La marcha triunfal de los césares regresados de Asia ofreció en Roma el espectáculo que podía esperarse. El pueblo se alzó jubiloso y frenético ante los vencedores de los partos que —cada uno en un carro de guerra adornado con guirnaldas— pasaban ante las filas de espectadores. Con una sonrisa entusiasta y alzando el brazo victorioso se presentó Lucio Vero; Marco Aurelio con el semblante imperturbable, acompañado de un esclavo que ni una sola vez tuvo que susurrarle tras el hombro izquierdo que no era más que un hombre y que debía tenerlo presente. Supongo que, más que eso, de vez en cuando le advertía que saludara con la mano a los espectadores, puesto que cada vez que se inclinaba para murmurarle algo en su oído imperial, Marco Aurelio no tardaba en alzar el brazo en un saludo comedido, prudente, triste.

Los que sí estaban entusiasmados eran los intrépidos romanos que se habían reunido en masa desde el amanecer. Comían, bebían, reían, contemplaban boquiabiertos el desfile que pasaba ante ellos y se señalaban unos a otros las cosas más sensacionales. La mayor sensación la causaban los impresionantes prisioneros de guerra orientales, con sus ondeantes mantos de seda y sus lujosas armaduras de escamas doradas, cuya derrota les parecía a todos una hazaña especialmente sobrecogedora. Nadie había olvidado que el primer comandante romano que se había enfrentado a ellos, al ver a sus tropas aniquiladas por completo en el campo de batalla, se había matado con su propia espada. Había sido una hora oscura, pero en ese momento y en ese lugar quedaba borrada y olvidada.

En interminables columnas de carros pasó entonces todo lo que se había saqueado en Ctesifonte y Seleucia: armas y estatuas, cuadros y joyas, valiosos aditamentos y objetos consagrados de las antiguas tumbas de los príncipes partos, y también joyas del templo de Apolo.

Yo contemplaba todo aquello desde la muchedumbre, apretujado entre las masas de gente entusiasmada que había delante de la basílica Emilia, en el foro Romano, y lo veía sin ninguna alegría. Tal vez la pequeña arca del templo de ese dios rencoroso de la que había hablado Casio no estaría ya entre el botín. Sí, acaso en realidad nunca existió.

Y, aunque hubiese existido, probablemente era tan poco responsable de la catástrofe que nos había acaecido como la maldición que, según decía, se desencadenaba al profanar el objeto funerario. Era un objeto como los que desfilaban por delante de nosotros.

Sin embargo, la marcha de nuestras legiones orgullosas y victoriosas levantó un telón de polvo sobre la ciudad de Roma y la obsequió con el trofeo más impresionante de sus tropas: la obsequió con la peste. La peste había seguido, con obstinación e infalibilidad, las huellas de sus botas desde aquel campamento de Antioquía hasta Roma, pegada a los soldados durante todo el largo camino a través de Asia Menor, a través de Grecia y de Iliria. Y aguardaba con impaciencia tras sus pasos confiados, que resonaban con fuerza en las calles, de eso estaba seguro. Ya lo había visto antes.

Allá delante lanzaban flores a puñados, arrojaban al cielo relucientes monedas de oro y, al son de la música de la orquesta, pulverizaban embriagadoras nubes de perfume. Aquello era un desfile de máscaras vital, colorido, estruendoso, alegre y jubiloso. Lo que vendría después sucedería en voz baja, serían unas silenciosas caravanas sombrías, espaciadas al principio, que gotearían de aquel desfile por las calles, serían pequeños desfiles de luto. Sin embargo, cada vez serían más y más. Se unirían, imparables, se convertirían en riachuelos, después en un torrente, una oleada de lamentos que arrastraría consigo toda la vida de Roma hasta los mausoleos y las rugientes piras funerarias de las afueras de la ciudad. Yo veía cómo avanzaba la peste, callada, en el cortejo de la música que me llenaba la cabeza de estruendo mientras delante de mí los estandartes centelleaban. Mire al futuro sin esperanza.

—Endimión, te digo que tú ves la vida con otros ojos.

Mi antiguo amigo brindó a mi salud y sonrió con cierta burla. Estábamos sentados en nuestra posada habitual, el Arena, justo al lado del ludus, adonde solían acudir la mayoría de los gladiadores y también muchos de los médicos. ¡Cuántas veces no habíamos permanecido allí sentados en el pasado, discutiendo a voz en grito sobre nuestros casos y las apuestas del día! Antaño, cuando la fractura de la tibia de un campeón aún era capaz de significar todo un mundo para mí.

Los mismos murales de las paredes que representaban luchadores famosos seguían mirándonos desde las elevadas hornacinas. La misma lámpara de poco gusto, hecha de armas y partes de armaduras, de la que tan orgulloso estaba el dueño porque la había confeccionado él mismo, pendía sobre nuestras cabezas. El mismo aire viciado de siempre envolvía las mismas figuras de antaño con su antiguo vaho de sudor, vapores de cocina y vino rancio. Y aun así: para mí nada era como antes. Sencillamente no tenía la misma sensación, no era lo mismo.

—Tampoco es que tú seas tan viejo —intentó consolarme Endimión, y casi tuve la sensación de que intentaba reprimir una sonrisa.

Por lo menos hasta entonces había tenido la decencia de ocultármela. Con todo, yo la percibía, puesto que el vino ya no conseguía emborracharme como antes. «Ponte, Sol», murmuré dentro de mi vaso. Qué frase más absurda era ésa, ni siquiera una frase, la que acababa de pronunciar.

—Y al final —dijo Endimión, intentando de nuevo quitarme la melancolía de encima— no has estado ni una sola vez en el frente, según me han dicho. Te has quedado deambulando por la corte y te has permitido algunos lujos. —Rió de buena gana y me sirvió otro trago. Después se inclinó sobre la mesa y susurró confidencialmente, con los ojos bien abiertos por la curiosidad—: Dime, ¿es verdad que uno solo de los banquetes de Vero costaba seis millones de sestercios?

Miré a un lado, malhumorado, y contemplé el retrato ya muy desvaído de un tracio con una elogiosa inscripción: «Aquiles, setenta y tres veces invicto.» Eso debió de haber sido mucho antes de mis días, y las letras desaparecían ya bajo una espesa capa de hollín y grasa en la que alguien había escrito a arañazos: «Quinto jode con Pernila». La lama adquiría las formas más diversas.

Endimión seguía esperando mi respuesta, pero yo no tenía ganas de dejarlo perplejo con los detalles del menú de Vero. Sí, seguro que lo habría impresionado diciéndole que lamía la salsa del asado sobre la piel desnuda de su amante o que colocaba piedras preciosas en las copas de sus invitados y les decía que se las llevaran a casa. Pero ya había perdido la afición por ese tipo de sensacionalismos.

—La sociedad de la corte —me limité a gruñir, e hice una larga pausa teatral mientras Endimión me escuchaba absorto—. La sociedad de la corte —repetí de nuevo la frase a regañadientes— no tiene ninguna clase de decencia, amigo mío, decencia, ¿comprendes? Ni, ni… —Intenté encontrar la palabra adecuada en el fondo de mi vaso—. Ni un poquito de corazón.

Endimión se reclinó en su asiento, asintió con ánimo apaciguador e indicó con su expresión que yo le parecía estar mucho más enfermo de lo que había creído a primera vista, y que sin duda necesitaba tranquilidad ante todo.

—Desde luego. —Me dio unas palmaditas en la mano y guardó silencio—. Ven a visitarnos mañana —dijo después para intentar reconfortarme—, a olfatear el aire del circo, ¿qué me dices? Un par de rondas de entrenamiento con los muchachos. Allí encontrarás decencia a montones. Y también corazón.

—Sí. —Asentí con melancolía—. Pero se atraviesan unos a otros con una lanza. —Nos quedamos un rato callados—. ¿Qué pasó al final con mi buceador? —se me ocurrió preguntar de pronto.

—¿Quinto? —preguntó también Endimión.

—El de las mordeduras de escualo —expliqué con impaciencia.

—Sí, se llama Quinto.

Yo eso no lo sabía. Para mí nunca había sido más que «el buceador».

—¿Cómo está? —repetí.

—Oh, de maravilla —me explicó Endimión—. Es decir, estaba de maravilla. Incluso pudo volver a trabajar. Acertaste de pleno con tu terapia. Funcionó.

Dio un gran trago de vino.

—Bueno, pues es una noticia estupenda —comenté, esperanzado.

—Sí, por lo que oí, le iba bien de verdad hasta que tuvo ese accidente y, hmmm, se ahogó. La del buceador es una profesión peligrosa —añadió, con desagrado.

—Sin duda —repliqué. Y, tras una pausa, añadí—: Sin duda en eso tienes razón. —Volví a callar—. ¿Y qué hace Hilas?

En lugar de darme una respuesta, mi amigo levantó la mano y, tras un momento de emoción, dejó caer el pulgar hacia abajo dura y definitivamente. Vi cómo se le humedecían los ojos. Alcé mi vaso para brindar a su salud. Ambos derramamos un par de gotas para Dionisos y para Hilas, el gladiador más grande de Roma, y después ingerimos un largo trago.

—Tendrías que haberlo visto —dijo Endimión, sorbiendo por la nariz y sonriendo entre las lágrimas—. Fue una lucha grandiosa. Todo el mundo gritaba: «Missus, missus», cuando estaba allí tirado… El estadio entero retumbaba con ese grito. Más tarde aún lo tuve un momento en la mesa. —Miró un instante al frente—. Pero él, él ya no me reconocía. —Se enjugó la cara enérgicamente con la manga—. Imagínate —dijo, sin poder evitar sonreír—, su padre, justo cuando cayó el golpe decisivo, sufrió un colapso en su tribuna. Un ataque al corazón, por lo que me dijeron. Ya estaba muerto antes de que se llevaran a su hijo.

—¡Salve, Hilas! —exclamé en un brindis al que se unió todo el local—. Todos tus deseos se hicieron realidad.

—¡Salve, Hilas! —fue la unánime respuesta, aunque no pude ver quiénes eran los que brindaban, porque mis ojos estaban anegados en lágrimas.

Mi reacción era muy extraña. Ni Lucila con su cabello rojo rubí, ni la desaparición de Neferure, ni tampoco la muerte de tantos soldados me habían hecho llorar. Ni siquiera lo había conseguido el ver de nuevo a Crates, mi buen Crates, que estaba avejentado, con profundos surcos desde la nariz hasta el mentón y con una crecida barba gris.

Cuando hube cerrado la puerta de mi ruidosa casa junto al mercado de Adriano, Crates había salido cojeando de la cocina y me había mirado haciendo guiños, como un preso que vuelve a ver por primera vez la luz del día tras meses de cautiverio. Había guiñado y guiñado y se había frotado los ojos con las manos. Luego había desaparecido de pronto en la habitación contigua sin decir palabra, con los hombros estremecidos, y me había cerrado la puerta delante de las narices. Yo había querido precipitarme tras él para pedirle cuentas por esa bienvenida no precisamente muy afable; no podía ser que después de dos años siguiera todavía enfadado conmigo. ¡No quería dejar que ese criado y esclavo me reprendiera de tal manera! Y, a decir verdad, no me habría sentado mal un caluroso abrazo. Sin embargo, al oír los roncos lamentos que venían del interior de la habitación, no me había decidido a entrar. Tras darle un puñetazo al marco de la puerta, me había marchado a buscar a Endimión.

—¿Vamos allá?

Asentí y, cada uno con el brazo sobre el hombro del otro, caminamos tambaleándonos por el tibio aire crepuscular hasta llegar al ludus. En la arena de entrenamiento, las armas de los hombres imperturbables repiqueteaban bajo el ciclo, que poco a poco se teñía de rojo.

—¡Mira! —Endimión los señaló con el orgullo de un jefe del ejército que contempla a sus legiones—. ¿Acaso no son hombres formidables? ¡Hola! —saludó entonces a las putas que, como siempre, ocupaban los bancos de madera cuando no pasaba nada en el Coliseo.

Las risitas y el tintineo de pulseras baratas de cobre resonaron al vernos. Nos acercamos a trompicones. ¡Ay, qué bien sentaba un poco de risas, tintineos, calidez y perfume! Me dejé abrazar por un par de brazos suaves, igual que mi amigo, el médico de gladiadores, y me recliné sobre el barco.

—¡Mira! —exclamaron las mujeres, y—: ¡Allí! —Y—: ¡Ése es Proteo! ¿A que es un encanto?

Sabía lo que contemplaban con tanta emoción mientras sus manos acariciaban con docilidad nuestros muslos marchitos. Veían músculos, piel tirante y carnes turgentes. Antes también yo había visto lo mismo. Sin embargo, ya no veía más que venas por las que circulaba la sangre, envoltorios frágiles para un bien precioso, y conocía la facilidad con la que se desgarrarían y dejarían brotar sin remedio ese humor portador de vida. Yo veía el complicado tejido de los músculos y los órganos vulnerables en sus membranas, tan fáciles de destrozar. Ellas veían la fuerza de los golpes y la risa irresistible. Yo, por el contrario, veía el complicado juego de los ligamentos, el frágil panal de los tejidos óseos, las delgadas vías de transmisión nerviosa, que no se podían cortar sin causar un daño irreversible.

—¡Aaah! —gemí cuando dos manos se abrieron camino bajo mi vestimenta.

Los ruidos de la lucha, allá abajo, fueron acallándose poco a poco y fueron sustituidos por el arrullo de los mirlos que anidaban en los árboles del recinto. En el translúcido azul del cielo, sobre nosotros, se alzó poco a poco el lucero vespertino. Suspiré. Mientras mi pensamiento se liberaba, bajo los jadeos de nuestras putas no dejaba de oír el susurro rojo de la sangre en las venas. Qué compleja era la constitución de las personas. Y qué frágil, qué deplorablemente frágil y perecedera.

—¡Frontón!

Abracé al viejo rétor con auténtica alegría.

—¡Gracia!

En la sonrisa del saludo de la mujer se entremezclaban la tristeza y una súplica que sólo estaba destinada a mí. Durante un instante demasiado largo permaneció ante mí y me miró intensamente a los ojos antes de soltarme y ofrecerme un asiento. Comprendí lo que quería comunicarme de esa forma discreta al ver el cansancio y los dolores con los que el anciano maestro del Emperador intentaba colocarse con más comodidad en su silla. Recordé que ya entonces sus hombros habían parecido huesudos y frágiles bajo mis manos. Gracia también se sentó entonces, sin dejar de estrujarse los dedos. Le hice el favor de sacar enseguida a colación el tema de la salud e intenté tantear a Frontón sobre la suya, con delicadeza pero también con tenacidad. Sin embargo, él, a quien por lo general le encantaba el tema y a menudo solía debatirlo hasta los límites del buen gusto en sociables tertulias, esta vez lo desestimó. Rebuscó exaltado entre los papiros que se amontonaban en su mesa, delante de él. Un médico inexperto habría creído que el rubor que cubrió sus mejillas al levantar la vista y sonreírme era quizá saludable.

—Todos los documentos de mi querido Vero sobre su maravillosa campaña militar —me explicó—. Material para la historia de la guerra contra los partos que debo escribir. Y cada día llegan otros nuevos.

«Sí —pensé—, instrucciones sobre cómo elaborar de forma ventajosa su fama póstuma.» Pero no dije nada.

—Incluso le ha pedido a Avidio Casio que documente sus memorias y las ponga a mi disposición. Las del general Estacio Prisco ya están por aquí, en algún sitio. —Se puso a rebuscar—. Pero si las acabo de… —Gracia me miró en busca de ayuda, pero antes de que pudiera decir nada, Frontón se sumergió con total alegría en aquel montón de escritos y volvió a emerger—. ¡Aquí están, aquí! Y además hay muchas cartas de mi valiente discípulo. ¿Acaso no es una suerte para un historiador poder deliberar de forma tan inmediata con los testigos oculares de un gran acontecimiento histórico?

Dudé de que Lucio Vero hubiese visto mucho de esa guerra. Seguramente un parto sólo le habría llamado la atención de habérselo encontrado entre los muslos de Pantea.

—¿Cómo eran las cosas en el frente de Partía? —preguntó anhelante Frontón, que por lo visto acababa de caer en la cuenta de que, en el fondo, en mí tenía a otro testigo—. ¿Qué experiencias tuviste?

—Querido, por favor, el bueno de Claudio es médico —terció Gracia, implorante, y su imperiosa mirada me dijo que me atuviera a ese papel e intentara hacer algo.

—Naturalmente, claro que sí —replicó Frontón—. Tú te preocupas de los heridos. Seguro que te quedaste tras las filas y no metiste las narices en el tumulto, donde el viento sopla con fuerza. Eso —dijo para consolarme— viene dado por tu profesión y en modo alguno es una deshonra.

Me dio unas palmaditas tranquilizadoras en la mano.

Pensé en el valetudinarium pestilente y lleno de los quejidos de los moribundos en el que había pasado mis noches y me esforcé por dirigirle una sonrisa indefinida.

—Preferiste quedarte en tus bonitas y limpias salas con los enfermos.

Gracia casi saltó de su asiento en su intento por decirme con gestos que tomara las riendas de la conversación de una vez por todas. Así pues, me tragué la humillación, pero la exaltación de Frontón no me dio ninguna oportunidad. Acariciando embelesado la carta de su discípulo querido, dijo:

—¡Cómo me habría gustado verlo cabalgar!

«Y a mí también», pensé. Montar le habría hecho mucho bien a la salud de Vero.

—Claro que debo confesar que en aquel momento estuve muy preocupado por el buen Lucio. «Igual que yo», me dije con amargura.

—A veces incluso tuve la sospecha de que a lo mejor no se desenvolvería tal como sus inclinaciones dejaban esperar. Que podría malbaratar.

Suspiró, yo enarqué una ceja. ¿Habría sabido el anciano que Lucio, cuando iba a la escuela con Marco, le había copiado a éste? Sin embargo, Frontón desechó aquella idea.

—Ahora casi me avergüenzo de ello —dijo con las mejillas intensamente sonrojadas. Después me cogió la mano—. Tiene que haber sido un sentimiento muy especial haber vivido en la corte de semejante Emperador.

Eso no podía negárselo. Desenfreno, repugnancia, horror, miedo a la muerte, pocas veces se encontraban tantas emociones interesantes y tan juntas.

—Tú siempre lo has preferido a Marco —adujo con reproche Gracia, que también se había dejado arrastrar por el tema.

Y la mirada gacha de Frontón delató que su reproche había dado justo en el blanco. Es probable que siempre hubiese sentido una preferencia secreta por el menos digno pero el más afable de sus discípulos. Y ahora veía una posibilidad de justificarse a sí mismo y justificar sus sentimientos impropios. Al fin había un motivo para alabar oficialmente a Vero. La historia de la guerra de los partos, no me cabía duda, sería toda una sensación, y también el retrato impecable de un gran soberano.

Tomé la mano de Gracia entre las mías para consolarla y pensé que era una pena que hubiese tan pocas esperanzas de que su marido llegara a terminar esas historias. Pues Frontón era un hombre muy enfermo. Me dispuse a decírselo. Sin embargo, como si hubiese presentido mis palabras, el anciano alzó la cabeza y me miró largo rato, con una repentina gravedad.

—Puede que ésta sea mi obra más importante, Claudio —dijo—. Es algo nuestro que permanecerá, tal vez, cuando la historia ya nos haya dejado atrás a nosotros y nuestra vida insignificante.

—Querido mío —lo interrumpió Gracia, y se apresuró a ir junto a su silla para abrazarlo—. Aún vivirás mucho. ¡Claudio! —exclamó con impaciencia—. ¡Di algo!

Me aclaré la garganta.

Con todo, fue Frontón el que siguió hablando. Se separó con dulzura de los brazos de su mujer.

—No hablo de mí, Gracia. Hablo de todos nosotros.

Señaló con la mano el interior de la casa con sus fuentes y sus estatuas pálidas en el crepúsculo, el salón de columnas con sus murales, los valiosos rollos escritos de su regazo. Su gesto abarcó las escenas míticas de los mosaicos del suelo, el jardín aromático y bien cuidado con sus cantos de cigarra, los parques que había más allá del tejado del peristilo de su villa y, aún más lejos, la ciudad, cuyas luces iluminaban el cielo sobre nosotros. Abarcó esa noche tranquila y todo el orbe.

—Hablo de Roma, hablo del Imperio, de la cultura que hemos creado y que hemos atestiguado con nuestra vida.

—Pero, querido mío… —Gracia intentaba tranquilizar a su marido. Era evidente que ella había comprendido antes que yo de qué hablaba el viejo rétor—. Un par de bárbaros han cruzado el Danubio y, y… —No encontraba las palabras—. Y eso es todo.

—Es un aluvión. —Se volvió hacia mí, implorante—. Nos empujan desde su territorio hacia el nuestro, presionan y se abren camino con la fuerza de sus innumerables grupos en migración, Claudio. Todo se ha puesto en movimiento.

—Un par de hordas vagabundas —dije para intentar tranquilizarlo.

Sin duda no era bueno para él pensar en esas cosas. Cualquier tipo de exaltación le resultaba dañino. Pensé que tal vez esas alucinaciones exageradas eran incluso un síntoma de su enfermedad, un exceso de bilis negra que le atormentaba el alma. Lo tantearía y le volvería a preparar una dieta.

—Ya lo oyes —me secundó Gracia—, no son más que un par de bárbaros andrajosos y mal abastecidos.

—Sin orden, sin ley, sin cultura, sí —corroboró Frontón—. Y están en suelo romano.

En eso último tenía toda la razón, debía admitirlo. Justamente esa mañana había escuchado en el foro que, de hecho, podrían haber llegado hasta cerca de Verona. Todos estaban de acuerdo en que había llegado el momento de hacerlos retroceder de nuevo hacia Recia.

—¿Me dejas que te tome el pulso un momento? —le dije a Frontón.

—Y han incendiado Opitergium.

—¿Qué?

Por un instante me pareció que los latidos se hacían cada vez más débiles bajo mi pulgar y por último morían. Pero fue sólo una ilusión.

—No han dejado piedra sobre piedra —repitió.

—Pero sólo son bárbaros. —En ese momento no se me ocurrió nada inteligente. Me obligué a rehacerme, volví a asir su muñeca e intenté concentrarme—. ¿Has comido últimamente mucha carne grasa? Ya va siendo hora de acabar con ellos —mascullé aún.

Durante un rato no se oyó nada más que el susurro del viento nocturno en los cipreses y el seco «toc, toc» del pulso de Frontón en mi oído.

—Se asientan —dijo entonces.

No reaccioné. Me pareció que la sístole se producía con una extraña demora y pensé…

—Se asientan —repitió—. Se asientan con firmeza en nuestro territorio, y vienen más.

Le solté la mano. Gracia lo vio y se llevó las manos a la cara.

—¿Se asientan? —pregunté con cortesía.

En aquel momento prefería cualquier cosa a que Frontón me preguntase por el resultado de mi examen; a un hombre así no se le miente a la cara.

—Ellos son jóvenes, nosotros somos viejos, —declaró—. Quién sabe qué quedará de nosotros.

Yo no me sentía tan débil como el buen Frontón veía a los romanos. No pensé que la próxima guerra fuese a cambiar las vidas de todos nosotros, que fuese a cambiar mi vida. Ya no era lo bastante joven como para acoger de buen grado el cambio, lamentaba el desperdicio de tantas vidas humanas. Sin embargo, tampoco era tan viejo como para temerlo de verdad. Siempre hay algo que queda por aprender.

El emperador Marco Aurelio no había subestimado ni por un instante el peligro que representaban los ataques bárbaros. Las visiones de Frontón de la caída del mundo civilizado bajo la afluencia de las hordas bárbaras podían ser fruto de la fantasía de un frágil anciano que sentía próximo su final y sospechaba que el mundo se le escapaba. No obstante, esa nueva amenaza no podía tomarse en modo alguno a la ligera.

El Emperador dispuso de inmediato nuevas legiones y partió hacia el norte. Como para subrayar que acaso había llegado la hora más desesperada de Roma, hizo que se liberaran esclavos e incluso llamó a filas a los gladiadores, un acontecimiento inaudito. Endimión corría de un lado para otro frente al ludus y renegaba contra los oficiales que se llevaban escaleras abajo a sus queridos luchadores hacia el campamento de formación de la legión. Alzaba quejumbroso las manos al confiar a sus preferidos. La plebe de Roma abarrotaba la calle frente al Coliseo para ver cómo se marchaban los luchadores y sentía miedo.

