La casa de mi infancia me esperaba vacía. Sólo me saludó el guardián de la silenciosa hacienda al que mi tío había sido tan amable de contratar. Al tiempo que contestaba solícito a mis innumerables preguntas, me ayudó a quitar los postigos de las ventanas de la planta baja. Después, con respetuosas reverencias, me dejó solo. El polvo rechinaba bajo mis pies mientras recorría las estancias. Retiraba aquí y allá la sábana que cubría algún mueble y con los dedos trazaba dibujos sobre alguna que otra superficie. Sí, ahí estaban los divanes tapizados de amarillo que tanto me gustaban de niño. Sus patas acababan en tortuosos monstruos marinos con las fauces abiertas; cuando, de pequeño, me colaba debajo de la mesa a la hora de la comida y en mis oídos se mezclaban las conversaciones de los hombres con el sonido de las flautas y el tintineo de las copas, entablaba felices conversaciones con mis fanfarrones compañeros de fechorías. ¿Estaba ya entonces tan sucia y raída la soleada alfombra, o se había ido estropeando durante mis años de ausencia?

La habitación de mi padre, con los severos frescos que imitaban columnas rojas y mampostería, tampoco había cambiado apenas. Parecía tan deshabitada como lo había estado durante sus años de vida: la cama hecha, la fina colcha estirada y sin arrugas, el compás y sus otros instrumentos de arquitecto colocados juntos sobre el escritorio, al lado de planos de construcción desenrollados cuidadosamente, y los matemáticos clásicos griegos sobre un estante. No había nada fuera de lugar, ni una hoja caída sobre la lisa alfombra, ningún libro enrollado al lado de la cama en la que supuestamente había muerto. Cerré la puerta.

En la cocina, el hornillo estaba frío, los últimos restos de ceniza barridos con esmero. Los bordes de los cazos brillaban bajo los últimos rayos de la puesta del sol, y el rojo del crepúsculo teñía de rosa los cacharros de cobre. Una fila de hormigas recorría el canto de la pila hasta la tabla para cortar el pan, sobre la cual alguien había olvidado un viejo pastel. Cogí la lámpara de la estantería de la despensa y la coloqué sobre la mesa. Su luz cálida proyectada sobre las paredes me resultó agradable. Cuántas veces nos habíamos sentado Alcestes y yo a la luz de esa lámpara y habíamos cenado juntos, o había hecho yo los deberes mientras ella miraba por encima de mi hombro el escrito, que no podía leer y que de todas formas tampoco habría entendido. Tan sólo permanecía vigilante, por si en algún momento me desconcentraba.

—¡Claudio, no te despistes! —me amonestaba, cumpliendo con su labor de guardiana.

O bien la misma Alcestes había recibido allí a sus visitas, una de esas jóvenes llorosas y con penas de amores o la mujer de algún artesano con cintura de matrona y pechos maternales que nos venía a buscar porque su hija tenía contracciones. Alcestes procuraba extender el brazo para coger su arcón… Me metí instintivamente bajo la mesa y allí vi el pequeño arcón de viaje de madera en el que mi ama de cría, la maga, guardaba sus trastos. Mi padre siempre había creído que se trataba de un arcón para la harina. Fue muy fácil levantarlo. Saqué todo su contenido y lo dejé sobre la tabla tantas veces fregada, con sus viejos cortes y manchas de grasa: los manojos de hierbas de Alcestes atados con cuerdas pero sin nudos, los dientecillos de serpiente, las orejas de ratón y el barro con el que moldeaba sus figurillas mágicas, ya seco, pues nadie había vuelto a humedecer el paño que lo envolvía. Tomé la masa inerte en la mano. Como era natural, nadie había creído necesario informar al hijo de la casa del fallecimiento de una de sus esclavas. La bola se deshizo en mi mano. Al cabo, me quedé dormido con la cabeza apoyada sobre la mesa.

El sueño de esa noche fue extraño. No porque ocurriese en él nada extraordinario, sino porque fue de una intensidad tan deprimente como un pedazo de vida real. Todavía hoy lo veo ante mis ojos con nitidez; como si fuera una habitación que espera, tras la puerta del recuerdo, el momento en que entraré en ella.

Soñé con mi casa de Pérgamo, que estaba concurrida, como antes. Yo entraba y salía, saludaba a los esclavos que trabajaban en los jardines, alrededor de las fuentes, penetraba en las habitaciones familiares. Todo estaba en silencio, mis pasos, las conversaciones. Me veía de pie y charlando, pero sin ningún sonido. Entonces salió mi padre y me dijo algo. Yo lo seguí y, al ver delante de mí su espalda cubierta por la túnica, como cuando me precedía camino de la habitación de estudio para empezar con mis lecciones, me invadió una emoción indescriptible. Alcestes gritaba desde la cocina con el cucharón en la mano. Sus labios conformaban palabras sin sonido, se reía como lo habría hecho antaño. Ahí estaba mi habitación, con la colcha estampada que habíamos comprado en nuestro viaje a Éfeso, la luz del sol resplandecía sobre ella. Alcestes estaba en la puerta, como aquel día en que yo yacía ahí enfermo; no, era ese día y me dolía la garganta. Todavía me dolía cuando desperté.

Mis mangas estaban mojadas sobre la mesa. La única explicación posible era que había estado llorando. Tenía la garganta contraída por los sollozos nocturnos contenidos. Me levanté con los miembros agarrotados, me lavé la cara en la fuente y busqué un espejo. Ése era yo, Claudio Galeno, con veinticinco años y uno de los talentos médicos más prometedores del Imperio. No me sirvió de nada: esa sensación de una confusa tristeza vivida de joven no quería desaparecer, de modo que el resto del día deambulé con resaca de la infancia.

En realidad, había pensado visitar al día siguiente la tumba de mi padre en el panteón familiar, que estaba situado allí donde el camino sagrado hacia el Asclepeion se separaba de la calle principal. Sin embargo, justo cuando acababa de desayunar lo que mis amables vecinos me habían traído, cuando había sacudido ya mis ropas e iba a ponerme en marcha, recibí una visita. Un grupo de hombres vestidos con resplandecientes túnicas blancas, con togas adornadas por la estrecha banda púrpura de la caballería y anillos de caballero en los dedos, entró en mi silencioso hogar con una pompa y dignidad nada insignificantes. Tras ellos se agolpaba una banda de esclavos habladores que conformaban el cortejo, escribas y mensajeros que no dejaban de examinar con miradas curiosas los muebles cubiertos y las estancias abandonadas en las que la temprana luz de la mañana hacía danzar el polvo. Los miembros del Consejo de la ciudad, los bouletai, o decuriones, como los llamarían mis conciudadanos romanos, habían venido para presentarme sus respetos.

Instintivamente me puse firme.

Durante la formal ronda de saludos, que yo soporté bajando la mirada con humildad, examiné sus rostros con disimulo. Reconocí a algunos amigos de mi padre entre los ancianos con barba. Entre ellos se encontraban Ático, con cuyo hijo había asistido a las clases de empirismo de Isquión, y Eumeno, propietario de la mayoría de los barcos de Elaia que se utilizaban para el comercio con otras regiones. Lisandro, con su barba canosa, poseía la mayor parte de las tierras fértiles del valle al este del Caico, según mi tío Herodes, claro. Con todo, las posesiones de Lisandro incluían también la zona del valle del Cárcaso donde brotaban las fuentes termales. Las rentas del balneario lo convertían, al parecer, en el hombre más rico de la ciudad. Creo que mi padre, al ver que no sería arquitecto, fantaseó con la idea de que me emplease como médico en aquel balneario del Partenio. Sin embargo, Lisandro se había preocupado de que ese puesto fuese para su propio hijo. Escuché con interés el largo discurso oficial en honor a mi difunto padre y esperé.

Uno de los pocos semblantes jóvenes del grupo era el de mi primo Menipo, que al principio me había guiñado el ojo y ahora estaba tan serio como los demás. El que estaba a su lado debía de ser Hiparco. Yo recordaba con vaguedad que asistía a las clases de geometría de mi padre y que, cuando éste no miraba, me propinaba patadas por debajo de la mesa y me hacía muecas, dos cosas que me desconcertaban por igual, pues yo era un niño tranquilo y pacífico. Al encontrarme con su mirada, le hice un guiño, pero él apartó enseguida la vista sin dar seña alguna de recordarme. Quizá me había equivocado.

—… hago entrega de este homenaje a su gloriosa aportación en la conclusión del estadio y del ágora inferior. —Ático concluyó su discurso al tiempo que les hacía una señal a dos esclavos para que descubrieran una tabula ansata con la inscripción del nombre de «Julio Nicodemo Nicón», mi padre, que sería colocada a título póstumo en su última obra concluida, el mercado del ágora inferior.

—Estaría bien que pronunciases un pequeño discurso en honor a tu padre para la ocasión —prosiguió Ático.

—Los juegos para el funeral —tomó la palabra mi primo Menipo— ya los ha organizado mi padre, quiero decir, el arconte Herodes.

Le di las gracias y calculé aproximadamente la cifra a la que ascendería la deuda con mi tío y si el patrimonio que había heredado bastaría para saldarla.

—Por desgracia —añadió Menipo—, el arconte se encuentra hoy indispuesto. De no ser así, habría acudido él mismo a este acto.

Volví a darle las gracias. Se hizo un silencio.

—Ahora —dijo Eumeno, con un carraspeo—, todos esperamos que te recuperes y… hmmm… que ocupes el lugar de tu padre en el Consejo. Ya tienes la edad necesaria.

—No es que no hubiésemos hecho una excepción, tratándose de un hombre de tanta fama —se apresuró a añadir Ático—. Tus escritos ya ocupan todo un estante en nuestra biblioteca.

—Agradezco que mis humildes conocimientos hayan suscitado vuestro interés, pero, como todos sabéis, hace poco que he regresado y aún no tengo ningún negocio en la ciudad que justifique mi participación en el Consejo —respondí—. Para ser sincero, no estoy muy seguro de si yo…

—¿Querrías instalarte en otra ciudad que no fuese la tuya propia, joven? —bramó Ático.

Sin embargo, no dijo nada más. En su lugar, fue Eumeno quien tomó una vez más la palabra:

—Como quizá sepas ya, hijo mío… —Hizo una pequeña pausa y volvió a carraspear. Le diagnostiqué un catarro crónico y me propuse hablar con él sobre el tratamiento en cuanto tuviera ocasión: un simple cambio en la alimentación podía serle de ayuda—. Como quizá sepas ya, este año he asumido el cargo del edil que se ocupa de los juegos.

Asentí con la cabeza.

—Una pesada responsabilidad —me atreví a apuntar, y él me dio la razón.

—Hemos ampliado el anfiteatro y alentamos a nuestros ciudadanos a organizar actos en él. En los días festivos habituales organizamos nosotros mismos los juegos de gladiadores, por supuesto —se apresuró a añadir—, y no escatimamos los gastos.

—Tenemos una reputación que defender —terció Lisandro.

Menipo asintió con aire trascendental, como si quisiera decir: «Ahora viene lo bueno».

—A Pérgamo, como neokoros, ciudad que contiene dos templos, dos templos imperiales que ha erigido antes que ninguna otra urbe de la provincia de Asia, le corresponde sin lugar a dudas la supremacía de la provincia.

—El Emperador ya ha recibido la petición correspondiente para que tome su decisión.

—Sin duda venceremos a Éfeso y a Esmirna.

—Sin duda —dije, uniéndome al coro con gesto comedido, pues se trataba de un asunto serio y requería de un hombre toda su gravedad.

Menipo se mordió los labios.

—Por eso —prosiguió entonces Eumeno, después de que sus solícitos compañeros se hubiesen tranquilizado—, queremos afianzar nuestra posición con la celebración de unos juegos especialmente grandiosos. Lo que necesitamos es calidad. —Y subrayó la palabra con gestos—. Por eso adquirimos los mejores gladiadores, los entrenadores más preciados y, ahora… —volvió a hacer una pausa teatral—, ahora necesitamos al mejor médico para mantenerlos en forma. Para ello hemos pensado en ti, Claudio.

La familiar pronunciación de mi nombre de pila no me aduló ni la mitad que la perspectiva que de súbito se abría ante mí. El salario del que me hablaron a continuación era más que suficiente, pero no era eso lo más importante. ¡Médico de gladiadores, médico de las estrellas! Claro que eran esclavos, criminales y marginados, pero al mismo tiempo estaban en el punto de mira de la vida pública y, por lo tanto, también lo estaba todo aquel que tuviera algo que ver con ellos. Desde los golfillos hasta el arconte, todo el mundo conocía sus nombres y sus victorias, así como los puntos fuertes y las debilidades de su técnica de lucha. Todo el mundo hablaba de ellos, la gente los quería o los odiaba, todos deseaban tenerlos cerca. Y yo iba a ser su médico, iba a sumergirme en esa vida ociosa de juegos, fiestas y banquetes. ¡Oh, sí! Era más interesante que prescribir curas termales a viejos romanos con sobrepeso. Enseguida empecé a soñar con la vida frívola…

—Quizá debamos mencionar también, por si no lo sabes —añadió entonces Atalo—, que maestros, entrenadores y médicos están exentos de pagar impuestos en esta ciudad desde el año 74.

—Bueno, eso debería acabar de convencerme —dije, sonriendo con ironía para añadir a continuación con total seriedad—: Estaré encantado de aportar mi contribución médica para que Pérgamo se convierta en la primera ciudad de la provincia.

Me gané la aquiescencia de los presentes y unas cuantas palmadas en el hombro.

—Entonces, tan sólo queda la minucia de que abones la cantidad honorífica —señaló Lisandro, mientras entre los presentes se extendía la primera oleada de aprobación.

Lo había olvidado. El honor de pertenecer al Consejo se pagaba. Los honorables bouletai habían pensado en la conveniencia de llevar papiro y algo con que escribir. Así pues, en mi cocina vacía les extendí, a cargo de nuestra cuenta familiar, un cheque que representaba más o menos la suma de mi primer año de salario.

Menipo se quedó un rato más cuando los demás se marcharon.

—Mi padre te envía saludos. Le ha sido imposible venir, como ya te han dicho. Vuelve a tener gota en el pie. A lo mejor podrías…

Le prometí pasar a verlo en los próximos días. Mi primo sonrió.

—Ya sabes que no hay forma de que siga ningún tratamiento.

—Hmmm, allá en Egipto he aprendido un par de trucos para tratar con pacientes obstinados —comenté, a modo de promesa—. Ya me las arreglaré con él.

—Ah, sí, y te quiere hacer saber que enviará a un vigilante junto con tus esclavos domésticos. Los había alojado provisionalmente en nuestra finca. Mañana, a más tardar, volverás a tener vida en esta casucha.

Guardamos silencio durante un momento.

—Me alegro de que vuelvas a estar aquí, Claudio —añadió, al cabo.

Asentí y nos dimos una palmada en la espalda.

—Tengo que irme. ¿Te apetece venir conmigo a las termas? —preguntó Menipo—. Queríamos probar ese nuevo juego con una bola de cristal. Ha venido un atleta de Roma que nos está explicando cómo se juega, ya sabes, ese que dice haber entrenado con el abuelo del joven César.

Siguió parloteando aunque yo meneaba en sentido negativo la cabeza. No sabía demasiado sobre las noticias más recientes del mundo del deporte. Sin embargo, me prometí a mí mismo que eso cambiaría enseguida. Me iba a hacer un habitual del gimnasio. A partir de ese día, ¡a disfrutar de la vida!

—Antes quería ir a la tumba de mi padre —dije— y, una vez en el templo, concertar el desarrollo del sacrificio y pagar los bueyes.

—Pero sabes que mi padre ya ha…

—Déjalo, primo, si voy a ser alguien en esta ciudad, lo tengo que conseguir por mí mismo. Eso es lo que se espera que haga. Aunque quizá vaya a veros más tarde.

—Hazlo, Claudio, hazlo. Están esperando con fervor conocer al nuevo médico de gladiadores. Tú ya eres alguien en esta ciudad, ¿sabes? Cuesta creer que antes solías sentarte en la muralla a gritar que saltarías si no te devolvíamos la merienda. —Hice como si quisiera lanzarle un cazo y él salió contento de la casa—. ¡Hasta luego, en las termas occidentales! —se oyó aún desde la cocina.

Por descontado, yo jamás había gritado nada por el estilo desde la muralla, ni una sola vez. En todo caso, no lo recuerdo.

