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Entre los primeros vendavales del invierno, el Rey de Reyes de Bassania, Shirvan el Grande, Hermano del Sol y las Lunas, Espada de Perun, Azote del Negro Azal, salió de su ciudad amurallada de Kabadh y partió hacia el suroeste junto con una gran parte de su corte para inspeccionar el estado de sus fortificaciones en aquella parte de las tierras sobre las que reinaba, hacer sacrificios al antiguo Fuego Sagrado de la casta sacerdotal y cazar leones en el desierto. La primera mañana de la primera cacería, una flecha lo hirió justo debajo de la clavícula.
La flecha se había hundido profundamente en la carne y ninguno de los que se hallaban en las arenas osó intentar extraerla. El Rey de Reyes fue llevado en litera hasta la cercana fortaleza de Kerakek. Se temía que muriese.
Los accidentes de caza eran bastante frecuentes. La corte basánida tenía su cuota de arqueros entusiastas con mala puntería. Aquello hacía que la posibilidad de un asesinato no detectado fuese alta. Shirvan no sería el primer monarca asesinado en el fragor de una cacería real.
Meramente como precaución, Mazendar, el visir de Shirvan, ordenó que los tres hijos mayores del rey, que habían ido al sur con él, fueran puestos bajo observación. Una frase muy útil que disfrazaba la verdad, ya que los tres quedaron confinados en Kerakek. Al mismo tiempo, el visir envió jinetes a Kabadh para ordenar que sus madres fueran igualmente arrestadas en el palacio. Aquel invierno haría veintisiete años que Shirvan reinaba sobre Bassania. Sus ojos de águila aún eran agudos y su barba trenzada todavía era negra, sin que el gris de la vejez mostrara señales de acercarse a él. La impaciencia entre los hijos adultos era de esperar, así como las mortíferas intrigas entre las esposas reales.
Los hombres corrientes podían permitirse encontrar alegría entre sus hijos, y sustento y comodidades en sus casas. Pero la existencia del Rey de Reyes no era como las de los demás mortales. Suyas eran las pesadas cargas de la divinidad y el reinado… y Azal el Enemigo siempre andaba cerca y nunca estaba inactivo.
En Kerakek, los tres médicos reales que habían ido al sur con la corte fueron convocados a la estancia donde unos hombres habían acostado al Gran Rey en su lecho. Uno a uno examinaron la herida y la flecha. Tocaron la piel alrededor de la herida e intentaron sacar el asta incrustada en la carne moviéndola cautelosamente de un lado a otro. Los médicos palidecieron. Las flechas usadas para cazar leones eran las más gruesas y pesadas que se conocían. Si las plumas eran arrancadas y el asta empujada a través del pecho hasta sacarla, las heridas internas serían letales. Y la flecha no podía ser extraída tirando de ella, tan profundamente había penetrado y tan ancha era el ala de hierro de la punta. Quienquiera que intentase tirar de ella desgarraría las carnes del rey, despojándolo de su vida mortal junto con su sangre.
Si el paciente que se les mostraba hubiera sido cualquier otro, todos los médicos habrían pronunciado las palabras de la retirada formal: «Con este mal no lucharé». Cuando así lo hacían, no se les podía culpar de que la muerte siguiera a su abandono.
Naturalmente, no estaba permitido decir aquello cuando la persona aquejada era el rey.
Con el Hermano del Sol y las Lunas los médicos estaban obligados a librar batalla con lo que quiera que encontrasen y disponerse a curar la lesión o enfermedad. Si un paciente aceptado moría, la culpa recaía sobre el nombre del médico, como era justo y apropiado. En el caso de un hombre o mujer corrientes, se imponían multas como compensación a la familia.
En aquel caso se podía esperar que los médicos fueran quemados vivos en la pira funeraria del Gran Rey.
Aquellos a los que se les ofrecía un cargo médico en la corte, con la riqueza y el renombre de él derivados, lo sabían muy bien. Si el rey hubiera muerto en el desierto, los médicos —los tres presentes en aquella estancia y los que se habían quedado en Kabadh— se habrían unido a la casta sacerdotal para llorar su pérdida durante los ritos ante el Fuego Sagrado. Ahora las cosas se harían de otra manera.
Los doctores mantuvieron un coloquio en susurros junto a la ventana. Todos habían aprendido de sus maestros —hacía ya mucho tiempo, en cada caso— la importancia de mantener una expresión impasible en presencia del paciente. Aquella calma fue, dadas las circunstancias, observada de manera un tanto imperfecta. Cuando tu propia vida estaba atrapada —como una punta de flecha ensangrentada— en la corriente del momento, la gravedad y el aplomo pasaban a ser dos metas muy difíciles de alcanzar.
Uno a uno, y por orden de antigüedad, los tres fueron por segunda vez hacia el hombre que yacía en el lecho. Uno a uno se prosternaron y se incorporaron, volvieron a tocar la flecha negra, la muñeca del rey, su frente y lo miraron a los ojos, abiertos y llenos de ira. Uno a uno, temblorosamente, dijeron, tal como tenían que decir: «Con este mal lucharé».
Cuando el tercer médico hubo pronunciado aquellas palabras y retrocedido con paso vacilante, se produjo un silencio en la estancia, aunque había diez hombres reunidos entre las lámparas y las llamas mortecinas del fuego. Fuera había empezado a soplar el viento.
Y en ese silencio se oyó la grave voz del mismo Shirvan, baja pero clara y divina. El Rey de Reyes dijo:
—No pueden hacer nada. Está en sus caras. El miedo les ha dejado las bocas tan secas como la arena, y sus pensamientos son como arena barrida por el viento. No tienen ni idea de qué hacer. Sacad a los tres de nuestra presencia y matadlos. No son dignos. Haced esto. Encontrad a nuestro hijo Damnazes y clavadlo con estacas a las arenas del desierto para que sea devorado por las fieras. Su madre debe ser entregada a los esclavos del palacio de Kabadh para que gocen de ella. Haced esto. Después id en busca de nuestro hijo Murash y traedlo ante nosotros. —Shirvan hizo una pausa para respirar y alejar de sí la humillante debilidad del dolor—. Traednos también a un sacerdote con un ascua de la Sagrada Llama. Parece que hemos de morir en Kerakek. Todo cuanto acontece ocurre por la voluntad divina de Perun. Anahita nos aguarda a todos. Ha sido escrito y está siendo escrito. Haz esas cosas, Mazendar.
—¿Ningún médico, mi gran señor? —preguntó el pequeño y regordete visir, con la voz y los ojos secos.
—¿En Kerakek? —repuso el Rey de Reyes, la voz rabiosa y llena de amargura—. ¿En este desierto? Piensa dónde estamos.
Mientras hablaba, la sangre empezó a manar del punto en que la flecha reposaba dentro de él, el asta salpicada de negro y erizada de plumas negras. La oscura sangre del rey había manchado su barba.
El visir inclinó la cabeza. Los hombres se dispusieron a sacar de la estancia a los tres médicos condenados, que no protestaron ni ofrecieron resistencia. El sol ya había dejado atrás el punto más alto de su trayectoria y empezaba a ponerse aquel día de invierno en Bassania en una remota fortaleza cerca de las arenas. El tiempo seguía su curso; lo que tenía que ser había sido escrito hacía mucho tiempo.
A veces los hombres encuentran valor de manera inesperada y sorprendiéndose a sí mismos, cambiando con ello el curso de sus vidas y su época. El hombre que cayó de rodillas junto al lecho para apoyar la cabeza en el suelo alfombrado era el comandante de la fortaleza de Kerakek. La sabiduría, la discreción y el instinto de conservación pedían que aquel día guardara silencio entre los hombres refinados y peligrosos de la corte. Después no hubiese podido decir por qué habló. Cada vez que lo recordaba se echaba a temblar como si tuviera fiebre y bebía demasiado vino, incluso en un día de abstinencia.
—Mi rey —dijo en la estancia iluminada por las llamas—, aquí tenemos un médico que ha visto mucho mundo, en la aldea que hay debajo de la fortaleza. ¿Podríamos hacerlo venir?
La mirada del Gran Rey ya parecía estar en otro lugar, con Perun y la Dama, más allá de los confines e insignificantes preocupaciones de la vida mortal.
—¿Por qué matar a otro hombre? —dijo.
Se decía de Shirvan, y así había sido escrito sobre pergamino y tallado en tablas de piedra, que hombre más misericordioso y compasivo, más imbuido del espíritu de la diosa Anahita, jamás se había sentado en el trono de Kabadh sosteniendo el cetro y la flor. Pero Anahita la Dama también era conocida como la Recolectora, pues llamaba a los hombres a su fin.
