Epílogo

El fotógrafo

«En esta ciudad la gente se suicida con mucha facilidad», era una de las cosas que solía decir mi madre, y durante mucho tiempo llevé esa misteriosa y dogmática afirmación allá adonde iba, creyendo que era cierta, es decir, creyendo que en Jubilee había muchos más suicidios que en otras partes, del mismo modo que en Porterfield tenían peleas y borrachos; que estos suicidios distinguían la ciudad como la cúpula del ayuntamiento. Más tarde, cuando mi actitud hacia todo lo que decía mi madre se volvió escéptica y desdeñosa, sostuve que había, de hecho, muy pocos suicidios en Jubilee, que la cifra no excedía la media estadística, y desafié a mi madre a dar nombres. Ella repasó mentalmente las distintas calles de la ciudad, de manera metódica, diciendo: «… se ahorcó mientras su mujer y su familia estaban en la iglesia…, salió de la habitación después de desayunar y se pegó un tiro en la cabeza…», pero no había tantos en realidad; probablemente yo estaba más cerca que ella de la verdad.

Hubo dos casos de ahogamiento, contando el de la señorita Farris, mi antigua profesora. El otro era el de Marion Sherriff, sobre cuya familia, mi madre y otras personas se extendían largamente con una pizca de orgullo, diciendo: «¡Bueno, ahí tienes a una familia que sabe muy bien qué es una tragedia!». Un hermano había muerto alcohólico, otro estaba en el manicomio de Tupperton, y Marion se había sumergido en el río Wawanash. La gente siempre decía «sumergido», aunque en el caso de la señorita Farris habían dicho que se había «tirado» a él. Dado que nadie había visto hacerlo a ninguna de las dos, la diferencia debía de provenir de la diferencia entre las mujeres en sí, ya que la señorita Farris era impulsiva y dramática en todo lo que hacía, mientras que Marion Sherriff era intencionada y parsimoniosa.

Al menos ése era el aspecto que tenía en la foto que colgaba en la sala principal del instituto, por encima de la vitrina del trofeo de atletismo femenino, una copa de plata que cada año se sacaba y se entregaba a la mejor atleta del colegio, y volvía a guardarse, después de haber grabado en ella el nombre de la ganadora. En esa foto Marion Sherriff tenía una raqueta de tenis en una mano, y llevaba una falda plisada blanca y un suéter blanco con dos líneas oscuras alrededor del cuello en forma de V. Iba peinada con raya al medio, con el pelo sujeto de forma poco favorecedora hacia atrás desde las sienes; era robusta y seria.

—Embarazada, naturalmente —decían Fern Dogherty, Naomi y todo el mundo excepto mi madre.

—Nunca quedó claro. ¿Por qué mancillar su nombre?

—Un tipo la dejó preñada y la abandonó —dijo Fern con firmeza—. ¿Por qué si no iba a ahogarse una chica de diecisiete años?

Llegó un momento en que todos los libros de la biblioteca del ayuntamiento no fueron suficientes para mí; necesitaba tener libros propios. Comprendí que lo único que podía hacer con mi vida era escribir una novela. Escogí a la familia Sheriff para escribir sobre ella; lo que le había sucedido la aislaba de forma impresionante, la condenaba a ser material de ficción. Cambié el apellido Sherriff por el de Halloway, y el difunto padre pasó de ser tendero a juez. Sabía por lo que había leído que en las familias de jueces, así como en las de grandes terratenientes, la degeneración y la locura estaban a la orden del día. A la madre podía dejarla tal cual, como solía verla en los tiempos en que iba a la iglesia anglicana. Siempre estaba allí, demacrada y soberbia, con sus súplicas grandiosas y anunciadas a bombo y platillo. Pero los saqué de su casa, trasladándolos del bungalow de estuco color mostaza que había detrás del edificio del Herald-Advance, donde siempre habían vivido y donde incluso ahora la señora Sherriff tenía un pulcro jardín con parterres de flores bien cuidados, a una casa de mi invención, alta y de ladrillo, con ventanas estrechas y alargadas, una puerta cochera y muchos setos alrededor perversamente cortados en forma de gallos, perros o zorros.

