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Es innegable que los momentos centrales de una época tienen lugar en los márgenes de la vida de la mayoría de las personas. Una obra de gran éxito durante los primeros años del Imperio Oriental en Sarantium empieza con pastores peleándose porque sus rebaños se han mezclado cuando uno de ellos ve un destello de luz en el este y algo que cae del cielo. Hay una breve pausa en la disputa mientras los hombres comentan el acontecimiento en la ladera de la colina, y después vuelven a lo suyo.

La muerte de Heladikos en un carro que cayó del cielo llevando el fuego de su padre no puede competir en significado con el robo de una oveja. El drama de Sophenidos (que los clérigos acabarían prohibiendo por herético) pasa de ese comienzo a tratar materias de fe, poder y majestad, y contiene el famoso discurso del Mensajero sobre los delfines y Heladikos. Pero empieza en la ladera de esa colina, y termina allí, con el sacrificio de la oveja disputada, el cual se lleva a cabo empleando el nuevo don del fuego.

Aun así, y pese a toda la verdad humana de la observación de Sophenidos de que los grandes acontecimientos del mundo pueden no parecerles tales a quienes viven en un tiempo determinado, no deja de ser cierto que hay momentos y lugares que pueden ser vistos como cruciales para el corazón de una época.

Aquel día, a comienzos de la primavera, hubo dos de esos lugares en el mundo, muy distantes el uno del otro. Uno estaba en el desierto de Soriya, donde un hombre encapuchado, su capa extendida encima de la boca, observaba un largo silencio entre las arenas cambiantes, habiendo permanecido despierto toda la noche anterior, ayunando y con la mirada levantada hacia las estrellas.

El otro era un túnel en Sarantium, entre dos palacios.

Se ha detenido en una curva de las paredes y el suelo y alza los ojos hacia antorchas y un techo pintado con el cielo nocturno, bajándolos después hacia un mosaico de liebres, pavos reales y otras criaturas en el claro de un bosque: la ilusión del mundo natural creada por un artesano en el subsuelo entre las murallas de una ciudad. Sabe que las fes paganas hablan de oscuros poderes ocultos en la tierra, y cuando no son quemados, los muertos yacen debajo de la tierra.

Hay personas esperándolo más adelante, personas que no deberían estar allí. Lo ha descifrado a partir de los pasos mesurados y exentos de prisa que ha oído a su espalda. No temen que huya de ellos.

La curiosidad que siente podría ser considerada un rasgo definitorio del emperador de Sarantium, cuya mente no puede dejar de enfrentarse a los desafíos y enigmas del mundo creado por el dios. La ira que está experimentando en estos momentos es menos característica pero igualmente intensa, y el palpitar repetido de pena, como el pesado latido de un gran corazón, es muy raro para él.

Había —hay— tantas cosas que tenía intención de hacer.

Lo que hace pasado un momento, en vez de seguir esperando como una liebre, paralizada en el claro del mosaico, es dar la vuelta e ir hacia los que le siguen. A veces uno puede controlar el momento y el lugar de su muerte, piensa el hombre cuya madre le puso por nombre Petrus, en Trakesia, hace casi medio siglo, y cuyo tío —un soldado— lo hizo venir a Sarantium cuando accedió a la edad adulta.

Pero aún no ha aceptado la idea de su muerte. Jad espera a todo hombre y mujer vivo, pero puede esperar un poco más a un emperador, seguramente. Seguramente.

Se considera a la altura incluso de esto, cualquier cosa que sea. No dispone de nada para defenderse, a menos que se pueda considerar como tal una pequeña daga sin afilar que usa para romper los sellos de la correspondencia. No es un arma. Y él no es un guerrero.

Está bastante seguro de saber quién hay allí, y ya está desplegando sus pensamientos (que son armas) al tiempo que vuelve por el túnel, dobla el recodo y ve —con una breve y trivial satisfacción— la reacción de sorpresa de quienes iban tras él. Se detienen.

Son cuatro. Dos soldados, con el casco puesto para ocultarse, pero él los conoce: son los que estaban de guardia. Hay otro hombre envuelto en una capa —todos asesinos cubiertos, incluso en un lugar que no hay nadie para verlos— y la persona que abre la marcha, sin escudarse, ansiosa, casi iluminada por lo que Valerius percibe como deseo. No ve al hombre que se temía.

Eso supone cierto alivio, aunque podría encontrarse entre los que aguardan al otro extremo del pasillo. Ira y pena.

—¿Impaciente por ver llegar el final? —pregunta la mujer alta y esbelta, deteniéndose ante él. Su sorpresa ha sido breve, rápidamente controlada. Sus ojos son llamas azules. Viste de escarlata, con un cinturón de oro y los cabellos recogidos en una redecilla negra. El oro de la cabellera reluce a través de ella bajo la luz de las antorchas.

Valerius sonríe.

—No tan impaciente como tú, me atrevería a decir. ¿Por qué haces esto, Styliane?

Ella parpadea, sorprendida. Era una niña cuando todo ocurrió. Él siempre ha sido consciente de eso y, en mucha mayor medida que Aliana, ha sido guiado por ello.

Piensa en su esposa. En su corazón, ahora le está hablando, dondequiera que pueda estar Aliana allá arriba. Ella siempre le había dicho que era un error traer a aquella mujer —aquella muchacha cuando empezó la danza— a la corte, incluso el permitir que viviera. La hija de su padre Flavius. Ahora el emperador de Sarantium le dice en silencio a la bailarina con que se casó que tenía razón y que él estaba equivocado, y sabe que ella lo sabrá muy pronto, aunque sus pensamientos no atraviesen los muros y el espacio hasta llegar a donde ella se encuentra.

—¿Por qué hago esto? ¿Para qué vivo si no? —dice la hija de Flavius Daleinus.

—Para vivir tu vida —responde él secamente. Un filósofo de las Academias riñendo a un pupilo. (Él mismo cerró las Academias. Una lástima, pero el Patriarca necesitaba que se hiciera. Demasiados paganos.)—. Tu propia vida, con los dones de que dispones y que se te han dado. Deberías saberlo, Styliane. —Su mirada va más allá de su rostro mientras la furia inflama los ojos de ella. Él pasa por alto eso—. ¿Ya sabéis que se os dará muerte aquí? —les pregunta a los dos soldados.

—Les advertí que dirías eso —dice Styliane.

—¿También les advertiste que es la verdad?

Ella es inteligente y conoce muy bien el odio. ¿La rabia de quien ha sobrevivido? Él había creído que la inteligencia podía terminar imponiéndose al final, y había visto una auténtica necesidad, un lugar para ella. Aliana dijo que no sería así, y lo acusó de intentar controlar demasiado las cosas. Un defecto conocido.

Todavía es tan joven, piensa el emperador, volviendo a contemplar a la mujer que ha venido a matarlo. No quiere morir.

—Les dije lo que era, y que cualquier nueva corte necesitará Excubitores que hayan demostrado su lealtad incondicional.

—¿Faltando a su juramento y a su emperador? ¿Esperas que unos soldados profesionales crean eso?

—Están aquí con nosotros.

—Y los matarás. ¿Qué dice el asesinato acerca de…?