—¿Por qué no hacerlo? —murmuró suavemente el visir—. ¿Qué importancia puede tener eso, mi señor? ¿Puedo mandar en su busca?
El Rey de Reyes permaneció inmóvil por un instante y después asintió con la cabeza, el gesto breve e indiferente. Su rabia parecía haberse consumido a sí misma. Su mirada, velada por los párpados entornados, se volvió hacia el fuego y permaneció posada allí. Alguien salió de la estancia obedeciendo una seña del visir.
Pasó el tiempo. En el desierto más allá de la fortaleza y la aldea que había debajo de ella arreció un viento del norte. Flotó sobre las arenas, removiéndolas y borrando unas dunas al tiempo que formaba otras, y los leones, a los que nadie había cazado, buscaron refugio en sus cuevas entre las rocas para esperar la llegada de la noche.
La luna azul, la de Anahita, subió en el cielo del atardecer para equilibrar al sol bajo. Dentro de la fortaleza de Kerakek, los hombres afrontaron aquel vendaval reseco para matar a tres médicos, para matar a un hijo del rey, para convocar a un hijo del rey, para llevar mensajes a Kabadh, para llevar a la estancia del Rey de Reyes a un sacerdote con el Fuego Sagrado.
Y para encontrar y traer a otro hombre.
Rustem de Kerakek, hijo de Zorah, estaba sentado con las piernas cruzadas encima de la estera ispahani que usaba para enseñar. Leía, alzando la vista ocasionalmente para observar a sus cuatro estudiantes mientras estos copiaban meticulosamente de uno de sus preciados textos. El tema versaba sobre las cataratas, y cada estudiante tenía una página distinta para transcribir. Día a día se las irían intercambiando hasta que todos tuvieran una copia del tratado. Rustem opinaba que el enfoque occidental del antiguo trakesiano era el más conveniente a la hora de abordar la mayoría —si bien no todas— de las cuestiones concernientes a los ojos.
Una brisa entraba en la sala por la ventana que daba al camino polvoriento. Todavía era tenue y aún no se había vuelto desagradable, pero Rustem podía sentir una tormenta en ella. Las arenas volarían por los aires. En la aldea de Kerakek, debajo de la fortaleza, la arena se metía en todas partes cuando el viento soplaba del desierto. Estaban acostumbrados a sentir su sabor en la comida y su roce granuloso en la ropa y las sábanas, en sus propias partes íntimas.
Procediendo de detrás de los estudiantes, en la arcada interior que llevaba a los alojamientos de la familia, Rustem oyó un suave crujido y entrevió una sombra en el suelo. Shaski acababa de ocupar su puesto habitual más allá de la cortina de cuentas, y estaría esperando a que empezara la parte más interesante de la lección de la tarde. Su hijo, a los siete años de edad, mostraba tanto paciencia como una intensa determinación. Hacía poco menos de un año que había empezado a traer su propia estera del dormitorio para colocarla junto al umbral de la sala de clases. Shaski se sentaba en ella con las piernas cruzadas, pasando una parte tan grande de la tarde como se le permitiera escuchando a través de la cortina mientras su padre instruía a los estudiantes. Si sus madres o los sirvientes de la casa se lo llevaban, el niño volvía al pasillo tan pronto conseguía escapar.
Las dos esposas de Rustem pensaban que no era apropiado que un niño pequeño escuchara detalles tan explícitos acerca de las heridas sangrantes y los flujos corporales, pero al médico le divertía el interés del niño y había negociado un acuerdo con sus esposas para que permitieran que Shaski se apostara junto a la puerta siempre que hubiera cumplido con sus lecciones y obligaciones. Los estudiantes también parecían disfrutar con la presencia invisible del niño en el pasillo, y en una o dos ocasiones le habían invitado a entrar para que diera respuesta a las preguntas de su padre.
Había algo conmovedor, incluso para un hombre meticuloso y reservado, en el hecho de que un niño de siete años proclamara, tal como estaba prescrito, «Con este mal lucharé» y luego detallara el tratamiento que proponía para un dedo del pie dolorosamente inflamado o una tos en cuyos esputos hubiera sangre y mucosidades. Lo más interesante, pensó Rustem acariciándose distraídamente la barba, era que las respuestas de Shaski solían ir muy bien encaminadas. En una ocasión incluso hizo que el niño respondiera a una pregunta para avergonzar a un estudiante que no llevaba la lección preparada porque se había pasado la noche bebiendo, aunque antes de que terminara el día ya lamentaba haberlo hecho. Los jóvenes tenían derecho a visitar las tabernas de vez en cuando. El hacerlo les enseñaba algunas cosas acerca de la vida y los placeres de los hombres corrientes, e impedía que envejecieran demasiado pronto. Un médico tenía que conocer la naturaleza de las personas y sus debilidades, y no ser demasiado duro a la hora de enjuiciar sus insensateces. El juicio era algo reservado a Perun y Anahita.
El contacto de su barba le recordó algo en que había pensado la noche anterior: ya iba siendo hora de volver a teñirla. Se preguntó si todavía era necesario que surcara el castaño claro con hebras grises. Cuando volvió de Ispahani y las islas Ajbar cuatro años atrás para instalarse en su pueblo natal y abrir una consulta y una escuela de medicina, Rustem consideró prudente ganarse cierta credibilidad extra haciéndose pasar por mayor de lo que en realidad era. En Oriente, los médicos-sacerdotes ispahanis se apoyaban en bastones incluso cuando no tenían necesidad de hacerlo, engordaban deliberadamente y hablaban en cadencias mesuradas o con la mirada fija en visiones interiores, todo ello para presentar la deseada imagen de dignidad y éxito.
El que un hombre de veintisiete años se ofreciera como maestro de medicina a una edad en la que muchos apenas estaban empezando sus estudios podía ser considerado un tanto presuntuoso. De hecho, aquel primer año dos de sus pupilos eran mayores que él. Rustem se preguntó si lo sabrían.
Pero una vez llegado a cierto punto, ¿acaso la práctica y las enseñanzas de uno no hablaban por sí mismas? En Kerakek, allí donde empezaban los desiertos del sur, Rustem era respetado e incluso reverenciado por los aldeanos, y había sido llamado con frecuencia a la fortaleza para tratar heridas y dolencias entre los soldados, para ira y disgusto de una sucesión de doctores militares. Los estudiantes que le escribían y luego venían hasta tan lejos para asistir a sus clases —entre los cuales incluso había algunos adoradores del Jad sarantino que cruzaban la frontera viniendo de Amoria— seguramente no se marcharían en cuanto descubrieran que Rustem de Kerakek no era ningún anciano sabio sino un joven esposo y padre que, casualmente, tenía un don natural para la medicina y había leído y viajado más que la mayoría de los médicos.
O tal vez sí. Los estudiantes, o los posibles estudiantes, podían ser impredecibles de varias maneras, y los ingresos que Rustem obtenía de la enseñanza le hacían mucha falta a un hombre con dos esposas y dos hijos, especialmente ahora que ambas mujeres querían que hubiera otro bebé en aquella casa atestada. Pocos aldeanos de Kerakek podían pagar unos honorarios médicos como era debido, y había otro practicante de la profesión médica —hacia el que Rustem sólo sentía desprecio— en la aldea con el cual dividir los escasos ingresos que se podían obtener. Pensándolo bien, quizá fuese mejor no interferir con algo que parecía estar dando resultado. Si un poco de gris en su barba ofrecía una garantía adicional aunque sólo fuera a uno o dos posibles pupilos o militares del castillo (donde solían pagar), entonces Rustem suponía que el uso del tinte estaba más que justificado.
Volvió a mirar por la ventana. El cielo ya estaba más oscuro por encima de su pequeño huerto. Si llegaba una auténtica tormenta, la distracción y la pérdida de luz dificultarían sus lecciones y supondrían un serio obstáculo para la sesión de cirugía de la tarde. Rustem carraspeó. Los cuatro estudiantes, acostumbrados a la rutina, dejaron sus utensilios de escritura y alzaron la mirada. Rustem asintió, y el estudiante que se encontraba más cerca de la puerta fue a abrirla para franquear la entrada al primer paciente desde el pórtico cubierto donde habían estado esperando.
