El cerdo gritaba como un poseso mientras le dejaba al descubierto la columna vertebral. Sus agudos chillidos retumbaban con tanta fuerza en el artesonado del aula del templo de la Paz de Vespasiano que es posible que se estremecieran incluso los visitantes que estaban frente al relieve del plano de la ciudad, en la sala contigua. Las patas del animal, bien atado y sujeto por las manazas de Crates, intentaban escarbar con desesperación el mármol de la mesa de operaciones. Le había administrado beleño y jugo de adormidera para que no pataleara mucho durante el experimento, pero era evidente que la dosis había resultado demasiado escasa. Crates le aprisionó el hocico con el codo, me hizo una señal y yo empecé a destruir las apófisis de la columna para que los nervios que recorren la espina se vieran mejor. Cuando la sangre estuvo contenida, volví el cuerpo trepidante hacia la luz y empecé a desconectar uno a uno los conductos nerviosos, atándolos con un hilo fino, para demostrar el creciente entumecimiento de las extremidades regidas por éstos, que se volvían de nuevo sensibles y móviles en cuanto eliminaba la interrupción.

Mi numeroso público contemplaba absorto las patas que se relajaban y se volvían a mover. Los espectadores se inclinaban sobre el cuerpo del animal y se regodeaban en el propio espanto. Empecé a hablar de mi verdadero tema, la respiración, y demostré cómo los músculos del tórax dejaban de trabajar y éste dejaba de elevarse y hundirse…, y cómo, cuando soltaba el nudo, la respiración del animal volvía a oírse con un pitido.

—Como nos muestra la experiencia —anuncié—, esta forma de interrupción no puede durar demasiado, o sería irreversible. —Lo demostré cortando la vía nerviosa con el escalpelo—. En este caso, la respiración no se reanuda y el animal muere. No hay arte médica que pueda volver a despertarlo. —El cerdo resolló y quedó inerte. Disfruté del silencio que se hizo, en el que sólo se apreciaba el murmullo asombrado y maravillado de mi público del día—. Pero aprovechemos la oportunidad y observemos el curso de las vías nerviosas por el interior de la columna hasta el cerebro, el órgano que controla todos estos procesos, donde reside el estímulo de la voluntad, al que los músculos obedecen como los caballos al jefe de la manada.

No era un mal público el que había podido reunir. Crates había aguardado a la entrada mientras entraban todos en tropel por el vestíbulo ajardinado desde el foro Transitorio. A fin de cuentas, entre los interesados se contaban Boecio y Severo, dos de los cónsules designados. El aristotélico Alejandro Damasceno, que estaba en primera fila e intentaba evitar que la sangre le salpicara en su palla blanca, no era un hombre desconocido en su círculo. Y Sergio Paulo, claro está, el prefecto de la ciudad. Sí, podía estar contento con mi público del día.

Seguí cortando con tranquilidad la carne tibia y dando mi conferencia. Me había costado bastante esfuerzo alquilar la sala pública para mis propósitos. Había corrido detrás del presidente del colegio de sacerdotes durante semanas, le había rogado y suplicado, y finalmente había encontrado un lugar en la lista de espera, entre un tragafuegos egipcio, una exhibición de obras de arte de Judea y el divulgador de una nueva doctrina de meditación procedente de Armenia. Claudio Galeno de Pérgamo, y quién era ése, nada más que otro médico griego. Con todo, aquél era mi día y sabría cómo aprovecharlo.

Mientras pronunciaba unas cuantas observaciones concluyentes, dejé a un lado el instrumental de disección. Un imperceptible gesto de Crates les indicó a los esclavos que entraran con el recipiente de cobre para que me lavara las manos teñidas de rojo antes de prepararme para la discusión. Mi túnica blanquísima no tenía una sola mancha de sangre. Di un paso al frente y dejé vagar la mirada por el público. Estaban impresionados, no cabía duda, aunque a algunos no parecía agradarles del todo que mi pequeña presentación los hubiera dejado sin habla. A un romano no le gusta que alguien de las provincias lo deje perplejo, y menos aún si se trata de un griego. En todo caso, así interpreté la sombría expresión del rétor Adriano. Le sostuve la mirada, estaba claro que pondría alguna objeción.

—¿No es en verdad artística la Naturaleza que ha creado estas cosas? —pregunté.

Hay que reconocer que me mostré teatral. Extendí los brazos como si yo mismo fuese el artista al que correspondía el aplauso. Y lo recibí en generosa medida. A continuación abandonaron la sala los mirones, que mientras salían comentaban animadamente lo que habían visto en las termas y las tabernas; atrás quedaron tan sólo los especialistas, los que de verdad estaban interesados. Se acercaron aún más a mi alrededor.

—¡Por todos los dioses, noble Galeno! Has hablado como un auténtico conocedor de la Naturaleza y has penetrado en lo más profundo de sus secretos. Es probable que nadie antes que tú haya expuesto nunca el enigma de la respiración de una forma tan clara como acabas de hacerlo. Sin embargo, aún hay algo que me gustaría mucho saber.

Bajé las manos y me volví hacia Atalo, uno de los médicos más prominentes de Roma, que acababa de dar inicio al debate. Era un metódico y seguía una de esas oscuras teorías sobre el movimiento de los átomos en las extremidades, si bien estaba a favor de tener en cuenta sólo lo visible en el tratamiento médico. Si se le hubiera preguntado, habría tenido que reconocer ante cualquiera que nadie había visto aún sus átomos, pero ¿qué le importaban a él todas esas contradicciones? Ejercía de médico en las casas de más alcurnia, tenía una villa en el Adriático y hacía muy poco había enterrado a un paciente rico que lo había nombrado único heredero. No obstante, pese a lo sospechoso que parecía aquel asunto, incluso sus enemigos más acérrimos admitían que posiblemente lo había matado por pura ignorancia y que el hombre había acabado por fallecer, como fallecen todos los enfermos graves, en manos de Atalo. Me esforcé por dirigirle una sonrisa amable, volví hacia él un semblante atento y me dispuse a escuchar con interés su objeción, que era de la clase esperada.

—Pero ¿qué relación —preguntó Atalo con candidez, como si de verdad quisiera saberlo, al tiempo que inclinaba un poco la cabeza—, qué relación fructífera, sabio Galeno, puede tener este conocimiento con el arte de la curación? Sin duda, el pueblo queda asombrado ante estos trucos y, puesto que lo he visto con mis propios ojos, tampoco es que quiera desmentir que un corte en la médula espinal pueda acabar con la respiración. Sin embargo, ¿de qué me sirve eso, me pregunto yo, en el tratamiento de mis pacientes?

—De qué debería servirte a ti, oh, Atalo, es obvio que no lo sé —lo interrumpí y, satisfecho y sin hacer caso de algunas risas, proseguí—: Seguramente, la mayoría de los médicos estaría de acuerdo conmigo en que es imposible curar una enfermedad sin conocer sus causas, esto es, si fuesen metódicos, como tú. —Sonreí por cortesía tras esa pulla y, puesto que no respondió, seguí hablando—: Y ¿cómo quieres distinguir las causas si no has estudiado a fondo la anatomía y la fisiología del cuerpo y no dominas…?

—¿De verdad quieres aprender todo eso mediante la contemplación de un animal agonizante? —me interrumpió entonces él—. Debe de haber sin duda ciertas diferencias entre el interior de un cerdo y el de un senador romano.

Miró en busca de aprobación hacia Boecio, que al oír esas palabras cerró más su nervioso puño derecho sobre el extremo de su toga y esperó mi respuesta con atención.

—Ya que has saltado de forma tan inesperada a un nuevo argumento —repuse, alzando la voz—, doy por sentado que, en lo que atañe al primer tema, ya estás de acuerdo conmigo, apreciado Atalo, y que ahora el estudio de las funciones corporales también a ti te parece valioso e indispensable. Por el contrario, dudas del valor de la disección de un animal para este estudio. También a esto quiero dar respuesta, si bien me parece un derroche hacerlo ante alguien con tus opiniones. —Hice una pausa significativa—. La diferencia entre un cerdo o un mono y un hombre es indiscutible, pero sólo en cuanto a estructura ósea y muscular. En cuanto a venas y órganos existe cierto parecido muy instructivo que no se puede ocultar. Para un médico, y aún más para un anatomista, que de la estructura y las funciones de venas y órganos extrae conocimientos útiles para la sanación, lo que prima es que un músculo es un músculo, un riñón es un riñón, y un hígado… —volví a hacer una pausa teatral—… siempre es un hígado. Y, si hubieses examinado de cerca un hígado de cerdo o dos, a tu último paciente no le habría ido tan mal.

Por un momento pensé que Atalo soportaría sin hacer ningún comentario esa última pulla, pues se mordió los labios y agachó la cabeza. Sin embargo, después alzó la voz:

—Es lamentable que digas eso precisamente tú, cuya intromisión en el caso de mi paciente Teágenes, al que sin duda te refieres, le costó finalmente la vida.

—¿Intromisión? —estallé—. ¿Intromisión? Sí, claro, ¿acaso tendría que haberme quedado quieto mientras veía cómo lo llevabas a una muerte segura con tu tratamiento?

Me habría encantado agarrarlo de la palla.

—Mi tratamiento —replicó Atalo, sereno en apariencia— habría sanado a Teágenes en el transcurso de cinco días, tal como le había anunciado, si el hombre hubiese seguido mi plan. Pero tú le confundiste con tu charlatanería sobre humores y dietas…

—¡Pero si no me prestó ni un instante de atención! —exclamé, indignado.

—Tal vez estés acostumbrado a que tus pacientes no hagan caso de las prescripciones que les das —rezongó. Hice rechinar los dientes, pues yo mismo le había servido ese triunfo en bandeja—. Debo admitir —prosiguió— que a mí eso no me sorprende ni puedo dejar de aprobarlo. Sin duda es para bien del afectado. Aun así, el pobre Teágenes cometió el error, el error fatal, de escucharte. Descanse en paz —terminó, con un sentido suspiro.

Esta vez sí que lo agarré del cuello de verdad.

—Sabes muy bien que todas esas palabras no son más que solemnes mentiras —le espeté entre gruñidos—, ¡hipócrita ignorante!

—Matasanos —me siseó en respuesta.

Nos miramos fijamente a los ojos. Los dos cónsules intercambiaron una mirada. Oí que se marchaban con paso decidido, pero yo estaba ocupado.

—Maldita sea, maldita sea, maldita sea —rabiaba contra mí mismo.

Crates, que llevaba el pesado maletín con el instrumental de disección, apenas lograba seguirme con su cojera mientras atravesaba el jardín rodeado de columnas de los templos para salir al foro Transitorio, la esplendorosa calle de mármol que unía el templo de la Paz con los foros imperiales de Augusto y de Trajano. Por entre una de sus arcadas relucían las tejas de bronce de la basílica Ulpia, al final del foro de Trajano, seductora a la luz del sol, a la que superaba en altura la estatua ele su constructor sobre su columna monumental, que quedaba tras ella. No muy lejos de allí estaba mi casa, mi consulta tranquila, demasiado tranquila, en el barrio nuevo que había detrás de los mercados de Trajano. Suspiré. ¿Qué me importaba la belleza del panorama cuando un canalla me acababa de acusar en público de haber matado a un paciente?

—¿Qué quieres, amo? —dijo Crates, intentando consolarme—. No ha salido tan mal. Al menos había doscientas personas y ahora propagarán la noticia de tu fama en las termas. Sólo al final…

Le ordené que se callara con un gesto rabioso y aceleré el paso mientras me dirigía al Argileto, el último vestigio de la antigua calle comercial que aún existía entre el esplendor concentrado de los foros imperiales. Avanzando entre la Curia y la basílica Emilia, nos dejamos arrastrar por la muchedumbre hacia el foro Romano y pusimos rumbo hacia la monumental fachada del palacio, que se erguía en lo alto del Palatino.

—¿Le has visto la cara al cónsul Flavio Boecio? Él intercede para que pueda alquilar la sala y ¿qué hago yo? Me abalanzo con el escalpelo sobre ese inútil de Atalo delante de sus narices.

—Sólo le ha sangrado un poco el oído —dijo Crates para intentar tranquilizarme y calmar mi resquemor.

—Maldita sea —mascullé para mí—. Cómo me habría gustado que me hubiese confiado el tratamiento de su esposa. Es amiga de la sobrina de la Emperatriz y… —De repente me detuve y miré a mi alrededor—. Pero ¿qué era lo que veníamos a hacer?

—Querías ir a la biblioteca del augusto templo de Apolo para hablar con el procurador sobre el puesto de medicus a bibliothekis —me apuntó Crates, como de costumbre.

¡Cierto! Quería volver a hablar con el procurador por lo del puesto. Subí con decisión los primeros peldaños de la escalinata que llevaba directamente a la casa de las vestales, en el Palatino. Bah, no era ningún puesto prominente ni de prestigio, pero me habría asegurado cierta reputación y unos ingresos regulares en una ciudad en la que la vida era muchísimo más cara que en el apacible Pérgamo.

Mi pequeña y querida herencia se fundía en la calurosa actividad de la gran ciudad de Roma y mi fama no crecía ni mucho menos en la misma medida. En realidad no es que pudiera quejarme, pero no había ido a Roma, al centro del mundo, para acabar con treinta años recién cumplidos siendo médico del vecindario en una consulta junto a una cantina. El enfado me hizo subir sin esfuerzo los escalones del Clivus Victoriae hacia el Palatino. No tuve ninguna consideración con la cojera de Crates, que me iba a la zaga.

Pensé, y no por primera vez, que no debería haberme peleado con Ambón en el barco. Bajo su protección, mis comienzos en la ciudad de Roma habrían sido sin duda más sencillos. Sí, claro, yo era Claudio Galeno, el famoso galeno de Pérgamo. Sin embargo, también estaban Aufidio Craso, el famoso médico de Alejandría, y Cayo Manlio, el famoso chirurgus de Atenas, además de una gran variedad de otros sobresalientes entendidos en medicina de todos los rincones del Imperio. Como yo, todos tenían grandes placas en sus puertas, hacían que sus esclavos desfilaran por los mercados con tablones en los que se anunciaban, y competían entre sí pronunciando discursos en pórticos al aire libre. En cada uno de ellos podía esconderse un genio, como en mi caso, o tal vez un esclavo de molinero huido que se dedicaba a la venta ambulante de los remedios caseros de su abuela, hechos a base de bosta de cocodrilo. ¿Quién iba a saberlo?

Algunos leían el estado de sus pacientes en la mano, otros en la pupila, otros en la orina, y otros más en un huevo de gallina roto o en las estrellas, ¿qué diferencia había? Los clientes codiciaban sensaciones y no eran difíciles de contentar. Tampoco existía ningún control estatal sobre la formación y la actividad médica. Allí, en Roma, lo fundamental para el éxito de un hombre eran únicamente las buenas relaciones y la comercialización de la propia fama en los círculos influyentes, si es que, como en el caso de Atalo, podía permitírselo. ¡Ay, qué no habría dado yo por poder operarle las hemorroides a un viejo granuja rico como un senador!

Con todo, de momento recorría las largas calles de Roma bruñendo picaportes como el del procurador de la biblioteca, que residía en la misma biblioteca del templo de Apolo, en el Palatino. Los únicos pacientes que no pertenecían a la clientela del tranquilo y pequeño barrio del Quirinal, donde yo vivía, eran los del gremio de buceadores. No era exactamente lo mismo que la rica y nutrida sociedad de carniceros para la que había realizado en Pérgamo el mismo servicio, el de médico de confianza. Los carniceros romanos, cuya asociación para entierros y rentas disponía de millones, confiaban en los servicios de un médico y sacerdote armenio que llevaba en la frente una cinta de color púrpura y tenía una serpiente que vivía y profetizaba dentro de un huevo.

La organización del gremio de buceadores poseía una humilde casita en las afueras, en Ostia, y ofrecía a sus miembros poco más que un algo de compañía y una exigua cantidad con la que pagar sencillas urnas para los entierros. Yo era su médico. Me llamaban cuando alguno de sus hombres, que rescataban las mercancías de los barcos naufragados frente al puerto, había vuelto a sufrir un percance en los restos de un naufragio, había emergido demasiado deprisa a fin de escapar del ataque de un escualo o había resultado herido de cualquier otra forma. Yo ya había aprendido mucho acerca de las espantosas y hediondas heridas que puede abrir la dentadura de un escualo desde que había empezado a visitar a los buceadores en sus minúsculas chozas, donde me miraban con ojos febriles desde sus lechos. A veces me desesperaba toda la pobreza que veía allí. Ay, qué agradable habría sido ocuparme, para variar, de unos cuantos bibliotecarios con digestiones molestas, de escribas con lesiones en la columna vertebral a quienes prescribiría ejercicios gimnásticos o de eruditos enfermos del pulmón a los que poder enviar a reposar a sus villas junto al mar; habría sido un merecido cambio. Sin embargo, el procurador de las bibliotecas romanas no lo quería así.

Su secretario me hizo saber que no se encontraba en casa, que había salido por cuestión de negocios y que, además, no podía respaldar mi solicitud, pues no contaba con nada que probara mi aptitud especial para el puesto. El gesto que hizo al decirme eso dejaba entender muy a las claras qué clase de prueba esperaba recibir. E igual de claro tenía yo que el pequeño donativo que deposité en la mano del secretario en concepto de adelanto jamás le sería transmitido al procurador. Lo cierto es que a éste ya lo había sobornado, igual que habían hecho todos los demás candidatos. En fin, miré al esclavo escriba y pensé que tampoco hacía ningún daño poniéndome al personal de mi parte. Quién sabía si no me iría bien que ese pequeño sinvergüenza orondo dejase olvidada una tablilla con mi nombre sobre el escritorio de su amo en el momento adecuado.

Cuando salí de nuevo al aire fresco, di un pequeño paseo hasta el espléndido pretil desde el que se disfrutaba de una vista del Circo Máximo, colina abajo, y respiré la brisa suave mientras miraba con ojos entornados hacia la pista de arena bañada por el sol. Detrás de mí, esclavos con togas limpias se dedicaban a sus obligaciones, salían de la escuela de la administración imperial, en la que se preparaban para el servicio público y aprendían a llevar la contabilidad, a recibir a los solicitantes y a aceptar el dinero de los sobornos, según presumía yo.

Tomé impulso y me subí al pretil de mármol. La vista no era como la que había desde aquella entrañable terraza de Pérgamo, pero me sentía como si tuviera alas. Por debajo de mí se extendía la pista con su esplendor imperial, los dorados postes que marcaban el recorrido y la diosa áure sobre la columna de la victoria, que me lanzaban sus destellos. El mármol resplandecía a la luz del sol. Oh, casi veía cómo se abrían de golpe las puertas de los doce pasillos y los carros salían disparados. En ese medio año me había vuelto ya tan romano que, como ellos, no era capaz de imaginar nada más bello que ser un famoso auriga que, con sus corceles de belfos espumosos conquistaba los laureles de la victoria ante la mirada de miles de espectadores.

