Bautizo

En nuestro tercer año de instituto, Naomi se pasó a secretariado; liberada de pronto del latín, la física y el álgebra, subía al tercer piso del colegio donde las máquinas de escribir tecleaban todo el día bajo un techo inclinado y las paredes estaban cubiertas de máximas enmarcadas que te preparaban para una vida en el mundo de los negocios. «El tiempo y la energía son mi capital; si lo malgasto no recibiré otro.» El efecto, después de haber estado en las aulas del piso de abajo, con sus pizarras cubiertas de palabras extranjeras y fórmulas abstractas, y sus fotos borrosas de batallas, naufragios y aventuras mitológicas excitantes pero decorosas, era el de salir a una luz fría y prosaica, el mundo real y ajetreado. Un alivio para la mayoría. A Naomi le gustó.

En marzo de aquel mismo año consiguió un empleo de oficinista en la fábrica de productos lácteos. Había dado por terminado el colegio. Me dijo que fuera a verla a partir de las cuatro. Eso hice, sin sospechar dónde me estaba metiendo. Pensé que me haría una mueca desde el otro lado del mostrador. Iba a poner mi voz temblorosa de anciana y preguntar: «¿Qué significa esto? ¡Ayer compré una docena de huevos y todos estaban malos!».

La oficina se encontraba en un anexo bajo de estuco construido en la parte delantera de la antigua fábrica. Había tubos fluorescentes, nuevos archivos metálicos y escritorios —la clase de entorno en el que me sentía instintivamente fuera de lugar— y un ruido eficiente de máquinas de escribir y calculadoras. Trabajaban allí dos chicas aparte de Naomi; más tarde me enteré de que se llamaban Molly y Carla. Naomi llevaba las uñas pintadas de rojo coral; se había arreglado el pelo con bastante esmero, e iba con una falda a cuadros rosas y verdes, y un suéter rosa. Todo nuevo. Me sonrió, retorció los dedos por encima de la máquina de escribir a modo de saludo mínimo, y siguió tecleando a toda velocidad mientras mantenía una conversación alegre, inconexa e incomprensible con sus compañeras. Al cabo de varios minutos me gritó que terminaba a las cinco. Le dije que tenía que irme a casa. Me pareció que Molly y Carla estudiaban mi aspecto, los manchones de tinta de mis manos rojas, la pañoleta de lana que se me resbalaba, el pelo rebelde, el montón de libros de colegiala.

Las chicas acicaladas me daban pavor. No me atrevía ni a acercarme a ellas, por miedo a oler mal. Tenía la sensación de que entre ellas y yo había una diferencia radical, como si estuviéramos hechas de sustancias distintas. Sus manos frías no sudaban ni se ensuciaban, su pelo conservaba su forma estudiada, sus axilas nunca estaban mojadas (no sabían lo que era tener que pegar los codos a los costados para ocultar los oscuros y vergonzosos cercos en forma de media luna de sus vestidos), y nunca, nunca notaban ese pequeño chorro de sangre de más, un pequeño extra que ninguna compresa puede contener y que se desliza de forma espantosa por el interior de tu muslos. No, eso jamás; sus reglas eran discretas; la naturaleza estaba a su servicio y no las traicionaba. Mi ordinariez nunca se convertiría en su delicadeza; era demasiado tarde, la diferencia se había hecho demasiado grande para ello. Pero ¿y Naomi? Ella había sido como yo; una vez le había salido una avalancha de verrugas en los dedos; había sufrido de pie de atleta; nos habíamos escondido juntas en el lavabo de chicas cuando nos venía la regla a la vez y no nos atrevíamos a hacer la rueda —primero una y luego la otra, delante de toda la clase—, por si algo se resbalaba o escapaba, y nos daba demasiada vergüenza pedir permiso para salir. ¿A quién quería engañar con el esmalte de uñas y el suéter color pastel?

Enseguida se hizo muy amiga de Molly y de Carla. Su conversación, cuando venía a casa o me invitaba a la suya, giraba en torno a regímenes, trucos para el cuidado de la piel, métodos para lavarse el pelo, ropa o diafragmas (Molly llevaba un año casada y Carla iba a casarse en junio). Carla iba a veces a casa de Naomi cuando yo estaba allí; Naomi y ella siempre hablaban de lavar, ya fuera lavar jerséis, lavar la ropa interior o lavarse el pelo. «¡He lavado mi rebeca!», anunciaban. «¿Sí? ¿La has lavado con agua tibia o fría?» «Tibia, pero creo que ha quedado bien.» «¿Qué has hecho con el cuello?» Yo me quedaba sentada pensando en lo guarro que estaba mi jersey, y que tenía el pelo grasiento y el sujetador desteñido, con un tirante sujeto con un imperdible. Tenía que escapar de allí, pero cuando llegaba a casa no cosía la tira del sujetador ni lavaba el jersey. De todos modos, los jerséis que lavaba siempre se encogían o se les deformaba el cuello; sabía que no me esforzaba lo suficiente, pero se apoderaba de mí la sensación ineludible de que, hiciera lo que hiciese, acabarían encogiéndose o deformándose. A veces me lavaba el pelo y me ponía unos horribles rulos de acero que no me dejaban dormir; de hecho, de vez en cuando podía pasarme horas frente al espejo, depilándome dolorosamente las cejas, estudiando mi perfil y espolvoreándome la cara con polvos claros y oscuros, para hacer resaltar las facciones bonitas y disimular al máximo las feas, como aconsejaban las revistas. Era una atención constante de la que yo no era capaz, a pesar de que todo, desde los anuncios hasta F. Scott Fitzgerald, pasando por una aterradora canción de la radio —«La chica con la que me case tendrá que ser delicada y rosa como el cuarto de los niños»— me decía que tendría forzosamente que aprender. El amor no es para las chicas que no se depilan.

En cuanto al lavado del pelo, alrededor de esta época cayó en mis manos un artículo de una revista que trataba de la diferencia fundamental entre el mecanismo mental masculino y el femenino, refiriéndose sobre todo a la experiencia del sexo (el título del artículo te hacía creer que hablaba más de sexo). El autor era un famoso psiquiatra neoyorquino, discípulo de Freud. Según él, la diferencia entre la manera de pensar masculina y la femenina quedaba perfectamente ilustrada en los pensamientos de un chico y una chica sentados en un banco del parque, mirando la luna llena. El chico piensa en el universo, su inmensidad y su misterio; la chica piensa: «Tengo que lavarme el pelo». Cuando lo leí me enfadé muchísimo; tuve que dejar la revista. Enseguida vi claro que yo no pensaba lo que pensaban las chicas; la luna llena nunca me recordaría, mientras viviera, que tenía que lavarme el pelo. Sabía que si se lo enseñaba a mi madre, diría: «Bah, solo son esas tonterías exasperantemente machistas que intentan convencernos de que las mujeres no tienen cerebro». Eso no me convencería; un psiquiatra de Nueva York tenía que saber de qué hablaba. Y las mujeres como mi madre eran una minoría, de eso me daba cuenta. Además, yo no quería ser como mi madre, con su brusquedad e inocencia virginales. Quería que los hombres me amaran y quería pensar en el universo cuando mirara la luna. Me sentía atrapada, abandonada a mi suerte; me parecía que tenía que haber una elección donde no podía haberla. No quería seguir leyendo el artículo y al mismo tiempo me sentía atraída por él, como me atraía cuando era pequeña una ilustración de un mar oscuro y una imponente ballena de un libro de cuentos; mis ojos saltaron nerviosos por la página, deteniéndose en afirmaciones como: «Para una mujer todo es personal; ninguna idea tiene para ella interés por sí misma, ha de trasladarla a su propia experiencia; en las obras de arte siempre ve su propia vida o sus fantasías». Al final fui con la revista hasta el cubo de la basura, la rompí en dos y la tiré, e intenté olvidarla. Después de eso, cuando veía un artículo en una revista titulado «La feminidad: ¡Está volviendo!» o un cuestionario para adolescentes bajo el rótulo: «¿Tu problema es que tratas de ser un chico?», pasaba la página rápidamente como si quisiera morderme. Pero a mí nunca se me había pasado por la cabeza querer ser un chico.

A través de Molly y de Carla, y de su nueva condición de mujer trabajadora, Naomi pasó a formar parte de un círculo que ni ella ni yo habíamos sabido que existía en Jubilee. Ese círculo comprendía a las chicas que trabajaban en las tiendas, las oficinas y los dos bancos, así como a varias recién casadas que habían dejado de trabajar hacía poco. Si no estaban casadas y no tenían novio, salían juntas a bailar. Iban a la bolera de Tupperton. Organizaban fiestas para homenajearse unas a otras con motivo de una boda o el nacimiento de un hijo (ésta era una nueva costumbre que ofendía a ciertas ancianas de la ciudad). La relación que tenían entre sí, aunque llena de confidencias escandalosas, estaba plagada de toda clase de sutiles formalidades, cortesías y normas sociales. No era como en el colegio; no había saña, ni maldad ni lenguaje grosero, sino más bien una complicada red de enemistades, a la que se referían indirectamente, o alguna crisis —un embarazo, un aborto, un plantón— de la que todas estaban al corriente y de la que hablaban pero guardaban en secreto, ocultándola al resto de la ciudad. Sus palabras más inocentes, consoladoras y halagadoras podían significar algo distinto. Eran tolerantes con lo que casi toda la gente de la ciudad consideraba un desliz moral, pero no con las transgresiones en el vestir y el peinado, así como con la gente que no cortaba las cortezas de los sándwiches en las fiestas.

En cuanto empezó a cobrar un sueldo, Naomi se dedicó a lo que parecían dedicarse todas esas chicas hasta que se casaban. Iba por las tiendas y hacía encargos que pagaría a plazos cada mes. En la ferretería reservó una batería de cocina completa, en la joyería una cubertería de plata, en el Wakter una manta, un juego de toallas y un par de sábanas de hilo. Todo eso era para cuando se casara y se convirtiera en ama de casa; fue la primera noticia que tuve de los planes tan definitivos que había hecho.

«En algún momento tienes que empezar —decía con irritación—. ¿Con qué vas a casarte tú, con dos platos y una vieja bayeta?»

Los sábados por la tarde pretendía que la acompañara a las tiendas y yo miraba sus futuras posesiones mientras ella pagaba y me hablaba de por qué, al igual que Molly, iba a optar por cocinar sin agua, y cómo se distinguía la calidad de las sábanas por el número de hilos por centímetro cuadrado. Me asombraba e intimidaba su nueva personalidad ensimismada. Parecía ir millas por delante de mí. A donde ella iba yo no quería ir, pero Molly parecía tener interés en que lo hiciera. Ella estaba haciendo progresos. ¿Podía decirse lo mismo de mí?

Lo que yo quería hacer realmente los sábados por la tarde era quedarme en casa y escuchar la Metropolitan Opera. Esa costumbre se remontaba a los tiempos en que Fern Dogherty era nuestra inquilina, y mi madre y ella la escuchaban. Fern Dogherty se había marchado de Jubilee para irse a trabajar a Windsor, y muy de vez en cuando nos escribía cartas vagas y alegres en las que contaba que había cruzado hasta Detroit para ir a un club nocturno, había ido a las carreras, había cantado con la Light Opera Society o se había divertido. «Esa Fern Dogherty era una calamidad», decía Naomi. Hablaba desde su nueva visión de la vida. Ella y las demás chicas estaban firmemente encauzadas hacia el matrimonio; las mujeres de más edad que no se habían casado, ya fueran solteronas empedernidas o discretas aventureras como Fern, no podían esperar compasión de ellas. ¿En qué sentido era una calamidad? Yo quería saberlo exactamente, pero Naomi abrió sus ojos saltones, pálidos y brillantes, y repitió: «¡Una calamidad, eso es lo que era! ¡Una calamidad!», como quien ofrece un dogma evidente ante herejías que luchan por abrirse camino.

Mi madre ya no prestaba mucha atención a la ópera. Conocía los personajes y los argumentos, y reconocía las arias famosas; no había nada más que aprender. A veces seguía yendo por las casas con sus enciclopedias; a la gente que le había comprado una había que endilgarle los suplementos anuales. Pero no estaba bien de salud. Al principio había tenido una serie de achaques poco corrientes: una verruga plantar, una infección de ojo, las glándulas hinchadas, un pitido en los oídos, hemorragias nasales, un misterioso sarpullido escamoso. No paraba de ir al médico. En cuanto se curaba de algo le salía otra cosa. Lo que le ocurría en realidad era una pérdida de energía, un bajón, algo que nadie habría considerado. No era continuo. Aún escribía de vez en cuando una carta al periódico; trataba de estudiar ella sola astronomía. Pero a veces se metía en la cama y me pedía que la tapara con la colcha. Yo siempre lo hacía con poco cuidado, y ella me llamaba de nuevo y me hacía remeterla bien a la altura de las rodillas y alrededor de los pies. Luego decía, con una voz infantil, falsa, petulante: «Besa a tu madre». Yo plantaba un solo beso seco y austero en su sien. Empezaba a clarearle bastante el pelo, y la pálida piel de la sien tenía un aspecto enfermizo y deprimente que me producía aversión.

De todos modos, yo prefería estar sola cuando escuchaba Lucia di Lammermoor, Carmen o La Traviata. Ciertos fragmentos me emocionaban tanto que no podía estarme quieta en la silla; tenía que levantarme y dar vueltas por el comedor, cantando mentalmente con las voces de la radio, abrazándome y pellizcándome los codos. Se me llenaban los ojos de lágrimas. Dentro de mí bullían fantasías que iban formándose a toda prisa. Me imaginaba un amante, circunstancias turbulentas, la fatal y palpitante gloria de nuestra pasión. (Nunca se me ocurrió pensar que estuviera haciendo lo que hacían las mujeres, según el artículo, con las obras de arte.) Una rendición voluptuosa, no a un hombre sino al destino, a la oscuridad, a la muerte. Sin embargo, la ópera que más me gustaba era Carmen, el final. Et laissez moi passer!, siseé entre dientes; se me ponía la carne de gallina imaginando la otra rendición, más tentadora, más increíble aún que la rendición al sexo: la rendición del héroe, del patriota, de Carmen a la importancia final de un gesto, de una imagen, del yo creado por sí mismo.

La ópera me daba hambre. Cuando se acababa iba a la cocina y me preparaba unos sándwiches de huevo frito, una montaña de galletas unidas con miel y manteca de cacahuete, y una mezcla secreta, nutritiva y nauseabunda de cacao, jarabe de maíz, azúcar moreno, coco y avellanas picadas que tenía que comer con cuchara. La glotonería de entrada me aplacaba y luego me dejaba melancólica, como cuando me masturbaba. («La masturbación.» Naomi y yo solíamos leer en el libro de su madre cómo las campesinas del este de Europa lo hacían con zanahorias, y las señoras japonesas utilizaban bolas con peso, y que se reconocía a las masturbadoras habituales por la expresión apagada de sus ojos y el color cetrino de su piel, e íbamos por Jubilee buscando síntomas, y todo eso nos parecía disparatado, graciosísimo y repugnante…, lo que descubríamos sobre el sexo nos parecía cada vez más una gran broma que nos hacía reír o descomponernos, o como solíamos decir, «descomponernos de la risa». Pero ya no hablábamos nunca del tema.) A veces después de comer mucho, ayunaba un par de días y me tomaba una gran dosis de sales Epsom con agua tibia, diciéndome que las calorías no arraigarían si evacuaba todo enseguida. No era gorda, pero sí lo bastante corpulenta y maciza para que me encantara leer libros donde las generosas proporciones de la heroína eran descritas erótica y tiernamente, y me preocuparan los libros en que las mujeres deseables siempre eran delgadas; para consolarme, me repetía el verso sobre «amantes de grandes miembros lisos como el mármol». Me gustaba; me gustaba la palabra «amante», una palabra de mucho vuelo, con cierta ceremonia alrededor; una amante no debía ser demasiado delgada. Me gustaba examinar la reproducción de Las bañistas de Cézanne que había en el suplemento de arte de la enciclopedia y luego mirarme desnuda en el espejo. Pero el interior de los muslos me temblaba; queso blanco en un saco transparente.

Mientras tanto Naomi echó una mirada alrededor para ver con qué posibilidades contaba.

Un hombre llamado Bert Matthews, soltero, de veintiocho o veintinueve años, con una cara jovial y preocupada, y el pelo como un gorro de piel echado hacia atrás sobre su cuero cabelludo arrugado, acudía con asiduidad a la oficina de la fábrica de productos lácteos. Era inspector de aves de corral. Naomi me repitió con repugnancia lo que les decía a Molly y a Carla. Siempre le preguntaba a Molly si ya estaba embarazada, acercándose con disimulo para mirarle la barriga de perfil, y le daba consejos a Carla sobre su luna de miel inminente. A Naomi la llamaba «tartaleta de mantequilla». Cuando la veía por la calle tocaba la bocina y disminuía la velocidad, y ella se volvía, diciendo: «¡Dios mío, sálvame de este idiota!». Y fruncía el entrecejo con cara soñadora a su imagen reflejada en los escaparates.

Bert Matthews se apostó con ella diez dólares a que no le dejaban ir con él al salón de baile Gay-la. Naomi estaba resuelta a ir. Por los diez dólares pero también para darle una lección. Era cierto que su madre no la habría dejado ir, pero estaba fuera de la ciudad, cuidando a un enfermo, y por su padre no tenía que preocuparse. «Él —decía siempre— está senil.» Parecía disfrutar con el sonido clínico de la palabra. Él pasaba el tiempo en su habitación con una Biblia y sus libros religiosos, desentrañando profecías.

Naomi quería que la acompañara y me quedara a dormir en su casa, y le dijera a mi madre que íbamos a ir al Lyceum Theatre. Me pareció que no tenía otra elección que hacerlo, y no precisamente por complacer a Naomi, sino porque realmente aborrecía y me asustaba la idea.