Rustem solía tratar pacientes por la mañana y dar clases por la tarde, pero los aldeanos más pobres solían acceder a ser examinados por Rustem junto con sus estudiantes por las tardes como parte del proceso de instrucción. Algunos se sentían halagados por la atención y a otros los hacía sentirse incómodos, pero en Kerakek ya se sabía que aquella era una forma de acceder al joven médico que había estudiado en el místico Oriente y había regresado trayendo consigo secretos del otro mundo.
La mujer que entró en la sala para esperar con expresión vacilante junto a la pared —de la que Rustem colgaba sus hierbas y en cuyos estantes guardaba los pequeños recipientes y bolsas de lino de las medicinas— tenía una catarata en el ojo derecho. Rustem lo sabía, ya que la había examinado antes y había hecho el diagnóstico. Se preparaba con antelación y, siempre que las dolencias de los aldeanos lo permitían, ofrecía a sus estudiantes experiencia práctica y observaciones para complementar los tratados que copiaban y aprendían de memoria. Rustem solía decir que aprender lo que decía al-Hizari acerca de la amputación no te serviría de mucho si no sabías usar una sierra.
Él mismo había pasado seis semanas junto a su maestro oriental en una fracasada campaña ispahani contra los insurgentes de sus territorios del noreste. Allí aprendió a usar una sierra.
Aquel verano también había presenciado suficientes muertes violentas y dolor nacido de la miseria y la desesperación para decidir volver a casa y reunirse con su esposa y el niñito al que apenas había visto antes de partir hacia el este. Aquella casa con su huerto en el comienzo de la aldea, y luego otra esposa y una niña, siguieron a su regreso. Ahora el niñito que había dejado a su marcha tenía siete años y estaba sentado encima de una estera junto a la puerta de las estancias médicas, escuchando las disertaciones de su padre.
En la negrura de algunas noches, Rustem el médico aún soñaba con un campo de batalla oriental, acordándose de sí mismo mientras aserraba las extremidades de hombres que gritaban bajo la incierta luz humeante de antorchas sacudidas por el viento al tiempo que el sol se ponía sobre una carnicería. Recordaba negras fuentes de sangre y cómo quedaba empapado por sus cálidos chorros y rociadas, mojando ropa, cara, cabello, brazos y pecho hasta convertirlo en una horrenda criatura goteante, dejándole las manos tan resbaladizas que apenas podía sujetar sus herramientas para aserrar y cortar y cauterizar, los heridos sin pausa ni reposo, incluso cuando caía la noche.
A la mañana siguiente decidió que había cosas peores que una consulta de aldea en Bassania y su convicción no había flaqueado desde entonces, aunque a veces la ambición levantara la cabeza dentro de él e intentase convencerlo de lo contrario, seductora y peligrosa como una cortesana de Kabadh. Rustem había pasado una gran parte de su vida adulta intentando parecer más viejo de lo que era. Pero no era viejo, todavía no. Más de una vez se había preguntado, en las horas crepusculares en que suelen surgir tales pensamientos, qué haría si la oportunidad y el riesgo llamaban a su puerta.
Cuando pensara en aquel día más adelante, no podría recordar si llamaron a su puerta. La vertiginosa celeridad de lo ocurrido a continuación había sido total, y la llamada podía habérsele pasado por alto. Le parecía, no obstante, que la puerta simplemente se había abierto de golpe, sin ningún aviso previo, casi golpeando a la paciente que esperaba junto a la pared. Varios soldados calzados con botas entraron por ella para llenar la tranquila sala con todo el caos del mundo.
Rustem conocía al que los mandaba: aquel hombre llevaba mucho tiempo destinado en Kerakek. Ahora su rostro se hallaba distorsionado, con los ojos dilatados y aspecto febril. Cuando habló, su voz rechinó como el serrucho de un leñador.
—¡Tenéis que venir! —dijo—. ¡Inmediatamente! ¡A la fortaleza!
—¿Ha habido un accidente? —preguntó Rustem desde su estera, manteniendo la voz cuidadosamente modulada e ignorando el tono perentorio del hombre mientras trataba de restablecer la calma con su propia tranquilidad.
Aquello formaba parte de lo que debía aprender un médico, y Rustem quería que sus estudiantes vieran cómo lo hacía. Los que venían a verle solían estar muy agitados, pero un doctor no podía estarlo. Rustem advirtió que el soldado tenía el rostro vuelto hacia el este cuando pronunció sus primeras palabras. Un presagio neutral. Pertenecía a la casta guerrera, por supuesto, lo cual podía ser bueno o malo, dependiendo de cuál fuese la casta de la persona a la que querían que atendiera. El viento soplaba del norte: eso no era bueno, pero ningún ave podía ser vista u oída a través de la ventana, lo cual contrapesaba un tanto ese hecho.
—¡Un accidente! ¡Sí! —gritó el soldado—. ¡Venid! ¡Es el Rey de Reyes! ¡Una flecha!
El aplomo abandonó a Rustem tan bruscamente como soldados reclutados por la fuerza que desertaran antes que enfrentarse a la caballería sarantina. Uno de sus estudiantes dejó escapar un jadeo ahogado. La mujer del ojo enfermo cayó al suelo como un fardo gimoteante. Rustem se apresuró a levantarse, tratando de poner orden en sus pensamientos. Habían entrado cuatro hombres. Un número infortunado. La mujer hacía cinco. ¿Podía ser contada para corregir los presagios?
Al mismo tiempo que calculaba rápidamente los auspicios, Rustem fue a una gran mesa que había junto a la puerta y cogió su bolsa de lino. Metió dentro a toda prisa varias hierbas y recipientes y cogió el estuche de cuero de sus instrumentos quirúrgicos. Normalmente habría enviado a un estudiante o un sirviente precediéndolo con el maletín, para tranquilizar a los de la fortaleza y evitar ser visto saliendo de casa a la carrera, pero aquella no era una circunstancia que permitiera la conducta ordinaria. «¡Es el Rey de Reyes!»
El corazón le latía a toda velocidad. Trató de controlar la respiración. Se sentía aturdido, mareado. Asustado, de hecho, por muchas razones. Era importante que no se le notara. Cogiendo su bastón al tiempo que hacía un esfuerzo para moverse más despacio, se cubrió la cabeza con un sombrero y se volvió hacia el soldado.
—Estoy listo —dijo, asegurándose de estar encarado hacia el norte—. Podemos irnos.
Los cuatro soldados cruzaron el umbral por delante de él. Deteniéndose un instante, Rustem hizo un último esfuerzo por preservar cierto orden en la sala de la que se disponía a salir. Bharai, su mejor estudiante, lo miraba fijamente.
—Podéis practicar con las herramientas quirúrgicas en algunas hortalizas, y luego en trozos de madera, usando las sondas —les dijo—. Turnaos para evaluaros los unos a los otros. Mandad a casa a los pacientes. Si se levanta viento, cerrad las contraventanas. Tenéis permiso para avivar el fuego y usar aceite para que haya suficiente luz.
—Maestro —dijo Bharai, inclinándose.
Rustem siguió a los soldados y salió de la sala.
Hizo un alto en el huerto y, nuevamente vuelto hacia el norte y con los pies juntos, arrancó tres tallos de bambú. Podía necesitarlos como sondas. Los soldados esperaban impacientemente en el camino, nerviosos. El aire palpitaba con un temblor de ansiedad. Rustem se irguió, murmuró su plegaria a Perun y la Dama y se volvió para seguirlos, no sin antes ver a Katyun y Jarita inmóviles en la puerta principal de la casa. Había miedo en sus ojos: los de Jarita eran enormes, incluso vistos desde aquella distancia. Miraba a su esposo en silencio, con el bebé en brazos y apoyada en Katyun como si temiera caer. Uno de los soldados debía de haberles contado lo que estaba ocurriendo.
Rustem trató de tranquilizarlas con una inclinación de la cabeza y vio cómo Katyun se la devolvía serenamente mientras le pasaba el brazo por los hombros a Jarita. No les ocurriría nada. Si él regresaba.
Salió por la cancela que daba al camino, dando su primer paso con el pie derecho mientras alzaba los ojos hacia el cielo buscando alguna señal entre las aves. No había ninguna señal visible: todas se habían puesto a cubierto del viento que soplaba cada vez con más fuerza. Allí no había presagios. Rustem deseó que no hubieran enviado a cuatro soldados. Alguien hubiese tenido que pensar en eso, pero poco se podía hacer al respecto ahora. Cuando llegara a la fortaleza quemaría un poco de incienso en un acto propiciatorio. Rustem trató de ofrecer una apariencia de ecuanimidad. No creía estar consiguiéndolo. El Rey de Reyes. Una flecha.