—Sí —dice el hombre de la capa, hablando al fin, el rostro todavía oculto y la voz enronquecida por la excitación—. ¿Qué dice el asesinato, incluso después de años?

No se quita la capucha. No importa. Valerius menea la cabeza.

—Tertius Daleinus, Sarantium te está prohibida y lo sabes. Guardias, arrestad a este hombre. Ha sido desterrado de Sarantium por traidor. —Su voz crepita con vigor; todos conocen ese tono de mando.

Es Styliane, por supuesto, la que rompe el hechizo con su risa. Lo siento, está pensando el emperador. Amor mío, nunca sabrás lo mucho que lo siento.

Oyen pasos aproximándose por el otro extremo del túnel. Él se vuelve, nuevamente temeroso. Una punzada de dolor en su corazón, una premonición.

Y entonces ve quién viene —y quién no—, y el dolor se disipa. Realmente le importa que alguien no esté allí. Curioso, quizá, pero importa. Y reemplazando al miedo, llega algo más.

Esta vez es el emperador de Sarantium, rodeado por sus enemigos y tan lejos de la superficie del mundo y de la suave luz del dios como puede estarlo de su propia infancia, el que se echa a reír.

—¡Por la sangre de Jad, Lysippus, qué gordo te has puesto! —dice—. Hubiera apostado a que no podrías engordar más. Se supone que aún no debes estar en Sarantium. Tenía intención de llamarte después de que la flota hubiese zarpado.

—¿Cómo? ¿Sigues con tus juegos incluso ahora? No te hagas el listo, Petras —dice el hombre de ojos verdes que había sido su cuestor del Erario Imperial, exiliado entre las humaredas y la sangre derramada en la revuelta de hace más de dos años.

Historias, piensa el emperador. Todos tenemos nuestras historias, y no nos abandonan. Sólo un puñado de hombres y mujeres en el mundo lo llaman por el nombre que le pusieron al nacer. Esta figura enorme, con ese familiar olor dulzón envolviéndola, su carnoso rostro redondo como una luna, es una de ellas. Hay otra figura detrás de él, casi oculta por la desbordante silueta de Lysippus: pero no es el que temía, porque este también va encapuchado.

Leontes no iría encapuchado.

—¿No me crees? —le dice el emperador a la vasta y sudorosa mole del calisiano.

Está indignado, así que no hay necesidad de fingir. Vuelto de espaldas a la mujer, su cobarde hermano envuelto en la capa y los guardias renegados. No lo apuñalarán. Eso lo sabe con certeza. Styliane pretende que esto sólo sea teatro, ceremonia, no un mero asesinato. ¿Una… expiación digna de toda una vida? Para la historia. Aún hay pasos que dar en esta danza. Su bailarina está en otro sitio, allá arriba, a la luz del sol.

No permitirán que viva.

Por eso, tanto como por cualquier otra cosa, seguirá intentándolo aquí abajo, sondeando, sutil y rápido como un salmón, animal sagrado entre los paganos del norte que eran sus gentes antes de que Jad hiciera acto de presencia entre ellos. Y Heladikos, su hijo caído.

—¿He de creer que te disponías a llamarme? —Lysippus menea la cabeza con un temblor de papadas. Su voz todavía es inconfundible, memorable. Un hombre que, una vez conocido, no puede ser olvidado. Sus apetitos son corruptos, indecibles, pero ningún hombre ha administrado jamás las finanzas imperiales con tanta honradez o habilidad. Una paradoja nunca resuelta del todo—. ¿Debes, incluso ahora, dar por sentado que todos los demás son idiotas?

Valerius lo mira. Hubo un tiempo en que Lysippus era un hombre bien formado, cuando se conocieron, apuesto, educado, un amigo patricio para los jóvenes, el erudito sobrino del conde de los Excubitores. Había desempeñado un papel en el Hipódromo, y en otros sitios, el día en que Apius murió y el mundo cambió. Fue recompensado por ello con riqueza, poder y la vista gorda a lo que hacía en su palacio de Sarantium o dentro de la litera en que recorría las calles por la noche. Tras la revuelta fue exiliado al campo, porque no había más remedio. Donde se aburrió, a buen seguro. Un hombre inextricablemente atraído por la ciudad, la sangre, las cosas oscuras. La razón por la que está aquí ahora.

El emperador sabe cómo manejarlo, o lo sabía antes.

—Si se comportan como idiotas, sí —dice—. Piensa, hombre. ¿O es que el campo te ha reblandecido los sesos? ¿Por qué hice circular los rumores de que habías vuelto a la ciudad?

—¿Tú los iniciaste? He vuelto a la ciudad, Petrus.

—¿Y habías vuelto hace dos meses? No lo creo. Ve a preguntar en las sedes de las facciones, amigo. —Una palabra empleada con toda deliberación—. Y haré que Gesius te dé los nombres. Media docena. Pregunta cuándo empezó a correr el rumor de que estabas aquí. ¡Tenía que hacer mis comprobaciones, Lysippus! Con la gente y los clérigos. Pues claro que quiero que vuelvas. Tenemos una guerra que ganar… probablemente en dos frentes.

Una migaja de información dejada caer para ellos. Una insinuación, una sugerencia. Para que la danza continúe, de cualquier manera. Seguir aferrándose a la vida. La matarán después que a él.

Conoce muy bien a Lysippus. Las antorchas arden y él ve la percepción de un hecho, después la conjetura ante la insinuación, y luego la duda que ya esperaba en esos notables ojos verdes.

—¿Por qué molestarse? No hace falta preguntárselo a nadie —dice Styliane Daleina a su espalda, rompiendo el momento como una copa dejada caer sobre una piedra.

Su voz, al proseguir, es un cuchillo, implacable como el filo de un verdugo.

—Al menos eso es cierto. Un buen mentiroso mezcla verdad en su veneno. Fue al oír por primera vez esas historias y comprender lo que estaba ocurriendo cuando vi la ocasión de invitarte a regresar para que te unieras a nosotros. Una solución elegante. Si el trakesiano y su ramera oían hablar de ti y tus andanzas, supondrían que no eran más que sus propios falsos rumores.

Que es lo que ha ocurrido, ciertamente. Oye esa palabra, «ramera», por supuesto, y entiende lo que ella quiere tan apasionadamente de él. No se lo dará, pero está pensando que ella es mucho más que lista. Se vuelve. Los soldados siguen con el casco puesto, su hermano continúa encapuchado, Styliane casi resplandece en su fanática concentración. La mira, allí, debajo de la tierra, donde moran viejos poderes. Piensa que a ella le gustaría arrancarle el corazón del pecho con las manos, como hacían las mujeres salvajes ebrias del dios en las colinas de otoño hace tanto tiempo.

—Tienes la lengua muy sucia para alguien de noble cuna —dice con calma—. Pero es una solución elegante, desde luego. Mis felicitaciones por la astucia. ¿Fue a Tertius a quien se le ocurrió? —Su tono es tenuemente acerbo, no dándole nada de lo que ella quiere—. El aborrecido calisiano sin dios es atraído hasta aquí para convertirse en el chivo expiatorio perfecto al cual cargar el asesinato de un sagrado emperador. ¿Muere aquí conmigo y estos soldados, o lo perseguís hasta dar con él y obtenéis una confesión después de que tú y el pobre Leontes hayáis sido coronados?