Sí, pensaba que eso era lo que le faltaba a mi vida de trabajo en Roma: el desafío deportivo, el prurito del peligro, la competición, el cosquilleo de la atmósfera de la arena a la que tan unido me había sentido en mi anterior y lejana, tan lejana, vida en Pérgamo. No era lo mismo estar allí, en el Circo, y contemplar las cacerías de animales, o seguir los duelos del Coliseo. Había que pertenecer a ese mundo, emocionarse entre bastidores, estar presente. Echaba en falta mi ludus, mi escuela de gladiadores.

—Ay, Crates. —Le di unas palmadas en el hombro a mi sirviente, que intentaba recobrar el aliento, pues acababa de trepar a lo alto del Palatino—. Se me acaba de ocurrir que podemos ir a algún sitio de allá abajo. —Crates lanzó un quejido de protesta—. Quiero ir al Ludus Magnus —añadí, y pude ver cómo se le iluminaba el semblante.

«A él le ocurre como a mí —pensé mientras avanzábamos con pasos resonantes por la terraza, pasábamos luego bajo los arcos de Tito y Domiciano y llegábamos a la vía Sacra—. A los dos nos ocurre lo mismo: un viejo caballo de carreras nos arrastra todavía hasta el Circo.»

El Ludus Magnus era sólo una escuela de gladiadores, aunque la más grande, de las cuatro que se erguían al oeste del Coliseo. Allí se entrenaban y recibían su formación por lo menos dos mil luchadores a la vez, además de otros tantos en los ludi colindantes, el de los galos, el de los dacios y el de los venatores, los especialistas en luchas con animales. Era un gran complejo habitado por un enjambre de personas que me recordaba muy poco a mi conocido reino de Pérgamo, donde como mucho había tenido que cuidar de cincuenta gladiadores a la vez.

Incluso contaban con un hospital propio y una armería ante la que nuestro almacén parecía más bien un negocio familiar. Tenían también unos pequeños barracones militares, la base de una unidad naval cuya única obligación era la de desplegar los velaria, los toldos, durante las representaciones del Coliseo. Divertir al pueblo de Roma con juegos era una seria ocupación de la administración en la que el Emperador no podía cicatear ni peculio ni atención.

Nuestro nuevo imperator, Marco Aurelio, era ciertamente ejemplar por lo que atañía a la financiación de las luchas. No obstante, durante los espectáculos, su mirada imperial —eso había podido comprobarlo en persona la última vez— a menudo descansaba en un rollo, una solicitud o un acta procesal. Me fijé en los esclavos de la administración que entraban y salían a toda prisa del palco imperial, como si fuera un palomar. A todas luces, los asuntos oficiales no se interrumpían ni un solo minuto mientras allí abajo, en la arena, corría la sangre sin que el Emperador le prestara atención.

—¡Ése no es emperador, es una solterona! —había oído refunfuñar a alguien en las gradas—. ¿Acaso es demasiado delicado para nuestros entretenimientos, eh? —añadió reprobando lo que consideraba arrogancia y menosprecio, la actitud propia de una vieja pazguata.

Esa vez observé cómo el Emperador alzaba la vista y parpadeaba con irritación cuando los gritos se hacían más fuertes. Había renunciado a llamar a sus pretorianos y, en lugar de eso, se había puesto a deliberar con sus consejeros. Éstos hablaban gesticulando, pero él sacudía la cabeza, no con rechazo ni con impaciencia, sino sólo lleno de incomprensión. Bueno, yo a él tampoco lo comprendía. ¿Cómo podía preferir una aburrida acta a los cautivadores sucesos de allá abajo? Y, debido al rato que estuve devanándome los sesos sobre esta cuestión mientras miraba boquiabierto al palco, me había perdido el legendario golpe con el que el reciario Ayax de Capua acabó con su contrincante y gracias al cual yo había ganado mi apuesta.

¡Ah! Inspiré hondo mientras subía la gran escalinata. Allí estaba, el familiar olor a polvo recalentado por el sol, a piel, madera y sudor. Y allí estaba también el familiar golpeteo hueco de las armas de madera contra los postes que acompañaba a los incansables combates de entrenamiento de los luchadores en el primer año, y las voces atronadoras de los lanistae, que alentaban a sus pupilos.

—¡Galeno!

Alcé el brazo y contesté con señas al saludo de Endimión, el liberto que ejercía de médico en ese ludus. Casi todos los médicos de los ludi de Roma eran esclavos imperiales o libertos. No había tardado en comprender que, en la capital, el puesto de médico de gladiadores era diferente al de la provincia de Pérgamo, y que aspirar a esa plaza no era adecuado para mí, un hombre libre y de ascendencia noble, por muy prominente que fuese el puesto. Eso también tenía su parte buena: Endimión podía estar seguro de que yo no era un competidor y que no intentaría quitarle su trabajo. Entre nosotros había nacido algo semejante a una amistad. De vez en cuando me enseñaba incluso alguno de sus casos interesantes y me pedía consejo. Era una solidaridad profesional con la que hasta el momento no me había encontrado en una Roma llena de médicos de la misma calaña que Atalo.

«Acabo enseguida», me dio a entender con una señal por encima de las cabezas de los demás. Asentí e indiqué hacia la entrada de la gran arena de entrenamiento, que se encontraba en el patio y que, con su tribuna de seis metros de ancho, habría dado cabida a casi tres mil espectadores en caso de ser necesario.

Ese día tan sólo vagaban por allí unos cuantos ricos, tan ociosos como yo. Algunos corredores de apuestas y varios posibles compradores seguían los combates de la arena. Un par de prostitutas de la peor clase, que se habían cansado de esperar a los clientes de plantón bajo las arcadas del Coliseo, se aburrían en los palcos envueltas en nubes de aceite de junco de dos sestercios.

Crates, protector de mi reputación, les lanzó un silbido para que se apartaran perezosamente de allí y me dejaran sitio en uno de los bancos de madera. Yo les guiñé el ojo y ellas me dirigieron un par de miradas lánguidas, hasta que debieron de darse cuenta de que estaba más interesado en el espectáculo que tenía delante que en sus encantos, y reanudaron sus conversaciones con gran pesar.

—¡Pero si él me quiere! —se lamentaba en ese instante una chica flaca, de melena castaña y con ojeras bajo los ojos marrones.

—Y ¿qué quieres?, si se lo haces gratis —la reprendía su amiga—. Eres una bobalicona, mira que rechazar al carnicero por culpa de él… ¡Y encima vas y le compras sandalias de tu propio bolsillo!

—Me había suplicado que se las comprase. Y, además, me gusta hacerle regalos.

—Y ¿qué te regala él a ti, eh?

—Es que Cayo no tiene nada —dijo ella para disculparlo.

—Justo. Ni un sestercio en la bolsa, pero a chicas como nosotras sí que nos exige fidelidad, y a lo mejor incluso regalos.

—Yo…

—De todas formas, en la última carrera lo vi irse con Claudia.

—¡Eso no es cierto! —exclamó la del cabello castaño, muy afectada.

—Sí que lo es y, además, ella llevaba un anillo nuevo.

La pobrecita se puso a sollozar, pero eso no les preocupó a sus compañeras, que ya discutían acaloradamente sobre los méritos de los que carecía esa Claudia tan hábil en el negocio, que le había llegado a robar el admirador a su compañera, y eso a pesar de que ni su cabello ni sus pechos eran auténticos, como no dejaban de asegurarse unas a otras. Yo las escuchaba entretenido y contemplaba a la afligida de reojo. Sus ojeras, su tez pálida y algo en su porte me revelaron que quizá su querido Cayo ya le había hecho al menos un regalo, y que a la infeliz cortesana de arrabal tal vez le esperaba una preocupación más en el futuro. Estaba pensando si no debería proporcionarle la dirección de una buena especialista en abortos cuando alguien me agarró del hombro y me zarandeó con fuerza.

—¡Hilas! —saludé al gigantesco secutor con alegría.

No era el mismo Hilas al que había conocido en Pérgamo, pero es que ese nombre solía ponerse a menudo. Este Hilas se asemejaba a aquel otro de una forma asombrosa: grande, ágil, de rizos negros y risueño hasta el último golpe. Dejó el escudo y la espada apoyados en la valla de madera, se quitó el característico yelmo sin visera ni penacho, pulido a la perfección para que las malignas redes de los reciarios contra quienes luchaba no lograran engancharlo, y me abrazó.

Hilas (este Hilas) era uno de los casos que me había enseñado Endimión, y me estaba agradecido por haberle curado un tendón desgarrado de la articulación de la rodilla, que bien podría haber representado el final de su carrera. Una carrera brillante, por otro lado, la que él desarrollaba ante la mirada de Roma.

Como hijo ilegítimo de un distinguido senador, Hilas podría haber escogido otro camino y no pisar la arena. Su padre habría estado dispuesto a financiarle una formación y la entrada en una pequeña constructora sólo con que él hubiera retirado su nombre de la circulación. No obstante, Hilas había rechazado con obstinación todo aquello y había asumido la posición inferior de gladiador. Se había dejado marcar con el hierro de los esclavos al tiempo que hacía pública su ascendencia. Luchaba ante el público de Roma, para suplicio y humillación diarios de su progenitor, y era el preferido de todos los romanos apasionados por el circo.

Paseamos tranquilamente a lo largo del borde de la arena.

—Bueno, ¿ya le ha dado un ataque a tu padre? —pregunté con interés, pues ése era el objetivo declarado de Hilas.

—No —respondió, riendo—, pero cualquier día se lo llevarán muerto del palco. Mejor él que yo, en todo caso. —Entonces se inclinó hacia mí y, en tono confidencial, añadió—: Muchas gracias por las pesas nuevas. He hecho los ejercicios de los que hablamos y ya casi me ha desaparecido el dolor de espalda.

Asentí.

—Acabarán con esa debilidad. ¿Sigues evitando las judías, como te aconsejé?

Hilas torció el gesto.

—Bueno, ya sabes que Endimión las tiene en gran estima, al contrario que a los gladiadores que le ponen pegas al menú. Cuidado, ahí viene. —Cambiando deprisa de tema, me colocó una espada de madera en la mano y asió la suya—. ¿Te apetece una tanda de ejercicios, precioso? —preguntó en voz alta.

Asentí con vehemencia, me enrollé la parte superior de la túnica alrededor de la cintura, me retiré el pelo de la frente y blandí el arma, que pesaba por lo menos tanto como una de auténtico metal. A modo de prueba, tracé con ella unas líneas en el aire y dirigí la punta con fanfarronería hacia el torso de Hilas. Mis ejercicios diarios en las termas me habían puesto en forma, según comprobé con un par de movimientos musculares.

—Defiéndete si puedes.

—Querrás decir: «No me hagas daño» —repuso Hilas con una media sonrisa, y empezó a dar vueltas a mi alrededor.

Pero a continuación pensé que trataba de emplear una argucia, porque le vi fijar la mirada en algo que estaba detrás de mí. Enarcó las cejas, relajó la postura de ataque y se enderezó. Le di un golpe doloroso en la muñeca, que él intentó parar con aire ausente, y así comprendí que efectivamente alguna cosa había llamado su atención; de otro modo, seguramente no habría podido tocarle ni una sola vez. También yo me volví.

Por lo visto, una de las prostitutas había bajado de los bancos. No sé muy bien cómo lo conseguía, pero, a pesar de que no hacía más que estar allí de pie, su porte dejaba entrever más que suficiente: su interés, su invitación y su burla a un tiempo. ¿Cómo podía una figura tan pequeña constituir una atracción tan seductora?

Comprobé que la chica no era un corzo tímido como su anterior compañera. Tenía unos luminosos rizos rubios que se le ensortijaban alrededor de la carita redonda y bien alimentada, una tez rosada. Su cuerpo de líneas curvas y delicadas mostraba generosas protuberancias de lo más seductor que insinuaban que uno sería acogido con ternura y que podría hundirse entre ellas con suavidad. No es que su constitución fuera gruesa y era más bien una especie de redondez infantil, la promesa de la futura femineidad. Y, pese a que sus resplandecientes y rosados labios se fruncían como los de la más experta cortesana, no podía tener más de dieciséis años.

Ya empiezo a divagar otra vez. Todo lo que vi lo capté en pocos segundos, lo percibí antes de pensarlo siquiera. En cuanto dije: «Vuelve con tus hermanas», se me hizo un nudo desagradable en la garganta. Algo en mi interior se rebeló, al ver que la chica parecía haberme tomado por un gladiador y contemplaba mis músculos desnudos sin perder detalle. Tampoco me gustó que sólo por haberle dedicado una mirada rápida tuviese el poder de hacer temblar mis rodillas.

La pequeña ladeó la cabeza y me contempló en silencio, como si lo que se disponía a hacer no dependiera en absoluto de lo que acababa de decirle ni de lo que yo pudiera añadir. Tuve la desagradable sensación de que así era precisamente. Me dejó algo más de tiempo para observar su vestimenta y darme cuenta de que sólo el collar de zafiro que llevaba en su cuello infantil y blanco como la nieve tenía más valor que todo lo que yo llegaría a ganar en la vida. Tampoco el perfume embriagador que sin duda me había envuelto todo ese rato era aceite de junco, como bien debiera saber yo, experto conocedor de hierbas y esencias, sino un bálsamo judío muy preciado. Para comprar medio litro de ese bálsamo, Endimión seguramente tendría que trabajar un año entero. ¿Cómo no me había llamado antes la atención? Por fin se dignó hablar.

—A lo mejor lo hago, a lo mejor no —declaró con apatía, y se volvió, balanceando las caderas.

Rectifiqué: todo lo más tendría catorce años. Cuando Endimión se acercó a nosotros, la chica ya se había puesto en camino hacia una litera muy lujosa en la que la esperaba una dama enjoyada de más edad. Alcé mi espada ante el médico liberto, y dándole la vuelta al arma me coloqué la punta sobre el pecho.

—Atraviésame —supliqué con patetismo—. Dime quién era ésa.

—¿Esas dos damas? Eran la esposa y la hija de nuestro amado emperador Marco Aurelio —respondió perplejo.

Caí de rodillas, conmocionado y abatido.

—Endimión —dije entre resuellos—, mátame. Soy un idiota incorregible.

Sólo era media tarde cuando Hilas y Endimión entregaron el fardo miserable al que había quedado reducida mi persona a las eficaces manos de Crates para que me llevara a casa, pero yo ya estaba totalmente borracho. A todas las inquietudes del día se les sumaban el dolor de cabeza causado por el vino y el ensordecedor ruido de la taberna de gladiadores a la que habíamos ido juntos.

Crates se echó mi brazo alrededor del cuello, lo cual, dado su tamaño y su cojera, era muy incómodo, y de esa forma, cargados además con el maletín del instrumental, fuimos tambaleándonos por la vía Sacra, paso a paso hacia casa.

—¡Sol, ponte ya! —balbucí, con la cabeza inclinada hacia un lado, junto a mi tambaleante sirviente.

Por lo visto había atacado a un colega, había perdido el favor de un cónsul, me había dejado estafar por un pequeño funcionario subalterno y había injuriado mortalmente a la hija de un emperador. ¿Qué más podía sucederme antes de que se hiciera al fin de noche? Crates no dijo nada, de modo que proseguí murmurando algo acerca de las libertinas costumbres de la clase superior romana y les pregunté a los dioses adonde llevaba todo eso, si incluso la esposa y la hija del Emperador se contoneaban ya como mujerzuelas ante los gladiadores. No obstante, los dioses no respondieron. Era responsabilidad de mi buen Crates el llevarnos sanos y salvos a casa, junto a los mercados de Trajano.

El barrio quedaba en las terrazas de las estribaciones del Quirinal. Tres calles llevaban hasta los diferentes niveles del complejo; se podía entrar por la puerta de casa a ras de suelo y mirar por la ventana de la parte de atrás a la calleja que quedaba dos pisos más abajo, lo cual me hacía recordar y añorar mi lejano Pérgamo. Crates pareció decidirse por el camino más corto, me llevó hasta el mercado de varios pisos, con sus galerías de comercios, no hizo caso cuando protesté por el bullicio del mercado que me hería los oídos y me arrastró hasta el tercer piso, desde donde volvimos a salir a la vía Biberática.

Vivíamos justo enfrente. En la entrada, junto a una cantina en la que vendían unas tortas con queso y diferentes rellenos, exquisitas y crujientes, llamaba la atención el reluciente letrero que informaba de que Claudio Galeno, médico experto y erudito de Pérgamo, tenía allí su beneficiosa consulta. La puerta de entrada era como todas las demás de esa calle, de un aceptable mármol de Paros, con una claraboya redonda en el frontón que dejaba entrar la luz, igual que en los demás comercios. La pieza maestra la constituía el llamador de la puerta, que tenía forma de serpiente de Esculapio; un delicado trabajo de artesanía romana con dos granates por ojos, mi gran orgullo.

Sin embargo, ese día no llegamos hasta la puerta. El grito de un hombre, unos reniegos y los agudos chillidos de varias mujeres hicieron que Crates se detuviera frente al local de nuestro vecino, el panadero Mundo. Por encima del mostrador de mármol tricolor que daba a la calle, vimos al hombre de pie junto al aparador, sosteniéndose la mano sangrante mientras las muchachas empleadas como camareras lo rodeaban entre lamentos, con las manos ocupadas en llevar jarras de vino y bandejas. El encargado, a causa del sobresalto olvidó sacar con su larga pértiga de madera la siguiente torta del horno candente, y se esparció un olor a masa quemada. Los clientes de las mesas estiraban el cuello con curiosidad.

Crates me dejó apoyado en el mostrador y se acercó a mirar la mano lastimada.

—Esto hay que coserlo —decidió.

Yo quería protestar y puntualizar que el médico seguía siendo yo, pero al observar la herida, en la que se veían los blancos tendones, comprendí que mi sirviente y ayudante sin duda tenía razón. Había que coser esa mano si el panadero quería conservar la movilidad del pulgar. Sacudí la cabeza como un perro empapado, respiré hondo e intenté recuperar la sobriedad.

—Seguramente tu amo querrá hacerse de oro —rezongó el panadero, con el semblante pálido—. Esto no es más que un pequeño percance. Me lo vendaré con una servilleta.

—Ponte también un poco de relleno de las tortas, y cebolla, y demás porquerías, y mañana lo tendrás rojo, inflamado, hinchado y te arderá —replicó Crates.