El sepulcro de mi familia se encuentra en la calle principal de la periferia de la ciudad, justo delante del pequeño puente donde el camino sagrado se bifurca hacia el oeste en dirección al Asclepeion. Un roble prominente da sombra al pequeño edificio circular con sus medias columnas. Algún antepasado había mandado colocar en la cubierta unas cabezas de toro, separadas a intervalos, pero mi padre ya no recordaba a qué clase de culto correspondían aquellas figuras. Es un lugar muy apacible, se oye el murmullo del Selinus a lo lejos, el viento agita los robles y, en otoño, alguna que otra piara de cerdos olisquea a veces por el cercado en busca de bellotas. En ocasiones, alguna comitiva distinguida se detiene ahí para hacer un alto en su camino hacia el Asclepeion. En el nuevo relieve del mármol se puede ver a mi padre junto a su mujer, fallecida hace ya tiempo, y a mí, su hijo, cuyas virtudes elogia la inscripción, para felicidad de los difuntos. Es una obra bonita y estoy satisfecho de ella. A veces pienso que es una lástima que no vaya a contener también mis cenizas. No obstante, aun en el caso de que los esbirros de Cómodo dejen tanto de mi cadáver como para que se pueda incinerar, no tendría a nadie que llevase mis restos hasta Pérgamo, puesto que hoy he hecho marchar a Marcelina y a Crates. Y a Aurelia, mi adorada hija. Tampoco su nombre se leerá jamás en esos muros. Así pues, recuerdo lleno de nostalgia los lindos y tranquilos parajes que hay a los pies de mi ciudad natal.

Paseé por Pérgamo y disfruté del carácter laberíntico de mi ciudad, de las curvas, las terrazas, las callejas y las escalerillas que tan acogedoras resultaban al carecer de la ordenación geométrica de Alejandría, donde todas las calles se cruzan en ángulos rectos y los edificios nuevos de viviendas se alinean como si fueran soldados. Allí, en Pérgamo, todo estaba construido en función de los amenazadores precipicios. Había casas edificadas con osadía en un ángulo agudo entre la del vecino y una pared rocosa. A algunos tejados se podía llegar desde la calle, la misma calle que diez metros más abajo, después de hacer un recodo empinado, pasaba por delante de la puerta de esa misma casa. Más allá se veía el mármol reluciente de un ágora estrictamente simétrica y, de pronto, en su centro sobresalía la piedra sin pulir de una pared rocosa, recubierta por los helechos que caían hasta un pilón. Y todo lo barría el viento con el que Pérgamo navegaba por el valle del Caico.

Durante un instante jugueteé con la idea de trepar corriendo a la acrópolis en busca de mi lugar preferido de la muralla, cerca del teatro, pero enseguida decidí que no. Ya no estaba acostumbrado a subir escaleras, resollaba al cabo de pocos minutos y decidí ir después a reunirme con Menipo y sus amigos en las termas. Quizá necesitase un poco de entrenamiento físico. Al fin y al cabo, ésa era una de mis máximas como médico: un programa de ejercicios equilibrados. Reconozco, sin embargo, que he dedicado la mayor parte de mi vida a cuidar de los demás.

Así pues, bajé y llegué a la calle mayor después de pasar por un par de callejas transversales con escalones empinados, y seguí todas sus curvas hasta la puerta de la ciudad. El camino hasta la tumba no era corto y apenas me había sentado bajo el roble para tomar aliento antes de ponerme a rezar cuando volví a ser interrumpido. El visitante llevaba la vestimenta de los sacerdotes de Asclepio.

—¿No serás el pequeño Claudio Galeno?

Vacilé un momento.

—¿Estratónico?

—¡Hijo mío! —Mi antiguo maestro de las lecciones de Hipócrates me estrechó emocionado entre sus brazos—. Qué mayor estás, y qué apuesto. Y ¿estudiaste en Alejandría, por lo que dicen?

—Con Marino, Heracliano y el gran Juliano —afirmé, y después contuve el aliento, expectante, pero él sólo hizo un gesto con la cabeza.

—Todos nombres afamados, por lo que dicen.

Resultó que mi antiguo maestro había leído todos los libros que había publicado en Egipto y de los que había enviado una copia a la biblioteca de Pérgamo.

—He mandado realizar copias para nuestra biblioteca personal —aclaró— y se recomienda a los médicos que los estudien. Pero lo que encontré extraordinariamente interesante fueron los tratados sobre dietética. ¿De veras crees que las judías son tan perjudiciales? Algunos médicos de gimnasios las recomiendan para la formación de la musculatura, por lo que dicen.

—Yo no —le aseguré—. En Egipto he visto casos de lo más terrorífico. En cuanto determine la dieta para los gladiadores de aquí, te aseguro que las judías quedarán excluidas.

—Interesante, médico de gladiadores, sí, desde hoy, por lo que dicen. A partir de ahora, por supuesto, no tendrás tiempo para complacer a tu viejo maestro e ir al Asclepeion a dar una conferencia…

Me apresuré a asegurarle que para eso tendría todo el tiempo del mundo. Estratónico no sólo era un buen hipocrático, sino que, además, entre los clientes que iban todos los años a sus termas se contaban algunos de los personajes, hombres y mujeres, más ricos de Roma. No me perjudicaría lucirme ante ellos con una charla brillante. Debí de parecer muy emocionado, porque Estratónico me golpeó con cariño en la mejilla.

—Bien, bien. Una ponencia sobre alimentación no estaría mal, para empezar. También nos gustaría hablar sobre baños calientes y fríos.

Le prometí prepararme adecuadamente y pasar un día, en breve, para ver las instalaciones y conocer la sala de conferencias. Estratónico se deshizo en cálidas alabanzas sobre su excelente acústica. Antes de despedirse, se volvió una vez más.

—¿Claudio?

—¿Qué tal estuvo Egipto?

Vacilé.

—Mucho aire cálido, sobre todo.

Estratónico se volvió y enfiló la calle sagrada sacudiendo la cabeza.

—Siempre he pensado que Juliano es un idiota —declaró.

Sí, mi viejo Estratónico siempre había sido un excelente profesor.

Cuando regresé de las termas, al final de la tarde, sonrosado y ardiente a causa del esfuerzo, los baños y las animadas conversaciones con un grupo de admiradores, me encontré con una delegación frente a mi puerta. El gremio de carniceros me pedía, con palabras torpes, laboriosas y estudiadas, que fuese su médico. Esa tarea no iba unida a un esplendor tan grande como la de médico de gladiadores, pero ya me habían traído un hermoso trozo de lomo para la cena y, en cuanto les dije a los honrados trabajadores que aguardaban rígidos en mi peristilo que aceptaba, estuve seguro de que en el futuro la carne no habría de faltar en mi casa. Llamé a mis sirvientes, recién llegado, y le pedí a la cocinera que asara el lomo.

Con un buen vino samio y un asado celebré a solas, en el comedor del diván amarillo, ese día en que me había convertido en un ciudadano de Pérgamo respetado y bien situado…

No me dio tiempo a agacharme para evitar el garrote. No lo vi hasta que me dio en plena cara y, en ese mismo instante, supe que me destrozaría el cráneo sin remedio.

Hacía una mañana soleada y yo había salido, después de desayunar, hacia mi primer día en la escuela de gladiadores. El camino bajaba en pendiente, entre robles y jaras, para acabar ante el imponente portón de madera revestido de clavos, cuya función no era tanto la de mantener fuera a los visitantes como la de retener dentro a los peligrosos luchadores. Todo el complejo, con sus viviendas, las salas de entrenamiento, las termas, las cocinas, los almacenes y los talleres, estaba cercado por un alto muro. Desde los tiempos de Espartaco, no había romano en todo el Imperio al que no le recorriese un escalofrío de miedo al mirar a los gladiadores. Sin embargo, ese escalofrío iba tan indisolublemente asociado al placer, que la excitante sospecha del peligro, del coqueteo con el caos, la anarquía y la muerte que representaban esos hombres hacía que resultasen todavía más atractivos.

Un grupo vino a mi encuentro desde el portón; hombres con brazaletes de bronce en los brazos musculosos y con cicatrices en el rostro. Llevaban las escuetas y cortas túnicas de los trabajadores, sobre las cuales llamaba la atención el resplandeciente distintivo de la escuela: el casco con visera y penacho. En sus hombros se veía la marca de fuego de los gladiadores. Salieron apresuradamente, entusiasmados como si fueran una horda de adolescentes, y se dirigieron hacia la ciudad silbando y levantando piedrecillas a su paso. Los seguí con la mirada durante un largo rato. Sin duda eran viejos luchadores, de esos que han sobrevivido a más de un duelo, que disfrutan de cierto prestigio ante los espectadores y que tienen conciencia de su posición, con la que se sienten obligados a cumplir. Éstos tenían permitido moverse libremente por la ciudad. Algunos de ellos mantenían amoríos, o tenían incluso toda una familia en los barrios más pobres. Otros bebían en las tabernas, eran felicitados por nobles admiradores o satisfacían a cambio de dinero a alguna dama de sociedad que no podía resistirse al agradable aliento de la muerte ni a un par de buenos hombros. Por la noche regresaban sin falta a sus celdas. A aquel que se excediera, alborotase o iniciase una pelea le esperaba el látigo de los guardias.

Dentro había otro grupo que esperaba su destino. Encadenados unos a otros, trotaban chirriando a paso acompasado al salir de sus aposentos comunes, donde sólo podían permanecer tumbados o sentados, siempre con los grilletes. Ni uno solo de sus movimientos escapaba a la vigilancia de los guardias, quienes, durante un entrenamiento como el que comenzaba en esos momentos, se concentraban siempre en mantener la superioridad numérica y en dar la espalda a las altas rejas que rodeaban la pista, como si se tratase de una jaula de fieras. Me acerqué y dejé colgar las manos por entre los barrotes para ver cómo se ejercitaban con sus armas de madera, a fin de aprender la coreografía de la lucha, mientras los lanistae gritaban sus órdenes como si impartieran una clase de danza. De algún modo sí era una danza que en breve habría de conducirlos a todos ellos hasta la muerte. Esos hombres eran criminales condenados a morir a los que, aun cuando ganaran el duelo, sólo les esperaba un próximo contrincante en la arena, y después otro y otro más, hasta que sucumbieran, exhaustos. Su formación era corta, entre ellos no existían jerarquías y el orgullo de clase les quedaba muy lejos; no tenían nada más que encontrar la muerte certera en un último combate. Gruñían como perros cuando los alcanzaba el látigo y sus ojos destilaban temor y odio cuando el sudor empezaba a chorrear y su respiración se tornaba jadeante. Ellos no serían nunca mis pacientes. Mi labor consistiría tan sólo en elegir, de entre el grupo de los sentenciados, a aquellos que desde un punto de vista médico fueran suficientemente fuertes y atléticos como para ofrecer un buen espectáculo al pueblo con su muerte.

Me volví justo a tiempo para ver a un hombre que se acercaba hacia mí. Vestía sobre sus angulosos hombros una armadura de centurión y, sobre ella, unas pieles. Tenía un aire exótico y marcial, y parecía que ésa era exactamente la sensación que quería despertar. Daba la impresión de ser de pequeña estatura hasta que uno se encontraba frente a él, se veía obligado a levantar la vista y se daba cuenta de que era sólo la recia amplitud de su cuerpo la que lo hacía parecer más bajo. También su acompañante, a todas luces un gladiador con rango de primer espada, era más alto que yo, a pesar de que sólo le llegaba al otro hasta la barbilla. Cuando saludé al gigante, éste me tendió la zarpa cubierta por un puño de cuero con púas y se presentó bruscamente como Antíoco, supervisor y jefe de la escuela. Me había estado esperando y me invitó a dar una vuelta por el complejo.

Antíoco hablaba poco y contestaba a mis preguntas con parquedad, así que pude pasear la mirada con calma. Contemplé las viviendas, los fríos muros sin ventanas del primer piso donde se encontraban los pequeños cuartitos de los luchadores rasos, y que Antíoco en persona cerraba cada noche; bajé la vista hasta los patios de columnas donde los hombres, clasificados estrictamente según su rango y el tipo de armas tomaban posición para las peleas de los entrenamientos. A la derecha estaban las salas de baños y masajes, que habrían honrado a una pequeña ciudad y que en el futuro constituirían mi centro de operaciones. A la izquierda, los laberínticos edificios agropecuarios, los establos, los arsenales con su vigilancia estricta y las herrerías tiznadas, la lavandería, la administración y la gran nave de la cocina, con sus gigantescos calderos de cobre, de los que ya brotaban los vapores de la comida.

De vuelta en el patio de entrenamiento, cuyas rejas se desmontaban cuando los compradores ricos ocupaban los palcos o el Consejo de la ciudad quería comprobar los progresos del entrenamiento, Antíoco me invitó a entrar en el interior para, según dijo, superar el temor inicial que sentía todo el mundo al encontrarse por primera vez con los gladiadores. Le aseguré que yo no sentía nada por el estilo y entré con ímpetu. Ahora bien, si su intención era la de tranquilizarme, lo que me susurró al oído no iba a conseguirlo, ni mucho menos.

—Míralos bien —murmuró—, son la escoria de la humanidad. Criminales, animales nacidos tan sólo para reventar ante nuestros ojos. Cualquiera de ellos, si pudiera, te cortaría inmediatamente el pescuezo.

¿Era una ilusión o me rodeaban como ávidos perros salvajes? Me obligué a dar varios pasos hacia el centro y observé los rostros inescrutables de aquellos hombres. Un chillido repentino hizo que volviera la cabeza y entonces vi el garrote que venía hacia mí.

Aún pude oír el espantoso ruido que hizo el hueso al crujir. A continuación me encontré en el suelo, sintiendo la arena entre los labios. Detrás de mí, el torno de entrenamiento daba vueltas como si hubiese enloquecido y sus travesaños de madera silbaban en el aire. A mi lado estaba tumbado el acompañante de Antíoco, que se sujetaba el pie destrozado. Alguien salió corriendo por la puerta enrejada y paró el mecanismo, propulsado por agua, que se fue moviendo cada vez con mayor lentitud hasta que detuvo con suaves chirridos sus brazos extendidos, situados a la altura de los ojos y de los tobillos. De pronto no era más que un poste inofensivo con dos travesaños. El que se enfrentaba a él en los entrenamientos debía agacharse y saltar alternativamente para esquivar los golpes de los maderos. Yo había encajado el primer golpe y el hombre que me había derribado y salvado recibió el segundo. Al enderezarme pude apreciar que su tobillo había quedado reducido a una masa sangrienta y destrozada.

Antíoco, el jefe de la escuela, me tendió la mano y me levantó. Me sacudí la arena del cabello y me miré tembloroso las heridas que tenía en manos y rodillas.

—¿Así dais la bienvenida a los médicos nuevos? Habría sido suficiente con que me hubieseis explicado con palabras la función del mecanismo.

Antíoco mantuvo la sangre fría.

—Sirve para aguzar los reflejos —se limitó a decir, y se encogió de hombros—. Señor.

—¿Debo tomarlo como una crítica a mis reflejos?

Tomé el paño que me había traído un esclavo, y me quité el polvo como mejor pude. Las rodillas me temblaban muchísimo, según pude comprobar, y mi evidente debilidad ante aquellos hombres tan entrenados me ponía agresivo e irascible. Tiré el paño al suelo. Todos guardaban silencio. El tracio que había sido enviado a detener la máquina regresó corriendo con su armadura tintineante. Pero allí donde una enorme palanca hacía entrar el agua en el mecanismo no se veía a nadie. Quienquiera que hubiese intentado convertir mi cráneo en un melón aplastado había puesto pies en polvorosa.

—Quizás haya sido un fallo de la mecánica —comentó Antíoco—. Haré que venga un experto a comprobarlo.

Sospeché que aquello, más bien, era la prueba que dedicaban a los novatos, una broma digna de la grosería que parecía ir unida a aquel entorno. Eso, si es que no se trataba de un ataque a un nuevo amo no deseado. ¿Qué motivos podían tener aquellos hombres para quererme, si de mí sólo podían esperar un juicio?

Respiré hondo, con disimulo. Allí todo parecía cotidiano. Un par de muchachas habían trepado a las rejas entre risas sofocadas para echar un vistazo a los atletas semidesnudos y, tras el accidente, se quedaron avergonzadas mirando al suelo hasta que Antíoco las envió de vuelta al trabajo, por lo que me sentí agradecido. Se oía el martilleo de las herrerías y un caballo que relinchaba. El viento nos echaba el pelo a la cara y un gavilán dio un chillido antes de reemprender el vuelo. Quizá tuviera razón Antíoco, quizá no había sido más que un fallo mecánico. En cualquier caso, ese pensamiento era más tranquilizador que creer que uno de aquellos bárbaros colosales que me rodeaban había intentado matarme. No, me quité esa idea desagradable de la cabeza.

—Llevad a este hombre a su habitación —dije, y señalé a mi salvador con el mentón—. Enseguida iré a examinarle la pierna. —Antíoco hizo una señal para que trajeran unas angarillas—. Pero os puedo adelantar —corroboré mientras alzaban al gladiador desvanecido y su pie quedaba bien visible— que la articulación está completamente destrozada. Con toda seguridad no volverá a luchar en la vida, es probable que ni tan siquiera vuelva a andar bien.

Antíoco se encogió de hombros como diciendo: «Así es la vida». Estaba acostumbrado a ver a sus hombres resultar heridos o morir. El orgullo que sentía por ellos cuando lograban la fama en la arena era tan intenso como escaso era el cariño que les tenía. Eso lo habría de saber yo en las siguientes semanas. Su relación con ellos era tan insensible como la de algunos cazadores con sus fieles perros.