—¡Dejadlos donde tienen que estar! —se la oía murmurar—. ¡Pensad en Espartaco!

Era evidente que un escalofrío recorría las espaldas de todos cuando pensaban en los gladiadores en libertad… y en las armas, aunque aquello ocurriese muy lejos, tras las montañas y tras la niebla, en regiones nunca vistas y con nombres como Recia, Panonia y Dacia. Era una mala señal, un indicio de desorden social, posiblemente el presagio de un caos que lo destruiría todo.

Pasé con mi cofre por detrás de los hombres que discutían, para ir a visitar a uno de mis enfermos. Era el vigésimo al que me pedían que atendiera esa semana. No obstante, ¿cuántos médicos no habría en Roma aparte de mí? Sólo con ver sus úlceras podía decir que las incisiones y el lykion, por muy puro que fuese, sólo serían esfuerzos vanos. Aconsejé el aislamiento del paciente, que era imprescindible, guardé mi instrumental y me marché. De camino a casa intenté no pensar que se trataba de un chiquillo de quizá siete años de edad, y que no sobreviviría a esa noche.

No sé que impulso me movió a dirigirme a las afueras de la ciudad, allí donde estaban las montañas de basura en las que enterraban a los esclavos, los criminales y los desconocidos, y los pobres que no podían pagarse un entierro. Cenizas, humo y polvo cubrían el paisaje desolado, acumulándose sin ninguna consideración sobre las grandes fosas a las que arrojaban los cadáveres, incinerados cuando había tiempo y espacio, cubiertos de cal cuando no se podía hacer más.

No estuve mucho rato solo en el camino. Pequeños grupos que llenaban cadáveres en sacos de tela, carros que transportaban bultos de formas regulares, tirados por esclavos de la ciudad, todos íbamos en la misma dirección, hacia un infierno de fealdad y hedor que nos hizo cubrirnos la cara con la capa y taparnos la boca mucho antes de llegar.

Cuando al fin encontré al vigilante, le dije mi nombre y le exigí información con aspereza. Me maldije por haber tenido aquel impulso.

Con los ojos rojos y la piel destrozada por la cal y la suciedad, el hombre se me quedó mirando.

—Ya hace mucho que no incineramos —gruñó—. Cómo vamos a hacerlo, si la madera se acabó hace tiempo. ¿Quién tiene tantísima madera? —preguntó, se encogió de hombros y se volvió hacia otro lado—. Allí detrás hay dos fuegos antiguos aún en ascuas. Suelen durar semanas. —Señaló al campo de batalla gris como el Hades que capitaneaba—. Pero a los nuevos sólo los tiramos a las fosas. Allí cavaremos otra.

Vi las pequeñas figuras con sus palas, como escarabajos que hurgaban en la inmundicia.

—Nos faltan muchísimos hombres —dijo con una risa atronadora—. Unos que entierren y otros que deberán ser enterrados.

Seguí oyendo su risa durante un buen rato, hasta que volví a encontrarme en las calles limpias del centro. Me fui de inmediato al Palatino para informar a Marco Aurelio, pero estaba ocupado preparando su viaje al norte. Con respecto a la peste, sólo dio la orden de enterrar a los pobres a expensas del Estado y declaró que los que faltasen a un proceso judicial por tener que ir a un entierro no serían penalizados. En cuanto a mi persona, me encontré con un requerimiento escrito que me instaba a seguirlo lo antes posible a su campamento.

Pérgamo ha de verse en un día otoñal, cuando las nubes pasan tan raudas sobre nuestra luminosa ciudad que uno piensa que está en un barco con las velas hinchadas por el viento que navega hacia algún lugar. De todos modos, hay que llevar puesto algo de abrigo, sobre todo cuando uno ya no es joven y, no obstante, está sentado sobre una balaustrada de mármol para dejar colgar las piernas en la corriente de aire del precipicio. Había regresado a mi ciudad natal para tomarme un tiempo en el que reflexionar sobre mi vida. Disponía de tiempo en abundancia, más del que podía necesitar, pues se arrastraba conmigo despacio, como con asma, por las curvas pronunciadas de las calles de Pérgamo. Sólo mi pensamiento no quería progresar a buen ritmo.

Tenía casi cuarenta años y me sentía preparado para enfrentarme a mí mismo y rendirme cuentas por la vida que había llevado hasta entonces. Sin embargo, todo cuanto sucedió fue que me aburrí, me perdí en un par de recuerdos sentimentales y además no tardé en empezar a anhelar una ocupación. Es un auténtico error creer que se puede desenterrar el propio pasado, como una ciudad desaparecida en la tierra, y encontrar allí tesoros —o tal vez sólo añicos, vestigios, testimonios de una existencia anterior— que todo ese tiempo han permanecido intactos en el suelo y que salen entonces al encuentro de uno como testigos irrefutables.

No hay ningún recuerdo que no haya quedado transformado por el transcurso de la vida. Allá donde uno excava, lo único que encuentra siempre es el propio presente deplorable, que reclama todo lo que sucedió antes como sus antecedentes personales. No hay enterrada ninguna piedrecita que no encaje en la imagen del retrato actual. Las imágenes antiguas a las que pudo pertenecer están desvaídas, han desaparecido, en el mejor de los casos quedaron etiquetadas como «camino equivocado» y fueron guardadas en una cámara auxiliar que a veces se abre con motivo de la confesión de lo que uno considera una antigua falta y que intenta almacenar, o padecer.

Todo se ratifica a sí mismo, en ningún lugar acecha ninguna sorpresa. La red de caminos está marcada, de modo que vagué por mi propio pasado como por el mismo Pérgamo, pasando siempre deprisa ante las fachadas conocidas, que no tenían nada nuevo ni sorprendente que comunicarme. ¿Cómo me veía entonces? Afortunado. Solo. Con una ligera inclinación a apreciar en exceso mis propias facultades, que, no obstante, creía conservar, puesto que en el fondo dudaba poco de mi genio. Estaba decidido a envolverme en una vida de calma, alejado de las grandes tragedias de la historia, de la fama pública y de la responsabilidad.

En aquel entonces no me parecía que nada apuntase en otra dirección. Y aún hoy, esta noche en la que escribo esto y me esmero en ser tan sincero como puede serlo un hombre que seguramente jamás estará del todo más allá de la vanidad, me vuelve a parecer seductoramente fácil y claro resumir mi vida, redondearla en forma de una historia con principio y final, como si no hubiese saltos ni interrupciones, incoherencias ni inconveniencias de los que la interpretación nada quiere saber y que uno debe aceptar como una casualidad de la vida, encogiéndose de hombros. Como si las numerosas estampas comenzadas y vueltas a abandonar que están ahí almacenadas unas sobre otras y que se disputan entre sí las teselas del mosaico no constituyeran ya un centelleante palimpsesto que pudiera ensamblarse para dar una impresión general de la personalidad pura.

No es sencillo mirar al espejo a los setenta años y decir: «Mira, ése es un hombre que ha vivido, pero que no ha conseguido una personalidad madura, completa, depurada». Por otra parte, el que se impone esa carga de desarrollarse y perfeccionarse de este modo, ¿es tan coherente en su trazado como una alfombra persa? ¿No dicen nada los dioses? ¿Y la historia? Marco Aurelio, sí. ¡Él sí codiciaba ese yugo! Yo, como la mayoría de los mortales, me he contentado con ir avanzando paso a paso, y también tambaleándome con el esfuerzo de seguir siendo humano. No, comprenderse a uno mismo no es un proceso tan arduo; ni siquiera ha de molestarse uno en hacer un borrador. Sólo ha de molestarse en vivir. Con todo, en Pérgamo yo aún no lo sabía. Me había vuelto a esbozar a mí mismo y por eso no pude más que asombrarme con lo que aconteció.

Mi tío Herodes me recibió igual que siempre después de todos esos años. Estaba sentado, medio hundido en su butaca junto al brasero, y a regañadientes me permitió que desempacara al instante el ungüento para el reuma que había llevado conmigo y le diera un suave masaje en la rodilla nudosa. Mientras estaba arrodillado ante él, no apartó la mirada de las ascuas que le iluminaban las arrugas y empezó a criticar con su voz ronca, igual que siempre, a la sociedad de Pérgamo y a sus compañeros del Consejo.

—Y tú —me refunfuñó a mí también—, ¿todavía llevas siempre contigo a ese gladiador tan torpe?

—¿Crates? —Sacudí la cabeza—. No se lo tomes a mal, tío. Está enfadado conmigo porque lo dejé dos años solo.

—¿Quién se ha creído que es, tu madre?

No pude evitar sonreír. Durante su verborrea ininterrumpida me concentré en el masaje y me entregué a los recuerdos agridulces.

—¿Y el médico de los baños? —pregunte al cabo.

—¿Eh? —El tío Herodes tuvo que pararse un momento a pensar—. Ni idea, para serte sincero. El ludus se cerró poco después de que te marcharas. A causa de los ataques de los gálatas. —Carraspeó con fuerza, como hacen los ancianos, y escupió en un plato de bronce que ya tenía preparado. Después prosiguió con un insólito dramatismo—: No hay tiempo para juegos cuando los bárbaros han llegado a nuestras puertas.

Todo eso empezó a recordarme de forma desagradable la última velada en casa de Frontón.

—Bueno, bueno —comenté por ello con indulgencia—, seguro que no estuvieron delante mismo de la puerta de casa.

Una voz jovial me dio la respuesta:

—Pero sí muy cerca de ella. Buenas tardes, Claudio.

Mi primo Menipo entró y me cogió de las dos manos para darme la bienvenida. Según comprobé, se había convertido en el vivo retrato de un hombre de negocios, con un rostro rasurado y limpio, y una firmeza amistosa que no delataba si la sonrisa de sus ojos suavizaba la dureza de sus intenciones o quería ocultarla. Su figura no había perdido su esbeltez de aquellos tiempos felices en las termas. Sin duda ese aspecto dinámico formaba parte de sus negocios.

—Y no tardarán en llegar a Atenas —agregó de inmediato a su primera frase.

—Imagínate, Atenas —espetó mi tío, indignado—. ¡La cuna de la cultura! ¡Si fuese más joven, me colocaría a la cabeza de una tropa de hoplitas!

Agitó con indignación su bastón y luego volvió a interrumpirse para carraspear y escupir. Miré a Menipo en actitud interrogante.

—Costobocos —declaró de forma lapidaria.

—No había oído hablar de ellos. —Me encogí de hombros.

—Tal vez habrá que recordar ese nombre, al igual que el de Heróstrato. Aunque, si a continuación le prenden fuego a la Acrópolis y la reducen a escombros, sólo será porque andaban buscando un par de ánforas de vino. Esos bárbaros no tienen ni idea de lo que están destruyendo.

—Nuestras cuentas —terció Herodes.

—Sí, también —confirmó Menipo. Después sonrió satisfecho—. De todos modos, me adelantare a ellos. En las últimas semanas he liquidado todos nuestros bienes de los bancos atenienses.

—Bueno, entonces el temporal bárbaro ya puede arrasar lo que quiera —dije.

La ironía de mi comentario, no obstante, se perdió por completo entre las reflexiones comerciales de ellos dos.

—No, no —mi primo rechazó los esfuerzos de mi tío por convencerlo de que adquiriera los baños de Lisandro, que estaban en quiebra.

Tuve que reconocer que también para mí esa idea representaba el desahucio y la humillación final del viejo enemigo. Quizás el destino me deparaba aún un lugar de retiro como médico de los baños del Partenio, en la bella región del valle del Cárcaso.

Sin embargo, Menipo rebatió esa posibilidad con vehemencia.

—Aquí no, no después de los últimos ataques. —Se reclinó plácidamente hacia atrás y le hizo una seña a un criado para que le sirviera vino caliente con especias, del que Herodes y yo ya estábamos dando buena cuenta—. Nosotros invertiremos en el sur. Bien lejos de esas hordas bárbaras. Esmirna —informó, como un oráculo.

—¿Esmirna? —preguntó mi tío con escepticismo.

—Esmirna. Allí tengo unos contactos comerciales de primera.

Menipo no irradiaba más que resolución y confianza absoluta. No dudé de que comprendía a la perfección su negocio, pero aun así temí que nunca volvería a hacerme muecas a la espalda de respetables bouletai canosos. Tal vez fuera una mala señal que yo todavía me creyera capaz de semejante comportamiento.

—Hace años que invertimos allí en olivos —explicó, dirigiéndose a mí—. Y mi garante nos puede echar una mano en la adquisición de árboles de primera clase. Hace poco estuve allí y lo pude examinar todo en persona. El clima te sentará bien, padre.

Bebió a la salud de Herodes.

—Esmirna —reflexioné—. Tengo un viejo amigo en Esmirna, un compañero de estudios de los días de Alejandría. Filicio. ¿Tal vez oíste hablar de él durante tu visita?

Menipo arrugó la frente un instante y luego el rostro se le iluminó de pronto, sí, incluso hizo una leve mueca que recordaba a aquella antigua sonrisa pícara.

—¡Filicio, por supuesto! El médico de la ciudad. —Se inclinó hacia delante y casi derrama parte del vino—. No sólo he oído hablar de él, amigo mío, incluso he hablado con él en persona.

Triunfante, me dio un golpe en la pierna.

Me alegré, aunque con cierto desconcierto, a causa de la forma algo agresiva de su afirmación. Sin duda existía algo que yo debería saber sobre Filicio. Medité y repasé con el pensamiento nuestras últimas cartas.

—¿Le va bien? —pregunté con cautela, como si hubiese sido necesario.

Menipo asintió con vehemencia.

—Oh, sí. —Hizo una pausa. Sin embargo, como no le hice el favor de volver a preguntar, suspiró y prosiguió—: Le va bien. Es el médico de la ciudad, tiene unos ingresos pequeños pero satisfactorios, creo, nada de grandes cantidades de inversión, poca flexibilidad…

—Hijo, tu primo no quiere un peritaje bancario —lo reprendió Herodes.

—Ah, sí, y me dio saludos para ti. Me, me… —Observé con impaciencia cómo buscaba su dolor para luego llamar al esclavo de la casa y describirle una bolsita que estaba en su dormitorio y ordenarle que la trajera con «la otra», él ya sabía a qué se refería.

De mala gana, seguí con la mirada al esclavo. El tío Herodes volvió a escupir pero en lugar de apuntar al plato de bronce apuntó al fuego, que siseó con enfado.

—¡Aquí está! —informó Menipo con orgullo cuando regresó el criado—. Una carta. Es sobre una antigua amiga de Egipto, según me dijo.

Su voz, por así decirlo, chorreaba impertinencia. Sin embargo, no le hice caso. Salté como electrizado para coger la carta y con ella en la mano sostuve una lucha interior. Quería estar a solas cuando leyera lo que Filicio me había escrito sobre Neferure. Con todo, tampoco quería esperar. ¡Ni un solo segundo! Cuántas veces no le había enviado cartas a Filicio suplicándole que se informara sobre mi amiga, incluso que fuera hasta su casa, si sus deberes se lo permitían, e indagara por mi cuenta. Le había preguntado quizá media docena de veces si no podía enterarse de nada sobre el paradero de la familia de Neferure, puesto que yo mismo, fastidiado por las bienintencionadas medidas de seguridad de Marco Aurelio, no había podido volver a salir del distrito palaciego de Alejandría. Mi Emperador, en quien me había acostumbrado a confiar con el paso del tiempo, me decepcionó en ese punto. Se vio obligado a decepcionarme, como dijo él.

En ese estadio del conflicto no podía buscar a posibles insurrectos para indultarlos, eso dijo para justificarse ante mí. Aún podía oír su voz considerada pero convencida de su propia honradez. Estábamos entonces solos, Vero acababa de marcharse de excursión en el espectacular y lujoso barco de Cleopatra, que albergaba un palacio de dos pisos y su propio ninfeo, todo en rojo, azul y dorado, según decían. Entretanto, Neferure había desaparecido en el revuelto inframundo de Alejandría y Marco Aurelio había aniquilado cualquier esperanza mía de que me ayudara a encontrarla. Sí, aún oía la voz de mi Emperador, todavía la oía. Esa voz había logrado que me fuera más fácil desobedecer su misiva y, en lugar de seguirlo a Germania, emprender el viaje a Pérgamo.

Sin embargo, tampoco Filicio me había podido transmitir buenas noticias. Me quedé mirando la carta sellada y el corazón me latía gritándome: «¡Ábrela, ábrela enseguida!» No, no podía esperar, pero tampoco quería leer su nombre delante de la sonrisa estereotipada de Menipo.

—¿Qué? —pregunté.

En mi cabeza, las ideas se habían alborotado tanto que no había entendido el último comentario.

—Filicio me dijo que ella fue víctima de no sé qué persecución. No me enteré demasiado bien. Por lo visto se refugió en su casa.

—¿Se refugió? —Apenas pude pronunciarlo—. ¿Se la ha llevado a Esmirna?

Ay, el buen Filicio, más bueno que nadie. Me regocijé en silencio.

—Llevársela no es la palabra adecuada. Estaba a la venta en el mercado de esclavos y él la compró. Para ti, como sin duda te habrá escrito.

Me sonrojé al oír esas palabras. ¡Neferure en el mercado de esclavos! Esa idea era inconcebible. ¿Su belleza intocable, sagrada como los relieves del interior oscuro de sus templos bañados por el sol, había estado expuesta en la polvorienta plaza del mercado con una anilla al cuello?

—Además, debo decir —prosiguió Menipo, y silbó con aprobación mientras hacía una señal en dirección a la puerta— que no es un mal regalo, ese recuerdo de Esmirna.

Poco a poco comprendí lo que quería decir, mientras la puerta se abría y las ascuas relucían y crepitaban con la repentina corriente de aire. ¡Estaba allí, estaba en esa casa! Con mis últimos pensamientos conscientes pensé que habían pasado ya diez años. Después me quedé tan perturbado como antaño en la tumba del gran Alejandro. Había muerto y estaba dispuesto a caer a sus pies. La puerta rechinó en sus bisagras de cuero y yo me desplomé contra el respaldo de mi asiento.

—¡Marcelina! —exclamé con voz ronca.

El tío Herodes, como delató un ronquido poderoso, se había quedado dormido.

Menipo dejó resbalar su mirada benévola por la figura exuberante y redondeada de ella, las caderas anchas, los grandes pechos cuyo nacimiento resplandecía rosado en el fulgor del fuego. Estaba claro que le gustaba lo que veía, si bien yo apenas reconocí a la grácil muchacha de antaño. Sólo su cabello seguía siendo el mismo, rizos rebeldes y rubios que rodeaban su cabeza como una aureola espesa y descuidada, y una naricilla respingona que apuntaba hacia el cielo entre sus ojos azules e infantiles. A mí, por mi parte, me había parecido más bonita en aquel entonces, puesto que todavía no tenía un principio de papada, ni ese gesto agrio de la boca, que revelaba sentimientos de culpa sin necesidad de una sola palabra.

—Para que lo sepas —explicó Marcelina enseguida, alzando la voz—, puede que creas que ha pasado mucho tiempo y que debería estarte tremendamente agradecida, pero no me he olvidado de que en nuestro último encuentro te comportaste como un cabrón. Desapareciste sin despedirte siquiera y…

Menipo casi se atraganta de risa, se daba palmadas en la pierna, le acariciaba las posaderas y aseguraba querer dejarnos solos.

—En vista del estado en que se encuentra la casa de tu padre tras todo este tiempo, he ordenado que te preparen aquí una habitación.

Me hizo un guiño indecoroso. A una señal suya, dos esclavos se llevaron a mi tío dormido en su silla.

—Le reembolsé el precio de la compra a Filicio. Está todo en la carta, pero tómate tu tiempo para pagármelo. Si es necesario —añadió Menipo riendo—, haz uso de tu derecho a devolución.

Sus carcajadas seguían resonando por el pasillo cuando ya llevábamos un rato solos en la habitación.

Bueno, allí estaba ella mirándome con sus grandes ojos, y poco a poco fui recobrando el recuerdo de su cuerpo y de su tacto, de cómo había sido estar en su compañía. Era como una vieja ropa cómoda que sólo había que ponerse. Intenté reprimir las reminiscencias de nuestro último encuentro, más bien desagradable, y quise evocar las cosas bonitas que habíamos experimentado juntos. Traté de sentir simpatía por ella para acostumbrarme a su repentina presencia y para consolarme por que no fuese Neferure. Con ánimo de disculparla, me dije que ella había sido un juguete del destino.

Volví a recordar aquel día en la orilla del Nilo, cuando nos habíamos amado bajo el cielo inmenso y después habíamos contemplado las libélulas en el cañaveral mientras el viento nos secaba en la piel el sudor del amor. Me advertí a mí mismo que nuestra relación había sido entonces de mucho cariño. Me acerqué a ella con inseguridad, no sabía lo que Marcelina esperaba, pero pensé que ella tenía cierto derecho a las antiguas confianzas.

Apartó con energía la cabeza cuando tendí la mano para acariciarle el cuello. También eso despertó en mí el recuerdo de nuestras pequeñas peleas tentadoras, de la resistencia que siempre me había opuesto antes de rendirse a mí, de su fuerte lucha y sus pequeños jadeos de indignación, que eran a la vez tan delatoramente ansiosos cuando, al tiempo que me rechazaba, disfrutaba al sentir mi fuerza. Carraspeé y me dispuse a acercarme más a ella; mis dedos apretaron más. Una bofetada me convenció de que esta vez su resistencia iba en serio.

Cansado, pero casi un poco agradecido, volví a sentarme en mi butaca, me froté la mejilla y contemplé el resplandor rojo y negro del brasero. Pensé con resignación que seguramente no aprendería jamás.

Al cabo de un rato me di cuenta de que Marcelina, detrás de mí, no dejaba de despotricar. También eso era igual que antaño, cuando no lograba concentrarme en lo que me decía.

—Es que no me escuchas —exclamó, indignada—, de verdad que es increíble.

—Ya, bueno —dije, con un suspiro, y me incliné—. ¿Vino? —Cogió mi vaso con aire de reproche—. Y ahora explícame cómo has llegado aquí.

—Tu primo me ha tocado las posaderas.

—Mañana por la mañana le pediré cuentas por eso, ¿te parece bien?

Por lo visto le pareció bien, pues Marcelina se alisó un poco el plumaje erizado y empezó su explicación.

—Es posible que ya sepas —dijo con sarcasmo— que soy una cristiana confesa.

—Tengo un vago recuerdo —admití, y me gané por ello una mirada iracunda.

—Bueno —replicó Marcelina, seca—. Entonces ya lo sabes casi todo. Me denunciaron, me llevaron a rastras ante la tiranía romana y me exhortaron a venerar el culto del Estado o morir.

—Puesto que estás aquí, supongo que transigiste —comenté.

Sin embargo, ella abrió mucho los ojos.

—¿Transigir? ¿En qué estás pensando? Naturalmente, rehusé los rituales paganos y exhorté al magistrado a que me torturase o me lanzase a las fieras de la arena.

—Bien, ya conozco tus extraños gustos —señalé, pero después me cuidé mucho de proseguir por ese camino para no poner en peligro la frágil tregua y di marcha atrás con una frase poco comprometedora—: Una oferta que era difícil rechazar.

—De todas formas, la rechazó —comentó Marcelina, no sin rencor.

Eso me extrañó, puesto que normalmente los funcionarios romanos solían perder muy deprisa la paciencia con ese deseo tan pertinaz de morir —que a ellos les resulta tan extraño— de los cristianos encarcelados, y tienden a satisfacerlo a conciencia con la debida burocracia, en especial porque cada vez es más difícil encontrar otros candidatos para los juegos del circo. No acababa de comprender que Marcelina se hubiese librado del castigo, puesto que su melena rubia y su silueta de Venus atada ante un uro habría sido un espectáculo fascinante para el gusto romano. Ningún funcionario que buscara con desesperación atracciones para los próximos juegos lo habría dudado mucho.

Marcelina no quiso extenderse en ese tema.

—El magistrado era un cínico —dijo para zanjarlo—, como muchos de vosotros. Típico en su arrogancia.

