Alberto es un muchacho de pelo castaño y revuelto, de mejillas sonrosadas, con una frente amplia como una cornisa, travieso y sonriente.
El verano ha terminado, el COU y la selectividad pasaron y ahora hay que empezar con la facultad.
Hoy es el primer día de clase. Alberto está encantado pensando en todo lo que le espera: sus compañeros nuevos, la posibilidad de echarse novia. Sin embargo, piensa sobre todo en sacar punta a cualquier cosa que le pueda ocurrir, hasta que la punta afilada sea larga, bien larga.
Hoy, muy tempranito, Alberto camina hacia la facultad y se anima cada vez más. No tarda en encontrarse con su mejor amigo, Iñaki, que también comienza la carrera este año.
Iñaki es alto y corpulento, con los ojos grandes como los de un pez recién sacado del agua. Suele llevar los pantalones caídos y es muy observador y prudente (hasta que comienza a beber cerveza).
—¡Qué pasa, tronko! —saluda afable Alberto.
—He visto pasar un montón de gente —dice Iñaki señalando la calle llena de jóvenes dirigiéndose a la facultad—, con sus carpetas llenas de apuntes y los ojos de legañas.
—¡Seguro que nos lo vamos a pasar dabuten!