Se detuvo bruscamente en el camino polvoriento.
Y en el mismo instante en que lo hacía, maldiciéndose a sí mismo y tratándose de estúpido pues tendría que volver a las salas de tratamiento, sabiendo cuán mal presagio sería eso, oyó a alguien detrás de él.
—Papá —dijo una vocecita.
Rustem se volvió y vio lo que su hijo sostenía en las manos. Entonces su corazón dejó de latir por un momento, o al menos eso le pareció. Tragó saliva con súbita dificultad. Se obligó a hacer otra profunda inspiración de aire, quedándose muy quieto al otro lado de la puerta.
—Sí, Shaski —dijo sin levantar la voz.
Miró al niño inmóvil en el huerto y una extraña calma descendió sobre él. Sus estudiantes y los pacientes los miraban apiñados desde el pórtico, los soldados desde el camino, las mujeres desde la otra entrada. El viento soplaba.
—El hombre dijo… Habló de una flecha, papá.
Y Shaski extendió sus manecitas, ofreciendo a su padre el instrumento que había llevado al patio.
—Eso dijo, ¿eh? —murmuró Rustem solemnemente—. En ese caso debería llevarme esto, ¿verdad?
Shaski asintió. Su cuerpecito muy erguido, sus ojos castaño oscuro tan serios como los de un sacerdote con una ofrenda. Tiene siete años, pensó Rustem. Que Anahita lo guarde. Tomó el delgado instrumento en su funda de cuero de manos del niño. Rustem lo había traído de Ispahani, un regalo de despedida de su maestro.
El soldado había dicho que se trataba de una flecha. Rustem sintió un repentino deseo de poner la mano en la cabeza de su hijo, encima de los oscuros rizos castaños, para sentir su calor y su pequeñez. Tenía que ver, naturalmente, con el hecho de que quizá no regresara de la fortaleza. Aquello podía ser una despedida. Uno no podía negarse a tratar al Rey de Reyes, y dependiendo de dónde se hubiera alojado la flecha…
La expresión de Shaski era tan solemne y concentrada que parecía como si alguna vaga percepción preternatural le hubiera vuelto consciente de ello. El niño no podía saberlo, por supuesto, pero acababa de salvar a Rustem del terrible auspicio que habría supuesto tener que volver a entrar en la sala de tratamiento después de haber salido de ella y haber cogido sus tallos de bambú, o de tener que enviar a alguien en su lugar.
Rustem descubrió que no podía hablar. Siguió contemplando a Shaski durante un momento, y después volvió la mirada hacia sus esposas. Tampoco había tiempo para decirles nada. El mundo había irrumpido por su puerta, y lo que tenía que ser había sido escrito hacía mucho tiempo.
Rustem salió rápidamente por la cancela y se reunió con los soldados en la cuesta del camino por la que soplaba el viento del norte. No miró atrás, sabiendo qué presagio iba unido a ello, pero estaba seguro de que Shaski seguía inmóvil y le miraba, ahora solo en el huerto, tieso como una lanza, pequeño como un junco junto a la orilla de un río.
Vinaszh, hijo de Vinaszh, comandante de la fortaleza sureña de Kerakek, había nacido todavía más hacia el sur, en un minúsculo oasis de palmeras al este de Qandir, una precaria isla de verdor alimentada por manantiales con el desierto rodeándola por todas partes. Era una aldea de mercado, por supuesto. Allí las mercancías y los servicios eran intercambiados con los morenos y ceñudos pueblos de las arenas que llegaban a ella montados en sus camellos para marcharse poco después, alejándose hasta desaparecer detrás del rielar del horizonte.
Siendo hijo de un comerciante, Vinaszh llegó a conocer bastante bien a las tribus nómadas, tanto en tiempos de comercio y paz como durante aquellas estaciones en que el Gran Rey mandaba al sur a sus ejércitos en otro infructuoso intento de acceder por la fuerza al mar occidental que había más allá de las arenas. El desierto, en igual o mayor medida que los tribeños salvajes que iban y venían a través de él, lo había impedido una y otra vez. Ni las arenas ni los que vivían en ellas mostraban ninguna inclinación a someterse.
Pero su infancia en el sur hizo de Vinaszh —que había preferido el ejército a la vida de un comerciante— una elección tan excelente como obvia para asumir el control de una de las fortalezas del desierto. Su rango apenas si le había alcanzado para ser nombrado gobernador de Kerakek; en realidad le hubiese correspondido el mando de, por ejemplo, los soldados que custodiaban un puerto de pescadores en el norte o ir a entendérselas con los incursores de Moskav y sus mercaderes vestidos de pieles; pero su designación constituiría una rara muestra de sensatez por parte de los dignatarios de Kabadh. A veces los militares conseguían hacer las cosas como era debido, casi a pesar de sí mismos. Vinaszh conocía el desierto, y respetaba apropiadamente tanto a este como a sus moradores. Podía emplear algunos dialectos de los nómadas, hablaba un poco la lengua de Kindath, y no le molestaba que hubiera un poco de arena en su cama, sus ropas o los pliegues de su piel.
Aun así, no había nada en su pasado que invitara a pensar que él, aquel soldado hijo de Vinaszh el comerciante, pudiese tener la temeridad de levantar la voz entre las figuras más poderosas de Bassania y sugerir, sin que nadie se lo pidiese, que un médico de aldea —uno que ni siquiera pertenecía a la casta sacerdotal— fuera llevado ante el Rey de Reyes cuando este agonizaba.
Entre otras cosas, aquellas palabras ponían en peligro la vida del mismo comandante. Si posteriormente alguien llegaba a la conclusión de que el tratamiento del médico campesino había precipitado o causado la muerte del rey —aunque el Gran Shirvan ya hubiese vuelto la cara hacia el fuego, cual si estuviera buscando entre las llamas a Perun el del Trueno, o la oscura figura de la Dama—, Vinaszh sería hombre muerto.
La flecha estaba profundamente clavada. La sangre seguía manando lentamente de ella, oscureciendo las sábanas de la cama y los paños de lino que le apretaban alrededor de la herida. Había algo de prodigioso, a decir verdad, en el hecho de que el rey todavía siguiera entre ellos, mirando fijamente la danza de las llamas mientras el viento del desierto empezaba a arreciar. El cielo se había oscurecido.
Shirvan no parecía querer ofrecer a sus cortesanos ningunas últimas palabras de guía y consejo o nombrar formalmente un heredero, aunque había hecho un gesto que llevaba implícita su elección. Arrodillado junto a la cama, el tercer hijo del rey, Murash, que se había cubierto la cabeza y los hombros con cenizas calientes recogidas del hogar, se mecía lentamente mientras rezaba. Ninguno de los otros hijos reales estaba presente. La voz de Murash, subiendo y bajando en un rápido recitado, era el único sonido humano en la estancia aparte de la trabajosa respiración del Gran Rey.
Entre semejante silencio, incluso con el gemido del viento, el rumor de unos pies calzados con botas fue claramente oído apenas llegó del pasillo. Vinaszh tomó aliento y cerró los ojos por un momento, invocando a Perun al tiempo que maldecía ritualmente a Azal, el Eterno Enemigo. Después vio abrirse la puerta para dar paso al médico que le había curado el embarazoso sarpullido contraído durante una expedición de reconocimiento otoñal entre los pueblos y fuertes de la frontera sarantina.
El doctor, conducido por el aterrado capitán de la guardia del comandante Vinaszh, entró, avanzó unos pasos y se detuvo, apoyándose en su bastón, y recorrió la estancia con la mirada antes de detenerse en la figura que yacía en la cama. No había traído consigo ningún sirviente —las instrucciones que Vinaszh había dado al capitán no podían estar más claras, así que el médico habría salido de su casa a toda prisa—, por lo que él mismo cargaba con su bolsa. Sin mirar atrás, tendió la bolsa de lino, su bastón y algún instrumento enfundado, y el capitán de la guardia se apresuró a cogerlos. El doctor —Rustem, así se llamaba— gustaba de exhibir una reservada falta de humor que nunca había sido muy del agrado de Vinaszh, pero después de todo había estudiado en Ispahani, no parecía matar a la gente y le había curado el sarpullido.
El médico se alisó su canosa barba con una mano y después se arrodilló y se prosternó ante ellos, exhibiendo unos modales inesperadamente irreprochables. Una palabra del visir volvió a ponerlo en pie. El rey no había apartado la mirada del fuego y el joven príncipe no había dejado de rezar. El doctor se inclinó ante el visir, y después se volvió cuidadosamente —dirigiendo el rostro hacia el oeste, advirtió Vinaszh— y dijo:
—Con este mal lucharé.