—¿Para qué encariñarse con ellos? —me explicaría más tarde, mientras bebíamos un vaso de vino—. Son gladiadores. Están aquí para morir, incluso los mejores de ellos.

—¿Acaso no estamos todos aquí para lo mismo? —pregunté.

—Pero no tan deprisa —replicó, riendo—, no tan deprisa. —Se inclinó sobre la mesa y me miró a los ojos—. Se llaman Hércules, Coloso o Cerbero —comentó—, y a menudo son buenos chicos, de verdad. Pero luchan y mueren, llegan y se van. Intenta no recordar sus nombres, joven señor, ni sus caras. Sólo es un buen consejo —añadió, con una sonrisa de satisfacción, y se volvió a recostar mientras a mí se me demudaba el rostro a causa de ese exceso de confianza.

¿Acaso me tomaba ese viejo mercenario por un completo mocoso? «Bajo el bisturí he visto tantas heridas y tantos hombres gritando como tú en la arena —pensé para mis adentros—. No me encontrarás ningún punto débil». Y, en voz alta, me expresé en consecuencia:

—Hablando de nombres, ¿cómo se llama el hombre que hoy me ha… al que hoy le he recompuesto el pie?

Su mirada reflejaba la sospecha de que yo tenía el corazón blando, de modo que hizo un ademán para negarlo. Me subestimaba si me tomaba por un sentimental.

—Crates —respondió finalmente—, el bueno y viejo Crates. —A sus cuarenta años, el hombre se contaba entre los más veteranos de su oficio—. Había sido soldado y atacó a su superior. —Tragué saliva. Antíoco alzó el vaso de vino—. Ha tenido mala suerte. Una o dos buenas peleas más y habría dejado de luchar. Podría haberse convertido en un médico respetable, o en entrenador. Eso no lo consiguen muchos. Sea.

Bebió a mi salud.

—Sea —repetí, y despaché el vino con hombría.

Las primeras semanas de trabajo en la escuela de gladiadores fueron excitantes. Caminaba por los patios entusiasmado como un nuevo señor, daba órdenes, discutía con fervor, hacía cambios. Lo primero que modifiqué fue la dieta de los hombres, tal como les dije enseguida. Mandé llamar a los cocineros y los encargados de la compra para imponer severas sanciones a quien se opusiera a mis normas. Durante la primera semana, todos los mediodías iba a la cocina, donde supervisaba el menú. A continuación, acompañaba a los gladiadores en sus luchas y durante el entrenamiento gimnástico, hasta que conocí los puntos fuertes y las debilidades de cada uno, así como su constitución física. Palpaba los vendajes, los huesos, los músculos; les tomaba el pulso y comprobaba el bombeo de sus pulmones; comprobaba el olor de su aliento y su sudor; analizaba sus excrementos; examinaba el brillo de su piel, su pelo y sus ojos; velaba su sueño. Si me ponía delante de uno de ellos y posaba las manos sobre su torso con los ojos cerrados, sabía a quién tenía delante. Sus músculos me hablaban, los latidos de su corazón me susurraban al oído.

Diseñaba planes de entrenamiento individuales en función de las abundantes anotaciones que tomaba. A unos les ordenaba nadar, a otros correr y a otros que se ejercitaran en la arena. Vigilaba la temperatura y la duración de los baños, comprobaba si se les enrojecía la piel bajo las manos de los masajistas y cómo con ello se eliminaban las toxinas tras el entrenamiento. Les imponía de modo implacable horarios fijos para las comidas, los baños y el entrenamiento. Al principio, los hombres se reían de mí. Ellos eran los «auténticos» gladiadores, como procuraba llamarlos para diferenciarlos de los más efímeros, los muertos vivientes de la guardia de criminales. Esa distinción no tardó en empezar a halagarles, y no poco. Interrumpían de inmediato sus ejercicios para avasallarme con chistes y me saludaban cuando entraba en las termas.

Allí estaba Hércules, cuyo ego era tan grande como su nombre. Todo en él, absolutamente todo, era inhumanamente grande, como decía él con jactancia. Lo que más le gustaba era sin duda él mismo, al menos eso me parecía a mí cada vez que veía la expresión de felicidad en su rostro sembrado de cicatrices cuando contemplaba sus músculos tensos. Cuando Hércules comprendió que mi programa de entrenamiento perfeccionaba aún más la forma de su cuerpo, encontré en él a un alumno siempre voluntarioso y jovial que comía a gusto, bebía, reía y soltaba rudos chistes. Incluso podía parecer un inofensivo chico de campo, y quizá lo había sido en su vida anterior, antes de convertirse en la letal máquina de luchar que se escondía ahora tras ese leal muchacho.

También estaban Neroniano y Narciso, dos galos de cabello rubio platino que no tendrían más de dieciséis años, y Crixo, de semblante serio, al que le tomaban el pelo por su lanoso cabello pelirrojo y que siempre parecía absorto en preocupaciones de las que nunca hablaba. Solía entrenar sudorosa y encarnizadamente, todo lo contrario que Hilas, el apuesto, la indiscutible estrella del grupo, que realizaba los ejercicios con una elegancia estudiada, concentración y facilidad, del mismo modo que luchaba con la espada en la arena. «Más, más —parecía decir Hilas—. ¿Qué será lo siguiente a lo que tenga que enfrentarme?» Hilas había participado y vencido en cincuenta luchas. Me había acostumbrado a tenerlo allí y empecé a considerar el trabajo junto a él como algo perdurable. En aquella época pensaba con inocencia que Hilas luchaba sólo por la fama, y que no podía imaginarse ser vencido y morir. Sin embargo, era yo el que no podía imaginarlo. Ésa era mi ambición no pronunciada: prolongar su serie de victorias tanto como fuera posible.

Otros venían y se marchaban. Me consolaba saber que ninguno de ellos había muerto bajo mi bisturí. Todos habían encontrado la muerte en la arena. El que llegaba hasta mí, se salvaba. Así pues, podía decir que me gustaba mi trabajo. Era una vida fácil, me paseaba como un señor por su reino y formaba a los hombres según mi criterio.

Sólo tenía una pequeña desazón, y era la responsabilidad que me había caído encima con Crates, el Lisiado, tal como había empezado a llamarlo en mi fuero interno, como si él siempre hubiese padecido esa tara. Cuando recorría las salas del gimnasio para corregir la postura de los hombres o para hablar con los masajistas sobre otros aceites y otras técnicas, a veces temía encontrármelo cojeando por ahí y que me montase una bochornosa escena de gratitud por la pequeña renta que le había asignado y que verdaderamente ni siquiera merecía la pena mencionar. No quería dejarme llevar por la sensiblería, como lo habría denominado Antíoco. Tampoco me había propuesto asumir la responsabilidad de la vida futura del veterano, ni quería regodearme en la servil devoción que esos hombres sencillos manifiestan cuando alguien les hace un bien nimio. Me habría contentado con evitar encontrármelo.

Por eso al principio no estaba del todo tranquilo mientras discutía con el encargado de la cocina y despedía al jefe de los masajistas, que se oponía a mis directrices para los tratamientos, o curaba pequeñas heridas producidas en los entrenamientos. Lo mismo daba que estuviese supervisando la mezcla de los óleos sagrados en las termas, observando cómo los gladiadores manejaban las pesas o equipando mi pequeña consulta con barreños de cobre, ventosas, cuchillas o pinzas: Crates no se dejaba ni ver. Eso habría tenido que serme de alivio, pero al final pregunté por él.

Me dijeron que yacía en su habitación, que por privilegio de los primi pali, los luchadores de primer rango, contaba con una ventana. Rechazaba la comida y se negaba a levantarse para realizar los ejercicios que le había prescrito.

—Sí, pero ¿no sabe el buen hombre que me ocuparé de él? —pregunté, furioso.

Antíoco me aseguró que ya se lo habían dicho.

—Quiere morir, porque ahora es un inútil —me explicó—. ¡Resulta impensable que alguien se quiera suicidar porque ya no puede dejar que lo maten!

Cerré los ojos y lancé un suspiro. Se había producido el peor de los casos imaginables: tendría que ir a hablar personalmente con él. ¡Cómo odiaba esos momentos!

—Sólo por motivos médicos —le espeté a Antíoco—. No puedo soportar que pacientes insensatos me saboteen el trabajo. ¡Tardé tres malditas horas en recomponerle ese maldito pie!

De camino hacia arriba tuve tiempo para airear mi enfado ante la situación. Abrí la puerta del cuartucho con brusquedad. Revisé el mobiliario de un vistazo: un camastro, una silla, ningún objeto personal. Crates yacía sobre su jergón con el torso erguido y tenía la mirada fija en el cielo, justo encima del patio de entrenamiento, desde donde llegaban los gritos de los entrenadores y los sonidos de las armas. Con premeditación, hice que la puerta golpease ostensiblemente la pared.

—Para que quede claro —empecé a decir, adoptando cuanto pude un tono militar—, no te he comprado como guardaespaldas para que ahora eches a perder mi inversión. —Le hice una señal enérgica con la cabeza cuando se volvió hacia mí—. Todavía te necesito.

A continuación huí por el pasillo y no me detuve a limpiarme el sudor de la frente hasta llegar a la planta baja. Sin embargo, la comida que volví a enviarle de inmediato no fue rechazada.

Antíoco prometió conseguir el permiso del Consejo y me vendió a Crates por un módico precio. Sin embargo, no dejó de mofarse del idiota sentimental por el que me tenía; yo callaba, apretando los dientes.

—Ya lo verás —exclamó Antíoco, y llevaba razón.

Crates se convirtió en mi esclavo, mi guardaespaldas, mi dama de compañía y mi madre. Allá donde iba, él venía cojeando detrás, llevaba mi maletín de médico y se entrometía en mi vida. Decidía qué visitas debía recibir, qué admiradores eran dignos de mí y qué mujeres me podían besar. Se convirtió exactamente en un fastidio: el cojo, devoto, servil y fiel cuidador que yo siempre había temido. No obstante, a ningún otro le habría confiado ayer a Marcelina y a mi hija para que las llevara en estos peligrosos tiempos hasta Alejandría. Sólo a mi Crates, que deseó morir porque nunca volvería a luchar en la arena.

Los gladiadores entraron, acompañados por un estruendoso sonido de orquesta en la suntuosa arena de Pérgamo. Sus capas de distintos colores ondeaban al viento mientras marchaban ante los espectadores. Iban clasificados por tipos de armas, los primi pali delante, los rangos inferiores detrás. El sol relucía en los tridentes de los reciarios, que blandían las redes con el brazo izquierdo acorazado y en los alargados escudos de los samnitas, de cuyos cascos sobresalían exuberantes penachos. Sus rasgos, del todo cubiertos por las rejillas de las viseras, y sus aceitosos cuerpos semidesnudos hacían que pareciesen especialmente bárbaros y misteriosos. Los primeros chillidos de las mujeres se oyeron ya antes incluso de que comenzase el misterio de lucha y muerte. También mi corazón palpitaba con mayor fuerza. Ahí venían los tracios y, delante de todos ellos, Hilas, en el que había puesto grandes esperanzas. ¡Qué marcial se le veía, con el escudo redondo, la cimitarra y las cintas de cuero cruzadas en las piernas! ¡Cuánto cuidado y meditación no había invertido yo las últimas semanas y los últimos meses en sus musculosas extremidades! Aquel hombre ahí abajo era creación mía tanto como del maestro de armas, y no estaba poco orgulloso de ello. Busqué con la mirada al mirmillón de Capua contra el que debía enfrentarse ese día, ¿cómo se llamaba? Busqué en el programa. Ah, sí, Prisco. Ahí estaba, no podía pasar desapercibido con su casco con el motivo del pez predador, lleno de plumas azules. El de Hilas contra Prisco era el único combate fijado de antemano, las demás parejas se decidirían después del desfile.

—¡Hilas! —grité con alegría entre la multitud, y agité mi lienzo—. ¡Hilas victor! Lo conozco como a un hermano —le expliqué con afabilidad a la belleza que estaba sentada a mi lado—, soy su médico.

Para alegría mía, la joven se acercó claramente a mí. Sus pechos se dibujaban apetitosos bajo los pliegues de la túnica y deseé protegerla más tarde entre mis firmes brazos, cuando el gentío se debatiera de emoción.

—¡Ah, Claudio Galeno, médico de médicos!

—Apolonio, exageras, como siempre.

Saludé con un vigoroso apretón de manos al astrólogo, que ese día casi desentonaba frente al colorido de los gladiadores con su túnica de seda azul oscuro y los largos pendientes de lapislázuli. Mi vecina miraba con evidente curiosidad al sirio y a su cabello negro recogido en lo alto de la cabeza. Apolonio se peinó los rizos de la barba con sus dedos llenos de sortijas y guiñó un ojo con atrevimiento.

—¿Sigues los consejos siempre sabios de Ovidio? —dijo, dirigiéndose de nuevo a mí.

Mi vecina, que estaba poco familiarizada con los poetas romanos pero sí entendía algo de chistes masculinos, arrugó irritada la frente y se alejó notablemente de mí.

—¿Tienes que decirme alguna otra cosa productiva? —le pregunté indignado a Apolonio.

—Como siempre, vengo a preguntarte de qué es capaz el arte de la medicina, Claudio.

Nuestras sonrisas forzadas pendieron un instante en el aire. En la arena empezaba a oírse la melodía entusiasta de los órganos hidráulicos y las flautas. Al cabo, Apolonio suspiró y buscó en su manto la acostumbrada bolsa.

—Cincuenta tetradracmas, ¿de acuerdo?

Sonreí irónicamente y me las guardé.

—Crixo ha tenido una infección esta última semana —le anuncié casi chillando, pues la orquesta tocaba muy fuerte mientras los paegniarii empezaban con látigos y varas sus combates simulados.

No quedaba mucho para el sorteo y me apresuré a seguir:

—La distensión de Neroniano ya está completamente curada. Hércules está en forma. Narciso ha estado desequilibrado en los entrenamientos y ha comido mal, no apostaría por él.

—¿E Hilas?

—Hilas está en mejor forma que en toda su vida —contesté con orgullo—. Conozco cada centímetro de su cuerpo como si fuese el de mi amante.

Apolonio agudizó la mirada y buscó a nuestro héroe local entre el montón de gladiadores.

—Nadie conoce al otro, a ese…

—Prisco —lo ayudé a terminar—. Antíoco se lo alquiló a un lanista viajante que vino hace unas semanas, con un hatajo de desaliñados. El capuano era el único luchador bueno que podía ofrecer.

Sin embargo, el astrólogo seguía dudando.

—Hay un par de constelaciones que me tienen intranquilo. Y Marte…

No pude evitar reír.

—¿Confías en las estrellas, amigo mío? Harías mejor escuchando a la ciencia. —Le di una palmada afectuosa en los hombros—. Tus clientes se merecen una sólida predicción.

Apolonio aún dudaba cuando se fue, pero yo no tenía tiempo para preocuparme por eso. El público gritó porque un luchador había lanzado a su contrincante al suelo con un fuerte golpe. Los guardias iban entretanto a contener al vencedor y a poner a salvo al vencido. Esa tarde iba a tener muchísimo trabajo. La bolsa tintineaba agradablemente en mi bolsillo y mi hermosa vecina seguía allí sentada. ¿Por qué no intentar una vez más con Ovidio? Siguiendo sus consejos del Ars amatoria, le pedí el programa y rocé sus dedos cuando me lo tendió. Levanté su túnica que rozaba el suelo cubierto de polvo, le sacudí el dobladillo y obtuve esa visión de sus piernas que el viejo poeta me había prometido si seguía sus pasos. Al incorporarme vi a mi primo Menipo con sus amigos, que buscaban asiento avanzando apiñados entre la multitud que todavía salía del vomitorio.

—¡Eh, aquí, Menipo! —exclamé, y saludé con el brazo—. ¡Aquí, con nosotros!

En la arena empezó el sorteo. Prometía ser un día espléndido.

—¡No puede ser verdad!

Como el resto de los ciudadanos de Pérgamo, me levanté del banco cuando vi cómo nuestro héroe Hilas perdía el escudo tras el golpe del capuano. Un chillido brotó de la muchedumbre cuando el primero alzó instintivamente el brazo desnudo con el puño de cuero y éste cayó amputado sobre la arena.

