10
Cleander había sabido cuidar de ellos, o eso parecía.
No estaban ubicados entre el amplio bloque de partidarios de los Verdes —su madre lo había prohibido expresamente—, pero aparentemente a esas alturas el muchacho ya disponía de suficientes contactos entre la multitud del Hipódromo para haber obtenido unos excelentes asientos situados bastante abajo y próximos a la línea de partida. Algunos de los asistentes de la mañana pertenecientes a las clases acomodadas parecían haber decidido perderse la tarde. Cleander había encontrado tres asientos de esa manera. Podían distinguir con toda claridad el enorme aparato de la salida, que tenía aspecto de ser muy poco manejable, y la confusión de monumentos a lo largo de la spina, e incluso podían ver dentro del espacio interior cubierto en el que los animadores y los aurigas esperaban la señal para salir e iniciar el desfile de la tarde. Más allá de él, Cleander les había señalado otra puerta que permitía entrar y salir de los vastos espacios que había debajo de las gradas. La llamó la Puerta de la Muerte, con evidente deleite.
El muchacho, vestido con sobriedad en colores marrón y oro con un ancho cinturón de cuero y su larga cabellera estirada hacia atrás al estilo bárbaro, les señalaba todo lo que ocurría a su madrastra y al médico a cuyo sirviente había dado muerte dos semanas antes. Rustem, consciente de la ironía que había en ello, pensó que parecía inmensamente feliz y muy joven.
Thenais ya había sido saludada por media docena de hombres y mujeres sentados en las inmediaciones y les había presentado a Rustem con impecable formalidad. Nadie preguntó por qué no estaba en la kathisma con su esposo. Aquella era una sección del Hipódromo bien educada y mejor vestida. Por encima de ellos podía haber gritos y empujones en las plazas de pie, pero no allá abajo.
O tal vez, pensó Rustem, no hasta que los caballos empezaran a correr de nuevo. Percibió con interés profesional la aparición de una excitación que iba minando su distanciamiento. El humor colectivo de la multitud —Rustem nunca había estado entre tantas personas— se estaba contagiando.
Sonó una trompeta.
—Aquí vienen —dijo Cleander al otro lado de su madre—. Los Verdes tienen a un malabarista maravilloso, lo veréis detrás del caballo del prefecto del Hipódromo.
—No menciones a las facciones —dijo Thenais en voz baja, los ojos fijos en la entrada a la arena, donde acababa de aparecer un jinete.
—No lo hago, madre. Sólo te estoy… contando cosas.
Pero en ese mismo instante se volvió muy difícil contar —u oír— cosas, porque la multitud prorrumpió en un ensordecedor saludo, como una bestia con una sola voz.
Detrás del jinete solitario llegó un deslumbrante y variopinto cortejo de artistas. El malabarista mencionado por Cleander lanzaba al aire palos encendidos. Junto a él y detrás de él venían bailarinas vestidas de azul y verde, y después de rojo y blanco, que daban volteretas al tiempo que trenzaban movimientos en forma de rueda. Una andaba sobre las manos, los hombros retorcidos en una posición que hizo fruncir el ceño a Rustem. Cuando tuviera cuarenta años no podría levantar una copa sin sentir dolor, pensó el médico. Otro animador, agachando la cabeza para no chocar con el techo del túnel, salió subido en largos zancos que lo elevaban a la talla de un gigante y se las ingenió para bailar sobre ellos desde aquella altura. Claro favorito del público, su aparición suscitó un rugido de aprobación todavía más estruendoso. Había músicos con tambores, flautas y címbalos. Después pasaron más bailarinas, entrecruzándose rápidamente y las largas cintas de tela de colores que llevaban agitándose debido al viento y la celeridad de su carrera. Sus ropas también se levantaban, y no eran muy abundantes. En Bassania cualquier mujer que se hubiera exhibido públicamente en tales extremos de casi desnudez habría sido lapidada, pensó Rustem.
Y entonces finalmente llegaron los carros.
—¡Ese es Crescens, Gloria de los Verdes! —gritó Cleander, ignorando las admoniciones de su madre por señalar a un hombre que llevaba un casco de plata—. Y a su lado está el joven —añadió—. Se llama Taras. Por los Azules. Vuelve a ir en el primer carro. —Lanzó una rápida mirada a Rustem—. Scortius no está.
—¿Qué? —dijo un hombre de rostro rubicundo y cabello rojizo detrás de Thenais, inclinándose y rozándola. La madre de Cleander se hizo a un lado, evitando el contacto y contemplando impasiblemente los carros que salían del gran túnel a su izquierda—. ¿Esperabas a Scortius? Nadie sabe dónde está, muchacho.
Cleander no respondió, lo cual fue una bendición. El muchacho no era tonto del todo. Siguiendo a los dos carros que abrían el desfile, los otros salieron rápidamente del túnel mientras los artistas que los precedían danzaban y hacían piruetas a lo largo de la recta que llevaba a la kathisma. No había manera de ver quién estaba sentado ahí, pero Rustem sabía que Plautus Bonosus figuraba entre la elite que ocupaba aquel recinto cubierto. Antes el muchacho le había contado, con una inesperada nota de orgullo, que a veces su padre dejaba caer la tela blanca para dar comienzo a los juegos si el emperador se hallaba ausente.
Los últimos carros, sus ocupantes vestidos de blanco y rojo, salieron del túnel. El jinete y los bailarines ya habían llegado al otro lado, más allá de los monumentos, y saldrían por una segunda puerta después de haber encabezado el desfile que pasaría por delante de aquellos asientos y gradas.
—Me parece que necesito resguardarme del sol unos momentos —dijo Thenais Sistina—. ¿Hay refrescos al otro lado de esa puerta? —preguntó, señalando el espacio del que habían salido los caballos.
—Sí —dijo Cleander—. Dentro hay varios puestos de comida. Pero primero subes y luego bajas por la escalera para ir por debajo. No puedes pasar por la Puerta de la Procesión, allí hay un guardia.
—Ya —dijo su madre—. Lo veo. Pero supongo que dejará pasar a una mujer para ahorrarle ese largo rodeo.
—No podrás pasar. Y por descontado que no debes ir sola, madre. Esto es el Hipódromo.
—Gracias, Cleander. Tu preocupación me conmueve. —Su expresión era indescifrable, pero el muchacho enrojeció como la grana—. No tengo intención de ir allí donde han ido esos caballos, y nunca se me ocurriría ir sola Doctor, ¿tendríais la bondad de…?
De más mala gana, por perderse el comienzo de la carrera, Rustem se levantó y cogió su bastón de paseo.
—Por supuesto, mi señora —murmuró—. ¿Os sentís indispuesta?
—Un momento a la sombra y un refresco bastarán. Cleander, no te muevas de aquí y compórtate con dignidad. Volveremos enseguida.
Se levantó y fue por el pasillo junto a Rustem para bajar dos peldaños y echar a andar por el estrecho hueco que separaba la primera fila de asientos de la barrera de las arenas. Mientras andaba se subió la capucha, ocultando su rostro.
Rustem la siguió con el bastón en la mano. Nadie les prestó atención. Rustem vio gente yendo y viniendo por todo el Hipódromo, ocupando sus plazas, dirigiéndose a las letrinas o yendo en busca de refrescos. Todos los ojos estaban fijos en el ruidoso desfile que recorría la arena. Deteniéndose a una discreta distancia detrás de la esposa del senador, Rustem la vio hablar con el guardia apostado en la barrera donde terminaba el pasillo, justo delante de las grandes Puertas Procesionales que se alzaban unos peldaños más abajo.
La expresión inicial de brusca indiferencia del guardia se derritió rápidamente en cuanto Thenais le dijo lo que quiera que le dijese. El hombre miró alrededor para asegurarse de que no había nadie cerca y luego abrió la barrera al final del pasillo, dejando entrar a Thenais en el espacio cubierto que se extendía debajo de las gradas. Rustem la siguió, deteniéndose para darle una moneda al hombre.
Sólo cuando hubo entrado en el túnel abovedado, mirando donde ponía los pies para esquivar la evidencia de que los caballos habían pasado por allí, vio a un hombre solo bajo la tenue luz de aquel atrio, vestido con el cuero de un auriga y una túnica azul.
La mujer se había detenido al otro lado del umbral y estaba esperando a Rustem.
—Al parecer vuestro paciente, nuestro inesperado huésped, se encuentra aquí después de todo —murmuró desde debajo de la capucha—. Dejadme un momento a solas con él, si sois tan amable.
Y sin aguardar respuesta, fue hacia el hombre que esperaba solo en el túnel. Había dos ayudantes de la pista vestidos de amarillo junto a las grandes puertas abiertas, no lejos de la entrada más pequeña en la que esperaba Rustem. Saltaba a la vista que hacía unos momentos se disponían a cerrarla. La manera en que miraban a Scortius dejaba igualmente claro que ya no lo harían.
Su presencia aún no había sido detectada por nadie más. Debía de haber permanecido escondido entre las sombras hasta que los carros se hubieron alejado. Había tres túneles principales y media docena de conductos más pequeños que se ramificaban a partir de aquel gran atrio. El espacio interior del Hipódromo era vasto y cavernoso, y Rustem pensó que podía contener a más personas de las que vivían en Kerakek. Sabía que mucha gente vivía allí, en apartamentos esparcidos a lo largo de aquellos corredores. Habría establos, tiendas, puestos de comida y sitios para beber, médicos, rameras, cheiromantes, capillas. Una ciudad dentro de Sarantium. Y aquel atrio abierto de techo tan alto sería un lugar de reunión atestado y lleno de actividad. Dentro de unos momentos volvería a serlo, supuso Rustem, cuando los artistas del desfile volvieran por los túneles del otro lado.
En aquel momento estaba casi vacío, oscuro y polvoriento después de la intensa claridad del exterior. Vio que la esposa del senador iba hacia el auriga y se quitaba la capucha. Vio que Scortius volvía la cabeza —con bastante retraso— y se daba cuenta de su presencia, y de esa manera pudo percibir el súbito cambio en su postura y maneras, y así algunas cosas quedaron claras.
Después de todo, Rustem era un hombre observador. Un buen médico tenía que serlo. A decir verdad, el Rey de Reyes lo había enviado a Sarantium debido a ello.
Scortius había previsto bastantes cosas, incluida la innegable posibilidad de desplomarse antes de llegar al Hipódromo, pero el que Thenais apareciera en el espacio vacío y lleno de ecos del Atrio Procesional no había sido una de ellas.
Los dos ayudantes de las puertas le vieron en cuanto salió de uno de los túneles residenciales, después de que el último carro se hubiera ido. Llevarse un dedo a los labios había asegurado su boquiabierta e inmediata complicidad. Scortius sabía que remojarían aquella historia en vino durante toda esa noche, y durante muchas noches venideras.
Estaba esperando el momento adecuado para entrar. Sabía que sólo tenía fuerzas para una carrera en el mejor de los casos, y había que transmitir un mensaje con el máximo impacto posible, para prestar apoyo a los Azules, calmar la agitación y dar un aviso a Crescens y los demás.