Sin embargo, yo insistí hasta que al final admitió que el hombre perseguía un fin en concreto.

—Con ello quería enfurecer a nuestro presbítero, porque, porque… —Yo esperé que continuara—. Porque él mismo fue quien nos denunció. —Se ruborizó, pero luego su indignación se impuso—. Nos llamó herejes y sencillamente nos denunció. Sólo porque teníamos esas ideas sobre los esclavos. Oh, Claudio. —Entonces fue ella la que me tocó y me agarró la rodilla—. ¿Te acuerdas tú al menos de aquello?

—No cambies de tema —la reprendí, y obedeció.

—Quería deshacerse de nosotros, de unos amigos y de mí, de modo que nos delató a la autoridad. Fue ridículo, por eso tal vez el juez creyó que sería más divertido dejarnos con vida y así enojar hasta el límite al resto de la cristiandad de Alejandría. Nos vendió entonces como esclavos. Fue pura suerte que apareciera Filicio.

Me temblaban los hombros de la risa contenida al imaginar la escena. Enseguida bebí un trago para ocultar por lo menos mi rostro risueño, pero Marcelina seguía reflexionando para sí, sin prestarme atención.

—¿Comprendes ahora qué clase de disparate es eso del cristianismo? —pregunté en tono paternal, esforzándome por no estallar en carcajadas—. Una lógica insana, una moral insana —añadí con aire didáctico.

Marcelina pareció meditarlo.

—No todo es malo —dijo en voz baja al cabo de un rato—. Dime, ¿alguna vez has vuelto a pensar en aquello que te dije?

Asentí. Sí, de hecho, lo había pensado. Había tardado en comprender que aquello que Marcelina me había querido explicar entonces era la pura realidad, que no había nada en nuestro físico que nos diferenciase, y poco en nuestra alma.

—Sí, he pensado en ello —respondí al cabo de un rato largo y silencioso—, lo creas o no.

—Bah —espetó con incredulidad.

—Y por eso mañana me sentiré muy feliz al darte la libertad. Si tú te disculpas por haberme llamado cabrón. —Creo que por un momento pensó en tirarme el vino a la cara—. Pero ¿qué has estado haciendo todos estos años? —pregunté deprisa, para impedírselo.

—Me casé, no tuve hijos, me separé —fue su sucinta respuesta.

Moví pensativamente mi sabia cabeza.

—Sí, supongo que eso puede llevar mucho tiempo.

Me seguía mirando con enfado cuando entró Crates.

—Amo —empezó a decir, y se quedó callado.

Al ver la figura de Marcelina, sus brazos desnudos y su melena, que se había soltado, iluminada por el resplandor del fuego, permaneció plantado allí donde estaba. De sus labios no salió una palabra más. Le ordené que la llevara a una habitación y que también él se fuese a dormir. Marcelina pasó sin abrir boca por delante de mí y me besó en el pelo, como una madre. Supuse que ésa era la costumbre entre los cristianos. Cuando ayer embarcó con Crates y con mi hija, no se despidió de mí de otra forma; y me pareció bien.

A la mañana siguiente, en el desayuno reinó un silencio constante. Nadie hizo ningún comentario sobre la desaparición de la anilla de esclava de Marcelina, nadie comentó que trajera el pan para dárnoslo sólo a Crates y a mí. Además, tuvo la decencia de murmurar sus oraciones en voz baja, y ni a mi tío ni a mi primo les pareció necesario señalar lo que los sirvientes ya habían susurrado sin duda por toda la casa: que esa noche no la habíamos pasado en la misma cama.

Mi tío mordisqueaba haciendo ruido una torta de pan que ya no estaba muy tierna, Menipo removía la papilla dulce de avena en el cuenco como si comérsela fuese a causarle perjuicios comerciales, y Crates masticaba sus olivas tan a conciencia como si fuesen un nuevo concepto con el que tenía que familiarizarse. No creo que esa mañana se comiera más de cinco.

Cogí con energía otra cucharada de papilla de avena y dejé que la miel amarillenta goteara sobre ella con fruición, abstraído como de niño en los dibujos que confeccionaban los lentos hilillos al caer sobre las gachas.

—Has engordado un poco desde aquel entonces —comentó mi querida Marcelina al fin, con la cabeza ladeada.

Crates seguía masticando con inocencia, mi tío mordisqueaba la torta y Menipo camufló su ataque de risa con una tos. Al menos todos se mostraron lo suficientemente educados como para no decir nada. Marcelina arrugó su servilleta y se levantó para retirar mi desayuno. Agarré con fuerza mi cuenco, pero en vano, ella me lo quitó como a un niño impertinente y yo lamenté hondamente haberle dado la libertad. Tendría que haberla vendido. Lo mejor habría sido enviarla a Hispania.

—Será bueno que a partir de ahora vigile tu alimentación —explicó con satisfacción, sin mirarme.

—Soy experto en dietas —protesté con debilidad, y miré a mi primo suplicándole ayuda. Su semblante desdeñoso me decía que era un cobarde—. Y ¿qué quiere decir eso de «a partir de ahora»? —dije, abordando el meollo del problema, pero nos interrumpieron.

Ver al centurión que acababa de entrar tras el portero del tío Herodes me resultó muchísimo más grato que seguir viendo la espalda elocuente de Marcelina. Allí estaba, cubierto por el polvo del camino y rociado de barro. El leve tintineo de sus armas hizo que todos los presentes evocáramos a los vociferantes bárbaros, las ciudades en llamas y otras cosas que amenazaban nuestras cuentas y en las que no nos apetecía pensar. El soldado saludó y me tendió un escrito con un sello imperial. Era de Marco Aurelio, claro está. Uno no puede escapar a las órdenes de su Emperador, por mucho que le haya dejado una carta explicándole que un sueño profético le ha impedido seguir sus pasos hasta Germania y que, por eso, ha tenido que partir sin más dilación a su ciudad natal, a pesar de que naturalmente lamenta muchísimo… Admití que pocas veces había oído una excusa más absurda. Y, de nuevo, me di cuenta de que no conocía a mi Emperador.

«Todos somos prisioneros de nuestros sueños —escribía—, en los que se nos manifiesta la providencia. Seríamos necios si no supiésemos diferenciar entre lo que depende de nosotros y lo que nos viene impuesto y no nos es dado cambiar. Son necios quienes permiten que se turbe su tranquilidad interior. Y, no obstante, existe un deber al que uno no puede sustraerse.»

Sin querer, asentí con la cabeza.

«Como Emperador, ese deber me agobia todos los días. Me habría gustado mucho ser un príncipe de la paz y haberle aportado a Roma una nueva edad dorada de la filosofía, el arte y la oratoria. Ahora, con todo, pesa sobre mí la responsabilidad de luchar por la supervivencia, y no me siento dotado para ese combate. Te confieso que no soy un soldado, ni un luchador despreocupado con el coraje ciego de un gigante. También me falta esa cualidad que es tan importante para un comandante: ser amado por sus soldados. Todo eso sólo puedo compensarlo con empeño. Y con la ayuda de los amigos.»

Levanté un instante la vista y me encontré con las miradas de mi familia, que sin duda se preguntaba por qué se me habían humedecido los ojos. En vano intenté recordar que aquél era el hombre que, con su maldito sentido de la responsabilidad, se había interpuesto entre la mujer a la que amaba y yo. No obstante, no podía hacer nada. Esa mañana, de pronto, lo vi todo de otra forma; en el fondo, él me había regalado a Lucila.

Conmovido, eché una ojeada a las líneas siguientes, que estaban repletas de sinceridad y comprensión. Frontón y Gracia me enviaban saludos, qué encantadores. De pronto ya no comprendía cómo había podido salir huyendo de Roma. Y ahora que me llegaba esa petición… Porque, naturalmente, mi Emperador me lo pedía cuando podía habérmelo ordenado. Tendría que haber sabido que acabaría encontrándome. De nuevo caí bajo la influencia de Marco Aurelio. Con un profundo suspiro, pensé en los quejidos de los legionarios moribundos de Antioquía, en el hedor de las fosas de la muerte de Roma, en la suciedad del hospital contaminado y en la desesperanza. ¿Qué tiempo haría en Recia? Mentalmente ya había empezado a ordenar mis provisiones de hierbas y a preparar los fardos para el viaje. Enrollé el escrito y lo así con fuerza.

—Debo marcharme.

El centurión separó las piernas y alzó la barbilla. Hasta ese momento no se había movido un solo milímetro, a todas luces dispuesto a llevarme consigo de inmediato. Dichoso el emperador que puede permitirse hacer peticiones pero que a la vez cuenta con soldados cumplidores.

—¿Cuándo? —preguntó escuetamente el tío Herodes.

—Parto ahora mismo, si es posible.

Miré con aire interrogativo al centurión, que asintió. También el tío Herodes avanzó enérgicamente el mentón lleno de migas, y le lanzó una mirada llena de significado a Marcelina.

—Tal vez sea mejor así —declaró.

Yo opinaba lo mismo.

La lluvia invernal caía con tanta fuerza sobre la calzada que llevaba hacia Aquileya que era imposible ver a más de un metro de distancia. El agua corría en profundos riachuelos por las roderas que habían formado los carros en el pavimento de piedra. Los lomos del tiro de bueyes ya estaban oscurecidos por el agua, y del sombrero de fieltro de mi cochero chorreaba la lluvia. El hombre llevaba la cara tan tapada que no se le veía. Volví a cerrar la mirilla y escuché el golpeteo de las gotas en el cuero empapado. Poco a poco la humedad se abría paso en el interior del carro. Me preocupaban mis hierbas y mis polvos minerales, que soportaban las inclemencias tan mal como yo. Estornudé. A través de la lluvia se oyó entonces el fuerte golpeteo de unos cascos que se acercaban veloces sobre la piedra. Percibí unas voces extrañas y el hablar exaltado de mi personal de escolta. Finalmente el carro cambió de ruta con algunas sacudidas.

—¿Qué sucede? —pregunté, tras sacar la cabeza fuera.

Un oficial desconocido me saludó.

—Te llevamos a Altinum por orden del Emperador.

—¿A Altinum? ¿Qué tenemos que hacer allí? Los imperatores me han ordenado que vaya a su campamento de invierno en Aquileya —protesté—. Debe de ser una equivocación.

—No hay equivocación. —El hombre se sacudió el agua del casco—. Toda la corte se ha retirado de Aquileya después de que el prefecto de la guardia pretoriana enfermara de peste.

—¿El prefecto Furio Victorino? —pregunté con inquietud.

—Muerto, señor. Y Lucio Vero imperator está tan enfermo que me han ordenado que os lleve de inmediato junto a él. Está en Altinum.

Protegí mi cabeza de la lluvia retirándome al oscuro interior del carro. Tenía mucho que pensar hasta llegar a Altinum.

Lucio Vero estaba en la villa de un latifundista de la región. Mientras cruzaba presuroso el peristilo me quité el manto empapado y seguí al criado que me condujo al dormitorio.

—¿Dónde…? —pregunté, y reconocí la espalda encorvada de Marco Aurelio, que estaba sentado junto a la cama de su amigo.

Tuve que dominarme para no alejarlo de allí de inmediato a fin de evitarle el peligro de contagio. Pero yo mismo me aproximé para observar al enfermo: no había pústulas, no había manchas, no tenía fiebre. Tampoco le quedaba casi sangre. Fuera lo que fuese lo que consumía a Lucio Vero, no era la peste.

Gleno —balbució incomprensiblemente cuando me vio, e intentó levantar el brazo—. Algo… pra comer.

Seguía siendo el jovial anfitrión de tantos banquetes. Sin embargo, su rostro estaba pálido como la cera y enjuto, tenía la lengua extrañamente torcida, las comisuras de los labios caídas y los ojos hundidos, rodeados por granulosas ojeras de un negro verdoso. En vano evoqué en mi memoria al Vero de los días de Antioquía, bien alimentado y rosado, con polvo de oro en los rizos y mariposas revoloteando a su alrededor. El único destello de vida en la congelada humedad de la habitación provenía del brasero cercano que, no obstante, ardía en vano contra el invierno. La lluvia incesante repiqueteaba contra la ventana.

—Bebe —exclamó Vero—. Bebed.

En lugar de contestar, me limité a pasarle despacio la mano por el cabello empapado en sudor y le busqué el pulso. Su mirada febril mantuvo la mía, casi como aquella vez en que había entrado a escondidas en mis aposentos para declararse enfermo, enfermo de miedo por que Casio y Marco Aurelio quisieran quitarle la vida; aquella ocasión en que había solicitado mis servicios para un pequeño asesinato por envenenamiento.

Pensé que era difícil no sentir compasión por un enfermo de gravedad, aunque no fuera más que una persona tan inútil y corrupta como Lucio Vero… Sentí con espanto que el pulso de su circulación se apagaba en ese preciso instante bajo mis dedos.

Imperator —exclamé involuntariamente.

Marco Aurelio se acercó al momento y me puso la mano en el hombro. Sin embargo, los ojos de Vero se volvieron hacia un lado y nuestro olfato se vio una vez más importunado por el último saludo que Lucio Vero dejó en este mundo.

Di un paso atrás, conmovido, e intenté rechazar un absurdo sentimiento de fracaso. No había podido hacer nada. Intenté convencerme de ello. Me habían llamado demasiado tarde. En lugar de sentir una pena inútil era mejor concentrarse en descubrir con rapidez qué podía explicar su muerte, basándose en los indicios que tenía ante mí.

—¿Hacía mucho que padecía esa dificultad para hablar? —le pregunté al Emperador.

Marco Aurelio asintió y, como muestra de duelo, se cubrió despacio la cabeza inclinada.

Comprobé además que, por lo visto, Lucio Vero tampoco controlaba ya sus esfínteres. Le bajó los párpados inferiores y le examiné el blanco de los ojos.

—¿Y qué lado del cuerpo tenía paralizado…?

—¿Cómo lo sabes? —El Emperador, atónito, interrumpió la oración que había comenzado, y luego respondió sucintamente a mi pregunta—: El izquierdo.

No pude sino asentir con la cabeza.

—Aun así… —empecé a decir.

Aun así, un ataque de apoplejía seguía sin explicar lo repentino de su fallecimiento. Había pacientes que seguían vegetando durante años tras un ataque.

—¿De verdad es momento para explicaciones? —preguntó Marco Aurelio con calma—. ¿No es más indicado aceptar ahora los hechos que no podemos cambiar?

Me mostré conforme, pero seguí reflexionando. No podía evitarlo. Jamás me convertiría en un buen estoico. Mi mirada pensativa pasó sobre el cuerpo sin vida y se detuvo en unos paños blancos que alguien le había puesto con cuidado sobre los pliegues del codo y que tenían manchas de sangre granate. Enseguida tuve claro de qué se trataba. Con un movimiento raudo y furioso los aparté y contemplé los cortes aún frescos por los que había manado el humor vital de Vero.

—¿Quien le ha hecho estas sangrías? —pregunté con voz atronadora.

—Poseidipo, su médico —respondió Marco Aurelio con tranquilidad.

Entonces el propio facultativo apareció de repente y se quedó parado en la puerta, sin aliento. Debía de haber oído que había llegado la competencia y, por lo visto sólo la presencia del Emperador le impidió saltarme encima de inmediato.

—Colgadlo —dije despacio— por el asesinato del Emperador.

Desoyendo los gritos de protesta de mi colega, volví a examinar de arriba abajo el cuerpo aún tibio y ensangrentado del que había sido Lucio Vero. No estaba afeado por ninguna úlcera, como ya me había desvelado el primer examen. No obstante, en él se veían con claridad muestras de que había sufrido un ataque de apoplejía, igual que su padre antes que él, que sólo había llegado a cumplir los treinta y ocho.

—La mala alimentación, la debilidad circulatoria innata y un médico incompetente —masculle mi diagnóstico despiadado—, esas tres cosas lo han matado. La peste no ha tenido la culpa. Tal vez tú sí. —Y, al decir eso, me volví amenazante hacia Poseidipo, cuya panza obesa temblaba de indignación.

Era evidente que ardía en deseos de matarme. Fue Marco Aurelio quien se interpuso entre ambos.

—Si sólo es responsable de un tercio de las causas de la muerte, entonces sólo podremos acusarlo de una tercera parte.

Así exculpaba al medicastro con piedad. Le ordenó que se marchara. El Emperador se acercó a una mesa, alcanzó la botella de agua y suspiró hondo.

Me aproximé a él y contemplé el mapa que había allí extendido mientras, sin hacer caso de sus leves protestas, le quitaba en silencio el agua y le servía un vino tibio que condimenté con algunas hierbas fuertes. Al final bebió con obediencia, pero su mirada seguía preocupada y fija sobre el mapa en el que se veía Aquileya, la puerta de Italia, rodeada por los montes Alpes.

—Mi hermano ha muerto en un momento muy inoportuno —se lamentó—. La verdadera guerra todavía la tenemos por delante. En realidad —dijo, recorriendo con el dedo la red de vías—, he conseguido aquí una zona militar controlada bajo el mando de Antistio Advento, ¿lo conoces?

Dije que no con la cabeza, pero él no se dio cuenta.

—Sin embargo, ninguno de mis generales quiere asegurarme que podríamos soportar una nueva derrota. —Miraba al frente, abstraído en sus pensamientos—. Y necesito dinero —prosiguió al cabo—. Dinero para tropas, para plazas fuertes. —Alargó la mano izquierda hacia mí y me asió del hombro—. No hay alternativa, tenemos que regresar enseguida a Roma.

Así regresé de improviso a casa, a un hogar que compartía con un Crates que aún me guardaba rencor y con una Marcelina… bueno, con Marcelina. Tendría que decirle cuatro palabras a ambos acerca de nuestra futura convivencia, y me reafirmé en mi decisión de inmediato en cuanto abrí la puerta y me di cuenta de que alguien había cambiado de sitio el mobiliario de la antesala. Jugué nervioso con la estatuilla de Asclepio, que normalmente estaba sobre mi escritorio y que ahora decoraba un arca llena de pergaminos que había en el vestíbulo. Tamborileé con los dedos sobre la madera con un ritmo agresivo y me preparé el discurso.

«Marcelina —le diría—, ésta es mi casa, y cómo se vive aquí, lo que comemos y… —Solté la estatuilla y la volví a dejar en su nuevo lugar con creciente ira—, el que decide qué se tiene que colocar y dónde soy yo, y nadie más que yo.»

Me percaté de que se veía una luz bajo la puerta de mi estudio, también se oían murmullos de voces apagadas. Si había alguien en casa, ¿por qué no salían a darme la bienvenida, por todos los demonios? Me dirigí a la habitación.

«Y en cuanto a tus creencias cristianas —le diría sobre todo—, tienes todo el derecho a profesarlas, pero espero que lo hagas con discreción y fuera de mis cuatro paredes, que ya nos conocemos, Marcelina. Ni cruces, ni cánticos, ni oscuros amigos cristianos en mi casa.» Sí, señor, eso le diría.

Abrí la puerta con ímpetu. Cinco rostros desconocidos alzaron la vista y me miraron llenos de expectación. Vi unas velas encendidas y a un anciano con barba que estaba junto a mi escritorio, encorvado sobre un rollo escrito. Descubrí a Crates al fondo, contra la pared; al menos él tuvo la decencia de sonrojarse al verme. Marcelina se levantó y alzó la barbilla.

—¿Qué…? —balbucí, y en ese mismo instante me enfurecí conmigo mismo.

«¿Qué narices se les ha perdido a estos desconocidos en mi estudio? —quería gritar—. Todos fuera. ¡Fuera, pero ya!»

—¿Qué se supone que es esto? —pregunté, en cambio, con una ironía cortés.

Marcelina no estaba de humor para ironías. Los cristianos nunca están para eso.

—Es mi reunión bíblica de los lunes —respondió, y se cruzó de brazos.

—Ajá —espeté, y calló como si meditara sobre ello—. Ajá —repetí—, conque eso es.

Me retiré sin hacer ruido, cerré la puerta y en el silencioso pasillo me encontré con la mirada llena de reproches de Asclepio y de la serpiente de su bastón.

Me fui a la cocina y me sentí agradecido cuando poco después apareció una esclava que preguntó por Galeno, el médico, y me suplicó presa del pánico que la siguiera para visitar a su señora, cuyo hijo no quería venir al mundo. Me expuso el caso mientras me apresuraba junto a ella, que corría desesperada por las callejas hacia la casa de la parturienta.

—Oh, dioses sagrados —sollozaba—, ya hace dos días que está así, no para de gritar y quejarse. ¡Dos días!

—Mujer —la reprendí—, ¿por qué no habéis llamado antes a un médico?

—Ah, el amo —se lamentó—, el amo lo ha prohibido. Y ella empapa la sábana de sudor más deprisa de lo que tardamos en cambiarla.

Su palabrería no se detuvo hasta que llegamos ante la puerta de la vivienda. La forma presurosa y al mismo tiempo furtiva con que recorrió los pasillos me hizo sospechar que el amo de la casa seguía sin aprobar la visita de un médico. No obstante, cuando entré en la habitación de la parturienta, todas mis consideraciones dejaron paso a la preocupación por la mujer.

Estaba tumbada boca arriba, medio inconsciente y a todas luces exhausta. Su cuerpo desnudo y abultado estaba empapado en sudor. Durante sus dolores había revuelto por completo la sábana mojada. El aroma del poleo menta molido que le habían puesto bajo la nariz para que se recuperase quedaba mitigado por los vapores húmedos e insalubres del sudor que llenaban la habitación. Ordené de inmediato que le dieran algo de beber, aunque de todas formas lo vomitó en cuanto la acometieron las siguientes contracciones. Le examiné el vientre, que se sacudía con espasmos, e intenté después comprobar la abertura del orificio uterino, así como la posición del bebé. Lo que tocaron mis dedos en el canal del alumbramiento no era una cabeza.

—El pequeño viene de nalgas —aclaré brevemente, y preparé una infusión de aceites para suavizar y humedecer la vagina—. Enderezadla.

La criada, una muchacha y la partera que había montado una guardia desesperada junto a la cama me miraron con recelo. Estaba claro que la parturienta no podría sostenerse sobre el taburete de los partos.

—Ya no podrá lograrlo ella sola, de modo que incorporadla. Sacadla del lecho y sostenedla. Así.

Les demostré en qué posición tenían que colocar a la mujer, que se entregó inerte a nuestras manos, sobre el taburete de los partos. El cuerpo empapado se nos resbalaba una y otra vez de las manos y finalmente quedó allí colgando como un monstruoso títere atormentado.

La partera me tendió un rebujo de lana para proteger el perineo y arrugó la frente cuando lo aparté a un lado. En lugar de eso, esperé los siguientes dolores del parto e hice un corte profundo en las carnes. La presión que ejercía el bebé dejaba circular tan poco la sangre que apenas cayó una gota sobre mis manos. Cogí unas tenazas para intentar asir a la criatura atascada y tirar de ella. Donde mis manos no alcanzaban, las tenazas sí llegarían. El peligro de lesión para el bebé, en caso de que aún estuviera con vida después de esa larga tortura y no se hubiese estrangulado con el cordón umbilical, era bastante remoto gracias a que venía de nalgas. Ante los ojos desorbitados de la criada que intentaba sostener a su ama con sus últimas fuerzas, inserté el instrumento.

La mujer volvió a gritar. Alguien aporreó la pared desde la habitación contigua. La voz de un borracho bramó algo parecido a: «¡Silencio!». Entonces, de pronto, el pequeño cuerpo blanco salió resbalando del de su madre, empujado por los horribles gritos de dolor que acompañaron su alumbramiento. Quedó un momento entre las piernas de la mujer, con las manos cruzadas sobre el pecho como en un servicio religioso. Y entonces la partera lo cogió enseguida con la mano envuelta en paños y frotó el cuerpecillo para estimular la circulación. La madre gimió en un tono distinto, antes de caer desmayada al suelo mientras la criada la arropaba. La partera me mostró con orgullo a la criatura que, en sus manos expertas, iba perdiendo poco a poco el insalubre color blanco y se iba poniendo rosada. Me apresuré a recoger las secundinas y dejé las tenazas ensangrentadas para ver si el recién nacido había sufrido alguna herida, pero presentaba tan sólo unos rasguños sin importancia. Estando en mis manos protectoras, cerró con fuerza los ojos tornasolados y chilló con todas sus fuerzas. Asentí, con una sonrisa, y me volví de nuevo hacia la mujer.