Nadie sabía nada de esa novela. No tenía necesidad de hablar de ella con nadie. Escribía un fragmento y lo guardaba, pero no tardé en comprender que era un error intentar poner algo por escrito; lo que escribía podía carecer de la belleza y la integridad de la novela que tenía en la cabeza.

La llevaba —la idea de la novela— a todas partes conmigo, como una de esas cajas mágicas que un personaje afortunado recibe en un cuento de hadas: la toca y sus problemas desaparecen. La llevaba conmigo cuando Jerry Storey y yo paseamos por las vías de tren y él me contó que algún día, si el mundo seguía adelante, los recién nacidos podrían ser estimulados mediante ondas de electricidad y serían capaces de componer música como la de Beethoven o la de Verdi, lo que se quisiera. Me contó que la gente podría llevar incorporados en su interior su inteligencia, sus aptitudes, sus preferencias y deseos en dosis juiciosas; ¿por qué no?

—¿Como en Un mundo feliz? —dije, y él me preguntó qué era eso.

Se lo expliqué y él respondió virtuosamente:

—No lo sé. Nunca leo novelas.

A mí me bastaba con aferrarme a la idea de la novela para sentirme mejor; parecía restar importancia a sus palabras, aunque fueran ciertas. Él se puso a cantar canciones sentimentales con acento alemán mientras trataba de marchar a paso de ganso por las vías, cayéndose como yo sabía que haría.

Be-lieff me if all those en-dearing jung tcharms…

En mi novela yo me deshacía del hermano mayor, el alcohólico. Me parecía que tres destinos trágicos eran demasiados incluso para una novela, y sin duda era más de lo que yo era capaz de manejar. Al hermano menor lo veía amable y cariñoso, con una inocencia algo ofensiva; una cara rosada y pecosa, el cuerpo rechoncho, indefenso. Objeto de intimidación en el colegio, incapaz de aprender aritmética o geografía, era feliz una vez al año, cuando se le permitía dar vueltas en el tiovivo de la feria de los Kinsmen sonriendo beatíficamente. (Esto lo saqué, por supuesto, de Frankie Hall, el idiota que vivía en Flats Road y que ya había muerto; siempre le dejaban montar gratis todo el día, y saludaba a la gente con regia negligencia, aunque nunca reconocía a nadie en otras circunstancias.) Los chicos le tomaban el pelo por su hermana, por… ¡Caroline! Se llamaría Caroline. Ya estaba construida en mi mente, mordaz y enigmática, borrando por completo a esa Marion regordeta, la jugadora de tenis. ¿Era bruja? ¿Ninfómana? ¡Algo menos simple!

Era rebelde y ligera como una pluma, y se deslizaba por las calles de Jubilee como si tratara de colarse por una grieta en una pared invisible, de lado. Tenía el pelo moreno y largo. Ofrecía caprichosamente sus encantos a los hombres, no a los jóvenes apuestos que creían tener derechos sobre ella, ni a los hoscos héroes del instituto, los atletas, con los hábitos de seducción escritos en su cara de sangre caliente, sino a los hastiados maridos de mediana edad, los viajantes derrotados que estaban de paso en la ciudad, de vez en cuando incluso a los deformes y ligeramente trastornados. Pero su generosidad hacía que quedaran en ridículo, «su carne agridulce, del color de las almendras peladas», consumía a los hombres rápidamente y dejaba un sabor a muerte. Ella era un sacrificio, con las piernas abiertas sobre incómodas y enmohecidas lápidas, presionada contra la cruel corteza de los árboles, con su frágil cuerpo aplastado en el barro y el bajo del vestido sucio en los corrales, soportando el peso mortal de los hombres, y sin embargo era ella, antes que ellos, la que sobrevivía.

Un día se presentó en el instituto un hombre para hacer fotos. Lo vio por primera vez envuelto en su ropa negra de fotógrafo, una joroba de tela gastada y negra grisácea detrás del trípode, el gran ojo, los pliegues del acordeón negro de la cámara anticuada. Cuando salió, ¿qué aspecto tenía? El pelo negro con raya al medio y peinado hacia atrás en dos alas, caspa, el pecho y los hombros bastante estrechos, y una piel escamosa, pálida… pero, a pesar de su aspecto desaliñado y poco saludable, había en él una energía fluida y perversa, una sonrisa radiante que no inspiraba compasión.