—Ya tendré cuidado —masculló el otro, con tozudez. Yo seguía sin lograr intervenir en el diálogo. En la mano de una de las sirvientas vi una jarra de agua, la agarré, di un buen trago y me vertí el resto por la cabeza.

—Pero ¿qué te va a costar? —le estaba apremiando Crates al hombre—. Mi amo no te pedirá nada a cambio. A lo mejor una torta gratis de vez en cuando. Tu mujer ya nos da alguna a veces.

Para mí era nuevo eso de trabajar a cambio de una remuneración en especie, por mucho que las tortas estuvieran rellenas con las combinaciones sin duda más exquisitas de verduras y mariscos de la ciudad. No obstante, antes de que pudiera decir nada, el panadero resopló:

—Ese estúpido mal bicho.

No fui capaz de discernir si eso dejaba entrever enfado o diversión, pero el nombre se limpió la otra mano en el mandil, dejó el cuchillo ensangrentado y se vino con nosotros.

Llegados a mi consulta, intenté disponer mis instrumentos con mano firme y de la forma más discreta que fui capaz. ¿Dónde acabaría, si hasta los camareros empezaban a dudar de mí? Crates recostó a Mundo sobre la camilla y me trajo, sin que se lo pidiera, un recipiente lleno de la decocción de hierbas con la que les quitaba de encima la borrachera a los pacientes ebrios.

—Mundo tiene una clientela respetable con la que conversa sin parar, y también hace entregas en casas ilustres con ocasión de una fiesta —me dijo en voz baja.

Asentí, logré no devolver, noté que se me despejaba un poco la cabeza y alcancé con decisión el escalpelo y el rascador para hacer un corte limpio en la herida antes de coserla. Ya que no había conseguido impresionar a un cónsul con mi arte esa misma mañana, tal vez conseguiría al menos convencer a un panadero de mis habilidades, o eso pensé con amarga determinación. Me puse manos a la obra.

El procedimiento resultó ser más complicado de lo que había pensado. Tuve que decidirme a coser el tendón casi cercenado. Manejé con dificultad la aguja de cobre y el hilo de tripa, con los dientes apretados, pero lo conseguí. Cuando al fin tuve la mano de Mundo limpia y vendada ante mí, mi lámpara de aceite titilaba en la oscuridad del atardecer y yo no anhelaba más que echarme a dormir.

—¡Señor, señor!

Un agitado mensajero que llegó jadeando se aferró al marco de la puerta mientras me transmitía su recado, encorvado hacia delante a causa del dolor.

Un buceador había sido atacado por un tiburón frente a las costas de Ostia, mientras exploraba un barco naufragado lleno de estatuas, y yacía herido de gravedad en el local de la asociación. Desde allí aquel hombre había recorrido un largo camino para ir a buscarme, ya que no confiaban en poder transportar al herido. Cerré los ojos. Estaba cansado, estaba exhausto, sin duda aquel día no estaba siendo corto ni tranquilo.

—Pero ¿de verdad es totalmente necesario que hoy mismo…? —empecé a preguntar—. Quiero decir que…

—Está sangrando mucho, señor —repuso el recadero, que no era sino un compañero buceador que quizá temía sufrir ese mismo destino cualquier día y que había emprendido el largo trayecto aun después de toda su jornada de trabajo.

Le miré al rostro, demudado por el agotamiento, asentí sumiso con la cabeza y empecé a recoger mis cosas. Estaba a punto de decir: «Enseguida voy», cuando llegó la segunda noticia de la noche.

—¿Galeno de Pérgamo? —preguntó otro hombre.

Su túnica impoluta y el delicado aro de esclavo que llevaba al cuello denotaban que provenía de una casa distinguida. Era un mensajero con buenos modales que aportó la exquisita nota de una loción para el afeitado a los olores de enfermedad de mi consulta y los efluvios de ajo del local contiguo. Me contempló con las cejas enarcadas, como si quisiera comprobar que era cierto lo que le habían explicado terceras personas.

—Mi amo —empezó a decir al fin—, el noble Marco Cornelio Frontón, no se encuentra bien y desea que lo visites.

Su tono decía a las claras que ese deseo debía representar para mí un gran honor y, maldita sea, ambos sabíamos que no se equivocaba. Todos lo sabíamos. En el silencio que se hizo a continuación, el agotado buceador agachó la cabeza, mudo y rendido, antes de volver a alzarla para mirarme fija y fervorosamente. Me mordí el labio y me rebelé, aunque con el rostro impertérrito y sólo para mis adentros. En realidad no era una lucha lo que tenía lugar en mi interior, tan sólo una amarga queja contra la injusticia del mundo y la sinrazón de ese día que, con esa última coincidencia, remataba toda una serie de percances. Acababa de llegar un mensajero que me llamaba a los encumbrados aposentos del maestro del Emperador… Y el maldito buceador se empeñaba en quedarse allí de pie y con los ojos muy abiertos.

—¿Está muy enfermo tu amo? —pregunté, esperanzado.

El mensajero parpadeó con asombro, ya que en su opinión no había objeción posible. Y cierto es que tenía razón, oh, dioses. Tenía toda la razón, era indudable que un Frontón no tenía que alegar ningún motivo para que el médico lo visitase a domicilio… En cierta forma, yo esperaba que el viejo estuviera en su lecho de muerte, que padeciera una espantosa agonía para justificar así mi marcha hacia su casa. Sin embargo, la fría respuesta me decepcionó.

—Mi amo padece de unas molestas… hmmm… hemorroides. Y te ordena que lo atiendas.

Asentí. Después expresé mi pesar con voz apagada, le dije a Crates que cargara con mi maletín, mandé al panadero a casa, dejé plantado y sin habla al mensajero de Marco Cornelio Frontón, y busqué un carro que nos llevara hasta Ostia en la oscuridad. Allí, a la luz de la lámpara, se quedaron el sirviente enmudecido, la consulta desordenada y el fin de todas mis esperanzas de una resplandeciente carrera en Roma.

—¡Cónsul regente! —grité en la noche, mientras el carro traqueteaba en dirección a Ostia—. ¡Procónsul de Asia! ¡El más famoso jurista y rétor! —«Aunque su estilo neoarcaico no sea para todos los gustos», añadí en silencio—. ¡Maestro del Emperador! ¡Propietario de una fortuna y de una villa en los Jardines de Mecenas!

—Sí, amo —repuso Crates con calma.

Realmente, me había convertido en un hombre acabado.

No regresé a mi silencioso domicilio hasta la tarde del día siguiente. Fuera volvía a oírse el bullicio de la vida del mercado. Yo, por el contrario, no quería más que dormir. No obstante, un tentador aroma a atún, cebolla y ajo me recibió ya en el atrio y sobre la mesa del triclinio descubrí el primer acto de gratitud de mi vecino Mundo: una crujiente torta redonda, jugosa, rellena con generosidad y todavía tan caliente que humeaba. Me corté un pedazo y contemplé los apetitosos hilos dorados que producía el queso. Después volví a dejarlo aún intacto en su plato.

En Ostia me había encontrado con un hombre echado en su catre, tan maltrecho que se le veían palpitar los pulmones rojos bajo las costillas. El tiburón debía de haberlo asaltado desde un lado y luego lo debía de haber desgarrado de manera que todo su interior, desde las costillas hasta el intestino grueso, había quedado al descubierto. Una extraña ventura en la desventura había querido que ninguno de los órganos internos hubiese resultado dañado, pero el buceador había perdido muchísima sangre, y las heridas de la dentadura de un tiburón, según me había enseñado ya mi anterior experiencia, se infectan con mucha facilidad. Así pues, pese a todo, no creí que tuviera demasiadas esperanzas de sobrevivir.

Pasé toda la noche operándolo y me sentí agradecido cuando el dolor y el agotamiento dejaron a mi paciente inconsciente y sus gritos dejaron de retumbar desde el alto techo del almacén en el que habían dispuesto el camastro. Su esposa, con su hijo pequeño amarrado al pecho, estaba sentada a su lado, le limpiaba la sangre y, durante las largas horas de la mañana, en la que eché una cabezada, estuvo ahuyentando las ratas a pedradas.

La luz del día me permitió ver que, tal como esperaba, el hombre tenía los ojos febriles. Las heridas mostraban un brillante color púrpura en los bordes, pero no el pus que había temido encontrar. Siguiendo una inspiración, envié a Crates de vuelta a Roma para que comprara própolis en el puesto de Dídimo, en los mercados de Trajano. Se trata de una sustancia que producen las abejas para mantener limpios los panales y que a veces sana las heridas y evita la infección. Normalmente para acabar con el pus utilizaba díctamo, el auténtico cretense, claro está, pero aquél no era un caso en el que se pudiera hacer sólo lo habitual. Recordé los antiguos informes egipcios que había estudiado en Alejandría, según los cuales un apicultor había encontrado en su panal el cadáver de un ratón, limpio, reseco y arrugado, libre de la putrefacción ponzoñosa, y resolví poner a prueba la sabiduría de los egipcios y las abejas; así pues, própolis.

Necesitaba una gran cantidad, más de lo que podían pagar los buceadores, pero qué importaba. De mi bienestar físico ya se encargaría Mundo en el futuro. Tal vez, tal vez quedaba todavía alguna esperanza. Quemé incienso para conseguir que la atmósfera de los muelles le fuese más agradable, le dejé medicamentos para el dolor y prometí regresar esa misma tarde.

—¿No tienes hambre, amo?

Le acerqué a Crates la mitad de la torta redonda. La otra mitad ya se había quedado fría y correosa tras todas mis reflexiones Cuando volvieron a llamar a la puerta. Apenas si levanté la cabeza.

—¿Señor?

¡Entonces sí que alcé la vista! ¿No conocía yo esa voz bien modulada? También la loción para el afeitado era la misma. Crates se mordió el labio de puro contento.

—Mi señor, el noble Frontón, quiere que te pregunte si tus obligaciones te dejan hoy tiempo para atenderlo.

No cabía duda, tenía ante mí un milagro. Seguí al mensajero del día anterior hasta los Jardines de Mecenas como un auténtico creyente.

No estoy seguro de si la posteridad recordará a Marco Cornelio Frontón. En su época fue un famoso orador que destacó en los tribunales y en las salas de conferencias. El abuelo de Marco Aurelio lo había escogido para que educara a su nieto como futuro emperador. Con todo, la moda ha dejado obsoleto sin ninguna compasión el estilo de declamación de Frontón. Incluso su alumno preferido, para gran consternación de su viejo profesor, abandonó su disciplina principal, la retórica, e hizo de la filosofía su verdadera pasión. Los cargos estatales verdaderamente importantes, como el de procónsul de la provincia de Asia, llegaron tan tarde que la salud de Frontón, siempre quebrantada, ya no le permitió tomar posesión de ellos y hacerse un nombre como hombre de estado.

Me temo que Roma no colocará a Frontón en primera línea, junto a sus grandes hombres; nunca lo ha hecho con personas de su talante. Sin embargo, era inteligente, culto, apacible y franco. Estaba auténticamente convencido de que el emperador debía ser un hombre de calidad superior, que cumpliera con sus obligaciones —si bien desde su posición suprema— igual que cualquier soldado, con filantropía, con sensatez, con moderación y sabiduría, todo eso formaba parte de las auténticas convicciones de Frontón, y éste se las había transmitido a Marco Aurelio con todo su entusiasmo interior. En el fondo, el hecho de que Frontón hubiese sido el maestro de Marco Aurelio era lo que siempre me hacía dudar de los reproches que Annia Lucila lanzaba contra su imperial padre. Yo siempre lo consideré sincero a causa de su maestro Frontón. Puede que éste no hubiera sido un estratega brillante, ni dirigente del Senado, pero amaba a su familia, a sus amigos y sus viñedos. Además, por aquel entonces no había muchos nobles en Roma que hubiesen esperado sin protestar con sus hemorroides sangrantes permitiendo que el médico lo postergara frente a un buceador de Ostia.

Mientras lo operaba, sentí por él algo semejante al respeto, todo lo que es posible respetar a quien se le están practicando incisiones en el ano mientras está tumbado boca abajo delante de uno y hunde los dientes en un cojín de seda.

—¿Estás familiarizado —preguntó entre gemidos, quizá para distraerse— con la astronomía de Euclides?

Hablaba un griego tan correcto como cabría esperar de un intelectual de la clase superior, incluso en esa situación.

—¡Una torunda! —le ordené a Crates, y después, volviéndome hacia mi paciente, pregunté—: ¿Sufrirías menos si te dijera que sí?

El anhelo de los eruditos por encontrar paridad cultural tenía a veces algo de gracioso y a veces algo de trágico. Antes se desangrarían que dejarse tratar por un médico que no hubiese leído a Virgilio, poco les importaba cualquier otra cosa que supieran acerca de sus aptitudes. Probablemente era esa actitud la que proporcionaba víctimas inocentes a curanderos leídos como Atalo, que después morían por su propia exigencia de cultura.

—Para tranquilizarte —proseguí—, sí, conozco a Euclides. Si bien debo decir que prefiero con diferencia la compleja matemática astronómica de Hiparco o de Ptolomeo a sus reflexiones. Es lamentable lo poco que se estudia en Roma la alta astronomía griega. Hace poco debatí acerca de esto mismo con el prefecto Sergio Paulo, con motivo de una discusión sobre el análisis de la paridad del día y la noche.

Mi discurso parecía influir en Frontón como un calmante y, mientras proseguía mi tarea, continuamos conversando sobre astronomía ptolemaica y mis experiencias en Egipto. Cuando pude volver a cubrir con la túnica sus nalgas de anciano, sólo el dolor le impidió ponerse en pie y enseñarme su biblioteca. Lo engatusé con la promesa de elaborarle una dieta especial, de modo que volvió a tumbarse y escuchó atentamente y con curiosidad mis declaraciones sobre la alimentación en la vejez. Incluso llamó a Gracia, su esposa, para que, asida de la mano de su marido, escuchara esas enseñanzas y pudiera así cuidar de él con propiedad.

—La vejez —expliqué, como si fuese un gran orador— se caracteriza por el dominio de los humores fríos y secos. Así pues, hay que tomar alimentos calientes y húmedos. Por eso es adecuado —alcé la voz— el vigor de un vino, un lesbio, por ejemplo. O cuando uno, como tú, se resiente un poco de la gota…

—¿Cómo sabes eso? —me interrumpió la esposa, sorprendida.

Yo, no obstante, sonreí con sabiduría, como procuran hacer los médicos geniales, y mientras Frontón le acariciaba la mano para tranquilizarla proseguí:

—También es excelente un vino sabino, mezclado con un poco de perejil y miel. En las comidas debes evitar los caracoles y las ostras, el queso y las anguilas, al igual que las setas, la carne de ciervo y de ternera; todo eso es astringente. En cambio, el cabrito y la carne de ave —me apresuré a añadir, al ver cómo se le curvaban los labios hacia abajo— puedes permitírtelos, lo último sobre todo si no proviene de un pantano. Las salazones te sentarán mejor que las carnes recién sacrificadas. Esto es una regla general, aunque debe comprobarse de manera individual. Y también el caldo de pescado hace más bien que mal. En cuanto a las verduras, escoge las verdes, rehogadas con un poco de aceite. Entre las frutas, higos maduros y ciruelas contra la mala digestión, las de Hispania sobrepasan en calidad a las de Damasco. Disfruta con generosidad de cebolla y ajo, que son excelentes para los huesos, la sangre y la digestión, y escoge el pan de levadura con sal, que debe estar bien amasado y cocido. Evita, no obstante…

Levanté un dedo a modo de advertencia, pero sonreí satisfecho al ver los rostros atentos de los dos ancianos: el de Gracia con sus rasgos de muchacha ya convertidos en filigrana, el de Frontón con su abultada nariz de trufa y su cabello plateado, alborotado y sudoroso en lassienes.

—Evita los pasteles de harina de trigo, sobre todo los que están horneados con mantequilla.

Durante el viaje a Roma, Ambón había decidido separarse de mí en ese punto de mi discurso. Frontón, sin embargo, prometió con candidez seguir mis consejos, por lo que también le prescribí baños calientes, un suave masaje por las mañanas y largos paseos antes de las comidas.

—¿Has oído hablar —preguntó, con las mejillas sonrojadas por la excitación— de ese famoso filósofo de Siria que se retiró y llegó a cumplir cien años siguiendo una dieta de pan y leche de cabra?

Sabía adonde quería llegar y no pude sino sonreír.

—Ciertamente, y considero que esa información es del todo fidedigna. Sin embargo, las dietas deben adaptarse a la constitución de quien las adopta. En cuanto a la leche, es de lo más normal que a uno le siente bien y a otro no tanto. Si te contemplo con ojos de médico, yo diría que eres de esas personas cuya digestión se ve empeorada por los productos lácteos. Por eso debes evitarlos sin sentir pesar alguno. Lo cual no quiere decir que no puedas llegar a cumplir los cien años, sólo significa que tu camino hasta allí será diferente al de aquel filósofo.

Al oír eso, Gracia apretó con felicidad la mano de su dichoso marido.

—Qué joven tan dotado —susurró— y tan apuesto. Como lo fue nuestro Elio[1].

Ambos intercambiaron una mirada y también un suspiro. Entonces la mujer se levantó para acompañarme hasta la puerta. Allí me confesó entre susurros que su marido, muy impresionado con mi firmeza del día anterior, había decidido patrocinar la asociación de buceadores de Ostia. Tal generosidad me conmovió y no quise dejar de comunicárselo. A la agrupación de los pobres buceadores le haría mucho bien un mecenas y un protector influyente. En mitad de nuestra despedida, con todo, irrumpió de pronto en el vestíbulo un hombre, pálido y en los huesos, con el cabello y la barba descuidados y encrespados, y de movimientos insólitamente desmañados y extraños. No se fijó en mí. Me inclino a suponer que no fue ninguna muestra de soberbia, sino que simplemente no se dio cuenta de mi presencia. Sin mirar a derecha ni a izquierda, se precipitó hacia el aposento de Frontón, tomó al anciano de las manos y suspiró:

—¡Mi dulce y amado maestro!

—Mi querido discípulo —suspiró Frontón, conmovido, en respuesta—, mi anhelo, mi delicia.

Miré a Gracia con la frente fruncida, pero ella no parecía indignada por ese arrebato de cariño. Eso me desconcertó, puesto que, por lo que yo sabía, los romanos tenían unas ideas respecto al amor entre hombres mucho más severas que nosotros los griegos, y no estaba bien visto que un ciudadano noble se dejara acompañar en público por su efebo, en caso de tener uno. Además, el recién llegado me pareció demasiado mayor y poco complaciente para ser el Ganímedes de la vejez de Frontón.

—¿Quién es? —pregunté en un susurro tan fuerte que casi fue irrespetuoso.