No sólo no había examinado al paciente sino que ni siquiera se había aproximado a él, pero no tenía elección. Debía hacer lo que pudiera. «¿Por qué matar a otro hombre?», había preguntado el rey. Eso era lo que casi con toda certeza había hecho Vinaszh al sugerir que el médico fuera traído a la fortaleza.
El doctor se volvió hacia Vinaszh.
—Si el comandante de la guarnición quisiera quedarse para ayudarme, se lo agradecería. Quizá tenga necesidad de la experiencia de un soldado. Es necesario que todos los demás, mis reverenciados señores, abandonéis la estancia ahora, por favor.
—No me separaré de mi padre —dijo secamente el príncipe, sin levantarse del suelo.
Aquel muchacho iba a convertirse casi con toda seguridad en el Rey de Reyes, la Espada de Perun, apenas el hombre que yacía en el lecho dejara de respirar.
—Un deseo muy comprensible, mi señor príncipe —dijo el doctor sin inmutarse—. Pero si os importa vuestro querido padre, como puedo ver que así es, y deseáis ayudarlo, entonces me honraréis esperando fuera. El tratamiento quirúrgico no puede tener lugar entre una multitud de hombres.
—No habrá ninguna… multitud —dijo el visir. Los labios de Mazendar se fruncieron al pronunciar la palabra—. El príncipe Murash se quedará, y yo también. No sois de la casta sacerdotal, por supuesto, y tampoco lo es el comandante. Por lo tanto, debemos permanecer aquí. Todos los demás saldrán, tal como habéis solicitado.
El médico se limitó a menear la cabeza.
—No, mi señor. Matadme ahora, si así lo deseáis. Pero se me enseñó, y creo en ello, que los miembros de la familia y los amigos más queridos no deben hallarse presentes cuando un doctor trata a un paciente. Es necesario pertenecer a la casta sacerdotal para ser médico real, lo sé, pero no ostento tal posición, y… Me limito a atender al Gran Rey porque se me ha pedido que así lo haga. Si he de luchar con este mal, debo hacerlo de la manera en que lo prescribe mi instrucción. De lo contrario mi presencia no le sería de ninguna utilidad al Rey de Reyes, y de ser así, mi propia vida se convertiría en una carga para mí.
Vinaszh pensó que aquel médico era un pedante pagado de sí mismo que estaba encaneciendo antes de tiempo, pero tenía valor. Vio que el príncipe Murash alzaba la mirada, los negros ojos encendidos. Antes de que el príncipe pudiera hablar, sin embargo, una voz tenue y tranquila murmuró desde la cama:
—Ya habéis oído al médico. Ha sido traído aquí por sus habilidades. ¿Por qué se discute en mi presencia? Salid. Todos.
Se hizo el silencio.
—Por supuesto, mi gracioso señor —dijo Mazendar el visir mientras el príncipe, desconcertado, se ponía en pie con vacilante lentitud.
El rey todavía no había apartado los ojos de las llamas. A Vinaszh le pareció que su voz llegaba de algún lugar situado más allá del reino de los vivos. Él moriría, el doctor moriría, Vinaszh, muy probablemente, moriría. Qué estúpido había sido, tan cerca del fin de sus días.
Los hombres empezaron a salir nerviosamente al pasillo, donde las antorchas ya habían sido encendidas en los aros de la pared. El viento silbaba, un sonido ultraterreno, solitario. Vinaszh vio cómo el capitán de su guardia dejaba las cosas del doctor en el suelo antes de salir. El joven príncipe se detuvo delante del delgado médico, que permanecía inmóvil, esperando a que se fueran. Murash levantó las manos y masculló con ferocidad:
—Sálvalo, o estos dedos pondrán fin a tu vida. Lo juro por el trueno de Perun.
El médico se limitó a asentir, contemplando sin inmutarse las manos del príncipe, que se abrían y cerraban para acabar retorciéndose delante de su rostro en un súbito movimiento de estrangulación. Murash titubeó un instante más y después volvió la mirada hacia su padre. Quizá por última vez, pensó Vinaszh, y de pronto se acordó del lecho de muerte de su padre en el sur. Después el príncipe salió de la estancia mientras los demás se apresuraban a hacerse a un lado para dejarle paso. Oyeron su voz alzándose nuevamente en una oración, desde el pasillo.
Mazendar fue el último en salir. Se detuvo junto a la cama, miró a Vinaszh y al médico, pareciendo indeciso por primera vez y luego murmuró:
—¿Tenéis instrucciones para mí, mi querido señor?
—Ya las he dado —dijo el hombre que yacía en el lecho—. Viste quién estaba aquí. Sírvele lealmente si él te lo permite. Tal vez no lo haga. En ese caso, que el Señor del Trueno y la Dama guarden tu alma.
El visir tragó saliva.
—Y la vuestra, mi gran señor, si no volvemos a encontrarnos.
El rey no replicó. Mazendar salió de la estancia y alguien cerró la puerta desde el pasillo.
Inmediatamente, moviéndose con decisión, el médico abrió su bolsa de lino y extrajo un saquito. Vertió su contenido en el fuego.
Las llamas se volvieron azules y un aroma de flores silvestres llenó súbitamente la estancia como una primavera del este. Vinaszh parpadeó. La figura que yacía en el lecho se removió.
—¿Ispahani? —dijo el Rey de Reyes.
El médico pareció sorprenderse.
—Sí, mi gracioso señor. Nunca hubiese imaginado que vos…
—Hace tiempo tuve un médico de las islas Ajbar. Era muy competente. Por desgracia cortejó a la mujer equivocada. Recuerdo que usaba este mismo aroma.
Rustem se acercó a la cabecera de la cama.
—La naturaleza de la sala de tratamiento puede afectar a la naturaleza del tratamiento. Somos influidos por tales cosas, mi señor.
—Las flechas no lo son —dijo el rey. Pero Vinaszh vio que había cambiado ligeramente de postura para mirar al médico.
—Quizá sea así —dijo el doctor evasivamente. Se detuvo junto a la cabecera y, por primera vez, se inclinó para examinar el asta y la herida. Vinaszh vio que se quedaba súbitamente inmóvil sin llegar a completar el gesto. Una expresión muy extraña pasó por sus barbudas facciones. El doctor bajó las manos.
Después miró a Vinaszh.
—Comandante, es necesario que encontréis unos guantes para mí. Los mejores guantes de cuero que haya en la fortaleza, y lo más deprisa posible.
Vinaszh no hizo preguntas. Si el rey moría, él probablemente moriría también. Se fue, cerrando la puerta detrás de él, y se alejó rápidamente pasillo abajo, pasando junto a los que esperaban, para bajar por la escalera de caracol en busca de sus guantes de montar.
Al entrar, Rustem estaba aterrorizado, tan abrumado que tuvo que recurrir a todas sus reservas de compostura para ocultarlo. Faltó poco para que se le cayeran los útiles y temió que alguien viera cómo le temblaban las manos, pero el capitán de la guardia se había apresurado a cogerlos. Rustem había usado los ceremoniosos movimientos de la genuflexión para pronunciar una silenciosa invocación tranquilizadora.
Después de incorporarse, se había mostrado más brusco de lo que hubiese debido, pidiendo a los cortesanos —¡y al visir, y a un príncipe!— que salieran de la estancia. Pero siempre usaba aquellas maneras secamente eficientes para sugerir una autoridad superior a la que le correspondía por sus años, y aquel no era ni el momento ni el lugar para apartarse de sus métodos habituales. Si iba a morir, no importaría demasiado lo que pensaran de él, ¿verdad? Pidió al comandante que se quedara. Un soldado no se dejaría impresionar por los gritos y el derramamiento de sangre, y alguien podía tener que sujetar al paciente.
El paciente. El Rey de Reyes, Espada de Perun, Hermano del Sol y las Lunas.
Rustem se obligó a dejar de pensar esas cosas. Aquel hombre era un paciente, un herido. Eso era lo que importaba. Los cortesanos se habían ido. El príncipe —Rustem no sabía de cuál de los hijos del rey se trataba— se detuvo delante de él y dio forma, con los retorcimientos de sus manos, a la amenaza de muerte que no se había alejado de Rustem desde el momento en que salió de su huerto.
No se podía permitir que eso importara. Todo sería tal como había sido escrito.