El salón de baile Gay-la se encontraba a media milla al norte de la ciudad, en la misma carretera. Estaba cubierto de leños de imitación marrón chocolate y en las ventanas no había cristales, solo postigos que permanecían herméticamente cerrados durante el día y se abrían durante el baile. Cuando pasaba por delante con mi madre, ella exclamaba: «¡Ahí tienes Sodoma y Gomorra!». Se refería a un sermón que nos habían predicado en la iglesia presbiteriana y que había comparado el salón de baile Gay-la con esos lugares, presagiándole un destino similar. Mi madre había señalado aquel día que la comparación no servía, porque a lo que se dedicaban en Sodoma y Gomorra era a prácticas antinaturales. (Fern Dogherty, a quien se lo había contado, respondió relajada y enigmáticamente: «Lo de natural o no natural depende, ¿no?».) Mi madre se encontraba en una situación difícil; en principio, tenía que ridiculizar la postura de la Iglesia presbiteriana, pero yo notaba que la sola visión del salón de baile Gay-la le provocaba la misma fría frustración que experimentaban los presbiterianos. Y lo veía como ella, con sus ventanas ciegas y en medio de ese triste descampado cubierto de escombros, un lugar tenebroso sobre el que corrían rumores.

Decían que en el pinar de detrás había condones esparcidos como viejas pieles de serpiente.

El viernes por la noche echamos a andar por la carretera con nuestros vestidos de vuelo con estampado de flores. Yo había hecho un esfuerzo; me había lavado, depilado, puesto desodorante y arreglado el pelo. Llevaba un vestido de crinolina tosca que me rascaba los muslos, y un sujetador largo que en teoría tenía que comprimirme la cintura pero que en realidad creaba un pliegue a la altura del estómago que tenía que aplastar con un cinturón de plástico. Me había ajustado el cinturón a veinticinco pulgadas y estaba sudando. Me había embadurnado la cara y el cuello con maquillaje base como si fuera pintura, y tenía la boca tan roja y tan gruesa de carmín como una flor glaseada para decorar un pastel. Iba con sandalias y se me metía la grava de la carretera. Naomi llevaba zapatos de tacón. Era junio; el aire, cálido y suave, se estremecía zumbante de insectos, el cielo era como una piel de melocotón detrás de los pinos negros, y el mundo habría sido un lugar bastante placentero si no hubiera sido necesario ir a bailes.

Naomi cruzó delante de mí el aparcamiento sin pavimentar hasta los escalones de la entrada, iluminados por una sola bombilla amarilla. Si tenía miedo, como yo, no lo demostró. Yo miraba fijamente sus tacones displicentes, sus piernas pálidas, musculosas y resueltas. En las escaleras había hombres jóvenes y no tan jóvenes. No les vi la cara, no miré. Solo vi los cigarrillos, las hebillas de los cinturones o los envases que brillaban en la oscuridad. Para pasar por delante de las cosas seguramente burlonas y, por extraño que parezca, temidas que decían en voz baja y relajada, traté de hacer oídos sordos como quien contiene el aliento. ¿Qué había sido de la confianza en mí misma…, de la falsa seguridad de los primeros tiempos de superioridad y bufonadas? Habían desaparecido por completo; pensé con nostalgia e incredulidad en lo atrevida que había sido, por ejemplo, con el señor Chamberlain.

Una vieja gorda nos selló la mano con tinta morada.

Naomi se abrió paso enseguida hasta Bert Matthews, que estaba de pie junto a la pista de baile.

—Bueno, no esperaba verte aquí —dijo ella—. ¿Te ha dejado venir tu madre?

Bert Matthews la sacó a bailar. El baile continuó sobre una tarima de dos pies de altura, con la barandilla llena de luces de colores que también trepaban por las cuatro columnas de las esquinas y colgaban de dos cables extendidos en diagonal sobre los bailarines, convirtiendo la tarima en una especie de barco iluminado que flotaba por encima de la tierra y del suelo cubierto de serrín. Con la excepción de esas luces y de la luz de una ventana abierta en una especie de cocina donde vendían perritos calientes, hamburguesas, refrescos y café, el local estaba oscuro. La gente se apiñaba en corros en la penumbra y el serrín que pisaban estaba húmedo y olía a bebidas derramadas. Un hombre se plantó frente a mí con un vaso desechable y me lo ofreció. Pensé que me había confundido con alguien y rehusé. Luego lamenté no haberlo aceptado. Tal vez se habría quedado a mi lado y me habría sacado a bailar.

Después de dos bailes Naomi volvió con Bert Matthews y otro hombre delgado que recordaba un zorro, con la cara y el pelo rojos. Se quedó de pie con la cabeza echada hacia delante y el largo cuerpo curvado como una coma. No me invitó a bailar; se limitó a cogerme de la mano cuando empezó a sonar la música y me hizo subir a la tarima. Para mi sorpresa resultó ser un bailarín inventivo y grácil que me arrojaba continuamente lejos de él para acto seguido agarrarme de nuevo, haciendo chasquear los dedos, y todo sin sonreír, con una expresión más bien hostil y mortalmente seria. Además de intentar seguir los pasos tenía que seguir su conversación, porque también me hablaba en esos momentos breves e impredecibles del baile en que estábamos lo bastante cerca para hacerlo. Tenía un acento holandés que no sonaba real. Unas cuantas granjas de los alrededores de Jubilee habían sido ocupadas por inmigrantes holandeses, y su acento, ese sonido cálido e inocente, se oía en ciertos chistes y frases de moda.

—Baila conmigo suelto —dijo utilizando una de esas frases y poniendo los ojos en blanco implorante.

Yo no sabía qué quería decir; estaba bailando con él, ¿no? ¿O él estaba bailando consigo mismo, tan suelto como era posible? Todo lo que decía era parecido; yo oía las palabras pero no lograba desentrañar el significado; podría haber estado bromeando, pero su cara seguía seria. Sin embargo, ponía los ojos en blanco de esa forma grotesca, y me llamaba «nena» con voz fría y lánguida, como si fuera alguien totalmente distinto de la persona que era; lo único que se me ocurrió hacer fue formarme una idea de la persona con la que él creía estar bailando y fingir que era ella, una chica menuda, animada, brillante y coqueta. Pero todo lo que hacía, cada movimiento y expresión con que intentaba responder, parecía llegar demasiado tarde; él ya había pasado a otra cosa.

Bailamos hasta que la orquesta se tomó un descanso. Me alegré de que se terminara y me alegré de que él se quedara conmigo; había temido que se diera cuenta de lo inepta que era y se acercara rápidamente a otra chica. Me ayudó a bajar de la tarima y me llevó a la ventana de la cocina, donde recibimos un montón de empujones hasta que él logró pedir dos vasos de ginger ale.

—Bebe —me ordenó con tono cansado y práctico, abandonando el acento holandés.

Bebí un sorbo de mi vaso.

—De los dos —me dijo—. Yo no bebo nunca ginger ale.

Cruzamos la pista. Logré distinguir caras y sonreí a gente que conocía, tímidamente orgullosa de estar allí, de tener un hombre a la zaga. Llegamos hasta Bert y Naomi, y Bert sacó una petaca de whisky.

—Bueno, cabo, ¿qué puedo hacer por ti?

Sirvió un poco en los dos vasos. Naomi me sonrió con los ojos vidriosos como una nadadora que acaba de salir del agua. Yo tenía calor y sed. Me bebí mi ginger ale con whisky en tres o cuatro sorbos.

—Cielos —exclamó Bert Matthews.

—Bebe como una esponja —dijo Naomi, satisfecha de mí.

—Entonces no necesita el ginger ale —dijo Bert, y me sirvió más whisky en el vaso.

Me lo bebí de golpe, queriendo aumentar mi prestigio recién adquirido, sin importarme mucho el sabor. Bert empezó a decir que ya no quería bailar más. Dijo que le dolía la espalda. El hombre con el que yo estaba —cuyo nombre, entonces o más tarde, averigüé que era Clive— soltó una risotada alarmante y traqueteante como una metralleta, e hizo amago de dar un puñetazo en la hebilla del cinturón de Bert.

—¿De qué te viene ese dolor de espalda, eh? ¿De qué te viene el dolor de espalda?

—Verá, oficial, estaba ahí tumbado —respondió Bert con voz aguda y gimoteante—, y ella se acercó y se me sentó encima, y ¿qué podía hacer yo?

—No seas guarro —dijo Naomi alegremente.

—¿Guarro? ¿Qué crees que le dije? ¿Quieres frotarme la espalda, cielo? Naomi, ¿me frotas la espalda?

—Me trae sin cuidado tu estúpida espalda. Vete a comprar algún linimento.

—¿Me lo pondrás tú? —Olió el pelo de Naomi—. ¿Me lo pondrás bien?

Las luces de colores se habían vuelto borrosas, y se movían arriba y abajo como gomas tensas. Las caras de la gente habían sufrido un ligero y obsceno alargamiento en las mejillas; era como si mirara caras reflejadas en una superficie pulida y curva. Las cabezas también se veían desproporcionadas con respecto a los cuerpos; me las imaginé —aunque no las veía en realidad— separadas de ellos, flotando en bandejas invisibles. Me encontraba en el momento más crítico de la borrachera, por lo que se refería a la alteración de las percepciones. Mientras lo experimentaba, Clive fue a comprar perritos calientes, envueltos en servilletas de papel, y una caja de ginger ale, y nos fuimos del salón de baile y me subí en el asiento trasero de un coche con Clive. Me rodeó con el brazo y con bastante brusquedad me hizo cosquillas en la barriga blindada. Enfilamos la carretera a toda marcha, me pareció, Bert y Clive cantando en falsete «No me importa que no haga sol, disfruto de mi amor por la noche». Todas las ventanillas estaban bajadas, y el aire y las estrellas pasaban a toda velocidad. Me sentía contenta. Ya no era responsable de nada. Estoy borracha, pensé. Entramos en Jubilee; vi los edificios de la calle principal y me pareció que encerraban un mensaje, algo relacionado con la naturaleza temporal, juguetona y alegremente quimérica del mundo. Me había olvidado de Clive. Él se inclinó y apretó su cara contra la mía, y me metió en la boca su lengua, que me pareció enorme, húmeda, fría y arrugada como una bayeta.

Habíamos parado detrás del hotel Brunswick.

—Aquí es donde vivo —dijo Bert—. Es mi hogar feliz.

—No podemos entrar —dijo Naomi—. No te dejarán pasar con chicas.

—Espera y verás.

Entramos por una puerta trasera, subimos unas escaleras y recorrimos un pasillo al final del cual brillaba una especie de pecera en forma de burbuja llena de un líquido rojo que, en el estado en que me encontraba, me pareció preciosa. Entramos en una habitación y, a la repentina calidez de la luz, nos sentamos lejos unos de otros. Bert se dejó caer en la cama y al poco rato se tumbó. Naomi se sentó en la silla y yo sobre un cojín raído, con las faldas decorosamente extendidas. Clive se apoyó en el radiador frío, pero se levantó una vez para colocar una mosquitera en la ventana, luego nos sirvió más whisky que mezcló con el ginger ale que había comprado. Comimos los perritos calientes. Yo sabía que había sido un gran error bajar del coche y entrar allí. La felicidad se desvanecía por momentos y, aunque bebí más, esperando que regresara, solo conseguí sentir el cuerpo hinchado y compacto, sobre todo los dedos de las manos y los pies.

—¿Crees en la igualdad de derechos para las mujeres? —me preguntó Clive con brusquedad.

—Sí. —Traté de recuperar el juicio, alentada y sintiendo cierto sentido del deber ante la perspectiva de una discusión.

—¿Crees también en la pena de muerte para las mujeres?

—No creo en la pena… de muerte para nadie. Pero si existe…, sí, también debe de ser para las mujeres.

—¿Crees que a las mujeres habría que ahorcarlas como a los hombres? —continuó Clive, rápido como una bala.

Me reí fuerte, sintiéndome desdichada. El sentido de la responsabilidad regresaba.

Eso dio pie a Bert y a Clive para ponerse a contar chistes. Cada chiste empezaba en serio y se prolongaba durante un rato, como una anécdota reflexiva o instructiva, de modo que tenías que estar todo el rato en guardia, para no quedarte con la boca abierta como una estúpida cuando llegara el momento de reír. Tenía miedo de que si no me reía enseguida se creyeran que era demasiado inocente para entender la broma, o que me había ofendido. En muchos de esos chistes, como en el primero, era necesario que Naomi o yo diéramos la nota seria, y la forma de hacerlo, para no sentirte tonta como me había sentido yo, era reaccionar de forma reticente y exasperada pero aun así ligeramente indulgente, y seguir el chiste con los ojos entrecerrados y una pequeña sonrisa, como si supieras ya el final. Entre bromas Bert le dijo a Naomi:

—Túmbate conmigo en la cama.

—No, gracias. Estoy bien aquí. —Se negó a beber más y tiró la ceniza del cigarrillo en el vaso del hotel.

—¿Qué tienes contra las camas? Es donde consigues más botes por minuto.

—Entonces bota tú.

Clive no se estaba quieto, dando brincos por la habitación, boxeando con un contrincante imaginario, ilustrando sus chistes o abalanzándose sobre Bert en la cama, hasta que al final Bert también se levantó, y los dos fingieron pelear, dándose pequeños puñetazos y botando con las piernas flexionadas, riéndose. Naomi y yo tuvimos que apartar los pies.

—Qué par de imbéciles.

Bert y Clive acabaron abrazándose por los hombros y mirándonos ceremoniosamente, como desde un escenario.

—Veo por tu ropa que eres un vaquero… —le dijo Bert, y Clive canturreó a su vez:

—Veo por tu ropa que tú también eres un vaquero…

—Podéis ver por nuestra ropa que los dos somos vaqueros…

—Eh, Rastus —dijo Bert misteriosamente.

—¿Sí?

—¿Tienes cuatro años o cinco?

—No lo sé. No sé si son cuatro o cinco años los que tengo.

—Eh, Rastus. ¿Entiendes de mujeres?

—No.

—Entonces tienes cuatro.

Nos reímos, pero Naomi dijo:

—Eso lo he oído antes. Estaba en el Minstrel Show de los Kinsmen de Tupperton.

—Tengo que ir al lavabo —dije, y me levanté.

Es probable que aun estuviera borracha. En circunstancias normales nunca habría dicho esas palabras en presencia masculina.

—Tienes mi permiso —respondió Bert magnánimo—. Adelante, tienes mi permiso para salir de la habitación. Sigue el pasillo y encontrarás una puerta en la que pone… —Me miró fijamente, luego pegó su cara casi en mi pecho y añadió—: Ah, ya lo veo. Señoras.

Encontré el aseo y lo utilicé sin cerrar la puerta, y no me acordé hasta después. Al regresar a la habitación vi la burbuja de líquido rojo, y una luz detrás, al final del pasillo. Más allá de la luz había una puerta que estaba abierta debido al calor y que daba a la escalera de incendios. Nos encontrábamos en el tercer y último piso del hotel. Salí, tropecé y casi me caí por la barandilla. Cuando me recuperé, me agaché y con gran dificultad me quité las sandalias, a las que achacaba la caída. Bajé la escalera hasta que se terminó. Había casi dos metros hasta el suelo. Tiré los zapatos primero, sintiéndome inteligente por haberlo pensado, luego me senté en el último escalón y, agarrándome a él, me descolgué todo lo que pude y salté, y caí pesadamente en el callejón entre el hotel y la emisora de radio. Me puse las sandalias, desconcertada; en realidad había querido volver a la habitación. No sabía adónde ir. Había olvidado nuestra casa de River Street y creía que todavía vivíamos en Flats Road. Por fin recordé la casa de Naomi; después de mucho pensar me dije que sabría llegar hasta ella.

Caminé pegada a la pared del hotel Brunswick, chocando contra el ladrillo, salí por detrás y eché a andar por Diagonal Road —me equivoqué de dirección y tuve que dar la vuelta—, y crucé la calle principal sin mirar a ambos lados, pero era tarde y casi no pasaban coches. No pude ver qué hora era en la esfera borrosa del reloj de la oficina de correos. Una vez que dejé la calle principal, decidí caminar por el césped de los patios delanteros, porque la acera era dura. Me quité de nuevo las sandalias. Pensé que debía anunciar al mundo entero ese descubrimiento, que la acera hacía daño y el césped era blando. ¿Por qué nadie había pensado antes en ello? Llegué a la casa de Naomi, en Mason Street, y, olvidando que no habíamos cerrado con llave la puerta trasera, rodeé la casa hasta la parte delantera y traté en vano de abrir la puerta. Después toqué el timbre, primero con educación, luego con más insistencia. Pensé que Naomi estaría dentro y cuando me oyera me dejaría entrar.

No se encendieron las luces pero la puerta se abrió. El padre de Naomi brillaba en la oscuridad del vestíbulo con la camisa de dormir, las piernas desnudas y el pelo canoso, como un cadáver resucitado.

—Naomi… —dije, y luego recordé.

Me di la vuelta y bajé tambaleándome los escalones, y me dirigí a River Street, que había recordado de golpe. Una vez allí fui más prudente. Me tumbé en el columpio del porche y me quedé dormida en remolinos profundos y envolventes de luz y oscuridad, impotencia y olor a eructo de los perritos calientes.

El padre de Naomi no volvió a la cama. Esperó sentado en la oscuridad de la cocina a que Naomi volviera, y cogió el cinturón y la atizó donde pudo, en los brazos, las piernas, las manos. Hizo que se arrodillara en el suelo de la cocina y rezara a Dios para no volver a probar el alcohol.