Uno de los hombres ocultos bajo el casco se remueve nerviosamente detrás de ella. Está escuchando.

—¿El pobre Leontes?

Esta vez ella simula risa, sin que en realidad se sienta divertida.

Y por eso él decide seguir adelante con su apuesta.

—Por supuesto. Leontes no sabe nada de esto. Todavía está esperándome delante de las puertas del final del túnel. Esto es obra de los Daleinoi y de nadie más, y tú crees que después podrás controlarlo, ¿verdad? ¿Cuál es el plan? ¿Tertius como canciller? —Ve un destello en los ojos de ella y se echa a reír—. Qué gracioso. O tal vez me equivoco. Sí, a buen seguro que me equivoco. Todo esto es por el mayor bien del Imperio, naturalmente.

El hermano cobarde, nombrado dos veces, abre la boca dentro de la capucha y vuelve a cerrarla. Valerius sonríe.

—O no, no. Espera. ¡Claro! Le prometiste ese cargo a Lysippus para traerlo aquí, ¿no? Nunca lo tendrá, ¿verdad? Alguien debe ser nombrado y ejecutado por esto.

Styliane lo mira fijamente.

—¿Acaso imaginas que todo el mundo trata a las personas como meros objetos para usar y tirar como haces tú?

Ahora le toca a él parpadear, desconcertado por primera vez.

—¿Esto, viniendo de la joven a la que permití seguir viviendo en contra de todos los consejos y a la que traje a mi corte con honor?

Y es entonces cuando Styliane al fin pronuncia, con una claridad glacial, las palabras lentas como el tiempo, inexorables como el movimiento de las estrellas a través del cielo nocturno, una sentencia que lleva consigo la carga de los años (¿tantas noches en vela?):

—Quemaste vivo a mi padre. ¿Y yo iba a ser comprada con un esposo y un puesto en el estrado detrás de una ramera?

Se hace el silencio. El emperador siente el peso de toda la tierra que se interpone entre ellos y el sol.

—¿Quién te ha contado esa historia absurda? —responde Valerius. Su tono es jovial, pero esta vez le cuesta cierto esfuerzo.

Aun así, se mueve rápidamente cuando ella intenta abofetearlo. Le sujeta la mano, aunque ella se retuerce salvajemente, y masculla:

—Tu padre llevaba pórfido en la calle el día en que un emperador murió. Iba de camino al Senado. Cualquier hombre de Sarantium que respetara la tradición habría podido matarlo, y el arder hubiese sido naturalmente un fin apropiado para semejante impiedad.

—No llevaba pórfido —dice Styliane Daleina, mientras él le permite liberar su mano. Su piel es casi translúcida, y él ve las marcas de sus dedos en rojo sobre su muñeca—. Eso es una mentira —dice ella.

Y ahora el emperador sonríe.

—En el sacratísimo nombre del dios, me asombras. No tenía ni idea. Ni la menor idea. ¿Todos estos años? ¿Realmente crees eso?

La mujer guarda silencio, respirando entrecortadamente.

—¡Ella… lo cree! —Otra voz, detrás de él—. Está equivocada, pero eso… no cambia… nada.

Pero esta voz sibilante lo cambia todo. Y ahora es con un escalofrío que le hiela la médula, cual un viento llegado del otro mundo, trayendo la muerte encarnada a este túnel donde muros, yeso y pintura ocultan las asperezas del subsuelo, como el emperador se vuelve y ve quién ha hablado, saliendo de detrás de la mole del calisiano que lo ocultaba.

Este hombre sostiene algo. En realidad está atado a sus muñecas, pues sus manos están mutiladas. Esa especie de tubo, conectado a algo que rueda sobre un carrito detrás de él, es un artilugio que el emperador reconoce y recuerda, y por eso es mediante un gran esfuerzo, esta vez real, como Valerius permanece inmóvil sin revelar nada.

No obstante, siente miedo por primera vez desde que oyó abrirse la puerta del túnel a su espalda y comprendió que no estaba solo. Historias que regresan. El signo del disco solar dirigido a un hombre que miraba debajo de un solario, hace años y más años. Gritos en la calle, más tarde. Valerius tiene razones para saber que esta es una mala manera de morir. Lanza una breve mirada a Lysippus y por su expresión comprende algo más: el calisiano, siendo lo que es, habría venido hasta aquí para ver cómo es usado ese tubo, aunque no hubiese ninguna otra razón. El emperador traga saliva. Otro recuerdo llega hasta él, procedente de más atrás, de la infancia, cuentos de los viejos dioses oscuros que viven en la tierra y no olvidan.

El agudo sonido jadeante de la nueva voz es impresionante, especialmente si uno recuerda —y Valerius lo recuerda— la resonancia que tenía antes. La capucha es apartada. El hombre, que no tiene ojos y cuya cara es una ruina derretida, dice:

—Sí… llevaba pórfido para presentarse ante… el pueblo, era como el… digno sucesor de un emperador que… no había nombrado a ninguno.

—No llevaba pórfido —repitió angustiada Styliane.

—Silencio… hermana —dice esa extraña voz sibilante en la que hay una autoridad asombrosa— Trae a Tertius aquí… si sus piernas… quieren desplazarlo. Ponte detrás de mí.

El hombre ciego y desfigurado lleva colgando del cuello un amuleto trivial, incongruente, una especie de pajarillo. Se quita la capa con un encogimiento de hombros y la deja caer al suelo de mosaicos. Los que se encuentran en el túnel quizá deseen que no lo hubiera hecho, que hubiera conservado la capucha, salvo por Lysippus. El emperador le ve contemplar la horrenda figura de Lecanus Daleinus con los ojos humedecidos, muy abiertos y llenos de la ternura que uno podría posar sobre un objeto de anhelo o deseo.

Los tres Daleinoi, entonces. Ahora los contornos de lo que ocurre han quedado terriblemente claros. Gesius había, discreta, oblicuamente, dado a entender que sería preciso ocuparse de ellos, en el momento en que el primer Valerius subió al trono. Había sugerido que la estirpe de los Daleinoi debería ser considerada una cuestión administrativa que no merecía la atención del emperador ni de su sobrino. Algunas cosas, había murmurado el canciller, no eran dignas de robar ni un solo instante a unos gobernantes sobre los que pesaban asuntos mucho más importantes por el bien de su pueblo y del dios.

Su tío lo dejó en sus manos. Dejaba la mayoría de esas cuestiones en manos de su sobrino. Petrus no quiso matar. Tenía sus razones, distintas en cada caso.

Tertius era un niño y después fue un cobarde, insignificante hasta la Revuelta de la Victoria. Styliane le pareció importante desde el primer momento, y todavía más conforme crecía a lo largo de una década y de los años siguientes. Tenía planes para ella, el matrimonio con Leontes en el centro de ellos. Pensó —¿arrogantemente?— que podría usar la feroz inteligencia de Styliane hasta ganársela para la causa de una visión más grande. Pensó que lo estaba consiguiendo, si bien poco a poco, y que ella iba siendo consciente del pausado desarrollo de las fases de la partida que terminaría haciéndola emperatriz algún día. El y Aliana no tenían herederos. Había creído que ella entendía todo eso.

