La edad de la fe

Cuando vivíamos en aquella casa del final de Flats Road, y antes de que mi madre aprendiera a conducir, solíamos ir juntas a la ciudad andando; la ciudad era Jubilee, a un kilómetro y medio de distancia. Mientras ella cerraba la puerta con llave, yo tenía que correr hasta la verja y mirar a ambos lados de la carretera, para asegurarme de que no venía nadie. ¿Quién podía estar en esa carretera, aparte del lechero y de tío Benny? En cuanto hacía un gesto de negación, ella escondía la llave debajo del segundo poste del porche, donde se había podrido la madera dejando un pequeño hueco. Creía en los robos.

Dando la espalda al pantano de Grenoch, al río Wawanash y a unas colinas lejanas, peladas y boscosas a la vez, que, a pesar de haber estudiado los accidentes geográficos, creía que eran el fin del mundo, enfilábamos Flats Road, que por ese extremo era poco más de dos surcos separados por una vigorosa franja de llantén y pamplina. Yo pensaba en los ladrones. Los veía en blanco y negro, con expresión esforzada y melancólica, y ropa profesional. Me los imaginaba esperando en algún lugar no muy lejano, en esos campos encharcados de helechos que bordeaban el pantano, esperando, conociendo con la mayor exactitud la distribución de nuestra casa y todo lo que había en ella. Estaban al corriente de las tazas con asa de mariposa y pintadas en dorado; de mi collar de coral que me parecía feo y rascaba pero que me habían enseñado a ver como algo valioso, puesto que me lo había enviado de Australia la tía de mi padre, Helen, durante su viaje alrededor del mundo; un brazalete de plata que mi padre había comprado a mi madre antes de casarse; un recipiente negro con figuras japonesas que relajaba mucho mirar, regalo de boda; y el tintero de Laocoonte blanco verdoso con que habían premiado a mi madre por sus notas y aptitudes generales al graduarse (la serpiente tan hábilmente enroscada alrededor de las tres figuras masculinas que nunca logré descubrir si debajo había o no genitales de mármol). Los ladrones codiciaban esas cosas, entendía yo, pero no actuarían hasta que les diéramos pie con algún descuido. Sus conocimientos, su codicia, hacían que cada objeto se reafirmara en su valor y singularidad. Nuestro mundo se veía fielmente reflejado en la mente de los ladrones.

Más adelante, como es natural, empecé a cuestionar la existencia de los ladrones o al menos que actuaran de esa manera. Me parecía mucho más probable que sus métodos fueran poco sistemáticos, sus conocimientos imprecisos, su codicia inconcreta y su relación con nosotros casi accidental. Pude bordear con más tranquilidad el río hasta el pantano cuando dejé de creer en ellos, pero durante bastante tiempo los eché de menos.

Nunca había tenido una imagen de Dios tan clara y sencilla como la de los ladrones. Mi madre era algo reacia a referirse a él. Pertenecíamos —por lo menos mi padre y la familia de mi padre— a la Iglesia unida de Jubilee, y mi hermano Owen y yo habíamos sido bautizados en ella de recién nacidos, lo que demostraba una sorprendente debilidad o generosidad por parte de mi madre; tal vez el parto la ablandó o la dejó confusa.

La Iglesia unida era la más moderna, grande y próspera de Jubilee. Había recibido en su seno a todos los ex metodistas y congregacionalistas así como a un buen número de presbiterianos (que era lo que había sido la familia de mi padre) en la época de la unión de las iglesias. En la ciudad había cuatro iglesias más, pero todas eran pequeñas y relativamente pobres, y al lado de la iglesia unida, todas se habían ido hacia los extremos. La iglesia católica era la más extremista. Blanca y de madera, con una sencilla cruz misionera, se erguía sobre una colina en el extremo septentrional de la ciudad y ofrecía a los católicos servicios tan extraños y misteriosos como los hindúes, con sus ídolos, sus confesiones y los tiznones negros del Miércoles de Ceniza. En el colegio los católicos formaban una tribu pequeña pero no amedrentada, eran de procedencia irlandesa en su mayoría, y no se quedaban en la clase de educación religiosa, sino que se les permitía bajar al sótano, donde golpeaban las tuberías. Costaba relacionar su mero gamberrismo con su fe exótica y peligrosa. Las tías de mi padre, mis tías abuelas, vivían delante de la iglesia católica y solían bromear sobre lo de «entrar un momentito para hacer una pequeña confesión», pero sabían, y podían contarte, todo lo que había detrás de las bromas: los esqueletos de recién nacidos y las monjas estranguladas debajo de los suelos de los conventos, sí, y los sacerdotes gordos, las amantes y los ex papas negros. Era cierto, tenían libros que hablaban de ello. Todo era verdad. Como los irlandeses del colegio, el edificio en sí parecía poco apropiado; demasiado desnudo, ordinario y sencillo para estar relacionado con tanta voluptuosidad y escándalo.

Los baptistas también eran extremistas, pero de una forma algo cómica y en absoluto siniestra. Ninguna persona prominente o de elevada posición social iba a la iglesia baptista, por lo que alguien como Pork Childs, que repartía el carbón y recogía la basura de la ciudad, podía llegar a ser en ella una figura destacada, un miembro del consejo. Los baptistas no podían bailar ni ir al cine; las señoras baptistas no podían pintarse los labios. Pero sus himnos eran conmovedores, jubilosos y optimistas, y, a pesar de la austeridad de sus vidas, en ninguna otra religión encontrabas una alegría más prosaica. Su iglesia no quedaba lejos de la casa que más tarde alquilaríamos en River Street: era modesta pero moderna y fea, construida con bloques de cemento gris, con las ventanas de cristal granulado.

De los presbiterianos podía decirse que eran los restos, los que se habían negado a abrazar la Iglesia unida. Casi todos eran ancianos y hacían campaña en contra del entrenamiento de hockey de los domingos y los salmos cantados.

La cuarta iglesia era la anglicana, y nadie sabía o hablaba mucho de ella. En Jubilee no tenía el prestigio ni el dinero asociados a ella en las ciudades donde quedaban vestigios del viejo Pacto de Familia o alguna clase de institución militar o social que la mantuviera en marcha. Las personas que se establecían en el condado de Wawanash y construían algo en Jubilee eran presbiterianos escoceses, congregacionalistas o metodistas del norte de Inglaterra. Ser anglicano, por tanto, no estaba de moda como en ciertos lugares, no resultaba tan interesante como ser católico o baptista, y ni siquiera era una prueba de convicción obstinada como ser presbiteriano. Sin embargo, la iglesia tenía una campana, la única campana de la ciudad, y eso me parecía un detalle encantador.