Sin embargo, a Gracia se le iluminó el rostro de alegría y no apartó los ojos de la tierna pareja mientras me respondía:

—Es nuestro discípulo más prometedor y amado, el emperador Marco Aurelio.

—Vaya.

No fui capaz de decir nada más. Contemplé lleno de estupefacción a aquel hombre que gobernaba un imperio y a cuya esposa había sorprendido en actitud lasciva el día anterior, en el recinto de los gladiadores. Tomó la mano de Frontón con afecto, escuchó con paciencia todos los detalles desagradables de sus dolencias y enseguida se puso a deleitarse junto a su maestro con recuerdos de la última vendimia que habían realizado juntos. También el pecho de Gracia, que seguía a mi lado, se alzó en un suspiro al pensar en esa cosecha conjunta, en la que —según escuché con asombro— habían trajinado por los viñedos tras un frugal desayuno, habían recogido uva y, como decía el poeta, habían dejado estar unos cuantos racimos de los más altos.

—Entonces —siguió murmurando el Emperador, mientras Frontón sonreía de felicidad junto a él— tuve que volver a casa y allí pensé, sentado en el diván: «¿Qué hará ahora mi Frontón?». Ay, mi buen amigo, si pudiera añorarte más de lo que te añoro ya en mi palacio residencial, padecería gustoso ese sufrimiento.

—Ay, querido amigo —dijo Gracia, con voz almibarada—. ¿Queréis que os traiga un poco del vino que cosechamos entonces? Claro que, para ti, Frontón, con miel y perejil.

Tragué saliva, carraspeé y me marché, inadvertido, antes de que me cayeran lágrimas de los ojos.

Sacudiendo la cabeza pensé que no, que esa idílica vida rural y ese sentimentalismo susurrante en pleno centro de Roma, con el Emperador como protagonista, no se correspondía en absoluto con la impresión que me había llevado hasta el momento del Imperio romano. Intenté rehacerme y decidí que nada me sentaría mejor en ese momento que una visita a la atmósfera fresca del Ludus Magnus. A lo mejor tendría tiempo para hacer una ronda de entrenamiento con Hilas.

—Dime, ¿qué circunstancias te han llevado a ejercer tu profesión, Claudio Galeno?

—¿Cómo decís?, quiero decir, ¿cómo decís, divino Emperador?

Todavía abrumado por la suntuosidad entre la que caminábamos, creí no haberlo entendido a causa del murmullo de las fuentes. Sin embargo, no me equivocaba, Marco Aurelio deseaba que le explicase por qué me había hecho médico. ¿Por qué me lo preguntaría? ¿Qué quería de mí? Aparte del hecho de que hacía demasiado poco ejercicio y no comía suficientes alimentos húmedos, en mi opinión parecía gozar de una salud perfecta y no necesitar a médico alguno. También su comentario de que Frontón me había recomendado por ser resuelto y discreto impidió que llevara más lejos mis cavilaciones.

Desde que esa mañana, el mensajero imperial había llamado a mi puerta de forma totalmente inesperada y me había invitado a subir a la litera que ya estaba dispuesta —por lo que tuve que retrasar el cambio de los vendajes de Mundo hasta la tarde—, no había dejado de plantearme la misma pregunta y, mientras paseábamos por escalinatas y peristilos, junto a las fuentes y el ninfeo, atravesando los palacios del Palatino sin ningún destino concreto, no lograba acallarla: ¿qué quería el Emperador precisamente de mí?

—Fue un sueño, señor —respondí—, lo que me condujo a mi profesión. Mi padre había querido que fuese arquitecto, como lo fue él. Sin embargo, en la víspera del día en que debía ir a visitar a mi nuevo maestro tuve un sueño que me pedía que me inclinara hacia la medicina. Yo… —empecé a decir, con intención de explicar lo que había visto en las imágenes de la ensoñación, pero el Emperador ya no me escuchaba.

—Qué extraño —repuso, meditabundo—. También yo tuve un sueño la noche en que tomé mi resolución.

El Emperador contemplaba abstraído las fuentes artísticas de un patio interior que estaba rodeado de columnas de mármol en cuyas vetas blancas relucía el reflejo del agua de un suave color azulado. Ninfas y delfines dorados retozaban bajo los surtidores en juegos tranquilos.

—Contaba yo ocho años cuando renuncié a la vida holgada y escogí el simple atuendo del filósofo como vestimenta para el resto de mis días —empezó a explicar Marco Aurelio. Yo lo miraba asombrado, de reojo. ¿Quería el Emperador contarme la historia de su vida? Éste prosiguió—: Renuncia, abstinencia, aislamiento y reflexión profunda, ése era mi ideal de vida. Pero el destino y el emperador Adriano, a quien agradaba el muchacho meditabundo que era yo, lo quisieron de otro modo y, puesto que tengo la firme convicción de que una persona debe llevar a cabo con lealtad y sacrificio las tareas que le impone la responsabilidad del bien común, jamás me he opuesto a ello, jamás. —Hizo una pausa—. La víspera de mi nombramiento como señor de un imperio volví a soñar. Soñé que de pronto tenía brazos de marfil, valiosos, rígidos y fríos como los de una estatua. Pedí ayuda y recibí la visión de un rostro que apareció con claridad y que dijo, de hecho, que me aguardaba una elevada y noble misión. Pero en ese sueño sentí miedo, y hoy sé que aún había más que decir al respecto. —Me miró con ojos tristes y alzó las manos como para mostrármelas—. Los brazos de marfil no pueden moverse, no obedecen a la voluntad del que los posee, obedecen a una ley superior a la que estoy sometido de manera inexorable, la de las obligaciones de mi cargo. Él querría acercar algo hacia sí… —Marco Aurelio tentó el aire—, pero sus brazos apuntan imperiosamente hacia delante. Él querría dar consuelo, pero sus brazos permanecen alzados con obediencia. Él querría tocar, pero sus brazos son una manifestación de su misión, que los demás respetan y obedecen sin haberla sentido ni tocado. Son manos frías, manos vacías.

Con un gesto de decepción, escondió los dedos.

—Eso le sucede al Emperador —prosiguió—. El filósofo quiere comprender, el imperator debe decidir; el filósofo quiere contemplar, el imperator debe regir. No es algo sencillo para un hombre que, de haber tenido elección, se habría convertido en eremita. Y el miedo de aquella noche es algo que a veces me parece de veras profético. El miedo y el frío de mis brazos, que ningún médico puede curar. —Entonces me miró con una sonrisa—. La obligación es inexorable, amigo mío, y jamás la desatenderé, por muy otoñal que sea mi tristeza.

Aparté la mirada, confuso, y dejé que mis dedos resbalaran por el hombro de una nereida. La carga de sus repentinas confesiones me pesaba. Pero ¿cómo me había ganado la confianza de ese gran hombre? ¿Con qué gestos, con qué hecho podía justificarla? Al menos, toda mi comprensión y mi servicial juicio lo correspondían; el Emperador no debería haber vertido la amarga bebida de sus angustias en un recipiente indigno. Sin embargo, me sentía tan apocado que me resultaba difícil decidir con qué semblante, con qué gesto podía expresarle todo eso, y seguramente mi angustia me hizo adoptar una mueca de inseguridad.

Marco Aurelio percibió mis dudas y también dirigió su mirada hacia otro lado. Parecía tan avergonzado como yo ante su inusitada franqueza, y también conmovido por el drama humano que me había desvelado, pero no se me escapó el nerviosismo que irradiaba aquel hombre. Entonces el Emperador comenzó a pasear de un lado para otro, como quien no sabe por dónde empezar. Aún tuve la suficiente serenidad para seguir examinándolo. Su tez pálida revelaba pocas horas de sueño y una alimentación mala, escasa y tragada con apremio. Y eso era lo que se decía del Emperador: que trabajaba día y noche, que se empeñaba en despreciar la tranquilidad del sueño, así como el disfrute de una buena comida, aunque sus obligaciones no se lo impidiesen. Es decir, que ayunaba, vestía sólo una túnica y dormía sobre el suelo. Las ojeras y la nariz protuberante eran elocuentes testimonios de ese agotamiento excesivo.

Su mismo rostro, enmarcado por unos cabellos y una barba crespos y mates, no era ni el de un guerrero ni el de un erudito; ancho y rústico, recordaba más bien al de los eremitas apegados a la tierra y de mentalidad sencilla. También su cuerpo, de no haber estado tan delgado, habría podido ser el de un campesino, huesudo y arraigado en su terruño. Sus ojos lanzaban una mirada triste. Tenía la boca tensa, al parecer poco apropiada para la risa. Se me ocurrió que seguramente sus rasgos seguirían revelando seriedad y agotamiento incluso mientras dormía y me pregunté qué debía de ver su esposa cuando por la noche volvía él a casa después de sus excursiones por el recinto de los gladiadores.

Durante todas esas reflexiones mías, el Emperador pareció superar su cohibición y habló entonces con fluidez.

—Tengo una hija que se llama Annia Lucila. Tal vez hayas oído hablar de ella.

Tragué saliva. No sólo era así, sino que ya la había visto. Peor aún, incluso había hablado una vez con ella.

—Está prometida a mi corregente, Lucio Vero, al que quiero como a un hermano, y se casará con él en cuanto alcance la edad apropiada —se apresuró a añadir.

Por prudencia me guardé para mí la sospecha de que era muy probable que la niña ya hubiese sobrepasado esa edad.

—Vero se encuentra ahora en Antioquía y lucha por Roma en la guerra contra los partos. No deseo, hmmm, no deseo privarle más tiempo del necesario de la felicidad conyugal que se merece. Qué gesto por parte de la patria no sería para él que yo le enviase a su novia. Sólo tendría que estar seguro de poder hacerlo, ¿comprendes?

Se inclinó en actitud interrogante, pero yo no podía hacer más que mirarlo arrugando la frente con aire también inquisitivo. No comprendía nada de nada. Suspiró.

—La muchacha siente, bueno, cierta timidez juvenil. Sigue rechazando el matrimonio y se niega a hablar con nadie de estas cosas. Y su madre, que en otros asuntos es una mujer virtuosa y ejemplar, le tiene una inexplicable antipatía al buen Vero y apoya a Lucila en su terquedad infantil.

¡La niña tímida y la mujer virtuosa! Oh, tendría que haberle dicho unas cuantas cosas al respecto, pero nada de eso me habría hecho ningún bien. De pronto sentí mucho calor, pero, si me sonrojé, por fortuna Marco Aurelio no se dio cuenta.

—En pocas palabras —dijo, y para resumir sus deseos alzó las manos como un orador que termina su discurso ante el Senado—, sé que a través de ellas no llegaré a enterarme de lo que sería necesario saber: ¿es la niña ya una mujer y está madura para el matrimonio? Ésa es la pregunta que tan embarazosa me resulta, tanto como la discordia en el seno de mi familia que ahora ya conoces. Además, para no perjudicarla, no deseo comunicarle a nadie que no sea un médico y un hombre digno de confianza la desobediencia de una esposa, que por otro lado no tiene más defectos. A ese hombre también le ruego que examine a Lucila.

Respiré hondo de un modo audible. Marco Aurelio suspiró profundamente e intentó dominar el rubor que le subía a la frente. Así pues, me dije con exaltación que ése era el motivo por el que había depositado su imperial confianza en un extraño que no estaba familiarizado con los bandos de la corte y que aún no sabía apenas nada del círculo de la alta sociedad del lugar. Comprendí muy bien que el Emperador hubiese vacilado tanto antes de confiarse a mí, aunque había que tener en cuenta que él ignoraba la escena que yo había presenciado en el ludus. Por otra parte, no podía sino admirar su instinto seguro; yo era una buena elección, tenía poco que perder en vista de mi posición aún tan incierta, pero sí podía ganar mucho gracias a mi discreción y, además, carecía de cualquier contacto con quien hablar mal de él. ¿Con quién podría haber comentado el escándalo? ¿Con Mundo y mis buceadores?

Aparte de todo eso, al verlo en aquella situación, nada me inducía a burlarme de él ni a traicionarlo de ningún modo. Debo reconocer que sus ideales me imponían y, a pesar de que no compartía en absoluto su temperamento, su exceso de autocontrol, su melancolía y su fuerza, en mi interior despertaba cierta admiración, la admiración de quien no querría cargar como si fuera un regalo con la responsabilidad que pesa sobre los hombros de otro, la admiración de quien sabía a la perfección que él mismo no sería capaz de leer actas judiciales en la brisa del mar estival, ni de renunciar a un delicioso festín, sino que preferiría lanzar las actas al Adriático y abalanzarse luego sobre el asado de corzo, con un par de bellas mujeres a su lado, sin pensar en las consecuencias, aunque provocara con ello la caída de Occidente. Por mucho que no estuviera precisamente orgulloso de ello.

Marco Aurelio, a su manera torpe y digna, consiguió despertar en mí el anhelo de ser mejor persona, una persona más valiosa, más noble, más pura de lo que era. Oh, sabía que ese deseo piadoso no me duraría mucho, pero en aquel momento me impulsaba, me impulsaba con una fuerza increíble. De hecho, hizo que me avergonzara un poco de mí mismo, que me sintiera humilde, y al mismo tiempo apeló a un instinto de protección que nunca había conocido en mi interior. Sentía que debía proteger a esa persona noble e ingenua y sus ideales contra el mundo perverso, profano y deficiente de ahí fuera, al que yo mismo encarnaba.

Mientras lo escribo, me doy cuenta de la mezcla de sentimientos exaltados, inmaduros y por entero enfermizos que experimenté entonces y que me acercaron a mi Emperador. Eran tan peligrosos como el entusiasmo con el que mi buena Marcelina me había hablado una y otra vez de su fe cristiana, de cómo se había denigrado ante los oídos de su presbítero diciéndose mucho peor de lo que era en realidad, en un momento de paroxística humillación de su persona, cosa que a mí me parecía del todo enfermiza pero que ella parecía disfrutar de todas formas. No obstante, si Marcelina se había mostrado resistente frente a mis burlas respecto a su confesión, también fue pertinaz mi sano sentido común frente a la sofocante atmósfera de tristeza y moralidad interiores que irradiaba Marco Aurelio y a la que me sometí siempre con fidelidad. Tal vez en nuestro primer encuentro en casa de Frontón todavía me había reído de él; no obstante, en nuestra segunda reunión en palacio caí rendido ante su persona.

Si bien ya presentía que un encuentro con aquella extraña muchacha a la que conocía del Ludus Magnus no podía traer nada bueno, acepté el encargo de mi Emperador, por supuesto que lo acepté. ¿Cómo podría haberle negado nada? Parecía aliviado, lo cual me alegró de manera absurda. Estrechó mi mano temblorosa, hizo llamar al instante a Annia Lucila y se despidió de mí a toda prisa.

Quedé absorto en el desconcertante y multicolor entramado marmóreo de rombos, cuadrados, franjas y medallones que adornaba las paredes de la sala de descanso a la que él me había hecho llevar. Entonces, en silencio, se abrió la puerta. Allí estaba ella, sola, arrimada a una ánfora de decoración negra y resplandeciente, en una postura muy parecida a la que había adoptado junto a la arena de ejercicios del Ludus Magnus: inclinaba la cabeza y sobre uno de sus blancos hombros se balanceaba un pendiente de lapislázuli en forma de esfinge, que titilaba con un azul intenso salpicado de dorado. Cuando por fin tuve valor para mirarla a la cara, comprobé que los pendientes eran exactamente del mismo color que sus ojos, en los que los destellos dorados centelleaban igual de burlones que la primera vez que la viera. Annia Lucila no posaba de una forma tan provocativa como en nuestro primer encuentro. Su pequeña figura emanaba la esperada serenidad, pero también una lascivia que no podía ocultar y que no se correspondía en modo alguno con su edad. Su padre sin duda sería el filósofo ajeno al mundo que pretendía ser si no veía nada de eso. Una sola mirada a la muchacha habría bastado para responder a su pregunta. «Si ésta no es una buena pieza precoz —pensé—, se toma muchísimas molestias para ocultar su inocencia, maldita sea.»

Por desgracia para ambos, ni siquiera llegué a sospechar cuántas molestias se había llegado a tomar Lucila. Pero ¿qué iba a pensar de una muchacha a la que había conocido en un ludus? «Annia Lucila», repetí su nombre mentalmente, después lo pronuncié en voz alta y con una ligera interrogación:

—¿Annia Lucila?

En lugar de responder, se acercó a mí. Sus movimientos indolentes me recordaron lo tiernas que me habían parecido sus carnes la primera vez y, al tenerla ahora ante mí, tan cerca que podría haberla tocado, veía esa preciosa y blanca piel que cubría las curvas medio infantiles y medio incitantes, esas redondeces sobre las que uno ansiaba avanzarse para dejar en ellas delatores rastros de púrpura y vida con labios y dientes.

En lugar de eso, me arrodillé con cuidado, busqué a tientas mi maletín y lo coloqué entre los dos, sobre el diván que había en el centro de la habitación. Lo abrí con diligencia y toqueteé algunos de los instrumentos. Annia Lucila, que hasta entonces me había mirado con la concentrada seriedad de una niña que observa a un escarabajo, rodeó el lecho y se puso a mi lado. Contuve la respiración, después reuní valor e inhalé todo su aroma personal sin encontrar un solo rastro de perfume. Conté mentalmente hasta diez; aún no habíamos dicho una sola palabra. Sin embargo, en su rostro todavía inmóvil apareció entonces una sonrisita de concubina, divertida y maliciosa, que ella no tardó en dejar que se convirtiera en un mohín incitante, lamiéndose los labios entreabiertos mientras se reía. Era un espectáculo impresionante, una perfecta imitación de la risa de una hetaira.

No sé por qué me pareció una imitación. Tal vez porque, a pesar de todo, su conducta no llegó a perder cierta concentración desapasionada, un discreto dominio de sí misma. Y, no obstante, no daba la impresión de dedicarme una representación insípida y rutinaria. Ay, no, su atención me alteraba profundamente y ese hecho me producía una rabia incontenible. Si esa pequeña lagarta malcriada pensaba que podría seducirme como a uno de sus gladiadores facilones, tan apuestos y llenos de hombría simplona que caían a sus pies en cuanto bamboleaba su trasero de hija del Emperador, pues se equivocaba por entero.

Yo estaba allí en calidad de médico y tenía una tarea científica que llevar a cabo y que, maldita sea, no había elegido yo.

La muchacha se subió al diván y dejó caer las sandalias al suelo, una después de la otra. Las dos veces el seco sonido me sobresaltó. Intenté volver a controlar mi pulso respirando hondo. Era un hombre de filosofía, de lógica y de ciencia. El largo tiempo de formación, de ascetismo, de reflexión y de altruismo con mis pacientes me había enseñado una férrea autodisciplina, ¿cómo iba a comprender nada de eso aquella niña que se estiraba allí ante mí y se tapaba la frente con el brazo curvilíneo, desnudo, blanco, como si tuviera que mirarme con el sol en contra? Sus rizos de un rubio casi níveo, esos mechones ensortijados y pueriles, rebeldes, se enroscaban sobre los cojines.