Y satisfacer su propio orgullo. Necesitaba volver a correr, recordarles a todos que por mucho que pudieran llegar a hacer los Verdes durante aquella inauguración de la temporada, Scortius aún estaba entre ellos y seguía siendo el mismo de siempre.
Suponiendo que eso fuera así.
Cabía la posibilidad de que hubiera cometido un error. El largo y lento trayecto a pie desde la casa de Bonosus junto a las murallas había sido muy difícil, y la herida se había abierto en algún momento. Scortius ni siquiera se había enterado hasta que vio sangre en su túnica. Le faltaba el aliento y sentía dolor cada vez que trataba de respirar hondo. Hubiese debido coger una litera, o hacer que Astorgus le enviara una, pero ni siquiera le había dicho al factionarius que iba a hacer aquello. La tozudez siempre tenía un precio. Aquella llegada para la primera carrera de la tarde, aquella entrada a pie a través de la arena hasta la línea de partida, era toda una declaración única y exclusivamente suya. Nadie en Sarantium sabía que iba a estar en el Hipódromo.
O eso había pensado él. Entonces vio a Thenais acercándose bajo la difusa luz, y el corazón le palpitó debajo de sus costillas rotas. Ella nunca iba al Hipódromo. Si estaba allí, era porque había venido en su busca, y él no tenía ni idea de cómo…
Entonces vio al basánida detrás de ella, delgado y de barba canosa, sosteniendo aquel palo que usaba únicamente por la dignidad que le confería el hacerlo. Y entonces Scortius de Soriya maldijo en silencio.
De pronto lo entendió todo. Aquel condenado médico habría experimentado alguna infortunada clase de deber profesional. Habría descubierto que ya no estaba en su habitación, deducido que era un día de carreras, buscado una manera de asistir y…
Cuando maldijo por segunda vez lo hizo en voz alta, como un soldado en una caupona, aunque sin gritar.
El médico habría acudido a la casa de Bonosus, por supuesto. A Cleander, quien les habría dicho que su padre le había prohibido asistir a las carreras aquella primavera. Lo cual significaba que habrían tenido que hablar con Thenais. Lo cual significaba…
Ella se detuvo delante de él. El perfume que recordaba volvía a estar con él. La miró, sosteniendo su límpida mirada, y sintió una opresión en la garganta. Se la veía serena e impasible… y él sintió la fuerza de su rabia como un viento caliente salido de un horno.
—Todo Sarantium se alegrará de verte recuperado, auriga —murmuró Thenais.
Se hallaban solos, pero por poco tiempo. El desfile no tardaría en terminar, y todos llegarían ruidosamente por los túneles.
—Me honra que seáis la primera en decirlo, mi señora —repuso él—. Espero que recibierais mi nota.
—Muy considerado de tu parte escribirla —dijo ella. La frágil formalidad era su propio mensaje—. Te pido disculpas, naturalmente, por haber estado reunida con mi familia durante un rato la noche en que sentiste tan… apremiante necesidad de mi compañía. —Hizo una pausa—. O la de cualquier otra mujer que pudiera ofrecer su cuerpo a tan famoso auriga.
—Thenais —dijo él. Y se interrumpió, dándose cuenta con retraso de que su mano derecha empuñaba un cuchillo. Y de esa manera por fin entendió lo que significaba realmente aquel encuentro. Cerró los ojos. Aquella posibilidad siempre había estado presente en la clase de vida que había vivido.
—¿Sí? —dijo ella, su tono tan impasible y cortés como siempre—. ¿Alguien ha pronunciado mi nombre?
Él la miró. No hubiese podido nombrar, o contar siquiera, a las mujeres que habían compartido sus noches a lo largo de los años. Todos los años. Ninguna había encontrado la manera de turbarlo como aquella, y aún lo hacía. De pronto se sintió viejo y cansado. Le dolía la herida. Recordó aquella misma sensación la noche en que había ido en busca de ella. Su hombro doliéndole bajo el viento nocturno.
—Era yo —dijo en voz baja—. He pronunciado tu nombre. Lo pronuncio la mayoría de las noches, Thenais.
—¿De veras? Qué divertido debe de resultarle a la mujer que esté yaciendo a tu lado en ese momento —dijo ella.
Los dos porteros les miraban. Uno seguía boquiabierto. Habría podido ser gracioso. El maldito médico continuaba cortésmente alejado. Con aquella penumbra, probablemente ninguno de ellos había visto la daga.
—Fui a la casa de Shirin de los Verdes para transmitirle una oferta de Astorgus —dijo Scortius.
—Ah. ¿Astorgus quería acostarse con ella?
—Estás siendo cruel.
Scortius torció el gesto ante lo que destelló en los ojos de ella, y volvió a darse cuenta de lo furiosa que estaba.
Aquella máscara de dominio, de serenidad absoluta e impecable, que había llevado toda una vida… ¿Qué le ocurría a una persona así cuando algo lograba atravesar la máscara? Scortius hizo una inspiración profunda, sintió la punzada de dolor en sus costilla y dijo:
—Quería invitarla discretamente a unirse a los Azules. Yo había prometido añadir mi voz a la propuesta.
—Tu voz —dijo ella. Había un brillo en sus ojos que él nunca había visto—. ¿Sólo tu voz? A esas horas de la noche. Trepando hasta su dormitorio. Muy… persuasivo.
—Es la verdad —dijo él.
—Ciertamente. ¿Y te acostaste con ella?
Ella no tenía derecho a preguntarlo. Responder sería traicionar a otra mujer que le había ofrecido ingenio, bondad y placer.
—Sí —dijo—. Inesperadamente.
—Ah. Inesperadamente. —El cuchillo seguía inmóvil en su mano—. ¿Dónde te hirieron? —preguntó.
Ahora había ruidos procedentes de uno de los túneles. Las primeras bailarinas se habían retirado de la arena. Más allá de ellas, a través de las Puertas Procesionales, Scortius podía ver los ocho carros de la primera carrera girando para dirigirse hacia la pendiente de la línea de salida.
—En el costado izquierdo —dijo—. Una herida de cuchillo, con varias costillas rotas alrededor.
Lo único que había querido hacer, desde hacía mucho tiempo, era ser auriga en las carreras.
Ella asintió y se mordió pensativamente el labio inferior, una sola arruga cruzaba su frente.
—Qué mala suerte. Tengo un cuchillo.
—Ya lo he visto.
—¿Si deseara hacerte mucho, mucho daño antes de que murieras…?
—Me apuñalarías aquí —dijo él y se lo enseñó. Había sangre extendiéndose a través de la túnica azul.
Ella lo miró.
—¿Deseas morir?
Él reflexionó.
—En realidad no. Pero no querría vivir si eso te causara tanta pena.
Entonces ella inspiró hondo. Coraje y dolor y una especie de… locura. Ese destello en su mirada, tan intenso y nunca visto antes.
—No pienses que tardaría mucho en seguirte.
Él volvió a cerrar los ojos y los abrió.
—Thenais, eso está… mal. Pero estoy preparado para cualquiera que sea tu deseo.
El cuchillo seguía sin moverse.
—Habrías tenido que mentirme, hace un momento. Cuando te lo pregunté.
La primera vez en que su padre permitió que se subiera a la grupa de un corcel él era muy pequeño. Tanto que tuvieron que subirlo a ella, y cuando estuvo sentado encima del enorme caballo las piernas sobresalían de él casi en línea recta. Eso provocó muchas risas. Después se hizo súbitamente el silencio entre los hombres que había alrededor cuando el animal se quedó inmóvil al sentir el contacto de las manos del niño subido a su grupa. En Soriya, muy lejos de allí, hacía mucho tiempo…
Una vida entera. Scortius sacudió la cabeza.
—No tendrías que haberlo preguntado —dijo. Era la verdad, porque no estaba dispuesto a mentir.
Y entonces ella levantó el cuchillo. Él la estaba mirando a los ojos, contemplando lo que había quedado —tan terriblemente— revelado en ellos cuando la compostura de otra vida se esfumó sin dejar rastro. Y porque lo estaba haciendo, casi precipitándose dentro de su mirada, enredado en ella y en el recuerdo, ni siquiera fue consciente del brusco movimiento ascendente de la manecita que empuñaba el cuchillo, y tampoco vio al hombre que apareció detrás de ella y le sujetó la muñeca, disimulando el gesto con su propio cuerpo.
El hombre le retorció la muñeca. El cuchillo cayó.
Después del primer gemido de sorpresa y dolor, ella no emitió sonido alguno.
—Perdonadme, mi señora —dijo Crescens de los Verdes.
Ella lo miró. Scortius lo miró. Los tres estaban solos en un enorme espacio sumido en la penumbra.
—Ningún hombre vale lo que esto significaría para vos —dijo Crescens—. Subios la capucha, mi señora, os lo ruego. Este lugar no tardará en llenarse de gente. Si este hombre os ha ofendido, somos muchos los que podemos ocuparnos de él.
Fue increíble —y el recuerdo quedaría grabado en la memoria de Scortius— lo rápidamente que cambió el rostro de ella, cómo aquella especie de fiebre en su alma desapareció bruscamente en cuanto Thenais miró al auriga de los Verdes. Ni siquiera mostró señal alguna de que le doliera la muñeca, aunque tenía que dolerle. Crescens se había movido muy deprisa, y se la había retorcido con fuerza.
—No lo entendéis —murmuró ella, e incluso sonrió.
Una perfecta sonrisa de la corte, serena, distante y carente de significado. Los barrotes del control volvieron a cerrarse con un seco chasquido. Verlo y oír el cambio en su voz hizo que Scortius se estremeciera. Era consciente de la rápida hebra de su pulso. Apenas un momento antes esperaba que…
Thenais se subió la capucha y habló.
—Parece que mi díscolo hijastro tuvo algo que ver con la herida de nuestro mutuo amigo. Le ha contado una versión de la historia a mi esposo, y la historia no ha sido creída. Antes de que castiguemos al muchacho (el senador está furioso, por supuesto) quería averiguar de labios del mismo Scortius qué ocurrió. Entre otras cosas, hubo un cuchillo y la afirmación de que había sido utilizado.
Sandeces. Palabras huecas. Una historia que no podía sostenerse, a menos que uno deseara permitir que se sostuviera en pie. Crescens de los Verdes podía ser un hombre temible en la pista, en las tabernas y en la sede de los Verdes, y sólo llevaba un año en Sarantium, pero era primer auriga de los Verdes; y a esas alturas ya había sido invitado a la corte y pasado un invierno entero en los círculos aristocráticos que llegaban a frecuentar los aurigas de primera fila. Él también habría tenido su cuota de dormitorios, pensó Scortius.
El hombre sabía qué ocurría allí y cómo había que comportarse.
Su disculpa fue apasionada, inmediata… y breve, porque ya se oían ruidos en los túneles.
—Debéis permitirme —dijo Crescens— que vaya a visitaros, os lo ruego, para expresar más plenamente mi contrición. Al parecer me he metido donde no debía con la torpeza de un provinciano. Mi señora, estoy avergonzado. —Miró atrás—. Y debo volver a la arena, mientras que vos deberíais, si consentís que insista en ello, permitir que vuestra escolta os sacara de aquí, pues dentro de unos momentos no será lugar adecuado para una dama.