Lecanus, el mayor de los tres, era diferente. Era una de las figuras que turbaban los sueños del emperador cuando dormía, alzándose como una sombra oscura y deforme entre él y la luz prometida del dios. ¿Nacían siempre la piedad y la fe del miedo? ¿Era ese el secreto que todos los clérigos conocían, prediciendo la oscuridad eterna y el hielo debajo del mundo para quienes se apartaran de la luz del dios?

Valerius había dado órdenes de que Lecanus no fuera ejecutado, hiciera lo que hiciese, aunque sabía que en la práctica y a todos los efectos el hijo mayor de Flavius Daleinus, un hombre mejor de lo que nunca había sido su padre, había muerto en la calle delante de su casa cuando murió su padre. Sólo que él había seguido viviendo. Muerte en vida, vida en muerte.

Y lo que sostiene ahora, atado a sus muñecas para manejarlo con más facilidad, es uno de los sifones que expulsan la misma llama líquida, desde el recipiente que rueda detrás de él, que se usó aquella mañana hace tanto tiempo para aclarar definitivamente, mediante una afirmación tan abrumadora que cada hombre y mujer del Imperio pudiera entenderla, en qué consistía la marcha de un emperador y la llegada de uno nuevo.

Valerius tiene la impresión de que todos han pasado directamente desde aquella mañana soleada de hace tanto tiempo a este túnel iluminado por antorchas, sin nada entre una y otro. El tiempo le parece súbitamente extraño al emperador y los años se confunden. Entonces piensa en su dios, y en su santuario inacabado. Tantas cosas que tenía intención de hacer y que no han sido terminadas. Y después vuelve a pensar en Aliana allá arriba, en algún lugar del día.

No está preparado para morir, ni para que ella muera.

Detiene el torbellino de borrosos recuerdos y piensa rápidamente. Lecanus ha llamado a su hermano y a su hermana para que vayan con él. Un error.

—¿Sólo ellos dos, Daleinus? —dice Valerius—. ¿No estos guardias leales que te han dejado entrar aquí? ¿Les has contado qué les ocurre a quienes se encuentran en la trayectoria de la llama? Enséñales el resto de tus quemaduras, vamos. ¿Por qué no las enseñas? ¿Saben siquiera que eso es Fuego Sarantino?

Oye un sonido detrás de él, uno de los soldados.

—¡Muévete, hermana! Tertius, ven.

En ese momento Valerius, sin apartar la mirada del agujero de ese tubo negro que contiene la peor muerte que haya conocido, ríe de nuevo y se vuelve hacia los otros dos hermanos. Tertius ha dado un vacilante paso adelante, y ahora Styliane se pone en movimiento. Valerius retrocede para colocarse junto a ella. Los soldados tienen espadas. Sabe que Lysippus tendrá un acero. El hombretón es más ágil de lo que uno podría imaginar.

—Cogedlos —ordena el emperador a los dos Excubitores—. En el nombre del dios, ¿acaso sois tan imbéciles que deseáis vuestra propia muerte? Esto es Fuego Sarantino. Van a quemaros.

Uno de los hombres da un paso indeciso. Un estúpido. El otro lleva una mano titubeante a la empuñadura de su espada.

—¿Tenéis la llave? —pregunta secamente el emperador.

El hombre más próximo sacude la cabeza.

—Ella la cogió. Mi señor.

«Mi señor». ¡Sacratísimo Jad!, quizá aún salga con bien de la encerrona.

Tertius Daleinus se vuelve súbitamente y va hacia la pared del túnel para reunirse con su hermano. Valerius deja que lo haga. No es un soldado, pero ahora se trata de su vida, y de la de Aliana, y de una visión de un mundo, un legado, que está cobrando forma. Sujeta a Styliane agarrándola del antebrazo antes de que pueda pasar junto a él, y con la otra mano empuña su pequeño cuchillo y se lo hinca en la espalda. Su filo apenas si puede rasgar la piel, aunque eso ellos no lo saben.

Pero Styliane, que no ofrece resistencia, que ni siquiera trata de zafarse, lo mira mientras él la sujeta, y el emperador ve un triunfo en la locura de su mirada: vuelve a pensar en esas mujeres en las laderas del mito.

Le oye decir con calma aterradora:

—Vuelves a equivocarte si crees que mi hermano se abstendrá de quemarte para salvarme. Y también si piensas que me importa, con tal que ardas igual que mi padre. Adelante, hermano. Pon fin a esto.

Valerius, atónito, se queda sin habla. Reconoce una verdad cuando la oye, y sabe que Styliane no miente. «Pon fin a esto». En un súbito silencio del alma oye un sonido tan tenue y lejano como el repique de una campana tañida una sola vez.

Había pensado y creído que si se le daba tiempo y la tutela adecuada, la inteligencia podía imponerse al odio. Ahora, demasiado tarde, ve que no es así. Aliana tenía razón. Gesius tenía razón. Styliane, luminosa como un diamante, podría dar la bienvenida al poder y ejercerlo junto a Leontes, pero esa no es su necesidad, no es la llave que dará acceso a la mujer. La llave, debajo del hielo, es fuego.

El ciego, increíblemente preciso al apuntar el sifón, mueve la raja que tiene por boca en lo que ha de ser una sonrisa.

—Qué terrible… pérdida, ay —dice—. Una piel… así. ¿Debo… querida hermana? Entonces que así sea.

Y el emperador comprende que lo hará, ve un ávido e impío apetito en el obeso rostro del calisiano inmóvil junto al Daleinus mutilado, y con un movimiento súbitamente furioso —torpe, pues no es un hombre de acción— empuja a la mujer hacia adelante, haciendo que se tambalee y choque con su hermano ciego y caigan los dos. No hay fuego. Todavía.

Retrocediendo, oye a los dos guardias retrocediendo detrás de él y comprende que los ha convencido y que están con él. Ahora rezaría, pero no hay tiempo.

—¡Moveos! —ordena—. ¡Coged el sifón!

Ambos guardias pasan corriendo junto a él. Lysippus, nunca un cobarde y habiendo unido su suerte a los Daleinoi, echa mano a su espada. El emperador, retrocediendo rápidamente mientras lo mira, busca en la bolsa que le ha quitado a la mujer y encuentra una gruesa llave, la reconoce. Entonces reza, en agradecimiento. Styliane ya se ha levantado y tira de Lecanus.

El primer Excubitor, ya delante de ellos, alza su espada. Lysippus avanza y ataca, pero es detenido. Lecanus aún está de rodillas, articulando palabras incoherentes. Extiende la mano hacia el gatillo de la llama.

Y es justo entonces, en el mismo instante en que ve esto, cuando el emperador de Sarantium, Valerius II, el amado y más sagrado regente de Jad sobre la faz tierra, tres veces ensalzado pastor de su pueblo, siente algo blanco y desgarrador hundiéndose en su espalda mientras iba hacia la puerta, hacia la seguridad y la luz. Cae y cae, la boca abriéndosele, ningún sonido, la llave en su mano.

No es consignado por nadie, pues nunca lo es ni puede serlo, si oye, mientras muere, una voz implacable, vasta, infinita diciéndole exclusivamente a él en ese corredor debajo de palacios, jardines, la ciudad y el mundo: «Despójate de la corona; el señor de los emperadores te espera».