No tenía nombre en la novela. Siempre aparecía como el Fotógrafo. Recorría el campo al volante de un coche alto y cuadrado con una tela negra en la parte superior que se sacudía. Las fotos que hacía eran insólitas, incluso aterradoras. La gente se veía en ellas con veinte o treinta años más. Las personas de mediana edad reconocían en sus facciones un parecido ineludible y creciente con sus difuntos padres; los jóvenes lozanos aparecían con la cara demacrada, insulsa o estúpida que tendrían a los cincuenta años. Las novias aparecían embarazadas, los niños parecían tener vegetaciones crónicas. De modo que no era un fotógrafo muy requerido, pese a sus tarifas baratas. Sin embargo, a nadie le gustaba negarle un negocio; todos le temían. Los niños se caían en las zanjas cuando veían su coche acercarse por la calle. Pero Caroline corría tras él, se pateaba las ardientes carreteras buscándolo, lo esperaba y lo abordaba y se ofrecía a él sin el tierno desdén o la indiferente prontitud que mostraba a los demás hombres, más bien con tensa impaciencia, ilusión y gritos. Y un día (cuando notó que el vientre se le había hinchado «como una calabaza dura y amarilla en su barriga»), encontró el coche volcado junto a un puente, en una zanja junto a un riachuelo seco. Estaba vacío. Él había desaparecido. Esa noche ella se sumergió en el río Wawanash.

Eso era todo. Salvo que después de su muerte su pobre hermano, mirando la foto que el Fotógrafo había tomado a la clase de su hermana del instituto, se fijó en que «Caroline tenía los ojos blancos».

Yo no había analizado todas las implicaciones, pero me parecía que eran poderosas y de diversa índole.

Para esa novela había cambiado también Jubilee, o escogido algunos de sus rasgos y pasado por alto otros. Aparecía como una ciudad más vieja, más oscura, más decadente, llena de vallas sin pintar cubiertas de carteles destrozados que anunciaban circos, ferias de otoño, elecciones celebradas hacía mucho. La gente que vivía en ella era muy delgada, como Caroline, o gruesa como una burbuja. Su forma de hablar era sutil, elusiva y extrañamente estúpida; sus perogrulladas iban teñidas de locura. La época del año siempre era pleno verano: calor brutal, blanco, perros tumbados como muertos en las aceras, ondas de aire temblorosas como la gelatina sobre la carretera vacía. Pero entonces —porque de vez en cuando surgían engorrosas consideraciones sobre los hechos, para preocuparme—, ¿cómo iba a haber suficiente agua en el río Wawanash? En lugar de avanzar hacia sus profundidades con la cabeza gacha, desnuda a la luz de la luna, resignada, Caroline se tumbaba boca abajo como si se ahogara en la bañera.

Todo eran imágenes. Las razones por las que ocurrían las cosas parecía intuirlas, pero no sabía explicarlas; esperaba que todo se esclareciera con el tiempo. Lo principal era que pareciera verosímil, no real sino verosímil, como si hubiera descubierto, y no inventado, a esas personas y esa historia, como si esa ciudad se encontrara justo detrás de la que recorría todos los días.

No presté mucha atención a los Sherriff de carne y hueso una vez que los transformé en aras de la ficción. Bobby Sherriff, el hijo que había estado en el manicomio, volvió un tiempo a su casa —al parecer había ocurrido otras veces— y se le veía pasear por Jubilee charlando con la gente. Yo había estado lo bastante cerca de él para distinguir su voz suave, respetuosa y parsimoniosa. Había observado que siempre parecía recién salido de la barbería, espolvoreado de talco, vestido con ropa de buena calidad, bajo y fornido, caminando con ese despreocupado aire de gozo que solo adoptan los que no tienen nada que hacer. Apenas lo relacionaba con el hermano loco Halloway.