En cuanto a mí, me desperté dolorida y con frío al amanecer, y me fui del porche justo a tiempo para vomitar en un parterre de bardanas a un lado de la casa. La puerta trasera había estado abierta todo el rato. Metí la cabeza debajo del grifo del fregadero de la cocina, tratando de deshacerme del olor a whisky, y me acosté. Le dije a mi madre, cuando se despertó, que me había encontrado mal en casa de Naomi y había vuelto a casa por la noche. Estuve todo el día en la cama con un martilleo en las sienes, el estómago revuelto, mucha debilidad y una mezcla de fracaso y alivio. Me sentí redimida por los objetos infantiles que me rodeaban, mi vieja lámpara de Scarlett O’Hara, o las flores metálicas azules y blancas que sujetaban mis lacias cortinas a lunares. Leí La vida de Charlotte Brontë.

A través de la ventana veía los campos llenos de malas hierbas que se extendían más allá de las vías de la CNR, morados de hierba crestada. Alcanzaba a ver un tramo del río Wawanash, todavía bastante crecido y bordeado de sauces plateados. Soñé con una vida decimonónica, paseos y horas de estudio, rectitud, urbanidad, doncellez, paz.

Naomi irrumpió en mi habitación y me susurró con voz áspera:

—Dios, te habría matado por dejarnos a todos plantados.

—Me puse mala.

—Qué mala ni ocho cuartos. ¿Quién te crees que eres? Clive no es un idiota, ¿sabes? Tiene un buen empleo. Es liquidador de seguros. ¿Con quién quieres salir? ¿Con chicos del instituto?

Luego me enseñó los verdugones y me habló de su padre.

—Si hubieras venido a casa conmigo probablemente se habría sentido demasiado avergonzado para hacerlo. ¿Cómo demonios se enteró de que había salido?

Nunca se lo dije. Él tampoco lo hizo. Puede que se confundiera y me tomara por una especie de aparición. Naomi iba a salir de nuevo con Bert Matthews la semana siguiente. Le daba lo mismo.

—Puede pegarme hasta dejarme la cara amoratada. Tengo que vivir una vida normal.

¿Qué era una vida normal? Era la vida de las chicas que trabajaban con ella, las fiestas de homenaje, las sábanas de hilo, las baterías de cocina y la cubertería de plata, ese complicado orden femenino; y, por otro lado, era la vida del salón de baile Gay-la, ir borracha en coche por carreteras negras, escuchar chistes de hombres, soportar y pelearte con hombres y conseguirlos, conseguirlos: un lado no podía existir sin el otro, y al asumir y acostumbrarse a ambos, una chica se ponía en camino del matrimonio. No había otra manera. Y yo no iba a ser capaz de hacerlo. No. Me quedaba con Charlotte Brontë.

—Levántate y vístete, y ven conmigo al centro. Te sentará bien.

—Me encuentro de pena.

—Eres una cría. ¿Piensas arrastrarte en este agujero el resto de tu vida?

A partir de ese día nuestra amistad se debilitó. Dejamos de ir a vernos a nuestras casas. Nos encontraríamos por la calle el invierno siguiente, ella con su nuevo abrigo ribeteado de piel y yo con un gran montón de libros de texto, y me pondría al corriente de su vida. Salía con alguien de quien yo nunca había oído hablar, alguien de Porterfield, Blue River o Tupperton. A Bert Matthews lo había dejado rápidamente atrás. Resultó que su papel era salir con chicas en su primera cita; solo iba detrás de las jóvenes sin experiencia, aunque, por mucho que fanfarroneara, no les daba mucho la lata ni las dejaba embarazadas. Clive había sufrido un accidente de coche, dijo, y le habían amputado una pierna por debajo de la rodilla. No me extraña que todos beban como cosacos y conduzcan como locos, dijo. Hablaba con una especie de resignación maternal, hasta de orgullo, como si beber como un cosaco y conducir como un loco fuera de algún modo lo apropiado, algo deplorable pero necesario. Con el tiempo dejó de darme esos partes sobre sus progresos. Nos veíamos por Jubilee y solo nos decíamos hola. Tuve la sensación de que estaba tan por encima de mí en lo que, preocupada y vagamente, suponía que era el mundo real, como yo lo estaba de ella en toda la clase de conocimientos peculiares, innecesarios y remotos que se impartían en las aulas.

En el instituto yo sacaba sobresalientes. Nunca me parecían suficientes. En cuanto llevaba a casa una remesa empezaba a pensar en la siguiente. Parecían tangibles y pesados como el hierro. Los amontonaba a mi alrededor como barricadas, y si me faltaba uno sentía un vacío peligroso.

En la sala principal del instituto, alrededor de la lista de honor de los ex alumnos muertos en combate en 1914-1918 y en 1939-1945, colgaban unos escudos de madera, uno por curso; insertados en esos escudos había pequeñas etiquetas plateadas con el nombre de los alumnos que mejores notas habían sacado ese año, hasta que se diluían en empleos o maternidades. Mi nombre estaba allí, aunque no cada año. A veces me derrotaba Jerry Storey. Su cociente intelectual era el más alto que se había visto en el instituto de Jubilee o en cualquier otro instituto del condado de Wawanash. La única razón por la que alguna vez yo le sacaba ventaja era porque su obsesión por la ciencia le volvía impaciente y a veces totalmente desmemoriado en las asignaturas a las que se refería como «trabajo de memorización» (francés e historia), y en lengua y literatura inglesas, que parecía ver inquietantemente como una especie de insulto personal.

Jerry Storey y yo acabamos juntándonos. Hablábamos por los pasillos. Poco a poco nos inventamos una broma, un vocabulario y todo un repertorio de temas que no compartíamos con nadie más. Nuestros nombres aparecían juntos en el pequeño periódico ciclostilado y casi ilegible del colegio. Todo el mundo parecía pensar que estábamos hechos el uno para el otro; nos llamaban el «Fondo de Cerebros» o «los Chicos de Concurso» con cierto desdén semitolerante que Jerry llevaba mejor que yo. Nos deprimía que nos emparejaran como si fuéramos los únicos ejemplares de una especie estrambótica del zoo, y nos molestaba que la gente creyera que éramos iguales, porque nosotros no lo creíamos. En mi opinión, Jerry era mil veces más raro y menos atractivo que yo, y saltaba a la vista que, en su opinión, poner a la misma altura su cerebro y el mío demostraba una falta de criterio; era como decir que Toscanini y el director de orquesta local eran igual de buenos. Lo que yo tenía, me decía con franqueza cuando hablábamos del futuro, era una memoria prodigiosa, y un gran dominio del lenguaje que no era infrecuente en las mujeres, pero fallaba en mi razonamiento lógico, que era bastante pobre, y en una capacidad para el pensamiento abstracto casi nula. El hecho de ser inconmensurablemente más lista que la mayoría de la gente de Jubilee no debía impedirme ver, me decía, que pronto alcanzaría mi tope en el mundo exterior tan intelectualmente competitivo («Lo mismo va por mí —añadió con severidad—. Siempre trato de mantener la perspectiva. Causo buena impresión en el instituto de Jubilee. Pero ¿qué impresión causaría en el MIT?» Al hablar de su futuro estaba lleno de aspiraciones grandiosas, aunque procuraba expresarlas con sarcasmo y rodearlas de sobrios autorreproches.)

Yo aceptaba su opinión como un soldado, porque no le creía. Mejor dicho, sabía que lo que decía era cierto, pero aun así me sentía bastante fuerte en aptitudes que me parecía que se le escapaban o que no abarcaba su juicio. Su flexibilidad mental no me inspiraba admiración, porque uno solo admira capacidades semejantes aunque superiores a las propias. Su mente era como una carpa de circo llena de oscuros cachivaches en los que, cuando yo no estaba allí, realizaba ejercicios acrobáticos espectaculares y aburridos. Yo procuraba ocultarle lo que pensaba. Él parecía sincero al confesar lo que pensaba de mí, pero yo no tenía intención de serlo con él. ¿Por qué no? Porque percibía en él lo que las mujeres suelen percibir en los hombres, algo tierno, henchido, tiránico, absurdo; yo nunca podría asumir las consecuencias de interferir con ello: sentía una indiferencia, casi un desdén, que le ocultaba. Creía tener tacto, incluso ser amable; nunca se me ocurrió que pudiera tratarse de orgullo.

Íbamos juntos al cine. Cuando acudíamos a los bailes del instituto y bailábamos mal y cohibidos, nos irritábamos el uno con el otro, humillados por el disfraz de novios que habíamos creído necesario adoptar por alguna razón, hasta que descubrimos que la única manera de sobrevivir a esa situación era reírse de ella. La parodia, la burla de uno mismo, fueron nuestra salvación. En el mejor de los casos nos comportábamos como camaradas alegres, relajados y a veces crueles, en lugar de una pareja que llevaba dieciocho años casada. Él me llamaba Berenjena en honor a un vestido horrible que tenía yo, uno de tafetán rojo burdeos tirando a morado que me había hecho a partir de uno de Fern Dogherty. (Con la quiebra del negocio de los zorros plateados al acabar la guerra, de pronto éramos más pobres que nunca.) Yo había confiado en que quedara bien cuando mi madre me lo arregló, que incluso dejara ver un brillo voluptuoso sobre mis caderas más bien anchas, como el vestido de Rita Hayworth en los carteles de Gilda; cuando me lo puse traté de decirme a mí misma que lo tenía, pero en cuanto vi a Jerry hacer una mueca, tragar saliva de forma exagerada y exclamar con voz chillona y satisfecha: «¡Berenjena!», supe la verdad. Enseguida traté de verlo tan gracioso como él, y casi lo conseguí. En la calle improvisamos más.

—Asistieron al último baile de gala de mediados de invierno celebrado en el Jubilee Armory el señor Jerry Storey III, descendiente de la gran familia de fertilizadores, y la exquisita señorita Del Jordan, heredera del imperio de zorros plateados, una pareja que deslumbra a quienes la contemplan con su forma única e indescriptible de bailar…

Muchas de las películas que íbamos a ver trataban de la guerra, que había terminado un año antes de que empezáramos el instituto. Después íbamos al Haine’s Restaurant, pues lo preferíamos al Blue Owl, donde se juntaban casi todos los del instituto para poner música en la sinfonola y jugar con las máquinas del millón. Bebíamos café y fumábamos cigarrillos mentolados. Entre los reservados había altas mamparas de madera oscura con montantes de abanico de cristal dorado oscuro. Mientras doblaba una servilleta de papel en figuras geométricas, la enrollaba alrededor de una cuchara y la rompía en tiras sueltas, Jerry hablaba de la guerra. Me ofrecía una descripción de la Marcha de la Muerte de Batán, los métodos de tortura en las cárceles de Japón, las bombas incendiarias de Tokio, la destrucción de Dresde; me bombardeaba con atrocidades invencibles, con estadísticas aniquilantes. Todo ello sin el menor amago de protesta sino más bien con una emoción controlada, un placer insistente y curioso. Luego me hablaba de las armas que estaban diseñando los yanquis y los rusos, y hacía que sus poderes destructivos parecieran inevitables, magníficos e imposibles de combatir como las mismas fuerzas del universo.

—Luego está la guerra biológica. Podrían reintroducir la peste bubónica. Y están fabricando enfermedades para las que no hay antídoto y guardándolas. Gas nervioso… ¿Qué me dices de controlar a toda una población con drogas embrutecedoras…?

Estaba convencido de que habría otra guerra, que todos acabaríamos aniquilados. Alegre e implacable detrás de sus gafas de chico sesudo, veía venir una enorme catástrofe. Casi inminente, además. Yo reaccionaba con el clásico horror y una prudente sensatez femenina que provocaban en él una oposición aún mayor, que hacían necesario aumentar mi horror y discutir mi sensatez. No era tan difícil. Él estaba en contacto con el mundo real, sabía cómo habían dividido el átomo. El único mundo con el que yo tenía contacto me lo había inventado, con ayuda de los libros, para hacerme la original y enriquecerme. Pero aguantaba el tipo; mi aburrimiento e indignación iban en aumento y decía: «De acuerdo, supongamos que es cierto. ¿Para qué levantarte por las mañanas e ir al instituto? Si todo eso es cierto, ¿por qué estás pensando en ser un gran científico?».

—Si el mundo se acaba y ya no hay esperanza, ¿por qué lo haces?

—Todavía estoy a tiempo de ganar el premio Nobel —respondía él blasfemando, para hacerme reír.

—¿Dentro de diez años?

—Dame veinte. La mayoría de los grandes descubrimientos los hacen hombres con menos de treinta y cinco.

Después de decir algo así siempre murmuraba:

—Ya sabes que lo digo en broma.

Se refería al premio Nobel, no a la guerra. Era incapaz de librarse de la creencia extendida en Jubilee de que alardear o tener grandes aspiraciones entrañaba grandes peligros sobrenaturales. Sin embargo, lo que en realidad nos atraía el uno del otro y hacía que siguiéramos juntos eran precisamente esas aspiraciones, que cada uno negaba y reconocía, ridiculizaba y respetaba en el otro.

Los sábados por la tarde nos gustaba dar largos paseos por las vías del tren, empezando por detrás de mi casa. Caminábamos hasta el puente que cruzaba el gran recodo del río Wawanash y volvíamos sobre nuestros pasos. Hablábamos de la eutanasia, el control genético de la población, si existe el alma, si es posible conocer a fondo el universo. No estábamos de acuerdo en nada. Empezamos a pasear en otoño y continuamos en invierno. Paseamos en medio de tormentas de nieve, discutiendo con la cabeza gacha, las manos en los bolsillos, la nieve fina y helada cortándonos la cara. Agotados de discutir, sacábamos las manos de los bolsillos y, con los brazos extendidos para buscar el equilibrio, tratábamos de andar sobre las vías. Jerry tenía las piernas largas y frágiles, la cabeza pequeña, el pelo rizado, los ojos redondos y brillantes. Llevaba una gorra a cuadros con orejeras forrada de borrego con la que recordaba haberlo visto desde sexto de primaria.

Recuerdo que, como todos, yo me reía de él. A veces todavía me daba vergüenza que alguien como Naomi nos viera juntos. Pero ahora me parecía que había algo admirable, una rara y estridente elegancia, en la forma en que Jerry se ajustaba al prototipo, aceptando su papel en Jubilee, su necesaria y gratificante absurdidad, con un fatalismo e incluso una galantería que yo nunca habría sido capaz de aunar. Ese era el espíritu con que se presentaba en los bailes y me conducía espasmódicamente por las millas de pista traicionera, intentaba en vano golpear la pelota en el partido de béisbol obligatorio anual, y marchaba con los cadetes. Se ofrecía a sí mismo sin fingir ser un chico corriente; haciendo todo lo que haría un chico corriente pero sabiendo que los resultados nunca serían aceptables, que la gente siempre se mofaría. No podía hacer otra cosa; era lo que parecía. Yo, que tenía unos límites naturales mucho más ambiguos y absorbía siempre que podía el color de lo que me rodeaba para camuflarme, empecé a comprender que podía ser un descanso ser como Jerry.

Vino a cenar a casa, contra mi voluntad. No soportaba la idea de llevarlo ante mi madre. Temía que ella se excitara, que intentara superarse a sí misma de algún modo debido a la fama de inteligente que él tenía. Y así lo hizo; le pidió que le explicara la teoría de la relatividad, asintiendo alentadora y casi saltando sobre él con grititos de comprensión. Por una vez las explicaciones de Jerry fueron incoherentes. Me mostré crítica con la comida, como hacía siempre delante de los invitados; la carne estaba demasiado hecha, las patatas un poco duras, las judías de lata demasiado frías. Mi padre y Owen habían venido de Flats Road porque era domingo. Owen ya vivía todo el tiempo en Flats Road y practicaba la grosería. Mientras Jerry hablaba, masticó ruidosamente y lanzó a mi padre miradas de puro desdén masculino e ignorante. Mi padre no respondió a esas miradas, pero habló poco, tal vez algo avergonzado por el entusiasmo de mi madre, que debió de considerar suficiente para los dos. Yo estaba enfadada con todos. Sabía que a los ojos de Owen, así como a los de mi padre —aunque no lo demostrara, él sabría que solo había una manera de ver las cosas—, Jerry era un bicho raro, aislado del mundo de los hombres; daba igual los conocimientos que tuviera. Me parecía que ambos eran demasiado estúpidos para apreciar el poder que tenía. Y, para él, mi familia era parte de la gran masa a la que no valía la pena explicar nada; tampoco vio que tenían poder. No se demostraron suficiente respeto unos a otros.

—Me da risa la gente que se cree que con hacer unas cuantas preguntas puede llegar a entender algo sin conocer el trabajo de base.

—Ríete de ellos —respondí con amargura—. Espero que te diviertas.

Pero a mi madre le cayó bien, y a partir de entonces andaba al acecho, para sondear su opinión sobre la vida creada en el laboratorio o las máquinas que estaban reemplazando al hombre. Yo podía entender que el torrente de preguntas heréticas de mi madre lo desconcertara y deprimiera. ¿No era así como me había sentido yo misma cuando él había cogido El ángel que nos mira de entre mis libros —iba a devolverlos a la biblioteca—, y lo había abierto y leído perplejo con su voz monótona: «Una piedra, una hoja, una puerta… Oh, perdido, y por el viento abatido, fantasma…»? Se lo arrebaté de las manos como si estuviera en peligro. «Bueno, ¿qué significa eso?», preguntó él razonablemente. «A mí me parece una estupidez. Explícamelo. Te escucho.»

—Es increíblemente tímido —dijo mi madre—. Es un chico inteligente pero debe aprender a explicarse mejor.