En la iglesia unida los bancos, de brillante roble dorado, estaban democráticamente colocados en abanico, con el púlpito y el coro en el centro. No había altar, solo una impactante serie de tubos de órgano. Las vidrieras de colores mostraban a Cristo realizando milagros útiles (aunque no el de convertir agua en vino) o ilustraban parábolas. El domingo de comunión pasaban el vino en bandejas, en pequeños y gruesos vasos de cristal; era como si tomaran refrescos. Y ni siquiera era vino sino mosto. Esa era la iglesia a la que acudía la Legión uniformada algún domingo, así como los miembros del Lions Club, con sus gorros morados con borlas, y donde médicos, abogados y comerciantes pasaban el cepillo.

Mis padres iban pocas veces a la iglesia. Mi padre, trajeado de forma excepcional, se mostraba respetuoso pero retraído. Durante los rezos apoyaba los codos en las rodillas y la frente en las manos, y cerraba los ojos en actitud cortés y paciente. Mi madre, por otra parte, no cerraba los ojos ni un minuto y apenas inclinaba la cabeza. Se quedaba sentada mirando alrededor, cautelosa pero impasible, como un antropólogo tomando notas sobre la conducta de una tribu primitiva. Escuchaba el sermón bien erguida, con los ojos brillantes, mordiéndose el pintalabios con escepticismo; yo temía que en cualquier momento se levantara de un salto y se pusiera a contradecir cualquier cosa. Hacía ostentación de no cantar los himnos.

Después de alquilar la casa de la ciudad, nuestra inquilina, Fern Dogherty, cantaba en el coro de la iglesia unida. Yo la acompañaba y me sentaba sola en un banco, el único miembro de nuestra familia presente. Las tías de mi padre vivían en el otro extremo de la ciudad y no hacían esa larga caminata muy a menudo; de cualquier modo, la emisora de Jubilee retransmitía el servicio.

¿Por qué la acompañaba? Al principio tal vez era para molestar a mi madre, aunque ella no se opusiera abiertamente, y para hacerme la interesante. Me imaginaba a la gente mirándome y diciendo: «¿Ha visto a la pequeña Jordan ahí sola, domingo tras domingo?». Esperaba que se sintieran intrigados y conmovidos por mi devoción y perseverancia, conociendo las creencias, o ausencia de creencias, de mi madre. A veces veía la población de Jubilee como un gran público, y en cierto modo lo era; para cada persona que vivía en ella, el resto de sus habitantes constituía un público.

Pero el segundo invierno que vivimos en la ciudad —el invierno que cumplí doce años— mis motivos cambiaron, o se consolidaron. Quería resolver la cuestión de Dios. Había leído libros sobre la Edad Media, y cada vez me atraía más la idea de la fe. Siempre había contemplado a Dios como una posibilidad; de pronto se había apoderado de mí un auténtico anhelo de Él. Él era una necesidad. Pero quería palabras alentadoras, pruebas de que Él estaba realmente allí. No se lo podía decir a nadie, pero para eso iba a la iglesia.

Los domingos lluviosos y de mucho viento, los domingos de nieve, los domingos de dolor de garganta, iba y me sentaba en un banco de la iglesia unida llena de esa esperanza inconfesable: que Dios se manifestara a Sí mismo, a mí al menos, como una cúpula de luz, una burbuja radiante e incuestionable por encima de los bancos modernos; que floreciera de repente como una hilera de azucenas debajo de los tubos del órgano. Me parecía que debía contener a toda costa esa ilusión; delatarla en el fervor de una palabra, tono o gesto habría sido tan poco apropiado como tirarse una ventosidad. Lo más perceptible en la cara de los asistentes durante las primeras partes del servicio, las más dirigidas a Dios (el sermón solía tratar de temas de actualidad), era una especie de tacto cohesivo, precisamente aquello a lo que mi madre se oponía con esa expresión enfadada e inquisitiva, como si fuera a pararse en seco y exigir que todo tuviera sentido.

El problema de si existía o no Dios nunca se me planteaba en la iglesia. Solo era cuestión de lo que Él aprobaba o, normalmente, lo que no aprobaba. Después de la bendición había un revuelo en la iglesia, una descarga de tensión, como si todos hubieran bostezado, aunque, por supuesto, nadie lo hacía, y los feligreses se levantaban y se saludaban unos a otros satisfechos, aliviados, como felicitándose. En esos momentos me sentía inquieta, acalorada, apesadumbrada, descorazonada.

No se me ocurrió acudir con mi problema a ningún creyente, ni siquiera al señor McLaughlin, el pastor. Habría sido demasiado embarazoso. Además, tenía miedo. Tenía miedo de que el creyente flaqueara al defender sus creencias, o al definirlas, y eso fuera un varapalo para mí. Si el señor McLaughlin, por ejemplo, resultaba no tener una comprensión de Dios más firme que la mía, me llevaría cuando menos un chasco enorme. Prefería creer que su comprensión era buena y no ponerla a prueba.

Pero resolví llevar mi problema a otra iglesia, a la anglicana. Era por la campana, y también porque me intrigaba ver cómo era otra iglesia por dentro y cómo hacían las cosas, y la anglicana era la única que podía probar. No le dije a nadie lo que me proponía, por supuesto. Fui con Fern Dogherty hasta la escalinata de la iglesia unida y allí nos separamos, ella para encaminarse a la sacristía y ponerse el traje del coro. Cuando desapareció, di media vuelta y volví a cruzar la ciudad, y llegué a la iglesia anglicana, respondiendo a la invitación de esa campana. Confié en que nadie me viera y entré.

Frente a la puerta principal había un pórtico para protegerla del viento, y luego un pequeño y frío vestíbulo, con un rectángulo de moqueta marrón e himnarios amontonados en el alféizar de la ventana. Me metí en su interior.

Era evidente que no había calefacción, solo una estufa junto a la puerta que hacía un ruido constante y nada exótico. Otra tira de moqueta marrón cubría la parte posterior y el pasillo central; el resto era el suelo de madera sin barnizar ni pintar, tablones bastante anchos que de vez en cuando se hundían bajo tus pies. A cada lado había siete u ocho bancos como mucho. Un par de bancos de coro perpendiculares a los bancos, un órgano de tubos a un lado y el púlpito —de entrada no supe qué era— que sobresalía, como un gallinero, al otro lado. Más allá, una barandilla, un escalón y un presbiterio diminuto. El suelo del presbiterio estaba cubierto por una vieja alfombra de salón. Luego estaba el altar, con un par de candelabros de plata, una bandeja forrada de paño para la colecta y una cruz que parecía de cartón cubierto de papel de aluminio, como la corona de un disfraz. Por encima del altar había una reproducción del cuadro de Holman Hunt de Cristo llamando a la puerta. Nunca había visto ese cuadro. El Cristo era distinto, en detalles pequeños pero importantes, del que realizaba milagros en la vidriera de la iglesia unida. Era más regio y más trágico, y el fondo sobre el que se erguía era más lúgubre y más profundo, más pagano en cierto modo, o al menos más mediterráneo. Estaba acostumbrada a verlo como un pastor debilucho en los colores pastel de la escuela dominical.