La volvimos a colocar en su lecho. No dejaba de gemir. Y entonces la puerta se abrió y entró un hombre, a todas luces el que había golpeado la pared exigiendo silencio un rato antes, el señor de la casa. No le dirigió ni una mirada a su mujer y señaló con el mentón en dirección al recién nacido que estaba lloriqueando.

—¿Ya está aquí ese hijo de perra? —preguntó con odio.

—Sí —respondió la partera, indignada, y tomó a la criatura entre sus brazos con ánimo combativo—. Es una niña —anunció y, en voz algo más queda, mientras le sonreía a la pequeña, añadió—: luminosa y sonrosada como una perla.

—¿Qué es esto? ¿Otra niña? —bramó él—. ¿No se creerá que voy a criar a ese gusano para que luego se comporte como su madre? No se quedará en mi casa.

La criada fue a protestar, pero él se lo prohibió con un gesto de la boca y desapareció dando un portazo. La doncella se puso a arreglar la sábana del lecho mientras lloraba. Estiraba llena de ira la tela mientras la partera se iba a un rincón con la cabeza gacha para envolver a la recién nacida en mantas.

—Claro que es hija de él —dijo la criada en defensa de su señora, sin que nadie le hubiera preguntado—. Que Hera me castigue si miento. Es una esposa tan buena como nadie podría desear, y ese maldito borrachuzo…

Se estremeció sólo con pensar en tener que comunicarle a la mujer, cuando despertara, que todo ese suplicio había sido en vano y que la criatura había sido entregada por orden del pater familias.

Tampoco yo podía evitar compadecerme de la mujer. Bajo la grave mirada de la partera, recogí mis cosas. Entonces se me acercó para despedirse. Le di una receta de hierbas que ayudaría a regular el flujo mensual, y otra que al menos aliviaría un poco el hondo pesar de la madre, la depresión de los primeros días. Ella ya la conocía e inclinó la cabeza en señal de conformidad.

—Me llevo a la pequeña —dijo— y la dejaré bajo la columna del mercado de hortalizas. Por allí pasan mucho los vendedores de esclavos para recoger a niños abandonados.

Ahora me tocó a mí asentir con la cabeza sin decir nada; lo que ella proponía era el procedimiento habitual. Así la criatura sería acogida enseguida por un transeúnte compasivo o, en el peor de los casos, codicioso, pero en cualquier caso no fallecería. La criada seguía sollozando mientras empezaba a lavar con una esponja y agua tibia a la mujer, aún inconsciente.

Una media hora después, volví a salir a la calle bajo un cielo gris e invernal, tiritando de frío. Decidí que un poco de movimiento me haría entrar en calor y me sentaría bien, el viento me quitaría de la cabeza esos pensamientos atribulados. Fue pura casualidad que mi camino me llevara al mercado de hortalizas, aunque una casualidad afortunada, puesto que sin duda sería sensato que yo mismo me hiciera cargo de mi cena. ¡Seguramente no podía contar con que Crates y Marcelina se ocuparan de cocinar entre sus horas de rezos! ¡El mundo estaba lleno de personas que no pensaban en el bien del prójimo!

Al pagar, vi por el rabillo del ojo la figura de una mujer cubierta por una palla. Se acercó a la columna y dejó allí un cesto. Creí reconocer en ella a la partera por la franja azul de su capa de lana. No esperé a que me dieran el cambio y me dirigí hacia ella sin ningún propósito en concreto. Tal vez fue oportuno que la mujer se alejara presurosa sin darse cuenta de mi presencia. Fue pura curiosidad lo que me llevó hasta allí y lo que poco después hizo que me inclinara sobre lo que había depositado al pie de la columna: un sencillo cesto de mimbre lleno de mantas de las que sobresalía un bracito manchado de sangre en el aire frío. La manita se cerró enseguida sobre mi dedo.

Me invadió la ira al pensar en ese borracho que soltaba barbaridades y que había decidido no hacer ningún caso del fruto de mi trabajo científico. Había tardado años en idear esas tenazas, y todavía pasé más años experimentando con ellas hasta utilizarlas de la forma correcta. Aquella mujer y yo habíamos dedicado nuestros honrados esfuerzos a traer al mundo a esa criatura y ahora estaba allí tirada entre puerros y coles sobre unos escalones. El hombre que se acercaba ya con determinación me pareció un sujeto muy sospechoso. Un trabajador de un burdel en el que criaban a niñas, o un suministrador de un molino del campo en el que los esclavos se pasaban la vida encadenados como reses. No, decidí que yo no era capaz de permitir que le sucediera eso al producto de mi trabajo. Alcé el cesto con resolución y le lancé a aquel individuo una mirada tan acre que me esquivó asustado dando un rodeo. Me dejé olvidada la compra para mi cena en aquellos escalones.

—Cielo Santo, ¿qué es eso, Claudio? —exclamó Marcelina cuando dejé el cestito en la mesa de la cocina.

Saqué a la pequeña y la acerqué al fogón para hacerla entrar en calor. Por suerte no parecía haber sufrido ningún daño durante su corta estancia en el frío de las calles.

—No hay más que verlo —le repliqué a Marcelina con brusquedad—. Es una niña de pecho. Acabo de traerla al mundo.

Crates se acercó y echó un poco más de leña. Después desapareció otra vez entre las sombras de detrás del aparador. Durante un rato sólo se oyó el crepitar de las ramas en las ascuas. La savia salía de la corteza, se chamuscaba con un siseo y se convertía en vapor.

—Necesitará leche —señaló Marcelina, y se puso a jugar con los deditos de la niña, que se abrían y se cerraban.

—Claro que necesitará leche —repliqué—. Para eso contrataremos a un ama de cría.

Marcelina asintió. Llevé con cariño el dedo a los labios de ese pequeño ser y vi cómo intentaba mamar. Seguía haciéndolo cuando retiré el dedo con cuidado.

—Tendríamos que conseguir un ama con urgencia —afirmó Marcelina—. ¡Crates! —El criado salió al momento para cumplir su deseo—. Dame al bebé —me ordenó Marcelina—. Va siendo hora de que alguien lo bañe y lo arrope, está todo pringoso, pobrecillo.

Dicho eso, quiso arrebatarme a la criatura.

—Es una niña —corregí, y empecé a mecer a mi pequeña en mis brazos, y a hacerle cosquillas en los pies.

En la cálida luz del fuego, su piel rosada relucía sin duda como si fuese una perla. Era asombroso lo claramente que tenía dibujadas las delicadas cejas, unos arcos pequeñitos, extraordinariamente elegantes, cincelados pelo a pelo.

—Se llamará Aurelia —añadí entonces.

—Sí, sí, eso está muy bien —me tranquilizó Marcelina—. ¡Pero ahora dámela, Claudio!

—¿Que pasa? —pregunté, y di un par de pasos hacia atrás. Sólo para que Aurelia no tuviera demasiado calor.

—¡Claudio! —Marcelina se reía, divertida—. Ya no puedes separarte ni un minuto de ella. Venga, déjamela de una vez.

«Que no puedo separarme de ella —pensé—, bah.»

—Qué disparate —exclamé en voz alta para defenderme, y deposité a Aurelia no sin ciertas dudas, en las manos decididas de Marcelina. Uno nunca podía saber si una mujer sin hijos se las arreglaría bien con un ser tan pequeñito—. Sólo le estaba comprobando los reflejos.

El rostro de Marcelina quedaba en las sombras del otro lado del luego rojizo, de modo que no podía verlo.

—¿Dónde andará Crates con el ama de cría? —pregunté, y le acerqué a Marcelina un taburete de la cocina en el que se sentó y empezó a tararear con suavidad.

La melodía parecía ejercer una influencia positiva en Aurelia, que se frotó los ojos con los puñitos y por lo visto se quedó dormida. Yo la miraba por encima del hombro de Marcelina.

—Claudio, hazme el favor de no quedarte fisgando a mis espaldas —dijo Marcelina. De modo que me senté—. ¿Ha muerto la madre? —preguntó entonces, interrumpiendo brevemente su canción.

—No —repuse—. Ha sido cosa del padre. La ha echado.

—¡Claudio! —El tono de su voz denotaba sorpresa y enseguida aparté mi mano, que ella había estrechado con calidez entre las suyas—. La tuya ha sido una acción buena y compasiva…

—Soy médico —la interrumpí al instante—. Y bueno, además. Detesto que menosprecien mi trabajo.

—Entonces eres un médico bueno y compasivo —determinó ella con calma.

Bueno, eso podía pasar. Poco después, Crates y el ama de cría nos encontraron callados y en armonía junto al fuego. La mujer dejó sus bultos en nuestra cocina y así empezó la vida de Aurelia en mi casa.

—¿Nadie puja más por ese maravilloso Praxíteles? —exclamó el subastador en la plaza, y alzó el mazo.

Los espectadores agacharon las cabezas en el aire helado. Esperaron. El telón púrpura que hasta el último momento había ocultado el bodegón del gran maestro a las miradas curiosas de los postores se estremecía en el viento y le confería a la imagen de frutas e insectos una vida aún más asombrosa. Roma, por el contrario, ofrecía un triste aspecto bajo la cubierta gris de las nubes que pasaban, con aquellas personas de narices rojas que se apiñaban sin decir palabra y contemplaban a su Emperador, que presenciaba inmóvil la subasta de su colección privada de arte.

Marco Aurelio había dicho que necesitaba dinero, y ahora se proponía conseguirlo. Al contrario que algunos de sus predecesores, no se le había ocurrido desvalijar a sus senadores, arrastrarlos con acusaciones poco convincentes ante un tribunal, condenarlos a muerte y confiscar sus propiedades, un método que ya había demostrado su éxito. Sus métodos eran honestos, modestos, mercantiles y civiles. Les faltaba el sombrío esplendor de la tiranía y, en ese día nublado, tuve la intensa sensación de que los ingratos romanos lo despreciaban por esa honestidad suya en lugar de admirarlo. No sabían apreciar su filantropía.

Cómo iba nadie a respetar a ese imperator, cómo iba nadie a admirarlo si admitía de una forma tan abierta que necesitaba vender sus enseres personales. Eso leí en los rostros de los nuevos ricos que habían acudido en tropel a comprarse un cepillo para el pelo que se había deslizado por auténticos mechones imperiales, o una mesita auxiliar que había decorado las salas del palacio.

Aun así, todos ellos querían un pedazo de fama. Y la mujer de no sé qué caballero se moría por conseguir arrebatarle a su competidora en un duelo de pujas unos exquisitos mantos de seda de Annia Faustina. Todo el que se creía alguien en la sociedad había enviado a un representante para conseguir algunos recuerdos de forma discreta. Y algunos habían acudido, como yo, para llevarse a casa, por amor o por pericia, algunas obras muy concretas de la colección y la biblioteca de Marco Aurelio.

Pensé en que, además de hacerme un favor a mí mismo, también se lo hacía a la campaña militar al adquirir una antigua copia de La naturaleza de los hombres, de Hipócrates, que según la opinión general de los eruditos había sido terminada por su yerno Polibo y que con su descripción de la teoría de los cuatro humores se contaba entre mis preferidos de la historia de la medicina. Entonces me tentó también una muñequita de marfil que le podría llevar a Aurelia, y ofrecí una cantidad con ciertas dudas. No obstante, la intranquilidad que surgió en la tribuna imperial me hizo perder firmeza. Por lo visto, se estaba produciendo una vehemente disputa en cuchicheos entre Annia Faustina y su hija, Lucila, mi Lucila, a quien en el pasado le había gustado mucho jugar con esa muñeca. Bajé la mano de nuevo. Lucila debió de interpretar mal mi gesto. La muñeca acabó siendo para la pintarrajeada esposa en avanzado estado de gestación de un comerciante y caballero recién nombrado; la señora, a juzgar por su sonrisa triunfal, estaba del todo decidida a criar a futuras emperatrices con la ayuda del bendito juguete. Entonces me percaté de que Lucila se había vuelto a dejar crecer su cabello rubio natural. Se le veía un poco el nacimiento del pelo bajo el casto velo de su luto.

Una ráfaga de aire barrió la plaza y trajo consigo unos secos copos de nieve que danzaron sin detenerse en ningún sitio. Enseguida se llevaron el Praxíteles a un lugar seguro y una estatua griega del joven Hércules ocupó su lugar. Así fueron pasando ante nosotros todas las obras de arte, cubiertas alternativamente por una luz blanca o por sombras ondulantes según se movieran las nubes. La subasta ya casi había terminado cuando se produjo el escándalo, como fue llamado más adelante el episodio con decente lascivia.

Nadie vio cuándo ni cómo había abandonado Lucila el palco de su familia, pero de pronto estaba sobre el podio del subastador, que se quedó mirando al Emperador, perplejo y horrorizado. Lucila se quitó la palla de la cabeza y los hombros, se mostró de forma excitante y provocativa como último lote de la subasta.

—¿Quién quiere pujar? —oí que exclamaba con indignación su voz frustrada, que apenas se escuchaba con aquel viento—. ¡Hija y viuda de emperadores se vende barata al mejor postor!

Dio a entender que iba a desnudarse y se peleó con furia contra los pretorianos que, a un ademán de Marco Aurelio, habían acudido corriendo para hacerla bajar del podio. En realidad no tardaron más de unos segundos en dominarla y llevársela de allí. Y entonces todo terminó y el podio quedó vacío, como si no hubiese sucedido nada.

Sin embargo, aún hoy oigo sus gritos de: «¿Nadie ofrece más?», y me parece verla con sus cabellos sueltos al viento mientras se la llevaban lejos de los ojos de la multitud. No fui capaz de apartar ni un momento la mirada del breve espectáculo de su desesperación. Sí, a pesar de todo lo que había sucedido entre nosotros, sentía su ira y su pesar como un nudo en mi propia garganta. La compadecía y la comprendía.

Marco Aurelio había decidido que una lucha desesperada exigía medidas desesperadas y no lo había dudado ni un segundo: había prometido a su hija, recién enviudada, con el primer hombre importante que lo había convencido de que podía ganar esa guerra por él, Claudio Pompeyano, gobernador de la Baja Panonia. Se trataba de un sirio y, como se rumoreaba en altos círculos, no era de noble cuna, además de triplicarle la edad a su prometida. Nadie, ni siquiera el más benevolente, habría calificado aquello de elección acertada en modo alguno. Sin embargo, las protestas de Lucila y su madre contra los planes del padre resultaron inútiles. Pensé entonces, al seguirla con la mirada, que enseguida partiría hacia el norte con su nuevo esposo y me convencí de que jamás volvería a verla.

Cuando llamaron a la puerta, estaba ocupado prolongando un poco más el baño de la noche de Aurelia y comprobando al mismo tiempo el desarrollo de su motricidad, como le expliqué a Marcelina para quitármela de encima. Al fin solo con la niña, hice navegar un barquito de velas de colores para mi princesa, que lo hundió palmeando el agua sin dejar de reír. Le encantaba chapotear en el agua tibia tanto como a mí, y ambos nos complacíamos en no hacer caso de los golpes que daban en la puerta. Iba a ponerme a gritar que no deseaba ser molestado cuando Crates me comunicó con reverentes susurros quién era la persona que quería hablar conmigo.

A todo correr me puse en pie de un salto e intenté escurrir el agua de las mangas de mi toga. Con el borde de mi túnica mojado, un patito de madera en una mano y en la otra un majestuoso velero egipcio, me presenté pocos minutos después ante la hija de mi Emperador.

Me percaté, casi sin quererlo, de que sus cabellos seguían oliendo igual que antaño.

—Ayúdame, Claudio —dijo entre sollozos, mientras me estrechaba con fuerza—. Ayúdame.

Sin que me viera, escondí el pato tras la estatuilla de Asclepio, que volvía a ocupar su lugar original, sobre mi escritorio. Envié una jaculatoria silenciosa a mi dios. Pues, para hacer honor a la verdad, no estaba ni mucho menos seguro de cómo debía reaccionar. «Distante —pensé—, sé amable pero distante. Y, además, ten una actitud profesional de buen médico.»

No obstante, en esos momentos mi reacción consistía ya en un largo beso. En realidad fue ella quien me besó, pero opuse menos resistencia de lo que habría querido. «No —pensaba—, no.» Ese capítulo estaba cerrado desde Antioquía. Cuando terminó el beso, Lucila estaba casi desnuda entre mis brazos.

—Ayúdame —susurró contra mi pecho—. Jamás te pedí ayuda cuando hube de abandonarte la primera vez, pero ahora, ahora…

Se aforraba a mí.

—Y ¿por qué no lo hiciste? —me oí preguntar con severidad—. ¿Por qué no acudiste a mí entonces?

Por fin podía hacerle la pregunta por la que en el fondo había recorrido medio Mediterráneo.

Habló en voz tan baja que apenas comprendí su respuesta.

—Sabía que sería en vano, y no quería verte empequeñecido e impotente.

—¿Y hoy…? —la apremié a que continuase.

¡Qué no habría dado yo en aquel entonces por esa respuesta! Ahora, sin embargo, sabía ya lo bien que mentía Lucila. Aun así… La cabeza me daba vueltas. Llamaron a la puerta de la casa y unos pasos se aproximaron por el pasillo.

—Hoy te lo puedo perdonar. —Me miró—. Tal vez sólo quiero oír algo de tus labios, algo, algo… —No encontraba las palabras—. Algo que haga posible que sobreviva a lo que me espera, algo…

Los pasos estaban cada vez más cerca y la empujé instintivamente para alejarla de mí.

—Claudio —suplicó apremiante—, en Antioquía todavía era casi una niña, era influenciable, sólo hacía lo que todos hacían a mi alrededor. Pensaba que sería la más grande y que podría conseguir todo lo que quisiera. Me comporté como ellos y, al hacerlo, me humillé y acabé en el fango. Y sola. —Se agarró a mi brazo—. Yo…

Los golpes de la puerta la interrumpieron. Cuando fui a abrirla vi a Marcelina, con Aurelia en brazos, envuelta en una toalla. Lucila se la quedó mirando y me soltó. Al verlas a las dos tan de cerca, tuve que reconocer que las unía un cierto parecido, si bien una comparación directa habría resultado en perjuicio de Marcelina.

—Lucila —empecé a decir, forzado—, ésta es…

La soberana bofetada que recibí hizo que me tambaleara contra la pared.

—Hoy en la subasta podrías haberte llevado un Praxíteles —siseó Annia Lucila terriblemente encolerizada—, y veo que te has dado por satisfecho con una copia barata.

La puerta de entrada resonó con un portazo; se había marchado. Aurelia dio unos gorgoteos de felicidad. Marcelina no quiso comentar aquella escena.

—El Emperador te envía esto —explicó, por el contrario, muy estirada, y después prosiguió con una calidez y un entusiasmo crecientes—. Qué señor más amable y bueno. Y mira lo que le ha dado al mensajero para Aurelia.

Al decir eso señaló un gran anillo que la pequeña sostenía con ambas manos. Lo estaba chupando y hacía que el rubí engastado brillara más aún. Sabía lo que valía esa piedra, pero ¿compensaba acaso el que Aurelia tuviera que crecer sin su padre?

—Una prórroga —dije con voz ronca, y dejé caer la carta que me nombraba médico de cámara del joven príncipe Cómodo—. Nos concede una prórroga.

Sin hacer más preguntas, Marcelina me entregó a mi hija.

Había dejado de llover y a mí me pareció que el único motivo para ello era que el aire y la tierra ya no estaban en condiciones de soportar ni una pizca más de humedad. El suelo era lodoso, viscoso y negro bajo las ruedas de nuestro carro. Unos vapores amenazadores cubrían todo el paisaje formando nubes inmensas y orondas que llenaban todo el cielo, como los vahos que ocupan el espacio de una lavandería, y que parecían adormecer las copas más altas del bosque. En el desdibujado horizonte se perfilaban los tristes tonos marrones, beis y ocre de los árboles, que aún parecían más desalentadores e imprecisos a través de la neblina. El grito sorprendentemente cercano y claro de un pájaro se alzó en la atmósfera húmeda desde la monotonía gris de la bruma, que ocultaba todo lo que había más allá del continuo chirrido y crujido de los ejes de nuestras ruedas.

Eché la cabeza hacia atrás y me limpié la cara con un paño, que quedó húmedo. Annia Faustina sonrió con cierta burla, luego su mirada se perdió de nuevo con indiferencia en el juego de sombras y luces broncíneas. En nuestro carro la luz era cálida y amarillenta, y se veía realzada por el oro de las decoraciones y el púrpura de las telas. Los párpados pintados de azul egipcio de Faustina temblaron cuando ella suspiró. Por primera vez, allí, en la remota y desvaída Germania, me pareció creíble lo que Lucila me había contado sobre el infame modo de vida de su madre, lo creí allí, en esa inhóspita región a la que el luminoso bermellón de sus mejillas, el brillante kohl negro de sus ojos y el resplandor de polvo de oro de su cabello teñido le aportaban unas notas exuberantes.

Durante semanas había viajado junto a una matrona que envejecía y se ocupaba de su hijo conmovedoramente y con gran virtud, sin hacerme ningún caso. Sin embargo, de vez en cuando creía ver relucir la mirada que había atraído a gladiadores en oscuros aposentos, una mirada indolente que contenía promesas, como el resplandor de una vasija valiosa en las profundas tinieblas del interior de un templo. Cuando Annia Faustina se movía, lenta como un animal sagrado, desprendía un perfume embriagador. Enseguida volví a sacar la cabeza fuera del carro para contemplar los inofensivos saltos de una ardilla sobre las ramas del roble más cercano, que goteaban. Cuando volví a acomodarme en el asiento, allí no había más que una madre bondadosa que le sonaba la nariz a su hijo. Entonces fui yo el que suspiré de aburrimiento.

La guerra ya duraba tres años, tres largos años de lucha para un Imperio atormentado por el hambre, la peste y la derrota. Ahora Marco Aurelio había hecho llamar a su hijo para iniciarlo en lo que sería su oficio: la lucha en el frente. Y para mostrarle al Imperio que, en esos tiempos peligrosos, la sucesión al trono y el mando supremo estaban asegurados. Como su médico de cámara, yo tenía que acompañar a Cómodo. La breve prórroga en mi hogar había expirado ya.

El futuro imperator apartó el brazo cariñoso de su madre. A sus doce años ya tenía plena capacidad para decidir por sí mismo cuándo necesitaba un pañuelo, según le parecía a él, y yo, que era su médico, podía certificar que gozaba además de una salud casi inquebrantable. Su padre creía ver en él una constitución débil, pero sólo era un reflejo de su naturaleza infantil.

Marco Aurelio consideraba que Cómodo, al igual que él mismo, podría ser un futuro emperador filósofo si llevaba una vida frugal, que sentaría muy bien a la constitución del muchacho. En general, el joven imperator no les daba a todos más que motivos de alegría. Era bastante inteligente, bastante atlético, bastante sano, bastante hábil y bastante ladino para satisfacer todas las expectativas que habían puesto en él. Realizaba sus tareas escolares de un modo satisfactorio, cumplía las funciones que Marco Aurelio le había asignado antes de tiempo, hacía discursos que contentaban a todos, ejecutaba los rituales como era debido y era un deportista aceptable. Puede que todo eso permitiera a Marco Aurelio albergar grandes esperanzas para con el único hijo que le había vivido.

En cualquier caso, Cómodo en ningún momento mostró entusiasmo por nada de lo que realizaba. Nunca hacía más de lo que se le exigía, nada que delatase cierta pasión o quizás una simple inclinación por algo. Al mirarlo, a veces me invadía un sentimiento desagradable y entonces pensaba que a lo mejor pedir que mostrara entusiasmo sería exigirle demasiado, dada la cantidad de obligaciones que pesaban sobre él.

No obstante, hoy creo recordar que me invadió esa sensación, aunque ya no estoy muy seguro. Cuando ha conocido uno al monstruo en el que se convirtió ese niño, cuando lo ha tenido frente a sí tantas veces con la frente cubierta de sudor y un miedo difícil de ocultar en la mirada, cuando uno lo ha visto —como toda Roma lo vio— saltar a la arena con la boca abierta y partirle el cráneo a sus súbditos maniatados mientras la sangre le salpicaba toda la cara de rojo, resulta difícil recordar sin prejuicios al muchacho aún mofletudo que con sus doce años viajaba sentado sin rechistar en un carro y se aburría.