Era más fácil cenar en su casa. Su madre era la viuda de un profesor. Él era hijo único. Ella trabajaba de secretaria en el instituto, de modo que yo ya la conocía. Vivían en mitad de una casa doble de Diagonal Road. Los trapos de cocina estaban doblados y planchados como pañuelos del más fino hilo y guardados en un cajón con olor a limón. De postre tomamos pudin de gelatina Jello de tres colores que parecía una mezquita, lleno de fruta enlatada. Después de cenar Jerry fue a la sala delantera para resolver el problema de ajedrez que recibía cada semana por correo (a eso me refería al decir que se ajustaba admirablemente a un prototipo) y cerró las puertas de cristal para no distraerse con nuestra conversación. Yo sequé los platos. La madre de Jerry me habló del cociente intelectual de su hijo. Hablaba como si fuera un objeto extraño, un hallazgo arqueológico, algo inmensamente valioso y bastante aterrador que guardaba envuelto en un cajón.

—Tú también tienes un alto cociente intelectual —me dijo de modo tranquilizador (tenía acceso a todos los expedientes académicos, de hecho era ella quien los archivaba)—, pero ya sabes que el de Jerry lo sitúa en la cuarta parte superior del uno por ciento más alto de la población. ¿No es asombroso? Y aquí tienes a su madre, ¡qué responsabilidad!

Le di la razón.

—Estará años enteros en la universidad. Tendrá que doctorarse. Luego incluso hacen un posdoctorado y no sé qué más. Años enteros.

Por el tono sobrio supe que a continuación hablaría de los gastos.

—De modo que no puedes quedarte embarazada —dijo con tono práctico—. Jerry no puede casarse. No lo permitiré. He visto casos de jóvenes que se ven obligados a sacrificar su vida por alguna chica que se ha quedado embarazada y no creo que eso esté bien. Tú y yo lo hemos visto, sabes a quiénes me refiero. Bodas de penalty, ése es el estilo de Jubilee. Pues no estoy de acuerdo. Nunca lo he estado. No estoy de acuerdo en que sea responsabilidad del chico y que él deba sacrificar su carrera. ¿Y tú?

—No.

—Me lo imaginaba. Eres demasiado inteligente. —Y me preguntó como un rayo—: ¿Tienes diafragma?

—No —respondí aturdida.

—¿Por qué no consigues uno? Ya sé cómo es la juventud hoy día. La virginidad es cosa del pasado. No digo que lo apruebe o lo desapruebe, pero no puedes dar marcha atrás al reloj, ¿no? Tu madre debería haberte llevado a que te midieran. Eso es lo que yo haría si tuviera una hija.

Era mucho más baja que yo, una mujer menuda rolliza pero vistosa, con el pelo ahuecado y de un amarillo tulipán en el que empezaban a verse las raíces grises. Siempre llevaba pendientes, broches y collares de plástico de colores vivos a juego. Fumaba, y dejaba que Jerry fumara en la casa; de hecho, siempre estaban discutiendo como marido y mujer sobre de quién eran los cigarrillos. Yo esperaba encontrar una mujer de ideas modernas, no tan moderna como mi madre intelectualmente (¿quién lo era?) pero bastante más moderna sobre las cosas corrientes. Pero no había contado con eso. Bajé la vista hacia sus raíces grises mientras ella me decía que mi madre debía llevarme a que me dieran un diafragma, y pensé en mi madre, que en público lucharía a favor del control de natalidad pero jamás habría creído necesario hablar de ello conmigo, firmemente convencida como estaba de que el sexo era algo a lo que ninguna mujer —ninguna mujer inteligente— debía someterse a menos que tuviera que hacerlo. Yo lo prefería, la verdad. Me parecía más apropiado en una madre que la absurda aceptación y la indecente actitud práctica de la madre de Jerry. Me resultaba bastante ofensivo que una madre le mencionara a una chica la intimidad física que podía tener con su propio hijo. La sola idea de tener intimidad física con Jerry Storey era ofensiva. Lo que no significaba que de vez en cuando la hubiera.

¿Por qué ofensiva? Era extraño. Una pesadumbre se apoderaba de nosotros en cuanto dejábamos de hablar. Nuestras manos se quedaban húmedamente entrelazadas mientras cada uno nos preguntábamos sin duda cuánto tiempo debíamos dejarlas así en aras de un educado decoro. Nuestros cuerpos caían uno contra el otro, no a la fuerza pero sin alegría, como sacos de arena mojada. Nuestras bocas se abrían, como habíamos leído y oído decir que hacían, pero se quedaban frías, las lenguas ásperas eran meros bultos de carne desafortunada. Cuando Jerry fijaba en mí su atención —esa clase de atención especial—, yo me irritaba sin saber por qué. Sin embargo me mostraba taciturnamente sumisa. Cada uno era para el otro la única vía de descubrimiento.

La curiosidad podía llevar las cosas bastante lejos. Una noche de invierno, en la sala de estar de su madre —ella estaba en un comité de la Estrella de Oriente—, Jerry me pidió que me quitara toda la ropa.

—¿Por qué quieres que lo haga?

—¿No sería educativo? Nunca he visto a una mujer desnuda de carne y hueso.

La idea no carecía de atractivo. Las palabras «mujer desnuda» me complacieron en secreto, haciendo que me sintiera opulenta, como una distribuidora automática de tesoros. Además, creía que mi cuerpo era más bonito que mi cara, y que era más bonito desnudo que con ropa; a menudo había deseado enseñárselo a alguien. Y tenía la esperanza —o, con más exactitud, me intrigaba la posibilidad— de que en algún momento más avanzado de nuestra intimidad mis sentimientos hacia Jerry cambiaran y fuera capaz de recibirlo de buen grado. ¿Acaso no lo sabía todo sobre el deseo? Me encontraba en la clásica situación matrimonial, tratando de encauzar sus mudos tormentos hacia el cuerpo disponible.

Me negué a hacerlo en la sala delantera. Después de mucha discusión, él accedió a ir a su habitación. Mientras subíamos las escaleras sentí un hormigueo de impaciencia, como si tuviéramos siete u ocho años y fuéramos a alguna parte para bajarnos los pantalones. Al bajar la persiana de su habitación, Jerry tiró la lámpara de la mesilla de noche y yo casi me di la vuelta y salí huyendo. No hay nada que eche más para atrás que una torpeza en un momento así, a no ser que estés enamorado. Sin embargo, decidí mantener el buen humor. Lo ayudé a recoger la lámpara y a poner bien la pantalla, y ni siquiera me molestó que la encendiera para ver si funcionaba. Luego me puse de espaldas y me quité toda la ropa —él no me ayudó ni me tocó, y me alegré—, y me tumbé en la cama.

Se quedó de pie al lado de la cama mirándome, haciendo muecas ligeramente cómicas de asombro. ¿Le parecía que mi cuerpo era tan inapropiado e imposible como a mí el suyo? ¿Quería convertirme en una chica relajada cuya timidez no se interponía en su lujuria, una chica sin respuestas perspicaces, ni un gran vocabulario ni interés en la idea de un orden en el universo, lista para acurrucarse contra él? Los dos nos reímos bobamente. Él puso un dedo en uno de mis pezones como si tocara una espina.

A veces imitábamos la forma de hablar de la tira cómica Pogo.

—Eres una tipa despampanante, ya lo creo.

—¿Crees que tengo todos los accesorios en su sitio?

—Ah, iré a buscar mi pequeño manual para comprobarlo.

—Eh, espero que no te importe este pequeño tercer pecho.

—¿No lo tienen todas las mujeres? Ha llevado una vida bastante protegida.

—Vaya…

—Chist…

Oímos la voz de su madre fuera de la casa, despidiéndose de alguien que la había acompañado. La portezuela del coche se cerró. O la reunión de Estrella de Oriente había acabado antes o habíamos estado más tiempo del que creíamos discutiendo antes de subir las escaleras.

Jerry me sacó de la cama y de la habitación mientras yo trataba de coger mi ropa.

—El armario —susurré—. Puedo esconderme… ¡El armario…!

—Calla —suplicó él, también en un susurro, furioso y al borde de las lágrimas—. Calla, calla.

Estaba lívido; temblaba pero se le veía fuerte, para ser Jerry Storey. Yo forcejeaba y lo empujaba hacia atrás protestando, intentado todavía hacerle ver que tenía que coger mi ropa, y él me empujaba hacia delante, obligándome a bajar por las escaleras traseras. Abrió la puerta del sótano en el preciso momento en que su madre abrió la puerta principal. Oí su grito alegre.

—¿No hay nadie en casa? —Y él me empujó dentro y echó el cerrojo.

Me encontré sola en las escaleras del sótano, encerrada, desnuda.

Él encendió la luz para que me orientara y la apagó inmediatamente. Fue peor. Hizo más profunda la negrura del sótano. Me senté con cautela en el escalón, notando la fría madera astillada en mis nalgas desnudas, y traté de discurrir la forma de salir de allí. Una vez que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad, tal vez podría buscar las ventanas del sótano y abrir una. Pero ¿de qué iba a servirme estando desnuda? Tal vez encontrara una vieja cortina raída o un trozo de hule que enrollarme alrededor, pero ¿cómo iba a llegar con eso a mi casa? ¿Cómo iba a cruzar Jubilee y recorrer la calle principal a poco más de las diez de la noche?

Jerry seguramente volvería y me dejaría salir cuando su madre se durmiera. Cuando lo hiciera, si lo hacía, lo mataría.

Los oí hablar en la sala delantera, luego en la cocina. Jerry y su madre.

—¿…quiere dormir sus horas? —oí decir a su madre, luego se rió… me pareció que con crueldad.

Él llamaba a su madre por su nombre de pila, Greta. Qué afectado y poco sano me pareció. Oí ruido de cazuelas y tazas. Chocolate caliente, bollos de pasas tostados. Mientras yo estaba encerrada, desnuda y con frío en ese agujero del sótano. Jerry y su cociente intelectual. Su inteligencia y su imbecilidad. Si su madre era tan moderna y sabía que hoy día las chicas ya no éramos vírgenes, ¿por qué tenía Jerry que meterme allí? Los odié. Se me ocurrió aporrear la puerta. Eso era lo que se merecía él. Decirle a su madre que quería casarme de penalty.

Mis ojos se acostumbraron un poco a la oscuridad, y cuando oí un ruido como de agua que sale bajo presión, una puerta cerrándose en lo alto de las escaleras, miraba en la dirección adecuada y vi que un objeto metálico sobresalía del techo del sótano. Un paracaídas de ropa y algo de color claro que voló y aterrizó con un ruido sordo y amortiguado en el suelo de cemento. Bajé a gatas las escaleras y crucé el frío cemento rezando para que fuera mi ropa, y no un hatillo de ropa sucia que la madre de Jerry había tirado para lavar.

Eran mi blusa, mi jersey, mis bragas, mi sujetador y mis medias, hasta mi cazadora, que había colgado en el armario del piso de abajo, todo envuelto alrededor de mis zapatos para amortiguar el golpe. Todo menos el liguero. Sin él no podía ponerme las medias, de modo que las enrollé y me las metí dentro del sujetador. A esas alturas veía bastante bien y reconocí las palanganas y, encima de ellas, una ventana. Estaba cerrada por abajo. Me subí a una palangana y la abrí, y salí arrastrándome por la nieve. Habían encendido la radio de la cocina, tal vez para enmascarar el ruido que yo hiciera o simplemente para escuchar las noticias de las diez.

Corrí a casa con las piernas desnudas por las calles frías. Me puse furiosa al recordarme desnuda en esa cama. Sin nadie para contemplarme aparte de Jerry, que se reía bobamente asustado y me hablaba en el dialecto de Pogo. Que fuera a él a quien tuviera que ofrecerme. Nunca tendría un amante de verdad.

Al día siguiente en el instituto Jerry se acercó a mí con una bolsa de papel marrón.

—Disculpe, señora —susurró en el dialecto Pogo—. Creo que tengo una de sus posesiones personales.

Era mi liguero, por supuesto. Dejé de odiarlo. Bajando por John Street después del instituto transformamos la noche anterior en una gran escena cómica, algo estúpido y demencial sacado de una película muda.

—Yo tiraba de ti escaleras abajo y tú tirabas de mí en dirección contraria…

—No sabía qué querías hacer conmigo. Pensé que ibas a echarme a la calle, como a la mujer sorprendida en adulterio…

—Deberías haber visto la expresión de tu cara cuando te empujé hacia el sótano.

—Deberías haber visto la expresión de la tuya cuando oíste la voz de tu madre.

—De lo más inoportuna, mamá —dijo Jerry, probando un acento inglés que también utilizábamos—, justo cuando se da la tesitura de que hay un sujeto femenino joven desnudo en mi cama. Me disponía a llevar a cabo una exploración…

—No ibas a llevar a cabo nada.

—Bueno.

Lo dejamos ahí, y curiosamente después de ese fiasco nos llevamos mucho mejor que antes. Tratábamos nuestros cuerpos con una mezcla de cautela y familiaridad, y ya no hubo exigencias por parte de ninguno. Se acabaron los largos abrazos inútiles, las lenguas en la boca. Además, teníamos otras cosas en qué pensar; llegaron los impresos de los exámenes para la solicitud de becas, recibimos los calendarios de varias universidades y empezamos a esperar con terror y placer el mes de junio, cuando haríamos los exámenes. Nada de lo que habíamos hecho hasta entonces era equiparable a la importancia de esos exámenes que el Departamento de Educación enviaba sellados; el director del instituto rompería el sello delante de nosotros. Decir que estudiamos se queda corto para describir el esfuerzo intensivo al que nos sometimos; nos entregamos como atletas. Lo que queríamos no era solo sacar notas altas, obtener la beca y entrar en una universidad; era sacar las notas más altas posibles: la gloria, la gloria, lo más alto de la cúspide de los sobresalientes, la seguridad por fin.

Después de cenar me encerraba en la sala de estar. Llegaba la primavera y los días se alargaban; encendía las luces más tarde. Pero era ajena a todo; solo advertía, sin ser consciente de ello, lo que había en esa habitación, que era mi celda o mi capilla. El dibujo gastado de la alfombra, de color pajizo por las costuras; la vieja radio que no funcionaba pero que era como una lápida, con mandos que prometían Roma, Amsterdam y México; el sofá chesterfield con estampado de helecho musgoso, y las dos fotos, una del castillo de Chillon, oscuro junto al lago nacarado, y la otra de una niña tumbada en dos sillas desiguales a una luz rosada, sus padres en las sombras de detrás llorando y un médico al lado de ella con expresión serena pero poco optimista. Todo aquello que miraba tan a menudo mientras memorizaba verbos, fechas y guerras, cobró un significado, un poder exhortatorio, como si todas esas formas y diseños corrientes constituyeran el verdadero contorno de los hechos y las relaciones que yo había llegado a dominar, y que, una vez dominados, resultaban encantadores, castos y sumisos. De esa habitación salía pálida y agotada, incapaz de pensar, como una monja después de horas de oración o como un amante, tal vez, después de devociones de castigo, y vagaba por la calle principal hasta el restaurante Haines, donde Jerry y yo habíamos quedado en reunirnos a las diez de la noche. Bajo los montantes de abanico de cristal ámbar bebíamos café y fumábamos, y hablábamos poco, saliendo muy despacio a la superficie, cada uno capaz de entender y aprobar el aspecto endurecido y macilento del otro.

Mi necesidad de amor había pasado a la clandestinidad, como un dolor de muelas taimado.

Esa primavera iba a celebrarse una reunión evangélica en el ayuntamiento. El señor Buchanan, nuestro profesor de historia, se apostó en lo alto de las escaleras del colegio y repartió chapas en las que se leía «Venid a Jesús». Era miembro del consejo de la Iglesia presbiteriana, y no de la baptista, que estaba al frente de todos los preparativos de la reunión evangélica; pero iban a apoyarla todas las iglesias de la ciudad, con la excepción de la católica y seguramente de la anglicana, que era tan pequeña que no contaba. Las reuniones evangélicas estaban recuperando su prestigio en todo el país.

—No querrás tú una —dijo el señor Buchanan sin tono interrogativo, con su voz monótona y triste.

Alto y enjuto, peinado con raya en medio al estilo de un ciclista de finales de siglo —y era lo bastante viejo para haberlo sido—, y con el estómago reducido a la mitad de su tamaño debido a las úlceras, me sonrió con esa leve ironía nerviosa que solía reservar para algún personaje histórico (Parnell sería un buen ejemplo) que hacía un buen papel durante un tiempo pero acababa sobrepasando sus posibilidades. De modo que mi espíritu de contradicción me obligó a decir:

—Sí, sí que quiero, muchas gracias.

—¿Vas a ir? —preguntó Jerry.

—Claro.

—¿Para qué?

—Curiosidad científica.

—Hay cosas que no merecen tu curiosidad.

La reunión evangélica se celebró en el piso de arriba del ayuntamiento, donde solíamos representar las operetas. Era la primera semana de mayo; el calor había llegado de golpe. Iría bien, justo después de la inundación anual. Antes de las ocho de la tarde la sala ya estaba abarrotada. Era la misma clase de público que veías en el desfile del 12 de julio o en la feria de los Kinsmen: bastantes personas de la ciudad, pero muchas más del campo. Había coches salpicados de barro aparcados por toda la calle principal y las calles laterales. Se veían hombres con trajes negros y abrigados, mujeres con sombreros. También había hombres vestidos con monos de trabajo impecables y mujeres con trajes holgados y estampados, zapatillas de deporte y los brazos al descubierto, grandes y rosados como jamones, acunando bebés envueltos en colchas. Ancianos y ancianas que había que sostener y guiar hasta sus asientos. Sacados de sus cocinas de campo, vestían ropa que parecía haber cogido moho. Me pregunté si era posible saber por su aspecto de dónde eran. Jerry y yo, observando desde las ventanas del aula de ciencias a los pasajeros de los tres autocares escolares —autobuses viejos y traqueteantes de colores vivos que uno habría esperado ver dando tumbos por alguna carretera montañosa de Sudamérica con pollos vivos asomando por las ventanas—, solíamos jugar a adivinar, hablando como sociólogos con un tono elegante y remilgado.