Lo que esa muchacha no podía sospechar en su imprudencia juvenil, naturalmente, era que yo había prestado un juramento hipocrático que me prohibía aprovechar con fines eróticos las situaciones íntimas con pacientes femeninas. Respiré hondo una última vez. Sus ojos, que más intuía que veía en la sombra de la curva de su brazo, me seguían mirando. Contemplé su boca entreabierta, que relucía húmeda como una fruta partida. Después aparté la mirada y coloqué a un lado el maletín abierto; era probable que de momento no necesitara ningún instrumento. Maldije en silencio: si hubiese conseguido decirle al Emperador a la cara dónde había visto antes a su hija, nos podríamos haber ahorrado toda esa farsa. Sin embargo, ¿a quién le apetece comunicarle algo así a un esposo y padre esperando quedar impune?

Ella no se movía y parecía querer dejarme a mí la tarea de levantarle el bajo del vestido. Pues bueno. Había soportado cosas peores. Me arremangué. El aire vibraba de bochorno y tensión cuando, sorprendentemente, fue ella quien rompió el hechizo.

—¿Te ha explicado mi padre lo de su sueño? —preguntó.

Su voz era muy infantil, fuerte y exigente.

—¿Cómo dices?

Di un paso hacia atrás, molesto.

—Lo hace siempre que conoce a alguien a quien quiere impresionar —explicó con frialdad.

—Bueno, no creo que el amo del Imperio romano tenga necesidad de impresionar a un insignificante médico de Pérgamo —la corregí.

—Ya veo… —Se incorporó sobre un codo—. Te ha convencido con el número del filósofo. El sufrimiento del mundo y el yugo de la responsabilidad…

Estaba imitando con malicia el tinte atormentado de la voz de su padre. Soltó una risa cruda y gutural, y prosiguió con una voz por completo diferente, amarga y dolorida.

—Y ahora quieres ayudarlo, con tus pocas fuerzas y hacer lo que sea mejor.

Retrocedí y alcé el mentón. Su análisis era demasiado exacto como para que no me doliera muchísimo y, viniendo precisamente de la boca burlona de esa niña obscena, no podía soportarlo. Sin embargo, ella prosiguió sin piedad:

—¿Esto es lo que entiendes tú por un gran acto filosófico, eh? ¿Mirar qué tengo entre las piernas? Para eso te ha buscado, ¿ves? «Ay… —empezó a imitar a su padre con un tono lastimero—. El mundo es tan sucio y tan feo, ¿cómo voy a ocuparme, yo que soy emperador, de toda esa suciedad y esa fealdad? ¿No podrías ayudarme y encargarte tú de la suciedad y la fealdad del mundo, mi buen amigo?» Y todos responden: «Sí, por supuesto, ¿dónde está esa porquería, que voy a revolearme en ella?» Y entonces echan a andar y matan a los partos con brutalidad o les meten el dedo a muchachas inocentes para que al final puedan desposarlas con viejos sátiros. Y, al hacerlo, aún se consideran héroes de la moralidad. No hay ocasión en que no lo consiga. Asombroso, ¿verdad?

Se apoyó sobre los dos codos y me miró con una sonrisa irónica mientras dejaba caer una rodilla sobre la otra de forma provocativa; me habría encantado quitarle esa sonrisa de la cara con una bofetada.

—En tu caso no se trata precisamente de una muchacha inocente —repliqué con brusquedad—, eso lo sabemos bien los dos. Lo que tú eres… —Me contuve, seguía siendo la hija de mi Emperador, y mi ira me estaba llevando hacia un terreno peligroso.

Se inclinó hacia delante y dejó que le resbalara un tirante por el hombro.

—Y ¿qué soy, en tu opinión?

Su boca se abrió sin resistencia, y su lengua exploró mi boca sin reparos. Fue como si yo experimentase algo que hasta entonces sólo conocía por la lectura de escritos. En cierto modo ella estaba probando la pasión por primera vez, y esa exploración bastó para volverme loco. Le quité también el otro tirante, así los pezones purpúreos y dulces como fresas de sus pequeños pechos y los lamí. Sus suspiros eran casi gritos. La tumbé sobre el diván, me metí entre sus muslos y rasgué la prueba deseada por Marco Aurelio de la forma más directa imaginable.

—¡Claudio! ¿Hasta cuándo piensas dormir?

Me levanté sobresaltado y bañado en sudor, más agotado que repuesto por un sueño pesado y repleto de ensoñaciones, siempre temiendo ver aparecer a los guardias del Emperador.

—Crates, maldita sea, ¿siempre tienes que gritar así?

Bostecé, me rasqué la cabeza y cerré los ojos protestando mientras mi sirviente abría los postigos de la ventana y dejaba entrar la deslumbrante luz del sol junto con el griterío del mercado romano. Un primer sorbo de agua me ayudó a quitarme el mal sabor de boca. Alcancé un par de uvas pringosas de la fuente que había junto a mi cama y me sentí casi en forma. Me apetecía ir a las termas y realizar un entrenamiento básico, pero Crates me prohibió ambas cosas.

—Ya es casi mediodía, amo, en la consulta tienes pacientes y también a un emisario de palacio.

Dejé de masticar.

—¿Un emisario de palacio?

—Sí, amo.

¡Estaba claro que Marco Aurelio no había vacilado un instante!

—¿Un pretoriano?

—No, amo.

Respiré un poco, aunque eso no tenía por qué querer decir nada. Los pretorianos ya llegarían cuando le hubiese entregado mi informe al Emperador. Desde el principio, ya cuando alzaba mis nalgas para hundirme entre los muslos de la muchacha, me había invadido el temor de que la siguiente corriente de aire fresco que sentiría provendría de la punta de una lanza, que me pincharía dolorosamente y me conduciría desde ese lecho prohibido hasta la despiadada luz del sol de la arena reluciente.

—¿Ha dicho qué quiere?

—No, amo.

¿Cuál había sido la burlona despedida de Lucila?

«Yo en tu lugar meditaría durante un rato cómo decirle a mi padre lo de mi nubilidad, incluso un rato bien largo.» Y lo había dicho mirándose los lindos dedos de los pies con una sonrisa. «Me parece que esperarás más o menos todo el tiempo que haga falta, hasta que yo te lo ordene. A fin de cuentas, has violado un juramento hipocrático.» Y, dicho eso, se había levantado del lecho dando un salto.

Me habría gustado replicarle de alguna forma, pero me fallaron las fuerzas porque ella tenía razón: estaba sentado con el trasero al aire en los aposentos privados del Emperador y acababa de violentar a su hija.

O algo por el estilo. No era una buena posición desde la que negociar. Esa pequeña lagarta me tenía bien cogido, tal como seguramente había planeado desde un principio.

Además, me temblaba demasiado el brazo como para haberle tirado algo con buena puntería.

Cuando me tumbé jadeando junto a ella después de la primera vez, Annia Lucila miró al techo en actitud pensativa durante un largo momento. Luego se inclinó sobre mí y empezó a pasar sus pequeñas manos curiosas por todo mi cuerpo. No había nada que no quisiera saber de mí. Cerré los ojos y dejé que me correspondiera con un nuevo éxtasis de temor, descubrimiento y avidez que hizo temblar todas y cada una de las fibras de mi cuerpo. Después me dio órdenes y yo las obedecí, una tras otra.

—Bésame aquí —me susurraba—. No, aquí.

Y guiaba mis manos y mis labios, que obedecían gustosos. Annia Lucila probó y satisfizo todas las curiosidades que pudiera albergar. Aprendió. Escuchó. Y yo la seguí, ciego y sumiso. Cuando me separé de ella esa segunda vez, me temblaban hasta los pensamientos, desconcertados, exhaustos y ricos en nuevas experiencias.

Sólo me di cuenta de que se había marchado porque mi cuerpo envuelto en sudor empezó a congelarse al no tenerla a su lado. Antes de que pudiera detenerla ya se había ido y no dejó tras de sí nada más que su cínica despedida, las ánforas decorativas de un negro reluciente que flanqueaban la puerta y los dibujos marmóreos de los rombos, los cuadrados y las franjas de las paredes, que bailaban ante mis ojos.

Me vestí a toda prisa y me marché, huí hacia casa y me metí en la cama. Allí en mi lecho, durante una noche interminable llena de sueños lujuriosos y pesadillas, había decidido no decirle nada al Emperador por el momento, ni una palabra, ni una sola palabra. Le diría que había salido de viaje, que estaba ocupado, que tenía… Eso en caso de que me preguntara cuál era el estado de su hija. Y luego… Ahí terminó mi reflexión. Volví a envolverme en la sábana húmeda. Había esperado que me concediera un pequeño plazo de gracia. Sin embargo, según parecía, Marco Aurelio no lo había querido así.

Me iba maldiciendo a mí mismo con cada paso que daba hacia la cima del Palatino: había roto el juramento hipocrático; había mancillado mi posición y la honra de mi profesión; había traicionado a mi Emperador, a un hombre noble que contaba con todo mi respeto. Y ¿todo por qué? Por las falsas artes de seducción de una hetaira aficionada y menor de edad que seguramente no había pensado ni por un solo instante en la vida que estaba aplastando de una forma tan asombrosa con sus pequeños pies rosados. Quería escapar del matrimonio con un sátiro, muy bien, pero ¿tenía que destruir mi carrera para conseguirlo? Así estuve rabiando contra ella y contra mí mismo mientras, aferrado a mi pequeño maletín, recorría todos los largos pasillos por los que me llevaron hasta llegar a la doble puerta dorada tras la cual, como comprobé después, se encontraba el dormitorio de Marco Aurelio. ¡Ay, por qué no serían más largos aún esos pasillos!

Encontré al Emperador rodeado de sus amistades, una corte de espíritus filosóficos reunidos para certificar definitivamente mi caída con su noble testimonio. Ésa era sin duda la manera de proceder de un emperador filósofo: antes de la ejecución del cuerpo venía la de la mente, ante la mirada del mundo de la erudición.

A su alrededor había hombres de la categoría de Junio Rústico, senador y filósofo, que estaba ya en su segundo consulado y servía al Emperador como su más íntimo confidente. Allí estaban el platónico Alejandro; Frontón, el rétor en persona; y también Cneo Claudio Severo, al cual Marco Aurelio, por mor de sus méritos filosóficos, había nombrado pontifex maximus, cónsul y yerno de un emperador, el primer griego en recibir tal honor.

Con cierta cólera pensé que no habría quedado en mal lugar entre todos esos hombres, dados los méritos y los talentos que me eran propios…, dos días atrás, en cualquier caso. Pero hoy iban a convertirse en testigos de mi derrumbamiento.

—¡Ah, Claudio, el famoso hombre de Pérgamo! —El Emperador mandó que me condujeran hasta su lado. Pálido y con un temblor en las rodillas, me acerqué a él y bajé la cabeza—. Seguro que ya conoces a Atalo…

Alcé la cabeza de golpe. «No, sagrado Esculapio —rogué—, cualquier cosa menos esto. Que no sea delante de Atalo.» Le dirigí un rígido saludo con la cabeza y miré al frente con obstinación mientras me iban presentando a una serie de médicos más. Si ellos tenían previsto examinar a Annia Lucila, me dije que, a la muchacha le esperaba una buena sorpresa, pero se lo tenía merecido. Entonces llegó a mis oídos algo de lo que me estaban diciendo.

—¿Fiebre? —pregunté, repitiendo con cautela la última palabra que había escuchado.

—Eso mismo, preciado Claudio. El Emperador ha padecido dolores físicos toda la noche junto con la evacuación del intestino, y por la mañana le ha subido la fiebre. Por eso somos de la opinión de que se encuentra al inicio de un primer ataque de fiebres —me explicó el médico de cámara, un corintio de complexión gruesa, con una banda blanca sacerdotal alrededor del cráneo rapado, cuyo nombre no había oído.

—Fiebre —murmuré, desconcertado, y fingí reflexionar sobre lo que acababa de decirme.

En realidad, la cabeza, me daba vueltas. Desconfianza, incomprensión y curiosidad luchaban por imponerse en mi mente. No obstante, venció mi profesionalidad. Ese hombre estaba enfermo, había que tratarlo. Di un paso instintivo hacia delante para buscarle el pulso al paciente, como suelo hacer siempre en esos casos. Los guardias empuñaron sus lanzas, pero Marco Aurelio en persona les hizo un gesto y me tendió su mano esquelética con una sonrisa amistosa.

—Esta mañana ya me lo han tomado tres médicos. Pero, venga, siento curiosidad por conocer tu juicio.

—Bueno —dije, intentando parecer humilde—, con toda seguridad conocéis mejor que yo vuestra constitución y lo que en vos debería ser sano y normal gracias a la larga observación. Por eso podré deciros pocas cosas nuevas.

Aun así, examiné, según tenía por costumbre, la articulación que me tendía. Hasta ese momento no me había sentido en absoluto dispuesto a contradecir a ninguno de los que estaban en esa habitación, tal vez con la vaga e incierta esperanza de librarme así de mi destino. Sin embargo, lo cierto es que, mientras mis pensamientos se iban acallando y me iba centrando en el latido de las venas de mis dedos, me pareció cada vez más evidente que su pulso no era en modo alguno el típico de un enfermo de fiebres, ni siquiera teniendo en cuenta el crónico estado seco del Emperador. Agarré de nuevo la muñeca apretándola más y me fijé en el ritmo, la fuerza, la constancia. Sin embargo, no advertí la violencia de la fiebre en su pulso. Dudé sólo un momento.

—En mi opinión no se trata de ningún ataque de fiebres —expliqué en voz alta, a la cara de aquellas perplejas eminencias—. Más bien —continué diciendo con algo de improvisación, o intuición, o quizá suerte— es posible que su estómago se esté resintiendo a causa de la alimentación.

Miré a esos rostros, que no expresaban otra cosa que desagrado después de oír mi diagnóstico. El corintio enarcó una ceja y cruzó los brazos ostensiblemente. Junio Rústico contempló preocupado a sus compañeros filósofos. Atalo parecía querer decir algo, pero se lo impidió otro de sus colegas, que sin duda deseaba que el silencio general se prolongara antes de disponerse a acabar conmigo. Yo adopté la expresión más imperturbable de la que fui capaz.

Sólo el propio Marco Aurelio exclamó, como electrizado:

—¡Eso es!

La melancolía con la que me había saludado y que era común a todos los enfermos del estómago pareció haberse esfumado. Sí, con entusiasmo aseguró que realmente creía que ésa era la solución del enigma. Ahora que yo lo había dicho, él mismo sentía que todo ese tiempo le había pesado la alimentación fría. Estaba eufórico. Junio Rústico suspiró de forma audible y le hizo una señal al platónico. También las mejillas del buen Frontón se sonrojaron de alegría al ver que su imperial discípulo recobraba el buen ánimo; miró resplandeciente en derredor como si quisiera decirles a todos: «¡Lo sabía! ¿Acaso no sabía yo que éste era un médico excelente?». Le sonreí con calidez y gratitud.

El Emperador me apremió entusiasmado a que le recetara un remedio. Le expliqué que en los casos habituales prescribía vino con pimienta, pero que a él además le aconsejaba sin falta que se colocara sobre el cuerpo, a la altura de la boca del estómago, una cataplasma de aceite de nardo. Marco Aurelio volvió a exclamar, arrebatado:

—¡Eso es!

Hasta tres veces seguidas lo dijo, de modo que por un momento llegué a sentirme halagado sin por ello avergonzarme demasiado.

—Verdaderamente —declaró—, es un médico filosófico, un médico sincero.

Lo dijo ante un público derrotado. En ese momento, yo era el único médico de la sala, y eso, según su palabra imperial, era lo que debía seguir siendo en el futuro, su primer y único médico. Severo me dio una palmada en el hombro cuando me iba dejando a mi imperial paciente en manos del esclavo que le servía el sabino mezclado con pimienta.

En el pasillo, un esclavo de palacio con sandalias doradas me detuvo y me pidió con gran decisión que lo siguiera. Avancé respaldado por mi recién adquirida dignidad. Qué digo, fui flotando detrás de él sin vacilar y no aminoré el ritmo hasta que mis pasos retumbaron en las paredes de una gran sala de baños abovedada, sobre cuyo revestimiento de piedra lanzaba sus reflejos danzarines una piscina azul. Unos loros gritaban con estridencia desde lo alto de las palmeras, que se balanceaban junto a hibiscos y naranjos plantados en grandes tiestos dorados. Los frescos de los muros, tan realistas que engañaban la vista, parecían abrir asombrosas perspectivas hacia resplandecientes costas de mármol y palacios frente a un mar azur.

—Oiga… —exclamé, pero el esclavo de las sandalias doradas había desaparecido.

Había querido decirle que sin duda aquel lugar no era el despacho del registro en el que debía recibir mi nombramiento como médico de la corte imperial.

Un chapoteo en el agua, a mis pies, me llamó la atención. Allí nadaba una ondina rubia, con unos ojos tan azules como si a través de ellos se pudiera ver hasta el fondo de la pila en la que estaba sumergida. Sobre su piel danzaban círculos de luz y estaba rodeada de centelleantes olitas azules que reflejaban los rayos del sol que se filtraban a través de la abertura de la cúpula, pero aun así, no ocultaban que estaba completamente desnuda. Muy desnuda, muy pálida y muy bella. Justo entonces me vino a la cabeza, de una forma extraña, que Marco Aurelio había olvidado hacerme una pregunta evidente.

—Enhorabuena —me dijo, riendo—. Según he oído, les has dado una buena lección. —Me ruboricé intensamente y fui incapaz de responder nada—. ¿No quieres…?

Chapoteó con la mano de manera incitante sobre la delgada superficie de agua que cubría el primer escalón e hizo que un par de gotas salpicaran sobre la greca de bordados dorados de mi mejor túnica marrón. Tiré de la vestimenta hacia arriba con energía y retrocedí un paso.

—¡Pero bueno!

Bajó del borde del escalón y se alejó nadando con un par de elegantes y firmes brazadas por el esplendor azul. Después regresó hacia mí deslizándose como un delfín, apoyó la barbilla en las manos, y me miró a la cara con sus ojos de un azul oceánico.

—Ya veo que voy a tener que quitarte ese miedo que le tienes a mi padre, porque si no no vas a venir nunca a bañarte conmigo. ¡Venga!

Se sopló una gota que le caía de la punta de la nariz. Su rostro, sobre la superficie del agua, parecía extrañamente pequeño y desnudo mientras me hablaba.