Me quedé atónito mirando al mirmillón Prisco, que daba el paseo de la victoria con su penacho de plumas, mientras Hilas, mi Hilas, yacía gimiendo en la arena. Incapaz de comprender lo que había sucedido, aquel hombre mutilado intentó proteger el muñón antes de desmayarse de dolor. ¡Incluso desde las gradas pude ver cómo destellaba el blanco hueso! La sangre caía en la arena. Di un salto y me abrí paso entre la multitud para bajar a hacer mi trabajo. Sin embargo, mientras me debatía ante el vomitorio, vi que los esclavos médicos daban media vuelta con la camilla vacía y que la tropa de funcionarios vestidos como Caronte, los que se llevaban a los muertos, se dirigía hacia el cuerpo de Hilas. Corriendo, gritando, gesticulando, los detuve. Cuando llegué hasta ellos, me puse a examinar al mutilado a toda prisa y resollando aún. Con todo, tuve que retroceder, resignado. No tenía pulso, no respiraba, el apuesto Hilas había muerto. Después de cincuenta y un combates había muerto definitiva y finalmente.

—¡Mierda!

Enfadado, me lavé con mi lienzo las manos ensangrentadas y observé la actividad de los fuertes cuerpos de aquellos carontes. Tras algunos susurros, le juntaron los talones al cadáver y se lo llevaron dejando tras de sí un ancho reguero de sangre, como si fuese un cerdo sacrificado, hacia la Porta Libitinensis, la puerta de la diosa de los muertos, Libitina. Fue un espectáculo casi cómico. Una mujer con un tropel de niños se precipitó chillando hacia la comitiva y los camilleros los arrastraron un rato con ellos.

—¿Quiénes? —le pregunté a Antíoco con irritación.

—Su esposa —fue la serena respuesta.

—¿Tenía esposa? —pregunté, estupefacto.

Intenté contar los niños antes de que despareciesen en la oscuridad del otro lado de la puerta.

—¡Maldita sea, Claudio! ¡Devuélveme mi dinero!

Apolonio, mi astrólogo, apartó enfurecido a los esclavos africanos con sus rastrillos y vino directo hacia mí. Sus rizos temblaban de indignación. Hice un gesto instintivo para mantenerle a distancia.

—No era su esposa oficial —dijo Antíoco, en respuesta a mi pregunta—. Vive en una de las cabañas humildes que hay en las afueras. Él la visitaba una vez al mes. Sea como fuere, ella debe correr con los gastos del entierro.

—¿Cómo? —pregunté, y torcí el gesto entre tanto barullo.

—¿Qué crees que dirán mis clientes, eh? —gruñó Apolonio.

—Que ella ha de pagar el entierro —gritó al mismo tiempo Antíoco.

Asentí distraído y le entregué, sin mirarla, la bolsa de Apolonio.

—Para los costes.

—¡Eh, ese dinero es mío! —protestó el astrólogo—. ¡Creía que conocías perfectamente a ese hombre!

Miré a la puerta de los difuntos, por la que entretanto había desaparecido el cortejo fúnebre.

—Claro que lo conoce —declaró Antíoco riendo, haciéndose oír por encima de la música—, tan bien como un carnicero a sus filetes.

—Tal como apuntó ya Hipócrates, conocemos tres tipos de masaje: el intenso, el moderado y el suave. De igual forma, distinguimos en cada tipo de masaje tres pautas diferenciadas: la ocasional, la media y la habitual —expliqué—. De este modo podemos sistematizar sin esfuerzo el arte del masaje. Empezaré por la primera de las nueve formas: el masaje intenso ocasional. Como ya era sabido por Hipócrates, el masaje intenso deja las carnes magras y firmes…

Dejé vagar la mirada por el público del auditorio del Asclepeion mientras seguía hablando. Atrás, en filas ordenadas y blancas, escuchaba el personal, esclavos médicos sedientos de conocimiento, masajistas que estaban sentados en sus sillas plegables, rectos como velas entre las columnas. Delante, los pacientes que en aquel momento albergaba el Asclepeion estaban cómodamente instalados en sillones tapizados. No eran pocos, el santuario parecía estar de moda entre los romanos adinerados, mientras que los días de las curas de baños en el Partenio de Lisandro, por lo que decían (y según comentaba Estratónico), estaban contados, pues el médico de allí tenía fama de ser un inepto.

Entre los ilustres clientes había, incluso un hombre como Junio Rústico, confidente del corregente y futuro emperador Marco Aurelio. Cuando algún día éste sucediera en el trono a Antonio Pío, a Rústico le esperaban altos cargos. Entretanto, pasaba su tiempo escuchando los oráculos oníricos de Asclepio y siguiéndolos a pies juntillas. En esos momentos, el dios le había ordenado que se metiera en el agua. Se encontraba sentado con los pies en remojo en una cuba y yo no podía evitar mirarlo una y otra vez. La dama anciana y rechoncha que estaba instalada a su lado pertenecía a la famosa familia de los Antoninos y, al parecer, había hecho fortuna con una fábrica de tejas. Estratónico contaba que cada mañana, oculta por la neblina, ésta daba tres vueltas en cueros al santuario mientras rezaba a los dioses. Decidí que después añadiría algunos párrafos sobre los baños fríos, entre los cuales había cinco tipos que diferenciar.

Yo seguía con mi conferencia:

—Si los masajistas eligen otras clasificaciones, éstas son arbitrarias y responden a una concepción poco sistemática. Es en especial discutible la clasificación de un tal Teón, quien, por ejemplo, pasa del todo por alto el masaje moderado e interpreta incorrectamente a Hipócrates. Por lo visto, lo leyó de muy joven y sin un buen profesor, ya que fue atleta antes de convertirse en maestro de gimnasia. No quisiera desprestigiarlo, pero sucede que los viejos libros no se pueden comprender sin una buena formación.

Era un pasaje apetitoso, de los que a mí me gustaban, y comprobé con satisfacción que me había ganado la atención del hombre delgado y moreno de la tercera fila. Sin embargo, me percaté con horror de que Junio Rústico estaba ligeramente adormilado. Un ronquido suyo me confundió incluso, y anuncié que haríamos una pausa…

—… tras la cual trataremos el masaje moderado habitual, el moderado ocasional y, por último, el masaje suave con todas sus frecuencias, ocasional, media y habitual. Muchas gracias.

—Claudio. —Estratónico se apresuró a llevarme aparte—. Tienes un don extraordinario para sistematizar, de verdad. Y la ciencia te lo agradece enormemente. Pero ¿no podrías hacerlo un poco… hmmm… más agradable para los legos en medicina? Rústico se ha dormido y me han dicho que uno de los hombres más ricos de Grecia acaba de marcharse. Un poquito más de chispa, ¿eh?

Me dio unas palmaditas en el hombro para animarme.

—Pues al moreno de la tercera fila —dije en mi defensa, aunque sin convicción— le ha parecido muy interesante.

—¿Quién? Ah, ¿el que viene hacia nosotros? ¿Os presento? Claudio Galeno, éste es Teón, nuestro nuevo jefe de masajistas.

Cuando volví al estrado, eché un vistazo a la concentración de influencia y riqueza que se había reunido, esos hombres y mujeres romanos de más de sesenta años que no tenían más ocupación que la de cuidar de sus cuerpos marchitos. Estratónico tenía razón; valdría la pena tenerlos entretenidos. Así pues, dejé el análisis de los masajes suaves en todas sus formas.

—Señorías —comencé a decir—, la medicina es básicamente la pregunta de cómo se puede prolongar la vida el máximo posible y de la forma más saludable. Es posible formar el cuerpo de una persona para obtener el máximo de sus posibilidades, cuando está bien dotado. En mi opinión, un estilo de vida semejante debe estar libre de actividades inútiles y debe ocuparse sólo del cuerpo.

Un susurro de aprobación recorrió la sala. También Estratónico, que estaba al fondo, tras la colosal estatua del barbudo Asclepio, me dio su aprobación. Ya eran míos.

—¿Cómo dices? —Mi primo Menipo dejó caer las pesas y se echó a reír—. ¿Que has hecho qué?

—Le he dado un trabajo a ese tal Teón en la escuela de gladiadores. —Sin aliento, dejé caer la comba y me puse las manos en los costados—. De todos modos, allí necesito a un buen masajista. Y no es tan malo como afirmé en mi conferencia. Como aprendiz —maticé. Los amigos que me rodeaban se rieron y me dieron palmaditas en los hombros—. Aun así, me alegró tener a Crates para protegerme en el camino de vuelta del Asclepeion.

Todos rieron.

—También en las termas necesitamos un buen masajista —espetó uno—. Aquí todo es de segunda. Ayer, después tuve agujetas.

—Sí, es verdad —hubo exclamaciones de aprobación.

—Que nos enseñe Claudio cómo se hace —propuso otro.

Antes incluso de que pudiera defenderme, la pandilla me empujó hacia una de las camillas de mármol.

—¡Que se presenten los voluntarios!

Con la elegancia de un lidiador cretense saltando un toro, uno de ellos se subió de un respingo a la tabla de masaje. Se colocó bien la toalla, ya tumbado le hizo un guiño contento al grupo y volvió brevemente la cabeza para guiñarme el ojo antes de cruzar los brazos con comodidad y posar sobre ellos el mentón. Los últimos curiosos bajaron de las cuerdas de trepar para unirse a nosotros. Mientras yo hablaba, algunos espectadores se quitaban los guantes de combate y estiraban el cuello por encima de las demás cabezas.

—Vamos a ver —comencé a decir—. En primer lugar, tras el entrenamiento es importante evitar que el cuerpo se enfríe durante el masaje. —Con estas palabras, alcancé una toalla gruesa con la que tapar a mi objeto de demostración—. Después, para evitar que el paciente se adormezca y para eliminar el exceso de humores, frotamos el cuerpo suavemente, pero deprisa y con mucho aceite. Menipo, alcánzame ese frasquito de allí, gracias.

Mientras seguía hablando, retiré la toalla con la que había cubierto al joven. Y allí, rodeado por los pliegues de la tela, descubrí su desnudez. En realidad, no había motivo para que me sonrojara al alzar las manos aceitosas y perfumadas para masajearlo. La mayoría de los presentes iban desnudos. Como mucho se habían colocado una toalla alrededor de las caderas o sobre los hombros acalorados. A mis gladiadores también les frotaba y les golpeaba los músculos todo el día. Sin embargo, ese cuerpo era sorprendentemente perfecto. Tan delgado pero tan fuerte. Y tan joven. Qué firmes eran las estrechas caderas, donde se alojaban los músculos de los poderosos muslos y la perfecta redondez de… No, no quisiera babear como un viejo pederasta ni ponerme a suspirar por los glúteos rosáceos y redondos como perlas de aquel muchacho. A pesar de todo, cuando posé mis manos temblorosas sobre su cálida carne, un calor me recorrió los dedos, me subió hasta la cabeza y se extendió por todo mi cuerpo. Aún puedo sentirlo, tibio y dulce, y se me acelera la respiración sobre este pergamino cuando pienso en Antínoo. ¡Antínoo! El suelo perdió su firmeza y yo me fui hundiendo mientras mis pulgares subían desde la concavidad de los riñones, siguiendo la línea ondulada de su espalda con suaves movimientos. Le vi la piel de gallina en la nuca, ese fino vello que se erizaba, y tragué saliva. Seguí dando explicaciones a los demás. Oía mi propia voz como si saliese de un tubo y entretanto sólo veía sus piernas, esos muslos de atleta, perfectos como en los dibujos de una antigua vasija. Eran firmes, fríos en la parte exterior hasta que mi tacto los templaba, y calientes por la cara interior… Yo tenía la boca reseca, pero esperaba que nadie lo notara en mi discurso.

—Es muy importante ejercer presión sobre los órganos de encima del diafragma para hacer que se expulsen los malos humores. Mientras tanto, retén el aire —le indiqué al joven—. Aunque resulta esencial mantener al mismo tiempo los músculos abdominales relajados.

Para mostrárselo, le puse una mano a cada costado y las deslicé bajo su cuerpo para controlar de ese modo la tensión; la suya era perfecta, firme, vibrante. Palpé la suave depresión de sus caderas. Su estómago se contrajo y retiré los dedos de súbito.

—Y espira —ordené, mientras me incorporaba.

Tuve que toser con fuerza. Mientras mis amigos me daban palmaditas de aprobación en la espalda, en mi cabeza se agolpaba el latido de la sangre. Con las mejillas ardiendo y sin aliento, contemplé al joven. Él se levantó, me tendió la mano y dijo con gentileza:

—Hola, soy Antínoo, hijo de Lisandro.

—¿El médico de las termas?

Me aclaré la voz.

—No, ése es mi hermano. Yo soy su hijo adoptivo y seré oficial de las termas.

—Ah, qué bien.

Se puso la toalla alrededor de la cadera, me sonrió una vez más y desapareció en dirección a la piscina.

—Y ahora —dijo Menipo, que me cogió por los hombros caídos—, vamos al Musarion.

Todos gritaron.

—Ah, no —protesté— otra vez no, Menipo, otra vez al burdel no.

Pero mis palabras fueron inútiles. Tan sólo media hora más tarde, las hetairas del Musarion del callejón del Cielo nos volvían a tener como clientes habituales. Todavía estaba completamente confundido, mis dedos jugaban con la copa de vino y no dejaba de pensar en el inesperado encuentro. Casi todos desaparecieron y subieron al cabo de pocos minutos al piso de arriba con alguna de las muchachas. Menipo hizo una seña para pedir más vino.

—Y ahora, cuéntame —empezó a decir cuando la jarra ya estaba sobre la mesa—. ¿Qué es lo que te pasa?

—¿Qué? —Levanté la cabeza—. Nada, hmmm, quiero decir, ¿qué quieres decir?

Lo miré asustado. ¿Tan evidente había sido el incidente de las termas?

—¡Pues, las mujeres y tú! —Menipo golpeó la mesa con la palma de la mano abierta—. Hace tres meses que venimos regularmente y nunca has estado arriba.

Respiré aliviado.

—¡Oh! Claro que he estado.

—No has estado, Claudio.

—Tengo conocidas en el circo —dije, sacudiendo la cabeza.

—Sí, se ponen en fila a tus pies en las gradas, lo cual no es de extrañar, teniendo en cuenta tu aspecto. Pero, en cuanto terminan los combates, pulgares abajo y te vuelves sólo a casa. No. —Desestimó mis excusas—. No intentes cambiarme de tema. Tengo mis espías.

No respondí.

—Señores míos, señores míos —nos interrumpió una voz procedente del escenario—. El Musarion se complace en poder presentaros esta noche una nueva sensación. Recién llegada de Alejandría: ¡Ne-fer…! —Alargó el nombre como los comerciantes en el mercado. Me sobresalté—. ¡… titi! Un aplauso.

Volví a hundirme en el asiento. Me sentía demasiado débil para aplaudir y apenas presté atención al espectáculo de Nefertiti, ligera de ropa, con su serpiente.

—Debieron de hacértelo pasar muy mal en Egipto —insistió Menipo—, ¿quieres contármelo de una vez? —Me tendió el vaso, compasivo, mientras detrás de nosotros la joven se enrollaba la serpiente sobre los cobrizos pechos al ritmo de los tambores—. Habla de ello, hombre.

Así pues, le conté la tristísima historia de Marcelina y Neferure. Cuando hube terminado, Menipo rió con ganas y bebió un buen trago.

—Un caso típico —resopló—. Has convertido a una de ellas en santa y a la otra en puta. Y en estas cosas… —Sacudió la cabeza—. No hay tal blanco o negro, amigo mío.

Una santa y la otra puta. Aún hoy puedo oír su voz, tras todos estos años, como si volviese a estar sentado frente a mí bebiendo vino. Y aún me sigue sorprendiendo que un hombre tan limitado como mi primo Menipo comprendiese el asunto de aquel modo y lo pudiese expresar así. Cuando ni siquiera yo lo comprendía, por lo menos no entonces. Hoy le doy la razón: tiendo un poco a convertir a las mujeres en lo que no son y de ese modo las pierdo. Sin embargo, cada uno tiene sus debilidades, digo yo. En aquel entonces quizá fuera el egoísmo mi mayor defecto.

—¡Una arpía! —Para entonces ya estaba bastante bebido—. Y además era bizca.

—Eso también está mal —dijo Menipo, con un ligero sarcasmo—. Ella se va a bailar y tiene el descaro de no adivinar que tu padre ha muerto.

Reflexioné un instante.

—Entonces, ¿quieres decir que tendría que haberla tumbado de espaldas? —le pregunté casi tartamudeando—. Pero si sólo jugó conmigo, prácticamente estaba prometida.

—Eso te dijo su madre —constató Menipo—. Pero, hombre, ¿no has pensado que quizá la vieja no quería a un extranjero en la familia?

Pensé en ello un buen rato. Una idea completamente nueva estaba cobrando forma en mi mente confusa. El bello rostro de Neferure apareció de entre aquella neblina por primera vez desde hacia mucho tiempo, clara, nítida y digna de ser amada.

—¿Quieres decir que…?

—Buenas noches.

Alcé la mirada. Ahí estaba él, reluciente como el joven Alejandro.

—¡Antínoo! Siéntate con nosotros. —Menipo le acercó una silla al joven encantador—. Llegas justo a tiempo, estábamos a punto de caer en una depresión. —Me puso el brazo sobre los hombros para animarme—. Disfruta de la vida, Claudio, llévate a la egipcia y recupera el tiempo perdido.