Y tampoco se sabe si los delfines vienen por su alma cuando esta parte, como lo hace ahora, ya sin morada, para iniciar su largo viaje. Es sabido, pero sólo por una persona en el mundo del dios, que su último pensamiento como hombre vivo es para su esposa, su nombre, y esto es así porque ella lo oye. Y al oírlo, al escucharlo de alguna manera, entiende que él se está yendo, que se aleja de ella, que ya se ha ido, que terminó, finalizada, acabada después de todo, la magnífica danza que empezó hace mucho tiempo cuando él era Petrus y ella Aliana de los Azules, y los dos eran tan jóvenes, y el sol del atardecer brilla encima de ella y de todos ellos, en un despejado cielo primaveral sobre Sarantium.

Se cortó la mayor parte del cabello en la pequeña embarcación, mientras la llevaban de vuelta a Sarantium.

Si estaba equivocada acerca de lo que significaba la marcha del Daleinus y los guardias asesinados, la cabellera cortada sería cubierta y volvería a crecer. No creía estarlo, ni siquiera entonces, en las aguas. Había una negrura en el mundo, debajo del intenso sol y encima de las olas azules.

Sólo tenía el cuchillo de Mariscus para cortárselos, y en la embarcación era bastante difícil hacerlo. Cortó como buenamente pudo, arrojando trenzas al mar. Ofrendas. Sus ojos estaban secos. Cuando hubo acabado, se inclinó sobre la borda y con agua salada se quitó la crema, la pintura y los aceites perfumados de la cara y ocultó el aroma de su perfume. Sus anillos y pendientes los guardó en un bolsillo de su traje (el dinero le haría falta). Después volvió a sacar un anillo y se lo dio a Mariscus, que remaba.

Él tragó saliva. Su mano tembló cuando lo tomó de entre sus dedos. El anillo valía más de lo que podía ganar en toda una vida con la Guardia Imperial.

Le dijo que tirara al mar su coraza de cuero, la sobreveste de Excubitor y la espada. Él así lo hizo. Todo fue por la borda. Él no había hablado en toda la travesía, remando enérgicamente mientras sudaba bajo la luz con el miedo en los ojos. El anillo fue a parar al interior de su bota. Las botas eran caras para un pescador, pero no estarían juntos mucho tiempo. Aliana tendría que rogar que nadie se fijara en ellas.

Volvió a usar su cuchillo para cortar la parte inferior de su túnica a jirones y de manera desigual, arrancándola en algunos puntos. La gente vería manchas y desgarrones, no la finura de una tela. Se quitó las sandalias de cuero y las lanzó por la borda. Se miró los pies descalzos: uñas pintadas. Decidió que no importaban. Las mujeres de la calle se pintaban, no sólo las damas de la corte. Volvió a sumergir las manos en el agua, restregándoselas hasta dejarlas ásperas. Se despojó del último anillo, uno que nunca se quitaba, y dejó que cayera al mar. Había historias de pueblos marineros cuyos monarcas se casaban con el mar de aquella manera.

Ella estaba haciendo otra cosa.

Pasó la última parte de la travesía hasta el puerto mordiéndose las uñas, ensuciando la túnica desgarrada con tierra y agua salada del fondo de la embarcación, y después volvió a ocuparse de sus mejillas. Sus manos y su tez, dejadas tal como estaban, sin duda la habrían delatado.

Para entonces ya había otras pequeñas embarcaciones alrededor de ellos, así que tuvo que ser discreta. Pescadores, transportistas, pequeños navíos que llevaban mercancías de y hasta Deápolis entre las enormes siluetas de la flota que zarparía hacia Occidente para hacer la guerra. El anuncio previsto para hoy, aunque aquí nadie sabía eso. El emperador en la kathisma del Hipódromo después de la última carrera, con todos los grandes del reino. Ella había calculado su navegación de la mañana para estar allí a tiempo, por supuesto.

Ahora ya no. Ahora lo que percibe delante de ella es un aura de muerte, un fin. Hacía dos años, cuando Sarantium ardía en la Revuelta de la Victoria, ella había dicho en el palacio que preferiría morir ataviada con los ropajes del Imperio que huir para vivir una existencia inferior.

Entonces había sido verdad. Ahora, la verdad era más fría y dura. Si hoy mataban a Petrus, si los Daleinoi lo hacían, ella viviría lo suficiente para verlos muertos. Después se ocuparía de sí misma, como tenía que ser. Había finales y finales.

No podía saber, incluso siendo consciente de su propio aspecto y pensando en sí misma, cómo aparecía en aquel momento a los ojos del soldado con quien compartía la embarcación, remando hacia Sarantium.

Fueron hacia un embarcadero situado al final de la ribera, maniobrando entre la confusión de pequeñas embarcaciones que pululaban por el puerto. Las obscenidades y las bromas volaban por encima de las aguas. Mariscus apenas pudo entrar en el puerto de aquella manera. Fueron ruidosamente maldecidos y ella devolvió las maldiciones, groseramente, con una voz que no había usado en quince años, y gritó una chanza de caupona. Mariscus, sudoroso, alzó la mirada hacia ella y luego volvió a concentrarse en su tarea. Alguien rio en la otra embarcación y, remando hacia atrás para dejarlos pasar, preguntó qué le ofrecería ella a cambio.

La réplica de ella provocó alaridos de hilaridad.

Atracaron. Mariscus saltó al muelle y amarró la embarcación. Aliana saltó al muelle antes de que él pudiera ofrecerle una mano.

—Si todo va bien te habrás ganado más de lo que puedes soñar, y mi gratitud para toda la vida —murmuró—. Si no es así, entonces no pido más de ti que lo que ya has hecho. Que Jad te guarde, soldado.

Él parpadeó rápidamente. Ella se percató —con sorpresa— de que intentaba contener el llanto.

—Por mí no sabrán nada, mi señora. Pero ¿no hay nada más que…?

—Nada más —dijo ella, y se fue.

El soldado no mentía, y era un hombre valiente, pero si eran lo bastante astutos para dar con él e interrogarlo entonces averiguarían cuanto sabía, por supuesto. A veces los hombres tenían una fe conmovedora en su capacidad para soportar los interrogatorios.

Subió por la larga ribera sola, descalza, sus adornos ocultos o desechados, su largo ropaje desgarrado convertido en una corta túnica llena de manchas (aun así todavía demasiado buena para su nueva posición, por lo que pronto necesitaría otra). Un hombre se detuvo y la miró, y a ella el corazón le dio un vuelco. Después le hizo una proposición indecente y ella se tranquilizó.

—Ni el dinero ni el hombre son suficientes —dijo la emperatriz de Sarantium, mirando al marinero de arriba abajo. Apartándose de la cara un mechón, se volvió despectivamente—. Por ese precio busca una burra y fóllatela.

Una risotada ahogó su indignada protesta.

Atravesó el bullicioso puerto lleno de gente, llevando dentro de sí un silencio tan profundo que resonaba con un sinfín de ecos. Subió por una estrecha calleja. No la conocía. Muchas cosas habían cambiado en quince años. Los pies ya le dolían. Hacía mucho que no andaba descalza.

Vio una pequeña capilla y se detuvo. Se disponía a entrar para tratar de poner un poco de orden en sus pensamientos, rezar, cuando oyó desde dentro una voz conocida pronunciando su nombre.