En la iglesia había unas doce personas en total, entre ellas Dutch Monk, el carnicero, con su mujer y su hija Gloria, que iba a quinto. Ella y yo éramos las únicas feligresas con menos de cuarenta años. También había unas cuantas ancianas.

Llegué justo a tiempo. La campana había dejado de sonar y el órgano empezó a tocar un himno, y el pastor entró por la puerta lateral, que debía de comunicar con la sacristía, en la parte delantera del coro compuesto por tres señoras y dos hombres. Era un joven de cabeza redonda y aspecto jovial al que nunca había visto. Sabía que la iglesia anglicana no podía permitirse tener un pastor para ella sola y lo compartía con Porterfield y Blue River; debía de vivir en uno de esos dos lugares. Llevaba botas de nieve debajo de la sotana.

Tenía acento inglés.

—Queridos hermanos, las Escrituras de hoy nos mueven en distintos lugares a reconocer y confesar nuestros numerosos pecados y debilidades…

Frente a cada banco había una tabla para arrodillarse. Todos se deslizaron sobre ella y abrieron con estrépito sus himnarios, y cuando el clérigo acabó su parte, los feligreses empezaron a responder. Hojeé el libro de oraciones. Al otro lado del pasillo, un banco más adelante, había una anciana alta y huesuda con un turbante de terciopelo negro. No había abierto el libro de oraciones; no lo necesitaba. Arrodillada muy erguida, alzando su perfil lobuno y blanquecino hacia el cielo —me recordó el perfil de la efigie de un cruzado que había visto en la enciclopedia de casa—, guiaba las voces de los demás feligreses, dominándolas de tal modo que no eran más que un eco difuso de la suya, que sonaba fuerte, húmeda, melódica y melancólicamente exultante.

—… dejado de hacer lo que deberíamos haber hecho; y hemos hecho lo que no debíamos hacer; y en nosotros no hay salud. Mas Tú, oh Señor, compadécete de nosotros, miserables pecadores. Libra, oh Dios, a los que confiesan sus culpas. Restaura a los que se arrepienten. Según tus promesas declaradas al género humano en Jesucristo nuestro Señor…

Y continuó en esta línea; luego el pastor contestó con su voz inglesa bonita y armoniosa aunque tal vez más comedida, y el diálogo se prolongó a un ritmo constante, elevándose y cayendo, siempre con confianza, con una intensa emoción prudentemente contenida en los cauces más elegantes del lenguaje, y acabó fundiéndose en absoluta calma y reconciliación:

Señor, ten piedad.

Cristo, ten piedad.

Señor, ten piedad.

Y ahí estaba lo que yo no sabía que existía pero debía de haber intuido siempre, lo que todos esos metodistas, congregacionalistas y presbiterianos habían abolido temerosos: el lado teatral de la religión. Desde el primer momento me atrajo intensamente. Muchas cosas me gustaron: el arrodillarte en el duro reclinatorio, el levantarte y arrodillarte de nuevo, e inclinar la cabeza ante el altar al oír mencionar el nombre de Jesús; el recitado del credo, que me encantó por su letanía de cosas alucinantes en las que creer. Me gustó la idea de llamar a veces a Jesús «Jesu»; hacía que pareciera más regio y más mágico, como un mago o un dios indio; me gustaba el «IHS» en el estandarte del púlpito, su diseño antiguo y gastado. La pobreza, la pequeñez, el abandono y la desnudez de la iglesia me atrajeron, ese olor a moho o a ratones, las frágiles voces del coro, el aislamiento de los feligreses. «Si están aquí —pensé—, entonces probablemente todo es cierto.» El ritual, que en otras circunstancias podría haber parecido totalmente artificial, falto de vida, tenía aquí una especie de dignidad desesperada. La riqueza de las palabras frente a la pobreza del lugar. Si no podía encontrar allí el rastro de Dios, al menos podía percibir el rastro de sus viejos tiempos de poder, de poder verdadero, y no lo que tenía en la Iglesia unida hoy día; podía recordar su legendaria y borrosa jerarquía, su encantador y enmohecido calendario de fiestas y santos. Ahí estaba, en el libro de oraciones; lo abrí por casualidad por esa página: el santoral. ¿Alguien lo observaba? El santoral me hizo pensar en algo muy distinto de Jubilee, en pajares abiertos y granjas con entramado de madera, y el ángelus y las velas, una procesión de monjas en la nieve, paseos por el claustro, silencio, un mundo de tapices, seguro en la fe. Seguridad. Si fuera posible descubrir a Dios, o evocarlo, todo sería seguro. Entonces cualquiera vería las mismas cosas que yo —las débiles vetas de la madera en las tablas del suelo, las ventanas de cristal que enmarcaban las delgadas ramas y el cielo nevado—, y el extraño y angustioso dolor que podía producir ver cosas desaparecería. Estaba claro que ésa era la única forma en que podía haber nacido el mundo —«la única forma en que podía haber nacido»—, si todos esos átomos, galaxias de átomos, estaban seguros en todo momento, arremolinándose en la mente de Dios. ¿Cómo podía la gente descansar, cómo podía seguir respirando y existiendo siquiera, hasta estar segura de eso? Seguían haciéndolo, de modo que debían de estar seguros.

¿Y mi madre? Siendo mi madre, ella no contaba mucho. Pero hasta ella, cuando se veía acorralada, respondía: «Oh, sí, tiene que haber algo…, algún designio». Pero era inútil perder el tiempo pensando en ello, advertía, porque nunca podríamos comprenderlo de todos modos; ya había suficientes cosas en qué pensar si nos proponíamos mejorar la vida aquí y ahora; cuando estuviéramos muertos descubriríamos el resto, si es que lo había.

Ni siquiera ella estaba preparada para responder «Nada», y verse sola con todas las ramas, piedras y plumas del mundo flotando a la deriva en esa clamorosa y desesperada oscuridad. No.

La idea de Dios para mí no estaba relacionada con una idea de bondad, lo que tal vez resulte extraño, teniendo en cuenta todo lo que oía sobre el pecado y el mal. Creía en ser redimido solo por la fe mediante un gran arrebato del alma. Pero ¿quería realmente que me sucediera eso a mí? Sí y no. Quería que me sucediera, pero me di cuenta de que tendría que ser en secreto. ¿Cómo iba a seguir viviendo, si no, con mis padres, Fern Dogherty, mi amiga Naomi y todos los demás en Jubilee?

El pastor se dirigió a mí con toda naturalidad en la puerta.

—Me alegra ver a jóvenes atractivas en la calle esta mañana tan fresquita.