Dicho esto, se levantó y nos dejó solos antes de que pudiera evitarlo. Vi cómo se dirigía hacia el escenario del Musarion, señalaba a nuestra mesa y abría la bolsa del dinero. Una avispada dama de la mesa de al lado se lo llevó entre exclamaciones hacia su corrillo.

La egipcia, entretanto, con el cuerpo cubierto tan sólo por los polvos dorados y su peluca morena, se colocó la boa entre las piernas, coqueteó juguetona con la cabeza del animal, que sacaba la lengua, y se la metió en la boca. Después bajó del escenario descalza y se acercó hasta nuestra mesa caminando al compás de los tambores. Sonaban las flautas. Nos envolvió una mezcla de sudor y perfume de almizcle. Fijé la mirada en el redondo mentón de Antínoo, que sobresalía enérgico, con ese hoyuelo que tenía.

—Bonita, ¿eh? ¿La compartimos? —me preguntó y puso su mano ardiente sobre mi brazo.

Incapaz de zafarme, asentí y seguí a Antínoo y a la joven al piso de arriba.

Ceremonioso y torpe, la coloqué entre los dos como si fuera una estatua. Sin embargo, los dedos que la acariciaban tocaban cada vez más la piel del otro. Las yemas de los dedos de Antínoo se me acercaban huidizos, los míos lo acariciaban a él subrepticiamente y escapaban. Con la excitación que habían producido sus caricias en mis caderas, agarré a Nefertiti con fuerza y le mordí la nuca, la besé, saboreé la saliva que había quedado allí donde él la había besado ya, rocé las zonas que él había rozado, aspiré el aroma de Antínoo sobre la piel de la hetaira. Enterrado en el cabello de ella, no perdí de vista las convulsiones de placer de mi compañero. Cada vez buscábamos con menor reparo nuestras manos y, cuando el último éxtasis me hizo echar la cabeza hacia atrás, no pregunté de quién era el calor que me rodeaba.

Me levanté y aparté el frugal desayuno. Era hora de quitarme de encima esos recuerdos, me esperaba una buena cantidad de trabajo.

—Voy enseguida —grité.

Limpié las migas de la mesa de tratamiento. Cuando estaba en la escuela de gladiadores, comía lo mismo que les ordenaba a mis protegidos: pan con mucha levadura, queso, gachas del día anterior, carne de cerdo, todo aquello que espesaba los humores y fortalecía la constitución de un cuerpo trabajado. Con lo único que no podía cumplir era con la regularidad que les inculcaba. Tenía demasiado que hacer.

—¿Qué pasa ahora?

Mastiqué, tragué y salí.

—Los nuevos ya están ahí —me informó Antíoco, sereno.

De un gran carro tirado por bueyes descargaron ruedas, ejes y piezas de madera que parecían componer dos carros de combate ostentosamente decorados. Tablas pintadas de colores, cubos dorados y muchos arreos revueltos se amontonaban sobre la caja del carromato, donde además había dos mujeres con rostros altaneros y vestidas con finas batas de lana. Con el pelo suelto y despeinado por el viaje, se aferraban a las barandas de los costados y parecían no querer bajar.

—¿Mujeres? —pregunté, estupefacto.

—Las he conseguido de un lanista de Éfeso —explicó el jefe de la escuela con satisfacción—. Venga, bajad ya —ordenó entonces, tiró de la primera con violencia y la empujó hacia mí—. El número de los carros de combate será todo un espectáculo en los próximos juegos, pero todavía tenemos que trabajar mucho para ello. Mira en qué condiciones están. Y engórdalas, Claudio. —Dicho eso, empujó también a la otra hacia mí. Miré esas dos caras sucias e inescrutables—. Y las manazas fuera, ¿de acuerdo? Me han salido demasiado caras para echarlas a perder por un embarazo u otra bromita por el estilo. Su antiguo propietario las alquilaba para orgías, pero esto es una escuela de gladiadores, no un burdel.

Suspiré ostensiblemente y me llevé a las dos nuevas atracciones a mi consulta. Era difícil que despertaran mi erotismo. Con lo desarrapadas que estaban, sólo tocarles los hombros era una osadía. Crates tendría que sahumar después mi consulta.

Hice esperar a una en la antesala y le pedí a la otra que entrase. Se quedó de pie en el centro de la habitación, vacilante, y miró a su alrededor. Las ventosas de vidrio, las pinzas, las cuchillas y el resto de aparatos para el examen dispuestos en líneas perfectas debieron de parecerle desconocidos aparatos de tortura. Sacudió la melena rubia, greñuda y enmarañada, que le llegaba hasta la cadera, y se cruzó de brazos. Sin hacer demasiado caso de esas señales de protesta pasiva, la empujé hasta la mesa de exploraciones. Bajo la gruesa capa de suciedad salieron a la luz una serie de viejas cicatrices, moraduras y contusiones que empezaban a remitir. Tampoco la espalda surcada por cardenales era algo extraño en un gladiador. Quizás había intentado escapar alguna vez, se había rebelado en el entrenamiento o le habían exigido con un latigazo que luchase mejor en la arena. Le palpé las cicatrices de color escarlata; estaban bien curadas.

Una rotura mal soldada hacía que su pequeña nariz tuviera un pequeño bulto, según pude observar cuando, al final de mi exploración, la miré a sus ojos azules y separados para informarle de que no podría tener a su hijo.

—Tu lanista y tú le habéis dado gato por liebre al jefe. Mucho dinero por una gladiadora embarazada. Antíoco me pedirá que te lo saque —le expliqué mientras me lavaba las manos en la pila de bronce— para que tu período de descanso sea lo más breve posible. Puedes estar contenta, algo así cuesta mucho dinero en otros sitios. Y no correrás peligro. —Me sequé las manos con cuidado—. Ahora ve a lavarte, come algo y mañana por la mañana ya…

—Por favor… —rogó.

La miré, sorprendido. Clavó en mis ojos una mirada tan misteriosa como la de un animal.

—Quiero tener el niño.

—¿Qué?

—Quiero tener el niño.

—Ah, eso. —Quedé consternado hasta cierto punto—. Ésta sí que es buena. De ningún modo. Antíoco me…

—Por favor…

—¿Qué, quieres jugar a ser rebelde? Ahora escúchame bien, jovencita.

La cogí por los hombros y los apreté. Alzó su ancha cara y me sostuvo la mirada hasta irritarme. Su acento procedía de algún lugar del norte del Danubio, debía de ser marcomana o cuada, quizá, no se lo pregunté. Me miraba y no dejaba de repetir las mismas palabras con obstinación. Como no se me ocurrió nada que decir ante tanta tristeza, intenté convencerla con argumentos:

—Mira, aunque fuera posible, ¿quién cuidaría del niño cuando murieses durante una lucha? Si eres sensata, debes pensar que nunca lo verás crecer. Si tienes mala suerte —añadí con intencionada crueldad—, ni siquiera sobrevivirás a la lactancia.

Cuanto antes se olvidase de esa alocada ocurrencia, mejor para ella. Me volví, enfadado e impotente, pues todo era inútil.

—Sólo quiero —dijo, con repentina suavidad— que quede algo de mí.

La creciente desazón que sentía me estaba poniendo furioso y repliqué cortante:

—Con qué maldito fin, me gustaría saber. ¿Con qué fin querría una criminal condenada, una esclava y una prostituta reproducirse a todo trance? ¿Para qué? ¿Me lo puedes decir, por favor?

No contestó. O quizá, no oí su respuesta, pues salí dando un portazo para encargar el baño para ambas, tal como había pedido Antíoco.

—¡Apestan, maldita sea! —exclamó éste, riendo.

No sé por qué no le dije sin rodeos que su valiosa nueva adquisición estaba embarazada.

Cuando los masajistas las llevaron a las dos a los baños, respiré hondo y volví a mi consulta vacía, adonde Crates vino a buscarme.

—Has tenido visita, amo. El noble Lisandro ha venido a echar un vistazo a los nuevos gladiadores que ha financiado. Él y su hijo querían verte, pero no podían esperar.

—¿El médico de las termas?

Esperaba que no me temblase la voz.

—No, el otro, el jovenzuelo.

No pude evitar reír ante el tono de reproche de Crates. Poco imaginaba él lo que me unía a aquel «jovenzuelo». Mi risa se fue transformando poco a poco en una sonrisa ancha, feliz, idiota. ¡Antínoo me quería hacer una visita! Me zambullí en su recuerdo.

—¿Qué? —pregunté, sobresaltado y confuso, cuando Crates me informó con sumisión de que lo importunaban unas molestias.

—Ah, sí. Emplearemos las ventosas, buen amigo.

Alcancé un par de esos resplandecientes objetos de cristal que colgaban de la pared, detrás de mí.

—¡Ay, maldita sea!

Las tiré al suelo y se hicieron añicos. Entre los fragmentos apareció la pequeña silueta de un escorpión con su brillo asqueroso. El venenoso aguijón se erguía tanteando en el aire. Crates saltó sobre él y lo aplastó bajo sus sandalias.

—¿Te ha picado, amo?

Me miré los dedos.

—No, creo que no. Sólo he notado un cosquilleo repugnante. —Me froté la zona sin parar—. Pero tú has pisado un cristal. Ven, que te lo vendaré enseguida.

—Maldita bestia —gruñó Crates, mientras le extraía el cristalillo con unas pinzas—. En esta época del año están por todos lados.

—Estate quieto, ahora te vendo.

—Aunque —reflexionó en voz alta—, ¿cómo ha podido subir por la pared y meterse en el cristal que es tan liso?

Miramos las ventosas restantes, que, al igual que el par roto, colgaban de un gancho de cobre a la altura de los ojos.

—Posible, es —murmuré, y miré el áspero revoque que no habría podido frenar las patas del arácnido.

Una voz tenue se preguntó en mi interior si no habría alguien en esa escuela de gladiadores que quisiera hacerme sufrir continuamente. Sin embargo, no obtuve respuesta.

Ese día, al volver a casa pasé por la tumba de Hilas. Su viuda había ido con sus hijos a llevarle flores y rezar. Eché una fugaz ojeada a las estrechas columnas de piedra caliza en cuyo relieve se veía a un luchador desnudo y con el casco de visera. Proseguí mi camino para no molestarlos en su recogimiento. Desde lejos pude distinguir durante un rato sus siluetas recortadas contra el cielo crepuscular, y pensé en la inscripción que había mandado grabar su viuda:

«Por orden de la poderosa Muerte, has fallecido como fuerte tracio a manos de un mirmillón, en tus fuertes manos sólo la espada como arma, oh, y aquellos que tú amabas y que han sido abandonados en su desgracia pensarán siempre en ti.»

Mis dedos doblaron el programa, lo arrugaron, lo plegaron y lo volvieron a alisar hasta que las esquinas quedaron tan deshilachadas que absorbieron el sudor de mis manos y las hojas se volvieron suaves y húmedas. No me fijé en ello. Crixo se enfrentaba como reciario contra el nuevo secutor que Lisandro había financiado para contrarrestar los rumores sobre su inminente bancarrota. Las apuestas contra él eran altas y yo mismo tuve que informar a Apolonio de que Crixo no se había recuperado del todo de su enfermedad. Una extraña debilidad y una fiebre recurrente no lo convertían precisamente en uno de mis candidatos favoritos para la victoria. Incluso había considerado apostar en su contra frente al librero parte de los tetradracmas de Apolonio.

Ahí estaba Crixo, con el tridente y la red, las piernas bien abiertas, en guardia, la malla letal preparada para ser lanzada. La cinta de la frente, oscurecida por el sudor, le sujetaba el cabello pelirrojo. Enseñaba los dientes. Vi que cada uno de sus músculos temblaba al parar el golpe que su contrincante le había dirigido a la garganta. Detuvo la punta de la espada con el tridente y resistió la feroz presión sobre su cuello, mientras con un gemido iba desviando el arma hacia un lado, centímetro a centímetro, y con un último impulso la lanzó finalmente hasta la arena y quedó ileso. Saltó a un lado y escapó una vez más a la muerte. Tuvo que levantar otra vez el brazo. Vi la tensión en su semblante, oí los tintineos y el siseo de la red, que rozaba una y otra vez a los tobillos de su contrincante. Entonces el secutor tropezó, atrapado por la malla, y se derrumbó. Crixo se subió enseguida encima de él. De un pisotón le rompió el antebrazo sin escrúpulos, tiró la espada a un lado y levantó el tridente con un grito salvaje y jadeante. Si la música no hubiese cesado en ese momento, si sus entrenados reflejos no hubiesen reaccionado y no hubiese levantado la cabeza para dejar la vida de su contrincante en manos del público, lo habría matado sin vacilar, llevado por el furor.

Los pulgares apuntaron hacia arriba.

Missus! —anunció el funcionario vestido de Caronte—. Indultado.

Crixo se retiró resollando. El secutor fue conducido a través de la Porta Sanavivaria, la puerta de los que habían tenido suerte y habían conseguido la piedad.

—No habría sido justo matar al nuevo —comentó mi vecino de asiento—. Al vencedor le ha faltado ímpetu, elegancia. Bah, la técnica para lanzar la red carecía de finura.

Miré a Crixo, mi Crixo, que respiraba entre espasmos allí abajo, inhalando el aire después de haber salvado la vida.

—¿Quiénes son los siguientes? —me preguntó ese mismo hombre.

Le alcancé el programa, que se me deshacía entre los dedos. Rió y me dio una palmada reconfortante en los hombros.

—Has apostado una buena cantidad, ¿eh?

Una hora más tarde, Hércules y su contrincante quedaron stans missus, empatados e indultados. Volvieron a sonar las fanfarrias. Sin embargo, en lugar de los anunciados funcionarios, saltaron a la arena dos grupos de africanos que abrieron presurosos las puertas opuestas de la Vida y de la Muerte y corrieron a protegerse tras las paredes de tablones. Dos carros de combate irrumpieron levantando sendas polvaredas y sumieron al público de Pérgamo en una verdadera oleada de entusiasmo. Hasta a mí se me aceleraron los latidos del corazón al verlos aparecer. El cabello de la pequeña marcomana había recuperado su brillo gracias a mi dieta. Ahora ondeaba bajo un casco plateado y le caía por la espalda como un vellón resplandeciente que la velocidad había despeinado con violencia. De su casco, de las crines de su caballo blanco y de los herrajes de su carro, también blanco, colgaban plumas azules que resplandecían a la luz del sol. No hace falta decir que había salido por la Puerta de la Vida. Su adversaria, por el contrario, resplandecía de dorados y rojos vivos. Tirada por caballos de carreras de un negro azabache que hacían juego con su ondeante cabellera, parecía la diosa Libitina en persona. ¡Menuda escenificación! La música les puso a los espectadores la carne de gallina.

—La rubia Aquilia contra Amazonia, el demonio negro —anunció el presentador, maravillado, mientras ambas amazonas recorrían la arena en un desenfrenado galope.

Bajo sus cortas faldas se veían las musculosas piernas. Utilizaban toda clase de trucos de aurigas para engañar e intentar hacer caer a la otra.

—¡Aquilia! —exclamó un admirador encantado, y lanzó una bolsita de lodo contra su carro.

Era un gesto bienintencionado, ya lo conocía. Cenizas de excrementos secos de jabalí, recogidos en primavera y cocidos en vinagre. Se suponía que protegía a la amada de cualquier accidente. Sin embargo, el carro de Aquilia, acosado por su contrincante morena, derrapó un poco en una curva. La rueda exterior rasguñó la pared. Saltaron chispas. Se tambaleó pero volvió a recuperar la verticalidad. Estallaron los aplausos cuando dio media vuelta y, en venganza, atizó a su contrincante con el látigo.

—Se me había olvidado por completo preguntarte sobre el resultado de este combate, Claudio —dijo una voz junto a mí.

—Ah, Apolonio, salve —me volví un momento y miré de nuevo a la pista.

Seguí el duelo entre las dos jóvenes conteniendo la respiración.

—Me parece que la morena es mucho más fuerte —comentó Apolonio tras lanzar una mirada estimativa—. Seguro que la rubia morirá, ¿qué dices? —Sólo sacudí la cabeza—. ¿No? —Apolonio parecía escéptico—. No creo que sea tan buena como para vencer este duelo.

—Sabe por qué ha de vivir —respondí y contemplé en silencio cómo los caballos de Aquilia caían al suelo en una curva y la morena saltaba con la espada desenvainada para acercarse al tumulto de cascos, maderas rotas y plumas.

—Sabe por qué ha de vivir —repitió Apolonio—. ¿Es eso un certificado médico? ¿Cuál es su constitución, hombre? ¿Qué ha comido?