En lo único que Cómodo mostró más talento, empeño y disposición de lo que se le exigía fue en la seguridad en sí mismo. Si su entorno estaba satisfecho con él, también él lo estaba consigo mismo. Estaba por completo satisfecho, independientemente de la estimación de los demás. No parecía haber nada de lo que no se creyera capaz.

Pensé en ello una vez en que, pasada la media noche, su inquieta madre me hizo llamar a palacio para auscultar al joven tras un ataque de tos ocasional. Faustina, tras la muerte de tantos hijos —también el gemelo de Cómodo, Antonino Gemino, había muerto prematuramente, como sus otros hijos antes de él— no quería arriesgar la vida de ese último heredero superviviente. No sé si a él le agradaba tanta preocupación. En todo caso, me apresuré por las calles en sombras del Palatino, sometí a un examen completo al joven, que esperaba impaciente, y le aseguré a su madre, que retorcía asustada su pañuelo, que lo único que le faltaba eran horas de sueño y que se recuperaría por ese procedimiento. Faustina se quedó más tranquila, puesto que al día siguiente Cómodo iba a entrar en uno de los numerosos colegios sacerdotales en el que sus deberes imperiales lo obligaban a ingresar.

Acarició con cariño los rizos que caían sobre la frente de su hijo y le preguntó si al día siguiente se sentiría a la altura. Todavía recuerdo lo que contestó entonces:

—Desde luego, por algo soy el hijo de un dios.

Faustina cerró la puerta sin hacer ruido y lo dejó solo, conmovida por la lealtad al deber y la serenidad del pequeño, y feliz, como subrayó discretamente, por la veneración que mostraba el niño hacia su padre, en el que aún en vida veía ya al dios al que quería emular.

En aquel momento pensé, mejor dicho, sigo pensando que Marco Aurelio se habría expresado de otra forma en esas mismas circunstancias; habría dicho que era el servidor de su pueblo y, al hacerlo, habría puesto más énfasis en sus deberes que en su estatus. Sigue siendo asombroso lo mucho que delatan las palabras a la gente, cuando se contemplan en retrospectiva. Hoy me parece que el Cómodo que más adelante recorrió el palacio chillando y asesinando, disfrazado de Hércules, ya estaba del todo manifiesto y contenido en esa temprana frase.

—¿Cuándo llegaremos? —lloriqueaba Cómodo.

Con ello sólo manifestaba lo que Faustina y yo, atormentados, no dejábamos de repetirnos en silencio entre el ruido de las ruedas y los pasos estruendosos de las cohortes que nos seguían. ¿Cuándo, cuándo llegaríamos por fin a la plaza fuerte de Carnutum, junto al Danubio, en la frontera entre la Nórica y Panonia, desde donde Marco Aurelio dirigía su guerra contra las oleadas de germanos?

Al principio del viaje todavía había mirado por la ventana con algo semejante a la curiosidad. Pensaba en mi pequeña marcomana, la valerosa auriga del circo de Pérgamo, que debía de proceder de esa región, e intentaba descubrir su hogar. Sin embargo, no se veía nada que fuese merecedor de ese nombre, puesto que yo no llegaba allí como marcomano, sino como romano; mis pies ya estaban enfundados en botas de soldado y mis ojos no veían más que las huellas que esas botas habían dejado tras de sí, unos terrenos revueltos con zanjas y socavones abiertos hasta la altura de las caderas, sembrados de estacas, flechas, catapultas destrozadas, y rodeados por bosques mutilados a los que les habían arrancado la madera para fabricar todos esos artilugios.

Empalizadas convertidas en ceniza y troncos caídos bordeaban nuestro camino, matorrales aplastados, campos socavados y asentamientos destrozados. Las pocas personas que nos encontrábamos en la calzada eran campesinos arruinados, habitantes de aldeas desaparecidas que se dirigían a ninguna parte y comerciantes desesperados que intentaban seguir adelante sólo con lo que llevaban a cuestas. Alguna que otra vez avanzaba con estruendo a nuestro lado un tosco carro de madera, cargado con un par de gorrinos flacos y sucios, arreos de cobre deslustrados y una tropa de niños, cuyos ojos, mientras seguían con la mirada nuestra caravana brillante y esplendorosa, habían perdido toda su curiosidad. Sus madres, corpulentas como hombres, iban junto a ellos, con los hombros cubiertos por pieles llenas de suciedad, igual que sus melenas desgreñadas. Pensé en la cabellera de mi marcomana, en cómo había recuperado su brillo tras un par de semanas de buena alimentación y cuidados, y en cómo ondeaba tras ella cual estandarte de seda cuando conducía el carro por la arena. También pensé que en algún lugar de esos bosques, lejos de nuestro camino, todavía debía de haber mujeres así.

Apenas se veían hombres. Todos estaban con los rebeldes del otro lado del Danubio, o bien arrinconados por las tropas del Emperador. Sólo a veces se veía una figura con un hacha al cinto y empuñando una lanza. Los hombres llevaban el pelo casi tan largo como sus mujeres, anudado en la nuca en una coleta que les caía sobre el manto de pieles que en ocasiones —como vería más tarde en los cabecillas que visitaban los aposentos de Marco Aurelio— se sujetaban alrededor de los hombros con valiosas y exuberantes hebillas y cadenas de metales nobles. Los dioses pueden dar testimonio de que nada de ello resultaba afeminado.

Dos de esos germanos viajaban con nuestra caravana. Eran miembros de una tribu, la mitad de la cual había hecho causa común con los romanos para derrocar al cabecilla de la otra mitad, que había asesinado al auténtico heredero de su antiguo jefe. ¿O era al revés? Cuando los llamaba y acudían ante mí, tenía que alzar la vista para mirarlos. Siempre me ponía nervioso la lentitud con la que volvían sus grandes rostros pétreos para fijar en mí esos ojos sorprendentemente claros. Cuando por casualidad descubrí que esos gigantes no tenían más que catorce y quince años… Puede que demostrara prejuicios, pero prefería rodearme de los griegos de nuestra comitiva. Además, nunca conseguía acordarme de sus nombres.

Sin embargo, debíamos abandonarnos a su protección. La mayoría de las hospederías estaban destruidas o habían sido confiscadas en nombre del ejército, y la actividad que se desarrollaba en ellas era poco adecuada para una dama de la realeza. También, casi todas las casas que quedaban eran con toda seguridad burdeles. Sólo allí parecía reinar aún la vida. Daba la impresión de que en toda la provincia sólo había legionarios, vagabundos y putas.

Debo reconocer que una vez visité uno de esos establecimientos por pura curiosidad, y puedo asegurar que en toda la ciudad de Roma, donde por lo general se satisfacen todos los gustos, no había nada parecido a aquello. El establecimiento parecía un establo, y olía de la misma manera. Del mobiliario original no quedaba más que un par de bancos desvencijados, las paredes estaban embadurnadas de heces, el suelo cubierto de porquería. Aun así, los más débiles rebuscaban en él los restos de comida que caían de las mesitas. Por mucho que las mujeres se defendían de sus atacantes con dientes, cuchillos y garras, éstos las poseían allí mismo, delante de los demás, como les venía en gana. Alguno que otro retenía con una mano a la mujer a la que estaba penetrando mientras con la otra sostenía el pan en el que clavaba los dientes. Había gritos y gruñidos, apenas se oía una palabra propiamente dicha. De los soldados de la legión, sólo los más avezados se atrevían a ir allí, pues era fácil encontrarse con un cuchillo en el vientre, si estaba bien alimentado y parecía tener dinero.

A mí también casi me costó la vida mi escapada. Después de haber dado tan sólo unos pasos inseguros en la oscuridad de ese infierno, algo duro me golpeó en la cabeza. Busqué a tientas en el aire hasta que sentí un intenso dolor en la mano izquierda. Con la fuerza de la desesperación seguí avanzando y me topé con una mujer de una edad indefinible, el cuerpo cubierto de harapos. Di una patada que la lanzó contra la pared. Desde su rostro sucio me miraban dos ojos brillantes, y debajo, entre sus escasos y negros dientes, relucía el anillo de oro con mi sello de la serpiente de Esculapio. La mujer soltó un grito animal y desapareció entre la gente.

Un veterano tracio que me conocía me impidió cometer la tontería de querer recuperar mi joya y me sacó de allí. Mientras inspiraba profundamente en el aire nocturno y regresaba tropezando junto a él a nuestro campamento de tiendas, me explicó que en el burdel destilaban un aguardiente de tripas de aves fermentadas que hacía arder el estómago y la mente, y despertando también las imágenes perturbadoras del recuerdo. Algunos se volvían locos con esa bebida, pero asimismo le volvían a uno loco los recuerdos, las pesadillas de toda la sangre derramada.

Le di las monedas que llevaba encima para que pudiera comprar el olvido y le deseé buena suerte y cordura. Después entré en mi tienda, donde me aguardaban la gruesa alfombra bajo mis pies y los cortinajes de seda en las paredes. Un agradable aroma a incienso agasajó mi olfato ofendido y, desde la penumbra ambarina medio iluminada por unas lámparas de pie me saludaron los contornos marmóreos de mi estatuilla preferida, que me acompañaba. Di un suspiro, me senté a mi escritorio macizo y pasé la mano por los estuches de cuero de mis queridos rollos de escritura. Gracias a los dioses, conservaba todos los dedos, pero los dientes de aquella furia habían dejado en uno de ellos marcas ensangrentadas, que limpié con gran esfuerzo. Quién sabía las enfermedades que ese ser del inframundo no llevaría consigo. Su mordisco podía ser más peligroso que el de una fiera salvaje. La mañana siguiente invité a nuestra escolta a un barrilito de nuestro mejor falerno para que no necesitaran hacer más visitas a lugares como aquél. No obstante, en el siguiente campamento volví a ver oscuras figuras que se dirigían hacia las luces de una casa solitaria desde la que el viento traía consigo el barullo de los borrachos. Me pareció que mi salvador tracio estaba entre ellos. Tal vez el falerno no había sido lo bastante potente contra sus recuerdos.

Durante el día, encerrado en la litera, el altar móvil de nuestro tedio, reflexionaba a veces cómo serían mis recuerdos cuando todo aquello hubiese pasado. Los tres intentábamos evitar las miradas vidriosas y los aromas ineludibles de los otros dos compañeros de viaje, de los que no había escapatoria posible. Cerraba los cortinajes para no ver la devastación de fuera, pero enseguida volvía a abrirlos para escapar del desierto de allí dentro. Y en silencio me preguntaba, con la misma impaciencia de Cómodo, cuándo sabría qué me esperaba en Germania. ¿Cuándo llegaríamos de una vez por todas?

Las llamadas de los cuernos sonaron apagados en la niebla. Una sacudida recorrió toda la comitiva y el carro se detuvo.

—¿Dónde, dónde, dónde está el río? —exclamó Cómodo, y bajó del carro de un salto, con su espada infantil en la mano, dispuesto a blandiría contra las hordas de melenudos.

Se hundió hasta los tobillos en el lodo y desde allí alzó la mirada hacia donde se erguía la imponente puerta de piedra del campamento, tras los terraplenes cubiertos de hierba y las empalizadas blancas en una bruma aún más blanca. Los batientes de madera se abrieron entonces entre chirridos. El paso de los guardias que caminaban por los adarves, sobre nuestras cabezas, no se interrumpió ni un segundo mientras entrábamos en la plaza fuerte de Carnutum.

Un campamento militar romano es un mundo en sí mismo. Está distribuido en torno a dos calles principales que se cruzan y van a desembocar en cuatro puertas. En su centro, como corazón, se encuentra el pretorio, la residencia del comandante, que allí en Carnutum estaba habitada por el Emperador en persona. Se trataba de una espaciosa construcción con peristilo cuyo patio interior, puesto que en aquel clima no crecía nada agradable, estaba totalmente embaldosado sin gracia alguna. Sus ventanas se cerraban con postigos de madera maciza para conservar el calor de los braseros en las salas sombrías. Las paredes estaban cubiertas de pieles.

El segundo edificio más importante del campamento era el principium, con su salón de reuniones, el patio del pozo, la sala de justicia, los ajetreados despachos de la administración, el santuario de los estandartes y el tesoro del campamento. A izquierda y derecha de él se alineaban con hermosa regularidad los barracones de las tropas, separados por unas pequeñas callejuelas de grava. Estas construcciones alargadas y sencillas daban por su costado más estrecho a la via principalis, la auténtica calle mayor que dividía el campamento por la mitad. Al final de ésta se encontraba la residencia del centurión, que daba por el otro lado a la via sagularis, la cual recorría toda la longitud del muro exterior.

Cada mañana, al sonar el cuerno, los hombres se levantaban en sus compartimentos de cuatro, aireaban sus literas, atizaban el fuego y, después de un frugal desayuno, se dirigían a formar para la revista. Cuando sus superiores regresaban del principium después de dar el parte, se impartían las órdenes del día: «Ejercicios de combate», les decían, o: «Servicio de guardia, trabajos de zapa, ejercicios físicos». También realizaban misiones de emisario, peligrosas y temidas.

Después de la señal de mediodía llegaba la hora del llamado corpora curare: los legionarios acudían en tropel a las termas o se quedaban en sus cuartos, molían en sus molinillos de mano su ración de cereal y la cocían en el horno de su centuria. A continuación comían juntos los cuatro de cada habitáculo, limpiaban su equipo y, cuando no les habían ordenado marchar afuera, intercambiaban historias durante las largas y frías tardes.

Normalmente, aquello había sido un paraíso para un joven de doce años. En cada compartimento cuatro caras nuevas, en cada habitación cuatro historias nuevas, experiencias, caracteres que descubrir en las narraciones junto a las brasas. Los soldados se detenían con dramatismo mientras pulían el escudo para aumentar el suspense hasta lo insoportable, el fuego crepitaba bajo la caldera de hierro y la sopa desprendía vapores seductores. Y en todas partes una litera libre en cuyo vellón podía uno acurrucarse a descansar para disfrutar de todo aquello, de toda la atención que le correspondía a uno, puesto que era el hijo del Emperador, sí, el hijo de un dios, del dios de esos hombres corrientes. Me habría gustado concederle a mi protegido Cómodo el placer de pasar tardes enteras con los veteranos, incluso estoy convencido de que eso habría tenido una influencia positiva en su educación. Cuánto habría podido aprender una persona cómo él de esos hombres sencillos y de sus vidas. Tal vez la convivencia con ellos habría impedido incluso que se retirara más adelante a su palacio y a su propio mundo de fantasías anómalas. Sin embargo, tal como estaban las cosas, aquello no era posible, como quedó probado ya en la primera visita a mi nuevo lugar de trabajo.

El valetudinarium se encontraba apartado del centro ruidoso, en la parte de atrás de la fortificación, cuidadosamente alejado también de los establos, los talleres, los almacenes y los graneros, donde era inevitable el estruendo del trabajo. Se trataba de un edificio de piedra imponente y de cuatro alas dispuestas alrededor de un patio interior con su propia fuente. En cada planta, las pequeñas habitaciones de los enfermos se extendían a izquierda y derecha de los interminables pasillos. Y en cada una me esperaba la misma imagen consabida.

—Primero pensamos que se trataba de una especie de escorbuto —me explicó el optio valetudinarii, el encargado del hospital militar, que acababa de entrar para conocer al recién llegado médico de moda.

Era oficial y hombre del ejército desde hacía tantos años que casi parecía considerar la calidad de civil como una forma de enfermedad que en su entorno no tenía posibilidades de propagarse. Sin embargo, le tranquilizó ver que yo parecía conocer bien esa epidemia enigmática que había caído sobre sus hombres. Si bien no le gustó nada de lo que yo tenía que decir al respecto.

—Ya hemos probado —continuó— con Radix brittanica. —Y me mostró uno de los botes—. Pero el resultado ha sido escaso.

—Sin embargo, puede que no haya sido ningún error —aduje—, la monótona alimentación de pan, tocino y más pan de la mayoría de los legionarios hace que aún sean más proclives a padecer la enfermedad.

—Aquí, a finales de invierno, no hay mucho más que cebollas y coles —comentó el optio—. Las cosechamos en los terrenos de la fortificación. Los mercados de los alrededores están como arrasados. Si crees que estamos mal alimentados, ve a ver a los bárbaros mismos, que hace meses que pasan hambre. La guerra ha devastado sus tierras y ha diezmado sus rebaños. Cada día llegan pequeños grupos al río que no quieren más que una cosa, que los dejemos entrar para no morirse de hambre allí donde están. Pero nosotros los echamos a todos de vuelta al agua.

Cabeceó con furia y satisfacción. Qué le importaban a él los bárbaros. Sus problemas eran de otra naturaleza, tenían la forma de varios cientos de celdas llenas de moribundos en las que la muerte zumbaba como las abejas en el panal y no quería marcharse, pues allí había abundante miel virgen de pus, sangre y sufrimiento. Cuando le pedí un capsarius con experiencia para que me acompañase en la primera ronda de inspección, se rió con amargura.

—¿Con experiencia? —se burló—. ¿Con experiencia? Si consiguen aguantar tres semanas en el puesto, ya se los puede considerar expertos. Aquí dentro quemamos a más jóvenes reclutas que allí fuera, en las ciénagas. —Hizo un vago gesto con el mentón en dirección al Danubio.

Allí me esperaba, pues, aquel espanto que tan bien conocía. Me preparé para enfrentarme a él. Mis días pertenecían al hospital militar, mis tardes a Marco Aurelio, quien consultaba con los legados de sus legiones y recibía a emisarios germanos. Yo me quedaba sentado en un segundo plano, contemplaba a los hombres que estaban de pie frente a Marco Aurelio y la mesa de mapas, escuchaba con atención y —lo confieso— dormitaba. El informe del tesorero del campamento siempre me encontraba adormecido, al igual que el de Valerio Maximiano sobre las dificultades que tenía para garantizar el suministro de cereal con la flota del Danubio.

—Ni la Nórica ni Panonia —explicaba— pueden considerarse provincias seguras para que la flota las atraviese sin problemas.

—¿Claudio Pompeyano? —dijo el Emperador, que iba insólitamente uniformado, al tiempo que se volvía hacia su yerno.

El viejo general frunció la frente y cambió de postura con leves gemidos para apoyarse sobre la otra pierna. «Tal vez sea gota», me dije cuando en mi cansado cerebro empezaron a formarse automáticamente un par de ideas nebulosas que se deshicieron como la bruma matutina bajo el sol. ¿Qué me importaba a mí la gota del esposo de Lucila?

—Es cierto —convino Pompeyano entretanto, a regañadientes—. Todavía no hemos hecho retroceder a todos los grupos de cuados al otro lado del río. Las aldeas más resistentes han sido incendiadas y los grupos familiares han sido expulsados, pero se desplazan en bandas por los bosques, con sus mujeres también, a veces incluso van bien armados. Eso hace que sean difíciles de prender.

Sacudió la cabeza y yo pensé en los breves sahumerios del valetudinarium y en el recluta mauritano que me había pedido en su lecho de muerte que le atase a la frente una extraña estatuilla de una deidad hecha de ébano. Cuando le pedí al miles medicus que cumpliera su deseo, se desplomó sobre el torso del soldado. Los arrojamos a los dos juntos al carro.

—Sólo los dioses saben de qué se alimentan —iba diciendo Pompeyano—, los campos están yermos. Sin embargo, la nuestra es una labor como la de Sísifo. Apenas has saneado una región, te enteras de que ha habido un ataque en la retaguardia.

—Deberíamos asegurar con todas nuestras fuerzas las fronteras fluviales —aclaró Marco Aurelio—, hasta entonces no podremos emprender la ofensiva al otro lado del río. Este verano.

Colocó con decisión los cinco dedos extendidos sobre el mapa. Cinco dedos, los vi danzar como hojas en el viento y vi caer sobre ellos el follaje, rojo y amarillo, a través del que brillaba el sol mientras descendía en espirales regulares…

—¿Ha recibido reclutas de refuerzo la legión II itálica? —Pompeyo asintió—. ¿Y la X, y la XIV gemina? —preguntó volviéndose hacia Helvio Pertinax, que también asintió—. ¿Y aquí, en el campamento?

Regresé con gran esfuerzo a la orilla de la consciencia y abrí los ojos.

El legado se aclaró la garganta.

—Los centuriones han informado de que en la revista vespertina faltan cinco hombres por barracón. —Y guardó silencio.

—¿En la revista vespertina? —preguntó Marco Aurelio arrugando la frente.

—El médico griego —dijo el legado, y apuntó con mano insegura en mi dirección—, para un mejor control de las bajas, recomienda que también por la tarde… —Se interrumpió, inseguro.

Me incorporé, cansado.

—Sólo durante unos días, Emperador, hasta que pueda evaluar mejor las cuotas.

—Eso quiere decir —murmuró Marco Aurelio, e hizo unos cuantos cálculos por su cuenta— que los reclutas mauritanos llegados esta mañana como contingente de refuerzo…

Se quedó callado, hizo balance y me clavó la mirada. Yo se la devolví. Nos quedamos unos instantes en silencio bajo la inquieta luz de las antorchas de las paredes.

—¿Hay algo que te haga falta, Claudio? —me preguntó entonces el Emperador.

Le pasé una lista de los medicamentos que precisaba y él se la dio de inmediato al jefe de aprovisionamiento, que la cogió con una reverencia y luego la estudió con aire preocupado pero sin protestar.

—Además —expliqué—, hoy he inspeccionado las letrinas que hay junto al muro este. Antes funcionaban con aguas residuales de las termas, que hoy, no obstante, están desiertas a causa de la epidemia, y por eso se limpian poco y se encuentran en un estado lamentable.

Marco Aurelio asintió. Estaba familiarizado con las teorías médicas sobre el contagio mediante vapores malignos y le pareció bien que sus soldados evitasen todo lo posible las termas del campamento con sus tinas y sus baños de vapor.

—Recomiendo —proseguí— una brigada de limpieza y la reconstrucción de las cisternas a fin de que el agua de lluvia pueda utilizarse para limpiar las letrinas. Las tinajas —continué— deberían secarse, el agua que queda en ellas se ensucia demasiado deprisa. Recomiendo que los soldados se laven las manos y todo lo demás donde hasta ahora se sumergían para darse pequeños baños: en el pequeño cauce que se alimenta de la cisterna de agua de lluvia. El agua ya utilizada, no obstante, no debe servir para enjuagarse, sino que ha de rechazarse una vez usada. Para ello propongo la zona que queda junto a las letrinas.

Marco Aurelio dio su consentimiento, el legado le comunicó a su escribiente que anotara las órdenes y se las transmitiera al jefe del campamento, que era responsable de las obras de infraestructura.

El primus pilus, el primer centurión de la cohorte, recibió las instrucciones para sus compañeros con la cabeza gacha. Era el oficial que más años llevaba de servicio, la mano derecha del jefe del campamento e, igual que éste, un soldado profesional empedernido que no respetaba demasiado a los jóvenes legados y tribunos senatoriales que eran sus superiores y que pasaban allí parte de su carrera, antes de regresar a sus despachos. Probablemente tampoco sentía mucho respeto por su Emperador, tan poco militar, y sin duda menos aún por un erudito extranjero.

—Órdenes de mierda —masculló— de un griego de mierda.

—En caso de que no quieras ensuciarte las manos con ello —repuse con tranquilidad—, mañana puedo leerles yo mismo las instrucciones a los reclutas.

Resopló ante la perspectiva de dejar que un civil adoctrinara a sus hombres en lugar del centurión. Marco Aurelio siguió en silencio la disputa.

—No te escucharían ni cinco minutos —gruñó el militar.

—A mí todos me escuchan —repliqué—, a más tardar en el hospital, después de haberme implorado que les salve su insignificante vida.

Me volví de espaldas y regresé a mi silla de campaña, demasiado cansado para seguir discutiendo.

—Para no olvidarnos nada —informó entonces Marco Aurelio en voz alta—, mañana sacrificaremos en la zona del templo otro toro blanco.

—¿A qué deidad? —preguntó con gran preocupación un joven caballero que hacía sólo unas semanas que había llegado.

—¿Acaso nos hemos dejado alguna?

Ésa volvía a ser la voz molesta del primus pilus, queda pero ineludible.