Rustem había echado el polvo de Ajbar al fuego para que la estancia entrara en sintonía con presencias y espíritus más armoniosos, y después se acercó a la cama para examinar la flecha y la herida.
Y allí había olido kaaba.
Abrumado por la sorpresa y la confusión, Rustem se dio cuenta de que el olor había confirmado una vaga percepción que flotaba en su mente, y una segunda revelación había emergido acto seguido para llenarlo de terror. Le había dicho al comandante que fuera corriendo a buscar unos guantes. Los necesitaba.
Si tocaba el asta de aquella flecha, moriría.
Solo en la estancia con el Rey de Reyes, Rustem descubrió que de pronto sus miedos eran los de un médico, no los de un humilde súbdito. Se preguntó cómo decir lo que estaba pensando.
Los ojos del rey estaban fijos en su rostro, oscuros y fríos. Rustem vio rabia en ellos.
—Hay un veneno en el asta, ¿verdad? —dijo Shirvan.
Rustem bajó la cabeza.
—Sí, mi señor. Kaaba. De la planta fijana. —Tomó aliento y preguntó—: ¿Tocaron la flecha vuestros médicos?
El rey asintió con una leve inclinación de la cabeza. La ira no mostraba señales de disminuir. Shirvan debía de estar sufriendo terribles dolores, pero no lo demostraba.
—Los tres. Tiene gracia. Ordené que fueran ejecutados por su incompetencia, pero no habrían tardado en morir, ¿verdad? Ninguno de ellos reparó en el veneno.
—Es raro encontrarlo en estas tierras —dijo Rustem, tratando de pensar con discernimiento.
—No tanto. Llevo veinticinco años tomándolo en pequeñas cantidades —dijo el rey—. Kaaba, otras sustancias malignas. Anahita nos llamará a su seno cuando le venga en gana, pero aun así los hombres pueden seguir siendo prudentes en sus vidas, y los reyes tienen que serlo.
Rustem tragó saliva. Eso lo explicaba todo, y ahora sabía por qué su paciente había seguido con vida hasta aquel momento. ¿Veinticinco años? Una imagen acudió a su mente: un joven rey tocando —temerosamente, con toda seguridad— una minúscula cantidad del mortífero polvo: la enfermedad que habría seguido a aquel acto; y volviendo a hacerlo más tarde, y luego una vez más, y después empezando a probarlo, en cantidades cada vez más grandes. Meneó la cabeza.
—El rey ha sufrido mucho por su pueblo —dijo.
Estaba pensando en los médicos de la corte. La kaaba oprimía la garganta antes de llegar al corazón. Morías en una agonía de autoestrangulamiento. Rustem lo había visto en Oriente. Un método de ejecución ceremonial. «Tiene gracia», había dicho el rey.
Y de pronto también se encontró pensando en otra cosa. Rustem apartó aquellos pensamientos en la medida en que podía hacerlo.
—Eso no cambia nada —dijo el rey. Su voz era muy parecida a como había imaginado Rustem que sería: fría, grave, carente de inflexiones—. Estamos hablando de una flecha para leones. La protección contra el veneno es inútil si la flecha no puede ser extraída.
Llamaron a la puerta, que se abrió y Vinaszh, el comandante de la guarnición, entró respirando aguadamente. Rustem vio que los guantes eran demasiado gruesos para que fueran fáciles de usar, pero no tenía elección. Se los puso. Desató el cordel que envolvía el estuche dentro del que había un largo y delgado instrumento metálico, el que su hijo le había alcanzado. «Habló de una flecha, papá».
—A veces hay maneras de extraer incluso estas —dijo Rustem, tratando de no pensar en Shaski.
Se volvió hacia el oeste, cerró los ojos y empezó a rezar, tabulando mentalmente los presagios de la tarde, buenos y malos, mientras rezaba, y contando los días transcurridos desde el último eclipse lunar. Una vez hechos los cálculos, dispuso los talismanes y protecciones adecuadas. Propuso una hierba que embotaría los sentidos, previendo el dolor de lo que iba a hacer. El rey la rechazó. Rustem hizo acudir a la cabecera de la cama al comandante de la guarnición y le explicó qué debía hacer para mantener inmóvil al paciente. Ya no dijo «el rey». Era un hombre aquejado por un mal y Rustem era un médico con un ayudante y una flecha que extraer. Ahora estaba en guerra con Azal el Enemigo, que podía oscurecer las lunas y el sol y poner fin a una vida.
Finalmente resultó que ni el comandante ni la hierba fueron necesarios. Rustem empezó rompiendo el asta ennegrecida lo más cerca de la herida que pudo, y después usó una sucesión de sondas y un cuchillo para agrandar la herida, un procedimiento terriblemente doloroso. Algunos hombres no podían soportarlo, ni siquiera estando aturdidos por la medicación. Se debatían y gritaban, o perdían el conocimiento. Shirvan de Bassania no cerró los ojos y no se movió, aunque su respiración se volvió rápida y entrecortada. Había gotas de sudor en su frente, y su mandíbula estaba tensa bajo la barba trenzada. Cuando le pareció que la abertura era suficientemente grande, Rustem untó de aceite la larga y delgada Cuchara de Enyati e introdujo el instrumento metálico en la herida, dirigiéndolo hacia la punta de flecha incrustada.
Era difícil ser preciso con aquellos gruesos guantes, ya empapados de sangre, pero Rustem ya podía ver la alineación del ala y sabía hacia dónde dirigir la parte del ingenio de Enyati que servía para recoger. La pequeña copa se acercó al ala de la flecha a través de la carne; el rey había contenido el aliento pero seguía sin moverse. Rustem la movió un poco y sintió cómo la cuchara se deslizaba alrededor de la parte más ancha de la punta y la presionaba. Empujó un poco más, conteniendo él también la respiración en el momento más delicado del procedimiento mientras invocaba a la Dama en su aspecto de Sanadora. Luego volvió a ladear la cuchara y la desplazó hacia atrás.
Entonces el rey jadeó y medio levantó un brazo como en un gesto de protesta, pero Rustem sintió el contacto cuando la punta de la flecha era recogida por la cuchara. Lo había hecho en un solo intento. Conocía a un hombre, un maestro en el Lejano Oriente, que se habría sentido muy complacido. A partir de ese momento ya sólo los lisos lados aceitados de la cuchara estarían en contacto con la carne herida, con el ala aserrada a buen recaudo dentro de ella.
Rustem parpadeó. Se dispuso a secarse el sudor de la frente con el dorso de un guante ensangrentado y se acordó —justo a tiempo— de que moriría si lo hacía. El corazón le palpitaba locamente.
—Ya casi hemos terminado —murmuró—. ¿Estáis listo, mi querido señor?
El visir había usado esa frase. Ahora, viendo cómo el hombre de la cama se enfrentaba en silencio con un dolor tremendo, Rustem también sentía lo que estaba diciendo. Vinaszh, el comandante, lo sorprendió dando un paso adelante junto a la cabecera de la cama e inclinándose de lado para poner la mano sobre la frente del rey: una caricia, más que una presión para retener.
—¿Alguien ha estado preparado alguna vez para esto? —gruñó Shirvan el Grande, y en aquellas palabras Rustem captó asombrosamente el fantasma de una sardónica diversión.
Dirigió los pies hacia el oeste, pronunció la palabra ispahani grabada en el instrumento y, sujetándolo con las manos enguantadas, lo extrajo con un solo tirón de la carne mortal del Rey de Reyes.
—Supongo que voy a vivir, ¿no?
Estaban solos en la estancia. Fuera ya era de noche y el viento aún soplaba. Obedeciendo las instrucciones del rey, Vinaszh había salido para informar únicamente que el tratamiento proseguía y Shirvan aún vivía. Sólo eso. El soldado no había hecho preguntas, y Rustem tampoco.
El primer peligro siempre era una hemorragia excesiva. Rustem había taponado la herida expandida con una esponja limpia. En cuanto a la herida propiamente dicha, la dejó sin cerrar. Cerrar heridas demasiado pronto era el error más frecuente de los médicos, y los pacientes morían por su causa. Más tarde, y si todo iba bien, suturaría los bordes de la herida con sus agujas más minúsculas, dejando espacio para el drenaje. Pero todavía no. De momento se limitó a vendar la herida taponada con tiras de lino limpio que pasó por debajo del sobaco y extendió por el pecho, subiéndolas luego por ambos lados del cuello en la forma triangular prescrita. Terminó el vendaje arriba del todo y dispuso el nudo de tal manera que apuntara hacia abajo, como debía ser, hacia el corazón. Ahora quería sábanas y paños nuevos, guantes limpios y agua caliente. Arrojó al fuego los guantes ensangrentados del comandante. No podían ser tocados.
