fuerzas para rechazar su oferta. ¿Qué iba a hacer ella? ¿Quedarse en su casa mientras él salía?

Shirin tenía una litera de dos plazas. Crispin ordenó que atendieran a la mensajera, y que le dieran comida y cama para esa noche si así lo deseaba. Los ojos de la mujer, aterrada ante la posibilidad de que tuviera que volver a salir a las calles, revelaron su alivio.

Crispin se puso la capa y después, con Shirin junto a él, abrió la puerta y esperó un momento antes de salir para cerciorarse de que la calle estaba tranquila. La oscuridad estaba cargada de aura y amenaza, clara como las estrellas y agobiante como el peso de la tierra sobre los muertos. Valerius había muerto en un túnel, le había dicho Carullus.

Los porteadores de la litera salieron de las sombras al final del pórtico y fueron hacia ellos. Shirin les dio instrucciones de llevarla a casa. Los porteadores echaron a andar calle abajo. Atisbando entre las cortinas corridas mientras avanzaban, los dos vieron las extrañas llamitas que temblaban en las esquinas, sin ser iluminadas por ninguna fuente visible, yendo de un lado a otro para desaparecer de repente. Almas, espíritus, ecos del fuego de Heladikos, inexplicables.

Pero en Sarantium uno siempre veía esas llamas de noche.

Lo nuevo eran los ruidos y el que hubiera antorchas por todas partes, humeando y proyectando una errática claridad anaranjada. Se encontraron rodeados por un continuo rumor de pies calzados con botas que corrían. Una sensación de rapidez y premura que giraba locamente y arrastraba consigo a la misma noche. Un incesante llamar a las puertas, órdenes de abrir dadas a gritos. Hombres buscando a una mujer. Dos caballos pasaron al galope junto a ellos y oyeron órdenes guturales, maldiciones. De pronto a Crispin se le ocurrió que la mayoría de aquellos soldados no tendría ni la más remota idea del aspecto de Alixiana. Volvió a pensar en la prenda imperial abandonada en la isla. Alixiana no iría adornada y ataviada como una emperatriz. No sería tan fácil dar con ella, a menos que fuera traicionada. Era una posibilidad, naturalmente.

No trataron de ocultarse, y recibieron el alto en dos ocasiones. En ambos casos se trataba de hombres del prefecto urbano, lo cual fue una suerte, pues aquellas tropas reconocieron a la bailarina principal de los Verdes, y se les permitió seguir camino hacia la casa de Shirin.

No fueron a su casa. Cuando estaban llegando a su calle, Shirin asomó la cabeza por la ventanilla y dio instrucciones a los porteadores de seguir en dirección este, hacia las murallas. A partir de allí el peligro aumentó y fue real, pues ahora Shirin ya no podría afirmar que se dirigieran a su casa, pero no volvieron a ser detenidos. Al parecer la búsqueda todavía no había llegado tan lejos; se iba extendiendo poco a poco a partir del Recinto Imperial y subía desde el puerto, casa por casa, calle por calle en la oscuridad.

Finalmente llegaron a una casa, no muy lejos de la Triple Muralla. Shirin dio orden de detenerse. Dentro de la litera hubo un silencio.

—Gracias —dijo Crispin pasados unos momentos. Shirin le miró. Danis guardaba silencio.

Salió de la litera. Contempló la puerta cerrada que había delante de él y luego alzó la mirada hacia las estrellas nocturnas. Acto seguido se volvió hacia ella. Shirin aún no había hablado. Metiendo la cabeza por la ventanilla de la litera, Crispin la besó suavemente en los labios. Se acordó del día en que se conocieron, de aquel apasionado abrazo en el portal con Danis protestando vehementemente, Pertennius de Eubulus apareciendo detrás de ella.

Aquel hombre sí que habría sido feliz esta noche, pensó Crispin de pronto con amargura.

Después se volvió y llamó —una llamada más en Sarantium aquella noche— a la puerta de la persona que lo había convocado. Un sirviente abrió al instante, y Crispin comprendió que estaba esperándolo. Entró.

El sirviente le invitó a pasar con un nervioso ademán. Crispin siguió adelante.

La reina de los antae esperaba en la primera habitación a la derecha, allí donde terminaba el vestíbulo.

La vio de pie delante del fuego, resplandeciente, joyas en las orejas, el cuello, dedos y cabello, envuelta en una túnica de seda color pórfido y oro. Púrpura, para la realeza aquella noche. Alta y rubia y… entera, deslumbrantemente majestuosa. Irradiaba una luminosidad, una especie de resplandor como el de las joyas que llevaba. Mirarla cortaba la respiración. Crispin se inclinó y, un poco abrumado, se arrodilló en el suelo de madera.

—Esta vez no hay saco de harina, artesano. Como puedes ver, estoy utilizando métodos más delicados.

—Os lo agradezco, mi señora. —Fue lo único que se le ocurrió decir. Aquella vez ella también había parecido capaz de leerle los pensamientos.

—Dicen que el emperador ha muerto. —Directa, como siempre. Antae, no sarantina. Un mundo distinto. Occidente por Oriente, campos y bosques como orígenes, no aquellas triples murallas, puertas de bronce y árboles de oro en los palacios—. ¿Es verdad? ¿Valerius ha muerto?

Era su reina quien se lo preguntaba.

—Creo que sí —dijo Crispin, carraspeando—. Aunque no lo sé con…

—¿Asesinado?

Crispin tragó saliva. Asintió.

—¿Los Daleinoi?

Él volvió a asentir. Arrodillado, contemplándola mientras ella permanecía inmóvil delante del fuego, pensó que nunca la había visto así. Nunca había visto a nadie que tuviera el aspecto que ofrecía Gisel en ese momento. Una criatura casi encendida, como las llamas que había detrás de ella, no totalmente humana.

Ella lo miró, sus magníficos ojos azules muy abiertos.

—En ese caso debes introducirnos en el Recinto Imperial. Esta noche, Caius Crispus.

—¿Yo? —dijo Crispin.

Gisel sonrió levemente.

—No se me ocurre nadie más en quien confiar —dijo—. Soy una mujer impotente y sola, y estoy muy lejos de mi hogar.

Crispin volvió a tragar saliva y no supo qué decir. De pronto pensó que podía morir aquella noche, y que antes había errado al ver aquel día y aquella noche terribles como un choque entre dos mujeres. Estaba muy equivocado. Ahora lo comprendía. No había dos mujeres, sino tres.

De hecho, todos se habían olvidado de ella. Era la clase de descuido que podía tener mucha importancia y cambiar muchas cosas en el mundo; aunque quizá no de manera inmediata y obvia para algunos, como la familia en su granja de los trigales del norte, aquella cuyo mejor jornalero acababa de morir, repentinamente y demasiado joven, con todas las semillas aún por sembrar.