En lugar de responder, le señalé a las dos mujeres que combatían encarnizadamente allá abajo. Recordé la pregunta de Neferure: «¿Qué es para ti la vida?» ¿Qué era la vida para Aquilia? Sin duda lo más preciado que poseía, por encima de cualquier esperanza. Sin escudo y golpeando con ambas manos, la morena Amazonia hizo retroceder a su contrincante, cada vez más débil, hasta que la hizo caer de rodillas. Nada más oírse en el estadio el esperado clamor de la multitud, Aquilia aprovechó las últimas fuerzas que le quedaban para hacer tropezar a la triunfante Amazonia, se apartó rodando, volvió a levantarse con un salto repentino y blandió la espada contra el cráneo de su oponente. El casco saltó por los aires y la melena morena que brotó de él lucía ahora un luminoso mechón manchado de sangre. Apolonio levantó las cejas con elocuencia. Aquilia saltó, jadeando, se quitó también el casco y volvió la cabeza hacia el carruaje de la contrincante vencida. Corrió hacia allí, se subió de un salto al carro y dio la vuelta de la victoria alzando en alto la espada ensangrentada.

Missus —declaró entretanto el funcionario.

Los ciudadanos de Pérgamo querían que un duelo así se repitiese a menudo. Aquilia levantaba el puño una y otra vez para celebrar su triunfo. De repente detuvo el carro a la altura de mi asiento. Su mirada rebuscó entre las gradas hasta encontrarme. De hecho, me miró fijamente durante unos instantes mientras su espada ensangrentada seguía saludando a la multitud y los caballos tiraban impacientes de sus bocados.

—Algo por lo que merece la pena vivir, ¿eh? —comentó Apolonio.

La vencedora continuaba plantada frente a mí. La música volvió a sonar. Apreté los dientes e hice un gesto de asentimiento en dirección a ella. Aquilia bajó su arma, dio un grito y salió al galope. El aplauso fue ensordecedor. Pérgamo tenía un nuevo amor y yo tenía un nuevo problema.

—No te entiendo. ¿Qué te ha impulsado a meterte en este lío?

ntínoo rodó hacia un lado. Aproveché para contemplar su desnudez sobre la luminosidad de las sábanas blancas. Los rayos de sol penetraban a través de los postigos cerrados, jugaban con el polvo y trazaban rayas en el suelo.

—En realidad sólo me traerá problemas —gruñí, aunque de hecho no estaba disgustado—. A pesar de todo le voy a hacer el favor.

Y le expliqué mi plan. Antínoo sacudió la cabeza, riendo.

—¿Sabes? —intenté explicarle—. En mi vida he conocido a dos mujeres, una inteligente y una pesada. Aquilia es la tercera. Todas dicen lo mismo, que la vida de un hombre merece ser protegida, conservada y perpetuada, ya sea un noble o un esclavo. Poco a poco empiezo a pensar si no tendrán razón.

Guardé silencio. No quería hablarle de Neferure ni de Marcelina, ni de cuando había visto a la familia de Hilas ante su tumba. Aún recuerdo con toda exactitud el rostro del luchador. Hay gente que nunca mira a un gladiador a la cara. Les interesa su fuerza en el combate, su técnica, sus músculos. Cuando vencen, beben en su honor; cuando caen, recogen su sangre para dársela a las mujeres estériles. Sin embargo, nadie se fijaba en los seres humanos que se escondían tras la visera. Yo hacía lo mismo, pese a que los tenía tan cerca. Hasta que llegó Aquilia y se me plantó delante, obstinada, con su petición. ¿Cómo podía seguir pasándola por alto?

—¿Lo dices en serio? —preguntó Antínoo.

Se desperezó y sonrió con ironía. Al ver mi expresión ausente y reflexiva, se estiró para tirarme del pelo. Cogí su mano delgada y muy morena y la acaricié. Qué nervuda parecía y qué extrañamente maravillosa la clara piel de su palma, que se veía entre las rendijas de sus dedos cerrados. Reseguí con la lengua juguetona las líneas donde la piel clara se encontraba con la curtida por el sol. Antínoo lo interpretó como una invitación a la que yo me entregué gustoso.

—Sólo son esclavos —cuchicheó sobre mi piel estremecida. Después me abrazó las caderas con fuerza y no habló más.

Los grandes felinos rugían desde sus oscuras jaulas. La luz de las antorchas hacía brillar aquí y allá sus ojos en la negrura, como si fueran los de un dios subterráneo; mortíferas luces verdes que me alumbraban mientras iban de un lado a otro tras las rejas. Unas trampillas chirriantes se abrieron al cielo azul, y por ellas bajaron unas rampas que conducían a la arena, permitiendo que en nuestro inframundo entrase un enorme chorro de luz resplandeciente. Con la luz irrumpió también el jolgorio de la multitud. Los hombres que me rodeaban detuvieron un instante su trabajo y levantaron la cabeza.

Periit —oímos que anunciaba la voz, «defunción», y durante un silencioso momento pensé que podía ser Aquilia quien salía con los pies por delante a través de la Porta Libitinensis, pero me dije que no podría enviar a alguien a buscarme, como habíamos acordado.

—¿Listo, doctor?

Palmeé con aprobación el hombro del domador, a quien le había curado unas mordeduras en el brazo, y recogí mis instrumentos. «No —pensé—, es demasiado tarde.» Si no llegaba enseguida el mensajero, significaba que Aquilia estaba muerta. De todos modos, había sido una idea estúpida y peligrosa. Cerré de un golpe mi maletín de cirugía.

—Será mejor que nos vayamos ya, amo —dijo Crates—. Enseguida soltarán a las fieras.

Las fieras, que balanceaban la cola, serían conducidas a través de las rampas hacia la resplandeciente claridad para una lucha ad bestias, hombres contra fieras. Las pesadas rejas se empezaron a mover produciendo unos chirridos, los hombres aguardaban preparados con sus barras de hierro. Las primeras fieras salieron de su prisión y permanecieron allí inseguras, resoplando… Ahí estaba el mensajero. Escuché aliviado lo que tenía que decirme y salí al mundo de la luz.

Aquilia yacía sobre la mesa de tratamiento, con una herida que le sangraba mucho en el tobillo, como le había ordenado.

—Si te cortas aquí —le había explicado—, fluirá como agua y parecerá mucho más grave de lo que es. Y, sobre todo, nadie verá qué hay debajo. No te olvides de cojear.

Aquilia había sido obediente, había aplicado el filo sin vacilar sobre sus propias carnes y ahora estaba ante mí hecha un manojo de nervios. Me remangué y me puse a examinarla. Su vientre, como pude ver de reojo, empezaba a abombarse de una forma reveladora; habíamos esperado hasta el último momento.

—¡Chilla! —espeté con los dientes apretados mientras torcía y masajeaba el tobillo, antes de coger el hacha. Aquilia chillaba como un animal y su hueso se rompió justo por encima de la articulación. Guardé el hacha bajo una toalla. Antíoco, los funcionarios de la arena y Lisandro pasaron personalmente ante la mesa de operaciones.

—Una rotura muy complicada —les aclaré—. Con todas mis dotes médicas, me comprometo a que vuelva a andar. Pero le llevará mucho tiempo, mucho.

«Unos seis meses», me dije para mis adentros.

—Maldita sea —bramó Antíoco—, deberíamos venderla.

Aquilia me miraba en silencio con los ojos bien abiertos.

Lisandro sacudió la cabeza.

—Nunca recuperaré el precio de compra. No merece la pena.

—Considero —les interrumpí— este caso muy interesante desde un punto de vista médico. Os agradecería que me permitierais quedarme con ella para poder probar así un nuevo tipo de tratamiento. —Con una risa forzada, miré a unos y otros—. Existe una interesante nueva teoría sobre el crecimiento de los huesos. Los resultados han sido muy beneficiosos. Incluso para la costilla rota de Hércules, por ejemplo.

Lisandro se encogió de hombros y se marchó. Antíoco, con un gesto de la cabeza, me dio a entender que estaba de acuerdo. Suspirando con alivio, llamé a los porteadores. Mientras se la llevaban, Aquilia no apartó de mí los ojos tanto tiempo como le fue posible. Busqué un lienzo limpio y me sequé la frente respirando con fuerza. «Éste ha sido el primer paso —pensé—, quieran los dioses estar también de nuestro lado en los siguientes.» Pero éstos nunca llegaron.

Unos días más tarde le curé a Narciso un corte en el hombro. Cuando el rascador con el que limpiaba la arena y la suciedad le tocó la carne, gritó con más fuerza que al recibir el golpe que había provocado la herida. Intenté tranquilizarlo con bromas, pero Narciso no dejaba de chillar. Se retorció en la camilla, cayó al suelo, allí se encogió y exhaló el último suspiro cuando entraba Antíoco.

—¿Qué tiene? —preguntó estupefacto.

—Ya nada —respondí, todavía completamente confuso—, está muerto.

Me arrodillé junto al joven. Ahí yacía, con los ojos desorbitados, la boca abierta y un poco de espuma que todavía le salía de la boca y fluía por su cabello plateado.

—¿Qué has hecho? —quiso saber Antíoco—. Era sólo un rasguño. Este joven costó en su día quinientos tetradracmas. Maldito carnicero.

Furioso, cerró la puerta de golpe antes de que pudiera responderle. Un débil gemido me hizo levantar la vista. Uno de los chuchos color canela y de patas largas que vagaban por las instalaciones de la escuela de gladiadores, pateados unas veces y mimados otras, se había acercado con sigilo al cuerpo de Narciso para lamer el rascador ensangrentado. Entonces vi cómo huía hacia un rincón de la sala, jadeante y con un andar tembloroso, y se desmoronaba. Sus patas todavía se convulsionaron un momento. Después, también el animal sucumbió muerto. Sin poder creerlo, levanté el rascador y lo olisqueé. Cualquiera que fuese la sustancia con la que alguien lo había untado, era inodora.

Una semana más tarde, casi toda la escuela yacía en cama con cólicos tras haber degustado un caldo de carne que yo había mandado condimentar con un extracto reconstituyente. Después de ese incidente, no era Antíoco el único que ponía mala cara al verme. Tenía que enfrentarme a la desconfianza general cuando me paseaba por las termas. Y Neroniano, que confiaba en sus compañeros, me ordenó que le quitase las manos de encima cuando quise corregir su postura en la halterofilia.

Desanimado y furioso, cansado de tanto rechazo, volví antes a casa. Allí me esperaba un mensajero del Consejo que me llevó al Pritaneion, la sede oficial del magistrado, donde me presentaron a un maestro carnicero de rostro sonrosado y que respiraba con dificultad. Decía que yo le había prescrito a su primer oficial un medicamento que lo había matado esa misma noche. Escuché hasta el final la historia escalofriante que me contó. Permanecí tranquilo, tamborileando con los dedos sobre el respaldo de mi silla, mientras el leal carnicero imitaba la agonía de su empleado. Finalmente, tras convulsionarse por última vez, se quedó callado. Rompiendo el silencio exclamé:

—Una representación de primera, pero nada más que eso. Deberías haber ingresado en el gremio de los seguidores de Dionisio —le dije al hombre con altanería—. Cuánto talento para el teatro. —Dirigiéndome a Eumeno y a los demás, añadí escuetamente—: No he visto a este hombre en mi vida. Y tampoco a su oficial.

Dicho esto, me levanté. Para mí el asunto ya estaba zanjado: se trataba de un ridículo intento de pedirme una indemnización por daños y perjuicios, nada más. Eumeno, sin embargo, le hizo una señal al carnicero para que saliera, enarcó las cejas y guardó un elocuente silencio. Lo miré, sorprendido.

—¿Acaso no debo responder a un mezquino intento de presionarme? —pregunté malhumorado—. Saben los dioses que hoy ya he tenido suficientes problemas.

Eumeno balanceó pensativo la cabeza, en señal de asentimiento.

—Ya he oído suficiente —dijo, con calma—. Esto es grave, Claudio. Muy, muy grave.

Incrédulo, abrí los ojos de par en par. Ático tomó la palabra:

—La gente no quiere que se pospongan los juegos. Hay pintores por toda la ciudad, repintando los anuncios. La gente refunfuña y pone mala cara…

—Y chismorrea —murmuré con furia—. Si no, seguro que a ese farsante no se le habría ocurrido la idea de presionarme con su historia de embustes.

—¿Mantienes entonces que no conoces a ese hombre? —preguntó Hiparco.

Me volví hacia él.

—¿Acaso dudas de mi palabra? —pregunté, atónito. Después, enfureciéndome poco a poco, repetí en voz alta—: ¿Duda alguno de los presentes de mi palabra?

—La semana pasada, un gladiador murió bajo tu escalpelo —declaró Eumeno con cautela—, y sólo tenía una herida superficial, según dicen.

—Eso, eso fue otra cosa —intenté explicar—. La hoja estaba envenenada, alguien la había… —Empecé a tartamudear, lo que estaba diciendo sonaba inverosímil a mis propios oídos.

Sin embargo, era la pura realidad. Seguí defendiéndome con obstinación, hasta que Ático me interrumpió.

—A uno no lo conoces, al otro lo ha envenenado supuestamente un tercero. Tampoco serás responsable, supongo, de la epidemia actual, ¿no? Claudio, Claudio, muestra al menos un poco de dignidad, por favor.

Como si lo hubiese ofendido a él personalmente, se envolvió más estrechamente en su manto blanco y dijo:

—Todos los médicos cometen un error alguna vez, pero…

—¿Como el del hijo de vuestro amigo Lisandro, quieres decir? —lo interrumpí, mofándome de él, pues su tono comprensivo, insidioso, me estaba poniendo nervioso—. ¿Dónde está? Seguro que no se atreve a soltarme estas sospechas a la cara. No dejo que nadie diga de mí…

—Al hijo mayor de Lisandro —me interrumpió a su vez Eumeno, con solemnidad—, este Consejo le ha encomendado la labor de comprobar el estado de la escuela en calidad de experto independiente.

—¿Qué? —me levanté—. Mi trabajo es excelente, no necesita ninguna comprobación.

No obstante, Eumeno rezongó algo para indicarme que me estuviera callado. El infernal silencio que se produjo no me hizo sospechar nada bueno.

—¿Cómo vamos a presentarnos ante el Emperador? —refunfuñó Ático rompiendo el silencio—. Queremos ser la primera ciudad de Asia y ni tan siquiera podemos cuidar de sus gladiadores.

—Todo esto tiene que ser una intriga —me apresuré a decir—. Todo el mundo sabe que nunca han muerto tan pocos gladiadores como desde que llegué yo. Salid y preguntad a la gente. Venga, preguntadles. Preguntad a los gladiadores, preguntad a Antíoco —chillé, cada vez más enojado.

No me hicieron caso.

—Desgraciadamente, nos ha llegado otra mala noticia —añadió Eumeno.

Alterado, volví mi rostro hacia él y esperé. Prosiguió:

—Ha llegado hasta nuestros oídos, que has tratado ex profeso de forma incorrecta a uno de tus protegidos, y que además le has privado de su presencia sin un buen motivo al público, que lo quiere y tiene algún derecho sobre él.

—Por no hablar de los costes —apuntó Hiparco.

Me empecé a irritar al mirar al viejo aficionado a las patadas en la espinilla, pero también comencé a sentir miedo.

—Hablamos de la luchadora Aquilia —dijo Eumeno, con serenidad.

Empezaron a sudarme las manos. Permanecí completamente callado. Lo sabían. «Pero ¿cómo se han enterado?», pensé, como anestesiado. Los acompañé sin oponer resistencia cuando me informaron de que querían que el médico de las termas visitara a Aquilia en su cuarto para aclarar las cosas in situ. Cuando entramos, Aquilia se levantó apoyándose sobre los codos y parpadeó. Antes de que pudiera decir nada, el médico de las termas retiró la colcha que la tapaba. Más que la cicatriz recién curada de su tobillo, llamaba la atención su abultado vientre, que ella intentaba proteger de las miradas de los numerosos hombres con sus manos. El hijo mayor de Lisandro le palpó el tobillo.

—Curado —informó en tono teatral—, nunca ha estado astillado. Lo que ha mantenido a esta mujer lejos de la arena, no ha sido esto… —Dejó caer su pie—. Si no esto.

Señaló su cuerpo con un gesto espectacular. Todos se volvieron hacia mí. Estaba claro lo que pensaban.

Me relevaron de mi cargo con unas vacaciones anticipadas y me marché.

—No es nada que no se pueda remediar con una pequeña operación —oí que decía el otro médico.

Cerré los ojos, ya no estaba en mis manos. Creo que ella gritó mi nombre, pero quizás eso sea un añadido extraído de mi pesadilla. Al salir pasé por delante de Antíoco, quien me miró de arriba abajo con una mezcla de lástima y desprecio. Atravesé el patio de entrenamientos, donde de repente cesó el sonido de las armas. A todos ellos les resultaba penosa mi presencia. Con un gesto de provocación, los miré fijamente al marcharme. Sin embargo, sólo Amazonia osó devolverme la mirada. Sus ojos recelosos me siguieron hasta que el maestro de armas la golpeó bruscamente y volvió a sujetar con firmeza la espada.

—¡Asesino!

—¿Quién ha dicho eso?

Completamente fuera de mí, volví de un brinco junto a las rejas y sacudí los barrotes desde fuera.