—Los de Blue River van bien vestidos y tienen un aspecto bastante respetable. Ahí van muchos trabajadores holandeses. Han ido al dentista.

—Casi a un nivel urbano.

—Los de Saint Augustine son normales y corrientes. Gente de campo. Tienen los dientes grandes y amarillos. Dan la impresión de haber comido grandes cantidades de gachas de avena.

—Los del Jericho Valley son estúpidos y delincuentes en potencia. Su cociente intelectual siempre está por debajo de cien. Tienen los ojos bizcos y los pies zopos…

—Y fisuras en el paladar…

—Y jorobas…

—Se debe a la endogamia. Los padres se acuestan con las hijas, los abuelos con las nietas, los hermanos con las hermanas, las madres con los padres…

—¿Las madres se acuestan con los padres?

—Oh, no sabes de lo que son capaces allí.

Todos las sillas estaban ocupadas. Me quedé de pie en el fondo, detrás de la última hilera. La gente seguía entrando, abarrotando los lados de la sala y llenando el espacio a mi espalda. Había chicos sentados en el alféizar de las ventanas. Las ventanas estaban lo más abiertas posible, pero seguía haciendo mucho calor. El sol bajo caía sobre las viejas paredes revestidas de madera y enyesadas, cuarteadas y sucias. Nunca me había fijado en lo destartalada que estaba esa sala.

El señor McLaughlin de la Iglesia unida dirigió la oración de apertura. Su hijo Dale había huido de casa hacía mucho. ¿Dónde estaba? Cortando el césped en un campo de golf, ésa era la última noticia que había tenido. Tuve la sensación de haber vivido toda una vida en Jubilee, donde la gente se iba y volvía, se casaba y empezaba una nueva vida, mientras yo seguía yendo al colegio. Ahí estaba Naomi con las chicas de la fábrica de productos lácteos. Todas iban igual peinadas, con el pelo sujeto en dos pequeños moños detrás de las orejas, y llevaban lazos.

Subieron al escenario cuatro negros, dos hombres y dos mujeres, y los cuellos se estiraron en medio de un silencio respetuoso. Muchos de los espectadores, entre ellos yo, no habíamos visto nunca un negro, como tampoco habíamos visto una jirafa, un rascacielos o un transatlántico. Uno de los hombres era delgado y de color negro ciruela, seco, y tenía una voz poderosa e intimidante; era el bajo. El tenor, grueso y de piel amarillenta, era sonriente, magnánimo. Las dos mujeres, rollizas y bien dotadas, de color café, iban espléndidamente vestidas de verde esmeralda y azul eléctrico. El sudor les caía por el cuello y la cara mientras cantaban. Durante la canción el predicador evangélico, reconocible porque había colgado de los postes telefónicos y los escaparates durante semanas —aunque más menudo, cansado y gris de lo que hacía pensar la foto—, subió humildemente al escenario, se colocó detrás del atril y se volvió hacia los cantantes con tierno deleite, alzando la cara, de hecho, como si el canto lloviera sobre ella.

Un joven, apenas un muchacho, me miraba fijamente desde el otro lado de la sala. Yo no creía haberlo visto antes. No era muy alto y tenía la piel oscura; una cara huesuda con las cuencas de los ojos hundidas, mejillas alargadas y ligeramente huecas, y una expresión solemne e inconscientemente arrogante. Al final del canto de los negros se apartó de las ventanas y desapareció entre la multitud del fondo de la sala. Enseguida pensé que se acercaba para colocarse a mi lado. Luego comprendí que era una tontería; como algo sacado de una ópera, o de una canción mala y sentimental que conmovía profundamente.

Todos se levantaron y, despegando el algodón retorcido de sus espaldas sudadas, se pusieron a cantar el primer himno:

A una tienda donde un muchacho gitano

yacía moribundo y solo al final de día,

llevamos la noticia de la Salvación; dijo él:

Nadie me había hablado nunca de ello…

Deseé desesperadamente que se acercara. Me concentré en una especie de oración piadosa, deseando que apareciera a mi lado al mismo tiempo que me decía: ahora está dando la vuelta detrás de mí, se está dirigiendo a la puerta, está bajando las escaleras…

Un cambio en el nivel de las voces a mi espalda me informó de su presencia allí. La gente se había apartado y el espacio se llenó con un cuerpo que no cantaba. Alcancé a oler la fina camisa de algodón, la piel quemada por el sol, el jabón, el aceite lubricante. Me rozó el brazo con el hombro (es como fuego, tal como dicen) y se deslizó a mi lado.

Los dos miramos al frente. El pastor baptista había presentado al predicador evangélico, que empezó a hablar en tono amistoso y coloquial. Al cabo de un rato puse una mano en el respaldo de la silla que tenía delante. La niña que estaba sentada en ella se inclinó para arrancarse una costra en la rodilla. Él apoyó una mano en el respaldo, a un par de centímetros de la mía. De pronto fue como si toda la sensibilidad de mi cuerpo, toda la esperanza, la vida, el potencial, fluyeran hacia esa mano.

El predicador evangélico, que había empezado con tanta suavidad detrás del atril, fue acalorándose y se puso a caminar de un lado para otro del escenario, con un tono cada vez más vehemente, desesperado, consternado. De vez en cuando abandonaba la consternación y se daba rápidamente media vuelta, para rugir como un león directamente hacia el público. Describió un cuadro de un puente de cuerda, como el que había visto, dijo, en sus tiempos de misionero en Sudamérica. Ese puente, frágil y oscilante, colgaba sobre un desfiladero sin fondo que estaba lleno de fuego. Era el río del fuego, el río del fuego el que corría ahí abajo, donde se ahogaban, sin llegar a ahogarse nunca del todo, toda esa horda de seres torturados, blasfemos y chillones que empezó a enumerar: políticos y gángsteres, jugadores, bebedores, fornicadores, estrellas de cine, financieros y ateos. Todos, dijo, teníamos nuestro propio puente de cuerda que oscilaba sobre el infierno, sujeto a la orilla del paraíso por el otro lado. Pero el paraíso era precisamente lo que no podíamos ver ni oír, y a veces ni siquiera imaginar, debido a las llamas que rugían y se retorcían en el foso, y el humo del pecado que se elevaba a nuestro alrededor. ¿Cómo se llamaba ese puente? Era la gracia de Dios. La gracia de Dios, y era increíblemente poderosa; pero cada pecado nuestro, cada palabra, acto y pensamiento pecaminoso hacía una pequeña muesca en esa cuerda, gastándola un poco más…

… ¡Y algunas de vuestras cuerdas no aguantarán mucho más! Algunas de vuestras cuerdas ya han llegado casi al punto sin retorno. Han sido deshilachadas por el pecado, consumidas por el pecado, ¡ya no queda más que un hilo! ¡Nada más que un hilo impide que caigáis al infierno! ¡Todos y cada uno de vosotros sabéis en qué estado está vuestro puente! ¡Un solo mordisco más a los frutos del infierno, un día y una noche más de pecado, y una vez que se rompa esa cuerda no tendréis otra! ¡Pero hasta un hilo puede sosteneros, si queréis! ¡Dios no hizo todos sus milagros en los remotos tiempos de la Biblia! No, os lo digo con el corazón, y por propia experiencia, Él los hace aquí y ahora, en medio de vosotros. Agarraos a Él, y seguid agarrándoos hasta el día del Juicio Final, y no tendréis que temer el mal.

En circunstancias normales me habría interesado escuchar esas palabras y ver cómo la gente se las tomaba. Casi todos parecían serenos y encantados, no más agitados que si les hubieran estado cantando una nana. El señor McLaughlin, sentado en el escenario, tenía una expresión alicaída; no era la clase de exhortación que a él le iba. El pastor baptista tenía una gran sonrisa de hombre de negocios. Los ancianos del público cantaban «¡Amén!» balanceándose con suavidad. Las estrellas de cine, los políticos y los fornicadores eran irredimibles; al parecer, para la mayoría de la gente ése era un pensamiento reconfortante. Ya habían encendido las luces; por las ventanas entraban insectos, solo unos pocos insectos que habían llegado antes de tiempo. De vez en cuando se oía una rápida bofetada arrepentida.

Pero toda mi atención estaba concentrada en nuestras manos apoyadas en el respaldo de la silla. Él movió un poco la suya. Yo moví la mía, volví a moverla. Hasta que las pieles se tocaron, ligera pero vívidamente, se apartaron, regresaron y permanecieron juntas, apretadas la una a la otra. Luego los meñiques se frotaron con delicadeza, el suyo se montó poco a poco sobre el mío. Un titubeo; mi mano se abrió ligeramente, su meñique me tocó el anular y el anular quedó capturado, y así sucesivamente hasta que, en fases tan formales como inevitables, con reticencia y certeza, su mano cubrió la mía. Entonces él la levantó del respaldo y la sostuvo entre las dos. Me invadió una gratitud angelical, como si realmente hubiera alcanzado otro nivel de existencia. Me pareció que no era necesario más reconocimiento, no era posible más intimidad.

El último himno:

Cuán bella es esta historia,

mi tema de victoria

es esta antigua historia…

Los negros nos guiaban, todos menos el más menudo que nos exhortaba con los brazos a elevar la voz. Al cantar, los feligreses se balanceaban a la vez. Un intenso olor vegetal a sudor, como el de las cebollas, un olor a excrementos de caballo, a estiércol de caballo, la sensación de ser capturada, atada y llevada lejos; una felicidad melancólica, cansada, que se elevaba como una nube. Había rechazado las hojas que el señor Buchanan y otros fieles repartían, pero me acordaba de las letras de los himnos y cantaba. Habría cantado cualquier cosa.

Pero cuando el himno se acabó, él me soltó la mano y fue a reunirse con un grupo de feligreses que se dirigían a la parte delantera, respondiendo a la invitación de hacer algo por Jesús y firmar o renovar una promesa, sellar la velada con un logro. No se me ocurrió que él quisiera hacerlo. Pensé que se había ido a buscar a alguien más. Hubo una gran confusión y por un momento lo perdí de vista. Me volví y salí del vestíbulo, bajé las escaleras, mirando varias veces alrededor, por si lo veía (pero lista para fingir que buscaba a otra persona, si lo sorprendía mirándome). Deambulé por la calle principal, mirando los escaparates. Él no se acercó.

Eso fue el viernes por la tarde. Durante el fin de semana él estuvo presente en mi mente como una red de circo extendida por debajo de todos mis pensamientos. La soltaba y caía en ella continuamente. Trataba de evocar la textura exacta de su piel al rozar la mía, de recordar con exactitud la distinta presión de sus dedos. Alargaba una mano frente a mi cara, sorprendida de lo poco que tenía que decirme. Tan evasiva como esas piezas de museo que han sido manejadas por reyes. Analizaba ese olor, separando los elementos familiares de los desconocidos. Lo imaginaba tal como lo había visto por primera vez al otro lado del vestíbulo, porque apenas lo vi después de que se deslizara a mi lado. Su cara obstinada, cautelosa, oscura. Su cara encerraba para mí todas las posibilidades de fiereza y ternura, orgullo y sometimiento, violencia, autonomía. Nunca vería en ella más de lo que había visto la primera vez, porque lo vi todo entonces. Todo aquello que amaría en él, y que nunca aprehendería ni explicaría.

No sabía cómo se llamaba, ni de dónde era, ni si volvería a verlo.

El lunes, después del colegio, bajaba por John Street con Jerry cuando nos tocaron una bocina y por la ventanilla de una vieja furgoneta se asomó esa cara, polvorienta de cascarilla. No había cambiado ni menguado a la luz del día.

—Las enciclopedias —le dije a Jerry—. Debe dinero a mamá. Tengo que hablar con él. No me esperes.

Mareada ante esa reaparición esperada aunque imprevista, una sólida intrusión de lo legendario en el mundo real, me subí a la furgoneta.

—Supuse que ibas al instituto.

—Ya casi he acabado —dije rápidamente.

—Ha sido una suerte verte. He de volver al almacén de madera. ¿Por qué no me esperaste la otra noche?

—¿Adónde fuiste? —pregunté, como si no lo hubiera visto.

—Tuve que ir a la parte delantera. Había demasiada gente.

Me di cuenta entonces de que «tuve que ir a la parte delantera» significaba que había ido a firmar una tarjeta con una promesa, o a que lo salvara el predicador evangélico. Era típico de él, decir todo eso de forma ambigua. Él nunca me lo explicaría a menos que tuviera que hacerlo. Lo que le sonsaqué esa primera tarde en la furgoneta, y después, fue una concatenación de hechos simples, ofrecidos por lo general en respuesta a mis preguntas. Se llamaba Garnet French, vivía en una granja más allá de Jericho Valley pero trabajaba en Jubilee, en el almacén de madera. Había estado cuatro meses en la cárcel, hacía dos años, por su papel en una horrible pelea, delante de una cervecería de Porterfield, en la que un hombre había perdido un ojo. En la cárcel lo había visitado un pastor baptista que lo había convertido. Había dejado los estudios solo empezar la secundaria, pero en la cárcel le habían permitido hacer un par de cursos más, porque pensó que tal vez podría estudiar en el centro de estudios bíblicos y convertirse él mismo en pastor baptista. Hablaba sin apremio de esa meta. Tenía veintitrés años.

Al primer lugar que me pidió que lo acompañara fue a una reunión de la Asociación de Jóvenes Baptistas. O tal vez nunca me lo pidió, solo dijo: «Está bien, te recogeré después de cenar», y recorrió en coche esa corta distancia y me condujo, aturdida y callada, al último lugar de Jubilee, con la excepción seguramente del prostíbulo, al que esperaba ir.

Eso era lo que haría cada lunes por la noche durante toda la primavera y entrado el verano, sentarme en un banco en mitad de la iglesia baptista, sin llegar a acostumbrarme nunca, sintiéndome sola y perpleja como alguien arrojado de un barco en un naufragio. Él nunca me preguntó si quería estar allí, qué pensaba de ello una vez que estaba allí, nada. Una vez dijo:

—Seguramente habría vuelto a la cárcel si no hubiera sido por la Iglesia baptista. Eso es todo lo que sé y es suficiente para mí.

—¿Por qué habrías vuelto?

—Por la costumbre de beber y pelear que tenía.

En la parte trasera de los bancos baptistas había restos de chicle viejo, negro plateado y duro como el hierro. La iglesia tenía un olor acre, como una cocina fregada con agua gris y con bayetas secándose detrás de los fogones. Los jóvenes no tenían nada de jóvenes. Había una mujer llamada Caddie McQuaig que trabajaba en la carnicería Monk, echando trozos de carne cruda a la picadora o cortando a tajos una pata de vaca, con un delantal blanco ensangrentado, y que era corpulenta y jovial como el mismo Dutch Monk. Ahí estaba, sumisa y atenta, con un vestido de organdí floreado, las manos bien restregadas sobre el órgano de fuelle y el cabello cortado a lo garçon dejando ver su cuello rojo. Había un par de hermanos bajos y con cara de mono que venían del campo, Ivan y Orrin Walpole, que hacían trucos gimnásticos. Y una chica muy pechugona y con el cutis descarnado que había trabajado con Fern Dogherty en la oficina de correos; Fern siempre la llamaba Holy Betty. Y las dependientas de la tienda de Chainway, con su polvorienta palidez Chainway, que eran las peor pagadas y se encontraban en lo más bajo de la escala social de todas las dependientas de Jubilee. Una de ellas, no recuerdo cuál, se suponía que había tenido un hijo.

Garnet era el presidente. A veces dirigía una oración, empezando con una voz firme y educada: «Padre nuestro que estás…». El calor de primeros de mayo había desaparecido y la fría lluvia de primavera limpiaba las ventanas. Yo tenía esa extraña e inequívoca sensación de estar en un sueño del que acabaría despertando. En casa, en la mesa de la sala de estar, estaban mis libros abiertos y el poema, «Andrea del Sarto», que había estado leyendo antes de salir y que seguía dando vueltas en mi cabeza:

Una grisura común que platea todo,

todo con una luz crepuscular, a ti y a mí incluidos…

Después de lo que llamaban el culto de adoración, bajábamos al sótano de la iglesia donde había una mesa de ping-pong. Se organizaba un campeonato mientras Caddie McQuaig y una de las chicas de Chainway desenvolvían los sándwiches que habían traído de casa y preparaban chocolate caliente en un hornillo eléctrico. Garnet enseñaba a la gente a jugar a ping-pong, alentaba a las chicas de Chainway que apenas parecían tener fuerzas suficientes para levantar la pala, bromeaba con Caddie McQuaig, quien, una vez que bajaba al sótano, se volvía igual de bulliciosa que en la carnicería.

—Me preocupa verte sentada en ese taburete frente al órgano, Caddie.

—¿Cómo dices? ¿Qué te preocupa?

—Verte allí sentada en ese taburete de órgano. Parece demasiado pequeño para ti.

—¿Crees que corre peligro de desaparecer? —Su voz fuerte, indignada y encantada, la cara roja como carne fresca.

—Vamos, Caddie, nunca se me pasaría eso por la cabeza —dijo Garnet cabizbajo, pesaroso.