—No lo sé —dijo Marco Aurelio, dirigiéndose directamente al viejo veterano, que se sonrojó al instante—. Pero los sacerdotes seguro que lo averiguarán. Por nuestro bien. ¿Más preguntas?

Entonces se discutieron las grandes ofensivas contra los cuados, previstas para ese verano.

Horas después, regresé tambaleándome por la vía principalis a mi alojamiento, un aposento para invitados del pretorio, en el edificio de comandancia habitado por la familia de Marco Aurelio. En la mayoría de los barracones vi que ya habían apagado la luz. Annia Faustina estaba allí sentada junto a un brasero y escuchaba las clases de griego de su hijo mientras un esclavo punteaba de vez en cuando unos acordes en una lira. Una estampa idílica de la cotidianeidad romana, si no se fijaba uno en que el pie de Annia Faustina había desaparecido bajo el dobladillo de la toga del maestro. Pasé de largo para no convertirme en testigo de hechos desagradables. Entre el sueño y la vigilia escribí mis informes y me metí en mi cuarto, para enfrentarme a un nuevo día, ignorando lo que me iba a deparar.

Pasaron dos años durante los cuales escribí innumerables cartas a mi hogar. Los cuados habían sido derrotados, al igual que los marcomanos. Firmes tratados de paz controlaban sus fuerzas, los obligaban a mantenerse tras unas líneas neutrales a la orilla norte del Danubio y los excluían de los mercados romanos de la orilla meridional. Se intercambiaban prisioneros, en la región reinaba una tranquilidad superficial.

Marco Aurelio —y yo con él— había regresado para luchar esta vez contra los yácigos y los había vencido. Tras otros tres años de luchas, contratiempos y emboscadas, negociaciones, pagos de cuotas de protección e intrigas de cabecillas, el Emperador había aprendido que no derrotaría a los germanos hasta que no los atacara en su región, apresara a sus tribus, sacrificara a su ganado e incendiara sus campos. Así, en todo caso, me lo explicó el Emperador filósofo, mientras yo lo escuchaba atónito.

Sin embargo, a pesar de todos esos esfuerzos, el problema seguía ahí. Las tribus seguían presionando desde el norte constantemente y cada vez más germanos llegaban para engrosar la atormentada población del Danubio. Su necesidad de tierras y alimentos no atendía a razones y por eso los alborotos de las tribus impotentes nunca cesaban del todo. Así sucedió que, después de tres años, volvíamos a estar allí donde habíamos comenzado, en Carnutum, cara a cara con las bandas rebeldes de cuados que habían vuelto a violar los tratados, en las orillas del Danubio sobre las que ese verano el sol arrojaba una luz especialmente despiadada.

—¿Cómodo? ¡Cómodo! ¿Dónde se habrá vuelto a esconder ese muchacho? —Menandro, el maestro griego del hijo del Emperador, evitaba emplear expresiones más soeces mientras recorría la fortificación en busca de su pupilo.

—¿En el sótano del santuario de los estandartes, tal vez? —propuso Valeriano, intentando serle de ayuda. El nuevo medicus ordinarius me sonrió y se colocó bien la bolsa—. Le gusta demasiado andar por esas bóvedas oscuras —me explicó.

—Ese joven es senador y sumo sacerdote —refunfuñé—. Quién sabe lo que se propone hacer con el dinero de las arcas de la legión que se guarda allí.

Valeriano se rió.

—Seguramente tendremos que empezar a preocuparnos por eso cuando sea imperator. ¡Maldita sea! —Exclamó al revisar su instrumental—. Me he olvidado la hoz pequeña. Y un par de tarros de plomo más tampoco me habrían venido mal.

Volvió corriendo al valetudinarium para recoger lo que le faltaba. Los dos capsarii que nos tenían que acompañar se dieron un par de codazos en las costillas con una sonrisa burlona. Para ellos, la perspectiva de una escapada al campo después de semanas de servicio agotador en el hospital militar era como un descanso.

—¡Cómodo! —resonaron tras de mí los desesperados gritos de Menandro.

—Tendría que ir a buscarlo al cadalso —comentó uno de los capsarii.

El otro rió por lo bajo.

—¿Cómo dices? —pregunté, enarcando con severidad las cejas.

—Claro, lo sabe todo el mundo —me comunicó el segundo ayudante—. Al pequeño imperator le gusta mirar —añadió después.

El otro asintió con entusiasmo.

—El verdugo incluso le ha dejado coger alguna vez su arma ensangrentada.

—Cosas de jóvenes —comenté con inseguridad, y dejé vagar la mirada hacia el lugar donde se realizaban las ejecuciones, tras la puerta oriental.

Me pareció que allí se oían redobles de tambores. ¿Sabría su padre con qué clase de sospechosas diversiones se entretenía el futuro señor de su Imperio? Entonces volvió Valeriano, agitando desde lejos la hoz en el aire. Enseguida me concentré de nuevo en lo importante: el permiso concedido a nuestra pequeña tropa para salir a buscar hierbas curativas por los alrededores.

Ya habíamos escudriñado y saqueado los terrenos de la plaza fuerte. Si no queríamos que hubiese carencias lamentables en nuestras farmacias, sólo podíamos adentrarnos en la zona neutral a lo largo de las dos orillas. El praefectus castrorum ya había dado su conformidad a nuestra presencia allí por uno o dos días. El comandante de la legión estaba enfermo en el valetudinarium y sin duda alguna consideraba apropiados todos los esfuerzos que hiciéramos para completar la farmacia. Sin embargo, su sustituto, el tribunus militum legionis laticlavis —un bonito título que le encantaba pronunciar—, nos recibió en el principium con gran escepticismo.

—Claro está que hemos asegurado la zona de las orillas —dijo, con cautela—. Pero qué significa eso en una guerra. No me gusta tener caminando por ahí a ningún civil que en caso de apuro acabe siendo un buen rehén, o por el que tenga que sacrificar a hombres valiosos, sólo porque el Emperador ha ordenado que lo saquemos de cualquier aprieto en el que se haya metido a causa de su propia necedad.

—Salimos por nuestra cuenta y riesgo —manifesté con brusquedad.

—A título personal, ¿sí, eh? —replicó él con sarcasmo—. Con mi medicus ordinarius y mis capsarii. Estos hombres siguen llevando uniforme. —Reflexionó un momento—. El general Pertinax parte hoy con un gran destacamento para reforzar el campamento recién erigido. Creo que no tendrá nada en contra de que lo acompañéis. Pero —nos advirtió como un padre severo— siempre que os mantengáis junto a las tropas y no os alejéis sin permiso.

Asentimos como un par de niños bien educados. Los capsarii saludaron con resolución. El tribuno suspiró y nos dejó marchar.

Poco después, con barro del Danubio en las sandalias, subimos a las barcas que ya estaban preparadas con las tropas de Pertinax. El río relucía azul y apacible en un paisaje de bajas colinas. También el cielo tenía un azul desvaído, e incluso el oscuro bosque de la orilla contraria resplandecía azulado en la bruma extraña de aquellas inmediaciones. Sólo los sauces que dejaban colgar sus ramas sobre la apática corriente, las enormes hojas de lechuga de la orilla y las exuberantes flores de los pantanos conservaban su verde brillante y su amarillo graso.

Estábamos de buen humor, parpadeábamos al contemplar el resplandeciente juego de los rayos del sol sobre el agua, pescábamos con dedos juguetones los hilos de algas de la fría corriente y soportábamos las bromas de los legionarios, que por lo visto encontraban graciosísimo que cuatro hombres salieran a recoger plantitas en mitad de una guerra.

—No os perdáis —nos gritaron con alegría cuando nos despedimos en la ribera, donde enseguida hicimos caso omiso del bienintencionado consejo del tribuno, para tomar nuestro propio camino.

Habría sido imposible localizar, clasificar y preparar las plantas para el transporte al ritmo de marcha de una cohorte. Durante un rato disfrutamos caminando descalzos sobre el lodo fresco y húmedo de la orilla, después nos pusimos otra vez las sandalias y nos adentramos en los bosques, donde el caluroso sol de ese verano caía sesgado y la amarillenta hierba seca susurraba en los claros.

—Mira esas bayas —me comentó Valeriano, y tiró hacia sí de una rama de saúco—, se han secado en la rama.

Soltó el arbusto, de modo que algunos pájaros se alzaron con chillidos de protesta, y sacudió la cabeza.

—Eso pronto me pasará a mí también —se lamentó nuestro primer capsarius, y abrió su odre de agua con un fuerte «plop».

El crujido de un par de ramitas que se convirtieron en polvo bajo sus sandalias subrayó su queja. Escuchamos sedientos sus tragos ansiosos.

—Bueno, bueno, no hemos venido aquí para divertirnos… —empecé a decir, pero no supe cómo terminar.

El repentino cansancio era abrumador, parecía manar del suelo junto con aquel calor.

—¡Setas! —oí exclamar a Valeriano.

Me limité a asentir, busqué un tronco lejos de las brillantes manchas de luz que entraban por entre los árboles como hierros al rojo vivo y me recosté en él con un gemido para contemplar distraído cómo el medicus se alejaba de mí encorvado, paso a paso. Al cabo de un rato —debí de quedarme un momento dormido, o tal vez no—, me llamó la atención el silencio que me rodeaba. Comprobé que estaba solo, solo con los arándanos y las lisas ramas de las hayas en las que el musgo, al tocarlo, se desprendía en forma de polvo amarillento y livianísimo, solo con los escarabajos que se encaramaban por el follaje reseco y el solitario y repentino grito de algún pájaro.

—¡Valeriano! —Me encaminé lentamente en la dirección por la que había visto alejarse a mi colega—. ¡Eh!

La tierra un poco revuelta aquí y allá, el intenso aroma a setas allí donde Valeriano había dejado un ejemplar venenoso, me mostraron el camino. La maleza se hizo más densa, mis jadeos más fuertes, y pronto debí de sonar igual que un uro que se abría camino por los matorrales. Mis compañeros, sin embargo, no se movieron cuando los alcancé. Estaban plantados en el suelo y contemplaban absortos un grupo de altos robles que se elevaba frente a ellos junto a un claro. Mi mirada, que vagaba sin rumbo, se quedó clavada entonces en un extraño bloque cuadrado que parecía construido de madera y, no obstante, desconcertaba. Entonces miré más arriba, vi el espeso follaje y vi las negras siluetas que colgaban de él.

Cuando al fin comprendí de qué se trataba, una brisa apenas perceptible trajo hacia nosotros un hedor a putrefacción que rompió el hechizo. Nos acometieron unas arcadas tan fuertes que los ojos nos lagrimearon, pero aun así fuimos incapaces de alejarnos de la fuerza de atracción de aquel horror. Dimos unos pasos y examinamos lo que nos había puesto los pelos de punta. Con manos temblorosas inspeccionamos el montón cuidadosamente apilado de cráneos, tibias y fémures que había en el centro del claro. Algunos parecían viejos y curtidos, otros todavía tenían jirones de carne, y esa visión seguiría atormentando mis sueños. El suave crujido que sonaba sobre nosotros cuando el viento soplaba entre las ramas continuaría presente en nuestra memoria produciéndonos escalofríos, pues no procedía de la madera, sino de las sogas que oscilaban por el peso de los ahorcados. El metal de los protectores de las espinillas del legionario, que colgaba a la altura de nuestros ojos, ya empezaba a cubrirse de verdín. Dentro de las sandalias, los huesos de los pies conservaban trozos de piel negra y reseca, algunos de los cuales habían caído al suelo. Sin duda muchos de ellos habían desaparecido en las fauces hambrientas de los animales del bosque.

—Debe de llevar meses ahí colgado —dije con voz entrecortada.

—Sin embargo, éste de aquí aún parece bastante reciente.

Me apresuré a mirar lo que señalaba Valeriano. Un cuervo graznó. Poco después salimos corriendo.

Avanzamos por el bosque todo lo deprisa que nos permitía la maleza, en busca de las tropas de Pertinax. La idea de tener que pasar una noche solos en esa espesura nos daba alas. Por la tarde, al fin encontramos el camino que tomamos al abandonar la cohorte, a eso de la medianoche vimos las hogueras de su campamento y nos tambaleamos agradecidos hacia los guardias. Casi no nos importó saber que Pertinax se negaba a prestarnos una tropa para nuestra protección. Así eran las cosas. De todas formas habíamos perdido nuestro material médico. Cansados, rasguñados y aturdidos nos dejamos caer junto al fuego de una tienda, donde nos acogieron con animadas bromas.

—Vaya, los recolectores de hierbas —nos dijeron—: Bueno, ¿habéis mordisqueado una Amanita muscaria?

—No —se lamentó Valeriano, y con más quejidos se recostó—. Pero los que han hecho lo que hemos visto sí tenían que estar drogados.

Vi el horror en sus ojos y corroboré sus palabras.

—Ante eso no sirve de nada tener experiencia en la disección —dije. Los capsarii nos miraron—. La forma en que estaban dispuestos era tan… tan… —no encontraba palabras.

—… perversa —terminó uno de los capsarii.

Todos asentimos. Sí, era perversa. Así lo sentíamos todos, tanto el soldado de la enfermería preso de sus supersticiones como el científico con sus amplios conocimientos sobre culturas extrañas. Me abrigué en mi manta, sintiendo escalofríos. Me sentí agradecido por la cercanía del fuego y las tiendas, las burlas de los soldados y el mal olor del betún del cuero, que ayudaban a ahuyentar el recuerdo de lo que habíamos visto ese día. Mientras seguía escuchando las historias heroicas con las que nuestros capsarii adornaron nuestra aventura para ganarse el respeto y un trago extra de vino en el círculo de los veteranos, me fui adormeciendo lentamente. Daba igual que tuviéramos que recorrer a pie media Germania antes de poder volver a casa. Por lo menos no estábamos solos ahí fuera con… lo desconocido.

La tranquilidad que habíamos sentido al regresar junto a la cohorte disminuía con cada día que avanzábamos por la planicie que se extendía ante nosotros, rodeados por el polvo que levantaba la expedición. ¡Quién habría pensado que esas regiones septentrionales podían ser tan calurosas! El brezo reseco nos rozaba las piernas, el sol había extraído de sus flores cualquier resto de color. En el terreno arcilloso grandes grietas resecas se abrían bajo nuestros pies, incluso allí donde tendría que haber fluido el río. Y el estanque verde y apacible que antes, como confirmaron los exploradores, se había alimentado de un manantial, no era más que un agujero pestilente lleno de plantas acuáticas fermentadas sobre las que zumbaban grandes bandadas de moscas. Como médico tuve que aconsejar a Pertinax que sus hombres hicieran un largo rodeo para evitarlo. El general hizo caso de mis palabras, cosa que me hizo ganarme muy pocos amigos.

Nuestros barriles de agua estaban tan vacíos como los odres. Durante la tercera mañana de marcha, cuando se hizo patente que el agua sólo nos duraría ese día, poco a poco tuvimos que admitir que estábamos en un serio aprieto. Los caballos de los carros ya cojeaban. Pronto los legionarios no conseguirían ya levantar por la mañana el campamento de la noche. ¿A quién le quedaban aún fuerzas para acarrear nada?

Entonces vimos a los primeros exploradores cuados. Corrían a lo lejos, fuera del alcance de nuestros arcos, sin hacer apenas ningún esfuerzo por mantenerse ocultos. Observé los perfiles desgreñados de sus cabezas, con esos moños, sus figuras encorvadas que corrían sin apresurarse empuñando lanzas oscilantes. Mientras trotaban con tanta calma a nuestro alrededor, pensé: «Lo saben. Saben que sólo tienen que esperar».

A la mañana siguiente, nuestros guardias estaban muertos, degollados, y la luz del alba nos mostró que estábamos rodeados. Los cuados estaban acuclillados entre el brezo, inquietantemente silenciosos, los hombros desnudos, los rostros pintados, los cabellos aclarados por el sol y azotados por el viento cálido, amarillentos como la hierba seca. Ni un sonido ni un movimiento llegaba hasta nosotros desde sus filas. A veces, nuestra visión borrosa nos hacía creer que las cabezas pajizas se volvían a confundir con el paisaje, y entonces parpadeábamos indefensos, nos tambaleábamos de aquí para allá y oíamos otra vez el zumbido de una flecha que mataba a un soldado. Una caída sorda, un grito, luego volvía a reinar la inmovilidad en ambos bandos.

Ninguna de las figuras pintadas se acercó lo bastante a nosotros como para que valiera la pena arrojarle una lanza, nadie osaba lanzar el ataque definitivo. ¿Para qué habrían de hacerlo ellos, cuando el sol les estaba ahorrando todo el trabajo? Abatidos, perseverábamos en nuestro lugar, casi tan inmóviles como ellos. Nos lamíamos los labios agrietados con la lengua seca. Esos germanos debían de tener agua. Conocían sus tierras y sin duda tenían manantiales secretos, pozos, riachuelos subterráneos de los que nosotros nada sabíamos. Sólo con pensarlo, tragábamos saliva con gran dolor. Sin duda tenían que tener agua. ¿Cómo, si no, podían soportar aquello? Nosotros, nosotros ya no podíamos más.

—Esto no puede ser —masculló un veterano que estaba detrás de mí, escondido tras su escudo, y jadeó con la boca abierta—. Ellos también han de tener sed.

—Ahorra saliva —replicó un compañero—. Ellos aguantan. Podrían vivir hasta diez días sin agua, según he oído decir. Y encima corriendo.

A mí eso me parecía improbable. Había tenido a bastantes gladiadores germanos sobre mi mesa de operaciones como para poder afirmar que el interior de su cuerpo no se diferenciaba en nada del nuestro, pero ¿de qué servía eso contra la reluciente luz del sol, detrás de la cual se perfilaban las siluetas del enemigo, que aguardaba tranquilamente?

—¿Por qué demonios no acaban ya con nosotros? —preguntó alguien.

Nadie respondió.

—¡Nubes! —exclamó un soldado con la voz crispada.

El grito no recibió al principio ninguna atención. Demasiadas veces habíamos seguido con la mirada enloquecida la aparición de algunos jirones blancos en el horizonte. Febriles, espoleados por la esperanza, los habíamos animado a avanzar, como antaño habíamos hecho con los luchadores de la arena de Roma, sólo para contemplar cómo el cielo azul y despiadado los desvanecía y los convertía en nada. ¿Para qué dejar brotar de nuevo esa desesperada esperanza? «Y ¿para qué —me dije, presa del pánico al percibir un movimiento en las filas enemigas—, para qué volver a preocuparse por un par de finos velos en el cielo, ahora que de todos modos lucharemos espada contra espada?». Pues no me había equivocado, los germanos avanzaban. Ya casi podíamos distinguir sus rostros. Pensé con nerviosismo en Hilas y en nuestras clases de ejercicios. Empuñé mi arma. ¿De que habían servido esas clases en el limpio suelo de la arena?

Los atacantes se acercaban, su bramido se alzaba ya como una tormenta mientras agitaban sus hachas contra nosotros. Sin embargo, también las nubes que teníamos encima se hacían más densas, se ennegrecían e iban tomando forma como un poder mudo, tan arrollador como yo no había visto nunca, ni siquiera en el mar. Se acumulaban sobre la tierra, incluso parecían querer aplastarla, y lo cubrieron todo repentinamente con su sombra cuando se tragaron el sol. Una ráfaga de viento hizo que el brezo se combara. De pronto hacía muchísimo frío.

—Sacad los toneles, formad filas —ordenó Pertinax por encima del repentino estallido del trueno. Las primeras gotas ya caían—. ¡Formad filas! —gritaba con todas sus fuerzas—. Atacarán con las primeras ráfagas.

No obstante, fue inútil, nadie podía retener ya a los hombres medio muertos de sed. En los cascos y los escudos, incluso en las botas intentaban recoger el agua que caía ya del cielo en pesadas gotas. Era inconcebible, era como si alguien vertiera cubos y barricas sobre nosotros. Al borde de la llanura se distinguían los contornos deshilachados de las nubes y el cielo azul allí donde terminaba aquella refrescante bendición. Con todo, estábamos en el centro de una tormenta que había hecho oscurecer el día. El brezo deslavazado se inclinaba bajo el peso de las gotas y bajo los pies de los legionarios, que festejaban, jaleaban, gritaban, se revolcaban en los charcos y convertían el suelo en un lodazal. El fuerte viento hacía que la lluvia cayera de lado, que el aguacero y luego el granizo nos azotara el cuerpo. Parecía que era de noche, una noche embravecida y desgarrada por los rayos.

Pertinax se había equivocado, los cuados no atacaron con el primer chaparrón. O bien estaban tan sedientos como nosotros y celebraban el estallido con el mismo delirio, o no comprendían que estábamos a punto de escapar. O ¿acaso simplemente no lograban encontrarnos en medio de esa tormenta que lo confundía todo? Vi que un rayo caía sobre uno de los carros de provisiones cercano y agarré con más fuerza la lanza que había tomado prestada. ¿No luchaban ya allí unos con otros, o sólo me estaban confundiendo las lonas que ondeaban? Giré en círculo, desconcertado. Entorné los ojos, de las pestañas me goteaba agua y se me nubló la visión. En algún lugar se oían gritos, pero no era capaz de decir si allí se estaban enfrentando los guerreros. Entonces algo me golpeó e hizo que me tambaleara: un cuerpo, húmedo y frío como surgido de un muro negro frente a mí. Perdí el equilibrio c instintivamente levanté la lanza y traté de hincarla en el suelo para apoyarme en ella. La punta afilada se clavó en el pecho de un hombre tambaleante cuyos brazos alzados, que empuñaban un hacha, cayeron en ese momento estremecidos. El blanco de sus ojos relució entre las oscuras franjas de jugo de arándanos con las que se había pintado el rostro. Todavía opuso resistencia al objeto que le atravesaba el cuerpo, escupió sangre espumosa sobre su barba y se fue ensartando poco a poco en la lanza resbaladiza, cada vez más cerca de mí. Solté el arma y me arrastré hacia atrás para alejarme de él, apoyando los pies con un pánico ciego en el barro viscoso.

Además, grité. Sé que grité lleno a la vez de espanto y de una alegría primitiva, aunque no oí ni un solo sonido en el estruendo que me rodeaba. Vociferando como un demente, así una espada, di un salto y la lancé al cuello de la siguiente figura que entró en mi campo de visión. Tenía el vello de la nuca erizado como el de un perro y, por todos los dioses, aullé como si fuera dicho animal mientras daba mandobles a diestro y siniestro y esperaba recibir un golpe que podía proceder de cualquier lado, de detrás, de todas partes, porque no veía nada y no oía más que el atronar de la sangre en mi cabeza. Tuvo que ser horas más tarde cuando me encontraron, de pie, con los brazos caídos y gritando hacia el cielo ennegrecido mientras la lluvia me limpiaba el lodo y la sangre de la piel, y las lágrimas de la cara.

No podía escribirles a Marcelina y a Aurelia nada sobre esa experiencia. Apenas yo mismo me atrevía a pensar en ello. Durante las semanas siguientes trabajé más aún para lanzarme exhausto a la cama y quedarme dormido de inmediato, para ahorrarme esos momentos de soledad en los que uno está tumbado en la oscuridad y los pensamientos empiezan a vagar con libertad.

De modo que guardé silencio y dejé hablar a la historia: «Puesto que el mismísimo Júpiter lanzó sus rayos para nosotros y toda la empresa quedó en las protectoras manos de los dioses, soy optimista en cuanto a la campaña contra los cuados rebeldes, ahora que los marcomanos y los yácigos por fin están pacificados, y creo que, con su clemencia divina, llegará a buen fin.»

Pocas semanas después nos trasladamos en una larga procesión a la meseta de Carnutum para consagrar allí una nueva estatua a Júpiter. Diez bueyes la acarrearon hasta la zona de los templos, donde después, entre el humo del incienso, ocupó su lugar. Era enorme, sostenía la lanza en la mano izquierda, la esfera en la derecha y sobre la cabeza llevaba la corona tridente del dios de las tempestades y lanzador de rayos, Júpiter Casio, el que había convertido a Marco Aurelio en el autor de esa nueva victoria. Corrió la sangre de los bueyes sacrificados y todo el campamento recibió una humeante ración extra de carne y tocino, para que los vítores a ese emperador, al que normalmente injuriaban por su economía, no acabaran nunca. En Roma, en cualquier caso, donde la mala alimentación tras las escasas cosechas de las provincias ya iba por su quinto año, Marcelina me escribió que un amante del vacuno compuso lo siguiente:

«Nosotros, los toros blancos, al emperador Marco Aurelio saludamos. Cuando vuelvas a vencer, pronto estaremos todos allí otra vez.»