Se quedó inmóvil, sin mirar alrededor. Era una voz surgida de ninguna parte y de todos los lugares a la vez, alguien que le pertenecía exclusivamente a ella. Que le había pertenecido exclusivamente a ella.

Sintió un súbito vacío invadiéndola como un ejército. Se quedó muy quieta en aquella pequeña y empinada calle y, entre las multitudes y el ajetreo, sin ninguna intimidad, se despidió por última vez, por el nombre que le habían puesto al nacer y no por el apelativo imperial, del alma amada que se iba, que ya se había ido de ella y del mundo.

Ella había querido delfines prohibidos para su habitación. Aquella mañana había llevado al mosaiquista Crispin a verlos. Sólo aquella misma mañana. Petras los… había encontrado antes. O había sido encontrado por ellos, y no como un mosaico en una pared. Quizá ahora él, su alma, estaba siendo llevado allá donde los delfines llevaran a las almas en el camino hacia Jad. Esperaba que fueran amables, que el camino fuera fácil, que no hubiera habido demasiado dolor.

Nadie la vio llorar. No hubo lágrimas que ver. En la ciudad era una ramera, con personas a las que matar antes de que la encontraran y la mataran a ella.

No tenía idea de adonde ir.

En el túnel, los dos guardias cometieron el estúpido error de mirar por encima del hombro cuando el emperador cayó. Toda aquella circunstancia, el horror de ella, había minado la totalidad de su entrenamiento, dejándolos tan a la deriva como navíos durante una tormenta. Pagaron su error ardiendo. Murieron aullando, cuando el ciego encontró el gatillo del sifón que liberaba el fuego líquido y tiró de él. Lecanus Daleinus maldecía y lloraba, estridente e incomprensible, gimiendo como si hubiera enloquecido en su propia agonía mortal, pero dirigió el sifón con increíble precisión más allá de su hermana y su hermano para apuntar a los soldados.

Estaban en el subsuelo, lejos de la vida y el mundo. Nadie oyó sus gritos ni el burbujeo y el silbido de la carne derritiéndose salvo los tres Daleinoi y el hombre ávido y zafio que había junto a ellos, y el otro, de pie detrás del emperador muerto, lo bastante lejos para que sintiera una húmeda corriente de calor bajando por el túnel y un miedo que le oprimió las entrañas, pero que ni siquiera fue chamuscado por aquel fuego de hacía tanto tiempo.

Se dio cuenta, al tiempo que el calor iba disipándose y cesaban los gritos y aquellos gemidos líquidos, de que le estaban mirando. Los Daleinoi, y el hombre gordo del que se acordaba muy bien y que no había sabido se hallara en Sarantium. Le dolió que aquello pudiera haber ocurrido sin que él lo supiera.

Pero en aquel momento había mayores fuentes de inquietud.

Carraspeó y miró la daga ensangrentada y pegajosa que sostenía en la mano. Nunca había habido sangre en ella, jamás. Llevaba una daga para exhibirla, para nada más. Miró al muerto que yacía a sus pies.

Y entonces Pertennius de Eubulus dijo, con voz conmovida:

—Esto es terrible. Demasiado terrible. Todos están de acuerdo en que un historiador no debe intervenir en aquellos acontecimientos de los que escribe la crónica. Pierde muchísima autoridad, entendedlo.

Lo miraron. Nadie dijo nada. Quizá se sintieran abrumados por la verdad de lo que había dicho.

El ciego, Lecanus, lloraba, produciendo horribles sonidos estrangulados que pugnaban por salir de su garganta. Aún estaba de rodillas. Un olor a carne flotaba en el túnel. Los soldados. Pertennius temió que iba a vomitar.

—¿Cómo has entrado aquí? —preguntó una voz. Lysippus.

Styliane miraba al emperador, el muerto que yacía a los pies de Pertennius. Tenía una mano en el hombro de su lloroso hermano sollozante, pero en ese momento la apartó, pasó junto a los dos hombres quemados y se detuvo, un poco más abajo, para mirar al secretario de su esposo.

Pertennius no estaba nada seguro de deberle respuesta alguna a un monstruo exiliado como el calisiano, pero aquel no parecía el contexto adecuado dentro del cual explorar tal pensamiento. Así que mirando a la mujer, la esposa de su patrono, dijo:

—El estratega me envió para que averiguara qué estaba entreteniendo al… al emperador. Han llegado… Acaban de llegar, noticias… —El nunca balbuceaba de aquella manera. Tomó aliento—. Acaban de llegar noticias que el emperador debería saber.

El emperador estaba muerto.

—¿Cómo has entrado aquí? —Styliane esta vez, la misma pregunta. Su expresión era un tanto extraña. Distraída, ausente. Mirándole, pero sin mirarle en realidad.

Pertennius sabía que nunca le había gustado. Pero a ella no le gustaba nadie, así que en realidad eso no había importado demasiado. Volvió a carraspear y se alisó la pechera de la túnica.

—Da la casualidad de que tengo unas, unas llaves. Que… abren cerraduras.

—Por supuesto que las tienes —murmuró Styliane.

Él conocía muy bien su ironía y hasta qué punto podía herir, pero esta vez había algo superficial y carente de vida en su tono. Los ojos nuevamente bajos, miraba al muerto. Tirado en el suelo como un fardo olvidado. Sangre sobre las piedras del mosaico.

—No había guardias —explicó Pertennius, aunque no se lo habían preguntado—. Delante del pasillo no había nadie. Habría tenido que haber alguien. Pensé…

—Pensaste que podía estar ocurriendo algo y quisiste verlo. —Lysippus, aquellos tonos precisos e inconfundibles. Sonrió, los pliegues de su cara moviéndose—. Y el caso es que lo viste, ¿verdad? ¿Y ahora qué, historiador?

Historiador. Había sangre en su hoja. Burla en el tono del calisiano. Olor a carne. La mujer volvió a mirarle, esperando.

Y Pertennius de Eubulus, devolviéndole la mirada a ella, no a Lysippus, hizo lo más fácil. Se arrodilló, muy cerca del cuerpo del emperador ungido al que había aborrecido y matado, y poniendo su daga en el suelo preguntó:

—Mi señora, ¿qué deseáis que le diga al estratega?

Styliane exhaló un suave suspiro. Al secretario, que la observaba con los ojos entornados, le pareció que había quedado bruscamente ahuecada, una figura sin fuerza o intensidad. Eso le interesó.

Ni siquiera respondió. Fue su hermano quien lo hizo, levantando su horrible rostro.

—Yo lo maté —dijo Lecanus Daleinus—. Con mis propias manos. Mi hermano pequeño y mi hermana… vinieron y… lo mataron por mí. ¡Tan virtuosos! Cuéntalo así, secretario. Anótalo. —El silbido en su voz se volvió más pronunciado que nunca—. Anótalo… durante el reinado… del emperador Leontes y su gloriosa emperatriz… y de los hijos de… Daleinus… ¡que nacerán!

Transcurrió un momento, y otro más. Entonces Pertennius sonrió. Lo había entendido, y todo era como debía ser. Por fin. El campesino trakesiano había muerto. La ramera había muerto o no tardaría en morir. El Imperio volvía, finalmente, a un lugar apropiado.

