Después de la tormenta de los primeros parciales no podía haber nada mejor que pasar unos días de acampada en la sierra. La previsión del tiempo era buena y seguro que un largo fin de semana de vacaciones resultaría de lo más gratificante para todos.
Desde hacía varios días nuestros amigos planeaban, en el bar de la facultad, el lugar a donde ir, así como las cosas que pensaban hacer. Empezaron con la idea Iñaki y Alberto, y enseguida se apuntaron Yvonne y Felixín.
Borja y Yago andaban con la mosca detrás de la oreja, y al enterarse de que Yvonne iba a ir a la acampada hicieron todo lo posible por subirse al carro, aunque Iñaki no andaba muy convencido.
—Si estos dos se nos pegan, nos dan el viaje como yo me llamo Iñaki —les dijo a los demás.
—Sí, pero va a quedar un poco mangui dejarlos de lado —objetó Felixín.
Efectivamente parecía que iban a dar la vara desde el principio, ya que propusieron llevarse a Yvonne y Felixín en el GTI blanco de Borja, dejando a los otros dos la posibilidad del tren, cosa que no les hizo ninguna gracia.
—Ves cómo una vez más estos dos mamones nos han hecho la envolvente —le dijo Iñaki a Alberto.
El caso fue que el día de salir para el campo, los dos amigos se encontraban en la estación mientras el resto partía en coche, como los señores.
Al subir al tren se pusieron a buscar un compartimento que estuviera vacío para dormir un poco antes de llegar a la sierra. Una vez que lo encontraron, ocuparon dos sitios y en un segundo se quedaron fritos, antes incluso de que arrancara el tren.
—Alberto, Alberto —dijo Iñaki al cabo de un rato al tiempo que zarandeaba a su amigo—. Tenemos compañía.
Cuando Alberto consiguió abrir los ojos, se encontró con una gran sorpresa: el compartimento se había llenado de jóvenes veinteañeros de pelo muy corto, ataviados de uniforme y fumando como carreteros.
—¡Chavaloteees! Ja, ja, ja, ¡menuda siesta os estabais apretando! —les dijo uno de ellos.
—¡Y vaya un loro más dabuten que lleváis! Ya podíais enrollaros y poner un poco de música pa pillar feeling —les propuso otro.
Iñaki musitó suavemente a Alberto:
—¡Dantesco!
—Si lo viera Borja se quedaba en el sitio —respondió Alberto.
—¡Venga coleguiiis! —les dijeron todos. Alberto, que permanecía totalmente anonadado, se atrevió a preguntar:
—Y vosotros ¿quiénes sois?
—Pos nosotros sernos paracas que volvemos de unas maniobras.
Ahora Alberto e Iñaki comenzaban a entender.
—¿Y cómo es que os dio por meteros a paracas? —inquirió Iñaki.
—Pos porque mola: que si el uniforme, que la paga, que si te das unos saltitos. Vamos, que está debuten —respondió uno al que todos los demás llamaban cabo primero Quintanilla.
—¿Y tienes que saltar desde muy alto? —preguntó entonces Alberto.
—Saltamos desde tan alto que vemos hasta la Luna, y si me apuras hasta Marte. Y sé de lo que me hablo porque lo conozco —respondió Quintanilla con gran convencimiento.
Alberto e Iñaki se quedaron a punto de soltar una carcajada, aunque prefirieron abstenerse y esperar acontecimientos.
—¿Y cómo es que lo conoces?
—Pues porque tengo un amigo marciano que conocí hace bastante tiempo y, quiera uno que no, siempre se aprende cómo es la vida en Marte —respondió el paraca Quintanilla.
Nuestros dos amigos, asombrados, le pidieron que contara la historia, y el paraca comenzó diciendo que, hace mucho tiempo, antes de reengancharse por segunda vez, caminaba por el campo en otras maniobras similares cuando vio en el cielo un platillo volante. Se quedó parado y un marciano comenzó a descender hacia la superficie terrestre.
—¿Y cómo era el marciano? ¿Con una trompeta en lugar de la nariz? —le preguntó Iñaki con guasa.
El cabo Quintanilla le respondió que no, que los marcianos cuando ven a un terrícola se transforman y convierten su cuerpo en uno exactamente igual al de la primera persona que ven.
—Entonces, Quintanilla, tu amigo marciano tuvo que transformarse en una réplica exacta de ti —arguyó uno de sus compañeros.
—Sí, pero en Marte todo es muy grande, y mi amigo marciano adoptó la forma de mi cuerpo ¡¡al doble de su tamaño!!
Iñaki y Alberto le preguntaron más acerca de su nuevo «amigo». Quintanilla respondió que habían hecho muy buenas migas, y que después de una larga charla fue a presentárselo a sus compañeros que se encontraban descansando sobre un tronco en el campo de maniobras.
Lo único cierto de esta historia era que sólo el cabo Quintanilla de marras se creía algo de ella, y con toda seguridad esto se debía a su estado de perplejidad intelectual transitoria motivada por la mucha cerveza bebida en las maniobras.
—Pero esto no es todo —añadió.
Luego nos pusimos a jugar al balancín subiéndonos a un tronco que había apoyado sobre una piedra. Mi amigo el marciano se colocó en un lado. Entonces, mis compañeros y yo, que todos juntos pesábamos prácticamente lo mismo que él solo, tuvimos que subirnos al otro lado para equilibrar el peso —terminó de aclarar el cabo paraca.
Iñaki hizo un gesto de asombro y su amigo Alberto, que había escuchado con el máximo interés, se le quedó mirando extrañado y le preguntó:
¿CUÁNTOS COMPAÑEROS FUERON NECESARIOS PARA EQUILIBRAR EL COLUMPIO?