Le estreché la mano con dificultad. Había robado un libro de oraciones y lo sujetaba con el brazo doblado debajo del abrigo.

—No te he visto en la iglesia —me dijo Fern.

El servicio anglicano era más corto que el nuestro, economizaba en el sermón, de modo que me había dado tiempo de volver a la escalinata de la iglesia unida y reunirme con ella cuando salió.

—Estaba detrás de una columna.

Mi madre quiso saber de qué había tratado el sermón.

—De la paz —respondió Fern—. Y de las Naciones Unidas. Etcétera, etcétera.

—La paz —repitió mi madre con placer—. Bueno, ¿y está a favor o en contra de ella?

—Está totalmente a favor de las Naciones Unidas.

—Entonces supongo que también lo está Dios. Qué alivio. Hace muy poco Él y el señor McLaughlin estaban a favor de la guerra. Son una pareja voluble.

La semana siguiente estaba con mi madre en la tienda de Walker cuando la anciana alta del turbante negro pasó por nuestro lado y habló con ella, y temí que comentara que me había visto en la iglesia anglicana, pero no lo hizo.

—Hoy he visto a la anciana señora Sherriff en el Walker —le dijo mi madre a Fern Dogherty—. Sigue llevando el mismo sombrero. Me recuerda el casco de un policía inglés.

—Viene mucho por la oficina de correos y monta un número si su periódico no ha llegado a las tres en punto —dijo Fern—. Es una fiera.

A partir de una conversación entre ellas, durante la cual mi madre intentó sin éxito hacerme salir de la habitación —creo que para ella era una especie de formalidad, porque una vez que me decía que me fuera no se molestaba mucho en ver si me había ido o no—, averigüé que la señora Sherriff había tenido extraños problemas familiares que eran consecuencia o habían tenido como consecuencia bastante excentricidad y locura en ella. Su hijo mayor había muerto por alcoholismo, su segundo hijo entraba y salía del asilo de locos (así llamaban siempre al psiquiátrico en Jubilee), y su hija se había suicidado ahogándose en el río Wawanash. ¿Su marido? Tenía una mercería y era un pilar de la comunidad, dijo mi madre secamente. Tal vez contrajo sífilis, sugirió Fern, y se la pasó; ataca el cerebro en la segunda generación, eran todos unos hipócritas, esos ancianos de cuello duro. Mi madre dijo que durante muchos años la señora Sherriff había llevado la ropa de su hija muerta para estar por casa y para trabajar en el jardín, hasta que se gastó.

Otra anécdota: una vez los de la tienda Red Front Grocery se olvidaron de poner una libra de mantequilla en su pedido, y ella salió detrás del chico de los repartos con un hacha.

«Cristo, ten piedad.»

Aquella semana también hice algo muy vulgar. Pedí a Dios que demostrara su existencia respondiendo a mi oración. La oración tenía que ver con algo llamado «ciencia del hogar» que teníamos una vez a la semana en el colegio, los jueves por la tarde. En ciencia del hogar aprendíamos a hacer ganchillo, bordar y manejar una máquina de coser, y cada cosa que hacíamos era más difícil que la anterior; tenía las manos resbaladizas de sudor y el aula en sí, con sus tres antiguas máquinas de coser, las mesas de corte y los maniquís desvencijados, me parecía una cámara de tortura. Y lo era. La señora Forbes, la profesora, era una mujer menuda y gruesa con la cara pintada como una muñeca de celuloide, y se mostraba alegre con casi todas las niñas. Pero mi estupidez, mis manos regordetas y torpes arrugando el mugriento pañuelo al que debía coser el dobladillo o el miserable tapete de ganchillo, la sumían en una cólera descontrolada.

—¡Mira qué sucio está! Me han hablado de ti, y te crees muy lista con tu memoria prodigiosa —(yo tenía fama de memorizar poemas rápidamente)—, ¡pero aquí das puntadas de las que se avergonzaría una niña de seis años!

En esos momentos me estaba enseñando a enhebrar la máquina de coser y yo no lograba aprender. Estábamos haciendo delantales con adornos en forma de tulipán. Algunas niñas ya iban por los tulipanes o el dobladillo mientras yo ni siquiera había cosido la cinturilla, porque no conseguía enhebrar la máquina de coser, y la señora Forbes se negaba a enseñarme de nuevo. De cualquier modo era inútil; sus raudas manos moviéndose frente a mis ojos me asombraban, cegaban y paralizaban con sus ráfagas de desprecio.

De modo que recé: por favor, haz que no tenga que enhebrar la máquina de coser el jueves por la tarde. Lo repetí varias veces mentalmente, muy deprisa, con solemnidad y sin emoción, como si se tratara de un conjuro. No supliqué ni regateé. No pedí nada extraordinario, como que estallara un incendio en el aula de ciencia del hogar o que la señora Forbes resbalara por la calle y se rompiera la pierna; solo una pequeña intervención sin especificar.

No pasó nada. Ella no se había olvidado de mí. Al principio de la clase me mandó a la máquina de coser. Me quedé allí sentada tratando de discurrir cómo enhebrar la aguja —no me hacía ilusiones de ponerla en el lugar adecuado, pero tenía que ponerla en alguna parte, para demostrar que estaba intentándolo— y ella se acercó y se detuvo detrás de mí, respirando con indignación; como siempre, me empezaron a temblar las piernas, me temblaban tanto que empujé el pedal y la máquina empezó a moverse suavemente, sin enhebrar.

—Está bien, Del —dijo la señora Forbes.

Me sorprendí al oír su voz, que no sonó afable, pero tampoco furiosa, solo hastiada.

—He dicho que ya está bien. Puedes levantarte.

Cogió las piezas del delantal que yo había hilvanado desesperadamente, las estrujó y las tiró a la papelera.

—No puedes aprender a coser —dijo—, del mismo modo que el que no tiene oído no puede cantar. Lo he intentado y he fracasado. Ven conmigo.

Me dio una escoba.

—Si sabes barrer, quiero que barras el aula y tires los retales a la papelera, y te hagas responsable de tener el suelo limpio, y cuando no estés barriendo puedes sentarte a esa mesa del fondo y… aprenderte de memoria poemas enteros. Total, ¿qué más da?

Me sentí mareada de alivio y alegría, a pesar de la vergüenza pública, a la que ya estaba acostumbrada. Barrí el suelo a conciencia, luego cogí mi libro sobre la reina María de Escocia de la biblioteca y, sola en el fondo del aula, leí, deshonrada pero liberada de cargas. Al principio pensé que lo que había ocurrido era sencillamente milagroso, una respuesta a mi oración. Pero luego empecé a tener dudas: supongamos que no hubiera rezado y hubiese ocurrido de todos modos. No tenía manera de saberlo; no había forma de controlar mi experimento. Me volvía más desagradecida y mezquina por minutos. ¿Cómo podía estar segura? Y seguramente también era bastante obvio y ridículo que Dios se preocupara de una petición tan trivial. Sería casi un alarde. Yo quería que Él actuara de forma más misteriosa.

