El padre de Alberto tiene un telescopio en la azotea de su casa. Con él se pasa las noches descubriendo y observando los secretos del espacio. La otra noche, Alberto llegó a casa con un humor de mil demonios, ya que sus amigos le habían dado un plantón de órdago. Durante más de tres horas había estado esperándoles en un bar a base de cañas y pinchitos de empanada gallega. La crispación que traía era triple: etílica, gastronómica y emocional. Debió de ser ésta la causa por la que su padre, al verle entrar en ese estado, le propusiera que subiera con él para ver la Luna a través del telescopio y, de paso, que le diera un poco el aire. Aunque ya era tarde y Alberto se encontraba muerto de sueño, la idea le apeteció. Cuando miró por el visor, Alberto se llevó una gran sorpresa: la Luna era muy diferente a través del telescopio. Profundamente impresionado, y en vista de que el aire de la noche no le hacía demasiado efecto decidió irse a la cama.
Se quedó frito en unos instantes. Mientras cerraba los ojos, tenía la idea de ser un intrépido astronauta viajando a la conquista de la Luna…
De pronto, Alberto se encontró en la cápsula espacial, ajustándose la escafandra.
Echó una ojeada a través de la escotilla y se quedó perplejo: la Luna de cerca era totalmente diferente a como la había visto con su padre. Los cráteres que se veían desde el telescopio eran en realidad unas extrañas baldosas hexagonales con un número en el centro de cada una de ellas. Alberto descendió de la cápsula y puso sus pies sobre la superficie lunar.
Lo primero que descubrió fue que la nave había «alunizado» en una baldosa que tenía el número cuatro. No entendía nada, pero le divertía mucho. Miró a su alrededor y descubrió que todo el terreno que divisaba tenía una forma global de hexágono, pero lo más extraño era que él se encontraba justo en el centro, y que su baldosa era de color negro, mientras que las demás eran blancas.
—¡Seguro que por aquí hay algo muy interesante por explorar! —dijo, mientras se disponía a caminar sobre tan singular luna.
Alberto ya andaba con la idea de conocer nuevos amigos selenitas, pero de pronto su sorpresa fue grande: como no había gravedad, Alberto podía ir saltando de una baldosa a otra. Lo de la menor gravedad en la Luna ya lo había aprendido en el cole, pero aquí pasaba algo extraño, puesto que después de varios intentos fallidos para avanzar, se dio cuenta de que, para moverse, sólo lo podía hacer si saltaba tantas baldosas como el número que aparecía en la superficie de la baldosa desde la que daba el salto.
Alberto se quedó meditando sobre la manera de salir del gran hexágono lunar, y después de varias intentonas, descubrió además que debía hacerlo con una puntuación exacta.
Estando Alberto en la baldosa inicial se preguntó:
¿CUÁL SERÁ LA SUCESIÓN CORRECTA DE NÚMEROS PARA PODER SALIR DE ESTA «LUNA», SEGÚN LAS REGLAS MENCIONADAS?