La conversación con Iñaki no dejaba dudas. Si para el verano querían hacerse un viaje en tren por toda Europa, y especialmente por Bruselas para hacer una visita a Yvonne, tenían que sacar pelas de donde fuera. El problema era: ¿haciendo qué? Puesto que no estaban especialmente cualificados para nada y no disponían de demasiado tiempo libre, la duda era mayor. Finalmente a Alberto se le ocurrió algo.
—Cerca de mi casa está la Academia Olimpia: me podría ofrecer para dar clases de recuperación de matemáticas de EGB y BUP —le dijo a Iñaki.
El caso es que el tema funcionó y a los pocos días se encontraba frente a sus primeros alumnos. Lógicamente casi toda la clase andaba ocupada con los preparativos logísticos de antes del recreo. Por debajo de los pupitres se disponía toda una batería de gomas y pelotillas. Los más canallas rellenaban su munición con grapas: así escocería más.
No solamente había que fabricar «armamento»; los chavales también tenían que comunicarse entre sí para saber qué hacía cada uno y delimitar las preferencias.
El caso fue que, con tanto cuchicheo como había entre pupitre y pupitre, Alberto se levantó de la mesa y preguntó tajantemente:
—¡¡¿Qué pasa aquí?!! ¡A ver!, ¿por qué tenéis todos las manos debajo de la mesa? ¡¡¡Ponedlas inmediatamente sobre el pupitre!!!
Aquello fue definitivo. Alberto estaba descubriendo una nueva faceta suya que siempre había ignorado: la de profesor represivo. Al levantar las manos, casi todas las bolsas de pelotillas se cayeron al suelo y quedaron esparcidas por la clase.
Cuando Alberto descubrió el pastel, su reacción fue temible.
—No sé por qué me da que todos vosotros os vais a quedar sin recreo —sonriendo cínicamente, con tanta falsedad que hasta enseñaba el colmillo, añadió—: Je, je, je, vamos a ver si sois capaces de solucionarme este pequeño problemilla que tanto me gusta poner a mis «mejores alumnos».
Dicho esto, se volvió hacia la pizarra y comenzó a escribir una serie de números impares agrupados de tres en tres, comenzando por el 111 y terminando por el 999.
La suma debía dar 1111, y para conseguirla los alumnos debían tachar; es decir, convertir en O, nueve de los quince números de la suma.
Por si todo esto fuera poco, Alberto planteó que los alumnos debían encontrar tres soluciones más, por lo menos, al problema.
Los alumnos de la clase se quedaron haciendo cálculos durante el recreo, y la banda de los tirapelotillas sin su guerra, pero, sobre todo, Alberto descubrió que le gustaba el papel de profesor duro.
¿CUÁL SERÍA LA SOLUCIÓN AL PROBLEMA PLANTEADO POR ALBERTO?