—Mi padre es un hombre muy práctico —me aleccionó—. No, no me interrumpas, sí que lo es. Es un genio de la práctica y un maestro del compromiso. Ésas son quizá sus características más destacadas. Aunque él mismo no lo vea precisamente así.

De hecho, tampoco yo habría descrito de este modo al erudito sensible que se me había presentado el día anterior.

—Y se rige por la razón —prosiguió. Me arrodillé de forma instintiva para poder oírla mejor. Sus dientes blancos como perlas brillaban frente a mí—. Por eso, cuando le dije que se podía meter donde quisiera a ese asqueroso compinche y corregente suyo, Lucio Vero, al que quiere convertir en mi esposo, no se puso fuera de sí como otros padres, sino que, en lugar de eso, reflexionó cómo podíamos llegar a un acuerdo tranquilo. No es que lo discutiéramos mucho, pero mi postura había quedado bien clara, y esperó a ver qué oferta le proponía yo. —Se alzó sobre los codos para verme el rostro más de cerca. Sus pequeños pechos mojados, apretados bajo los brazos desnudos, asomaban turgentes sobre el borde—. Después, cuando te recomendé a Frontón para que él te llevara hasta el Emperador, mi padre aceptó mi propuesta y te envió a visitarme.

Rió con alegría mientras me miraba el rostro y se dejó caer de nuevo al agua de espaldas, con un gran chapuzón, como una pequeña foca. Unas cuantas salpicaduras me mojaron el pelo mientras le preguntaba con ingenuidad:

—¿Lo sabe él?

—Mi padre aprecia a los médicos más que a nadie, tiene una salud un poco delicada, el pobre —dijo sin ninguna compasión—. Además, seguramente da por sentado que no me dejarás embarazada por accidente.

—¿Te ha dicho que está conforme con…?

Seguía sin poder creérmelo y recelaba que quisiera volver a enredarme en una de sus pequeñas trampas.

—Como ya te he dicho, jamás hemos hablado de ello. Pero, en el fondo, está conforme. Mi matrimonio con Lucio Vero a cambio del placer de tu compañía y una pequeña prórroga. Ésa es la situación, con o sin palabras. Como te he dicho ya, mi padre es un maestro de…

No pudo decir más. Me lancé vestido a la piscina, la estreché entre mis brazos y le cerré la boca mojada con un cálido beso.

—Una prórroga —murmuré mientras nos separábamos—. ¿De cuánto tiempo?

Me clavó la mirada a los ojos, vertiginosa y directa.

—Eso no se ha dicho.

La sentí maravillosamente perfecta y resbaladiza entre mis brazos. Se retorció un poco, pero no tanto como para escabullirse de mí. Ay, a mí me daba lo mismo que mintiera. La besé de nuevo, hasta que nos sumergimos.

—¡Hiiilaaaaaas!

Endimión gritó a voz en cuello para animar a su preferido. Aunque no sólo gritaba él; toda la gradería vociferaba enfervorizada y rabiosa bajo un cielo gris y nublado del que de vez en cuando caían con poco entusiasmo un par de goterones calientes a los que nadie prestaba demasiada atención y que hacían brotar del suelo un delicioso aroma a pino y tierra.

A Hilas, sobre cuyo desprotegido brazo izquierdo las gotas formaban perlas, la lluvia le aportaba incluso cierto alivio en su duelo sobrecogedor contra aquel gigantesco reciario nubio. El nubio ya había atrapado peligrosamente con su red más de una vez al héroe del Ludus Magnus. A nuestro alrededor, entrenadores, masajistas, lanistae y gladiadores de todos los ludi, apretados unos contra otros y febriles de emoción, hacían sus comentarios profesionales. Yo era el único al que nada de eso le importaba lo más mínimo ese día: ni Hilas, ni el nubio, ni la lucha, ni tampoco la lluvia, que caía en mi vaso de vino sin que hiciera nada por impedirlo.

—Mira, se ha enredado con la tablilla del brazo. ¡Lo ha atrapado, lo ha atrapado como si fuera un pez!

Endimión casi chillaba. Me agarró del brazo, exaltado, y me lo estrujó mientras el nubio arrastraba a Hilas hacia sí para alcanzarlo con su tridente mortífero. Nuestro gladiador intentaba resistirse hincando obstinadamente los talones en la arena, procurando no tropezar. No se le veía el rostro, oculto por la visera. Sólo las venas hinchadas traicionaban sus esfuerzos desesperados. De todas formas, mi mirada se mantenía indiferente ante ese espectáculo y no dejaba de buscar el palco imperial.

—¡Mira, pero si es increíble!

Se alzó un murmullo que recorrió la gigantesca construcción circular.

Yo había localizado a Annia Lucia junto a su madre, que de nuevo estaba en avanzado estado de gestación. Ambas eran apasionadas espectadoras de las luchas, al contrario que Marco Aurelio, que según su costumbre, sostenía sobre las rodillas un rollo de escritura con todo el disimulo que podía. El Emperador levantaba la cabeza para desempeñar su papel en el ritual público cada vez que un liberto le tocaba imperceptiblemente el hombro. Así pues, por lo menos ese día no se había perdido el saludo de los que iban a morir y había respondido como le correspondía, alzando la mano.

En Roma todavía se comentaba el escándalo que había motivado antaño el emperador Claudio un día que, por distracción, había respondido: «Sí, sí, yo también os saludo», lo cual había provocado que los gladiadores rehusaran batirse en duelo, basándose en que el Emperador los había indultado con su salutación. Se hicieron todos los esfuerzos posibles por volver a reunir al grupo de luchadores en huelga, que discutían acaloradamente mientras los espectadores no dejaban de abuchearlos desde las gradas. Yo mismo había oído cómo Frontón, el apacible Frontón, había reprendido con insistencia a su querido Marco Aurelio diciéndole que semejante escandalosa indiferencia en la arena no podía volver a darse en ningún caso si quería preservar la paz interna de Roma.

Los ojos de Lucila, no obstante, sólo miraban a los luchadores. Contemplaba cautivada la arena, ni una sola vez me miró a mí. Con amargura pensé que por qué habría de hacerlo. Yo no era más que una de las cincuenta mil cabezas del enjambre de la multitud romana. No estaba sentado en un lugar notable, como ella, en un palco guarnecido con oro, como una valiosa miniatura de marfil en un cofrecillo. Jamás ocupé un lugar en las pocas filas blancas de los senadores, que con el resplandeciente esplendor de sus togas representaban desde sus bancos reservados a la aristocracia del Imperio. Junto a ellos se sentaban los caballeros, que también exhibían su posición con el delgado ribete púrpura de sus vestimentas. Yo estaba entre la plebe, charlatana y entretenida, donde importaban bien poco las prescripciones del vestir; en el bloque homogéneo de fieles súbditos, con sus togas y sus pallae de colores terrosos, pardos frente al blanco de los senadores.

En mi sector había desorden y ruido, campechanía y muchos empujones. Las mujeres y los esclavos no estaban excluidos. Annia Lucila no dirigiría la mirada hacia allí jamás en la vida. Y, de hacerlo, nunca me vería. Recordé lo que me había dicho sobre mis ojos, algo acerca de melancólicas piedras preciosas bajo unos párpados como cansadas alas de paloma, unos ojos sin par, eso había dicho. Ese día me pareció una completa burla.

—¿Has visto eso? Se ha desprendido él mismo de sus protecciones, ¡ese tipo es increíble!

Hilas se había cortado con un mandoble las correas de cuero de las protecciones del brazo y así había logrado librarse del reciario, al que casi tira al suelo a causa del repentino impulso. Hilas alzó la espada. Pude ver cómo Lucila gritaba de emoción. Sin embargo, aunque me hubiese abierto camino por los corredores hasta llegar a ese palco majestuoso, no habría subido más que dos escalones, jamás habría sobrepasado a los guardias, no habría llegado hasta ella ni hasta sus mejillas sonrojadas por el entusiasmo.

—Hombre, Claudio, ¿no te parece que ese chico es increíble? —Endimión me dio un empujoncito en el costado, de buen humor—. Lo ha decapitado con rotundidad. Fantástico.

Los seguidores de Hilas daban gritos de júbilo, la urbis estaba extasiada. Derramé mi vino aguado sin decir palabra y no aparté la mirada de Lucila, que estaba sentada en su palco, tan remota y tan inalcanzable. Y aquello me pareció tan injusto que me lo tomé a mal.

Casi siempre que veía a Annia Lucila nos encontrábamos en casa de su bisabuelo, que no estaba en el Palatino, sino en la ciudad jardín que había en la colina del Celio, cerca del palacio Laterano. También Marco Aurelio, tras la muerte de su padre, había pasado allí su infancia. Annia Lucila me había explicado en una ocasión que a ella le resultaba especialmente divertido el hecho de que su padre, en aquellas circunstancias, le hubiese hecho la vida imposible con sus reparos morales a la entonces amante de su viudo abuelo.

—A lo mejor —comentó entre risillas— yacemos ahora en el mismo lecho de pecado que el bueno de Annio Vero utilizó con su cortesana mientras el pequeño y querido Marco Aurelio espiaba por la rendija de la puerta, condenando lo que veía.

Pensar que el Emperador estaba al acecho aún me daba algo de miedo e intenté hacerla callar a golpes de cojín, hasta que se puso a chillar de risa.

—¿Sabes —dijo entre carcajadas cuando consiguió recobrar el aliento y nos hundimos en el siguiente abrazo— lo que dice él de estas cosas? —No esperó a que le diera una respuesta—. Dice que consisten en el frotamiento de los órganos íntimos y la secreción de mucosas entre convulsiones.

Casi no lograba respirar de tanta risa.

—Lo describes como a un mojigato —la reprendí.

—Sí, ¿y qué? —replicó ella, encogiéndose de hombros—. Eso es justamente lo que es.

La contradije con vehemencia, pues entretanto, a causa de los frecuentes dolores corporales y la dolencia de pecho que padecía el Emperador, había tenido ocasión de tratarlo a menudo y de practicar con él el discurso filosófico.

Jamás había conocido a un hombre más educado y moderado, aunque a lo mejor sí que se mostraba un tanto dramático de vez en cuando.

—Y ¿tú crees que la educación protege de la mojigatería? —preguntó Annia Lucila en actitud desafiante—. Te digo que ésa es la peor mojigatería de todas. —Cambió de tema sin disimulo—. ¿Qué es lo que de verdad querías ser cuando tenías cinco años?

—¿Qué quieres decir con eso?

Perseguí fascinado sus esbeltos dedos, con los que se acariciaba distraída y juguetonamente la línea de fino vello que le llegaba del pubis al ombligo.

—Bueno, ¿qué querías ser de mayor? —repitió con impaciencia—. ¿De qué te disfrazabas para dar saltitos por la casa en aquel entonces? Yo, por ejemplo, quería ser bailarina y no dejaba de envolverme en velos.

—Habrías sido una bailarina maravillosa.

Aparté sus dedos y la besé ahí. Desprendía un perfume delicioso.

—¡No te andes con evasivas! —ordenó, y se me quitó de encima con ánimo juguetón—. Bueno, ¿cuál era tu sueño infantil?

Me encogí de hombros y me tumbé boca arriba.

—Ya no lo sé, a lo mejor ser auriga. —Me llevé las manos a la nuca mientras meditaba—. Sí, ahora me acuerdo de que le hice unos buenos rasguños a la mesa donde comíamos un día que me dediqué a correr por el triclinio tocado con un casco que me había hecho yo, y dando golpes por todas partes. Mi ama de cría me dio una zurra en el trasero y ahí se acabó todo.

Annia Lucila asintió con aire entendido.

—¿Sabes? Mi padre ya entonces quería ser filósofo. Se confeccionó un hábito de filósofo y empezó a ayunar. Los niños hacen esas cosas. —Se acurrucó en mi hombro y se puso a juguetear con los dedos sobre mi pecho—. Pero por desgracia a él nadie le dio una zurra en el trasero. Al contrario, todos quedaron hondamente conmovidos y entusiasmados. «Nuestro pequeño erudito» por aquí y «nuestro pequeño erudito» por allá.

—¡Ay!

Me había pellizcado el pezón.

—Imagínate tan sólo qué habría sido de ti si no te hubiesen dejado quitarte el casco de auriga nunca más.

Mascullé algo, a la defensiva.

—Al principio no cabe duda de que habría sido estupendo, creo yo —prosiguió, imperturbable—. Tanta atención y tanto reconocimiento, estar siempre en el centro de todo. —Sacudió la cabeza—. Dios mío, nombraron caballero al pobre niño a los seis años y con sólo ocho lo hicieron salio. Celebró sus liberalia a los quince, dos años antes de la mayoría de edad habitual. ¡Y aun así las celebró! —Se alzó sobre un codo y hundió el dedo índice en la sábana con toda su fuerza—. Seguro que en su vida había habido algún momento en el que deseó quitarse las vestiduras de filósofo. Pero nadie se lo permitió, habría sido su fin.

Alzó las manos con teatralidad y empezó a enroscarse los rizos rebeldes en actitud reflexiva, esos rizos que, según ya había tenido oportunidad de comprobar, no estaban dispuestos siguiendo ninguna moda boba, sino que eran naturales.

—En algún momento —profetizó de forma sombría— debió de empezar a creer él mismo con firmeza que era ese gran estoico… y no otra cosa.

—Eso no es más que pura especulación —intervine—. El gran Adriano le calificó incluso de verissimus, «el más auténtico».

—Estoy segura —dijo, con seriedad— de que Adriano poseía un acusado sentido del humor. Y de que mi padre al final se acabó creyendo su propia historia. Tal vez es precisamente esa capacidad de engañarse a sí mismo a la perfección lo que hace de él tan buen emperador.

Meditó con gravedad sobre esa gran conclusión.

—O sea que, de todas formas, lo consideras un buen emperador —repliqué—. Pues bien —dije, y me incorporé—, yo también veo en él, aparte de eso, a una persona de extrema sinceridad.

La risa de Annia Lucila fue amarga.

—¿Cuan sincero consideras a alguien que predica la hermandad de la humanidad, al menos en los viñedos de Frontón, el cual tiene en gran estima el ideal de la paz, y luego envía a Partia a un hombre como Avidio Casio, un carnicero despiadado, que avanza hacia su objetivo matando brutalmente tanto a amigos como enemigos sin ninguna clase de respeto ni de nobleza?

—Pero, sin duda, tampoco puede permitir —empecé a argumentar— que los partos le arrebaten el reino de la monarquía armenia, que es cliente suyo, y luego…

—Claro que no puede —me interrumpió—. Ningún emperador puede hacer algo así, pero ésa no es la cuestión. —Le dio un puñetazo al colchón—. Por favor, al menos tendría que admitirlo. Debería reconocer que, al igual que todo imperator, no puede dejarse arrebatar ni un solo palmo de suelo romano por unos pueblos salidos de las estepas, y que, por tanto, cualquier medio es válido, y por eso ha enviado hasta allí a un tipo que les va a partir el culo bien partido. Eso sí serían palabras. Sin embargo, primero suelta esos murmullos sobre moralidad… y luego envía a Casio. Es algo difícil de soportar.

—Tu forma de expresarte seguramente le sorprendería —dije, para intentar desviar la conversación.

—Por mí, que le dé un infarto. Casi lo espero con ganas. Así el propósito vital habría alcanzado su fin.

—Exageras —dije, para calmarla.

—¿Ah, sí? —se encolerizó—. Claro, como a ti no te concierne… Pero te digo que habría preferido mil veces tener un padre que me hubiese dicho a la cara que tenía que casarme de una vez con ese tal Lucio Vero y se acabó. Cualquier cosa sería mejor que esos gimoteos: «Lucila, ¿qué quieres que te diga?». Y luego dejar que sea yo quien se someta. Pero yo no, ¡yo no le haré ese favor! ¡Si me tiene que obligar, que muestre su auténtico rostro! Cuando lo tenga delante de mí el día de mi partida, con lágrimas de cocodrilo en los ojos y haciendo como si para él todo eso fuese muchísimo peor que para mí, entonces le vomitaré encima de sus sandalias purpúreas, puedes tenerlo por seguro.

Sacó las piernas de la cama y se sentó, iracunda. Sus tercos rizos salieron disparados en todas direcciones, su rostro en forma de corazón y de mentón enérgico se había sonrojado a causa de la ira. Jamás la había visto tan bella.

Con todo, yo sólo había oído una cosa que me había dejado pálido.

—¿Cuándo será eso? —pregunté.

—¿El qué?

Se la veía irritada.

—El día de tu partida hacia Oriente. Hacia él. ¿Cuándo…? —Me falló la voz.

—A ti sólo te interesa una cosa, ¿verdad? —me espetó—. No lo sé, maldita sea, ¿cuántas veces voy a tener que decírtelo?

Enfadada, lanzó un cojín contra la pared.

—Mientes.

—¿Y tú te atreves a decirme eso?

Abrió con perplejidad sus ojos de azul lapislázuli.

—Seguramente no es cosa de un insignificante médico griego, ¿no? —repliqué con acritud.

—¡Ay, Claudio! —Intentó acariciarme el brazo, pero la aparté de mí—. Malgastamos nuestro tiempo con todo esto, Claudio. Sin duda lo sabes tú mejor que nadie —dijo para halagarme—. Eres una de las cosas que mi padre me ha ofrecido de este Imperio como compensación —siguió intentándolo, dulce como el azúcar, me rodeó con su brazo y me besó en el cuello—, pero entre todas ellas te he escogido a ti. —Y, al ver que seguía sentado con rigidez y que no cedía, añadió con mayor frialdad—: De todos modos, debo admitir que el tiempo apremia, en cierto modo.

Volvió a tumbarse, enojada, y se quedó mirando al techo.

Pasamos el resto de la noche sin tocarnos.

—Claudio, ¿estás soñando? —Endimión me zarandeó por la espalda—. No se lo puede creer —informó lleno de contento a su compañero—. Se ha quedado sin habla.

Logré volver en mí con gran esfuerzo. Todos estaban dando saltos, se congratulaban por la victoria de Hilas. Estaban tan exaltados que apenas prestaron atención al anuncio del heraldo, que informó desde la balaustrada del palco imperial de que Artaxata, la capital del Imperio armenio, volvía a estar en manos romanas y que a Lucio Vero iba a serle concedida una ceremonia de triunfo. ¿Qué importaba Armenia, o los partos, cuando su ludus acababa de lograr una victoria triunfal?

Con todo, yo sí había escuchado al heraldo. El prometido de Annia Lucila había superado su primera prueba. Me pregunté con qué más querría recompensarle el Emperador, además de con un triunfo.

