Los cumpleaños de la abuela de Alberto eran terribles. Tenían que ir todos los miembros de la familia y siempre terminaban igual: escuchando recuerdos de épocas pasadas. Esta vez no fue diferente, y cuando llegó la hora de tomarse el tazón de chocolate bien espeso, la abuela comenzó con la misma cantinela de todos los años.
—¡Ay, Albertito!, cada vez que te veo me pareces igual que tu bisabuelo don Alberto; la misma cara, los mismos ojos, las mismas manos de pianista, ¡y el mismo talento musical! Qué lástima me da tener que marcharme de este mundo sabiendo que te niegas a desarrollar el talento de aquel gran hombre.
Estos eran unos momentos en los que los padres de Alberto se le quedaban mirando con cara de súplica como diciendo: «Lo poco que te costaría dar una alegría a la abuela y aprender piano».
Cuando volvían en coche para la casa, tampoco había año que no le reventaran los nervios con lo mismo. Sin embargo, este año cambió algo. Alberto se quedó un rato en silencio y de pronto dijo:
—Mañana mismo me matriculo en solfeo.
Dicho y hecho. Al día siguiente estaba dando la primera clase, cuando se encontró la primera sorpresa con el profesor. A éste le llamaban todos El Siesta, y se lo tenía bien merecido. Era de cara muy chupada, y poseía una calvicie que ocultaba dejándose el pelo largo de un lado para cubrir con él toda la cabeza. Su voz era monótona, y la entonación uniforme, por lo que conseguía apagar la vocación musical que pudieran tener sus alumnos. Cuando comenzaba a leer la partitura, a casi todos los presentes, por muy motivados que estuvieran, parecía que les acababa de picar una mosca tsé-tsé.
La alternativa era: o pasarse la hora mirando el reloj, o distraerse coa lo primero que a uno se le ocurriera. Alberto ya no sabía qué hacer. Había probado la agudeza de su vista examinando hasta el más mínimo detalle de los cuadros que estaban colgados en la pared de la clase; había pensado en lo que haría el próximo fin de semana; había dibujado un camión en su cuaderno, y el plasta del profesor continuaba con su monótono «do, re, sol, mi, do, la». Todos sus compañeros se encontraban en la misma situación. Ni los más audaces tenían éxito al pedir permiso para ir al servicio y así poder escaparse un rato. El Siesta parecía una grabadora que no hacía caso a nada salvo a su soniquete.
Alberto, que ya no sabía con qué distraerse, tuvo de pronto una genial idea con la que pasar ocupado el resto de la clase: ¡pensar matemáticamente!
«Cada letra la transformaré en un número. A igual letra, corresponderá un mismo número», se dijo Alberto mientras iba desarrollando el juego. El profe seguía en su línea «do, re, sol, mi, do, la».
«Si se colocan en una columna todas las notas musicales de dos letras y las “sumamos”, obteniendo como resultado la única nota de tres letras, es decir, la nota sol, ¿se podría resolver este problema?», continuó pensando Alberto.
Desde luego, lo que se le había ocurrido era un problema morrocotudo, pero como encontró la solución fácilmente y todavía quedaba bastante tiempo para terminar la clase, no se le ocurrió nada mejor que escribirlo en un papel y pasárselo a una compañera de clase. La pregunta era:
¿PODRÍAS DAR EL RESULTADO Y DECIR QUÉ NÚMERO CORRESPONDE A CADA LETRA?
De esta manera, los alumnos de El Siesta lograron sobrevivir a la clase. Mientras tanto, el profesor siguió adelante con su «do, re, sol, mi, do, la», sin que nada ni nadie fuera capaz de sacarlo de su ensimismamiento musical.