Desde que hicieron el descubrimiento en la orilla del río, la imaginación de Alberto e Iñaki comenzó a volar. Ahora que ya tenían un poco más estudiado cómo funcionaban las barcas y las balsas, decidieron montárselo a lo robinsones, como si estuvieran en una isla perdida. Llamaron a Yvonne. A la estudiante belga la idea le pareció estupenda. Lo primero sería encontrar algún lugar que sirviera de campamento y embarcadero.
No muy lejos de donde se encontraban, Alberto halló una pequeña playa en la que podían dejar las barcas bien resguardadas y, en su momento, construir una especie de refugio en el que pasar la noche.
La verdad es que desde el sitio que Alberto había descubierto parecía, cuando se miraba al horizonte, que al final del río había mar abierto. Yvonne estaba ya algo cansada y lo que realmente le apetecía era tumbarse un rato al sol, pero esto era difícil, dado que sus dos amigos son como un vendaval que todo lo arrastra. El caso es que, para conseguir su propósito, Yvonne adoptó una sonrisa de picardía y les propuso a los dos muchachos:
—¡Alberto, Iñaki! Haced como robinsones o como lo que queráis, pero el caso es que quiero tener algo de tranquilidad sin Yago y Borja.
Alberto e Iñaki se entusiasmaron inmediatamente con la idea. Empezaron a hablar los dos sobre las provisiones mínimas que necesitarían para hacer su campamento «disidente». Yvonne solamente tuvo que añadir una cosa para salirse con la suya:
—¡Como no os deis prisa…!
—Es verdad, Alberto. Vamos a buscar la mayor parte de nuestras cosas antes de que se despierten esos plastas. Las tenemos allí, donde aquel árbol. ¡Te echo una carrera con las barcas! —le dijo Iñaki a Alberto mientras salía disparado hacia su embarcación.
—¡Muy bien, Iñaki, veremos quién es el más rápido! Tú, Yvonne, nos podrías cronometrar —dijo Alberto, al tiempo que salía corriendo detrás de Iñaki.
Yvonne podía ahora tomar el sol tranquila mientras sus dos amigos comenzaban a remar, aunque no por mucho tiempo, ya que el árbol que habían trazado como límite estaba a una distancia de ciento veinte metros.
—Preparados, listos, ¡ya! —gritó Yvonne.
Alberto comenzó a remar con muy buen ritmo. Tanto es así que consiguió mantener una velocidad constante de tres kilómetros por hora, tanto a la ida como a la vuelta.
Iñaki, por el contrario, empezó esforzándose mucho a la ida, mientras aprovechaba la corriente. Sudando la gota gorda consiguió remar a una velocidad de cuatro kilómetros por hora. A la vuelta estaba ya reventado y no le quedó más remedio que remar más despacio. La velocidad en la remada era ahora de dos kilómetros por hora.
Yvonne se fue animando mientras veía cómo sus dos amigos se enzarzaban en una lucha de titanes. Se olvidó de tomar el sol, dado que la carrera se estaba poniendo cada vez más emocionante, y resultaba muy difícil no preguntarse:
¿LLEGARÍAN AL MISMO TIEMPO O GANARÍA ALGUNO DE ELLOS?