Al volver de nuestros paseos, Jerry Storey y yo veíamos Jubilee en toda su extensión, desde que se habían caído las hojas de los árboles; se explayaba ante nosotros en un trazado no muy complicado de calles con nombres de batallas, damas, monarcas y primeros colonos. Una vez, mientras cruzábamos el puente, pasó por debajo un coche lleno de chicos de nuestra clase tocando la bocina, y de pronto vi, como desde fuera, lo extraña que era esa situación: Jerry contemplando y dando la bienvenida a un futuro que aniquilaba Jubilee y la vida en la ciudad, yo haciendo planes secretos de convertirla en una fábula negra y fijarla en mi novela, y la ciudad, la gente que realmente formaba parte de ella, tocando bocinas —para mofarse de cualquiera que fuera a pie en lugar de en coche los domingos por la tarde—, sin sospechar jamás el peligro que entrañábamos para ellos.

Todas las mañanas, a partir de mediados de julio, en el que sería mi último verano en Jubilee, iba al centro entre las nueve y las diez. Caminaba hasta el edificio del Herald Advance, miraba su ventana delantera y volvía a casa. Esperaba los resultados de los exámenes que había hecho en junio. Los mandaban por correo, pero siempre llegaban al periódico con un par de días de antelación y los pegaban en la ventana delantera. Si no habían llegado con el correo de la mañana, ya no lo harían ese día. Todas las mañanas, cuando veía que no había ninguna hoja de papel en la ventana, que no había más que la patata en forma de paloma que Pork Childs había desenterrado de su huerto y que esperaba en el alféizar el calabacín doble, la zanahoria deforme y la calabaza gigante con que sin duda se juntaría después, me sentía salvada. Estaría en paz un día más. Sabía que me habían ido mal los exámenes. Me había saboteado el amor, y era poco probable que obtuviera la beca con la que yo y todo el mundo habíamos contado durante años para que nos sacaran de Jubilee.

Una mañana, después de ir al Herald-Advance, pasé por delante de la casa de los Sherriff en lugar de regresar por la calle principal, como solía hacer, y Bobby Sherriff me sorprendió, sentado junto a la verja, diciendo:

—Buenos días.

—Buenos días —respondí.

—¿Puedo tentarte a entrar en el jardín y probar un pedazo de bizcocho?, dijo la araña a la mosca. —Sus buenos modales eran humildes, pensé, e irónicos—. Mi madre se ha ido a Toronto en el tren de las seis de la mañana, de modo que he pensado: Bueno, ya que estás levantado, ¿por qué no intentas hacer un bizcocho?

Sostuvo la verja abierta. Yo no sabía cómo salir de esa situación. Subí los escalones detrás de él.

—El porche está fresco y agradable. Siéntate aquí. ¿Quieres un vaso de limonada? Soy experto haciendo limonada.

De modo que me senté en el porche de la casa de los Sherriff, más bien rezando para que no pasara nadie y me viera allí, y Bobby Sherriff me trajo un pedazo de bizcocho en un plato pequeño, con el cubierto adecuado y una servilleta bordada. Entró de nuevo y vino de vuelta con un vaso de limonada con cubitos de hielo, hojas de menta y una guinda. Se disculpó por no haberlo traído todo junto en una bandeja; me explicó que las bandejas estaban debajo de un gran montón de platos en el armario, por lo que era difícil sacar una, y que prefería sentarse conmigo en lugar de hurgar de rodillas en un viejo armario oscuro. Luego se disculpó por el bizcocho, admitiendo que no se le daba muy bien hacer pasteles; solo le gustaba probar una receta de vez en cuando, y le parecía que no estaba bien ofrecer un bizcocho sin adornar, pero nunca había dominado el arte de hacer adornos, eso se lo dejaba a su madre, de modo que ahí lo tenía. Dijo que esperaba que me gustaran las hojas de menta de mi limonada, como si la mayoría de la gente tuviera manías con eso y uno nunca supiera si se les ocurriría o no tirar las hojas. Se comportaba como si fuera un gran acto de cortesía y de gentileza inesperada por mi parte sentarme allí, y comer y beber todo lo que él me ofrecía.