No, no podía escribirle a Marcelina esas cosas, y no quería que Aurelia supiera nada de ello. Crates sí, él me habría comprendido, él incluso había estado en la arena y había soportado el horror de la muerte. Sin embargo, él no sabía leer. Así pues, mis cartas a casa no dirían nada, serían reservadas, no contendrían mi vida real. Echaba en falta… Bueno, tal vez un amigo con el que poder hablar sobre lo que turbaba mis sueños. No lo encontraría en Marco Aurelio, que buscaba su paz en la filosofía, acariciaba los pergaminos entre suspiros y en el silencio de su dormitorio asumía toda la responsabilidad por lo que había sucedido allí fuera. Yo tenía sangre en las manos y no podía consolarme con mi propia virtud. Estaba tan hundido como un hombre pueda estarlo y anhelaba que algo me detuviera, pues tenía la sensación de que me dejaba llevar cada vez más por ese torbellino de destrucción.

A pesar de todas mis obligaciones, a veces caminaba sin rumbo por el campamento, vagabundeaba sin dirigir mis pasos por ese supuesto mundo tan pequeño y conocido en el que sólo las personas me resultaban extrañas; morían muy deprisa, cada día llegaban más y, curiosamente, parecían estar poco descontentos con su suerte. En realidad no sabía qué buscaba, por eso fue una auténtica sorpresa que una tarde lo encontrase.

—¿Jons? —exclamé.

A continuación pensé que mi abatimiento y la luz crepuscular me estaban jugando una mala pasada. Sin embargo, toda duda desapareció cuando el hombre se puso en pie y se acercó a mí: era Jons, el carpintero de sarcófagos de Alejandría, el supuesto prometido de mi Neferure. Ay, qué tiempos tan lejanos.

Allí estaba él, bajo la lámpara colgante del voladizo de la carpintería, empuñando un cepillo de carpintero. Su rostro moreno y sombrío era inconfundible. Sus sienes encanecidas, que hicieron que me tocara involuntariamente las mías, no podían inducir a error. Alguien como Jons no cambiaba ni en veinte años. Volví a exclamar su nombre. Alzó la mirada, pensó en un principio que lo llamaba uno de sus compañeros, después me vio de pie en la penumbra de la calle del campamento y se acercó con la primera sonrisa que jamás me había dedicado.

—¡Claudio Galeno, el médico!

Nos dimos la mano con un afecto que nunca antes nos habíamos mostrado, dos exiliados que se encontraban lejos de su hogar.

—¡Jons! —No sabía qué más decir, pero la alegría de verlo en ese momento fue auténtica y calurosa—. ¡Jons!

—¿Tienes algo para beber?

No pude evitar reír, era una auténtica pregunta de campamento que todo legionario le hacía a un compañero al final del verano.

—Vino auténtico, amigo mío —declaré, de pronto de muy buen humor—. Nada de vinagre. Vino de Quíos.

Y por primera vez desde hacía mucho volví a alegrarme de disfrutar de ese lujo.

—¿Neferure?

Fue varios vasos después, en mis aposentos, cuando Jons repitió la pregunta que le había hecho. Sacudió la cabeza, con tristeza.

—Una trágica historia, toda la familia. ¿Sabías que la chica nunca se casó?

Me sonrojé y serví más vino con diligencia. No, no lo había sabido hasta ese día. Le había escrito a Neferure largas cartas sobre mis penas de amores, pero en ese momento me di cuenta de que nunca le había preguntado por su vida. El rubor de mis mejillas se intensificó entonces al pensar qué opinaría ella al respecto. ¿Me habría tomado por un completo egoísta? ¿O sólo por un necio? Compungido, pensé que seguramente tenía razón en ambas cosas.

Jons chasqueó la lengua con aprobación.

—No está mal este caldo. En la carpintería ya hace tiempo que tenemos que contentarnos con cosas peores. En fin. —Y bebió otro trago largo—. No fue cosa mía que se quedara soltera —comentó—, a pesar de que jamás llegué a creer que fuese a aceptarme. Ni siquiera cuando desapareciste de una forma tan precipitada.

—Yo… —Iba a protestar, pero me interrumpí, avergonzado.

Jons brindó a mi salud, absorto en sus pensamientos.

—Todo fue una idea descabellada de su madre. Debí haberlo sabido. Igual que aquello del condenado sacerdote. Aquella noche acabaste con él.

—No tenía la impresión —comenté con inseguridad— de que nadie estuviera de mi parte aquella noche desdichada.

—Entonces eras un cabrón arrogante. Borrón y cuenta nueva —dijo alzando su vaso.

—Gracias —murmuré, algo molesto.

—En todo caso, lo del sacerdote —siguió Jons, y sacudió la cabeza—, tendrían que haberlo visto venir. Neferure no hacía más que advertírselo, pero su padre estaba demasiado atareado y su madre, claro, ya tenía bastante que hacer con ocuparse de la alimentación de los muchachos y amañar enamoramientos. Hasta que entonces el hombre se unió con los sediciosos y tuvieron que salir huyendo a toda prisa hacia Arsinoe, en El Fayum, mientras Isidoro encabezaba el levantamiento de la plebe.

—Te refieres —intervine, aunque tardé un momento en comprender lo que decía—, ¿te refieres a aquel mismo Isidoro? ¿El cabecilla del alzamiento de los bucoles?

No podía creerlo.

—¿No lo sabías? —Jons sacudió la cabeza con incredulidad—. Y la madre de Neferure, la buena mujer, hospedó a un tipo así en su sótano, imagínate; entre el cereal y las judías en conserva.

—¿Isidoro hizo que le arrancaran el corazón a un funcionario romano y se lo comió?

Pensé en el sacerdote de Serapis con su humilde vestimenta, que con tanto artificio había colocado la lámpara en la mesa para escenificar, como en una obra, su mímica de luces y sombras a contraluz. De alguna forma eso me produjo una satisfacción estremecedora, puesto que era bonito ver corroborada así la antigua antipatía.

—¿Eso dicen? —Jons enarcó las cejas con sorpresa, después dio otro trago y al final se rió—. Nosotros, los morenos del Nilo, por lo visto somos así. Devoramos corazones. —Sacudió la cabeza, después se quedó pensativo—. Los corazones de Ceremón y de Kiya sin duda los devoró. Como su bonita casa y toda esa infamia. Fue demasiado para ellos, ¿comprendes? En Arsinoe, Neferure reanudó enseguida su negocio de la pintura. Ceremón nunca fue el mismo, murió cuando yo tuve que desaparecer.

—Ceremón está muerto…

Escuché esa frase con atención, pensativo.

Jons me dio unas palmadas en el hombro.

—Bueno, tampoco es que muriera joven, ¿no crees? Nosotros mismos ya dejamos de ser aquellos jovencitos.

—Y ¿por qué tuviste que desaparecer? —pregunté enseguida.

Su sonrisa se hizo más ancha, después se avergonzó.

—Bueno, uno no es siempre tan astuto desde el principio, ¿verdad? Creí en Isidoro durante una buena temporada. —Él mismo parecía aún asombrado de ello, aunque no estaba enfadado consigo mismo—. Sea como sea, después, cuando llegó aquel Casio, supe que había llegado mi última hora. Y me esfumé. —Dio tres golpecitos de la buena suerte en su casco, que estaba en la mesa, junto a él—. Entré en el viejo ejército. En cuanto empezó el temporal germano, los reclutadores estuvieron encantados de incorporar a cualquiera, sobre todo a un hombre que ya tenía un oficio. —Se reclinó en la silla y cruzó las piernas—. En resumen, esto es mejor que Britania, creo yo. Y cualquier cosa es mejor que Casio.

Evoqué la figura del comandante del campamento de Antioquía y casi estuve inclinado a mostrarme de acuerdo con Jons.

—¿Y Neferure? —pregunté, a medias con curiosidad, a medias con reproche.

—Oh, tiene su taller en Arsinoe, un establecimiento distinguido, y su círculo de filósofos. Allí se reúnen todos. —Eructó—. Los jueves. ¡Filosofía! —repitió Jons. Todas las sílabas rezumaban menosprecio y vanidad ofendida—. Bueno, esa chica siempre supo muy bien cómo cuidarse sola.

—Tal vez mejor que nosotros —especulé, y nos serví más vino.

Guardamos silencio y escuchamos la señal del cuerno de la segunda vigilia. Cambio de guardia.

—Perros irresponsables, necios de nosotros. —De repente Jons se echó a llorar—. Perros insignificantes y moribundos. Eso es lo que somos.

Le pasé la mano por el pelo para consolarlo.

—No somos tan horribles —balbucí después, unos vasos más tarde, en algún momento de la noche—. No somos tan horribles. Algún dios lo sabrá.

Jons eructó con tristeza. De nuevo empezó a llover.

El cielo era diferente, azul claro y con aires de la patria; el sol era diferente, cálido pero delicado, y su luz perfumada inundaba las exuberantes palmeras. Un dulce aroma a jazmín flotaba en el aire, los brillantes arbustos de malva inclinaban sus cálices rojos y los limoneros arrojaban sus sombras sobre la espalda marmórea de una esfinge con cabeza de carnero. Miré en derredor, como si no pudiera creerlo, y respiré hondo. Sí, aquello era Egipto, aquélla era la tierra donde debía estar. Y allí estaba ella.

—Neferure —la llamé, puesto que la vi avanzar por el camino.

Entonces se dirigió hacia mi voz, volvió el rostro, me buscó por entre los arbustos, y yo tuve toda la tranquilidad del mundo para contemplarla. ¿Me había dado cuenta en aquel entonces de lo mucho que se asemejaba su perfil al friso de una reina? El cuerpo delgado y esbelto, el abundante cabello encrespado, el arco audaz de la nariz y la frente, que no podría haberse trazado con mayor firmeza ni siquiera aunque un maestro lo hubiese cincelado en la piedra caliza de la columna de un templo. Salí de la sombra de la esfinge y entonces la negra mirada de ella me encontró y me atrajo hacia sí.

Sus hombros morenos y desnudos bajo mis manos estaban cálidos a causa del sol, sentí cómo unas brasas devoraban mis venas. Mi lengua encontró su boca, el tierno borde de los labios, los lisos cantos de los dientes. Recorrí cada uno de ellos lentamente, saboreándolos. «¿Por qué hemos tardado tanto?», resonó en mi cabeza. ¿Había sido ella o había sido yo el que había, formulado esa pregunta? ¿Por qué habíamos tardado tanto? Sus cabellos me envolvieron, el aroma a pino de la tierra se mezcló con su perfume y me hizo perder el equilibrio; los árboles se mecían sobre nosotros con un ritmo lento y prolongado, mientras yo la apretaba entre mis brazos, con todas mis fuerzas, y me deslizaba en su interior, me disolvía. Y el sol estalló.

—Neferure.

En algún lugar gritó un pájaro.

Me desperté empapado en sudor. Por las rendijas de los postigos entraba una franja nebulosa de luz de la aurora, anunciada por el canto de un mirlo que hacía pensar en agujas de abeto cubiertas de gotas de rocío y escarcha. Oí la puerta de al lado cuando mi muchacho regresó de la guardia nocturna. Oí cómo tiraba deprisa sus armas al suelo y se dejaba caer en su lecho sollozando de agotamiento. Enseguida sonaría el cuerno para que despertáramos.

Estaba completamente mojado de sudor, como si hubiese tenido fiebre, y pasé unos momentos de terror mientras encendía la lámpara con dedos temblorosos para examinar en su leve resplandor mi cuerpo, en busca de tumefacciones reveladoras. Cuando comprobé que no tenía nada, volví a deslizarme entre los cojines con un suspiro. ¿Cómo podía un sueño ser tan real, tan cálido, oloroso y auténtico…? Aún sentía la impronta de sus labios en mi boca, la sensación de liberación me recorría aún todos los músculos, incontenible, deleitosa, me había arrastrado consigo como nunca nada lo había logrado antes. Me tapé con la manta hasta la barbilla, sentía frío después de haberme entregado a la triunfante dulzura de la imagen de mis sueños, y la realidad me acarició con sus gélidos dedos.

Jons y el vino de Quíos me habían traído de vuelta a Neferure. Durante todo el día siguiente ella me acompañó mientras visitaba las habitaciones de los enfermos, como una idea obstinada, una historia que no se ha oído hasta el final y que por eso se aferra a la mente de uno. Y yo, en mis noches, tejía esa historia de lo que nunca había sido. De nuevo convertí a Neferure —sin pedirle permiso— en una imagen onírica, si bien esta vez la soñaba un hombre desesperado. Creo que ella me lo habría perdonado. Así pues, Neferure estaba conmigo ese día mientras les hacía compañía a tres legionarios agonizantes hasta que murieron, mientras le abría las úlceras a un cuarto, mientras me ocupaba de una herida de hacha en un hombro, enderezaba una pierna rota o dejaba en brazos de una madre desnutrida el hijo que había nacido muerto.

Conservaba cierta alegría de su visita onírica. El rostro de Neferure estaba tan claro ante mí como los sujetos de sus retratos. En mi memoria, lo rodeaba una difusa luz dorada y tal vez el aroma verde de un naranjo en flor cuyas ramas susurraban al fondo. Es asombroso lo cerca que se puede estar de repente de una mujer a la que no se ha visto en veinte años, que no es más que una imagen de los recuerdos de juventud y cuyo auténtico cuerpo uno nunca ha sentido bajo sus manos. Tal vez era precisamente eso lo que la hacía tan viva en mi imaginación: que nuestras carnes no habían llegado a tocarse nunca, que era una historia inconclusa, una pregunta eterna. O ¿sería acaso porque la necesitaba muchísimo? Lo mismo daba, de nuevo volvía a vivir un poco. Incluso el martilleo de los artesanos en los talleres parecía de pronto gritar su nombre.

«¡Mi querido amigo!» Así empezaba una carta de mi amado Luciano que, en medio de la monotonía de mis obligaciones, llegó hasta mí como el alegre ruido de un banquete a un transeúnte solitario que pasea por la calle. Mis días eran tan uniformes, tan poco diferentes unos de otros, que a veces, cuando me arrastraba por la mañana al valetudinarium por las calles del campamento, no sabía en qué día estaba, ni en qué semana, ni siquiera en cuál de aquellos seis largos años, como tampoco sabía qué obligaciones eran las que me esperaban en esa jornada. Por las mañanas, a duras penas conseguía levantarme para arrastrar los pies con cansancio entre los consabidos barracones de madera hasta mi consabido hospital. Allí, no obstante, cuando la muerte empezaba a parecerme igual de tediosa, intentaba sacudirme y volver en mí, pues para los hombres que morían todos los días bajo mis manos era siempre nueva.

«Amigo mío», escribía Luciano, y volví a verlo ante mis ojos, con su suave cabello pelirrojo y las orejas de soplillo, su mirada engañosamente apática y la sonrisa burlona dispuesta a aparecer. Y leí con atención cómo se lamentaba con humor de su gran pena, que, igual que desde hacía años, contenía el nombre de un viejo conocido, Alejandro de Abonutico, cuyo negocio prosperaba aún más que antaño, por lo que Luciano estaba desilusionado como un niño. Sí, la situación había empeorado incluso: por lo visto, Alejandro, sin esperar a que le preguntasen, le había hecho comunicar al Emperador sus más recientes visiones.

«Te recordará bastante —escribía Luciano— a los famosos dichos de Delfos en su formulación. O ¿acaso has olvidado aquella famosa profecía que decía: “Si se cruza ese río, un gran reino caerá”? El esperanzado conquistador partió entonces, lo cruzó… y cayó junto con su reino, que no era precisamente insignificante. Bueno, lo que a Apolo le parece bien, a Alejandro le parece poco, así que escucha: ¡le ha enviado a tu Marco Aurelio un mensaje diciéndole que sacrifique a dos leones en el Danubio y que así conseguirá una gran victoria! ¿No reconoces el modelo? Por eso te ruego que le digas a tu Emperador que se ahorre las molestias. Mi único deseo es que su autoridad, en la que tanto insistes, no resulte dañada por prestarle oídos a semejante rata. Eso de la rata puedes cambiarlo ante él si lo crees conveniente.»

Contra mi voluntad, no pude evitar reír. Pobre Luciano, su carta había llegado después de los acontecimientos. El Emperador no había querido despreciar ninguna creencia ni escatimar ningún ritual que pudiera levantar el ánimo de sus pocos súbditos intelectuales. Los leones ya estaban comprados y venían de camino. Otros huéspedes viajaban también con ellos.

El desembarco de los dos felinos se convirtió en un festejo popular, sobre todo porque la noble Annia Lucila, hija del Emperador y esposa de un héroe de guerra, había supervisado en persona su viaje hasta el remoto norte. Debo admitir que hacía mucho que ya no pensaba en ella, ni siquiera la visión de su esposo me traía ya su recuerdo. Vivía entre el horror del presente y mis sueños dorados sobre una muchacha a la que amaba desde tiempos inmemoriales. Sin embargo, de pronto la tenía allí, en cubierta, llegada para hacerle otra visita a su esposo. Lucila se sujetó los velos ondeantes sobre sus cabellos, porque el viento era frío, y miró al agua. Mi primer pensamiento fue: «¡No!». Demasiado inestable era mi paz interior allí, en la frontera del horror, como para soportar un enfrentamiento con Lucila.

Después pensé: «Ha madurado». Sí, esa idea me gustó. Dejé vagar la mirada ansiosa por su figura. Cierto, habían pasado los años. Toda la redondez juvenil había desaparecido de su rostro y había sido sustituida por unas líneas clásicas y perfectas.

Me fijé en lo pálida que estaba, un blanco muy poco natural. En realidad, su complexión era tan lechosa que sus ojos violeta casi brillaban como si fueran artificiales. Y estaba muy delgada, según me pareció tras una mirada a su silueta flexible. Sí, delgada. El juicio de un hombre que casi estaba rodeado únicamente por seres desnutridos debía ser válido en ese punto. «Mayor, pálida y delgada.» Recé esa fórmula protectora vanas veces en voz baja. Me convencí de que no quedaba nada, nada, de la joven vivaracha que había conocido antaño en Roma, y que conservaba todo su esplendor en Antioquía. Sólo quedaba esa inmóvil mujer convertida en una beldad, a la que no podía quitarle los ojos de encima. Si tanto sufría con los matrimonios que le eran impuestos, maldita sea, ¿cómo era que le sentaban tan bien?

Los dos felinos salieron de la bodega medio famélicos y debilitados por el mareo. Se tambaleaban en sus jaulas, sarnosos, desgreñados y también espantosamente flacos. Su pelaje amarillento parecía irradiar aún algo de la luz deslumbrante del desierto, pero sus ojos, con los párpados pegados por el pus, ya no eran capaces de brillar al sol de las llanuras polvorientas de Antioquía. Eso no impidió que las legiones allí reunidas estallaran en grandes vítores al verlos.

Lucila le había echado el brazo sobre los hombros a un niño pequeño al que yo no había visto nunca. Debía de ser Lucio, hijo de su matrimonio con Lucio Vero. Bueno, en realidad yo sabía cómo se llamaba el verdadero padre del chico. No obstante, la sonrisa que en ese instante floreció en mis labios no fue maliciosa. No, de pronto sonreí porque la forma que tenía el chico de ladear la cabeza y parpadear me recordó a mi Aurelia. Me acerqué al mástil. «En la borda —pensé, molesto— el viento hace que se le salten a uno las lágrimas de lo fuerte que sopla.»

Así, apartado, pude contemplar con calma a la familia imperial. Marco Aurelio, que a pesar de su enfermedad se esforzaba por llevar a buen término el acto; a su derecha, Cómodo, flanqueado por su madre; a la izquierda, Lucila con Lucio, el segundo en la sucesión al trono. Y, si había que dar crédito a los rumores, sólo la presencia del Emperador evitaba que todos ellos se abalanzaran unos sobre otros, igual que los felinos.

Los leones, entretanto, caminaban alzando las patas sobre el cieno de la ribera del Danubio donde los habían soltado, lamían con desconfianza los charcos llenos de verdín y arrancaban con furia las caltas mientras esquivaban a desgana las lanzas que de nuevo querían empujarlos hacia otra de esas embarcaciones oscilantes. Las relucientes legiones de Marco, con sus estandartes, sus insignias y sus pieles, esperaban a este lado con paciencia a que los felinos hubiesen jugueteado un poco y siguieran a sus guardianes. Una pequeña flota de relevos aguardaba para llevarlos a la otra orilla. Empezaron a sonar unos tambores ensordecedores.

Marco Aurelio saludó con altanería a la muchedumbre, Cómodo se inclinó sobre la borda, resuelto a no perderse nada del inminente espectáculo de victoria y muerte. Lucio se volvió en actitud interrogante hacia su madre, que lo apretó contra sí. Vi que los dedos de ella se cerraban con fuerza sobre los del niño para tranquilizarlo.

«Bien —pensé—, al menos es buena madre.» Tragué saliva, conmovido. En fin, también hay que saber perdonar. Me invadió una sensación de alivio. Me propuse que, si los leones quedaban con vida, iría a hablar con Lucila. Con una nueva emoción alargué el cuello hacia aquel espectáculo grotesco.

Al otro lado, en el margen enemigo, se había reunido un sinfín de germanos que agitaban sus hachas y gritaban, aunque nosotros sólo los oíamos desde lejos y no nos infundían demasiado temor. Reunían valor y esperaban con impaciencia lo que iba a llegar. Y lo que llegó fue una barca cargada con dos leones desconcertados. La embarcación se ladeó varias veces y luego las fieras cayeron al agua, los belfos torcidos con repugnancia, las colas doradas flotando en la corriente como sedales tristes y lacios. Braceando, evitaron los palos que intentaban hundirlos en el agua. Rugían. Sin duda detestaban el agua tanto como todos los felinos, pero sabían nadar.

—Salve —le susurré al oído a Lucila—. ¿A quién has venido a matar?

Reconozco que eso dice mucho, y nada bueno, sobre mi afirmación de que ya había superado mi pasión por ella. Tal vez se me pueda disculpar el que no pudiera renunciar a hacerle esa broma. Por asombroso que parezca, no me respondió. En lugar de eso, su hijo alzó hacia mí la mirada, y sus ojos sinceros consiguieron que me sonrojara. Le acaricié el pelo, vacilante, e intercambié con él un par de fórmulas de cortesía que los adultos tienen siempre dispuestas para los niños. Lucila torció los labios con burla.

—¡Qué encantador! —comentó—. ¿Te recuerda tal vez a tu hijita?

—Sí —dije, con un suspiro—. Sí que me la recuerda.

—¿La añoras?

—Mucho.

Asentí con la cabeza. Ella lo aprobó con satisfacción.

—Bien.

Con eso se dio por finalizada de momento nuestra pequeña conversación. Un gemido recorrió la muchedumbre de la orilla. Los leones habían vivido. Según parecía, habían elegido prudentemente la ribera contraria. Sin embargo, en cuanto trotaron sobre tierra firme, con un aspecto aún más famélico ahora que estaban empapados, los yácigos los escrutaron para ver qué extraña clase de lobos les habían enviado los romanos. Cuando el primer guerrero recibió un zarpazo sangriento en el muslo como premio a su curiosidad, todos empuñaron las hachas y les destrozaron el cráneo a esas dos fieras llegadas desde tan lejos.

Vi sus cadáveres embarrados tendidos en el suelo. Entonces una lluvia de flechas partió desde los primeros barcos, las catapultas crujieron y el cielo se ennegreció con proyectiles mortíferos. Como una nube negra, éstos alcanzaron la ribera de los yácigos y al caer en el lodo cavaron hoyos profundos que se convirtieron en tumbas llenas de carne humana quemada. Al amparo de la nube negra, mortal y zumbante, los romanos cruzaron el río en barcos e intentaron atracar a izquierda y derecha de la tropa enemiga para rodearla, pero acabaron siendo también blanco de aquella artillería poco precisa. Entonces recibieron órdenes de apartarse de la orilla, y continuó la maligna lluvia de proyectiles. Ya no veíamos con claridad la lucha que se desarrollaba al otro lado, entre árboles que caían con crujidos, barro que salpicaba y matorrales en llamas.