Quería decírselo a alguien, pero Naomi estaba descartada. Le había preguntado si creía en Dios y me había respondido enseguida y con desdén: «¡Por supuesto que sí! No soy como tu vieja. ¿Crees que quiero ir al infierno?». Nunca volví a tocar el tema con ella.

Escogí a mi hermano Owen como confidente. Tenía tres años menos que yo, y hubo un tiempo en que había sido impresionable y fiable. Fuera de la granja teníamos una cabaña hecha con tablas viejas en la que jugábamos a casitas, y una vez él se sentó en el extremo de una tabla y le serví bayas de serbal diciéndole que eran cereales. Se las comió todas. Mientras comía se me ocurrió que podían ser venenosas, pero no se lo dije, por motivos de prestigio y para no quitar importancia al juego. Luego decidí por prudencia no decírselo a nadie más. Últimamente él había aprendido a patinar, iba a su entrenamiento de hockey, luego se inclinaba sobre la barandilla y escupía encima de mi cabeza; un chico cualquiera.

Pero todavía había ángulos desde los cuales parecía frágil y joven, y algunos de sus intereses me parecían absurdos e inútiles. Participaba en concursos. Era la naturaleza de mi madre la que afloraba en él, su predisposición ilimitada a aceptar los retos y las promesas del mundo exterior. Él creía en los premios; en los telescopios a través de los cuales veía los cráteres de la luna, el equipo de magia con que hacía desaparecer cosas, el juego de química que le permitía fabricar explosivos. Habría sido alquimista de haber sabido lo que era eso. Sin embargo, no era religioso.

Estaba sentado en el suelo de su habitación, cortando pequeñas figuras de cartón de jugadores de hockey que luego ordenaría por equipos; se enfrascaba de tal modo en esos juegos tan divinos que me parecía habitar un mundo muy alejado del mío (el real), un mundo irrelevante y conmovedoramente endeble en sus engaños.

Me senté en la cama detrás de él.

—Owen.

Él no respondió; cuando jugaba nunca quería a nadie cerca.

—¿Qué crees que pasa cuando alguien se muere?

—No lo sé —respondió Owen ceñudo.

—¿Crees que Dios mantiene con vida su alma? ¿Sabes qué es el alma? ¿Crees en Dios?

Owen volvió la cabeza y me miró con cara de sentirse acorralado. No tenía nada que ocultar, nada que mostrar aparte de la indiferencia de su corazón puro.

—Es mejor que creas en Dios —dije—. Escucha.

Le hablé de mi oración y de la clase de ciencia del hogar. Él escuchó con expresión abatida. No compartía la necesidad que yo sentía. Me enfureció descubrirlo; parecía aturdido e indefenso pero resistente como una pelota de goma dura. Escucharía, y si yo insistía me daría la razón, pero en el fondo, pensé, no prestaba atención. Eran estupideces.

A veces, cuando lo pillaba solo, lo intimidaba de ese modo con bravatas. «No se lo digas a mamá», le decía. Él era todo lo que yo tenía para poner a prueba mi fe; no tenía a nadie más. Su profunda falta de interés, la satisfacción que parecía obtener de un mundo sin Dios, era lo que yo no podía soportar, y me obstinaba en metérselo en la cabeza a golpe de martillo; también tenía la sensación de que, como era más pequeño que yo, y había estado durante tanto tiempo bajo mi control, estaba obligado a seguirme; no reconocerlo era un signo de insurrección.

En mi habitación, con la puerta cerrada, leí el libro de oraciones comunes.

A veces al caminar por la calle cerraba los ojos (como cuando Owen y yo nos hacíamos los ciegos) y me decía, con el ceño fruncido, rezando: «Dios, Dios, Dios». Luego, durante unos precarios segundos, imaginaba que una nube compacta y brillante descendía sobre Jubilee y se enroscaba alrededor de mi cráneo. Pero abría los ojos de golpe alarmada; no era capaz de dejarlo entrar, ni de salir yo a su encuentro. Además, me daba miedo chocar contra algo o que me viera alguien hacer el ridículo.

Llegó el Viernes Santo. Estaba a punto de salir de casa cuando mi madre entró en el vestíbulo.

—¿Adónde vas con el sombrero puesto?

Había llegado el momento de tomar una postura.

—Voy a ir a la iglesia.

—Hoy no hay servicio.

—Voy a ir a la iglesia anglicana. El Viernes Santo hay oficio.

Mi madre tuvo que sentarse en los escalones. Me miró con una expresión tan exasperada, apagada e inquisitiva como la que me había clavado un año atrás al encontrar un boceto que Naomi y yo habíamos hecho en mi cuaderno de dibujo de una mujer gorda y desnuda con pechos como globos y un gran nido de vello púbico.

—¿Sabes qué conmemora el Viernes Santo?

—La crucifixión —respondí lacónicamente.

—Es el día que Cristo murió por nuestros pecados. Eso es lo que nos dicen. Bien, ¿tú lo crees?

—Sí.

—Cristo murió por nuestros pecados —repitió mi madre, levantándose de un salto.

En el espejo del vestíbulo miró su cara borrosa con agresividad.

—Bueno, bueno, bueno. Redimidos por la sangre. Es una idea preciosa. Por lo mismo, también podrías creer que los aztecas arrancaban los corazones vivos porque creían que no saldría ni se pondría el sol si no lo hacían. El cristianismo no es mejor. ¿Qué piensas de un Dios que pide sangre? Sangre, sangre, sangre. Fíjate en sus himnos, a eso se reduce todo. ¿Qué me dices de un Dios que no se da por satisfecho hasta que cuelgue alguien de una cruz durante seis horas, nueve horas, las que sean? Si yo fuera Dios no estaría tan sedienta de sangre. La gente normal no estaría tan sedienta de sangre. Excepto Hitler. Tal vez lo estuvieran en un momento dado, pero ya no lo están. ¿Sabes adónde quiero ir a parar?

—No —respondí con sinceridad.

—¡Dios fue creado por el hombre! ¡No al revés! Dios fue una invención del hombre. El hombre en una fase de su desarrollo más infame y sanguinaria que la actual, o eso esperamos. El hombre creó a Dios a su imagen y semejanza. He discutido sobre ello con clérigos. Discutiré sobre ello con quien haga falta. Nunca he conocido a nadie que pueda darme argumentos en contra y ser coherente.

—¿Puedo ir?

—No voy a detenerte —dijo mi madre, aunque se había desplazado hasta la puerta—. Ve y escucha hasta hartarte. Verás cómo tengo razón. Tal vez has salido a mi madre. —Me escudriñó la cara buscando rasgos del fanático religioso—. Si es así, supongo que eso no está en mis manos.