Ya podían oír ruedas en movimiento y estrepitosas carcajadas al final de la oscura curva del túnel más espacioso. Scortius no había dicho nada, no se había movido siquiera. El cuchillo seguía en el suelo. Scortius se inclinó cautelosamente y lo recogió con la mano derecha. Se lo devolvió a Thenais. Sus dedos se rozaron.
Ella sonrió, una sonrisa tan delgada como un río en el norte cuando las heladas del invierno todavía no lo han hecho seguro.
—Gracias —dijo—. Gracias a ambos.
Miró por encima del hombro. El doctor basánida no se había movido. Entonces se adelantó, impecablemente serio y solemne.
Primero miró a Scortius, su paciente.
—¿Entendéis que el que hayáis venido aquí… altera las cosas?
—Lo entiendo —dijo Scortius—. Y lo siento mucho.
El médico miró a Thenais.
—¿Puedo escoltaros, mi señora? ¿Habíais mencionado un refresco?
—Lo hice —dijo ella—. Sí, gracias. —Miró por un momento al basánida con expresión pensativa, como si estuviera examinando una nueva información, y después se volvió hacia Scortius—. Espero que ganéis esta carrera —murmuró—. A juzgar por lo que me cuenta mi hijo, nuestro querido Crescens ya ha obtenido suficientes victorias en vuestra ausencia.
Y con esas últimas palabras, se dio la vuelta y se fue con el médico, hacia las escaleras y los puestos y concesiones del nivel superior.
Los dos aurigas se quedaron solos y se miraron.
—¿De qué estaba hablando? —preguntó Crescens, señalando con el mentón a la figura del médico que se alejaba.
—Renunciaba a toda responsabilidad si me mato ahí fuera.
—Ah.
—Es lo que hacen en Bassania. ¿Necesitabas orinar?
El auriga de los Verdes asintió.
—Después de almorzar, siempre.
—Lo sé.
—Te vi y venía a saludarte. Vi el cuchillo. Estás sangrando.
—Lo sé.
—¿Has… vuelto para quedarte?
Scortius titubeó.
—Probablemente todavía no. Me recupero muy deprisa, cuidado. O solía hacerlo.
Crescens sonrió con amargura.
—Todos solíamos hacerlo. —Su turno de titubear. De un momento a otro dejarían de estar solos, y ambos lo sabían—. Ella no puede haberte hecho ningún daño a menos que se lo permitieras.
—Sí, bueno, eso es… Dime, ¿qué tal se porta tu nuevo caballo del lado derecho?
Crescens lo miró en silencio e inclinó la cabeza en un gesto de comprensión.
—Me gusta. Vuestro joven…
—Taras.
—Taras. El muy bastardo tiene madera de auriga. El año pasado no supe verlo. —Sonrió lobunamente—. Esta primavera pienso romperle el corazón.
—Por supuesto.
La sonrisa del auriga de los Verdes se ensanchó.
—Querías una magnífica aparición en solitario, ¿verdad? ¿El héroe que regresa y cruza la arena andando solo? ¡Qué entrada, por Heladikos!
—Pensé en ello, sí —dijo Scortius con expresión maliciosa.
Pero en realidad estaba pensando en la mujer, imágenes entrelazadas con recuerdos de su infancia, y la sensación de que la había estado mirando a los ojos antes de que el cuchillo se moviera. «Hubieses debido mentirme». Había estado a punto de permitir que ella lo apuñalara. Crescens tenía razón. Un humor que no era de este mundo, un estado del ser moldeado por ella con aquellos ojos relucientes, en la media luz polvorienta. Momentos después ya parecía un sueño. Pero Scortius no creía que el sueño fuera a disiparse.
—Me parece que no puedo permitirte esa entrada —dijo Crescens—. Lo siento. Salvar tu puta vida es una cosa. Pero permitirte este regreso triunfal es otra. Sería perjudicial para la moral de los Verdes.
Echaron a andar juntos, en el mismo instante en que las primeras bailarinas empezaban a salir de la oscuridad del túnel a su izquierda.
—Por cierto, gracias —añadió Scortius mientras iban hacia los dos guardias vestidos de amarillo apostados en las puertas.
«Espero que ganéis esta carrera», había dicho ella, después de que el doctor hubiera declinado formalmente toda responsabilidad si Scortius se mataba a sí mismo. Thenais había entrado por debajo de las gradas con un cuchillo. Había venido al Hipódromo con un cuchillo. Sabía lo que estaba diciendo. «No pienses que tardaría mucho en seguirte». Antes de que llegara a conocerla realmente, él siempre pensó que había algo extraordinario bajo su reserva. Después pensó, arrogantemente, que lo había encontrado y definido. Se equivocaba. Había más, muchísimo más. ¿Hubiese debido saberlo?
—¿Gracias? No hay por qué darlas —dijo Crescens—. Este sitio se había vuelto demasiado aburrido sin ti, y ya estaba harto de vencer a niños. Aunque te advierto que quiero seguir venciendo.
Y mientras pasaban junto a los dos guardias, un momento antes de que salieran a la arena bañada por el sol juntos para ser vistos por ochenta mil personas, hundió un codo en el costado izquierdo del auriga herido.
—¡Oh! ¡Lo siento! —exclamó a continuación—. ¿Te encuentras bien?
Scortius se dobló sobre sí mismo y se sujetó el costado con una mano. Ya estaban en la entrada. Dentro de un paso o dos serían vistos. Con un repentino y desgarrador esfuerzo, Scortius se obligó a erguirse y volvió a ponerse en movimiento, un acto de pura voluntad. Todavía estaba luchando por respirar. Oyó, como en una fiebre, los primeros rugidos de la multitud más próxima a ellos.
El volumen de ruido creciendo y creciendo, deslizándose a lo largo de la primera recta como una ola, su nombre coreado. Crescens estaba junto a él pero en realidad eso fue un error por su parte, ya que sólo se oía un nombre, una y otra vez. Un alarido. Scortius trató de respirar sin perder el conocimiento, seguir andando, no volver a doblarse sobre sí mismo, no llevarse una mano a la herida.
—Soy un hombre terrible —dijo Crescens jovialmente junto a él, saludando a la multitud como si hubiera rescatado al otro auriga de entre los muertos—. Por Heladikos que soy realmente terrible.
Scortius quería matar y reír al mismo tiempo. Reír probablemente lo mataría. Había vuelto al Hipódromo. Vio los caballos esperando a lo lejos, delante de ellos. Se preguntó cómo un hombre podía recorrer tal distancia andando.
Sabía que iba a hacerlo, de alguna manera.
Y en ese instante, viendo cómo los aurigas volvían la cabeza y miraban, examinando los tiros de caballos y sus posiciones y a uno en particular, se le ocurrió una idea. Llegó a sonreír, enseñando los dientes aunque respirar era muy difícil. Había más de un lobo allí, pensó. Por Heladikos que lo había.
—No me pierdas de vista —le dijo al otro auriga y a sí mismo, al muchacho que había montado aquel corcel en Soriya, a todos ellos, al dios y a su hijo y al mundo.
Vio que Crescens volvía la cabeza hacia él. Fue consciente, con una intensa sensación de triunfo y a través de las rojas cuchilladas del dolor, de una súbita preocupación en las facciones del otro hombre.
Era Scortius. Aún era Scortius. El Hipódromo le pertenecía. Erigían monumentos dedicados a él en aquel lugar. Sin importar lo que pudiera llegar a ocurrir en otra parte, en la oscuridad, con el sol debajo del mundo.
—No me pierdas de vista —repitió.
No muy lejos de allí y mientras los dos aurigas están saliendo de su túnel, el emperador de Sarantium se dirige hacia el suyo, para pasar por debajo de los jardines del Precinto Imperial de un palacio a otro, donde se dispone a dictar las disposiciones finales para una guerra en la que ha estado pensando desde que sentó a su tío en el Trono de Oro.
El Imperio había sido uno en el pasado, y después se dividió, y después la mitad de él se perdió, como podría perderse un niño. O, mejor dicho, un padre. El emperador no tiene hijos. Su padre murió cuando él era muy joven. ¿Habían importado esas cosas? ¿Importaron alguna vez? ¿Importaban ahora? ¿Ahora que era un adulto, envejecía y moldeaba a las naciones bajo el sagrado Jad?
Aliana así lo cree, o se interroga al respecto. Su esposa se lo planteó directamente una noche no hace demasiado tiempo. ¿Estaba arriesgando tanto, pretendiendo dejar una marca tan intensa y deslumbrante en el mundo, porque no tenía ningún heredero para el cual custodiar aquello de lo que ya disponían?
El emperador no lo sabía. No creía que así fuera. Llevaba mucho tiempo soñando con Rhodias, un sueño de algo roto que volvía a estar entero. Y que estaba entero por obra suya. Conocía demasiado bien el pasado, quizá. Hubo un tiempo, breve y salvaje, en el que hubo tres emperadores y después dos, allí y en Rhodias, durante un largo y divisorio número de años, después sólo uno, en la ciudad creada por Saranios, con el Occidente perdido y caído.
Eso no le parecía bien. A buen seguro que ningún hombre que conociera la gloria de antaño podía encontrarlo bien.
Aunque eso, piensa mientras avanza por el nivel inferior del Palacio Attenine con un séquito de cortesanos apretando el paso detrás de él para no rezagarse demasiado, es un truco de la retórica. Siempre hay quienes conocen el pasado tan bien como él y ven las cosas de otra manera, por supuesto. Y hay otros que —como su esposa— ven una gloria más grande allí en Oriente, en el mundo actual, bajo Jad.
Ninguno de ellos, ni siquiera Aliana, gobierna Sarantium. Él sí. Los ha guiado a todos hasta aquí, tiene los hilos en su mano y una visión muy clara de los elementos en juego. Espera triunfar. Habitualmente lo hace.
Llega al túnel. Los dos Excubitores tocados con sus cascos permanecen inmóviles en posición de firmes. Una señal con la cabeza hace que uno abra la puerta. Detrás de Valerius, el canciller, el maestro de ceremonias y el inadecuado cuestor del Erario Imperial se inclinan. Valerius ya se ha ocupado de ellos en el Attenine durante un rápido almuerzo, dando órdenes y escuchando informes.
Ha estado esperando un despacho en particular procedente del noreste, pero todavía no ha llegado. El Rey de Reyes, de hecho, lo está decepcionando.
Valerius esperaba que a estas alturas Shirvan de Bassania ya habría atacado en Calysium, para así poner en movimiento la otra parte de esta vasta empresa. La parte de la que nadie sabe nada, a menos que Aliana lo haya adivinado, o quizá Gesius, cuya sutileza es extrema.
Pero todavía no han llegado noticias de incursiones a través de la frontera. Valerius les ha dado señales más que suficientes acerca de sus intenciones, e incluso acerca del momento en que piensa actuar. Shirvan ya hubiese debido enviar un ejército a través de la frontera, rompiendo la paz comprada en un intento de minar una campaña occidental.