Había una alfombra rectangular sobre el suelo de tablas de madera, que eran anchas y con grietas entre unas y otras, y estaban pintadas de gris. Parecía una vieja alfombra de pasillo, demasiado gastada para ponerla en el interior de la casa. Había dos sillas de mimbre marrón, con gruesos almohadones de cretona gastada, donde estábamos sentados, y una mesa redonda también de mimbre. Encima de la mesa había una especie de tazón chino o jarra sin flores pero con una pequeña enseña roja y una bandera británica. Era uno de esos recuerdos que tanto se habían vendido cuando el rey y la reina visitaron Canadá en 1939; se veían sus caras regias y juveniles, de las que emanaba una luz benigna, como en la pared del aula de octavo de la escuela pública. Un objeto así sobre la mesa no significaba que los Sherriff fueran particularmente patrióticos. Veías esa clase de recuerdos en muchas casas de Jubilee. Lo normal y corriente que era toda la casa hizo que me parara en seco y recordara. Allí era donde vivían los Sherriff. A través de la puerta mosquitera vi un pequeño tramo del pasillo, con el papel de la pared marrón y rosa. Esa era la puerta a través de la cual había salido Marion. Para ir al colegio. Para ir a jugar a tenis. Para ir al río Wawanash. Marion era Caroline. Era todo lo yo que tenía, para empezar; su acto y su misterio. No había pensado siquiera en ello al entrar en el jardín de los Sherriff o mientras esperaba sentada en el porche a que Bobby me trajera el bizcocho. No había pensado en mi novela. Ya casi nunca pensaba en ella. Nunca la había dado por perdida; solo sabía que estaba a buen recaudo y que la recuperaría en algún momento en el futuro. La verdad era que había sufrido unos daños que sabía que no podían subsanarse. Había sufrido daños; Caroline y el resto de los Halloway y su ciudad habían perdido autoridad; yo había perdido la fe. Pero no quería pensar en ello, y no lo hice.

No obstante, de pronto recordé con sorpresa cómo la había construido, todo el misterio y, en definitiva, la estructura poco fiable que había erigido a partir de esa casa, de los Sherriff, un par de hechos endebles y todo lo que la gente se callaba.

—Te conozco —dijo Bobby Sherriff tímidamente—. ¿Creías que no sabía quién eras? Tú eres la chica que va a ir a la universidad con una beca.

—Aún no me la han dado.

—Eres una chica inteligente.

¿Y qué fue de Marion?, me pregunté. No de Caroline. ¿Qué fue de Marion? ¿Qué fue de Bobby Sherriff cuando dejó de hacer bizcochos y regresó al manicomio? Esas preguntas persisten, a pesar de las novelas. Cuando has manejado tan hábil y poderosamente la realidad, es un shock volver y encontrarlas todavía allí. ¿Iba a darme alguna pista Bobby Sherriff acerca de la locura? ¿Soltaría, con su tono amable y coloquial: «Mi padre fue Napoleón»? ¿Escupiría a través de una grieta del suelo de madera y diría: «Voy a hacer que llueva sobre el desierto de Gobi»? ¿Era eso lo que hacía?

—¿Sabías que fui a la universidad? En Toronto, sí. El Trinity College.

»No conseguí ninguna beca —continuó al cabo de un instante, como si yo se lo hubiera preguntado—. Era un estudiante corriente. Mi madre creyó que podrían hacer de mí un abogado. Supuso un sacrificio mandarme allí. La Depresión, ya sabes. Nadie tenía dinero durante la Depresión. Ahora parece que todos tienen. Desde que empezó la guerra. Todos están comprando. Fergus Colby, ¿lo conoces? El de Colby Motors. Me estuvo enseñando la lista de toda la gente que espera para comprar los nuevos Oldmobiles, los nuevos Chevrolets.

»Cuando vayas a la universidad tienes que vigilar la alimentación. Es muy importante. Allí se suele comer mucho almidón, porque llena y es barato. Conocí a una chica que solía cocinar en su habitación, y vivía a base de macarrones y pan. ¡Macarrones y pan! Achaco mi crisis nerviosa a la comida que comí allí. No era alimento para el cerebro. Tienes que nutrir el cerebro si quieres utilizarlo. Lo que va bien son las vitaminas B. La vitamina B1, B2, B12. Has oído hablar de ellas, ¿verdad? Las obtienes con el arroz integral, la harina sin refinar… ¿Te aburro?

—No —dije con aire culpable—. No, no.