Lucila estaba sentada con la espalda totalmente rígida en su butaca tapizada de púrpura. No logré distinguir los rasgos de su rostro. Bueno, tal vez ya no le parecía tan horrible ser la esposa de un glorioso triunfador. «Seguro que ahora mismo no está pensando en mí», rabié con amargura. A lo mejor incluso ya se había hartado de mis celos. A lo mejor yo no era el único acuerdo al que había llegado con su padre. «Con su apetito sexual, no me extrañaría lo más mínimo», pensé, lleno de odio. ¡A fin de cuentas, la había conocido en un ludus!

—Claudio, ¿vienes a beber una copa?

Lancé una última mirada a mi hermosa amante secreta. Qué vulnerable parecía en medio de toda esa suntuosidad… Me costó mucho marcharme de allí. Verdaderamente no era fácil ser el amante de la hija de un emperador.

El pulgar de Mundo había cicatrizado y tenía movilidad. Un poco de masaje y gimnasia diarios en mi consulta habían devuelto la flexibilidad al tendón. Las tortas calientes y de ricos aromas que me traía siempre el panadero aumentaban en relación inversa proporcional a mis comidas, pues entre la acumulación de obligaciones y citas que comportaba mi nuevo cargo como médico de la corte imperial, mis refrigerios solían ser bastante reducidos. Sin embargo, no era la tensión profesional lo que me tenía tan cansado, flaco y fatigado en aquel entonces.

Mundo, que podía saber tan poco como mi sirviente Crates en qué lugar dormía yo tantas veces, me observaba a menudo desde su local cuando, ya entrada la noche, salía de casa. Después me veía regresar a primera hora de la mañana, cuando él se iba al mercado a comprar sus ingredientes, y eso le daba qué pensar. No sé a qué conclusiones llegó, pero por lo visto oía comentar que yo comía muy poco, y por eso me traía con regularidad alguno de sus productos.

—Si no te conociera —gruñó mientras dejaba el plato humeante y yo apartaba distraído escalpelos, ventosas y papiros para hacerle sitio sin interrumpir mis diligentes anotaciones—, diría que necesitas un buen médico.

—¡Ja! —soltó Crates con aprobación, mientras iba por cubiertos y una ánfora de vino para obligarme a hacer una pausa de inmediato—. ¡Ja!

Lo cual significaba muchas cosas, pero sobre todo que mis escapadas secretas, de las cuales él estaba explícitamente excluido, despertaban sus celos y su más honda reprobación. Cuando, por estar a punto de irme, hice un gesto negativo con la mano y expliqué que me marcharía de un momento a otro, enseguida espetó en son de protesta:

—Otra de tus misiones misteriosas, ¿no?

Pude tranquilizarlo, pues ese día quería ir a Ostia para visitar al buceador de barcos naufragados al que le había curado las heridas de mordedura de escualo unos meses antes. De hecho, se estaba recuperando, pero seguía todavía muy débil y sin poder trabajar. Era probable que quedase tullido.

—No me llevará mucho tiempo y, naturalmente, tu compañía es muy deseable —expliqué, no sin ironía, mientras me echaba la palla por encima—. Las literas deben de estar esperando ya.

Los porteadores nos llevaron traqueteando en el frío día de marzo. Desde el mar soplaba un viento salado que traía consigo los gritos de las gaviotas por encima del concurrido muelle, en el que se apretaban los veleros. Las grúas giraban emitiendo chirridos por entre los altos mástiles y alzaban su carga desde los cascos de los barcos. Las ruedas de los carros de carga, repletos de ánforas, bajaban rodando por las innumerables pasarelas de madera desde los costados de las embarcaciones. Olía a agua salobre, a viento azul y a lejanía. Olía a una vida de libertad y miles de posibilidades.

Mi paciente vivía con su familia en medio piso sin ventanas, encima de una pequeña cordelería que había cerca de los almacenes. Allí no entraba ni una pizca de aire fresco ni de luz primaveral. Por una insegura escalerilla de madera que había al fondo del establecimiento se podía subir atravesando el techo hasta el estrecho agujero que el hombre compartía con una esposa e innumerables hijos. Los niños dieron vueltas chillando de emoción alrededor de los recién llegados, igual que las gaviotas del muelle, y después se escondieron con temor tras vigas, cabos y fardos de harapos. Olía a pescado y orines, a fogones fríos y a pobreza.

La misión con la que me presenté ese día ante ellos hizo que la viva excitación durase más que otros días. Quería llevarme a su padre para aplicarle una terapia gimnástica que debería reconstruir sus músculos desgarrados y seccionados en múltiples lugares, y que además tal vez le pondría en estado de volver a ejercer su profesión. El paciente escuchó mi mensaje con un semblante inexpresivo. Uno habría dicho que a un hombre acostumbrado a bucear en las frías e inhóspitas profundidades del mar donde se encuentra con monstruos como los escualos, que a un hombre así no sería exigirle demasiado que dejara su calle habitual y su hogar conocido. Sin embargo, fue lo que ocurrió.

Ni él ni su familia habían salido jamás de su barrio. Los barcos y las mercancías por entre las que buceaba sí que procedían de todos los rincones del mundo conocido, y por sus manos habían pasado objetos exóticos de la India, del País de los Seres y de Etiopía. Él, sin embargo, era una criatura de las calles del puerto de Ostia y temblaba sólo con pensar en la gran ciudad que se extendía, incógnita, ante él. Su mujer gritaba y lloraba mientras yo me lo llevaba. Los niños me miraban fijamente con grandes ojos incrédulos. Cuando al fin lo ayudé a bajar los peldaños con esfuerzo, lo coloqué en mi litera y les puse en la mano a sus familiares una bolsa de monedas para los próximos días, comprendí que la situación era justo lo que parecía: los que quedan atrás eran viuda y huérfanos, y su padre se iba, desaparecía de su vida para siempre jamás.

—Increíble —mascullé para mí mientras me reclinaba en el palanquín.

Era increíble lo separados y distantes que estaban los círculos de la vida de las personas. Y reprimí el malestar premonitorio que me invadió.

—¡Al Ludus Magnus! —les grité a los portadores de la litera, y luego sonreí a mi querido Crates, que me miraba sin salir de su asombro.

Oh, sí, tenía un plan.

—Increíble —masculló Endimión, fascinado, y palpó la espalda y el vientre de mi buceador—, un verdadero orificio muscular, como un agujero.

—Sí —confirmé—, aquí el pez debió de desgarrarle un buen pedazo.

—Y ¿crees que podrás rehabilitarlo con gimnasia?

Endimión no dejaba de dar vueltas alrededor del enfermo con gran interés. No pude evitar sonreír, puesto que veía que le había intrigado, y le comuniqué mi idea para la terapia.

—Muy interesante, muy interesante —murmuró Endimión—. No es que crea que vaya a funcionar…

—¿Quieres que nos apostemos algo?

Se lo pensó sólo un instante.

—Cien denarios de plata.

Di un breve silbido de sorpresa. Endimión sonreía con sorna.

—No me negarás que ahora tienes muchos pacientes, y ricos, según dicen. De modo que ¿confías en tus artes médicas o no? Me tendió una mano.

—Cien denarios de plata. —Le estreché la mano; la familia del buceador podría necesitarlos—. ¿Y tú te encargas de que realice los ejercicios con vosotros, en la escuela?

En el fondo no había ningún otro lugar apropiado para ello. En ningún sitio de Roma se podían encontrar juntos tantos buenos profesores de gimnasia y masajistas, en ningún sitio había esa variedad de aparatos y ejercicios. Y mi pobre buceador, que no podría permitirse un tratamiento similar en las termas, llamaría menos la atención entre los miles de gladiadores de los ludi.

—La manutención, el alojamiento, los aceites y demás, naturalmente, los costearé yo… —empecé a decir, pero Endimión me hizo un gesto negativo.

—¿Qué es este hombre? ¿Qué has dicho? ¿Buceador? Hace un gran trabajo. Que pague el Emperador por ello. Hmmm, vamos a ver. —Endimión se frotó la barbilla y luego no pudo evitar reír—. Puesto que ha luchado con un tiburón, irá al Ludus Matutinus con los venatores, los luchadores de fieras.

Me dio unas palmadas alegres en la espalda y yo me uní a su risa, hasta que vi la litera que seis esclavos nubios depositaban junto a la entrada lateral del hospital. Conocía esas cortinas de seda a rayas azules y blancas que mantenían oculto su interior. También sabía quiénes se bajarían con recato, cubiertas por un velo. Seguí a las dos figuras con la mirada mientras Endimión hacía chistes sobre unos posibles nuevos juegos con agua, gladiadores y tiburones.

—Y los costes de todo irán a cargo del Emperador —oí que comentaba el médico del ludus.

Acto seguido me esforcé por poner fin a su parloteo ligero y humorístico.

—Fantástico. Por otro lado, vuestro ludus ya hace algo por el Emperador.

Y apunté significativamente con el mentón hacia la litera vacía, con cuyas cortinas jugueteaba el viento. Tragué saliva con los dientes apretados para deshacer el nudo que tenía en la garganta y esperé que Endimión no se diera cuenta de nada.

—Ah, ¿esas dos? Sí, sí, vienen con regularidad a por sangre de gladiadores, ya sabes, la vieja superstición.

—¿Qué? —pregunté, turbado.

¿Mi pequeña y alocada Lucila no iba allí en busca de aventuras amorosas? Endimión, que tomó mi reacción por indignación médica, alzó los brazos para justificarse. «¿Qué voy a hacerle yo?», decía su gesto.

—Hay muchos que creen que la sangre de un gladiador caído en la lucha ayuda a que el embarazo y el alumbramiento sean buenos. Y ¿quién soy yo para contradecir a la esposa de un emperador? Ya ha tenido que sufrir bastante con sus numerosos embarazos, la pobre. Y, aun así, sólo una criatura le ha vivido.

—¿Y la hija? —espeté.

Todavía no quería creer lo que oía. Tanto se me había metido en la cabeza que Annia Lucila era un monstruo lascivo, precoz y devorador de hombres, que no podía desechar sin más aquella idea. Aunque esa conjetura me causaba un enorme dolor, también me permitía sobrevivir cuando, algún día, tal como debía suceder inevitable e ineludiblemente, me diera una patada para convertirse en la esposa de Lucio Vero. «Fue sólo una aventura —podría decirme entonces— una cosa sólo física. No era más que una mujerzuela que no valía la pena.»

—Ah, siempre viene con su madre. Como dama de compañía, supongo. Para que así nadie pueda imaginarse nada feo de dos mujeres distinguidas que visitan un ludus. Ya sabes cómo es la gente.

—Ah.

—Bueno. Supongo que incluso una mujer como Annia Galería Faustina, ocupada exclusivamente en sus alumbramientos, tiene enemigos en la corte imperial. Lo que sucede en la arena no es nada en comparación con eso, según todo lo que se oye por ahí. Pero ¿a quién se lo estoy contando? Tú…

Sin embargo, yo ya no lo escuchaba. Como atraído por una suerte de magia, avancé hacia la litera y me alejé de Endimión, que enmudeció de asombro. No me di ni cuenta. Acaricié conmovido la inocente seda de rayas. También esas cortinas nos habían ocultado a Lucila y a mí. Ella había yacido allí dentro en mis brazos. Y allí dentro había sido mía, toda mía, sin yo saberlo. Acaricié conmovido el vehículo vacío. «Entre todas las cosas de este Imperio te he escogido a ti», había dicho, sí, eso había dicho.

Tomé aire para percibir el aroma que tal vez emanaran los cojines del interior. Mis dedos recorrieron las tallas de madera de cedro de las puertas, resbalaron sobre los tiradores pulidos y relucientes. Amaba esas tallas, adoraba esos tiradores. Entonces regresaron las mujeres. Me fui directo hacia ella sin mirar a derecha ni a izquierda. Annia Lucila me vio, contempló mi rostro y se quedó un momento de piedra. No sé qué aspecto debía de ofrecer, quizás el de un completo idiota ajeno al mundo, extasiado y peligroso para mis semejantes.

Tomó con decisión el brazo de su madre y pasó por delante de mí. Su hombro me rozó tan dolorosamente el pecho que me tambaleé.

—Ahora no —siseó ella por la comisura de los labios—. En el teatro de Marcelo. Mañana.

Después subieron a la litera y, con un tirón enérgico, las cortinas rayadas volvieron a cerrarse.

Los esclavos no me hicieron caso alguno y se colocaron entre sus varas de porteadores. Me tambaleé como un pez en la estela de una barca que le ha pasado por encima. Ya se habían marchado, los heraldos por delante, las ondulantes cortinas por detrás. Odiaba esas cortinas. El estruendo de los ejercicios del ludus me inundó los oídos.

—¿Claudio?

Endimión se aproximaba, interrogante, y me echó el brazo sobre los hombros con suavidad. No sé qué sabía él, lo que tal vez sospechaba o lo que como buen médico simplemente fue capaz de leer en mi semblante emocionado.

—No hagas ninguna tontería —se limitó a comentar, y luego se fue.

Me lo quedé mirando, como si alguien me hubiese dicho algo de lo más enigmático en una lengua por completo desconocida. Di media vuelta y corrí a casa. No podría descansar hasta que nos viéramos.

El teatro de Marcelo, en el Campo de Marte, quedaba junto a la orilla del río, en el punto donde arrancaba el puente de la isla Tiberina. Como Lucila no había dicho nada acerca de la hora, después de esperar un rato me aposté enfrente, entre las columnas del templo de Apolo, y contemplé la colorida muchedumbre. Entretanto me sumergí en absurdos sueños de un futuro que, hoy y aquí, no quiero repetir, pues su recuerdo me resulta aún sobremanera doloroso, en especial si se tiene en cuenta cómo terminó todo: Lucila recibió a los esbirros y ellos la ataron a los arcos de aquella terraza que daba al mar. Aún veo ondear sus velos sobre las riberas cubiertas de tomillo.

En realidad no sé si allí había riberas, no sé si la luz del sol olía de veras a tomillo. Yo no estaba con ella y murió sola. Sin embargo, hasta el final de mis días la veré allí, allí, y no tan increíblemente joven y sonrosada como la encontraría aquel día en el teatro.

Casi llevaba cuatro horas esperando y, por aburrimiento, estaba contando a la gente que tiraba dinero en el dispensador de agua bendita y desaparecía con sus ofrendas en el interior del templo. Ya llevaba contadas treinta y siete personas, lo cual, según calculé mentalmente con meticulosidad, correspondía a unos ingresos de setenta y cuatro ases para el templo. Y al fin Lucila apareció ante mí.

Había venido de «incógnito», un juego que le encantaba. Llevaba una delicada túnica azul celeste con bordados de flores de color rosa. La palla violeta le cubría castamente la cabeza, tal como correspondía a una romana decente. Sus claros rizos ensortijados no se podían domeñar, escapaban de los gruesos cordeles con los que se los había recogido a uno y otro lado de la cabeza para unirlos en la nuca con un moño tupido. Iluminaban su rostro como una alegre aureola solar y se enredaban en sus pendientes egipcios, que representaban unos ánades dorados en el cañaveral. Recuerdo cada uno de sus detalles.

—¿No quieres darme un beso? —dijo, riendo, y alzó su enérgica y redondeada barbilla.

Su cuello, blanco como la nieve, haría palidecer la luz de cualquier camafeo. Se rió a medias cuando posé mis labios en él. Sentí el latido de sus venas bajo la piel.

—No, que la gente nos mira. —Me apartó—. Hoy vengo de muchacha decente.

Creo que se me anegaron los ojos en lágrimas, aunque puede que me engañe la memoria. Cuando me suplicó que fuéramos a ver la representación del teatro, me limité a asentir en silencio.

Lucila disfrutó con todo, como una niña pequeña: le encantó sumergirse en la muchedumbre, encontró placer en las apreturas en las escaleras, en las nubes de perfume barato de azafrán que subían desde el escenario, en los esfuerzos de los vendedores por captar la atención del público, en los montones de golosinas pringosas que compró y consumió con deleite. Exclamó y chilló como todos los demás cuando iba a comenzar la representación, le gritó advertencias al héroe y pateó el suelo cuando el malvado salió a escena. El viento primaveral que soplaba sobre el teatro y que arremolinaba algún velo aquí y allá hacía también ondear el extremo suelto de su palla, y los cabellos que le caían sobre la frente resplandecían en la luz de la tarde. Las nubes se movían tan deprisa sobre las filas de asientos que podía uno marearse. Yo no veía nada que no fuera ella; era feliz.

Entonces comenzó la vieja pieza de Terencio, Formión, arreglada por la mano burlona de algún escritor para ajustaría al gusto de la época y que no se marchitase con el paso del tiempo. Justo al final del prólogo, yo le acababa de poner a Lucila en la boca un par de pistachos garrapiñados cuando empezó el lamento de Davo sobre el avaricioso amo de su amigo Geta, un parlamento que mediante algunos cambios en el texto era una alusión apenas disimulada al Emperador y la abrumadora carga fiscal. Eso era algo habitual, no tenía nada de extraordinario. Luego siguió la protesta, también actualizada, sobre el ama de Geta:

«Lo que el pobre ha ahorrado con esfuerzo de su salario mensual, quitándoselo de la boca onza a onza, todo lo acapara esa mujer… y lo despilfarra con los gladiadores.»

La voz del actor resonó con claridad a través de la boca en forma de embudo de su máscara, y el viento la llevó hasta la última fila. Entonces, en segundo plano y en una clara referencia al nuevo embarazo de Annia Galeria, salió a escena un actor tocado con una diadema y disfrazado con un monstruoso cojín bajo el vestido de mujer, y empezó a coquetear con ademanes explícitos y grotescos con un luchador medio desnudo que llevaba casco. El público lo comprendió sin dificultad y gritó con alborozo ante el escándalo. A Lucila se le cayeron al suelo los pistachos que le quedaban. Se levantó mientras yo intentaba recoger los frutos secos.

—Esto… —balbució, y se quedó callada.

Quise rodearla con un brazo para consolarla, pero ella detuvo mi mano y la volvió a colocar sobre mi regazo. Se hizo un momento de silencio.

—Tengo que ir a casa a ver a mi madre —dijo entonces con calma. Asentí con tristeza, pero ella ya estaba en la escalera. El viento le levantó el dobladillo de la falda y vi sus relucientes talones.

—¿Cuándo nos vemos? —le grité mientras se iba, pero la siguiente risotada del público ahogó su respuesta; la obra seguía su curso y ella ya no estaba.