En consecuencia, ahora Valerius tendrá que tratar con Leontes y los generales de una manera distinta a la prevista en un principio. El problema no es insuperable, pero habría preferido la elegancia resultante de que los basánidas ya hubieran lanzado un ataque, pareciendo obligado a actuar apartando tropas de su primer destino antes de que la flota se hiciera a la mar.
Después de todo, está persiguiendo más de una meta.
Casi podría decirse que es un defecto de carácter. Valerius siempre tiene más de una meta, y hay muchas hebras y designios en todo lo que hace. Incluso esta largamente esperada guerra de reconquista en Occidente no es algo único y aislado de lo demás.
Aliana lo hubiese entendido, y hasta lo habría encontrado divertido. Pero ella no quiere esta campaña, y él ha facilitado un poco las cosas —o eso cree— no hablando del asunto con ella. Sospecha que Aliana está al corriente de todo cuanto hace. También conoce su inquietud, y las fuentes de ella. Una causa de pena, para él.
Puede decir, con una verdad exenta de complicaciones, que la ama más que a su dios y que la necesita al menos tanto como a él.
Se detiene un momento delante de la puerta abierta del túnel. Ve parpadear las antorchas conforme el aire se desliza por el pasaje. Shirvan todavía no ha atacado. Lástima. Ahora Valerius tendrá que vérselas con los soldados que esperan al otro extremó del túnel. Ya sabe qué les dirá. El orgullo de Leontes como militar es su mayor recurso y, al mismo tiempo, su debilidad oculta, y el emperador ha dictaminado que ello encierra una lección que Leontes deberá aprender antes de emprender apropiadamente los pasos siguientes. Primero el sometimiento del orgullo temerario, y después una moderación del celo religioso.
También ha pensado en esas cuestiones. Por supuesto que lo ha hecho. No tiene hijos, y la sucesión es un problema a resolver.
Se vuelve, recibe con un gesto las genuflexiones de sus consejeros y después entra en el túnel solo, como hace siempre. Los demás se vuelven para irse presurosos porque Valerius ha llenado su tarde de que haceres antes de que vuelvan a reunirse en la kathisma, cuando la carrera haya terminado, para decirle al Hipódromo y al mundo que Sarantium va a zarpar hacia Rhodias. Oye cerrarse la puerta detrás de él y después oye girar la llave.
Avanza por suelos de mosaicos, siguiendo los pasos de emperadores muertos hace mucho tiempo, comunicándose con ellos, imaginando diálogos silenciosos, gozando de ese silencio, la intimidad dolorosamente rara de este largo pasillo lleno de curvas que discurre entre los palacios y las personas. La iluminación es apropiada, el aire y la ventilación han sido cuidadosamente calculados. La soledad es una alegría para él. Valerius es el ejemplar sirviente mortal de Jad, vive su vida en el ojo brillante del mundo, nunca está solo salvo aquí. Incluso de noche hay guardias en sus aposentos, o mujeres en las habitaciones de la emperatriz cuando él está con ella. De buena gana se quedaría un rato en el túnel, pero también hay mucho que hacer al otro extremo, y el tiempo corre. Este es un día esperado desde… ¿desde que llegó del sur procedente de Trakesia a las órdenes de su tío militar?
Una exageración, con una parte de verdad en ella.
Su paso es rápido y decidido, como siempre. Ha recorrido cierta distancia por el túnel, bajo las antorchas espaciadas a intervalos regulares encajadas en los aros de hierro que cuelgan de los muros de piedra, cuando oye, en ese intenso silencio, el girar de una gruesa llave detrás de él y después una puerta y después el sonido de unos pasos que no tienen ninguna prisa.
Y así cambia el mundo.
Cambia a cada momento, por supuesto, pero hay grados de cambio.
Medio centenar de pensamientos —o eso le parece— desfilan por su mente entre un paso y el siguiente. El primer pensamiento y el último son para Aliana. Entre esos dos pensamientos ya ha comprendido lo que está ocurriendo. Siempre ha sido conocido —y temido— por esa sagacidad, y toda su vida se ha enorgullecido de ella. Pero ahora la rapidez mental y la sutileza pueden haberse vuelto simplemente irrelevantes. Sigue andando, sólo un poco más deprisa que antes.
El túnel, describiendo ligeramente la forma de una S por Saranios —un pequeño capricho de los constructores— queda muy por debajo de los jardines y la luz. Gritar aquí no tendría sentido, y no podrá acercarse lo suficiente a ninguna de las dos puertas para ser oído en los corredores inferiores de los palacios. Ya ha comprendido que correr no serviría de nada, porque aquellos que tiene detrás no lo hacen: lo cual significa, por supuesto, que hay alguien delante de él.
Habrán entrado antes de que los soldados que lo recibirán en el otro palacio llegaran a la puerta y montaran guardia delante de ella, habrán estado esperando debajo del suelo, quizá durante algún tiempo. O quizá… ¿podrían haber entrado por la misma puerta que él y haber ido hacia el otro extremo para esperar? ¿Sería más sencillo de esa manera? Sólo dos guardias a los que sobornar. Sí, recuerda los rostros de los dos Excubitores en la puerta detrás de él. No eran desconocidos. Sus propios hombres. Lo cual significa algo… infortunado. El emperador siente ira, curiosidad, una pena sorprendentemente aguda.
El alivio que sintió Taras cuando oyó la explosión de sonido que crecía rápidamente y miró atrás no podía compararse a nada de cuanto hubiera sentido en su vida.
Había sido salvado, indultado, liberado de la inmensa carga que lo había aplastado como un fardo demasiado pesado para llevarlo a cuestas y demasiado vital para renunciar a él.
Entre el ruido, asombroso incluso para el Hipódromo, Scortius vino hacia él y estaba sonriendo.
Taras vio con el rabillo del ojo que Astorgus también venía corriendo, su tosco y cuadrado rostro fruncido por la preocupación. Scortius llegó primero. Mientras Taras desataba a toda prisa las riendas del primer carro, bajaba y se quitaba el casco de plata, se dio cuenta de que Scortius no andaba ni respiraba con normalidad, a pesar de la sonrisa. Y entonces vio la sangre.
—Hola. ¿Has tenido una mañana difícil? —dijo Scortius alegremente. No extendió la mano hacia el casco.
Taras carraspeó.
—No… No lo he hecho demasiado bien. Por mucho que lo intente, no consigo…
—¡Lo ha hecho estupendamente! —dijo Astorgus, apareciendo por detrás de él—. ¿Qué coño estás haciendo aquí?
Scortius le sonrió.
—Una buena pregunta para la que no hay ninguna buena respuesta, y ahora escuchadme los dos. Tengo fuerzas para una carrera, quizá. Debemos aprovecharla al máximo. Taras, tú seguirás en este carro. Yo seré tu segundo. Vamos a ganar esta carrera y embutiremos a Crescens en el muro, o en la spina, o en su propio y espacioso culo. ¿Entendido?
No había sido salvado, después de todo. O quizá lo había sido de una manera distinta.
—¿Sigo siendo… primer auriga? —balbuceó Taras.
—Tienes que serlo. Puede que yo no consiga aguantar siete vueltas.
—A la mierda con eso. ¿Tu médico sabe que estás aquí? —preguntó Astorgus.
—Da la casualidad de que sí.
—¿Qué? ¿Él ha… permitido esto?
—Oh, no. Me ha repudiado. Dice que si muero ahí fuera, él declina toda responsabilidad.
—Oh, estupendo —dijo Astorgus—. ¿Y yo? ¿Debería hacerme responsable?
Scortius rio, o trató de hacerlo. Se llevó una mano al costado, involuntariamente. Taras vio que el encargado de la pista venía hacia ellos. Normalmente aquella clase de retraso por mantener un coloquio en la pista no sería consentido, pero el encargado era un veterano y sabía que estaba ocurriendo algo inusual. La gente seguía gritando. Tendrían que calmarse un poco antes de que la carrera pudiese empezar.
—Bienvenido, auriga —dijo enérgicamente—. ¿Vas a participar en esta carrera?
—Sí —dijo Scortius—. ¿Cómo está tu esposa, Darvos?
El encargado sonrió.
—Mejor, gracias. ¿El muchacho se queda fuera?
—El muchacho corre en el carro del primer auriga —dijo—. Yo iré segundo. Isanthus descansa. ¿Se lo dirás, Astorgus? ¿Y harás que cambien las riendas de los caballos de los lados para dejarlas como a mí me gusta?
El encargado asintió y fue a informar al hombre que daría la salida. Astorgus seguía mirando a Scortius. No se había movido.
—¿Estás seguro? —preguntó—. ¿Crees que esto lo vale? ¿Una carrera?
—Una carrera importante —dijo el herido—. Por varias razones, algunas de las cuales no conocerás.
Sonrió levemente, pero esta vez no con sus ojos. Astorgus titubeó un segundo más y asintió lentamente. Fue hacia el segundo carro de los Azules. Scortius se volvió hacia Taras.
—Muy bien, vamos allá. Dos cosas —dijo la Gloria de los Azules—. Una, Servator es el mejor caballo de lado del Imperio, pero sólo si le pides que lo sea. De otra manera es un vanidoso y un gandul. Le encanta aflojar el paso y contemplar nuestras estatuas. Grítale. —Sonrió—. Tardé mucho en comprender lo que podía conseguir de él. En las curvas, manteniendo la posición interior, puedes ir más deprisa de lo que imaginas. Al principio debes mantener los ojos bien abiertos. ¿Te acuerdas de cómo hacer que los otros tres se plieguen a él?
Taras se acordaba. Se lo habían hecho a él, el otoño pasado. Asintió, concentrándose. Aquello era trabajo, su profesión.
—¿Cuándo lo fustigo?
—Cuando llegues a una curva. Dale en el flanco derecho. Y no dejes de gritar su nombre, porque él escucha. Concéntrate en Servator y él se encargará de manejar a los otros tres por ti.
Taras asintió.
—No dejes de escucharme durante toda la carrera. —Scortius volvió a llevarse la mano al costado y soltó un juramento, respirando con cuidado—. ¿Eres de Megarium? ¿Hablas algo de inicii?
—Un poco. Todo el mundo lo habla.
—Estupendo. Si necesito hacerlo, te gritaré en esa lengua.
—¿Cómo aprendiste…?
Un destello de malicia brilló en los ojos de Scortius.
—Una mujer. ¿Cómo si no aprendemos todas las lecciones importantes de la vida?
Taras intentó reír. Tenía la boca seca. El ruido de la multitud era asombroso. La gente seguía de pie en todo el Hipódromo.
—Dijiste… que había dos cosas.
—Sí, eso dije. Escúchame con atención. Te queríamos en los Azules porque yo sabía que ibas a ser tan bueno como cualquiera de aquí, o mejor. Te has visto metido en algo horrible e injusto, cuando ni siquiera habías manejado este tiro antes, y has tenido que enfrentarte a Crescens y su segundo auriga. Si piensas que no lo has hecho demasiado bien es que eres un jodido idiota. Te atizaría un buen puñetazo en la cabeza, pero me dolería demasiado. Has estado asombroso y hasta un cretino con medio gramo de cerebro se habría dado cuenta, paleto sauradí.
