Una mañana Alberto y todos sus amigos fueron a la casa de campo que tiene el padre de Iñaki. El asunto tenía toda la pinta de ser un auténtico marronazo, ya que la propuesta consistía en sacar todos los libros de la biblioteca, para luego ponerse a pintar la sala, con la excusa de pasar un día en el campo. Seguro que iban a disfrutar de un día formidable, había dicho el padre, pero…
—Mira, chico, tu padre dirá lo que quiera, pero esto se llama hacer el primo, lo que quiere tu padre es no gastarse ni un chavo —le dijo Alberto a Iñaki.
—¡No seas mangui, que ya verás cómo se estira y se invita a algo cuando terminemos! —le increpó sin mucho convencimiento Iñaki.
El caso fue que mientras los demás comenzaban a sacar el mobiliario para dejarlo en el porche, Alberto andaba marcándose un escaqueo, apelando a cierta resaca o a cierta bajada de tensión.
Cuando las miraditas de desaprobación comenzaron a ser más que patentes, Alberto se dio cuenta de que no podía seguir dando el cante. Así que, apagando el cigarrito con algo de chulería, desafió a todos diciendo: «La enciclopedia me la saco yo solo».
Esta era bastante antigua y, lo peor, bastante pesada. Tenía las páginas amarillentas y un enorme valor sentimental para el padre de Iñaki. En total se componía de cincuenta y cuatro tomos bien gruesos.
Alberto se puso manos a la obra. Fue sacando los tomos de dos en dos y amontonándolos en el porche del patio junto al resto de las cosas. Formó una gran pila hasta que no le quedó más remedio que subirse a una silla y así continuar la construcción de la torre. Una vez que la hubo completado y estaban colocados los cincuenta y cuatro tomos, se la quedó mirando y se dijo: «¡Esta torre, por la peculiar disposición del espacio y el volumen, sería envidia de cualquier afamado arquitecto de la Bauhaus!»
En lo que no cayó Alberto fue en que había edificado su genial torre bauhausiana sobre un hormiguero. Las hormigas, bastante cabreadas al ver taponada su salida al exterior, aplicaron el instinto de conservación y supervivencia comenzando un laborioso trabajo de horadación de los libros que las sepultaban. Parecía como si las hormigas supieran matemáticas, ya que estaban realizando un largo agujero a través de las páginas, empezando por la primera del primer volumen de la enciclopedia, y no terminando su voraz trabajo hasta que consiguieron llegar a la última página del último volumen.
Tampoco tardó mucho la cuadrilla de estudiantes en pintar la sala, puesto que por la tarde ya estaban los coleguillas de Alberto reintegrando a la estancia todos los enseres. Alberto sintió cierta lástima por tener que desmontar su obra arquitectónica, pero mucha más se llevó al descubrir el terrible desaguisado.
—¡La que han formado las hormigas! Y además no han hecho precisamente un agujerito, esto es todo un señor agujero —dijo Alberto con los ojos como platos y una media sonrisa de disculpa.
Efectivamente, el hermoso hueco no permitía leer las páginas atravesadas por los insectos. Con las cosas así, el padre de Iñaki dijo que se tirara la enciclopedia inservible, que ya comprarían otra.
Sin embargo, Alberto dijo que algunos de los tomos se podían aprovechar. ¿Sería posible? El padre de Iñaki, convencido de que al final lo barato sale caro, le planteó esta pregunta:
¿CUÁNTOS Y QUÉ VOLÚMENES, EFECTIVAMENTE, ESTABAN EN BUEN USO AL NO HABER SIDO PASTO DE LAS HORMIGAS?
Un rato más tarde, Alberto dio la respuesta, aunque ello no le libró, en los días siguientes, de ganarse cierta fama de «destrozalibros».