Cuando hizo la pregunta, la voz del rey sonó débil pero clara. Una buena señal. Esta vez sí aceptaba una hierba sedante de la bolsa de Rustem. Los ojos oscuros estaban tranquilos y enfocados, y no se los veía indebidamente dilatados. Rustem se sintió cautelosamente complacido. El segundo peligro a partir de aquel momento, como siempre, era el pus verde, aunque las heridas de flecha solían curar mejor que las de espada. Antes de que terminara la noche lavaría la herida y cambiaría el ungüento y el vendaje: una variante de su propia cosecha. La mayoría de los médicos dejaban el primer vendaje durante dos o tres días.
—Creo que sí, mi rey. La flecha ha sido extraída y la herida curará si Perun quiere, y seguiré atendiéndola para evitar las exudaciones nocivas. —Titubeó—. Y además disponéis de vuestra propia… protección contra el veneno.
—Quiero hablar de eso contigo.
Rustem tragó saliva.
—¿Mi señor?
—¿Detectaste el veneno de la fijana por su olor? ¿Incluso con el olor de las hierbas aromáticas que habías echado al fuego?
Rustem había temido aquella pregunta. Era muy hábil a la hora de disimular —la mayoría de médicos lo eran—, pero se trataba de su rey, pariente mortal del sol y las lunas.
—Me había encontrado antes con él —dijo—. Aprendí mi oficio en Ispahani, mi señor, donde crece la planta.
—Sé dónde crece —dijo el Rey de Reyes—. ¿Qué más tienes que contarme, médico?
No parecía haber escapatoria posible. Rustem tomó aliento.
—También la olí en otro lugar de esta habitación, gran señor. Antes de echar las hierbas aromáticas al fuego.
Hubo un silencio.
—Ya me imaginaba que podía tratarse de eso. —Shirvan el Grande lo contempló con expresión impasible—. ¿Dónde?
Sólo una palabra, tan dura como el martillo de un herrero.
Rustem volvió a tragar saliva y sintió el sabor amargo de la consciencia de su propia mortalidad. Pero no tenía elección.
—En las manos del príncipe, gran rey —dijo—. Cuando me conminó a salvaros la vida si no quería perder la mía.
Shirvan de Bassania cerró los ojos por un instante. Cuando los abrió, Rustem volvió a ver una sombría rabia en sus profundidades, a pesar de la droga que le había administrado.
—Eso… me llena de congoja —murmuró el monarca.
Pero lo que Rustem oyó en su voz no era congoja. De pronto se le ocurrió preguntarse si el rey también había detectado la presencia de la kaaba en la punta y el asta de la flecha. Llevaba veinticinco años ingiriéndola. Si había reconocido el veneno, había permitido que tres médicos lo manipularan sin advertirles, y a punto de permitir que Rustem hiciera lo mismo. ¿Una prueba de su competencia? ¿Cuando se encontraba a las puertas de la muerte? ¿Qué clase de hombre…? Rustem se estremeció.
—Parece —dijo el Gran Shirvan— que alguien más, aparte de mí, se ha estado protegiendo de los venenos empleando el método de desarrollar resistencia a ellos. Muy astuto. He de admitir que fue muy astuto por su parte. —Guardó silencio y después dijo—. Murash. De hecho, habría sido un buen rey.
Volvió la cabeza y miró por la ventana. No había nada que ver en la oscuridad. Se oía el rumor del viento que llegaba del desierto.
—Y parece que he ordenado la muerte del hijo equivocado y su madre —dijo el rey. Hubo otro silencio, más breve que el anterior—. Eso me llena de congoja —dijo por segunda vez.
—¿Y esas órdenes no podrían ser rescindidas, mi señor? —preguntó Rustem con voz titubeante.
—Por supuesto que no.
La firmeza que había en aquella voz suave y tranquila, pensaría Rustem más adelante, era aterradora.
—Haz venir al visir —dijo Shirvan de Bassania, contemplando la noche—. Y a mi hijo.
En aquel momento Rustem el médico, hijo de Zorah, deseó estar en su pequeña casa, con las contraventanas y las puertas cerradas contra el viento y la oscuridad, con Katyun y Jarita, dos niños apaciblemente dormidos, una última copa de vino aromatizado con hierbas y un fuego en el hogar, sin que el mundo hubiera llamado nunca a su puerta.
Pero lo que hizo fue inclinarse ante el rey y dirigirse hacia la puerta.
—Médico —dijo el Rey de Reyes.
Rustem se volvió. Estaba asustado, y se sentía terriblemente impotente y atrapado.
—Todavía soy tu paciente. Seguirás siendo responsable de mi bienestar. Actúa en consecuencia. —El tono sonó seco y cortante, y la rabia helada seguía allí.
No hacía falta ser demasiado sutil para entender lo que podía significar aquello.
Aquella misma tarde, a la hora en que un fuerte viento había empezado a soplar en el desierto, Rustem estaba en su modesta sala de tratamiento, preparándose para enseñar a cuatro pupilos cómo tratar las cataratas simples siguiendo los sabios métodos de Merovius de Trakesta.
Abrió la puerta. A la luz de las antorchas del corredor vio a una docena de cortesanos que parecían agotados. Sirvientes o soldados habían traído bancos; algunos de los hombres que esperaban se habían sentado, apoyando la espalda contra las paredes de piedra. Algunos dormían. Otros le vieron y se levantaron. Rustem dirigió una inclinación de la cabeza a Mazendar, el visir, y luego otra al joven príncipe, manteniéndose un poco alejado de los demás, el rostro junto a una oscura y estrecha aspillera mientras rezaba.
Vinaszh, el comandante de la guarnición —el único de los presentes al que conocía Rustem—, enarcó las cejas en una interrogación silenciosa y dio un paso adelante. Rustem meneó la cabeza y después cambió de parecer. «Sigues siendo responsable —había dicho el Rey de Reyes—. Actúa en consecuencia».
Rustem se hizo a un lado para permitir que el visir y el príncipe entraran en la estancia. Después le hizo una seña al comandante para que entrara también. No dijo nada, pero le sostuvo la mirada durante un momento mientras el guerrero entraba. Rustem lo siguió y cerró la puerta.
—¡Padre! —exclamó el príncipe.
—Lo que tiene que ser ha sido escrito hace mucho tiempo —murmuró Shirvan de Bassania. Estaba recostado en unas almohadas, el pecho desnudo envuelto por los vendajes de lino—. Por la gracia de Perun y la Dama, los designios de Azal el Negro se han visto frustrados durante un tiempo. El médico ha extraído la flecha.
El visir, visiblemente emocionado, se pasó una mano por la cara y se arrodilló, tocando el suelo con la frente. El príncipe Murash, los ojos abiertos de par en par mientras miraba a su padre, se apresuró a volverse hacia Rustem.
—¡Perun sea ensalzado! —dijo y, cruzando la estancia, extendió los brazos y tomó las manos de Rustem en las suyas—. ¡Serás recompensado, médico! —exclamó.
Rustem tuvo que recurrir a un supremo acto de autodominio y a una desesperada fe en lo que se le había enseñado para no echarse atrás. El corazón le palpitaba.
—¡Perun sea ensalzado! —repitió el príncipe Murash, volviéndose hacia la cama y arrodillándose como el visir.
—Siempre —convino el rey sin levantar la voz—. Hijo mío, la flecha del asesino está encima de la cómoda que hay debajo de la ventana. Había veneno en ella. Kaaba. Échala al fuego por mí.
Rustem contuvo la respiración. Volvió rápidamente la cabeza hacia Vinaszh, sus ojos encontrándose nuevamente con los del soldado, y después miró al príncipe.
Murash se levantó.
—Así lo haré, padre y rey mío, y de muy buena gana. Pero… ¿veneno? —dijo—. ¿Cómo puede ser?
Fue a la ventana y se dispuso a coger una tira de lino que había junto a los instrumentos de Rustem.
—Tómala con tus manos, hijo mío —dijo Shirvan de Bassania, Rey de Reyes, Espada de Perun—. Cógela otra vez con las manos desnudas.
El príncipe se volvió hacia la cama, moviéndose muy despacio. El visir se había incorporado y no le quitaba los ojos de encima.
—No lo entiendo. ¿Pensáis que he tocado esta flecha? —preguntó el príncipe Murash.
—El olor aún está en tus manos, hijo mío —dijo Shirvan.