El vino caliente podía llegar a producir cierta sensación cuando era bebido poco a poco en una taberna un húmedo día invernal. Aquellas palabras le hicieron sentir lo mismo. Con todo el dominio de sí mismo de que era capaz, Taras dijo:
—Sé que he estado asombroso. Ya era hora de que volvieras para echarme una mano.
Scortius soltó una áspera carcajada e hizo una mueca de dolor.
—Buen chico —dijo—. ¿En la quinta calle y yo segundo? —Taras asintió—. Bien. Cuando llegues a la línea habrá espacio para que puedas pasar. No me pierdas de vista, confía en Servator y deja que yo me ocupe de Crescens. —Sonrió, una tenue sonrisa en la que no había rastro de diversión.
Taras volvió la mirada hacia la sexta calle, donde el musculoso primer auriga de los Verdes se estaba envolviendo en sus riendas.
—Por supuesto que lo haré. Ese es tu trabajo —dijo—. Asegúrate de hacerlo.
Scortius volvió a sonreír y cogió el casco de plata de los desfiles que Taras aún no había soltado y se lo dio al mozo que esperaba junto a ellos, cogiendo el casco de carreras lleno de abolladuras a cambio. Se lo puso a Taras con sus propias manos, como si fuera un mozo de cuadra. El pandemónium se volvió todavía más ensordecedor. No les quitaban los ojos de encima, por supuesto, y cada movimiento que hacían era estudiado de la misma manera en que los cheiromantes examinaban las entrañas o las estrellas.
Taras pensó que iba a llorar.
—¿Estás bien? —preguntó. La sangre era visible a través de la túnica del otro hombre.
—Sí, y todos lo estaremos —dijo Scortius—. A menos que me arresten por lo que me dispongo a hacerle a Crescens.
Fue hacia Servator, le acarició la cabeza y le susurró algo al oído. Luego se volvió y siguió la línea diagonal hasta llegar al segundo carro de los Azules, donde Isanthus ya había bajado de la plataforma —su rostro mostrando tanto alivio como el de Taras hacía unos instantes— y los sirvientes estaban ajustando las riendas para adaptarlas a las sobradamente conocidas preferencias de Scortius.
Scortius todavía no se subió al carro. Se detuvo junto a los cuatro caballos y los tocó, hablándoles en susurros a cada uno con la boca muy cerca de sus cabezas. Se estaba efectuando un cambio de aurigas y los caballos necesitaban saberlo. Taras, que no le quitaba los ojos de encima, vio que sólo presentaba a los corceles su costado derecho y la mano de ese lado, ocultando así la presencia de la sangre.
Taras subió a su carro y empezó a envolverse el cuerpo con las riendas. El muchacho que esperaba junto a él entregó el casco de plata a otro mozo y se apresuró a ayudarle, el rostro iluminado por la excitación. Los caballos estaban nerviosos. Habían visto a su auriga habitual, pero ahora no estaba con ellos. Taras cogió su látigo y lo guardó en su funda junto a él. Inspiró profundamente.
—Escuchadme bien, gordos y estúpidos caballos de labranza —le dijo al tiro de caballos de carreras más celebrado del mundo, hablando con el tono suave y tranquilizador que siempre usaba con los animales—, no se os ocurra volver a correr por mí. Hacedlo y yo mismo os llevaré a los curtidores, ¿me habéis oído?
Decir aquello y sentir que podía hacerlo lo hizo sentir maravillosamente.
La carrera que se celebró a continuación sería recordada durante muchísimo tiempo. Incluso con los acontecimientos que tuvieron lugar aquel día e inmediatamente después, la primera carrera de la tarde de la segunda sesión del Hipódromo de aquel año llegaría a ser legendaria. Un emisario de Moskav, que había venido con el séquito del Gran Príncipe y pasó el invierno en Sarantium en lentas negociaciones de las tarifas, asistió a ella y narraría la carrera en su diario, un documento que sobreviviría a tres grandes incendios en tres ciudades, en un período de ciento cincuenta años.
Aquel día había personas en el Hipódromo para quienes la carrera tenía más importancia que los acontecimientos de la guerra, la sucesión y la sagrada fe. El aprendiz, décadas después, tal vez recordara un anuncio de guerra como algo que tuvo lugar el día en que la camarera por fin subió al altillo con él. El largamente esperado nacimiento de un hijo sano tendrá más resonancia para los padres que la noticia de que un ejército invasor ha llegado a la frontera o la consagración de un santuario. El acabar de recoger la cosecha antes de que hiele supera cualquier reacción ante la muerte de los reyes. Una agitación en las tripas borra los Pronunciamientos de mayor peso de los sagrados Patriarcas. Los grandes acontecimientos de una época parecen, para quienes los viven, meros telones de fondo para los dramas de sus propias existencias, ¿y cómo podría ser de otra manera?
De esta misma manera, muchos de los hombres y mujeres presentes en el Hipódromo (y algunos que no estaban allí, pero que después afirmarían haber estado) se aferrarán a una u otra imagen privada de lo que allí ocurrió. Pueden ser cosas enteramente distintas, momentos variados, pues cada uno de nosotros tiene cuerdas dentro del alma, y estas son tañidas de distintas formas, igual que los instrumentos, ¿y cómo podría ser de otra manera?
Carullus el soldado, antes del Cuarto Sauradí, por muy poco tiempo un chiliarch del Segundo Calisiano de caballería, acababa de ser reasignado —sin haber llegado a presentarse en el norte, y por razones que aún no entendía— a la guardia personal del estratega supremo Leontes, recibiendo su (muy generosa) paga de las arcas del propio estratega.
Debido a ello todavía estaba en Sarantium y se encontraba sentado junto a su esposa en la sección para oficiales militares del Hipódromo, habiendo aceptado que su posición y rango actuales hacían inapropiado que estuviera de pie o sentado entre los partidarios de los Verdes. Había una palpable corriente de tensión subyacente entre los oficiales que asistían a la sesión, y esta tenía muy poco que ver con las carreras. Se había dejado claro que hoy tendría lugar un anuncio importante en el Hipódromo, y no era difícil adivinar en qué consistía. Leontes todavía no estaba en la kathisma, y el emperador tampoco, pero a la sesión aún le quedaba bastante trecho por recorrer.
Carullus miró a su esposa. Kasia estaba asistiendo a sus primeras carreras, y todavía se sentía nerviosa entre multitud. La sección de las gradas reservada a los oficiales no alineados era menos revoltosa que el área de pie de los Verdes, pero aun así Carullus no podía evitar preocuparse por ella. Quería que disfrutara y que se hallara presente en lo que probablemente iba a ser un momento memorable al final del día. Él había estado allí por la mañana y fue a recogerla a su casa durante el descanso del mediodía, sabiendo que un día entero en el Hipódromo habría sido pedirle demasiado a Kasia. A pesar de sus esperanzas, Carullus era consciente de que Kasia había ido allí como una concesión a su esposo y su pasión por los carros.
El que una mujer llegara a hacer eso era realmente prodigioso.
Los oficiales, especialmente los que habían sido asignados al estratega, eran bien tratados en la ciudad. Tenían asientos espléndidos, hacia la mitad de la recta de apertura y situados bastante bajos.
El grueso de la multitud quedaba detrás de ellos y un poco por encima, con lo que Kasia podía concentrarse en los caballos y los aurigas de abajo. Carullus había pensado que eso sería bueno.
Estando tan cerca, y con aquella línea de partida tan escalonada que colocaba a las cuadrigas de las calles exteriores un poco más lejos en la pista, se encontraban muy próximos a los tres últimos tiros. Crescens de los Verdes partiría del sexto lugar. Carullus se lo indicó a su esposa, le recordó que el auriga había figurado entre los asistentes a su boda y luego hizo una broma cuando el primer auriga de los Verdes desapareció debajo de las gradas justo antes del inicio de la carrera, dejando a su tiro en manos de los cuidadores. Kasia sonrió levemente; otro oficial rio.
En un intento de mantener el control —aunque estaba muy excitado y feliz—, Carullus trató de no señalárselo todo a su esposa. Kasia sabía que Scortius había desaparecido. Cada alma en Sarantium lo sabía. A esas alturas Carullus ya era consciente de que su voz tranquilizaba a su esposa tanto como su presencia protectora, por lo que le habló brevemente (o siendo todo lo breve que podía llegar a ser) de la transacción que había arrojado como resultado que el caballo del lado derecho del tiro de Crescens fuera intercambiado por el joven auriga que lucía el casco de plata para los Azules en la quinta calle. También le explicó algunas cosas sobre los caballos del lado derecho. Y eso significaba hablar de los del lado izquierdo, por supuesto, lo que a su vez significaba…
Kasia había encontrado interesante una parte de ello, aunque no de la manera que él esperaba. Le hizo algunas preguntas sobre cómo era posible que el muchacho pudiera ser vendido por un equipo a otro sin su consentimiento previo. Carullus observó que nadie obligaba a Taras a correr, o a permanecer en Sarantium siquiera, pero tuvo la impresión de que la pregunta subyacente de Kasia no había sido respondida. Cambiando de tema, fue señalándole los distintos monumentos en la spina a lo largo de la pista.
Después empezó a oírse un rugido. Carullus se volvió hacia el túnel y se quedó boquiabierto cuando Scortius y Crescens salieron a la arena juntos.
Las personas ven cosas distintas y recuerdan cosas distintas aunque todas hayan mirado en la misma dirección. Carullus era un soldado, lo había sido toda su vida adulta. Advirtió cómo andaba Scortius y sacó algunas conclusiones, incluso antes de que los dos hombres estuvieran más cerca y pudiera ver sangre en el costado izquierdo del auriga de los Azules. Eso afectó a todo cuanto vio y sintió cuando empezó la carrera, y a todo lo que recordaría después: una sombra escarlata tiñó la tarde, justo al principio de esta, antes de que se supiera nada más.
Kasia no advirtió nada de todo aquello. Estaba mirando al otro hombre —que se encontraba muy cerca de ellos—, el auriga de los Verdes que volvía a subir al carro del cual había bajado antes. Recordaba haberlo visto en su boda: robusto, seguro de sí mismo, centro de un círculo, haciendo reír a otros de la manera en que reía la gente cuando los chistes eran contados por alguien importante, tanto si eran graciosos como si no.
Crescens de los Verdes se hallaba en la cima de su profesión, le había contado Carullus (entre las muchas cosas que le había contado), había ganado todas las carreras importantes de la semana pasada y de aquella mañana, con Scortius ausente. Los Verdes estaban exultantes, en la gloria, aquel hombre estaba triunfando de manera espectacular.
Para Kasia, eso hacía interesante la aprensión que leía en él.
Estaba justo debajo de ellos en su carro, envolviendo las largas riendas alrededor de su cuerpo. Carullus también le había explicado eso. Pero el auriga de los Verdes no paraba de mirar atrás y a su izquierda donde el otro hombre, Scortius, subía a un carro, más cerca del lugar donde se alzaban las estatuas. Kasia se preguntó si otros también podían ver aquella ansiedad, o si era simplemente que, después de un año con Morax, había aprendido a detectar aquellas cosas. Se preguntó si siempre las detectaría.