Yo sonreía a todos, pero estaba celosa y horrorizada, esperando que todo terminara, lavaran las tazas de chocolate y apagaran las luces de la iglesia, y Garnet me llevara a la furgoneta. Entonces recorreríamos ese camino embarrado que pasaba por delante de la casa de Pork Childs («Conozco a Pork, y sé que me prestará una cadena y me sacará de aquí si me quedo encallado», decía Garnet, y la sola idea de estar en igualdad de condiciones desde un punto de vista social que Pork Childs, que era, por supuesto, baptista, me producía esa desazón silenciosa y ya familiar). Al final no importaba nada. La irrealidad, y la vergüenza y el tedio interminables de la tarde, se desvanecían en la cabina de la furgoneta, en el olor de sus viejos asientos divididos, el pienso para pollos y la visión de las mangas enrolladas de Garnet dejando ver sus antebrazos desnudos, sus manos, relajadas y vigilantes sobre el volante. La lluvia negra en las ventanillas cerradas nos resguardaba. O, si había dejado de llover, bajábamos las ventanillas y sentíamos el aire suave y fecundo cerca del río invisible, inhalábamos el olor de la menta aplastada bajo las ruedas de la furgoneta, donde dejábamos el camino para aparcar. Nos metíamos despacio entre los matorrales, que arañaban el capó. La furgoneta se detenía con un último pequeño bote que parecía una señal de logro, de autorización; los faros, que cortaban débilmente la densidad de la noche, se apagaban, y Garnet se volvía siempre hacia mí con el mismo suspiro, la misma expresión seria y velada, y cruzábamos al otro lado, adentrándonos en un lugar donde la seguridad era perfecta, donde ningún movimiento dejaba de producirnos deleite; no había cabida para la decepción. Solo enferma con fiebre había experimentado esa sensación de flotar, lánguida y protegida, y al mismo tiempo con un poder ilimitado. Seguíamos en los preliminares del sexo, dando rodeos, retrocediendo, titubeando, no porque estuviéramos asustados o porque hubiéramos impuesto alguna clase de prohibición sobre «no ir demasiado lejos» (algo tan explícito, en ese lugar y con Garnet, era casi inimaginable) sino porque como en el juego de nuestras manos en el respaldo de la silla, sentíamos la obligación de ir sin prisas, de hacer tímidas retiradas, solemnes y temporales, ante la perspectiva de tanto placer. La misma palabra, «placer», había cambiado para mí; solía pensar en ella como una palabra suave que describía una autoindulgencia más bien discreta; de pronto parecía explosiva, con las tres letras de la primera sílaba saliendo a presión como fuegos artificiales y terminando en la meseta de la última sílaba, su ronroneo soñador.

Después de esas sesiones junto al río volvía a casa y no podía conciliar el sueño, a veces hasta el amanecer, no por la tensión no liberada, como cabría esperar, sino porque tenía que revivir, no podía soltar, los grandes dones que había recibido, esas maravillosas gratificaciones: labios en las muñecas, en el interior del codo, los hombros, los pechos, manos en la barriga, en los muslos, entre las piernas. Regalos. Muchos y variados besos, roces de la lengua, ruidos suplicantes y agradecidos. Audacia y revelación. La boca francamente cerrada alrededor del pezón parecía hacer un voto de inocencia, de indefensión, no porque imitara la de un bebé sino porque no temía el absurdo. El sexo me parecía rendición, no de la mujer al hombre, sino de la persona al cuerpo, un acto de fe pura, la libertad en la humildad. Yacía inundada de esas implicaciones y descubrimientos, como alguien suspendido en agua clara, tibia e irresistiblemente en movimiento, toda la noche.

Garnet también me llevaba a partidos de béisbol, que a veces se jugaban poco después de llover. Tenían lugar por la noche, en los parques de atracciones del final de Diagonal Road y en los pueblos vecinos. Garnet era el primera base del equipo de Jubilee. Todos los jugadores llevaban uniformes rojos y grises. En todos los campos había gradas destartaladas y vallas pintadas con viejos anuncios de refrescos y cigarrillos. Nunca se llenaba más de un tercio de las gradas. Iban ancianos, los mismos que siempre veías sentados en el banco largo frente al hotel, o que jugaban en verano a las damas en el tablero de cemento pintado que había detrás del cenotafio, o que salían a inspeccionar la crecida del río Wawanash todas las primaveras, y se quedaban asintiendo y haciendo comentarios como si ellos mismos la hubieran causado. Los chicos de diez u once años se sentaban en la hierba junto a la valla, fumando. El sol a menudo salía después de un largo día encapotado y recorría el campo en tranquilas franjas doradas. Yo me sentaba en las gradas con las mujeres —unas cuantas novias y jóvenes esposas—, que gritaban y daban botes. Nunca gritaba. Estaba tan fascinada con el béisbol como con la iglesia baptista, pero allí no me sentía incómoda. Me gustaba pensar en ese ritual masculino como un preludio del nuestro.

Todavía estudiaba, alguna tarde. Aprendía cosas. No había olvidado hacerlo. Pero me sumía en fantasías que duraban media hora. Todavía quedaba con Jerry en el restaurante Haines.

—¿Por qué sales con ese neandertal?

—¿Qué quieres decir con neandertal? Es cromañón —dije, en un alegre y vergonzoso acto de traición.

Pero Jerry no tenía mucho tiempo para pensar en mí. Las decisiones acerca de su futuro pesaban sobre él.

—Si voy al McGill… —decía—. Por otra parte, si voy a Toronto…

Tenía que estudiar las becas que más probabilidades tenía de obtener, así como hacer planes para el futuro; qué universidad le permitiría acceder a la mejor facultad de posgrado de Estados Unidos. Me interesé en ello. Miré los calendarios y comparé con él las alternativas mientras daba vueltas mentalmente a los dulces detalles de mi último encuentro con Garnet.

—Sigues pensando en ir a la universidad, ¿verdad?

—¿Por qué no iba a hacerlo?

—En ese caso, será mejor que vayas con cuidado. No estoy siendo sarcástico. No tengo celos. Solo lo digo por tu bien.

Mi madre también lo pensaba.

—Sé quiénes son los French. Viven más allá de Jericho Alley. No encontrarás un lugar más humilde y dejado de la mano de Dios.

No le hablé de los Jóvenes Baptistas, pero ella se enteró.

—No puedo entenderlo —dijo—. Creo que se te han ablandado los sesos.

—¿No puedo ir a donde me dé la gana? —repliqué con aspereza.

—Ese chico te ha dejado confundida. Tú con tu inteligencia. ¿Piensas vivir en Jubilee toda tu vida? ¿Quieres ser la mujer del empleado de un almacén de madera? ¿Quieres unirte a los grupos de ayuda de las mujeres baptistas?

—¡No!

—Bueno, solo trato de abrirte los ojos. Por tu bien.

Cuando Garnet venía a nuestra casa ella lo trataba con cortesía, le hacía preguntas sobre el almacén de madera. Él la llamaba «señora» a secas, como hacíamos Jerry y yo en nuestras parodias de la gente de campo.

—Bueno, no sé realmente tanto sobre el negocio, señora —decía, educado y sereno.

Cualquier intento de esa clase de conversación general, cualquier intento de hacerle teorizar, sistematizar o pensar en esa dirección, era recibido con una expresión en blanco ligeramente airada, superior. Él no soportaba a la gente que utilizaba palabras rimbombantes o que hablaba sobre temas que quedaban fuera de su vida. No soportaba a la gente que trataba de relacionar cosas. Puesto que ése había sido un gran pasatiempo para mí, ¿por qué no me odiaba? Tal vez yo lograba ocultarle cómo era. O, lo más probable, él me reinventó, tomando de mí solo lo que necesitaba, lo que le convenía. Eso era lo que hacía yo con él. Me gustaba su lado oscuro, su lado extraño, el que no conocía, no el del baptista regenerado; o, más bien, veía el baptista, del que tan orgulloso se sentía él, como una máscara con la que jugaba y de la que podía deshacerse fácilmente. Trataba de hacerle hablar sobre la pelea frente a la taberna de Porterfield, sobre su estancia en la cárcel. Prestaba atención a la vida de sus instintos, nunca a sus ideas.

Traté de sonsacarle por qué se había acercado a mí esa tarde en la reunión evangélica.

—Me gustaste físicamente.

Eso era todo lo que iba a conseguir.

Nada que pudiéramos decir nos acercaría; las palabras eran nuestros enemigos. Lo que averiguáramos el uno del otro solo nos confundiría. Eso era lo que se conocía como «solo sexo» o «atracción física». Me sorprendía, cuando pensaba en ello —sigue sorprendiéndome— el tono ligero, incluso displicente, que se adopta, como si fuera algo que se encuentra fácilmente, todos los días.

Me llevó a conocer a su familia. Era un domingo por la tarde. Los exámenes empezaban el lunes y le dije que quería estudiar, y él replicó:

—No puedes hacerme eso. Mamá ya ha matado dos pollos.

La persona que podía estudiar ya se había perdido en realidad, se había quedado fuera. Con Garnet en la habitación, no habría entendido nada de ningún libro, ni puesto una palabra detrás de otra. Era todo lo que podía hacer cuando leía las palabras de una valla publicitaria desde el coche. Era justo lo contrario de salir con Jerry. Y ver el mundo denso y complicado pero atractivamente vacío de secretos; el mundo que veía con Garnet no era muy distinto del que creía que veían los animales, un mundo sin nombres.

Había recorrido antes la carretera de Jericho Valley, con mi madre. En ciertas partes tenía el ancho justo para que pasara una furgoneta. Los rosales silvestres arañaban la cabina. Recorrimos millas a través de monte espeso. Había un campo lleno de tocones. Me acordaba de él y de mi madre diciendo: «Antes todo era así, todo el campo. No han avanzado mucho desde los primeros colonos. Tal vez son demasiado perezosos. O la tierra no vale nada. O una combinación de ambas cosas».

Los esqueletos de una casa y un cobertizo reducidos a cenizas.

—¿Te gusta nuestra casa? —preguntó Garnet.

Su verdadera casa estaba situada en una hondonada, con grandes árboles tan pegados alrededor que no alcanzabas a verla entera; lo que veías eran los aleros de tablillas marrones descoloridas y el porche, pintado de amarillo hacía tanto tiempo que la pintura solo eran vetas sobre la madera astillada. Al entrar en el patio y dar la vuelta hubo una gran revuelo de pollos, y dos perros grandes se acercaron ladrando y saltaron sobre las ventanillas bajadas de la furgoneta.

Dos chicas, de nueve y diez años, saltaban en un somier que llevaba en el patio el tiempo suficiente para dejar pálida la hierba. Pararon y se quedaron mirando. Garnet me condujo por delante de ellas sin presentármelas. No me presentó a nadie. Los miembros de su familia aparecían —yo no estaba segura de quiénes eran familiares cercanos y quiénes tíos o primos— y se ponían a hablar con él, mirándome de reojo. A veces averiguaba cómo se llamaban oyéndolos hablar a unos con otros, y nunca se dirigían a mí por mi nombre.

Había una chica que me parecía haber visto en el instituto. Iba descalza y vistosamente maquillada, y se balanceaba malhumorada alrededor de uno de los postes del porche.

—¡Mira a Thelma! —exclamó Garnet—. Cuando Thelma se pinta los labios utiliza toda la barra. Si algún chico la besara se quedaría enganchado. No podría despegarse.

Thelma llenó de aire sus mejillas empolvadas y con colorete, y soltó un sonido grosero.

Salió una mujer baja y redonda de aspecto airado, con unas zapatillas de deporte sin cordones. Tenía los tobillos tan hinchados que sus piernas parecían totalmente redondas, como cañerías. Fue la primera persona que se dirigió a mí directamente.

—Tú eres la hija de la señora de las enciclopedias. Conozco a tu mamá. ¿No has encontrado ningún sitio donde sentarte?

Apartó a un niño con un gato de una mecedora y esperó a que me sentara. Ella lo hizo en el primer escalón, y empezó a dar instrucciones a gritos y a reprender a todos.

—¡Encerrad a los pollos en la parte trasera! ¡Traedme una lechuga, cebolletas y rábanos del huerto! ¡Lila! ¡Phyllis! ¡Dejad de saltar! ¿No se os ocurre nada mejor que hacer? ¡Boyd, baja de ese camión! ¡Encargaos de que baje de ese camión! El otro día metió una marcha y cruzó el patio, y no chocó contra el porche por un pelo.

Sacó un paquete de tabaco y papel de liar de los bolsillos de su delantal.

—No soy baptista, así que puedo disfrutar de un cigarrillo de vez en cuando. ¿Tú eres baptista?

—No. Voy con Garnet.

—Garnet se metió después de los problemas que tuvo… ¿conoces los problemas que tuvo Garnet?

—Sí.

—Bueno, se metió después de los problemas que tuvo y nunca he dicho que no sea bueno para él, pero tiene ideas estrictas. Aquí éramos… somos, de la Iglesia unida, pero queda bastante lejos en coche y a veces estoy trabajando. El domingo es un día más en un hospital. —Me dijo que trabajaba en el Porterfield Hospital, como auxiliar clínica—. Entre Garnet y yo mantenemos a la familia. Las granjas como ésta no dan para vivir.

Me habló de accidentes, de un niño envenenado al que habían llevado al hospital y que se había puesto negro como el betún, de un hombre con una mano aplastada, de un chico que se había clavado un anzuelo en un ojo. Me habló de un brazo que colgaba del codo por una tira de piel. Garnet había desaparecido. En la esquina del porche había un hombre con un mono de trabajo, enorme y amarillo como un buda, pero sin una expresión tan pacífica. No paraba de arquear las cejas y enseñar los dientes en una sonrisa que enseguida se desvanecía. Pensé que era un comentario sardónico sobre las historias del hospital, hasta que me di cuenta de que era un tic facial.

Las niñas habían dejado de saltar sobre el somier y se acercaron a su madre para ofrecerle los detalles que podían faltarle. Los chicos empezaron a pelearse en el patio, rodando por la tierra dura, salvajes, silenciosos, su espalda desnuda tan marrón y lisa como la corteza por dentro.

—¡Voy a ir a buscar un cazo de agua hirviendo! —advirtió la madre—. ¡Os escaldaré la piel hasta arrancárosla!

—¿Le gustaría ver el riachuelo? —preguntó una de las niñas.

Se refería a mí. Me llevaron al riachuelo, un hilillo de agua marrón entre las piedras planas y blancas. Me enseñaron hasta dónde llegaba en primavera. Un año había inundado la casa. Me llevaron al pajar para enseñarme una familia de gatitos naranja y negros que aún no habían abierto los ojos. Me hicieron cruzar el establo vacío y me enseñaron las vigas y palos provisionales que apuntalaban el cobertizo.

—Si alguna vez hay un huracán se derrumbará.

Saltaron por el establo inventándose una canción:

—El viejo cobertizo se está derrumbando, derrumbando…

Me enseñaron la casa. Las habitaciones eran amplias, de techos altos y con pocos y extraños muebles. Había una cama de latón en lo que parecía ser un salón, y montones de ropa y colchas en las esquinas, en el suelo, como si la familia acabara de mudarse. Muchas ventanas no tenían cortinas. El sol entraba en las altas habitaciones a través de los árboles que apenas se movían, de modo que las paredes estaban cubiertas de sombras flotantes de hojas. Me enseñaron las marcas que había dejado la crecida en las paredes, y las fotos de revistas que habían cortado y pegado. Eran de estrellas de cine y de unas señoras con unos preciosos vestidos etéreos que anunciaban compresas higiénicas.

En la cocina la madre lavaba las hortalizas.

—¿Te gustaría vivir aquí? A la gente de la ciudad le parece muy rudimentario, pero siempre tenemos suficiente para comer. El aire es puro, en verano al menos, puro y fresco junto al riachuelo. Fresco en verano y resguardado en invierno. No conozco una casa mejor situada.

Todo el linóleo era negro y con bultos, solo quedaban islotes del viejo dibujo debajo de la mesa y junto a las ventanas, donde no se pisaba tanto. Reconocí ese olor gris del pollo a la cazuela.

Garnet abrió la puerta mosquitera que daba al patio trasero y se detuvo a contraluz. Iba con pantalones de trabajo y sin camisa.

—He de enseñarte algo.

Salimos al porche trasero con sus hermanas y me hizo levantar la vista. Tallado en la base de una de las vigas del techo había una lista de nombres de chica, cada uno con una X al lado.

—¡Son las novias de Garnet! —gritó una de las hermanas, y soltaron risitas entusiasmadas, pero Garnet leyó con voz solemne:

—¡Doris McIver! Su padre tenía un aserradero, más allá de Blue River. Sigue teniéndolo. ¡Si me hubiera casado con ella ahora sería rico! Dulie Fatherstone. Era católica, trabajaba en la cafetería del hotel Brunswick.

—Si te hubieras casado con ella habrías sido pobre —dijo su madre de forma elocuente—. ¡Ya sabes lo que el Papa les dice que hagan!

—Tú no lo hiciste tan mal sin el Papa, mamá… Margaret Fraleigh. Era pelirroja.

—No puedes fiarte de esa clase de temperamento.

—Tenía el temperamento de un pollito. Thora Willoughby. Trabajaba en la taquilla del Lyceum Theatre. Ahora vive en Brantford.

—¿Qué significa la X, hijo? ¿La pusiste cuando dejaste de salir con ellas?

—No, mamá.

—Entonces, ¿qué significa?

—¡Es un secreto militar!

Garnet se subió de un salto a la barandilla del porche —pese a la advertencia de su madre de «¡No aguantará tu peso!»— y empezó a tallar algo al final de la lista. Era mi nombre. Cuando terminó, lo rodeó de estrellas y trazó una línea debajo.

—Creo que he llegado al final.

Cerró la navaja y bajó de un salto.

—¡Bésala! —dijeron sus hermanas riéndose como locas, y él me abrazó.

—¡La está besando en la boca, mira a Garnet, la está besando en la boca!

Se apiñaron cerca y Garnet las apartó con una mano sin dejar de besarme. Luego empezó a hacerme cosquillas y tuvimos una gran pelea de cosquillas en la que las hermanas se pusieron de mi parte, y tratamos de inmovilizar a Garnet contra el suelo del porche, pero él logró zafarse al final y corrió hacia el cobertizo. Entré en la casa y, orgullosa, le pregunté a su madre en qué podía ayudar.