—Lo haré —dijo—. Lo haré, creedme.

—¿Lecanus? —nuevamente Lysippus—. ¡Lo prometiste! Me lo prometiste. —Había deseo en su voz, inconfundible, el tono enronquecido por la necesidad.

—El trakesiano primero, después yo —dijo Lecanus Daleinus.

—Por supuesto —se apresuró a decir Lysippus—. Por supuesto, Lecanus.

Temblaba al tiempo que hacía reverencias, su grosero cuerpo moviéndose con urgencia, como sacudido por espasmos de fe o deseo.

—¡Sagrado Jad! Yo me voy —dijo Tertius.

Su hermana se hizo a un lado cuando el Daleinus más joven se fue a toda prisa por el túnel, casi corriendo. No lo siguió, pues en vez de eso se volvió para mirar a su hermano mutilado y al calisiano, que respiraba rápidamente con la boca abierta. Se inclinó y después le murmuró algo a Lecanus. Pertennius no oyó lo que le dijo. Eso siempre le disgustaba. El hermano no dijo nada.

Pertennius se quedó lo suficiente para ver cómo el ciego ofrecía el sifón y el gatillo y cómo temblaba el calisiano mientras desataba las manos mutiladas del Daleinus de ellos. Entonces sintió los inicios de una oleada de náuseas. Recuperó y envainó su daga, y después él también fue rápidamente hacia las puertas. No miró atrás.

No iba a registrar aquello, de todas maneras. Nunca había ocurrido, no formaba parte de la historia, no tenía por qué verlo, se dijo. Lo único que importaba era lo que se ponía por escrito.

En algún lugar los hombres hacían correr caballos y araban campos, los niños jugaban, gritaban y sudaban haciendo duras labores. Los barcos navegaban. Llovía, nevaba, el viento agitaba las arenas en un desierto, alimentos y bebida estaban siendo ingeridos, se hacían bromas y se lanzaban juramentos, en señal de rabia o devoción. El dinero cambiaba de manos. Una mujer gritó un nombre detrás de unos postigos. Plegarias eran pronunciadas en capillas y bosques y ante llamas sagradas celosamente custodiadas. Un delfín saltaba en el mar azul. Un hombre ponía tesserae en una pared. Un jarro se rompió al chocar con un alféizar, y una sirvienta supo que sería castigada por ello. Los hombres ganaban y perdían en los dados, en el amor, en la guerra. Los cheiromantes preparaban lápidas que buscaban colmar anhelos, hacer fértil o proporcionar riquezas inconmensurables. O causar la muerte de alguien desesperadamente odiado durante más tiempo del que uno podría expresar con palabras.

Pertennius de Eubulus estaba saliendo del túnel cuando sintió otra oleada de calor húmedo y lejano, pero esta vez no oyó ningún grito.

Volvió a encontrarse en la parte inferior del Palacio Attenine, por debajo del suelo. Una gran escalinata curva llevaba arriba y el pasillo se prolongaba en ambas direcciones hasta desembocar en otros vestíbulos, otras escaleras. No había guardias. Ni uno solo. Tertius Daleinus ya había huido escalera arriba. A algún otro lugar. Un hombre trivial, insignificante, pensó Pertennius. No un pensamiento para ser escrito ahora, por supuesto, ni en ningún documento público.

Tomó aliento, se alisó la túnica y se preparó para subir, ir fuera y volver a través de los jardines, y después bajar por el otro palacio para contar a Leontes lo ocurrido.

El trayecto no fue necesario.

Oyó ruidos procedentes de arriba y alzó la mirada en el mismo instante en que, detrás de él en el túnel, resonaba un lejano grito ahogado y una última oleada de calor recorría toda la extensión del conducto hasta llegar al vestíbulo en el que se encontraba ahora, solo.

No miró atrás. Miró arriba. Leontes bajaba por la escalinata, moviéndose con su rápida determinación habitual y con soldados detrás de él, como los había siempre.

—¡Pertennius! En el sagrado nombre del dios, ¿qué haces ahí parado? ¿Dónde está el emperador? ¿Por qué está la puerta…? ¿Dónde están los guardias?

Pertennius tragó saliva y se alisó la túnica.

—Mi señor, ha ocurrido algo terrible —dijo.

—¿Qué? ¿Ahí dentro? —preguntó el estratega, deteniéndose.

—No entréis, mi señor. Es… terrible.

Leontes volvió la mirada hacia sus guardias.

—Esperad aquí —dijo el comandante de dorado cabello de los ejércitos sarantinos, y entró en el túnel.

Así que, naturalmente, Pertennius tuvo que volver a entrar en él. Aquello tal vez nunca fuera registrado tampoco, pero un cronista debía presenciar lo que ocurriría a continuación. Cerró la puerta detrás de él.

Leontes se movía muy deprisa. Cuando Pertennius hubo desandado sus pasos por el túnel y llegado nuevamente a la curva, el estratega ya estaba arrodillado junto al cuerpo ennegrecido de su emperador.

Hubo un lapso de tiempo en el que nadie se movió dentro del túnel. Después Leontes se llevó las manos al broche de su garganta, lo abrió, se quitó la capa azul oscuro y la extendió sobre el cuerpo del muerto. Acto seguido alzó la mirada.

Pertennius se encontraba detrás de él y no podía ver su expresión. El olor a carne quemada era intenso. Delante de ellos, inmóviles, estaban las otras dos personas vivas que había en aquel lugar. Pertennius se quedó donde estaba, en la curva del túnel, medio escondido junto a la pared.

Vio incorporarse al estratega. Vio a Styliane enfrentándose a él, la cabeza alta. Inmóvil al lado de ella, Lysippus el calisiano pareció darse cuenta de que aún sostenía el sifón del artilugio del fuego. Lo dejó caer. Su rostro también se había vuelto extraño. Había tres cadáveres ennegrecidos y calcinados junto a él. Los dos guardias. Y Lecanus Daleinus, que había ardido por primera vez hacía tantos años, con su padre.

Leontes no dijo nada. Avanzó muy despacio. Se detuvo delante de su esposa y el calisiano.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó. A Lysippus.

Styliane era como hielo, como mármol. Pertennius vio que el calisiano miraba al estratega, como preguntándose de dónde había salido.

—¿Qué te parece que estoy haciendo? —replicó. Una voz memorable—. Admiro los mosaicos del suelo.

Leontes, comandante de los ejércitos de Sarantium, pertenecía a una clase de hombres distinta a la del emperador que yacía muerto detrás de él. Desenvainó su espada. Un gesto repetido más veces de las que podrían ser contadas. Sin volver a hablar, hundió la hoja a través de la carne en el corazón del hombre que estaba de pie junto a su esposa.

Lysippus no llegó a moverse siquiera, y no tuvo ocasión de defenderse a sí mismo. Pertennius, dando un paso sin poder contenerse, vio asombro en los ojos del calisiano antes de que la hoja fuera extraída, con un violento tirón, y Lysippus se desplomara.

Los ecos de la caída tardaron algún tiempo en disiparse. Entre un hedor a carne y los cuerpos de cinco muertos ahora, un marido y una esposa se encararon el uno con el otro en el subsuelo y Pertennius, que los observaba, se estremeció.