—¡Sagrado Jad en el sol, va a ir segundo! —jadeó Carullus, con la misma voz con que se podría murmurar una plegaria. Su rostro, cuando Kasia lo miró, estaba transfigurado, casi lleno de dolor.
Eso la intrigó lo suficiente para preguntar. Carullus también se lo explicó. Lo hizo a toda prisa, claro, porque una vez que las distintas riendas quedaron bien sujetas y los asistentes se hubieron retirado al interior de la pista o fuera de ella y los encargados vestidos de amarillo hubieron hecho lo mismo, un pañuelo blanco fue dejado caer por el maestro del Senado en la kathisma, mientras una trompeta lanzaba una sola nota y un hipocampo de plata descendía desde las alturas. Y dio comienzo la carrera.
Entonces se levantó mucho polvo.
Aquel día Cleander Bonosus dejó de ser un Verde. No alteró sus lealtades, sino que más bien —como diría con frecuencia cuando contara la historia, incluido un memorable discurso en un juicio por asesinato— tuvo la sensación de que, de alguna manera, había trascendido las lealtades de las facciones durante la primera carrera de la tarde del segundo día de aquella primavera en el Hipódromo.
O fue justo antes de la carrera, quizá, cuando vio al hombre al que sus amigos habían apuñalado y pateado en una oscura calle, el hombre al que había oído cómo se le ordenaba reposar hasta el verano, salir a la arena para reclamar la segunda cuadriga de los Azules. No el casco de plata que le pertenecía por derecho. O incluso antes de eso, se podría decir. Pues Cleander, buscando a su madre y al médico basánida, había estado vigilando el túnel sin admirar a los aurigas que ocupaban sus posiciones en la arena. Se hallaba lo bastante abajo y lo bastante cerca, y por eso —quizá el único entre ochenta mil— vio cómo Crescens de los Verdes hundía un codo en el costado de alguien cuando salían a la luz, y después reconoció a ese alguien.
Siempre recordaría aquello. El corazón empezó a palpitarle frenéticamente, y siguió haciéndolo hasta el inicio de la carrera, que se produjo en el mismo instante en que su madre y el doctor volvían a ocupar sus asientos. Ambos parecían tensos, pero Cleander no tuvo tiempo para pensar en eso. Había una carrera y Scortius había vuelto.
El hipocampo bajó. Ocho cuadrigas salieron disparadas de la línea de partida escalonada, dirigiéndose hacia las marcas blancas de la pista en que podrían abandonar sus calles y donde empezarían las frenéticas maniobras.
Por instinto, hábito, necesidad, la mirada de Cleander fue hacia Crescens, mientras el primer auriga de los Verdes fustigaba a su tiro sacándolo de la sexta posición. No era un buen puesto de salida, pero el muchacho que dirigía a los Azules sólo estaba en el quinto, así que aquello no importaba demasiado. Scortius estaba mucho más abajo, en la segunda calle pero con un tiro inferior. Cleander no entendía cómo y por qué había ocurrido eso. El segundo auriga de los Verdes tenía la barrera e intentaría conservarla hasta que Crescens lograra abrirse paso hacia adelante.
O eso era lo que ocurría habitualmente en aquella clase de alineación.
Pero al parecer esta vez Crescens iba a tener que seguir una ruta bastante lenta. Taras de los Azules hizo que su tiro arrancara al menos igual de rápido. Crescens no podía cortarle el paso en la línea marcada con tiza sin desequilibrar su propio carro o hacerlo volcar. Los dos primeros tiros descenderían juntos, y después los Verdes se ocuparían en equipo del auriga de los Azules aprovechando que disponían de tiempo para hacerlo. Era una carrera larga, siete vueltas. Había tiempo de sobras.
Salvo que todo el mundo sabía que las salidas importaban muchísimo. Una carrera podía terminar antes de que se hubiera cumplido la primera vuelta. Y en aquella corría Scortius.
Cleander se volvió para ver qué ocurría con el segundo tiro de los Azules, y a partir de entonces ya no volvió a apartar la mirada de él. Scortius había anticipado brillantemente el pañuelo y la trompeta, había hecho una salida soberbia y ya estaba fustigando furiosamente a sus caballos. Había salido de la línea como una exhalación, abriendo una brecha entre sí mismo y los Verdes de la barrera. Quizá incluso pudiera bajar, tomando por la calle interior tan pronto llegaran a la línea blanca marcada con tiza. La lucha sería terrible.
—¿Cuál es? —preguntó su madrastra a su lado.
—Segunda calle —jadeó él, señalando con un dedo sin apartar la mirada de la pista. Sólo más tarde se daría cuenta de que no había necesidad de pronunciar el nombre—. ¡Va en el segundo carro, no en el primero! Mira cómo intenta hacerse con la barrera.
Los caballos llegaron a la línea marcada con tiza. Scortius no intentó hacerse con la barrera.
En vez de eso, subió por la pista, desviándose hacia la derecha muy por delante de las más lentas cuadrigas Blanca y Roja en la tercera y cuarta calle. Ambas aprovecharon aquel corredor enteramente inesperado, sacrificando un momento de velocidad a cambio de las vitales calles interiores.
Más adelante, Cleander entendería cómo aquello tuvo que formar parte de lo ocurrido. Se desviaron hacia la izquierda y para hacerlo tuvieron que aflojar la marcha, y eso creó un espacio. Todo giraba alrededor del espacio. Cuando volviera a pensar en ello, Cleander tendría la impresión de que todos aquellos carros apelotonados al principio de la carrera, con ruedas girando, treinta y dos caballos lanzados al galope y hombres que blandían el látigo y tiraban de las riendas, eran como pequeños juguetes de madera, de la clase con que él jugaba un niño cuando se imaginaba el Hipódromo en el suelo de su dormitorio, y que Scortius los desplazaba de un lado a otro de la manera en que un niño podría mover sus juguetes, igual que un dios.
—¡Cuidado! —gritó alguien detrás de ellos.
Y con razón. Las dos cuadrigas Azules estaban siguiendo un curso de colisión, con el muchacho del primer carro avanzando tal como se esperaba con Crescens justo detrás de él y Scortius desviándose para ir directamente hacia ellos, yendo en la dirección equivocada, alejándose de la barrera. Cleander vio que Scortius gritaba algo entre aquel caos de polvo, velocidad e incoherencia.
De pronto todo dejó de ser incoherente, porque entonces algo exquisito tuvo lugar, tan claro como podía serlo en la furia y la confusión de la vida humana si la entendías suficientemente bien.
Y siendo cuidadoso con sus recuerdos, retrocediendo por el arco de sus pensamientos, Cleander acabaría decidiendo que aquel fue el auténtico momento en que la lealtad y el partidismo fueron sustituidos por otra cosa dentro de él: un deseo que nunca le abandonaría de volver a presenciar semejante nivel de gracia, habilidad y coraje, fuera del color que fuese.
En cierta manera, su infancia terminó cuando Scortius subió por la pista en vez de bajar.
Su madrastra sólo vio la misma confusión inicial de polvo y furia que Kasia contemplaba desde su puesto de observación un poco más adelante. El extraño tumulto de emociones que le agitaba hizo que le fuera imposible separar el caos de abajo del caos interno. No se encontraba bien y pensó que quizá vomitaría, lo que habría sido una humillación en aquel lugar público. Era consciente de la presencia del médico basánida al otro lado de su asiento, y sintió un vago deseo de maldecirle por ser el agente de su presencia allí, y por haber visto lo que… tal vez hubiera visto en la penumbra debajo de las gradas.
Si el médico pronunciaba una sola palabra, decidió Thenais, aunque sólo fuera para interesarse por su salud, entonces ella… entonces no sabía qué haría.
Y el no estar segura de lo que tenía que hacer era un terreno terriblemente desconocido para ella. El médico no habló, lo cual fue una bendición. Con el bastón junto a él —aquella ridícula afectación, tan insufrible como la barba teñida—, parecía concentrado en los carros como todos los demás. Por eso estaban allí, ¿no? Bueno, esa era la razón para todos salvo para ella.
«Espero que ganéis esta carrera», le había dicho en aquella extraña penumbra, después de haber intentado matarlo. No sabía por qué había dicho eso, simplemente había surgido de su tumulto interior. Ella nunca hacía esa clase de cosas.
En las sagradas capillas de Jad se declaraba y se enseñaba que los demonios del otro mundo acechaban en todo momento, siempre cerca de los hombres y las mujeres mortales, y que podían entrar en ti, haciéndote distinto de lo que eras y siempre habías sido. El cuchillo seguía en su capa. Él se lo había devuelto. Thenais se estremeció bajo el sol.
Entonces el doctor la miró. No dijo nada, gracias a Jad. Después volvió la cabeza hacia la pista.
—¿Cuál es? —le preguntó Thenais a Cleander. Él respondió señalando, sin apartar ni un instante los ojos de la imposible confusión de abajo.
—¡Va en el segundo carro, no en el primero! —gritó.
Eso obviamente significaba algo, pero ella no tenía la menor idea de qué podía ser. O de que en parte iba dirigido a ella, y a lo que había dicho acerca de ganar la carrera.
Rustem localizó y empezó a observar a su paciente desde que volvió a sentarse y sonó la trompeta. Vio cómo controlaba a cuatro caballos con su mano izquierda, la de su costado herido, mientras los fustigaba con la derecha y se inclinaba absurdamente sobre la precaria plataforma bamboleante en que se tenían en pie los aurigas. Después vio que se inclinaba hacia la derecha, y le pareció que el auriga estaba tirando de sus caballos en esa dirección, con su propio cuerpo lesionado por encima del reluciente giro de las ruedas.
Se sintió súbita e inexplicablemente conmovido. El cuchillo que había visto destellar y caer debajo de las gradas había sido, de hecho, totalmente innecesario, se dijo en ese momento.
Aquel hombre tenía intención de matarse delante de todos.
En sus buenos tiempos, había sido tan aclamado como el auriga más querido que jamás hubiera conducido un tiro en Sarantium.
Había tres monumentos dedicados a él en la spina, y uno de ellos era de plata. El primer emperador Valerius —el tío del que se sentaba ahora en el palco— se había visto obligado a hacerlo volver del retiro en dos ocasiones, tan apasionadas habían sido las súplicas de la multitud del Hipódromo. La tercera vez salió de la pista que habían convertido en una procesión para él desde el Foro del Hipódromo hasta las murallas del lado de tierra, y los que habían venido a verlo formaron una hilera de varios cuerpos de profundidad durante el trayecto hasta allí. Doscientas mil almas, o eso había comunicado la Prefectura Urbana.
Astorgus de los Azules (antaño un Verde) no conocía la falsa modestia, y estaba orgulloso de sus propias proezas en aquella arena donde se había enfrentado, superándolos una y otra vez, a una sucesión de aspirantes y al Noveno Auriga durante dos décadas.