—Te mancharás el vestido —dijo ella, pero cedió y me dejó trocear los rábanos.

Para cenar comimos pollo a la cazuela, no demasiado duro y con una buena salsa para ablandarlo, bolas de masa ligera, patatas («¡Lástima que no sea la época de las patatas nuevas!»), galletas de harina redondas y planas, judías y tomates en conserva, varias clases de encurtidos y boles de cebolletas, rábanos y lechuga, todo en vinagre, un pesado pastel de melaza y confitura de mora. Éramos doce alrededor de la mesa; Phyllis contó. A lo largo de un lado todos estaban sentados sobre tablones apoyados en dos caballetes que hacían las veces de banco. Yo me senté en una silla barnizada que habían traído del salón. Al corpulento hombre de amarillo lo hicieron levantar del porche y lo sentaron a la cabecera de la mesa; era el padre. Garnet volvió del cobertizo con un hombre mayor pero ágil que comentó que no había pegado ojo en toda la noche por el dolor de muelas.

—Es mejor que no pruebes el pollo —le dijo Garnet, con fingida solicitud—. ¡Te daremos leche caliente y te meteremos en la cama!

El hombre mayor comió con apetito mientras explicaba que había probado el aceite de clavo caliente.

—Y algo más fuerte. ¡Os apuesto mi anillo de bodas! —dijo la madre de Garnet.

Me senté entre Lila y Phyllis, que habían empezado a pelearse en broma, negándose a pasarse nada y escondiendo la mantequilla debajo de un plato. Garnet y el hombre mayor contaron una historia sobre un granjero holandés de la vecindad que había pegado un tiro a un mapache creyendo que era un animal peligroso del bosque. Tomamos té. Phyllis destapó disimuladamente el salero y echó sal en el azucarero, y se lo pasó al hombre mayor. Su madre lo agarró justo a tiempo.

—¡Algún día te desollaré viva! —prometió.

No podía negar que me sentía feliz en esa casa.

Se me ocurrió decir a Garnet, ya de regreso: «Me gusta tu familia», pero me di cuenta de lo extraño que le parecería, porque, siendo parte de ella, nunca se le había pasado por la cabeza que no me gustara. Pronunciar esa clase de sentencias en su presencia parecía afectado y pretencioso.

La furgoneta se averió poco después de que dejáramos la calle principal de Jubilee. Garnet bajó y miró el motor, y dijo que le parecía que era la transmisión. Le propuse que durmiera en el sofá de nuestra sala de estar, pero vi que él no quería, por mi madre; respondió que prefería quedarse en casa de un amigo suyo que trabajaba en el almacén de madera.

Como nuestra llegada a casa no había sido anunciada por el ruido de la furgoneta pudimos rodearla y aplastarnos contra la pared, y besarnos y hacer el amor. Siempre había pensado que nuestra unión final sería precedida por una especie de pausa especial, un principio ceremonial, como un telón que se levanta en el último acto de una pieza de teatro. Pero no hubo nada de eso. Cuando me di cuenta de que él iba a seguir adelante, yo quería tumbarme en el suelo, quería quitarme las medias que tenía alrededor de los pies, quería quitarme el cinturón del vestido cuya hebilla él me apretaba dolorosamente en la barriga. Pero no hubo tiempo. Abrí las piernas todo lo que pude, con las medias colgando de los pies, y me sostuve contra la pared de casa tratando de mantener el equilibro. A diferencia de lo que habíamos hecho hasta entonces, eso requería esfuerzo y atención. También me dolió, aunque sus dedos me habían abierto antes. Tuve que sujetarle los pantalones, con todo lo demás, por miedo a que pasara alguien por la calle y el blanco resplandeciente de sus nalgas nos delatara. Sentía un dolor insoportable en los puentes de los pies. Justo cuando consideré pedirle que parara, que esperara al menos a que apoyara un segundo las plantas en el suelo, él gimió y me empujó con violencia, y se desplomó contra mí con el corazón palpitándole con fuerza. Yo no estaba bien apoyada para recibir su peso y los dos nos caímos, por separado, sobre el parterre de peonías. Me llevé una mano a la pierna mojada y la aparté manchada. Sangre. Cuando vi la sangre, la gloria de todo el episodio se hizo evidente.

A la mañana siguiente rodeé la casa para echar un vistazo a las peonías rotas y vi una pequeña mancha de sangre, sí, sangre reseca en la tierra. Tenía que decírselo a alguien. Le comenté a mi madre:

—Hay sangre en el suelo a un lado de la casa.

—¿Sangre?

—Ayer vi un gato destrozando un pájaro. Era un gran gato callejero. No sé de dónde salió.

—Bestias malvadas.

—Ven a verlo.

—¿Cómo? Tengo mejores cosas que hacer.

Ese día empezamos los exámenes. Nos presentamos Jerry y yo, junto con Murray Heal y George Klein, que iban a ser dentista e ingeniero, respectivamente, y June Gannett, cuyo padre la había obligado a hacer el examen de ingreso a la universidad antes de dejar que se casara con un chico de pecho hueco y aspecto disoluto que trabajaba en el Bank of Commerce. También había dos chicas del campo, Beatrice y Marie, que pensaban ir a la facultad de magisterio.

El director rompió el sello delante de nosotros y firmamos el juramento de que no había sido roto antes. Estábamos solos en el instituto, ya que habían mandado a casa de vacaciones a todos los alumnos de los cursos inferiores. Los pasillos resonaban con nuestras voces y nuestros pasos. Hacía calor en el edificio, y olía a pintura. Los porteros habían sacado todos los pupitres de un aula y los habían amontonado en el pasillo; estaban barnizando el suelo.

Me sentía muy distanciada de todo ello. El primer examen era sobre literatura inglesa. Empecé a escribir sobre «L’Allegro» e «Il Penseroso». Entendía perfectamente el enunciado de la pregunta, pero, por alguna razón, no podía afirmar que significara realmente eso, parecía absurdo, oblicuo y siniestro como alguna frase de un sueño. Escribí muy despacio. De vez en cuando me detenía, arrugaba la frente o flexionaba los dedos, tratando de infundirme apremio, pero era inútil. No podía ir más deprisa. Llegué al final, pero no tuve tiempo, ni energía, ni ganas siquiera de revisarlo. Sospechaba que había dejado sin contestar parte de una pregunta; deliberadamente no miré el examen para ver si era cierto.

Sentía una radiante sensación de trascendencia, una grandeza física. Me movía lánguidamente, exagerando una ligera incomodidad. Recordaba, una y otra vez, la cara de Garnet, tanto concentrada por el esfuerzo como en el instante del triunfo, antes de que nos desplomáramos. Me maravillaba que yo pudiera ser el motivo de tanto dolor y liberación.

Beatrice, una de las chicas del campo, había llegado en el coche de su familia porque ya no funcionaban los autocares del colegio. Me preguntó si quería tomar una Coca-Cola con ella en el autoservicio que acababan de inaugurar, una herrería restaurada y pintada de nuevo en el extremo sur de la ciudad. Me lo preguntó porque quería saber mis respuestas. Era una chica corpulenta y aplicada que llevaba vestidos de velarte abotonados por delante. Naomi y yo solíamos reíamos de ella porque iba al colegio en invierno con pelos blancos de caballo en el abrigo.

—¿Qué has puesto en ésta? —me preguntó, y leyó despacio: «Los hombres ingleses del siglo XVIII valoraban la elegancia formal y la estabilidad social. Desarróllalo en referencia a un poema del siglo XVIII».

Yo estaba pensando en que si me bajaba del coche y caminaba hasta el final del aparcamiento de grava donde estábamos aparcadas, saldría a la calle que pasaba por detrás del almacén de madera. Los empleados aparcaban allí sus coches. Si me acercaba y me plantaba en mitad de la calle, podría ver la valla trasera, la entrada, el techo del cobertizo abierto y alargado, y la parte superior de varios montones de madera. En la ciudad había ciertos lugares marcados —el almacén de madera, la iglesia baptista, la estación de servicio donde Garnet ponía gasolina, el barbero donde se cortaba el pelo, las casas de sus amigos— y, ensartadas entre esos lugares, las calles por las que él habitualmente conducía aparecieron en mi mente como cables de colores.

Ese fue el final de todos nuestros primeros y dulces tanteos en la furgoneta esperando la ocasión propicia. En adelante hicimos el amor en serio. Hicimos el amor en el asiento de la furgoneta con la puerta abierta, debajo de los matorrales y en la hierba nocturna. Cambiaron muchas cosas. Al principio yo estaba aturdida, abrumada por la importancia, el nombre y la noción de lo que estábamos haciendo. Luego tuve un orgasmo. Sabía que se llamaba así por el libro de Naomi, y sabía cómo era porque yo misma había descubierto tales arrebatos, hacía tiempo, con muchos amantes imaginarios impacientes y realmente voraces. Pero me asombró alcanzarlo en compañía, por así decirlo; era una cosa casi demasiado privada, incluso solitaria, que se encuentra en el corazón del amor. De modo que rápidamente se convirtió en la meta que había que alcanzar; no podía comprender cómo nos habíamos parado en seco antes. Habíamos llegado a otro nivel, más consistente, menos milagroso, en el que se debe distinguir la causa del efecto, y el amor empieza a fluir siguiendo unas pautas deliberadas.

Nunca hablábamos de nada de todo eso.

Ese fue el primer verano que mi madre y yo nos quedamos en Jubilee en lugar de ir a Flats Road. Mi madre dijo que no se sentía con ánimos, y de todos modos ellos parecían encantados como estaban, mi padre, Owen y tío Benny. A veces yo iba a verlos. Bebían cerveza sentados a la mesa de la cocina y limpiaban huevos con un estropajo de aluminio. El negocio de la cría de zorros había terminado, porque el precio de las pieles había bajado demasiado después de la guerra. Los zorros habían desaparecido junto con sus corrales, y mi padre los estaba reemplazando con aves de corral. Yo me sentaba y limpiaba huevos también. Owen se tomaba media botella de cerveza. Cuando yo pedía permiso para beber, mi padre respondía:

—No, a tu madre no le gustaría.

—Nada bueno puede venir de una chica que bebe cerveza —decía tío Benny.

Eso mismo era lo que había oído decir a Garnet, con esas mismas palabras.

Yo frotaba el suelo, limpiaba las ventanas, tiraba a la basura la comida en mal estado y forraba los armarios con papel limpio, trabajando con aire agraviado y ofendido. Owen me gruñía, para demostrar lo hombre que era, y estiraba los pies con aire de señor y solo los movía lo mínimo cuando le decía: «Apártate que quiero limpiar aquí. ¡Apártate!». A veces le daba una patada o él me hacía una zancadilla, y nos enzarzábamos en una pelea a patadas y puñetazos. Tío Benny se reía de nosotros, a su manera avergonzada y atragantada, pero mi padre le ordenaba a Owen que dejara de pelear con una chica y le hacía salir. Mi padre me trataba con educación, elogiaba mis labores domésticas, pero nunca bromeaba conmigo como hacía con las chicas que vivían en Flats Road, con la hija de los Potter, por ejemplo, que había dejado el colegio al final de octavo y ahora trabajaba en la fábrica de guantes de Porterfield. Me daba su aprobación y en cierto modo se sentía ofendido por mí. ¿Creía que mi ambición demostraba una falta de orgullo?

Mi padre dormía en el sofá de la cocina, no en el piso de arriba donde había dormido siempre. En el estante de encima, junto a la radio y el tintero, había tres libros —El esquema de la historia de H. G. Wells, Robinson Crusoe, y una colección de artículos de James Thurber—. Leía los mismos libros una y otra vez, hasta que se quedaba dormido. Nunca hablaba de lo que leía.

Yo regresaba andando a la ciudad a media tarde, cuando el sol, aunque le faltaba un par de horas para ponerse, arrojaba una larga sombra sobre la carretera de grava que se extendía ante mí. Observaba esa extraña figura alargada con la cabeza redonda, pequeña y lejana (una tarde, sin nada que hacer, me había cortado el pelo), y me parecía la sombra de una chica africana desconocida e imponente. Nunca miraba las casas de Flats Road, nunca miraba los coches que pasaban por mi lado, levantando polvo. No veía más que mi propia sombra flotando sobre la grava.

Entraba en casa de noche, dolorida en lugares inesperados —siempre tenía un dolor en la parte superior del pecho y en los hombros—, y húmeda y asustada de mi propio olor, y me encontraba a mi madre sentada en la cama, con la luz brillando sobre su tierno cuero cabelludo a través de su pelo, la taza de té enfriada en la mesilla de noche, junto con otras tazas abandonadas ese día o el día anterior —a veces se quedaban allí hasta que la leche se agriaba—, y me leía los catálogos de las universidades que había pedido.

—Te diré lo que yo haría… —Ya no tenía miedo de Garnet; se desvanecía a la clara luz de mi futuro—. Escogería astronomía y griego. Griego, siempre he tenido un deseo secreto de aprender griego.

Astronomía, griego, lenguas eslavas, filosofía de la Ilustración…, me las lanzaba mientras yo me quedaba de pie en el umbral. No lograba retener esas palabras en mi cabeza. Tenía que pensar en la oscuridad, no muy profunda, en el vello de los brazos de Garnet, extendiéndose tan paralelos que parecían peinados, los bultos de sus estrechas muñecas, el ceño relajado con que conducía la furgoneta, y esa expresión en particular, mezcla de apremio y sentido práctico, con que me llevaba por el monte o a lo largo de la orilla del río buscando un lugar donde tumbarnos. A veces no esperábamos siquiera a que oscureciera totalmente. No me daba miedo que nos descubrieran, como tampoco me daba miedo quedarme embarazada. Todo lo que hacíamos parecía suceder fuera del alcance de los demás o de las consecuencias ordinarias.

Hablaba conmigo misma sobre mí misma, refiriéndome a mí como «ella». «Está enamorada. Acaba de volver de estar con su amante. Se ha entregado a su amante. El semen corre por sus piernas.» A menudo, en mitad de un día, sentía la urgencia de cerrar los ojos y dejarme caer allí donde estaba, y dormir.

En cuanto terminaron los exámenes, Jerry Storey y su madre se fueron de viaje por Estados Unidos. Durante el verano recibí de vez en cuando una postal con unas vistas de Washington D. C., Richmond, Virginia, el río Mississippi, el parque Yellowstone, con un breve mensaje escrito en el dorso, en alegres mayúsculas: «AVANZANDO POR LA TIERRA DE LA LIBERTAD ESTAFADOS POR LOS DUEÑOS DE LOS MOTELES, GARAJES, ETC. VIVIENDO A BASE DE HAMBURGUESAS Y CERVEZA AMERICANA PODRIDA, SIEMPRE LEO DAS KAPITAL EN RESTAURANTES PARA ASOMBRAR A NATIVOS. LOS NATIVOS NO REACCIONAN».

Naomi iba a casarse. Me telefoneó para decírmelo y me pidió que fuera a su casa. Mason Street seguía igual salvo por la casa de la señorita Farris, ocupada por una pareja recién casada que la había pintado de azul.

—Hola, desconocida —dijo Naomi con tono acusador, como si la ruptura de nuestra amistad hubiera sido idea mía—. Vas con Garnet French, ¿verdad?

—¿Cómo lo sabes?

—¿Creías que lo mantenías en secreto? ¿Ya eres baptista? De todos modos, es una mejora con respecto a Jerry Storey.

—¿Con quién te vas a casar?

—No lo conoces —respondió Naomi con desánimo—. Es de Tupperton. Bueno, en realidad es de Barrie pero ahora trabaja en Tupperton.

—¿A qué se dedica? —pregunté, solo por ser educada y mostrar interés.

Pero Naomi frunció el entrecejo.

—Bueno, no es un gran genio ni nada parecido. No fue a la universidad. Trabaja para la Bell Telephone. Es técnico de línea. Se llama Scott Geoghagen.

—¿Scott qué?

—Geoghagen. —Lo deletreó—. Más vale que me acostumbre a él porque será mi apellido. Naomi Geoghagen. Hace cuatro meses no había oído en mi vida ese apellido. Estaba saliendo con otro chico cuando lo conocí. Con Stuart Claymore. Se ha comprado un nuevo Plymouth, ahora que he dejado de salir con él. Ven y te enseñaré el ajuar.

Subimos las escaleras y pasamos por delante de la puerta de su padre.

—¿Cómo está?

—¿Quién, él? Hay tantos agujeros en su cabeza que los pájaros están poniendo huevos en ella.

Su madre apareció en lo alto de las escaleras traseras y nos acompañó hasta la habitación de Naomi.

—Hemos decidido que será una boda tranquila —dijo—. ¿Qué es una gran boda de todos modos? Solo es para exhibirse.

—Tienes que ser mi dama de honor —dijo Naomi—. Después de todo eres mi amiga más antigua.

—¿Cuándo será?

—Dentro de una semana a partir del próximo sábado —respondió su madre—. Vamos a celebrarlo en el jardín debajo de una espaldera, si el tiempo se mantiene. La iglesia unida nos prestará las sillas y hemos encargado la comida a W. A., aunque no necesitaremos gran cosa. Tendrás que hacerte un vestido, cariño. El de Naomi es azul pálido. Enséñale el traje, Naomi. Te quedaría bien de color coral.

Naomi me enseñó el vestido de boda, el conjunto para irse de luna de miel, y la ropa interior y el camisón para la noche de bodas. Se animó un poco al hacerlo. Luego abrió el baúl de su ajuar, y otro baúl y varios cajones, y sacó cajas del armario y me enseñó todo lo que había comprado para la casa. Yo estaba pensando con tristeza en que si era la dama de honor tendría que organizarle una fiesta para homenajearla antes de la boda, y decorar una silla con tiras de papel crepé rosa, cortar las cortezas de los sándwiches, y hacer rosas de rábano y espirales de zanahorias. Ella había comprado fundas de sábanas sencillas y bordado todo a mano, con guirnaldas de flores, cestas de fruta y niñas pequeñas con sombreros de ala ancha y regaderas.