Los argumentos de mi madre no me desalentaron, no tanto como me habrían desalentado si los hubiera esgrimido otro. Aun así, mientras cruzaba la ciudad, busqué pruebas del enfoque contrario. Fue un consuelo que las tiendas estuvieran cerradas, con las persianas bajadas. Eso demostraba algo, ¿no? Si llamaba a las puertas de todas las casas que encontraba por el camino y preguntaba: «¿Murió Cristo por nuestros pecados?», la respuesta, sin duda sobresaltada y avergonzada, sería que sí.

Me di cuenta de que, personalmente, no me importaba mucho que Dios hubiera muerto por nuestros pecados. Yo solo quería un Dios. Pero si la muerte de Cristo por nuestros pecados era el camino hasta Dios, habría que trabajar en el tema.

El Viernes Santo hizo, poco apropiadamente, un día soleado y de temperaturas suaves; los carámbanos se derretían y partían, de los tejados se elevaba humo y corrían pequeños arroyos por las calles. La luz del sol entraba a raudales a través de las vidrieras de la iglesia. Llegué tarde, por culpa de mi madre. El pastor ya había salido. Me deslicé en el banco del fondo y la anciana del turbante de terciopelo, la señora Sherriff, me miró pálida de rabia; tal vez no era rabia sino un asombro formidable; era como si me hubiera sentado al lado de un águila posada en su percha.

Pero verla me llenó de aliento. Me alegré de verlos a todos, a las seis, ocho o diez personas, gente de carne y hueso, que se habían puesto el sombrero y salido de su casa, y recorrido las calles cruzando riachuelos de nieve fundida para personarse allí; no harían eso sin una razón.

Quería encontrar un creyente, un verdadero creyente a quien confiar mis dudas. Quería observar y tomar aliento de esa persona, no hablar con ella. Al principio pensé que podría ser la señora Sherriff, pero ella no me serviría; su excentricidad la descalificaba. Mi creyente debía de ser un sujeto luminosamente cuerdo.

Oh, Señor, levántate, ayúdanos y líbranos por Tu nombre.

Oh, Señor, levántate, ayúdanos y líbranos por Tu honor.

He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.

Me puse a pensar en los sufrimientos de Cristo. Junté las manos clavándome una uña con toda la fuerza posible en una palma, y la hundí y retorcí, pero no logré sangrar siquiera; me sentí avergonzada, sabiendo que eso no me habría hecho participar del sufrimiento. Dios, de haber tenido algo de gusto, habría despreciado esa tontería (pero ¿tenía gusto? Solo había que ver lo que los santos habían hecho, con Su aprobación). Él sabría lo que en realidad estaba pensando e intentaba derribarlo a golpes en mi mente. Era: ¿tan terribles fueron realmente los sufrimientos de Cristo?

¿Podían haber sido tan terribles cuando sabías, y Él y todo el mundo lo sabía, que resucitaría íntegro, radiante y eterno, y se sentaría a la derecha de Dios Padre Todopoderoso, y desde allí vendría a juzgar a los vivos y a los muertos? Muchas personas, tal vez no todas, ni siquiera la mayoría, pero unas cuantas someterían su carne a un sufrimiento similar si estuvieran seguras de que iban a alcanzar después lo que Él alcanzó. De hecho, muchos lo habían hecho: los santos y los mártires.

De acuerdo, pero había una diferencia. Él era Dios; para Él era más bien una humillación, un acto de sumisión. ¿Era Dios o solo el hijo terrenal de Dios en ese momento? Yo no conseguía comprenderlo. ¿Entendió Él que todo eso obedecía a un propósito y que al final todo saldría bien, o su condición de Dios había sido temporalmente eclipsada y solo vio el fracaso? «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»

Después del largo salmo con las profecías sobre las vestiduras y el reparto de la túnica, el clérigo se subió al púlpito y dijo que iba a dedicar un sermón corto a las últimas palabras que Cristo había pronunciado en la cruz. Precisamente en lo que había estado pensando yo. Pero resultó que había pronunciado más palabras de las que yo conocía. Empezó con «Tengo sed», que demostraba, dijo el pastor, que Cristo había sufrido corporalmente tanto como sufriríamos nosotros en su misma situación, nada menos, y que no le avergonzaba admitirlo, pedir ayuda y dar a los pobres soldados una oportunidad para obtener la gracia, con la esponja empapada en vinagre. «“Madre, he aquí a tu hijo.” “Hijo, he aquí a tu madre”», demostraba que sus últimas palabras y casi sus últimos pensamientos habían sido para los demás, disponiendo que fueran un consuelo el uno para el otro cuando Él se hubiera marchado (aunque nunca llegaba a marcharse). Ni siquiera en la hora de Su agonía y pasión, olvidó las relaciones humanas, lo hermosas e importantes que eran. «Hoy estarás conmigo en el Paraíso» demostraba, por supuesto, su constante preocupación por el pecador, el malhechor proscrito por la sociedad y colgado en la cruz de al lado. «Oh, Dios, tú no aborreces nada de lo que has creado, y… no deseas la muerte del pecador sino que se convierta de su mala conducta y viva…»

Pero ¿por qué —no podía dejar de preguntarme, aunque sabía que no iba a satisfacerme la respuesta— iba a aborrecer Dios algo que Él había creado? Si iba a aborrecerlo, ¿por qué lo había creado? Y si había hecho todo tal como quería, entonces no se podía criticar nada por ser como era, y eso venía a echar por tierra la idea del pecado, ¿no? Así pues, ¿por qué Cristo tenía que morir por nuestros pecados? El sermón tuvo un efecto negativo en mí; me dejó desconcertada y con ganas de discutir. Hasta me produjo, aunque nunca lo habría admitido, una aversión hacia Cristo mismo, por el modo en que eran señaladas continuamente Sus perfecciones. «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» Por un brevísimo instante, dijo el clérigo, un instante brevísimo, Jesús había perdido el contacto con Dios. Sí, hasta a Él le había sucedido. Había perdido el contacto y, en la oscuridad, había gritado desesperado. Pero eso también formaba parte del plan, era necesario. Fue así para que, en nuestros momentos más negros, supiéramos que el mismísimo Cristo había compartido nuestras dudas y nuestra desdicha, y, sabiéndolo, se disiparan más deprisa.