El último de esos jóvenes aspirantes estaba ahora delante de él, conduciendo el segundo carro con las costillas rotas, una herida abierta y habiendo dejado de ser joven. Y de todos los que asistieron a aquellos primeros momentos de la carrera, fue Astorgus el factionarius —tosco y lleno de cicatrices, inmensamente experimentado y famoso por sus impasibles silencios— el primero en percatarse de lo que estaba ocurriendo, leyendo ocho cuadrigas con una sola y capaz ojeada —sus velocidades, ángulos, conductores y capacidades—, y quien después dirigió una salvaje y rápida plegaria en voz alta al prohibido, blasfemo, necesario Heladikos, hijo del dios.
Estaba junto al muro exterior, esperando la salida allí donde lo hacía normalmente, a dos tercios recta abajo y más allá de la línea marcada con tiza, en una zona de seguridad reservada a los encargados de la pista entre la barandilla exterior y la primera fila de asientos, que allí quedaban un poco más atrás de lo habitual. A consecuencia de ello, tuvo la ilusión de que Scortius venía directamente hacia él cuando ejecutó aquella desviación hacia la parte exterior, no hacia la barrera, tan absurda y carente de precedentes.
Oyó a la Gloria de los Azules (él que en tiempos pasados había sido la Gloria allí) gritando por encima del estruendo, y estaba lo bastante cerca para percatarse de que gritaba en inicii, que sólo unos pocos de ellos conocían. Astorgus era uno. El muchacho, Taras de Megarium, sería otro. Astorgus vio cómo el muchacho ladeaba la cabeza hacia la izquierda y reaccionaba inmediatamente, de manera espléndida, sin concederse un solo instante de vacilación. Astorgus dejó de respirar, interrumpió su plegaria y miró.
El muchacho gritó a su vez —aullando el nombre de Servator— y aplicó enérgicamente su látigo al flanco derecho del caballo. Todo ocurrió a una velocidad vertiginosa y descabellada, peligrosamente cerca de la atestada y confusa partida en una locura de treinta y dos corceles lanzados al galope.
En una pulsación de tiempo simultánea y sin que hubiera absolutamente ningún margen, ninguno, con toda la maniobra siendo ejecutada de manera tan ajustada que no hubo espacio alguno que ver entre las ruedas de los carros cuando se cruzaron el uno con el otro, Scortius y Taras lanzaron sus cuerpos hacia la izquierda, arrastrando consigo a sus tiros y sus carros. El sonido fue ensordecedor, el polvo una nube asfixiante.
Y a través de aquella polvareda, justo delante de él, como si se hiciera para su íntimo y privado entretenimiento —bailarinas contratadas por un aristócrata para una noche—, Astorgus vio lo que ocurrió a continuación y su alma se conmovió y su espíritu quedó abrumado y perplejo, pues sabía que pese a cuanto él hubiera llegado a hacer allí fuera, en una carrera aclamada por doscientas mil almas que gritaban su nombre, no habría podido concebir, ni en su mejor momento, lo que acababa de ingeniar Scortius.
Taras iba en ángulo hacia abajo, y Scortius subía. Yendo directamente el uno hacia el otro. Cuando el muchacho tiró violentamente de las riendas hacia la izquierda, el magnífico Servator arrastró consigo a los otros tres caballos y al carro a través de la pista en exactamente la misma maniobra que la multitud del Hipódromo todavía recordaba del último día de aquel otoño, cuando Scortius se la había hecho a él. Y esa era —oh, lo era— parte de la humillante elegancia y perfección de todo aquello. Un texto recordado del que se hacían eco para volverlo a usar de manera renovada.
Y Scortius desvió a su tiro hacia la izquierda en el momento exacto, pues de otra manera los dos carros habrían chocado, lanzando por los aires caballos y jinetes hacia la fractura de los huesos y la muerte. Su tiro derrapó, las ruedas girando primero y mordiendo la pista después para acabar enderezándose con aterradora precisión justo al lado de Crescens y su tiro Verde. Lanzado al más frenético galope.
Mientras tanto, los tiros de las calles tercera y cuarta habían reducido distancias.
Por supuesto que lo habían hecho. Cuando Scortius salió disparado de la línea y se interpuso, había creado un espacio para ellos. Aflojaron la marcha, aprovechando aquella asombrosa invitación, y de esa manera abrieron el camino, como dobles puertas en un palacio, para que Taras pudiera ejecutar su violento giro a la izquierda y volver a enderezar el curso, descubriendo así un tramo de pista magníficamente despejada delante de él y cerca de la barrera.
Estaba justo detrás del segundo auriga de los Verdes, y de pronto —mientras el muchacho volvía a usar su látigo— ya estaba junto a él, entrando en la primera curva por debajo de la kathisma, tomando la ruta más ancha pero con el mejor tiro, todavía bastante desviado hacia la izquierda mientras gritaba el nombre de su magnífico caballo de cabeza, haciendo que Servator los mantuviera pegado a los Verdes, y un instante después ya los había dejado atrás al salir de la curva. Y después no había nada ni nadie delante de él en la pista… y todo había sido hecho en un solo tramo de carrera.
Astorgus estaba llorando. Conmovido como por algo sagrado en un santuario, sabiendo que había visto una creación tan perfecta como la mejor que jamás hubiera creado artesano alguno: cualquier jarrón, gema, poema, mosaico, tapiz, brazalete de oro, pájaro mecánico incrustado de joyas.
Y sabiendo, también, que semejante clase de arte no podía perdurar más allá del momento que le daba forma, y que después sólo podrían hablar de él quienes recordaran, o recordaran equivocadamente, lo que habían visto y medio visto y no llegado a ver en absoluto, distorsionado por la memoria y el deseo y la ignorancia, su logro escrito como sobre el agua o la arena.
Importaba, y ahora mismo no importaba en absoluto. ¿O acaso podía la fragilidad, ese carácter efímero que lo definía, llegar a intensificar la gloria? En aquel momento, pensó Astorgus con sus manazas tensas sobre la barandilla de madera delante de él —por aquel impecable momento diamantino ofrecido al tiempo—, eran los dos aurigas, el joven y el genio que lo guiaba, los señores del mundo sobre la creación del dios, señores de los emperadores, de todos los hombres y las mujeres, falibles e imperfectos y destinados a fracasar y morir un día sin dejar nada tras de sí, con todo perdido apenas había sido construido.
Plautus Bonosus se puso de pie en el Palco Imperial cuando los primeros carros vinieron hacia ellos y entraron juntos en la primera curva. Se sentía inexplicablemente emocionado por lo que veía, y por un momento incluso tuvo la sensación de estar haciendo el ridículo hasta que se dio cuenta de que media docena de aquellos cortesanos majaderos también se habían puesto de pie. Intercambió una rápida y silenciosa mirada con el maestro del Caballo Imperial y volvió nuevamente los ojos a la arena.
Había una cuadriga encima de sus cabezas en el techo elegantemente arqueado de la kathisma: un mosaico de Saranios, coronado con el laurel de la victoria, conduciendo un tiro de caballos. Abajo, el joven de los Azules que la semana pasada y toda aquella mañana había sido valeroso pero superado, les gritaba como un bárbaro a sus caballos y los fustigaba, adelantando al segundo carro de los Verdes sin haber salido todavía de la curva de la kathisma.
Ocurría en algunas ocasiones, podía hacerse, pero no con frecuencia ni fácilmente, y nunca sin una aguda consciencia —entre quienes conocían la pista— del riesgo y la habilidad implícitos. Bonosus miró. El muchacho, Taras, ya no superado ni tímido.
Y ya no detrás del tiro de los Verdes o junto a él.
Había empezado en la quinta calle. Salió de la primera curva a medio tiro por delante y luego a un largo entero, y después, tan delicadamente como la seda oriental sobre la piel, dejó que Servator avanzara junto a la barrera a lo largo de la recta.
Bonosus se volvió para mirar a Scortius y Crescens. Llegaron a la misma curva el uno junto al otro pero en la parte más ancha de la pista, pues Scortius se negaba a permitir que el otro aflojara la marcha, y no mostraba el menor deseo de hacerlo por su parte. Conducía el segundo tiro. Su tarea era asegurar una victoria para su compañero de equipo. Obligar a Crescens a mantenerse en el centro el máximo de tiempo posible era la forma de conseguirlo.
—El otro Verde se les acerca por detrás —dijo el maestro del Caballo con su voz cascada.
Bonosus vio que así era. El segundo auriga de los Verdes, enfrentado a una elección muy difícil —perseguir al joven líder de los Azules o volver en ayuda de su propio primer tiro de caballos—, había optado por lo último. Entre otras cosas, se decía que Crescens de Sarnica era capaz de llegar a usar el látigo con los aurigas subordinados que olvidaban quién era primer auriga de los Verdes.
—Ahora probarán suerte con el segundo o el tercero —dijo Bonosus, sin dirigirse a nadie en particular.
—Si reacciona lo bastante deprisa, todavía puede alcanzar al muchacho. Ni siquiera llevamos una vuelta.
El maestro del Caballo estaba muy excitado. Se le notaba. Bonosus también lo estaba. Incluso con todo lo que aún tenía que ocurrir hoy, una guerra que cambiaría su mundo, el drama en la pista era abrumador.
El segundo auriga de los Verdes estaba aflojando la marcha, rezagándose al tiempo que miraba atrás para evaluar su ángulo. Mientras los dos aclamados aurigas salían de la curva, todavía el uno al lado del otro y siguiendo una trayectoria muy abierta, el segundo tiro de los Verdes fue rápidamente hacia Scortius. Le llevaba ventaja. Podía, con impunidad, colocarse delante de él. No sería fácil: para ello tendría que detener el avance de la cuadriga Azul al mismo tiempo que encontraba una manera de hacer que su propio líder pudiera pegarse a la barrera y lanzarse en pos del muchacho que encabezaba la carrera. Eso, no obstante, era lo que los segundos aurigas hacían allí, y eso era lo que les enseñaban a lograr.
Las tres cuadrigas empezaron a juntarse, uniéndose en una figura de seis ruedas y doce caballos entre un torbellino de polvo y ruido.
—Creo que Scortius también esperaba que ocurriera esto —dijo Bonosus de pronto.
—¿Qué? Imposible —dijo el maestro del Caballo, justo a tiempo de que se demostrara que estaba en un error.
Tenía que ir con cuidado, con muchísimo cuidado. Si obstaculizaba a cualquiera de los otros, cualquier victoria de los Azules sería anulada. Esa era la limitación que siempre pesaba sobre los segundos aurigas o quienes lucían los colores de segunda fila. Los inspectores vestidos de amarillo estaban apostados a lo largo de toda la pista, observándolos.
Además, era consciente de que aunque quizá consiguiera aguantar las siete vueltas manteniéndose en pie, ya no podría hacer gran cosa en lo tocante a maniobras. Cada inspiración entrecortada era una lucha contra el dolor. La mera idea de que tuviera que volver a tirar de las riendas con tal fuerza bastaba para hacerle desear que ya hubiese muerto.