—Bella Phippen te regalará un alfiletero —dije con nostalgia al pensar en los viejos tiempos en la biblioteca a la salida del colegio.

A Naomi le gustó la idea.

—Espero que sea verde, amarillo o naranja, porque son los colores que voy a utilizar para decorar.

Me enseñó los tapetes que había bordado a ganchillo de esos colores. Algunos los había vuelto rígidos con una solución de azúcar y agua, para que se levantaran los bordes, como cestas.

Su madre había bajado. Naomi lo dobló todo, cerró los cajones y las cajas, y me dijo:

—Bueno, ¿qué dicen de mí?

—¿Cómo?

—Vamos, en esta ciudad hay mucho bocaza suelto.

Se sentó pesadamente en la cama, haciendo un gran hoyo con su trasero. Recordé ese colchón, cómo cuando me quedaba a dormir siempre rodábamos hacia el centro y nos despertábamos dándonos patadas y cabezazos.

—Estoy embarazada, ¿sabes? No me mires con esa cara de tonta. Todo el mundo lo hace. Solo que no todo el mundo tiene la mala suerte de quedarse embarazado. Todo el mundo lo hace. Empieza a ser como decir hola. —Con los pies en el suelo se tumbó sobre la cama, puso las manos detrás de la cabeza y miró con los ojos entrecerrados la luz—. Esa lámpara está llena de bichos.

—Lo sé. Yo también lo he hecho —dije.

Se sentó.

—¿Lo has hecho? ¿Con quién? Con Jerry Storey. No sabría cómo hacerlo. ¿Con Garnet?

—Sí.

Se cayó hacia atrás de nuevo.

—Bueno, ¿y te gustó? —Parecía recelosa.

—Sí.

—Mejora con el tiempo. La primera vez me dolió un montón. Tampoco fue con Scott. Se puso algo, ya sabes. ¡Me dolió! Deberíamos haber usado vaselina. Pero ¿de dónde vas a sacar vaselina en el monte en mitad de la noche? ¿Dónde lo hiciste la primera vez?

Le hablé de las peonías, la sangre en el suelo, el gato que mató un pájaro. Nos tumbamos boca abajo en la cama y nos lo contamos todo, los detalles escandalosos. Hasta le conté, después de tanto tiempo, lo del señor Chamberlain, y que ése era el primero que había visto, y lo que él hizo con él. Me vi recompensada al verla golpear con un puño la cama, riéndose y diciendo:

—¡Dios, aún no he visto a nadie hacer eso!

Pero al cabo de un rato volvió a ponerse triste, se levantó de la cama y se miró la barriga.

—Has tenido suerte. Más vale que empieces a tomar medidas y tengas cuidado. De todos modos no hay nada seguro. Los preservativos deteriorados a veces se rompen. Cuando supe que estaba embarazada tomé quinina. Tomé olmo americano, un maldito purgante y pastillas, y me sumergí en un baño de mostaza hasta que creí que iba a convertirme en un perrito caliente. No funciona nada.

—¿No le preguntaste a tu madre?

—El baño de mostaza fue idea suya. No sabe tanto como da a entender.

—No tienes por qué casarte. Podrías ir a Toronto…

—Claro, recluirme en una casa del Ejército de Salvación. ¡Alabado sea el Señor! —trinó, y añadió incoherentemente, teniendo en cuenta la mostaza y la quinina—: De todos modos no creo que estuviera bien entregar mi bebé a unos desconocidos.

—De acuerdo, pero si no quieres casarte…

—Oh, ¿quién ha dicho que no quiero? Si he reunido todo esto, también puedo casarme. Siempre te deprimes la primera vez que te quedas embarazada, es algo hormonal. Además, estoy espantosamente estreñida.

Me acompañó hasta la acera. Se quedó allí, mirando a un lado y otro de la calle, con los brazos en jarras, el estómago sobresaliéndole de su vieja falda escocesa. La podía ver casada, una joven madre satisfecha, agobiada y mandona, llamando a sus hijos para que se acostaran o trenzarles el pelo o interferir de otro modo con ellos.

—Adiós, ex virgen —dijo con cariño.

Había recorrido media manzana, bajo la luz de las farolas, cuando ella me gritó:

—¡Eh, Del! —Y corrió torpemente detrás de mí, jadeando y riéndose. Cuando se acercó, hizo bocina con las manos y dijo en un susurro a gritos—: ¡No te fíes tampoco de la marcha atrás!

—¡No lo haré!

—¡Los cabrones nunca se salen a tiempo!

Luego echamos a andar cada una en una dirección, volviéndonos y diciéndonos adiós dos o tres veces con la mano con fingida exageración, como solíamos hacer.

Garnet y yo fuimos a nadar al Third Bridge después de cenar. Primero hicimos el amor en la larga hierba, tras dar vueltas durante un rato buscando un lugar sin cardos, y luego caminamos con torpeza, apoyándonos el uno en el otro por un sendero del ancho de una persona, deteniéndonos y besándonos por el camino. Los besos cambiaban mucho de antes a después; al menos lo hacían los de Garnet, pasando de apasionados a consoladores, de suplicantes a indulgentes. ¡Qué deprisa regresaba, después de gritar como gritaba, de poner los ojos en blanco con el corazón latiéndole con fuerza, y de desplomarse dentro de mí como una gaviota alcanzada por un tiro! A veces, cuando apenas había recuperado el aliento, le preguntaba en qué pensaba. «Estaba dando vueltas a cómo arreglar ese silenciador…», decía. Pero esta vez respondió: «En cuando nos casemos».

Naomi ya estaba casada y vivía en Tupperton. Estábamos en la segunda mitad del verano. Ya habían salido las bayas de los fresnos de montaña. El río había bajado, después de semanas sin apenas llover, dejando ver frondosas penínsulas de algas que parecían lo bastante sólidas para caminar sobre ellas.

Nos metimos en el agua, hundiéndonos en el barro hasta que tocamos el fondo de arena y guijarros. Aquella semana habían llegado los resultados de los exámenes. Yo había aprobado. No había conseguido la beca. No había sacado ni una sola nota alta.

—¿Te gustaría tener un hijo?

—Sí —respondí.

El agua, que estaba casi tan caliente como el aire, me cubrió las nalgas doloridas e irritadas. Estaba débil de hacer el amor. Me sentía caliente y lánguida, como una gran col que se abre, a medida que sumergía en el agua la espalda, los brazos, el pecho, grandes hojas de col que se soltaban y extendían en el suelo.

¿De dónde saldría una mentira así? No era ninguna mentira.

—Primero tienes que unirte a la iglesia —dijo tímidamente—. Tienes que bautizarte.

Me caí en el agua, con los brazos abiertos. Las moscardas cruzaban el aire a la altura de mis ojos en un tembloroso vuelo horizontal.

—¿Sabes cómo lo hacen en nuestra iglesia? ¿El bautizo?

—¿Cómo?

—Te meten en el agua. Tienen detrás del altar una especie de cuba de agua tapada. Allí es donde lo hacen. Pero es mejor hacerlo en un río, a varias personas a la vez.

Se tiró al agua y nadó detrás de mí, tratando de agarrarme un pie.

—¿Cuándo vas a hacerlo? Podría ser este mes.

Me volví y floté de espaldas, salpicándole la cara con los pies.

—En algún momento tienes que salvarte.

El río seguía siendo como un estanque; mirándolo no era posible saber en qué dirección iba la corriente. Se veía el reflejo de las orillas opuestas, Fairmile, oscuro por los pinos, las píceas y los cedros.

—¿Por qué he de hacerlo?

—Ya sabes por qué.

—¿Por qué?

Me alcanzó y me sujetó por los hombros, y me empujó hacia arriba y hacia abajo en el agua con delicadeza.

—Debería bautizarte ahora y acabar de una vez. Debería bautizarte ahora.

Me reí.

—No quiero bautizarme. No sirve si no quiero bautizarme.

Habría sido muy fácil ceder en broma, pero no fui capaz de hacerlo.

Él no paraba de decir:

—¡Te bautizo! —Y me hacía una aguadilla, cada vez con menos delicadeza, y yo seguía negándome, riéndome y sacudiendo la cabeza.

Poco a poco, con el forcejeo, las risas cesaron, y las sonrisas amplias, resueltas y penosas de nuestras caras se endurecieron.

—Crees que eres demasiado buena para eso —dijo él en voz baja.

—¡No es verdad!

—Crees que eres demasiado buena para cualquier cosa. Cualquier cosa relacionada con nosotros.

—¡No es verdad!

—¡Entonces bautízate! —Me hundió en el agua, cogiéndome por sorpresa. Salí escupiendo y sacando mocos—. ¡La próxima vez no saldrás tan fácilmente! Voy a tenerte sumergida hasta que digas que sí. Di que te bautizarás o te bautizaré de todos modos…

Volvió a hundirme pero esta vez lo esperaba. Contuve la respiración y forcejeé. Forcejeé con vigor y de forma natural, como haría cualquiera si le sujetaran en el agua, sin pensar mucho en quién me sujetaba. Cuando me dejó salir el tiempo suficiente para oírle decir «Di que lo harás», vi que le caía por la cara el agua que yo le había salpicado, y me quedé asombrada, no porque estuviera peleando con Garnet, sino porque alguien hubiera cometido el error de creer que tenía verdadero poder sobre mí. Estaba demasiado asombrada para enfadarme, me olvidé de tener miedo, me parecía imposible que no entendiera que todos los poderes que le había concedido estaban en juego, que él mismo lo estaba, que me proponía mantenerlo cosido a su piel de amante dorado para siempre, aun cuando cinco minutos atrás había hablado de casarme con él. Para mí estaba claro como el agua, pero cuando abrí la boca para decir lo que hiciera falta para dejárselo claro, vi que él ya lo sabía; y lo que él sabía era que, consciente o no, yo había respondido a sus nobles propuestas con falsas propuestas, poniendo mi complejidad y mi actuación teatral a la misma altura que sus intenciones honestas.

«Crees que eres demasiado buena para eso.»

—¡Entonces di que lo harás! —Su cara morena, afable pero enigmática, crispada por la rabia, por una impotente sensación de injuria.

Me avergonzaba de esa injuria, pero tuve que aferrarme a ella porque era mis diferencias, mis reservas, mi vida. Pensé en él dando patadas a ese hombre frente a la taberna de Porterfield. Había creído que quería saber cosas de él pero en realidad no había querido, nunca había querido averiguar sus secretos o su violencia, o sacarlo del contexto de ese juego peculiar, mágico y, según parecía de pronto, posiblemente fatal.

Supongamos que en un sueño caes voluntariamente dentro de un hoyo y te ríes mientras la gente te arroja hierba que te hace cosquillas, y cuando tienes la boca y los ojos cubiertos comprendes por fin que no es un juego, o si lo es, que es un juego que exige que te entierren vivo. Forcejeé por debajo del agua exactamente como cualquiera forcejearía en un sueño así, con una sensación de desesperación que no era del todo inmediata, que tenía que abrirse camino hacia arriba a través de capas de incredulidad. Sin embargo pensé que él podía ahogarme. Realmente lo pensé. Pensé que estaba luchando por mi vida.

Cuando me dejó salir de nuevo probó la posición de bautizo convencional, inclinándome hacia atrás por la cintura; fue un error. Me permitió propinarle patadas en el bajo vientre —no en los genitales aunque no me habría importado, no sabía dónde lo alcanzaba ni me importaba—, y esas patadas fueron lo bastante fuertes para que me soltara y se tambaleara un poco mientras yo me zafaba. En cuanto hubo un metro de agua entre nosotros, se hizo evidente lo absurda y horrible que era la pelea y no pudimos continuar. Él no se acercó a mí. Caminé despacio hasta la orilla, que en esa época del año apenas me llegaba a la axila. Temblaba, jadeaba, inspiraba.

Me vestí de nuevo junto a la furgoneta, con dificultad para deslizar las piernas en las perneras de mis shorts, tratando de contener el aliento para sostenerme en pie, para abrocharme la blusa.

Garnet me llamó.

—Te llevaré a casa.

—Prefiero ir andando.

—Pasaré a recogerte el lunes por la noche.

No respondí. Supuse que lo decía por amabilidad. No lo haría. Si hubiéramos sido mayores seguramente habríamos aguantado, habríamos regateado el precio de la reconciliación, habríamos explicado, justificado y tal vez perdonado lo ocurrido, y habríamos afrontado el futuro con ello a cuestas, pero la niñez nos quedaba lo bastante cerca para creer en la absoluta seriedad y carácter definitivo de una pelea, en lo imperdonables que eran unos golpes. Habíamos visto el uno en el otro lo que no podíamos soportar, y no teníamos ni idea de que la gente lo ve y continúa, y odia, pelea y trata de matarse de varias maneras, y luego se quiere un poco más.

Eché a andar por el camino que llevaba a la carretera y al cabo de un rato me calmé y cobré fuerzas; ya no sentía tanta debilidad en las piernas. Recorrí la Third Concession, que salía a Cemetery Road. Tenía que caminar unas tres millas y media.

Acorté por el cementerio. Estaba oscureciendo. Agosto quedaba tan lejos de la mitad del verano como abril, un hecho que siempre me costaba recordar. Vi a un chico y una chica —no los reconocí— tumbados en la hierba cortada junto al mausoleo de los Mundy, en cuyos oscuros muros de cemento Naomi y yo habíamos escrito una vez un epitafio que nos habíamos inventado, y que nos pareció buenísimo y carcajeante, y que ya no recordaba del todo:

Aquí yacen los cuerpos de muchos de los Mundy

que murieron de mear los domingos en su brandy…

Miré a esos amantes tumbados en la hierba del cementerio sin envidia ni curiosidad. Mientras entraba en Jubilee volví a tomar posesión del mundo. Los árboles, las casas, las vallas, las calles regresaron a mí, en sus formas sobrias y familiares. Desconectado de la vida del amor, no coloreado por él, el mundo recobra su propia importancia, natural y cruel. Esto es de entrada un golpe y luego un extraño consuelo. Y yo ya sentía cómo mi antiguo ser —mi antiguo ser aislado, irónico y taimado— empezaba a respirar de nuevo, a extenderse y a asentarse, aunque alrededor de él mi cuerpo colgara roto y desconcertado con el estúpido dolor de la pérdida.

Mi madre ya se había acostado. Cuando perdí la beca, algo que ella jamás había cuestionado se extinguió: sus esperanzas en el futuro a través de sus hijos. Se enfrentó a la posibilidad de que Owen y yo no hiciéramos nada, no fuéramos nadie después de todo, que éramos mediocres o estábamos infectados de la temida, orgullosa y sagrada perversidad de la familia de mi padre. Ahí estaba Owen, viviendo en Flats Road, pronunciando mal las palabras y utilizando la gramática de tío Benny, diciendo que quería dejar el colegio. Ahí estaba yo saliendo con Garnet French y negándome a hablar de ello, y perdiendo la beca.

—Tendrás que hacer lo que quieres —me dijo con amargura.

Pero ¿tan fácil era saberlo? Entré en la cocina, encendí la luz y me preparé una gran mezcla de patatas fritas, cebollas, tomates y huevos, que comí con glotonería y tristeza de la misma sartén, de pie. Era libre y no lo era. Me sentía aliviada y desolada. ¿Y si nunca hubiera despertado? ¿Y si me hubiera dejado inclinar y bautizar en el río Wawanash?

Durante muchos años consideré una y otra vez la posibilidad, como si todavía existiera… junto con la sombra de las hojas y las marcas de agua en su casa, y la recompensa del cuerpo de mi amante.

El lunes no se presentó. Estuve atenta por si lo hacía. Me peiné y esperé detrás de las cortinas de nuestro salón, como era típico. No sabía lo que haría si aparecía; las ansias de ver su furgoneta, su cara, absorbieron todo lo demás. Pensé en pasar por delante de la iglesia baptista para ver si estaba la furgoneta. Si lo hubiera hecho, y si la furgoneta hubiera estado allí, podría haber entrado, rígida como una sonámbula. Llegué hasta el porche. Lloraba, me di cuenta, gimoteando a un ritmo monótono, como hacen los niños para solemnizar una herida. Me volví, entré de nuevo en el salón para mirar en el oscuro espejo mi cara mojada y crispada. Sin que menguara el dolor la escudriñé: me maravillaba que la persona que sufría fuera yo, porque no era yo; yo estaba observando. Observaba, sufría. Recité hacia el espejo un verso de Tennyson, de las obras completas que le había regalado a mi madre su vieja profesora, la señorita Rush. Lo recité con toda sinceridad, con toda ironía:

—«Él no viene, ella dijo».

De «Mariana», uno de los poemas más tontos que había leído nunca. Solo conseguí que me brotaran con más fuerza las lágrimas. Sin dejar de observarme, volví a la cocina, me preparé un café y me lo llevé al comedor, donde el periódico de la ciudad seguía extendido encima de la mesa. Mi madre había arrancado el crucigrama y se lo había llevado a la cama. Lo abrí por la sección de clasificados, cogí un lápiz y rodeé con un círculo todos los empleos que parecían posibles. Logré dar sentido a lo que leía, y al cabo de un rato sentí una leve y prudente gratitud hacia esas palabras impresas, esas extrañas posibilidades. Las ciudades existían; se necesitaban telefonistas; el futuro podía estar bien abastecido sin amor ni becas. Libre por fin de fantasías y autoengaños, desligada de los errores y de la confusión del pasado, seria y sencilla, subiendo a un autobús con una pequeña maleta, como las chicas de las películas que dejan sus casas, conventos, amantes, supuse que emprendería mi vida real.

«Garnet French, Garnet French, Garnet French.»

«Vida real.»