—¿Por qué has hecho eso? —preguntó Styliane Daleina.

El bofetón le cruzó la cara, el golpe de un soldado. El impacto le ladeó la cabeza.

—Sé breve, y precisa —dijo su esposo—. ¿Quién ha hecho esto?

Styliane ni siquiera levantó una mano para tocarse la mejilla. Miró a su esposo. El secretario recordó que unos momentos atrás estaba dispuesta a dejarse quemar viva. No había miedo en ella, ni la más tenue sombra de miedo.

—Mi hermano —dijo Styliane—. Lecanus. Se ha vengado por lo que le hicieron a nuestro padre. Esta mañana me envió un mensaje diciéndome que iba a venir aquí. Obviamente había sobornado a sus guardias de la isla y, a través de ellos, a los Excubitores de las puertas de aquí.

—¿Y viniste?

—Por supuesto que vine. Llegué demasiado tarde para impedirlo. El emperador estaba muerto, y los dos soldados. Y el calisiano ya había matado a Lecanus.

Las mentiras, tan carentes de esfuerzo, tan necesarias. Las palabras que podrían aportar un resultado, para todos ellos.

—Mi hermano ha muerto —dijo.

—Así se pudra su alma malvada —dijo su esposo con voz átona—. ¿Qué hacía aquí el calisiano?

—Una buena pregunta a la que me gustaría que él pudiera contestar —dijo Styliane. Su mejilla estaba roja allí donde la había golpeado—. Podríamos tener una respuesta si alguien no se hubiera entrometido blandiendo una espada.

—Cuidado, esposa. Todavía tengo la espada. Eres una Daleinus, y tú misma acabas de afirmar que tu familia ha asesinado a nuestro sagrado emperador.

—Sí, esposo. Lo han asesinado. ¿Me matarás a mí?

Leontes guardó silencio. Miró atrás, por primera vez. Vio a Pertennius observándolos. Su expresión no cambió. Se volvió hacia su esposa.

—Estamos en la misma víspera de la guerra. Hoy. Iba a ser anunciado hoy. Y acabamos de saber que los basánidas han cruzado la frontera en el norte, rompiendo la paz. Y el emperador está muerto. No tenemos emperador, Styliane.

Entonces Styliane Daleina sonrió. Pertennius lo vio. Una mujer tan hermosa podía dejarte sin respiración.

—Lo tendremos —dijo—. Muy pronto lo tendremos, mi señor. —Y se arrodilló, exquisita y dorada entre los cuerpos ennegrecidos de los muertos, delante de su esposo.

Pertennius se apartó de la pared, avanzó unos pasos e hizo lo mismo, cayendo de rodillas al tiempo que inclinaba la cabeza hasta tocar el suelo. Hubo un largo silencio en el túnel.

—Hay mucho por hacer, Pertennius —dijo Leontes finalmente—. El Senado tendrá que reunirse y deliberar. Ve a la kathisma en el Hipódromo. Inmediatamente. Dile a Bonosus que venga aquí contigo. No le digas por qué, pero déjale claro que debe venir.

—Sí, mi señor.

Styliane, todavía de rodillas, lo miró.

—¿Me has entendido? No le hables a nadie de lo ocurrido aquí, ni del ataque basánida. Esta noche debe haber orden en la ciudad para que podamos controlar la situación.

—Sí, mi señora.

Leontes la miró.

—El ejército está aquí. No será como la última vez que no había heredero.

Su esposa le devolvió la mirada y después miró a su hermano, caído en el suelo junto a ella.

—No —dijo—. No será como la última vez. —Y después lo repitió—: No será como la última vez.

Pertennius vio cómo el estratega extendía el brazo hacia ella y la ayudaba a levantarse. Su mano fue de nuevo a la mejilla golpeada, esta vez con suave dulzura. Ella no se movió, pero sus ojos no se apartaron de los de él. Eran tan dorados, pensó Pertennius, tan altos. Sintió que le iba a estallar el corazón.

Se puso en pie, dio media vuelta y se fue. Tenía órdenes que cumplir.

Olvidó por completo que había sangre en su daga, y durante todo ese día no se acordó de limpiarla, pero nadie le prestó ninguna atención, así que dio igual.

Rara vez se fijaban en él: un historiador, un hombre que tomaba nota de los acontecimientos, gris y en segundo plano, presente en todas partes, pero nunca alguien que influyese en los acontecimientos.

Mientras subía a toda prisa por la escalera, para atravesar después el palacio casi corriendo en dirección a una escalera de caracol de los niveles superiores y la pasarela cubierta que llevaba a la parte posterior de la kathisma, su mente ya estaba buscando las frases más adecuadas y la mejor manera de empezar. El tono apropiado de imparcialidad y mesura al principio de una crónica era muy importante. «Por somero que sea, cualquier estudio de los acontecimientos pasados nos enseña que el justo castigo que Jad reserva a los malvados y los impíos puede tardar en llegar, pero…»

Se detuvo bruscamente, obligando a uno de los eunucos a hacerse a un lado en un corredor para pasar. Acababa de preguntarse dónde estaría la ramera. Era improbable que estuviera en la kathisma, aunque eso habría sido algo digno de ser observado. ¿Estaba todavía en su baño en el otro palacio, desnuda y resbaladiza con un soldado? Se alisó la túnica. Styliane se ocuparía de ella, pensó.

«Esta noche debe haber orden en la ciudad para que podamos controlar la situación», había dicho ella. Pertennius sabía a qué se refería con eso. ¿Cómo podía no saberlo? La última muerte de un emperador sin que hubiera heredero designado había sido la de Apius, y entre la violencia que siguió a ella —en el Hipódromo y las calles, e incluso en la cámara del Senado Imperial—, un ignorante campesino trakesiano había sido elevado encima de un escudo por el populacho para luego ser ataviado con el pórfido. Ahora el orden era lo más importante, así como que reinara la calma entre las ochenta mil personas congregadas en el Hipódromo.

Entonces se le ocurrió que si todo iba como era debido, al final de aquel día su propio estatus también podía elevarse bastante. Entonces pensó en otra mujer, y volvió a alisarse la túnica.

Y mientras iba a la kathisma, con noticias que harían temblar el mundo y sangre en el cuchillo que colgaba de su cinturón, se sintió muy feliz; lo que para él era un estado raro, casi sin precedentes.

El sol se había elevado por encima de la ciudad y ya empezaba a bajar, pero aquel día —y su noche— aún tenían mucho camino que recorrer en Sarantium.

En el túnel, entre los muertos, dos figuras doradas se miraron en silencio la una a la otra y después salieron andando lentamente y subieron por la gran escalera, sin tocarse pero juntas.

Encima de las piedras detrás de ellos, encima de las piedras del mosaico debajo de una capa azul, yacía Valerius de Sarantium, el segundo de ese nombre. Su cuerpo. Lo que quedaba de él. Su alma se había ido, a los delfines, al dios, a dondequiera que fuesen las almas.

En algún lugar del mundo, en ese mismo instante, un niño muy deseado nacía y en algún lugar un jornalero moría, dejando a una granja escasa de manos con los campos de primavera todavía por arar y las cosechas esperando ser sembradas. Una calamidad que no podía ser expresada con palabras.