Pero ¿por qué? ¿Por qué debían disiparse tan deprisa? Supongamos que ese hubiera sido el último grito de Cristo, lo último que se le oyó decir. Al menos teníamos que suponerlo, ¿no? Teníamos que considerarlo. Supongamos que hubiera gritado eso y luego se hubiese muerto, y nunca hubiera resucitado, que nunca hubiera descubierto que todo había sido el drama de Dios. Qué sufrimiento. Sí; imagináoslo comprendiendo de golpe: «No era cierto. Nada de todo eso era cierto». El dolor de sus manos y de sus pies rasgados no habría sido nada comparado con eso. Mirar a través de los listones del mundo, después de haber llegado hasta allí, después de decir todo lo que había dicho, y de pronto… no ver nada. «¡Hable de eso! —le grité al clérigo en mi interior—. Oh, hable de eso, sáquelo a la luz y… ¡derrótelo!»

Pero todos hacemos lo que podemos, y el clérigo no podía hacer más.

Me encontré a la señora Sherriff por la calle al cabo de unos días. Esta vez iba sola.

—Te conozco. ¿Qué estás haciendo todo el rato en la iglesia anglicana? Creía que eras de la iglesia unida.

Ya fundida casi toda la nieve y con el río bajo, Owen y yo recorríamos Flats Road por separado los sábados e íbamos a la granja. La granja, donde tío Benny había pasado todo el invierno y donde mi padre había vivido la mayor parte del tiempo, salvo los fines de semana que venía a quedarse con nosotros, estaba tan sucia que ya no tenía que ser una casa; era como una extensión de aire libre resguardada de los elementos. El dibujo del linóleo de la cocina se había borrado; la misma mugre formaba un dibujo.

—Aquí está la mujer de la limpieza —dijo tío Benny al verme—, justo lo que necesitamos.

Pero yo no pensaba igual.

Toda la casa olía a zorro. No encendían la estufa hasta la noche y dejaban la puerta de casa abierta. Fuera los cuervos graznaban sobre los campos embarrados, el río alto y plateado y la silueta del horizonte que era, como por arte de magia, tal como la recordaba, tras haberla olvidado y recordado otra vez. Los zorros gritaban nerviosos, porque era la época del año en que las hembras tenían sus crías. Owen y yo no podíamos acercarnos a los corrales.

Owen se columpiaba de la cuerda que colgaba del fresno, donde había estado nuestro columpio el verano pasado.

—¡Major mató una oveja!

Major era nuestro perro, que últimamente considerábamos el perro de Owen, aunque no le hacía mucho caso a Owen sino más bien era Owen quien le hacía caso a él. Era un collie cruzado grande y marrón dorado que se había vuelto demasiado perezoso el pasado verano hasta para salir detrás de los coches, y que dormía la siesta a la sombra; tanto despierto como dormido desprendía una especie de dignidad lánguida y senatorial. Y de pronto le había dado por perseguir ovejas; había emprendido una vida de delincuencia en la vejez con tanto orgullo y, por el momento, tanta cautela como un anciano senador que emprende públicamente una vida de vicio y desenfreno. Owen y yo fuimos a verlo, y él me contó por el camino que las ovejas que perseguía eran de los Potter, cuyas tierras colindaban con las nuestras, y que los hijos de los Potter habían visto a Major desde su camioneta, y se habían detenido y saltado la cerca gritándole, pero Major había separado a su presa del rebaño y no había parado hasta que la había matado.

La había matado. Me la imaginé ensangrentada, desgarrada; Major nunca había cazado o matado nada en su vida.

—¿La quería para comérsela? —pregunté con perplejidad y repugnancia.

Y Owen se vio obligado a contarme que la matanza había sido, en cierto modo, accidental. Al parecer a las ovejas se las podía matar corriendo, se las podía matar de terror, de lo débiles, gordas y asustadizas que eran; aunque Major había pegado un bocado a la lana tibia del cuello, a modo de trofeo, y había saltado sobre él y lo había mordisqueado, para guardar las formas. Luego tuvo que correr a gran velocidad hasta casa (¡como si Major pudiera correr a toda velocidad!) porque los hijos de Potter iban a por él.

Estaba atado en el interior del cobertizo, con la puerta abierta para dejar entrar algo de luz y aire. Owen saltó a horcajadas sobre su espalda para despertarlo —Major siempre se despertaba tan deprisa y tan serio, sin protestar, que costaba saber si estaba realmente dormido o solo fingía estarlo—, luego rodó con él por el suelo, tratando de hacerle jugar.

—Viejo asesino de ovejas, viejo asesino de ovejas —dijo Owen, dándole puñetazos orgulloso.

Major lo soportó, pero no se mostró más juguetón que de costumbre; no parecía haber recuperado su juventud de ninguna forma aparte de esa tan asombrosa. Lamió la parte superior de la cabeza de Owen con aire condescendiente y cuando éste lo soltó, se puso a dormir de nuevo.

—Tendremos que atar a ese viejo asesino de ovejas para que no vuelva a salir tras ninguna. Los Potter dijeron que le pegarían un tiro si volvían a sorprenderlo.

Eso era cierto. Major era realmente el centro de todas las miradas. Mi padre y tío Benny fueron a verlo, tumbado con toda su falsa dignidad e inocencia en el suelo del cobertizo. Tío Benny vio que estaba condenado. En su opinión ningún perro que empezaba a cazar ovejas podía tener alguna esperanza de salir con vida.

—Ahora que lo ha probado —dijo tío Benny, acariciando la cabeza de Major—, no habrá quien lo detenga. No puedes dejar con vida a un asesino de ovejas.

—¿Quieres decir que hemos de pegarle un tiro? —grité, no exactamente por amor hacia Major, sino porque me parecía un final muy brutal para lo que todos consideraban una historia bastante cómica.

Era como ejecutar públicamente al senador de cabellos plateados por sus embarazosas bufonadas.

—No podéis tener un asesino de ovejas. Os haréis pobres apoquinando por todas las ovejas que mate. De todas maneras si no lo matáis vosotros lo hará otro.

Mi padre, cuando se apeló a él, dijo que tal vez Major no persiguiera más ovejas. De todos modos, lo ataron. Permanecería atado el resto de su vida, si era necesario, o al menos hasta que superara esa segunda infancia y estuviera demasiado débil para perseguir nada; no faltaba tanto para eso.

Pero mi padre se equivocó. Tío Benny, con su risueño pesimismo, y sus predicciones tristes y sentenciosas, tenía razón. Major escapó de su cautiverio a primeras horas de la madrugada. La puerta del cobertizo estaba cerrada, pero rasgó la tela metálica de una ventana sin cristal y salió, corriendo hasta la casa de los Potter para entregarse de nuevo a su recién descubierto placer. Había vuelto a casa a la hora del desayuno, pero la cuerda y la ventana rotas, y la oveja muerta en el prado de los Potter, hablaban por sí solas.

Estábamos desayunando. Mi padre había pasado la noche en la ciudad. Tío Benny lo llamó por teléfono para darle la noticia y mi padre, cuando regresó a la mesa, dijo:

—Owen, tenemos que deshacernos de Major.