—¿Quién ha sido, eh? Venga, ven aquí, que te voy a matar —chillé en dirección al patio.

Los entrenadores sacudían la cabeza, angustiados. Me dieron la espalda y llamaron a sus alumnos, debilitados por los cólicos, para hacer la siguiente ronda de ejercicios. Las armas de madera volvieron a chocar unas contra otras, ya nadie me hacía caso. Me tuve que marchar sin haber conseguido nada.

No comprendí cuan serio era el asunto hasta que al día siguiente recibí la carta de despido del gremio de los carniceros. Los honestos trabajadores no se habían atrevido a darme el cese en persona. Se habían levantado pronto para escribir su tímida cartita. «Debido a las interferidas relaciones de confianza…» ¡Ni tan siquiera sabían hablar bien griego! Furioso, arrugué el escrito y lo tiré al fuego de la cocina, donde se convirtió en crujientes cenizas. Bien, también podría vivir sin los carniceros.

«Claudio es un chapucero.» Eso y cosas similares decían las pintadas que desde las paredes de Pérgamo me saludaban en mi camino al Pritaneion. «Ve a ver a Claudio y muere», decían las enormes letras blancas que decoraban la entrada de las termas. La inscripción goteaba, aún no se había secado.

—Tienes que entenderlo, Claudio —me aclaró Lisandro poco después, en nombre de sus compañeros del Consejo, sentado tras su escritorio de mármol—. Pérgamo no se puede permitir ahora un escándalo como éste. ¡No! —Golpeó el papel con la caña de su pluma—. No, si quiere ser la primera ciudad de Asia. Puedo llegar a entender que la joven te sedujera, pero mezclarse hasta tal punto con ella… Te tenías que haber deshecho del niño.

—Pero —volví a intentar defenderme, desesperado— las demás imputaciones no son más que parte de una conspiración general.

Lisandro levantó las cejas.

—Yo no sé nada de conspiraciones. Lamentablemente, sólo sé lo que vimos. —Suspiró y cerró los ojos para no tener que mirar a aquel farsante digno de lástima—. Y, aunque así fuera, no podría hacer que la escuela y el Consejo volvieran a confiar en ti. Claudio, Claudio, tranquilo —dijo para apaciguar mi renovada cólera—. Te lo ruego, somos personas adultas. Lo siento —añadió para finalizar su discurso—. Y me gustaría dejar claro que mi valoración personal sigue inquebrantable…

No creyó necesario terminar la frase. Asentí furioso; lo había entendido. ¡Oh, sí! Lo había entendido perfectamente, el asunto era así. Alguien estaba echando a perder mi prestigio y encima tenía que callarme. Me habría gustado destrozar algo al salir. Sin embargo, no había nada, nada más que un par de sirvientes. Fuera, me detuve ante la visión de la fuente que había ante el edificio del Consejo. «Claudio se trajina a las gladiadoras», ponía allí. Ciego de ira, me abalancé sobre la inscripción e intenté borrar las letras con un extremo de mi túnica, pero era inútil, pues la pintura ya estaba seca. La podría quitar con un cincel. Entonces vi a los primeros transeúntes que me señalaban y bajé la cabeza.

Cuando Crates me encontró, estaba sentado sobre mi muro, cerca del anfiteatro. Nunca habían mirado mis ojos con tanta intensidad hacia los abismos. «Salta», decían los árboles con sus susurros, cada ráfaga de viento me traía una nueva invitación. Mi fiel sirviente llegó cojeando y no hizo caso de la posición en la que me encontraba. Repartió cubos, pinceles, botes de pintura, cinceles y limas y le dio indicaciones al grupito de esclavos que se encontraba detrás de mí.

—Ya hemos limpiado la mayoría, amo —refunfuñó—. Y un tal Estratónico quiere hablar contigo en el Asclepeion.

—Los mato —murmuré con debilidad.

Crates me cogió del brazo sin hacer ningún comentario, me bajó del muro, me puso de pie y sacudió mis ropas.

—Estratónico te espera. Le he dicho que irías gustoso.

—Éste, mi querido Claudio, es Marco Tulio Ambón, edil el año pasado en la eterna ciudad de Roma y un importante promotor de las artes, también de la medicina. —Me incliné con rigidez ante el anciano—. La última edición, financiada por él, de la obra completa del gran anatomista Juliano ha enriquecido a la profesión —explicó con jovialidad, y me miró a la cara sin pestañear.

En otras circunstancias, yo habría soltado una enorme carcajada.

—Salve, noble señor —fue todo lo que dije ese día.

—Bien, bien —aprobó Estratónico—. Ambón ha enunciado en mi presencia que está buscando un médico de cámara y un acompañante para que supervise sus baños durante su regreso a Roma y su estancia allí. Así que he pensado en ti. Por lo que dicen…

Me miró intensamente a los ojos para hacerme saber que creía que durante cierto tiempo me resultaría agradable ausentarme de Pérgamo.

¿Roma? Por qué no. Tanteé la idea con cuidado, la analicé y le di muchas vueltas. Eso resolvería muchos problemas. La carga de la humillación diaria que me esperaba en los callejones de Pérgamo desaparecería de golpe de mi vida. ¡Roma! ¡No más miradas despectivas, no más cuchicheos y no más pintadas burlescas! ¡La capital! ¡El foro! ¡La corte imperial! Lentamente mi angustia fue desapareciendo. Mis sentimientos enfebrecidos habían estado a punto de enviarme al abismo y ahora, sólo una hora más tarde, me salía al paso esa oferta. Le estaba terriblemente agradecido a mi maestro. ¿Qué importancia tenían Pérgamo y sus mojigatos para mí, si podía trabajar en el centro del mundo como protegido de un hombre eminente? Eso pensé mientras recuperaba lentamente el ánimo para vivir. Pérgamo podía intentar convertirse en primera ciudad sin mí. Yo me iba a un sitio en el que me valoraban. Observé a Ambón, quien, expectante, había extendido sus gruesos dedos de anciano sobre su imponente barriga y me sonreía ligeramente. Pues bien, iría a Roma, para esconderme.

—El dilecto edil —añadió Estratónico, a quien había empezado a inquietar la larga pausa que habían requerido mis reflexiones— no abandona nunca el recinto del templo, por lo que dicen. No conoce la ciudad. Por eso le he ayudado en su elección y te he propuesto a ti. Apreciado Claudio —añadió, alzando la voz.

«Di algo», me estaba insinuando. Carraspeé.

—En efecto, estaría encantado de poder serle útil de algún modo. —Me incliné con diligencia y cobré valor—. Estoy escribiendo una obra sobre el estilo de vida y el ejercicio en la edad avanzada, unos planteamientos que le serán de gran provecho. Se basa en la sabiduría de Plinio el Viejo. Y, por supuesto, en los conocimientos de la ciencia moderna.

Su rostro se iluminó en cuanto nombré a Plinio. Los romanos apreciaban sobremanera que se valorase la base de su formación. Ya encontraría algo en la obra de Plinio que se ajustase a mis intenciones, ese hombre había escrito bastantes cosas. Cuando regresé a Pérgamo por las colinas, nuestro viaje ya estaba concretado. Repasé todo lo que tenía que hacer, organizar, llevarme. Cuando estuve ante la muralla de la ciudad y una viga recién pintada me saludó con ironía, la desesperación volvió a apoderarse de mí: iba a huir de la ciudad de mi padre, difamado, burlado y completamente humillado. Y eso a pesar de que no tenía ni el más mínimo motivo para avergonzarme. No debía comportarme como un estafador; en realidad, era el joven médico, honrado y próspero, que le había sido presentado a Ambón.

Había reducido drásticamente el índice de mortandad entre los gladiadores que me habían sido confiados, había atendido con éxito y trasmitido confianza al gremio de carniceros. Era un respetado ciudadano de esa población en la que, mientras que yo me iba, vivía impune alguien que había destrozado aposta mi prestigio. Alguien que había provocado al carnicero para que testificase en falso, alguien que había envenenado a los gladiadores, había traicionado a Aquilia y había asesinado a Narciso. Alguien, de repente lo vi claro, que casi me había matado con el torno de entrenamiento y me había metido escorpiones en la consulta. ¡Alguien!

Se oyeron unos crujidos en el creciente crepúsculo. Agucé la vista. ¡Ahí! Una silueta fantasmagórica salió por la puerta e intentó llegar al muro. Me abalancé sobre él y le quité el pincel.

—¡Eh!

Se zafó de mi ataque con protestas.

—¿Quién te ha enviado, eh? ¿Quién te paga para hacer esto, eh, piojo?

Le rompí la nariz y sólo después leí lo que había escrito: «Diomedes vende pan duro».

Por primera vez desde que había vuelto a mi patria, mi tío Herodes entró en mi casa. Mandó que lo trajeran en litera, rodeado de una gran comitiva, y que lo dejasen ante la puerta exterior para que todos los vecinos tuvieran tiempo de ver cómo el hombre más rico de Pérgamo visitaba a su atribulado sobrino. Dos esclavos lo levantaron y lo llevaron al interior para dejarlo finalmente sobre un sillón que ellos mismos habían traído, y en el que mi tío se enderezó con dificultad.

—La gota —dijo en respuesta a mi mirada compasiva e interrogante— me obliga a yacer en cama y a retorcerme más de dolor cada día. Por eso —añadió, y se dejó caer tras soltar otro gemido— estoy aquí. Tus vendajes siempre me han sentado bien. Soy demasiado viejo y estoy demasiado enfermo para escoger a un médico del que no haya probado ya sus habilidades. Además, eres mi sobrino. —Quise demostrarle mi agradecimiento, pero lo rechazó—. Menipo, no obstante, todavía está algo confundido. Ha preferido esperar fuera. Es demasiado joven.

—Claro. —Apreté los dientes con furia y me levanté—. Prepararé enseguida tu esencia. Seguro que tienes prisa.

—No, no —respondió mi tío. Señaló con su bastón la chimenea—. Si mandas encender un fuego, estaré encantado de pasar la tarde contigo, ¿qué me dices?

Sólo pude mover la cabeza, emocionado. Salí para dar las órdenes pertinentes.

Al final de la tarde, mi buen tío me había transmitido un par de profundas opiniones sobre la política interior de la ciudad. No preguntó qué había de cierto en las imputaciones que se me hacían y tampoco quiso escuchar mi defensa. Con todo, me dio una buena lista de consejos para recomponer mi prestigio maltrecho.

—Disfruta de las cortesanas más influyentes y cúbrelas de oro —explicó entre risas sofocadas— para que en los simposios se deshagan en elogios sobre tus habilidades en la cama.

También me recomendó que contratase a profesionales para que tapasen las pintadas adversas que me vilipendiaran.

—Además, estaría bien que esta noche hicieras llegar algo de dinero a las arcas de la ciudad. —Tosió suavemente y se acercó al fuego. Fui corriendo a ayudarlo—. Gracias, jovencito. Verás, en última instancia todo depende del Consejo. Así pues, dona una pequeña suma para los acueductos y busca un templo al que quieras ayudar financieramente.

Le prometí al tío Herodes que haría todo lo que me había recomendado y, después de una larga velada inesperadamente agradable, e incluso casi amistosa, lo acompañé en persona hasta la litera que lo esperaba frente a mi puerta.

Vi a Menipo, que se movía inquieto en el creciente frío de noviembre. Nos contempló mientras salíamos por el luminoso hueco de la puerta. Indicó a dos esclavos que fuesen a buscar a su padre y me miró un instante, sin decidirse, mordiéndose el labio inferior. Entonces se volvió y dio orden de marchar. Los seguí un rato con la mirada. El aliento salía de sus bocas como humo en la noche.

Las prescripciones del tío Herodes resultaron efectivas. Al poco tiempo volvía a vagar despreocupado por las calles sobre las que diciembre había esparcido algo de nieve aquí y allá. Ya no era el tema principal en las paredes; Diomedes y otros escándalos me habían sustituido. Hacía demasiado frío para que la gente se reuniese a chismorrear alrededor de las fuentes. Pérgamo gozaba de una calma invernal.

El Consejo no lograba emitir un juicio oficial sobre mi comportamiento. Había hecho una donación a un templo y había mandado restaurar un acueducto. La relación entre mi ciudad paterna y yo quedó casi por completo restaurada. De vez en cuando todavía creía oír risas a mis espaldas, y entonces me obligaba a no apretar el paso. Jamás volvería a huir como lo había hecho en mi infancia, cuando subía corriendo las escaleras para no escuchar las burlas de mis rudos compañeros. Me lo había prometido. Por probar, me dirigí hacia la forja de uno de los compañeros de escuela que me habían humillado de pequeño y le encargué unos escalpelos nuevos para Roma. Él, su esposa y sus cinco diablillos se inclinaron respetuosos, como tocaba, y el hombre prometió entregarme sin falta lo que le había solicitado. Al salir, me pregunté si no sería que no me había reconocido. Pero estaba contento.

En primavera, cuando los carniceros volvieron arrastrándose, ordené a Crates que los echara. Sin embargo, el verdadero desagravio me aguardaba más adelante, cuando oí que al médico de las termas que me había sustituido se le morían los gladiadores uno tras otro. Se decía que missus ya no significa «indultado», sino «condenado a morir bajo el escalpelo». No pude sino reírme con ganas al saberlo. En las lápidas que había camino de la escuela de gladiadores, junto a la columna de Hilas, se amontonaban inscripciones que decían cosas como: «No lo mató el enemigo, sino una herida».

Cuando el Consejo empezó a tantearme para ver si estaría dispuesto a retomar mi antiguo empleo, lo celebré toda la noche bebiendo vino a solas, brindé con los viejos sofás amarillos y me emborraché. Me sentía feliz, cantaba. Durante un par de horas estuve tentado de aceptar la oferta.

Para mi sorpresa, no fue ningún esclavo de la ciudad, sino mi querido primo Menipo, quien se presentó al día siguiente para escuchar mi respuesta y transmitírsela al Consejo.

Observé en silencio cómo su clara decisión de no volver a pensar nada malo de mí le obligaba a hablar por los codos. Se extendía sin parar, sobre los amigos, las termas, las noches en el Musarion, como si nos hubiésemos visto la noche anterior, no como si hubiese evitado verme durante meses. No tuvo a bien darme ni una excusa ni una aclaración de por qué me había esquivado a conciencia durante este tiempo. Aliviado al ver que yo no mencionaba el tema abiertamente, bebió una copa tras otra, brindó a mi salud y charló sin cesar. Yo me reía, le servía más vino y escuchaba con atención su agotador parloteo, mientras iba perfilando mi decisión. Al despedirse delante de la puerta, me tomó con confianza del brazo y musitó:

—Estoy tan contento, Claudio. Nunca lo llegué a creer de verdad.

En ese momento me habría gustado darle un bofetón. Sin embargo, acepté agradecido la invitación para el banquete inicial de los próximos juegos. Lisandro era el organizador, una vez más. Probablemente, con ese espectáculo ostentoso en la arena quería salvar el prestigio y la reputación de su hijo pese a los planes de sus compañeros del Consejo. Por lo que decían los costes del espectáculo casi le habían llevado a la ruina. No, esa tarde no pensaba ahorrarle mi presencia. No se enteraría hasta más adelante de que tenía pensado rechazar la propuesta del Consejo y que quería irme a Roma.

Según es costumbre, la víspera de una lucha de gladiadores se celebra un banquete público. Desde el punto de vista médico, siempre lo había considerado una tontería. Los luchadores dormían mejor con una cena equilibrada. Sin embargo, el organizador no quería desaprovechar la ocasión para jactarse de su riqueza y su generosidad, para que el público contemplase de cerca sus luchadores preferidos, los agasajase y se convenciese de su enorme fuerza. El piadoso deseo del organizador era que los gladiadores aprovecharan la oportunidad para disfrutar una vez más plenamente de su corta vida.

Cada uno lo hacía a su modo, según su temperamento, como pude comprobar de nuevo al zambullirme en la festiva muchedumbre. Algunos se sentaban a la mesa, como si tuvieran bastante con abrazar una última vez a todo el mundo, trasegar vino, cantar, berrear y abalanzarse sobre las mujeres. Otros permanecían callados frente al plato, no probaban el alcohol y contemplaban serios a sus posibles contrincantes del próximo día. Vi que uno rezaba en silencio. Sus labios murmuraban y miraba a su asado a punto de echarse a llorar.

No quedaban muchos de los que yo había conocido. Crixo había muerto, derrotado en la lucha contra su misteriosa enfermedad. El público le mostró los pulgares hacia abajo en su última actuación desesperada y Caronte le cortó la garganta mientras yacía indefenso. Tampoco vi a Prisco por ningún lado. Hércules, sin embargo, seguía allí, lozano y con mejor cara que nunca. Me saludó con un gesto despreocupado. Sostenía un ala de pollo en su puño alzado. Me acerqué a él.

—¡Hércules, viejo luchador!

—Te echamos de menos, amo, de verdad.