—Si te aburro, te pido disculpas. Me dejo llevar por el tema, ¿sabes? Porque creo que mis problemas, todos los problemas que he tenido desde la juventud, están relacionados con la alimentación. Vienen de estudiar mucho y no nutrir el cerebro. No es que fuera superdotado. Nunca me he jactado de ello.

Seguí mirándolo atentamente, para que no me preguntara de nuevo si me aburría. Llevaba una camisa sport amarillo claro bien planchada, con el cuello desabrochado, y tenía la piel rosada. Se parecía vagamente al hermano de Caroline en quien lo había convertido. Me llegó el olor de su loción para después del afeitado. Resultaba extraño pensar que se afeitaba, que tenía pelo en la cara como los demás hombres, y un pene dentro de los pantalones. Me lo imaginé enroscado alrededor de sí mismo, húmedo y tierno. Él me sonrió dulcemente, hablando de forma razonable; ¿era capaz de leerme el pensamiento? Debía de haber algún secreto en la locura, algún don, algo que se me escapaba.

Estaba diciendo que hasta las ratas se negaban a comer la harina blanca a causa de la lejía, las sustancias químicas que había en ella. Yo asentía, y más allá de su cabeza vi cómo el señor Foulks salía por la puerta trasera del edificio del Herald Advance, vaciaba una papelera en un incinerador y entraba de nuevo caminando lenta y pesadamente. En esa pared trasera no había ninguna ventana; vi manchas, ladrillos desgastados, una larga grieta que la recorría en diagonal, empezando un poco antes de la mitad y terminando en la esquina inferior, junto a la tienda Chainway.

A las diez abrirían los bancos, el Canadian Bank of Commerce y el Dominion Bank de la acera de enfrente. A las doce y media un autobús cruzaría la ciudad en dirección al sur procedente de Owen Sound en London. Si alguien quería subir a él habría una bandera frente al restaurante Haines.

Bobby Sherriff hablaba de ratas y de harina blanca. La fotografía de su hermana colgaba en el pasillo del instituto, cerca del constante murmullo de la fuente. Tenía una cara obstinada, hermética, inclinada de tal modo que en sus ojos se habían instalado sombras. La vida de la gente, en Jubilee como en todas partes, era aburrida, simple, asombrosa e insondable…, cuevas profundas cubiertas de linóleo de cocina.

No se me ocurrió entonces que algún día codiciaría tanto Jubilee. Tan ávida y desorientada como tío Craig en Jenkin’s Bend cuando escribía su historia, yo también querría escribir algo.

Intentaría hacer listas. Una lista de todas las tiendas y los locales de la calle principal y sus propietarios, una lista de los nombres de las familias, de los nombres de las lápidas del cementerio y de cualquier inscripción que hubiera debajo. Una lista de los títulos de las películas que habían proyectado en el Lyceum Theatre de 1938 a 1950, aproximadamente. De los nombres grabados en el cenotafio (más de la Primera Guerra Mundial que de la Segunda). De los nombres de las calles y su situación en el plano.

La ilusión de precisión que ponemos en estas tareas es demencial y conmovedora.

Y ninguna lista podía contener lo que yo quería, porque lo que yo quería era hasta el último detalle, cada capa de discurso y pensamiento, cada golpe de luz sobre la corteza o las paredes, cada olor, bache, dolor, grieta, engaño, y que se mantuvieran fijos y unidos, radiantes, duraderos.

En ese momento no prestaba mucha atención a esa ciudad.

Bobby Sherriff me habló nostálgico mientras me cogía de las manos el tenedor, la servilleta y el plato vacío.

—Créeme —dijo—, te deseo suerte en la vida.

Luego hizo la única cosa especial que haría por mí. Con las manos ocupadas, se levantó sobre las puntas de los pies como un bailarín, como una bailarina rolliza. Ese gesto, acompañado de una sutil sonrisa, parecía ser una broma que no compartía conmigo sino más bien exhibía ante mí, y que además parecía tener un significado conciso, depurado: era una letra, o una palabra entera, en un alfabeto que yo no conocía.

Los deseos de la gente, así como sus otros ofrecimientos, los aceptaba entonces con naturalidad, un poco distraída, como si me correspondieran sin más.

—Sí —respondí en lugar de dar las gracias.