Volví a sentarme, desconcertado e inseguro, e intenté meterme un pistacho en la boca. Mientras masticaba pensé que el escándalo no sería tan grave. Tal como conocía a Marco Aurelio, que no permitía ni la menor crítica hacia su familia, el impertinente actor que representaba a Davo no volvería a poner en riesgo su salud. Probablemente, el benévolo Emperador sólo lo haría azotar o lo desterraría, cuando otros lo habrían ajusticiado. No obstante, mi amada se había marchado, se me había estropeado el día y la felicidad de mi estancia en el teatro se había vuelto turbia y gris como el mar cuando el sol desaparece tras las nubes. Decidí irme a casa y esperar noticias de Annia Lucila. Pero no llegaron.

—¿Tú qué opinas, noble Claudio?

Desperté sobresaltado de mi ensimismamiento. La amistosa reunión en el atrio de la villa urbana de Frontón tenía lugar en una de las primeras noches templadas de la estación. En la cisterna destellaban los reflejos de las estrellas y las lámparas. Frontón estaba discutiendo sobre la abundancia de eunucos entre los escitas con Junio Rústico, quien defendía la habitual interpretación hipocrática según la cual esa incapacidad para procrear se debe a las típicas sangrías tras las orejas con las que ese pueblo de jinetes intenta curar una enfermedad específica causada por la forma de montar.

—De hecho, según las palabras del gran Numisiano —acababa de explicar Rústico—, con motivo de la producción de esperma, todas las partes del cuerpo segregan una sustancia que sube hasta el cerebro y allí madura y queda dotada de un dinamismo físico. Entonces regresa por esas mismas venas de la parte de atrás de las orejas hacia la columna vertebral —prosiguió—, y de allí va al vientre y a los testículos.

—Claudio —me interpeló Frontón—, cuando eras estudiante también tú asististe a las clases de Numisiano. ¿Es así como funciona?

Con gran esfuerzo y a regañadientes recuperé el control de mis pensamientos, que se podían compendiar en la frase: «¿Dónde está Annia Lucila?», que no dejaba de repetirse sin cesar, con pequeñas variaciones. ¿Dónde se escondía? ¿Por qué se mantenía alejada de mí? ¿Por qué, por todos los dioses, no me daba noticias suyas? Pensé con irritación que la condición de eunucos entre los escitas, discutida por un par de prósperos y ancianos eunucos romanos, me importaba un… Pero me dominé.

—¿Según Numisiano? Sí —repuse al fin con sequedad, con toda la sequedad que sabía que le gustaría a mi público—. Mi propia experiencia clínica, no obstante, así como los conocimientos anatómicos, lo contradicen. Lo que fluye por la vena iugularis externa (y, las veces que la he abierto, siempre ha sido sangre) no se dirige hacia la columna vertebral y de ningún modo llega a los testículos, sino que desemboca un la vena cava superior y de allí va al hígado, donde ni el más fogoso de los escitas sabría qué hacer con ello.

Coseché las primeras risas y me fui entusiasmando con el tema.

—También rindo homenaje, hablando con seriedad, al conocimiento de que la naturaleza no da rodeos. ¿Por qué habría que hacer circular esa valiosa sustancia por todo el cuerpo? ¿Por qué a través de unas venas tan vulnerables y tan expuestas al exterior que cualquier matasanos puede localizarlas? ¿Por qué llegar a suponer, contra toda experiencia, que por esas venas fluye algo más que sangre?

—¿Pones en duda la condición de eunucos de los escitas? —espetó Rústico, más con ánimo interrogativo que combativo.

—En modo alguno —reconocí—, sólo su causa. Yo la buscaría más bien en el exceso de sangrías. O ¿de qué ánimo os encontráis cuando vuestro médico personal os ha vuelto a extraer ese preciado humor rojo? ¿Vais después a visitar a vuestras esposas?

Gracia se sonrojó entre risitas y yo le hice un guiño. Ni siquiera Junio pudo evitar reír, y tomó su copa de vino para brindar a mi salud.

—Tu lengua es más afilada que tu escalpelo, Claudio, pero me temo que tienes razón. Si me prometieras una cura menos sangrienta, echaría de casa al viejo Atalo y te convertiría en su sucesor.

Tuve que reír contra mi voluntad.

—Te prometería justamente la cura que tu apetito y tu consumo de vino se merecen, preciado Rústico. Y sé que para ti sería poco.

—Al contrario —vociferó éste, y se dio una palmada en el muslo como para celebrar anticipadamente un gracejo—: Para mí sería demasiado, honorable Claudio. Las dietas que me prescribirías serían demasiado.

Torcí la boca insinuando una sonrisa. ¡Pero qué tarde más alegre estaba resultando ésa! En realidad me habría gustado irme a casa, pero Frontón había anunciado la posible visita de su «adorado Marco», es decir, el Emperador, y eso hacía que todos nos mantuviéramos pegados a nuestros asientos. Poco después, la buena de Gracia se quedó traspuesta en una postura decorosa. Se despertaba sólo de vez en cuando al oír una salva de risas y entonces preguntaba con inquietos murmullos si teníamos de todo antes de reanudar sus encantadores ronquidos.

—El querido Marco —anunció entonces Frontón con voz queda— debe de estar a punto de regresar de Brundisium en cualquier momento. Qué considerado por su parte haberme prometido pasar por aquí para decirme si todo ha quedado resuelto. Qué historia más horrorosa.

Supuse que tras esa historia horrorosa se escondía la indignación imperial, sobre todo porque Frontón se disculpó de inmediato y con profusión por no haber podido acompañar a su discípulo en su viaje a causa de su estado de salud, pero al final lo aclaró diciendo:

—Ese espantoso actor ya está felizmente desterrado, por lo que he oído. En este asunto, la verdadera piedad se ha impuesto a la justicia. Ahí reconozco a mi Marco Aurelio, mi filósofo. Cualquier otro emperador no habría dejado de ajusticiar a ese hombre por la infamia que ha lanzado contra su señor.

Empecé entonces a prestar más atención y poco a poco fui comprendiendo que el viaje a Brundisium, en la costa, estaba relacionado con aquella tarde en el teatro en la que la Emperatriz había sido acusada de infidelidad y de comportamiento libertino con el pretexto de la obra de Terencio. Por lo visto, ese pequeño escándalo entre escándalos había levantado olas más altas de lo que yo había creído. Sin embargo, aunque el castigo del destierro había sido sumamente indulgente… para el malhechor, el asunto tenía otras consecuencias, que a mí me sorprendieron con toda su dureza, pues no había sospechado nada. Estoy seguro de que Lucila supo lo que sucedería aquella misma tarde.

Marco Aurelio, que nunca hacía nada a medias, no había dejado escapar la ocasión para acallar los posibles rumores sobre la moralidad de las mujeres de su casa. Al oír aquello y comprenderlo todo, mi rostro palideció tanto como lo había hecho entonces el de Lucila.

—Qué atento de su parte acompañar personalmente a su querida niña hasta el barco —explicó Frontón.

—Más de lo que merecía, debo decir —comentó Gracia, que había vuelto a despertarse, pues un esclavo le había susurrado algo al oído, y se había incorporado—, cuando de todos es sabido con qué insensatez se ha opuesto a ese beneficioso matrimonio. La verdad es que el pobre Lucio no se merecía eso.

Dicho esto, abandonó la estancia y dejó a los huéspedes discutiendo animadamente sobre lo ventajoso del por fin definitivo enlace matrimonial de la hija de Marco Aurelio con su corregente, Lucio Vero.

—Los esponsales se celebrarán en Éfeso —comunicó Junio Rústico—. Un marco muy apropiado, puesto que acaba de ser declarada primera ciudad de la provincia de Asia.

«También ese sueño se ha esfumado.» Pensé con amargura en las ambiciones de mis compatriotas de Pérgamo, que, con todo, no habían sido ni la mitad de ridículas que las mías.

—Ah, ahí llega el paternal padrino de la boda. ¡Mi buen amigo!

Frontón acogió con los brazos abiertos al hombre que llegaba acompañado de Gracia.

Marco Aurelio abrazó y besó con cariño a la anciana pareja, saludó a los presentes y después recibió, comedido, las felicitaciones. Provisto de una copa de vino, se sumió luego en el silencio y sólo hablaba cuando le insistían.

—No se lo ha puesto fácil —cuchicheó Gracia con claro reproche—, la muy ingrata.

Marco Aurelio desestimó el comentario con un gesto de la mano y salió en defensa de su hija.

—Son las obligaciones del cargo —dijo, suspirando de nuevo— lo que le amargan a uno muchas cosas. ¿Qué es lo que más desea un padre sino la felicidad de sus hijos, ver sus ojos resplandecientes de dicha en ese día memorable y asegurarse con ello de que han encontrado la satisfacción de la que él mismo disfruta?

«Sí —pensé con acritud—, el frotamiento conyugal de las entrañas y la secreción de mucosas. Entre convulsiones.»

Marco Aurelio bebió un pequeño sorbo y miró fijamente el tablero de la mesa.

—Al hombre sencillo este simple deseo paternal no le está prohibido. Al Emperador, no obstante… —Hizo una pausa—. Él debe pensar en el bien de su Imperio y a la vez perjudicar el bienestar de una sola persona, aunque ésta sea su querida hija. Qué destino este.

Frontón lo tomó con compasión de la mano y se la estrechó.

Marco Aurelio alzó la cabeza. Su mirada vagó hasta encontrarme. Incapaz de mirarlo a los ojos, no pude hacer otra cosa que bajar la vista. ¿Qué le había dicho Annia Lucila? Marco Aurelio debería haber reconocido como mínimo que la había vendido, como cualquier autócrata, en su propio interés político. Pues ella habría preferido eso a sus murmullos sobre la obligación, el deber y la compasión. Lucila le vomitaría encima de las sandalias si él se atrevía a fingir que todo aquello le resultaba más duro al padre que a la hija, quien a fin de cuentas había acabado sometida al yugo matrimonial con un hombre al que no amaba. No pude hacer otra cosa, le escudriñé las sandalias. Me pareció que estaban cubiertas del polvo del camino y que el cuero estaba oscurecido por el sudor. Las apartó de súbito y desaparecieron bajo la orla de su túnica.

Ya eran altas horas de la noche y nosotros los últimos huéspedes cuando Marco Aurelio vino tras de mí y pronunció mi nombre en voz baja:

—Claudio.

Gracia estaba ocupada acompañando a los demás a la puerta. Los esclavos retiraban las mesas. Los platos tintineaban un poco y las cigarras cantaban con desgana alrededor del agua negra de la cisterna sobre cuya superficie se apagaba una luz tras otra.

—Claudio.

No dijo nada más. Sin embargo, su mano huesuda se posó débil y fría sobre mi hombro. Tragué saliva, tenía la garganta oprimida por la soledad y el dolor que reprimía. Y entonces, de pronto, ya no quise discutir sobre quién padecía un dolor más grande, si él, ella o yo. Tomé su mano y la estreché.

—¿Te vas de viaje?

La voz de Endimión sonó dubitativa. Había venido a preguntar qué debía hacer con el buceador, al cual yo había descuidado de un modo censurable durante las últimas semanas y casi no había vuelto a visitar. Paseó la mirada por mi casa con asombro y cierta desconfianza. En realidad, el desbarajuste era notable. Los preparativos del viaje y la indiferencia habían convertido mi hogar, que tan ordenado solía estar, en un caos.

Crates, que creía haber encontrado un alma afín y esperaba poder conseguir que el médico de gladiadores le echara una mano, puso los ojos en blanco y resopló mientras se afanaba a su pesar por la habitación cumpliendo mis órdenes de empacarlo todo. Lo hacía con el mayor ruido y el mayor alboroto posibles. Era la protesta personificada.

Endimión recorrió con un dedo vacilante mis estuches de papiros, sacó algunos de sus cestas para estudiar su escritura y los volvió a dejar.

—Estrabón, Plinio, Herodoto —leyó en voz alta—, Pausanias, Pomponio Mela, la periégesis de Dionisos… No te dejas nada, ¿eh?

Era cierto que creía haber recopilado en mi selección a los más imprescindibles escritores de viajes.

—Bueno, ya sabes —me limité a contestar, y le quité de las manos el último rollo para volver a guardarlo en la cesta del viaje.

—¿Al Mediterráneo oriental? —intentó adivinar.

No obstante, los títulos de las obras hablaban por sí mismos, por eso sólo le respondió el constante resoplar de Crates, hasta que éste habló de repente:

—Ahora que es médico de la corte del Emperador —refunfuñó mi esclavo—, que ha conseguido unos pacientes fijos con los que otros sólo consiguen soñar y…

Dejó caer con estruendo un puñado de pinzas en un estuche.

—Ésos son instrumentos de precisión —protesté.

Endimión sólo ladeó pensativamente la cabeza.

—Por lo visto quiere completar su colección de hierbas, ¡ja!

El tono de Crates sólo denotaba desconfianza y desprecio, tal como correspondía a un buen sirviente.

Endimión enarcó una ceja sin decir palabra.

—Es importante que las hierbas y los componentes sean frescos y de primera calidad, eso a ti no tengo que decírtelo —me defendí.

—Por lo que yo sé, no hay nada que no tenga Dídimo en su tienda —adujo Endimión—, justo dos pisos más abajo.

—Perdona, pero, al fin y al cabo, yo cuento con un emperador entre mis pacientes —dije, colérico.

¿De verdad tenía necesidad de justificar mis negocios ante aquellos dos? En absoluto, no tenía por qué explicarles nada, no… Apenas si podía explicármelo a mí mismo. Me quedé callado un momento y, apoyado en el estuche de las pinzas, miré a la incierta lejanía, a algún lugar cercano a Antioquía.

—Claudio. —Endimión se había acercado a mí y me había puesto con cuidado la mano en el hombro—. No sé a qué viene todo esto…

No, claro que no lo sabía, y así estaba bien. Bien para él y bien para mí.

Había intentado explicárselo por escrito a Filicio, mi antiguo compañero de estudios de Alejandría, con el que todavía me unía una correspondencia afectuosa:

«Claudio Galeno de Pérgamo le desea a su amigo salud y bienestar», había empezado a redactar, pero me había interrumpido. Una pequeña eternidad después, al fin proseguí: «Hace poco he tenido un caso interesante de absceso hepático», y así había continuado. Tal vez esperaba que Filicio percibiera la duda entre las frases o la desesperada locuacidad de mi descripción de las enfermedades, detalladas con minuciosidad, aunque en realidad sabía que le estaba exigiendo demasiado a su capacidad de diagnosis. En la carta no mencionaba el nombre de Annia Lucila, como tampoco me atrevía a hacer la menor alusión a ella ni a cualquier cosa que me llevara más allá de los abscesos hepáticos.

Después me quedé allí sentado largo rato, pluma en mano, mirando al frente. Y finalmente empecé a redactar una carta para Neferure, una respuesta tardía a aquel escrito que había recibido en Pérgamo. Tampoco sé de dónde salió ese deseo repentino de hablar con ella. Tal vez fuera porque la frase de Menipo volvía a resonarme en la cabeza. Tal vez también porque todavía creía ver en Neferure una esperanza. Naturalmente, me dije que de ninguna manera podía hablarle de Lucila. Hablarle de ella a una mujer que a fin de cuentas una vez casi había sido mi amante, habría sido una falta de tacto y una acción vergonzosa. Garabateé con mano vacilante el encabezamiento. Sin embargo, la pluma fluyó casi por sí sola sobre el pergamino y, cuando media hora después la dejé con los dedos doloridos, no había nada que no le hubiera confesado a Neferure.

Me apresuré a sellar la carta con cera, sin releerla, y la coloqué con cierto sigilo y algo de vergüenza entre el resto de la correspondencia que le entregaría a Crates. Su respuesta fue tan inmediata como era típico en mi Neferure: parecía ser característica mía, me escribía, amar siempre lo que no tenía y no amar lo que tenía o podía tener. Pensé un momento en Marcelina y me sonrojé. Después pensé en Lucila, a la que sólo había empezado a amar cuando ya era demasiado tarde.

Y comprendí de pronto que todo eso no tenía por qué ser así, que Lucila no tenía por qué estar lejos de mí, que había barcos, caminos, esperanzas. Y que no necesitaba que Neferure se burlara de mí. Recobré ánimos y sacudí la cabeza. No me quedaban fuerzas ni ganas para más confesiones.

—Al fin y al cabo, yo cuento con un emperador entre mis pacientes —repetí con obstinación—. ¿Acaso tendría que utilizar el veneno de serpientes de Dídimo para su teriaca o antídoto? —Me resultó un alivio hablar con furia, revolví entre mis frasquitos y alcé uno en alto—. Víbora de arena, según Dídimo esto es víbora de arena. Según Dioscórides, la víbora de arena se vuelve amarilla al mezclarla con agua. ¿Te parece esto amarillo?

La rabia me sentaba bien.

Con todo, Endimión no se rendía. Sólo inclinó la cabeza, y contempló las costras de color violeta del vaso.

—A lo mejor está pasado —aventuró.

—¿A lo mejor? ¿A lo mejor? —Inspiré deprisa, indignado—. ¡De ser así, aún peor! La teriaca se compone de más de sesenta ingredientes, algunos de ellos muy delicados, y cuento con todo el apoyo de Marco Aurelio si quiero asegurarme de que todos y cada uno de esos ingredientes lleguen a mis acreditadas manos desde su lugar de procedencia, eso es.

Seguía sosteniendo el vaso bajo su nariz. Endimión alzó las dos manos en un gesto conciliador y dio un paso atrás. Sin embargo, yo ya no podía parar.

—Y ¿esto de aquí? —pregunté—. ¿Qué es esto de aquí? Bálsamo de La Meca, según la etiqueta, ¿no es cierto? Una inofensiva escudilla llena del mejor bálsamo, que costaba una fortuna en los unguentarii. Éste me ha costado cincuenta sestercios, ¿sabes dónde? —Crates y Endimión sacudieron dócilmente la cabeza—. En un laboratorio de falsificaciones. Lo preparé yo mismo cuando pasé allí dos días en calidad de aprendiz. Margen de beneficio del fabricante: estimado casi en un quinientos por ciento.

Les lancé la pequeña escudilla a los pies, junto con un puñado de emplastos, medicamentos ya mezclados y amasados con cera formando sólidas barritas, recubiertas con el sello del fabricante.

—«Ungüento de vitriolo de Casio Doríforo contra la inflamación» —leí en uno de los membretes—. Al menos eso es lo que dice, sea lo que sea lo que hay aquí dentro. Os digo que yo no. Yo no.

—Está bien, está bien. Sólo quería…

Endimión captó una mirada desesperada de Crates, volvió a aclararse la garganta y luego bajó la cabeza. Su mirada recayó sobre un mapa de la ciudad de Antioquía que me apresuré a enrollar. Se hizo un silencio.

—No lo hagas, Claudio —me dijo al cabo, despacio—. No partas de viaje.

—Tiene razón, amo —lo secundó mi buen Crates.

—Tú tampoco me acompañarás —le comuniqué—. Te quedas aquí.