Owen se puso a temblar, pero guardó silencio. Mi padre nos explicó, en pocas palabras, la fuga y la oveja muerta.

—Bueno, ya es viejo —dijo mi madre con falso vigor—. Es viejo y ha tenido una buena vida, y quién sabe lo que será de él ahora de todos modos, con todas las enfermedades y miserias de la vejez.

—Podríamos traérnoslo a vivir aquí —dijo Owen débilmente—. Entonces no sabría dónde buscar ovejas.

—Un perro como ése no puede vivir en una ciudad. Y no hay garantías de que no vuelva a hacerlo de todos modos.

—Piensa qué mal lo pasaría atado en la ciudad, Owen —dijo mi madre con reproche.

Owen se levantó de la mesa sin decir nada más. Mi madre no lo regañó por no pedir permiso.

Yo estaba acostumbrada a que se mataran animales. Tío Benny cazaba y atrapaba ratones almizcleros, y todos los otoños mi padre mataba zorros y vendía sus pieles para nuestro sustento. A lo largo del año mataba los caballos viejos, tullidos o simplemente inservibles, para echar de comer a los zorros su carne. Yo había tenido dos pesadillas horribles sobre eso, las dos hacía bastante tiempo, que todavía recordaba. Una vez soñé que iba a la caseta de la carne de mi padre, un cobertizo de tela mosquitera más allá del establo donde en invierno guardaba los caballos descuartizados y desollados colgados de ganchos. El cobertizo estaba a la sombra de un manzano silvestre; las mosquiteras estaban negras a causa de las moscas. Soñé que miraba y descubría, no tan inesperadamente, que lo que había colgado allí en realidad eran cadáveres humanos descuartizados y desollados. El otro sueño estaba inspirado en la historia inglesa, sobre la que había leído en la enciclopedia. Soñé que mi padre había puesto un humilde tajo en el césped, fuera de la puerta de la cocina, y que hacía que nos colocáramos en fila —a Owen, a mi madre y a mí— para cortarnos la cabeza. «No os dolerá —nos decía, como si esa fuera nuestra única preocupación—, solo será un instante.» Se mostraba amable y tranquilo, razonable y cansinamente persuasivo al contarnos que lo hacía por nuestro bien. En mi mente forcejeaban pensamientos de huida, como aves atrapadas en petróleo, con las alas extendidas, impotentes. Me quedaba paralizada con ese tono razonable, las disposiciones tan sencillas, familiares y obvias, el rostro tranquilizador de la locura.

Durante el día no estaba tan asustada como esas pesadillas podían hacer creer. No me daba miedo pasar por delante de la caseta de la carne ni oír el estallido de la escopeta. Pero cuando pensaba en Major recibiendo un tiro, cuando imaginaba a mi padre cargando la escopeta tan lenta y ceremoniosamente como siempre, y llamando a Major, que jamás sospecharía nada, acostumbrado como estaba a ver hombres con escopeta, y los veía a los dos pasando por delante del cobertizo, mi padre buscando el lugar adecuado, volvía a visualizar el contorno de esa cara razonable y blasfema. Era la deliberación lo que me tenía obsesionada, la deliberada decisión de incrustar una bala en el cerebro del perro para detener el funcionamiento del organismo; en esa decisión y ese acto, por muy necesarios y razonables que fueran, estaba la aprobación de cualquier cosa. La muerte era posible. Y no porque no pudiera impedirse sino porque era lo que querían, sí, lo que querían todos esos adultos, capataces y verdugos de amable e implacable rostro.

¿Y yo? Yo no quería que eso sucediera. No quería que pegaran un tiro a Major, pero experimentaba una tensa excitación, además de pesar. Esa escena de la ejecución que imaginaba y me producía ese momentáneo instante de oscuridad, ¿me era totalmente desagradable? No. Me concentré en la confianza de Major, el afecto que le tenía a mi padre —a quien gustaba, a su manera comedida, como le gustaba cualquiera—, sus ojos alegres y medio ciegos. Subí para ver cómo se lo estaba tomando Owen.

Lo encontré sentado en el suelo de su dormitorio jugando con cantillos. No lloraba. Tenía la vaga esperanza de poder persuadirlo para que fuera razonable, no porque creyera que iba a servir de algo sino porque me parecía que la ocasión lo requería.

—Si rezaras para que no peguen un tiro a Owen, ¿no se lo pegarían? —me preguntó con voz exigente.

La idea de rezar no se me había pasado por la cabeza.

—Rezaste para no tener que enhebrar más la máquina de coser y se cumplió.

Vi venir horrorizada la inevitable colisión entre la religión y la vida.

Se levantó y se plantó frente a mí.

—Rezar —dijo muy tenso—. ¿Cómo se hace? Empieza ya.

—No puedo rezar por algo así.

—¿Por qué no?

¿Por qué no? Porque no se reza para que pasen cosas o dejen de pasar, podría haberle respondido, sino para pedir fuerzas y la gracia para soportar lo que pasa. Una buena salida que destila un abominable olor a derrota. Pero no se me ocurrió. Simplemente pensé, y supe, que rezar no iba a impedir que mi padre saliera con la escopeta y gritara: «¡Major! ¡Ven aquí, Major!». Rezar no cambiaría eso.

Dios no lo cambiaría. Si Dios estaba del lado de la bondad, la compasión y la misericordia, entonces ¿por qué había hecho tan difícil alcanzarlas? Daba lo mismo decir: «Valdrán la pena»; no importaba. Rezar para detener un acto de ejecución era inútil sencillamente porque a Dios no le interesaban esos reparos; no eran los Suyos.

¿Podía existir un Dios que no estuviera contenido en la red de iglesias, que no hubiéramos hecho manejable por medio de ensalmos y cruces, un Dios verdadero, que estuviera verdaderamente en el mundo, y fuera extraño e inaceptable como la muerte? ¿Podía existir un Dios asombroso e indiferente más allá de la fe?

—¿Cómo lo haces? —preguntó Owen, obstinado—. ¿Tienes que arrodillarte?

—Da lo mismo.

Pero él ya se había arrodillado y cerrado los puños a los costados. Luego, sin inclinar la cabeza, frunció la cara con gran concentración.

—¡Levántate, Owen! —grité con brusquedad—. No servirá de nada. No funcionará, Owen. No funciona. Levántate, cariño. Sé bueno.

Me golpeó con sus puños cerrados, sin tomarse el tiempo de abrir los ojos. Al formular su plegaria, su rostro registró distintas muecas íntimas, desesperadas, y cada una me pareció un reproche y una denuncia, un espectáculo tan duro de contemplar como el de la carne desollada. Ver, en primer plano, a alguien tener fe no es más fácil que ver a alguien cortarse un dedo de un tajo.

¿Alguna vez experimentan los misioneros esos momentos de perplejidad y vergüenza?