Sin embargo, lo que hizo que se me pusiera la carne de gallina fueron los ruidos que salían de la garganta del joven sucesor al trono. Cómodo, totalmente fascinado por el espectáculo, se había inclinado por encima de la borda. Su mirada no se despegaba ni un segundo de la matanza, tenía la boca abierta como si quisiera beber la sangre que se estaba derramando al otro lado.

—¡Monstruo! —exclamó Lucila.

No lo dijo en voz lo bastante alta como para que Marco Aurelio o alguno de los dignatarios que estaban allí pudieran oírla. Escupió esa palabra con gran repugnancia. Sorprendido, la miré.

—¿Acaso no tengo razón? —siseó.

La tomé del brazo con disimulo.

—Es peligroso hablar así sobre el futuro emperador.

—Peligroso.

Se deshizo de mi brazo con un gesto desdeñoso. Miré en derredor con cautela para ver si alguien se había fijado en nosotros. Sin embargo, todas las miradas estaban clavadas en el infierno de la otra orilla.

—Cuando por fin ascienda al trono —siguió Lucila, y señaló con la barbilla al otro lado del río—, morirán más personas que ahí.

«¡Todavía con su antigua afición —pensé—, todavía metida en el viejo juego de las intrigas políticas!»

—Sin duda. —Solté una risa brusca—. Claro. ¿Sigues empeñada en inventar historias sobre las malas intenciones de la gente? Pero ¿qué es lo que te hace suponer que voy a creer una sola palabra tuya?

—Pues hasta ahora siempre lo has hecho —replicó volviéndome la espalda—. Está bien, Claudio —añadió después con desdén—. Me había olvidado de que eres su médico personal y que sigues cuidando y protegiendo a esa bestia.

—Desde luego, y también soy el médico de su padre. —Me acerqué más a ella y le susurré al oído—: Te lo advierto, Lucila, en caso de que hayas venido para volver a tejer esas redes de intrigas, me pondré en tu contra. El Emperador es un hombre muy enfermo, ya tiene bastante de lo que preocuparse sin que tú intervengas.

—Y ¿crees haberlo comprendido todo? ¿Crees que ahora conoces la vida? Te has hecho mayor, Claudio.

¡No tendría que haberme dicho eso!

El Danubio, turbio y revuelto por tanta actividad, se llevó corriente abajo a los primeros cadáveres, enganchados en islotes flotantes de madera y desechos. Fluyeron dulcemente entre los verdes prados cubiertos de flores de las orillas. Lucila miraba, como una estatua, hacia el otro lado del río, donde brillaba el rojo resplandor del fuego. Estrechó a su hijo contra sí.

—Después de un millar de muertos volveremos a hablar.

La salud de Marco Aurelio no hacía más que empeorar, ese invierno empezó a padecer intensas fiebres. Desde hacía ya algunas semanas, yo insistía en que no pasara tantas horas de pie en sus conferencias vespertinas, sino que se sentara a la mesa de los mapas, mantuviera las piernas en alto y se cubriera con una manta las rodillas. Sin embargo, sólo conseguí que acatara mis consejos médicos apelando con insistencia a un deber superior y más importante que el de ser un buen modelo de disciplina para sus oficiales.

Las apasionadas intrigas de su familia por la sucesión no hacían mejorar su estado. Ambas partes lo adulaban y lo importunaban en igual medida con sus recriminaciones y sus quejas, le robaban tiempo y las valiosas horas de sueño de las que, de todos modos, disfrutaba muy poco. Le aconsejé que no concediera más audiencias, pero él sacudió la cabeza y me acarició la mano para tranquilizarme.

El médico de su mujer, Demetrio, le había preparado por orden de ésta un bebedizo compuesto de sesenta y siete ingredientes, la teriaca, un remedio considerado milagroso que, entre otras cosas, contenía veneno de serpiente. El emperador Nerón había sido quien ordenó a sus médicos que lo inventaran para hacerse inmune a todo tipo de tóxicos y ataques mortales. Si bien el nombre de quien lo encargó lo decía todo, ese caro medicamento había llegado a convertirse en el remedio de moda, por lo que todo noble que se preciara ordenaba a su curandero que se lo preparase. En ciertos círculos era incluso una distinción sentirse amenazado de atentados con veneno.

No obstante la mayor atracción, creo yo, residía en el encanto morboso de todo ello, en las drogas y potenciadores añadidos que uno podía tomar tranquilamente si estaban ocultos en la teriaca. No quiero saber qué sesenta y siete ingredientes utilizaban otros médicos. Yo, por mi parte, hubiese preferido arreglármelas con siete. Con todo, si Marco Aurelio quería teriaca, más valía que se la preparase yo mismo.

Así pues, me ocupé de que sesenta de los ingredientes que utilizaba en mi versión del bebedizo fuesen inofensivos, olieran bien y tuvieran un sabor dulce, y de que otros seis, por el contrario, desempeñaran su cometido y le fortalecieran los pulmones. No obstante, el Emperador parecía necesitar la dosis de meconio que habitualmente llevaba la teriaca, porque empezó a padecer achaques cuando se lo suprimía o disminuía con cuidado la cantidad, de modo que acabé por incluirlo siempre de la forma acostumbrada. Marco Aurelio ya no podía pasar sin él.

Como por casualidad, Galena Faustina acudía siempre a presentarle sus respetos a Marco Aurelio cuando éste acababa de tomar su consoladora dosis de teriaca, y eso me inquietaba bastante. Quién sabe lo que le susurraría a través de la niebla del opio, quién sabe lo que haría con él. Yo, siempre que podía, me quedaba junto a Marco Aurelio en esos momentos y lo mantenía alejado de las visitas.

Sin embargo, personalmente creo que al final no fue el clima lo que acabó por matarlo, sino más bien lo que el destino llevaba años obligándolo a hacer en Germania: sin ser un guerrero, tuvo que capitanear uno de los conflictos más sangrientos de la historia de Roma; sin ser un conquistador, se propuso establecer dos nuevas provincias romanas al otro lado del Danubio para poder frenar así con armas y fortificaciones la marea que llegaba del norte, puesto que sus tratados siempre eran violados. A pesar de lo que siguiese pensando Lucila sobre él, nada de todo aquello podía hacerlo feliz. Yo lo veía decaer poco a poco, veía cómo se aferraba a sus obligaciones y a sus diarios.

¡Qué diarios! Garabateaba en ellos como un poseso. Escribía minutos antes de acostarse, en la tina, mientras comía, incluso mientras le tomaba el pulso, hasta que le prohibí toda agitación. Sin duda, Lucila afirmaría que, ante la horrible realidad, tenía que doblar y triplicar sus esfuerzos por engañarse a sí mismo, y que esos escritos no eran más que elocuentes testimonios de ese autoengaño. En Roma, entre los intelectuales que se habían quedado en casa se decía que con esos escritos estaba erigiendo el monumento a su gloria, más que a sus victorias. Yo, por el contrario, pensaba que ese monumento garabateado era una lápida.

—Quedaos tumbado, señor —le reprendí una tarde.

La nieve caía en copos tan grandes que lo había cubierto todo de blanco e incluso los ruidos se habían acallado. Al cerrar los ojos, seguía uno viendo las imágenes persistentes de esos grandes cristales que seguían cayendo y cayendo. Perdía uno la consciencia del mundo.

—¿Quién era, Claudio?

—Nadie, señor —respondí, y lo empujé con delicadeza de nuevo contra los cojines.

Acababa de echar a Lucila diciéndole que estaba dormido. Impedí que el Emperador oyera sus protestas cerrando la puerta con cuidado. Marco Aurelio dio un leve suspiro. Le tomé la muñeca y le busqué el pulso. Las ideas se agolpaban en mi cabeza. Lucila era enfermizamente ambiciosa, además de una embustera notoria…, pero no me dejaba indiferente. Sin embargo, ya no era esclavo de mi entrepierna y, sí, había aprendido algo de la vida: yo era médico. Ya en Antioquía había hecho esa reflexión y a ella quería atenerme. Eso significaba que tenía que proteger a Marco Aurelio como paciente mío que era. Así pensaba entonces, porque creía con sinceridad que había verdades simples sobre las cuales una persona podía basar su existencia. Y porque seguía sin comprender a Lucila en lo más mínimo. En el brasero crepitaban las ascuas.

Me acerqué a la ventana. Qué diferente caía antaño la nieve en Pérgamo. Un polvo reluciente que volaba raudo con el viento, que extendía en las calles delicados ribetes de encaje, móviles y siempre tan fríos que hacía parecer seductor el fuego cálido y vivaracho de un hogar. Esa nieve germana no evocaba nada más que el frío abrumador, la blancura y el silencio, e incluso las ascuas del brasero parecían imitarla, impotentes y blanquecinas.

Era como si el ambiente se resintiera de la ausencia de Marco Aurelio, que estaba inmerso en sus ensoñaciones. Se despertó sobresaltado de su sueño superficial y alargó el brazo para tomar los rollos en los que aún se estaban secando las últimas anotaciones de su diario. Me acerqué a él con un par de pasos raudos, se los quité, revisé un momento las letras y cité después sus propias palabras:

—¡No te avergüences de dejarte ayudar! Porque debes cumplir con tus obligaciones, como un soldado en una fortaleza durante una tormenta. Pues si a causa de una parálisis no puedes subir tú sólo a la almena, ¿no lo harás acaso con la ayuda de algún otro?

El Emperador se dejó caer y sonrió con el semblante pálido. Sin mirarme, recitó la respuesta de memoria:

—Si alguien puede rebatirme y logra convencerme de que mi opinión o mi conducta no son las correctas, cambiaré con alegría mi punto de vista. La conversión, naturalmente, debe producirse por convencimiento de que el punto de vista del otro es correcto o de utilidad pública. El que a ti una cosa te parezca agradable u honrosa no debe ser un motivo válido. Eso es.

Con ello, alargó una mano imperiosa hacia sus apuntes, pero un fuerte ataque de tos hizo que se hundiera de nuevo en los cojines.

—Aquí no se trata de caprichos —lo contradije—. Si este Imperio ha de conservar a su Emperador, debéis cuidaros.

Lo tapé más con la manta y lancé un puñado de incienso al brasero para que le fuera más fácil respirar. Ambos escuchamos un rato el crepitar de las hierbas.

—¿Claudio?

Vi la súplica en sus ojos febriles, la avidez de la que seguramente él apenas era consciente, le tomé el pulso, que galopaba inquieto y sobresaltado bajo mi mano tranquila, ausculté su respiración forzada y sus resuellos, titubeé y finalmente accedí a sus ruegos. Sí, ya era hora de darle la siguiente dosis de teriaca, la siguiente dosis de opio, no podía aplazarlo más. Aunque no me gustase el resplandor que iluminaba después su rostro y aunque las frases que intentaba pronunciar me infundiesen temor. Le serví las gotas con algo de vino, vi cómo tragaba con avidez y luego contemplé cómo le cubría el semblante la leve ebriedad de esa paz ilusoria que yo mismo había experimentado alguna vez en diferente grado… Como aquella noche de Antioquía, por ejemplo, en la que las luces terrenales y las celestiales habían celebrado juntas una fiesta de faroles. Qué noche más cálida y luminosa había sido aquélla.

—Asia y Europa —susurró, parpadeando muy deprisa.

—¿Qué? —pregunté con delicadeza, pero no me oyó.

Volví a comprobarle el pulso, la respiración y la temperatura, y después me abandoné de nuevo a mis propios pensamientos.

—… dos motas en el cosmos —oí que mascullaba.

«Magima —pensaba yo—, una fiesta mágica.»

—El mar entero no es más que una gotita del Todo. El Athos no es más que un terrón en la infinidad, y el presente un simple punto en la eternidad.

Todo se fundía en un punto infinitamente lejano y pequeño, dolorosamente bello y perdido en el tiempo. Magima, el aroma de las mimosas, mis codos en la hierba, Luciano. Neferure.

Marco Aurelio se quedó dormido y mis pensamientos vagaron a lo largo de un río, entre cedros y cisternas, en una noche más cálida.

También yo debí de adormilarme, pues me desperté cuando los apuntes de Marco Aurelio se me cayeron de la mano y el punto de lectura, de madera, repicó sobre las baldosas. Tiritando, añadí más leña al brasero, acerqué más mi asiento al calor y empecé a leer, aburrido, las apretadas líneas que había escrito el Emperador. Al principio, mi mirada sólo pasaba por el comienzo de las frases.

«¡Piensa!», ponía. «¡Comprende!» «¡Dirígete!» «¡Sé!» «¡Detente!» Sí, ése era el Marco Aurelio que yo conocía, el que erigía su vida sobre imperativos.

«Cuando al alba despiertes de mal humor, piensa esto: me levanto para realizar la obra de los hombres. Pero entonces me siento más abatido aún, pues ¿adonde he de acudir para realizarla, por qué estoy aquí, por qué he venido a este mundo? ¿Acaso estoy destinado a quedarme en cama entrando en calor?» Involuntariamente me froté uno contra otro los pies entumecidos. «¡Pero eso es placentero!», afirmaba rebelándose la parte débil del escritor Marco Aurelio, que a continuación se reprendía a sí mismo: «¿Acaso has nacido para la satisfacción? ¿Estás aquí para disfrutar o para obrar?»

Bostecé y me froté los ojos, que me lloraban. Ese Emperador sabía plantear preguntas atormentadoras. Las ascuas volvían a enfriarse.

«¿Para qué he nacido?», me pregunté mientras volvía a echar más leña. ¿Para disfrutar en abundancia de la atención y los privilegios de mi posición y mi fama, como había pensado antaño? ¿Para fomentar la ciencia? ¿Para ayudar a las personas, incluso en lo que no se las puede ayudar? ¿Para dejarme arrastrar por las disputas que rodeaban al trono? ¿O para soñar con Neferure? «¿Para conocer un poco de felicidad?», me dije con obstinación. ¿Acaso me había preguntado nadie? ¿Quién planteaba las preguntas, quién planteaba las alternativas entre las que me debatía? Marcelina o Neferure, Lucila o Marco Aurelio, ¡Lucio o Cómodo!

Me senté otra vez, desconcertado, y repasé líneas y líneas sin comprender demasiado su significado. Cada vez añoraba más el sur, el calor, una mano morena. Y así siguieron vagando mis pensamientos entre visiones florecientes.

«Y uno debe acostumbrarse a pensar sólo de manera que, en caso de que alguien le pregunte: “¿En qué piensas ahora?”, uno pueda responder enseguida: “En esto y aquello”, de modo que al instante quede claro que en sus pensamientos todo es sencillo, afable y digno de un ser que tiene espíritu solidario y que no se deja llevar por ideas interesadas, ni mucho menos voluptuosas.»

Me incorporé, sobresaltado. A pesar de que estaba solo, se me salieron los colores a la cara al darme cuenta de lo que acababa de ocupar mi mente, pues si me hubiera preguntado de pronto en qué estaba pensando, mis ensoñaciones no le habrían parecido en modo alguno sencillas, afables ni dignas a mi inquisidor. A la vergüenza le siguió la obstinación; a la obstinación, la cólera; y a ésta, una honda preocupación. Preocupación ante el peso que había tomado sobre sus hombros aquel hombre que descansaba allí, una carga que soportaba incluso cuando dormía. No era de extrañar que saliera huyendo de su campamento tantas veces como le era posible y prefiriera pasar días y noches enteras encorvado sobre su escritorio. En sus sueños —de ello no me cabía duda— quedaba liberado de ese control, de esa prohibición de pensar, de la obligación de personificar el ideal hasta en la penumbra de la inconsciencia. ¿O acaso Marco Aurelio pretendía eso también? ¿Oiría, aun en sueños, una voz profunda que le advertía que evitara los cantos de sirena de las imágenes oníricas?

«Pobre hombre —pensé con amargura—. Pobre alumno ejemplar envejecido.» Seguí leyendo bastantes líneas sobre la bondad, la reconciliación, el sosiego sereno y la unidad del Todo. Sin embargo, durante todo ese tiempo no logré dejar de pensar en la mirada de sus ojos velados por el meconio. Y la última y triste frase me acompañó hasta que me quedé dormido sobre aquella mesa:

«Igual que el baño, el aceite, el sudor, la suciedad, el agua turbia, es decir, todo lo nauseabundo, así es toda la vida y así son todas las cosas.»

Me dormí. Mi espíritu se elevó muy por encima del Emperador, que descansaba junto a su médico y sus ensoñaciones, por encima del edificio nevado, atravesó las rectilíneas calles del campamento y sus barracones blancos y negros, y sobrevoló aquel territorio devastado por la guerra, las armas y las pisadas de las botas, al que el hielo y la sangre que cubrían los campos desiertos daban una apariencia siniestra.

La peste nos rondaba a todos de manera incesante y, por eso, en el sur no hacían más que extenderse rumores sobre la muerte de nuestro Emperador, siempre achacoso. Raudos jinetes partían hacia allí para descubrir qué tenían de cierto. Uno de esos rumores, no obstante, llegó con sus alas negras hasta Siria y a oídos del ambicioso Avidio Casio. Todos conocían a Casio, su arrogancia, su resolución, todos sabían lo que Vero había afirmado desde un principio: que, a pesar de su humilde ascendencia, jamás había anhelado otra cosa que el trono imperial. Por eso a nadie le extrañó que se hiciera proclamar nuevo imperator ante sus tropas acuarteladas en un campamento en Antioquía. Y a nadie que lo conociera de verdad podía sorprenderle que no se retractara cuando supo que Marco Aurelio no había muerto ni mucho menos, sino que estaba con vida y gozaba de buena salud. Casio, imperturbable, dio un paso más; era más que seguro que la mitad oriental del Imperio lo seguiría.

Sin embargo, tal vez las cosas habían sucedido de un modo muy diferente. ¿No sería cierto, tal como sugerían los más malintencionados, que la esposa de Marco Aurelio, Annia Faustina, había enviado a Antioquía esa famosa carta funesta en la que le mentía a Casio sobre la muerte de Marco Aurelio y con ello lo exhortaba a proclamarse emperador? Tal vez habría que tener en cuenta, para disculparla, que ya no soportaba más la inestable salud de su marido, la incertidumbre de la guerra ni la inseguridad de su propio futuro, debida a la falta de un sucesor al trono lo bastante mayor y reconocido, y también debida a su propio alojamiento de Roma, donde florecían las intrigas. ¿Habría adelantado el trágico suceso en su carta para provocar los acontecimientos deseados mientras aún creía ser influyente?

Sin embargo, ¿no sería quizá también que era una mujer muy precavida que sólo quería quitarse cuanto antes de en medio a sus enemigos, y que por eso se había encargado de que su adversario saliera de su guarida demasiado pronto, para poder así derrotarlo con seguridad y eficacia? Y la última pregunta, la más difícil de contestar, era la que Lucila me plantearía más adelante y que yo aún hoy sigo sin poder responder: ¿obró Annia Faustina a espaldas de su marido, o tal vez de acuerdo con él?

Después de todo lo que sé personalmente sobre cartas, se trata de un asunto delicado. No siempre las ha escrito el que aparece nombrado como autor y, en muchas ocasiones, también el destinatario es altamente incierto. Debo reconocer que, cuando oí hablar de ello, pensé enseguida que esa misiva la había escrito una persona muy diferente, una que odiaba a su padre y que ya había querido utilizar a Casio en una ocasión. Una que habría podido esperar en Roma al usurpador de Oriente con su hijo de la mano.

Sin embargo, admito que todo eso no son más que especulaciones y jamás serán más que eso. Nunca se me había dado muy bien descubrir las intrigas de la corte. De lo contrario, tal vez Lucila seguiría ahora con vida.

La carta que finalmente me mostró Marco Aurelio fue la de una esposa amante pero adusta y preocupada por el bienestar de su propio heredero, una esposa que exigía las medidas más crueles, las más severas, contra el golpista Casio y todos sus familiares y seguidores. Bueno, también eso no era más que una carta, pero Marco Aurelio se empeñó en leérmela en voz alta en presencia de su familia.

—«Por tanto, te imploro ahora mismo que procedas con todas tus fuerzas contra los perturbadores, si es que sientes amor por tus hijos.

Tanto generales como soldados tienen una costumbre enojosa: si uno no es un martillo, lo convierten en un yunque. Ten presente lo joven que es todavía nuestro hijo Cómodo. No protejas a personas que le causarán perjuicio, que no te han protegido a ti y que, en el caso de que resulten victoriosas, tampoco protegerán a nuestros hijos.»

La carta proseguía en ese mismo tono. Su autora, que estaba presente, tenía la mirada fija en sus labores. Lucila, por el contrario, hacía como si no estuviera escuchando.

Marco Aurelio levantó la mirada con una sonrisa y besó la mano de su mujer.

—Está muy preocupada, mi buena esposa. —Después se levantó—. Sin embargo, no puedo más que lamentar la precipitación de mis tropas leales.

Dicho esto, pasó la mano pensativamente por el asa de un arca de madera que acababan de traer dos esclavos. La abrió.

Conmocionado, di un paso atrás al ver en ella la cabeza medio descompuesta de Casio. Una bandada de moscas de un verde brillante salió zumbando cuando Marco abrió también la parte de delante y la mirada vacía de las órbitas de los ojos de Casio fueron testigo de nuestra conversación.

—Una visión aciaga, ¿no os parece? —comentó Marco Aurelio, pensativo, y movió su mano medio cerrada por encima de la cabeza, como si quisiera acariciarla—. Es una lástima que los hombres de Pertinax fuesen tan precipitados. Me han enviado este presente como muestra de su victoria. Y, no obstante… Toda la cólera se desvanece cuando ve uno lo que somos: suciedad y podredumbre, huesos y polvo. Lo único que queda es la justicia y la responsabilidad.

Volvió a hacer una pausa. Yo no era capaz de decir nada.

—No, no importunaremos a sus herederos. Incluso mi combativa Faustina —añadió, volviéndose hacia su esposa— quedará sin duda apaciguada al ver esto.

Eso parecía. Galería Faustina contempló los restos mortales del usurpador con una sonrisa de satisfacción y luego siguió con su bordado. También Lucila le dirigió sólo una mirada al hombre con el que una vez había compartido el lecho, y su profunda indiferencia hizo que me horrorizara. En cualquier caso, había un matiz de ira en esa mirada; ira por el fracasado. Cómodo torció los labios en una mueca lujuriosa que descubrió sus dientes, e intentó acercarse con disimulo al arca y su contenido. De habérselo permitido, lo juro, la habría levantado con sus manos. La única emoción humana que me pareció ver —pues ¿acaso seguía siendo humana la impasibilidad filosófica con la que Marco Aurelio dictaba sus resoluciones ante el cadáver pestilente?— la mostró el pequeño Lucio, que escondió el rostro contra la pierna de su madre. Mientras me estremecía, pensé que aquélla era la cabeza de su padre.

—Claudio.

—¿Señor?

Recuperé la serenidad con algún esfuerzo.

—Llévate esto de aquí, por favor, y haz que lo entierren.

Señaló hacia el arca.

Tragué saliva, asentí y obedecí. Levanté con titubeos el cofre que contenía la cabeza de aquel hombre que había pacificado sangrientamente Armenia y Egipto, que había sido el horror de sus reclutas, y me la puse bajo el brazo. Cerré con cuidado la tapa sobre las facciones de Casio y me lo llevé de allí. En aquel momento, la repugnancia que sentía los abarcaba también a todos ellos.

—Claudio.

—¿Sí?

—Voy a emprender un largo viaje a Oriente.

—Eso está bien, señor. —Asentí, fatigado—. El clima os hará mucho bien, muchísimo.

—Lo sé. —Hizo una pausa—. Allí no necesitaré a ningún médico. Vuelve a casa, Claudio.

Debí de mostrarme muy sorprendido, porque me dirigió una sonrisa.

—Nunca sabe uno quién será el siguiente en morir. Ve con tu familia, Claudio. Vete a casa.

Ruborizado, le di las gracias a mi Emperador. ¿Cómo podía haber pensado mal de él?

Nadie había corrido tan deprisa ni con una expresión tan radiante hacia los campos de tumbas de la plaza fuerte como corrí yo ese día con la cabeza de Casio en mis brazos.