Rustem dio un cauteloso paso hacia el rey. El príncipe se volvió —aparentemente sólo perplejo—, se miró las manos y después miró a Rustem.
—Pero entonces también habré envenenado al médico —dijo.
Shirvan miró a Rustem. Barba negra encima de blancos vendajes de lino, ojos oscuros e impasibles. «Actúa en consecuencia», había dicho. Rustem carraspeó.
—Lo habréis intentado —dijo, con el corazón desbocado—. Si habéis tocado la flecha al dispararla contra el rey, entonces la kaaba se ha filtrado por vuestra piel y ahora se encuentra dentro de vos. El tocaros no encierra ninguna amenaza, príncipe Murash. Ya no.
Rustem creía que así era. Le habían enseñado que así era y nunca había visto desmentida aquella enseñanza. Se sentía extrañamente mareado, como si la estancia se meciera suavemente, igual que la cuna de un niño.
Entonces vio cómo los ojos del príncipe se ennegrecían, volviéndose muy parecidos a los de su padre. Murash se llevó la mano al cinturón, empuñó un cuchillo y se volvió hacia la cama.
El visir gritó. Rustem, desarmado, avanzó con paso tambaleante.
Vinaszh, comandante de la guarnición de Kerakek, mató al príncipe Murash, tercero de los nueve hijos de Shirvan el Grande, con su propia daga, que lanzó desde la entrada.
El príncipe, con la hoja atravesada en la garganta, se desplomó lentamente, quedando atravesado en la cama con el rostro vuelto hacia las rodillas de su padre mientras su sangre manchaba de rojo las sábanas.
Shirvan no se movió. Los demás tampoco lo hicieron.
Después de un interminable momento de inmovilidad, el rey apartó los ojos de su hijo muerto para mirar primero a Vinaszh y luego a Rustem. Acto seguido inclinó lentamente la cabeza en un gesto dirigido a cada uno de ellos.
—Médico, ¿tu padre se llamaba…? —preguntó con leve curiosidad.
Rustem parpadeó.
—Zorah, gran señor.
—Un nombre de la casta guerrera.
—Sí, mi señor. Era soldado.
—¿Escogiste una vida diferente?
La conversación era lo bastante incongruente para volverse fantasmagórica. Rustem se sintió aturdido. Tenía delante a un muerto —un hijo— desplomado sobre el cuerpo del pobre con el que estaba hablando de aquella manera.
—Hago la guerra a la enfermedad y las heridas, mi señor.
Era lo que decía siempre.
El rey volvió a asentir con expresión pensativa, como satisfecho por algo.
—Sabes que para ser médico real es preciso pertenecer a la casta sacerdotal, por supuesto.
Por supuesto. El mundo llamando a su puerta, después de todo.
Rustem bajó la cabeza. No dijo nada.
—Se hará lo necesario en el próximo Ritual de Accesión ante la Llama Sagrada cuando llegue el solsticio de verano.
Rustem tragó saliva. Le pareció llevar toda la noche haciéndolo. Se aclaró la garganta.
—Una de mis esposas es de la casta común, Gran Rey.
—Se la tratará generosamente. ¿Hay un niño?
—Una niña, mi señor, sí.
El rey se encogió de hombros.
—Se le encontrará un esposo amable y bondadoso. Mazendar, ocúpate de que así sea.
Jarita, cuyo nombre significaba «estanque del desierto». Ojos negros, cabello negro, paso delicado al entrar en una habitación y salir de ella, como si no quisiera agitar el aire con su presencia. La piel más suave del mundo. E Inissa, la pequeña a la que llamaban Issa. Rustem cerró los ojos.
—¿Tu otra esposa es de la casta guerrera?
Rustem asintió.
—Sí, mi señor. Y mi hijo.
—Pueden ser ascendidos contigo en la ceremonia. Y venir a Kabadh. Si deseas una segunda esposa, también se hará lo necesario.
Rustem volvió a cerrar los ojos.
El mundo, llamando estruendosamente a su puerta una y otra vez, entrando como el viento.
—Eso no podrá tener lugar hasta el solsticio de verano, naturalmente. Deseo utilizarte antes de que llegue ese momento. Pareces un hombre competente, y por muchos que haya nunca son suficientes. Me tratarás aquí, médico. Después emprenderás un viaje invernal para mí. También pareces devoto. Puedes servir a tu rey incluso antes de ser ascendido a una casta superior. Partirás en cuanto consideres que me encuentro lo bastante bien para volver a Kabadh.
Rustem abrió los ojos y alzó la mirada lentamente.
—¿Adonde he de ir, gran señor?
—A Sarantium —dijo Shirvan de Bassania.
Rustem regresó a su casa un rato cuando el Rey de Reyes se quedó dormido, para cambiarse la ropa ensangrentada y reponer las hierbas y medicinas. Hacía frío entre la oscuridad ventosa. El visir le proporcionó una escolta de soldados. Al parecer se había convertido en un hombre importante. Eso no tenía nada de sorprendente, excepto por el hecho de que ahora todo era sorprendente.
Sus dos mujeres estaban despiertas, aunque era muy tarde. Habían encendido lámparas de aceite en la sala principal: un derroche. En una noche normal, Rustem habría regañado a Katyun por ello. Entró en la casa. Las dos se levantaron rápidamente al verlo. Los ojos de Jarita se humedecieron.
—Alabado sea Perun —dijo Katyun.
Los ojos de Rustem fueron de una esposa a otra.
—Papá —dijo una voz adormilada.
Rustem volvió la cabeza y vio cómo una figurita se levantaba de la alfombra extendida junto al fuego. Shaski se frotó los ojos. Aunque dormido, le había estado esperando allí junto a sus madres.
—Papá —repitió el niño con voz titubeante.
Katyun fue hacia él y le puso la mano en los delgados hombros, como si temiera que Rustem riñera al niño por estar allí y despierto a una hora tan tardía.
Rustem sintió una extraña opresión en la garganta. No la kaaba, sino otra cosa.
—No pasa nada, Shaski —dijo—. Ya estoy en casa.
—¿Y la flecha? —preguntó su hijo.
Hablar se había vuelto curiosamente difícil. Jarita estaba llorando.
—La flecha ha sido extraída. Usé la Cuchara de Enyati, la que tú me diste. Te has portado muy bien, Shaski.
Entonces el niño sonrió, tímida y adormiladamente, la cabeza apoyada en la cintura de su madre. La mano de Katyun le rozó el cabello, suave y delicada como la luz de la luna. Sus ojos buscaron los de Rustem, con demasiadas preguntas en ellos.
Las respuestas eran demasiado largas.
—Y ahora vete a dormir, Shaski. Hablaré con tus madres y después volveré con mi paciente. Te veré mañana. Todo va bien.
Sí y no. Ser ascendido a la casta sacerdotal era un prodigio, algo milagroso. Las castas de Bassania eran tan inamovibles como las montañas… excepto cuando el Rey de Reyes deseaba que se movieran. Un puesto de médico en la corte significaba riqueza, seguridad, acceso a las bibliotecas y los estudiosos, y no tener que volver a preocuparse por cosas como comprar una casa más grande para la familia o consumir el aceite de las lámparas durante la noche. El futuro del mismo Shaski se había expandido súbitamente más allá de todo lo imaginable.
Pero ¿qué le podías decir a una esposa que iba a ser expulsada de tu vida por orden del Rey de Reyes y entregada a otro hombre? ¿Y la pequeña? Issa, que en aquel momento estaba durmiendo en su cuna. La pequeña nunca volvería a estar con él.
—Todo va bien —repitió Rustem, tratando de obligarse a creerlo.
La puerta se había abierto para revelar el mundo que esperaba más allá del umbral de su casa. El bien y el mal habían entrado cogidos de la mano, decididos a no ser separados el uno del otro. Azal siempre se oponía a Perun. Los dos dioses entraron en el Tiempo juntos, y uno no podía existir sin el otro. Así lo enseñaban los sacerdotes ante la Llama Sagrada en cada templo de Bassania.
Las dos mujeres llevaron al niño a su habitación. Shaski levantó los brazos y cogió sus manos para reclamarlas a ambas mientras salía por la puerta. Rustem pensó que lo mimaban demasiado. Pero aquella no era la noche más adecuada para pensar en eso.
Y, una vez a solas en la sala principal de su pequeña casa entre las lámparas encendidas y el resplandor del fuego, Rustem pensó en el destino y en los momentos casuales que daban forma a la vida de un hombre, y en Sarantium.