Sabía que había un charco de sangre, peligrosamente resbaladiza, alrededor de sus pies. No miró abajo.
Lo que hizo fue observar al segundo tiro de los Verdes mientras venía nuevamente hacia ellos, como sabía que haría. Crescens tenía aterrorizados a sus compañeros de equipo, y sin duda acudirían en su ayuda. No era un mal método, en general, pero en ciertos momentos podía serlo. Scortius tenía intención de hacer que aquel fuera uno de esos momentos.
Llevaba pensando en ello desde que salió a la pista y vio que el nuevo caballo de la derecha del tiro de Crescens en la sexta calle no llevaba anteojeras.
Conocía muy bien al caballo que habían entregado, y había archivado en su mente un fragmento de información durante el invierno. Obviamente no había salido a la luz durante las carreras de la semana pasada o de aquella mañana: el tiro principal de los Verdes rara vez se vería tan arrinconado hacia el exterior.
Que era donde se encontraría en cualquier momento.
El segundo tiro venía hacia ellos, manteniéndose delante pero no por mucho, lo cual le permitía abrir un poco más su trayectoria obligando a Scortius a hacer lo mismo. Crescens también iba ligeramente adelantado por la parte de fuera, corriendo el riesgo de ser acusado de juego sucio si se abría demasiado y le cortaba al otro carro. Los Verdes trataban de obligarle a tirar de las riendas. En el momento en que lo hiciera, el segundo carro haría exactamente lo mismo delante de él y Crescens empuñaría su látigo y desaparecería ante ellos como un prisionero que escapa de una celda abierta, y después daría la vuelta. Sabían cómo hacerlo. Era una maniobra delicada y precisa a gran velocidad, pero aquellos hombres eran aurigas veteranos que llevaban un año trabajando juntos.
Daba igual.
Scortius dejó que su tiro se desviara un poco. Crescens volvió rápidamente la cabeza hacia él, mascullando una maldición. Si se podía decir que el otro equipo Verde había empujado a Scortius no habría ninguna acusación de juego sucio. Y especialmente no contra el campeón que acababa de regresar: los tres sabían que hoy eso también formaba parte del juego.
Crescens estaría un poco más arriba, más cerca de la barrera.
Scortius y los otros Verdes fueron con él. Ya habían recorrido la mayor parte de la recta. Scortius volvió a desviarse hacia la derecha en una derivación casi imperceptible. Tenía que ser muy cauteloso, ya que aquellos caballos no eran su tiro habitual. Los tres carros se encontraban aterradoramente próximos. Si las ruedas hubieran estado provistas de cuchillas como se hacía a veces en los viejos tiempos, a esas alturas alguien ya habría salido despedido de un carro hecho pedazos.
Crescens rugió otro juramento a su compañero de equipo y subió un poco más. Todo lo arriba que podía ir, de hecho, galopando por la calle exterior justo al lado de la barandilla y la atronadora multitud puesta en pie que gritaba y agitaba los puños.
Al nuevo caballo del lado derecho de los Verdes no le gustaban nada los gritos atronadores que agitaban puños junto a él. De hecho, era un caballo que necesitaba una anteojera en el lado derecho. Ese hecho no había salido a la luz. Crescens nunca lo había llevado tan hacia fuera, y aquella sólo era la segunda reunión del año. Los Verdes todavía no lo habían descubierto.
Un error.
Scortius mantuvo su curso y esperó el momento. El rostro de Crescens lucía una hosca sonrisa mientras las cuadrigas seguían adelante. Ahora que estaba en la barrera, cualquier nuevo acercamiento hacia él por parte de Scortius tendría que ser calificado de juego sucio. El otro carro de los Verdes, todavía delante de ellos, podía hacerse a un lado y reducir la velocidad, y entonces Scortius tendría que tirar de las riendas con todas sus fuerzas.
Estrategia verificada por la experiencia, razonamiento bien fundado. Habría dado resultado si el caballo de la derecha no hubiera vuelto bruscamente la cabeza en ese preciso instante, sucumbiendo al pánico ante la multitud que aullaba, para romper el ritmo de los otros tres, precisamente cuando el segundo auriga de los Verdes ejecutaba el movimiento táctico correcto de desplazarse levemente hacia la derecha al tiempo que aflojaba un poco la marcha.
Scortius tiró de las riendas con toda la energía que pudo reunir, como si se hubiera asustado o le fallasen las fuerzas.
Al hacerlo, pudo ver la colisión de manera excepcionalmente vívida y desde muy cerca. La cuadriga de Crescens volcó hacia dentro, empujada por su aterrorizado y robusto caballo del lado derecho, mientras el otro tiro seguía alterando su curso. Se encontraron, desgraciadamente.
Dos ruedas salieron despedidas. Una se mantuvo en el aire igual que un disco, girando a través de él hasta caer a medio camino de la spina. Un caballo chilló y cayó, arrastrando consigo a los otros. Un carro resbaló sobre el costado, chocó contra la barrera y salió despedido en dirección contraria, y Scortius, desviándose hacia la izquierda (y esta vez lanzando un grito de dolor) vio destellar el cuchillo de Crescens cuando este cortó sus riendas y saltó del carro en un desesperado intento de salvarse.
Un instante después ya los había dejado atrás y no vio lo que le ocurrió al otro auriga Verde, ni a los caballos, pero sabía que habían caído.
Tomó la curva y luego miró atrás. Vio a los Rojos y los Blancos compitiendo bastante lejos a su espalda, cuatro de ellos muy juntos. Se le ocurrió una nueva idea. Su vista volvía a estar teñida por aquel extraño tono escarlata, pero de pronto decidió que quizá aún fuera capaz de aportar un último elemento a la aspiración de la inmortalidad de aquel día.
Por delante de él, Taras miraba atrás y aflojaba la marcha para que Scortius pudiera alcanzarlo. Levantó la mano del látigo e indicó a Scortius que le adelantara, ofreciéndole el primer puesto y la victoria.
No era lo que él quería, por más de una razón. Meneó nerviosamente la cabeza y mientras se aproximaba al otro auriga le gritó en inicii:
—¡Si no ganas esta carrera te castraré con un cuchillo sin filo! ¡Muévete, desgraciado!
El muchacho sonrió. Sabía qué era lo que acababan de hacer, y la gloria que había en ello. Era un auriga. Así pues, siguió adelante. Seis vueltas después cruzó la línea para ganar la primera gran carrera de su vida.
El primero de lo que serian 1645 triunfos para los Azules. Cuando el muchacho que iba en aquel carro se retirara dieciocho años más tarde, sólo dos nombres en la larga historia del Hipódromo de Sarantium habrían ganado más carreras, y ninguno de los que lo siguieron llegaría a ganar tantas. En la spina habría tres estatuas dedicadas a Taras de Megarium para ser derribadas junto con todas las demás, setecientos años después, cuando llegaran los grandes cambios.
El primer auriga de los Blancos llegó segundo en esa carrera, y el segundo auriga de los Blancos llegó tercero. El registro de pista del día, meticulosamente actualizado por los mayordomos, como siempre, consignaría que Scortius de los Azules llegó retrasado durante su única carrera de aquella tarde.
Los registros pueden pasar por alto muchas cosas, naturalmente. Todo depende de lo que se preserva en la escritura, en el arte o en la memoria, falsa o fidedigna o confusa.
La facción de los Azules, con sus socios Blancos, llegó en primer, segundo y tercer lugar. Y en cuarto. El cuarto puesto en la que fue, una vez tomado todo en consideración, muy probablemente la carrera más espectacularmente triunfal de su historial, correspondió a Scortius de Soriya, quien había pastoreado a los equipos Blancos al tiempo que bloqueaba, con precisión, a los dos infortunados aurigas Rojos, que fueron cuanto quedó en la pista corriendo para la facción Verde.
Tendría que haber muerto cuando terminó esa carrera. En ciertos aspectos debería haber muerto, pensaría más adelante durante algunas largas noches, poniendo así un sello de perfección a una vida de carreras.
Los que acudieron corriendo vieron el charco de sangre alrededor de sus sandalias empapadas en cuanto hubo terminado la carrera. La plataforma del carro resbalaba a causa de ella. El Noveno Auriga había estado junto a él durante esas últimas vueltas, corriendo muy cerca desde el momento en que el quinto hipocampo descendió, y todavía más cerca a lo largo del último tramo mientras Scortius oscilaba de un lado a otro, casi incapaz de respirar, manteniendo a raya a los Rojos antes de detener su tiro al final: solo en la pista, de hecho, pues sus compañeros de equipo ya habían concluido la carrera, a una vuelta por delante de él, con las cuadrigas Rojas muy atrás.
Solo, salvo por ese Noveno Auriga invisible a su lado y rozando sus ruedas, oscuro como lo describía la superstición y escarlata como el día. Pero después, inexplicablemente, el Noveno Auriga se había alejado, permitiendo que aquel temerario mortal siguiera adelante bajo los raudos torrentes de luz solar, recogido y sostenido en el enorme caldero de ruido que era el Hipódromo.
Nadie lo supo entonces, nadie podía haberlo sabido entre las más de ochenta mil personas congregadas en aquel lugar, pero aquel día había una sangre más rica que reclamar en Sarantium.
Ya habría tiempo de llevarse a un auriga.
Scortius redujo la velocidad una vez cruzada la línea de llegada y se tambaleó encima de la plataforma mientras la cuadriga iba frenándose torpemente. Ni siquiera pudo empezar a quitarse las riendas, que para entonces también estaban empapadas de sangre. Estaba solo, inmóvil, acabado.
Vinieron en su ayuda corriendo a través de la pista, dejando la vuelta de la victoria al muchacho y los dos tiros de los Blancos. Astorgus y otros dos lo liberaron, cortando las riendas tan delicadamente como si Scortius fuera un bebé. Vio, con cierta sorpresa, que los tres estaban llorando, así como otros que llegaban detrás de ellos, incluso los encargados. Intentó decir algo, una chanza, pero aún no parecía capaz de hablar. Le costaba muchísimo respirar. Permitió que lo ayudaran a retirarse debajo de las gradas, un velo rojo flotando en el aire.
Pasaron junto a Crescens, en el espacio de los Verdes a lo largo de la spina. Crescens parecía estar bien, y el otro auriga Verde también estaba allí. Había algo extraño en sus caras, una marea de emoción tenazmente resistida. Parecía haber mucho más ruido que de costumbre. Lo llevaron, casi en volandas, por las Puertas Procesionales hasta el atrio tenuemente iluminado. Allí había un poco de silencio, pero no mucho.
El basánida estaba allí. Otra sorpresa. Había un jergón junto a él.
—Acostadlo —ordenó secamente—. Sobre la espalda.
—Creía… que me habíais repudiado —logró decir Scortius. Primeras palabras. Sentía tanto dolor. Lo estaban acostando.
—Lo hice —dijo con irritación el médico oriental de gris cabello, arrojando el bastón a un lado—. Con lo cual ahora aquí hay dos idiotas, ¿no?
—Por lo menos dos, sí —dijo Scortius y luego, al fin y gracias a la inmensa misericordia de Heladikos, perdió el conocimiento.