Lo abracé emocionado y empezamos a hablar con entusiasmo de la escuela de gladiadores. Me explicó que Prisco había muerto en la mesa de operaciones de mi negligente sucesor, que lo había dejado desangrarse de una herida en el muslo. También Neroniano había fallecido a causa de las heridas recibidas en un duelo. Pero Amazonia todavía vivía.

—Es una zorra dura —reconoció Hércules.

Antes de que yo pudiera protestar, se levantó y por encima de las cabezas de los demás invitados le hizo vigorosas señas a la luchadora morena. Estaba rodeada de una horda de adinerados y jóvenes admiradores que intentaban embriagarla. La idea de acostarse con una gladiadora la noche anterior a un combate, sí, de ser quizás el último que la abrazase antes de la muerte parecía beberles el juicio a todos ellos. A todos menos a la propia Amazonia, que, perezosa, como una buena luchadora, no prestaba atención a las inútiles estratagemas de sus contrincantes. Comprobé con alivio que se había vestido correcta y recatadamente con una fina túnica. Antíoco seguía manteniendo con firmeza su máxima de que la escuela de gladiadores no era un burdel. Esperé que también tratase bien a Aquilia.

—Ése de ahí, la llorona, es Dracón —señaló Hércules, que seguía parloteando. Su flujo verbal sólo se veía interrumpido por los grandes tragos de vino y los bocados de carne que desaparecían entre sus dientes—. En realidad se llama Timoteo, es un comerciante fracasado que quiere pagar sus deudas a su manera.

Fruncí el ceño.

—¿Se ha vendido como esclavo a la escuela voluntariamente?

Hércules asintió.

—Ha prestado juramento, ha sido marcado a fuego y azotado. Si quieres saber mi opinión, no sobrevivirá a su primer combate. Los que creen en él no volverán a ver su dinero. Eso ocurre a menudo con los voluntarios. Ah, Amazonia, reina de la noche, ven a mis brazos.

Ésta se deshizo a codazos de sus colegas de un modo encantadoramente grosero y alcanzó la copa de Hércules para beber de ella un largo trago. La saludé.

—Por cierto, ¿donde está tu compañera? —pregunté con tanto disimulo como pude.

—Se desangró —respondió, escueta—. Durante el aborto.

Aún podía ver a Aquilia tendida en su cama, muy abiertos sus ojos extrañamente separados, el pelo alborotado durante el sueño, sujetándose el cuerpo embarazado.

—Se debatió como una fiera —añadió Amazonia, y me dirigió una mirada escrutadora—, les dio una patada en los huevos a sus guardianes y mordió al médico. Pero no le sirvió de nada.

Asentí en silencio.

—Hércules, no deberías beber tanto —dije de repente, desahogando mi amarga desesperanza contra el inconsciente gladiador—. Si no, mañana tendrás la vista nublada.

Entretanto era a mí a quien había entrado algo en los ojos y tuve que parpadear.

Hércules, que no había notado nada, se defendió entre risas.

—Siempre lo he hecho así, noble Galeno —se apresuró a garantizarme—. Antes de cada combate. Carpe diem, ésa es mi máxima.

Una mujer le salió al paso y le pidió un mechón. Me di la vuelta y noté que Amazonia me estaba mirando intensamente.

—No era hijo tuyo —dijo con su monótona manera de hablar.

—¿No tienes miedo de que te pase lo mismo? —le pregunté sin hostilidad, pues me parecía demasiado insensible.

Se me ocurrió entonces que su oficio no le permitía ser sentimental.

—¿Yo? Me tiré al médico. A mí ya no me hará nada.

¿Qué podía responder a eso? Codo con codo observamos en silencio durante un rato el hervidero de invitados. Los sacerdotes que caminaban entre la muchedumbre con la cabeza cubierta y saludaban comedidos con sus varas doradas, las hetairas con la piel desnuda y adornadas con innumerables joyas, los jóvenes de la ciudad que contemplaban boquiabiertos la inusual pompa. Los más atrevidos de ellos intentaban tantear los músculos de sus ídolos y después salían corriendo. Una noble dama, oculta por un velo y acompañada por dos esbeltos perros asiáticos atados con cadenas de oro, miraba fijamente a Hércules, con tanta avidez como si se tratara de un hueso que quisiera disfrutar con sus dos mascotas. Sin embargo, él no le prestaba atención.

—¡Eh, pulgosos, mi vino!

Dando voces, pero siempre bonachón, le arrebató la copa de plata a un niño de unos siete años que antes se la había arrebatado de encima de la mesa para probar el prohibido jugo de las viñas.

—No es para vosotros.

El despierto chiquillo y su hermano, hijos de patricios que sin duda se habían escapado de su ama de cría, huyeron con gran alboroto en busca de otra víctima entre el bullicio. No pude evitar reír a carcajadas.

Carpe diem —le grité a Hércules—, tu lema.

—¡Nobles señores!

Con ese saludo atrajo Lisandro hacia sí la atención general. Todas las cabezas se volvieron hacia su mesa. Allí estaba él, el bien rodeado Lisandro, que elogió su propia hospitalidad. A su derecha tenía al médico de las termas, cuya espigada y esquelética silueta me costaba imaginar entre los brazos de la fuerte Amazonia y que, no obstante, decidía sobre la vida y la muerte de la gladiadora. Fue terrorífica la mirada que me lanzó cuando me descubrió entre las primeras filas de oyentes. Sin embargo, me limité a levantar el mentón y sonreír con ironía. Por mucho que se encolerizara, yo sería el definitivo candidato propuesto por el Consejo para sucederle. Por su expresión, era evidente que ya lo sabía. A la izquierda de Lisandro estaba la persona que más había temido encontrarme esa noche, y mi deliciosa sonrisa irónica por el enfado de su hermano desapareció de golpe.

También Antínoo me lanzaba tímidas miradas de reojo. Ya no escuché nada más de lo que Lisandro tenía que comunicar a sus invitados y, cuando el discurso hubo terminado, busqué con perseverancia entre la muchedumbre a mi antiguo amante, que miraba sin cesar a su alrededor, como si buscase con los ojos un salvador o una vía de escape. Sin embargo, a pesar de que no dejaba de volverse, se quedó allí. Me alegré de que no se marcharan pues había algo que quería preguntarle. ¿Quién le había contado al Consejo, por ejemplo, lo de Aquilia? O ¿por qué no había vuelto a mi lado? Justo cuando conseguí llegar hasta él entre la multitud, su hermano, el médico de las termas, me salió al paso.

—Vaya, Claudio Galeno. —Su reprimida sonrisa no era digna de tal nombre—. Por lo que se oye, estás otra vez en boca de todos.

No me digné contestarle. Quería volverme de nuevo hacia Antínoo, que cambiaba de postura con nerviosismo y era evidente que todavía luchaba contra el deseo de salir corriendo.

—Ahora —prosiguió mi adversario preferido, que intercambió con su hermano una mirada rápida de advertencia—, ahora que estás otra vez aquí, debes beber conmigo. —Con estas palabras me alcanzó una copa de plata labrada y levantó la suya—. ¡A la salud de los señalados por la muerte! —brindó por los gladiadores.

—¡A la salud de los pacientes! —repliqué, furioso, y llevé el vino a mis labios.

—¡No! —exclamó enseguida Antínoo.

Ambos, sobresaltados, nos volvimos hacia él. Bajé la mano hasta dejar la copa sobre la mesa que separaba nuestro grupo del resto de la sala.

—Antínoo, ¿qué pasa? —gritamos el médico de las termas y yo casi al unísono.

Solté la copa y di un paso hacia él.

—No —volvió a exclamar Antínoo.

Su hermano siguió su mirada, se puso blanco y se abalanzó hacia delante, pero ya era demasiado tarde. Uno de los traviesos chiquillos que antes habían asediado a Hércules me había robado la copa y había bebido un largo trago. Antínoo abrazó con fuerza al niño, que se revolvió en sus brazos y mudó la cara, sofocado.

—¿Antínoo?

La voz interrogadora que sonaba desde la lejanía era la de Lisandro, quien nos miraba con preocupación desde el diván donde se había aposentado. Cuando vio que el pequeño se estaba ahogando en brazos de su primogénito, lo recorrió un escalofrío. Sus labios formaron palabras incomprensibles. Lo miré a él, a Antínoo y a su hermano. Y comprendí lo que ocurría, finalmente también yo lo comprendí.

—Lo sabías —susurré—, tú lo sabías y participaste en ello. —Le golpeé en el hombro y lo hice tambalearse. Antínoo no se defendía—. Le contaste a tu hermano la historia de Aquilia. Responde —lo increpé, y volví a darle un empujón—. Responde, por lo que más quieras —le apremié casi gritando—. Y los escorpiones y el torno de entrenamiento, todo lo hiciste para que tu hermano consiguiese el trabajo…

Me quedé sin palabras. Levanté el puño, para estrellarlo lleno de ira sobre su hermoso rostro. ¡Oh, cómo me habría gustado oír cómo se rompía esa nariz!

—¿Qué te habías creído, eh?

Lágrimas de ira aparecieron en mis ojos.

—Es nuestro sobrino —balbució Antínoo, todavía conmocionado por el golpe, y en lugar de darme una respuesta, estrechó sin mirarme al niño y volvió a murmurar—; es nuestro sobrino París.

—¡Haz algo! —increpó Lisandro a su primogénito—. Tú conoces esa sustancia. Haz algo. ¡Deprisa!

El color del rostro del médico de las termas pasó del blanco al verde mientras miraba alternativamente y con impotencia a su agonizante sobrino y a su padre. Levantó las manos y las dejó caer de nuevo.

—Quizá compresas frías… —La voz le falló.

Solté a Antínoo y lo empujé violentamente a un lado.

—¿Qué era eso? —le increpé bruscamente, y olí el fondo de la copa—. ¿Belladona? —chillé al azar, mientras él guardaba silencio. Su expresión era lo suficientemente elocuente—. Y ¿cuánta? —No contestó—. ¿Cuánta? —grité tan alto que hasta la última voz de la sala se acalló.

Apenas entendí lo que dijo. Moví colérico la cabeza, la dosis era letal, debía de haberlo sabido.

—¡Leche fermentada! —pedí con voz apremiante.

Lisandro vaciló, apretó los dientes y empujó a uno de sus esclavos hacia mí para que me trajese lo deseado. Él mismo se plantó con las piernas abiertas ante el enfermo y yo. Pero no le hice caso. Sus brazos cruzados, casi anudados entre sí, revelaban el miedo que sentía.

—¡Agua caliente! —ordené—. ¡Toallas, hidromiel! ¡Crates! —exclamé llamando a mi guardaespaldas, que se apresuró a acudir cojeando—. Mi maletín de la consulta, rápido, tráelo todo.

Crates corrió a por ello mientras yo sujetaba la cabeza al niño, que se convulsionaba, y le hacía beber la leche de ácido olor. El pequeño cuerpo se debatía. Escupió y vomitó. Lisandro dio un paso adelante y quiso protestar, pero le hice un gesto violento con la cabeza.

—Así está bien, pequeño —murmuré satisfecho—, escúpelo todo, déjalo salir.

Con un par de rápidos golpes le ayudé a vaciar por completo el estómago. Le di a beber el hidromiel y, cuando estuvo más tranquilo, le hice una sangría. Cuando Crates volvió con mis cosas, ya estaba casi todo hecho y el pequeño Paris descansaba envuelto de pies a cabeza en toallas calientes. Sobre su tembloroso labio superior aparecieron las primeras gotas de sudor. Busqué en mi maletín y preparé las hierbas para una infusión.

—Ahí tienes. —Le tiré a Lisandro la dosis sobre la mesa—. Cada hora una taza, tan caliente como sea posible. Esto seguramente sabrá hacerlo tu primogénito, el gran médico.

Noté que la mirada de Antínoo caía sobre mí, pero no le hice caso, tan sólo me lavé las manos con una servilleta, le indiqué a Crates con una seña que recogiera las cosas y me volví para marcharme. Toda la sala me estaba mirando.

Sin detenerme, me abrí camino entre los perplejos presentes, que habían contemplado la escena del niño sin llegar a entenderla del todo. Las mujeres se volvían hacia mí, haciendo sonar suavemente sus tintineantes pendientes. Me despedí de Hércules con un gesto, y él respondió a mi saludo alzando su copa.

—Salve, Claudio —exclamó en el silencio general.

Se extendió un murmullo. Con el pensamiento le deseé suerte para la mañana siguiente.

—¿Claudio? —Era Eumeno, que se abría paso deprisa hasta mí—. Sólo una palabra más, Claudio. El puesto de médico de gladiadores del que habíamos hablado…

—Tendréis que encontrar a otro —le comuniqué—. Me marcho a Roma con el edil Ambón. Dicho sea de paso, te estaría agradecido si en breve pudieras facilitarnos un barco de tu flota.

Tras decir aquellas palabras, abandoné la sala.

—Por supuesto, Claudio, por supuesto —oí que murmuraba el arconte, confundido, tras de mí.

Salí a la fresca y silenciosa noche de marzo. Respiré profundamente. Sí, ya me podía ir. Ya no era un fugitivo. En pocas semanas estaría en las calles de la mayor metrópolis del mundo y la iba a conquistar. ¡Roma! ¡Yo era el hombre perfecto para ella! Regresé a casa con paso elástico. El cielo estaba muy despejado, el mármol de los muros del palacio resplandecía frío y las estrellas bailaban conmigo, sí, bailaban.

Al llegar a casa encontré la carta de Neferure. Silbando, bailando y todavía muy animado, mientras el triunfo de la noche circulaba como vino en mis venas, leí sus líneas, que parecían redondear mi victoria de aquel día.

«Entre nosotros hay muchas cosas que nunca nos dijimos —decía su carta—, y por eso deben permanecer impronunciadas para siempre, pues te marchaste, tal como habías dicho que harías. Nunca ocultaste que Egipto te desagradaba. ¿Qué podía hacer yo? Pero está bien así. Lamenté enterarme de que tu padre había muerto, me habría gustado hablar contigo sobre ello y ahora, tras largas semanas de reflexión, he hecho un retrato de él, como esos que los egipcios me encargan para sus momias. Pensé que debía parecerse a ti, y lo he dibujado tan bello, fuerte y joven como él habría deseado entrar en la eternidad. Quizá quieras depositarlo en su sepulcro. Y piensa alguna vez en él cuando hagas algo en concreto, no importa el qué: pasear por un jardín, contemplar el vuelo de un pájaro en el cielo, o lo que te guste hacer ahora.»

Meditabundo, acaricié el estuche con mi instrumental.

«No lo recuerdes sólo durante la visita a la tumba. ¡Qué pocas veces visitamos los sepulcros! Y los muertos quieren vivir, quieren estar entre nosotros, como los olvidados. Que seas feliz.»

La tablilla que me había adjuntado está todavía sobre mi escritorio. Es el retrato de un hombre joven, los rizos le caen sueltos por la frente, tiene la boca un poco estirada bajo la gran nariz, como si no pudiese decidirse entre una sonrisa o una despectiva expresión de arrogancia. Nunca he visto en ese retrato a nadie que no fuese yo. Mi cuello ya no es tan recio, mi pelo tampoco es tan negro, ni mi mirada tan melancólica, aunque todavía posee el brillo del amor, ese amor que ella conocía y que ha quedado reflejado en el cuadro. Por todos los dioses, ¿por qué no me di cuenta entonces?

¿Acaso no había entendido las reservadas maneras de Neferure? ¿O acaso seguía estando tan entusiasmado con mi actuación, tan eufórico y sediento de fama, que el tono de delicado lamento que se desprendía de esa carta no significó para mí más que la segunda medalla que me habría de colgar aquella noche en el pecho? ¡Claudio Galeno, el hombre codiciado por todos, por arcontes y por bellas mujeres! Sí, después de haberla vilipendiado de un modo tan vil en mi despacho, su confesión me proporcionaba satisfacción. También recuerdo que me asomé a la ventana y a gritos pregoné mi triunfo a la noche. Incluso tenía ganas de golpearme el pecho con los puños. Allí estaba yo, en medio del universo, y vivo. Todo lo que quería lo podía tener, todo. Si en aquel momento sentí por Neferure algo más que una especie de alegría vengativa, la embriaguez de la victoria me lo ocultó en aquel instante y no me di cuenta de ello.

Como el joven loco y prometedor que era, tenía que haberme embarcado hacia Alejandría sin pensármelo dos veces: ¡cuántas cosas me habría ahorrado! En lugar de eso, no obstante, arrugué la carta y, tras un instante de vacilación, guardé el retrato en mi estuche. Partiría hacia Roma.

Hasta pasados unos años no supe que en aquel momento Neferure no estaba casada, ni con el carpintero Jons ni con ningún otro hombre. Nunca se casó. Yo estaba en Roma. Estoy en Roma, preso. Y sólo los dioses saben si por la mañana me será posible volver de nuevo a Egipto, en esta alba que despunta… Espero que ellos permanezcan a mi lado durante esta larga noche.