En todo libro de historia se puede leer lo que sucedió después. El emperador Marco Aurelio realizó un viaje triunfal por Oriente, enterró a su esposa en el camino de vuelta, se inició en los misterios eleusinos y regresó a Roma sólo para lanzarse poco después, con el consentimiento del Senado, a la siguiente campaña militar en Germania. Aquí, en Roma, todos recuerdan aún su porte insólitamente imponente cuando se presentó con su toga purpúrea echada sobre el hombro, alzó de forma ritual la lanza de la guerra y la arrojó. Sus brazos menudos parecían tener una fuerza enorme. No sé cómo lo había logrado su nuevo médico sirio, pero lo admiré sin mesura por ello. La caña de la lanza, decorada con bandas, tembló y se balanceó un momento en absoluto silencio después de clavarse en el suelo. Entonces estalló un aplauso atronador ante el templo. Fue en ese momento cuando la imagen del Emperador filósofo y asceta quedó definitivamente sustituida en la consciencia pública por la del gran general.
Cuatro años después, Marco Aurelio murió de forma horrible, esputando sangre sobre su catre de campaña en el campamento de Sirmium, otro de esos complejos rodeados de muros con cuatro puertas y dos calles entrecruzadas, igual que todos los que había recorrido yo cada mañana durante años para ir a trabajar. Sólo me queda confiar en que la teriaca, cuya receta me pidió su nuevo médico, lograra que sus últimas horas estuvieran mitigadas por nebulosas visiones de un mundo gobernado por la razón.
Su hijo Cómodo se convirtió en imperator y… No sé. Hoy se afirma que en aquel momento algunos opusieron fuertes reparos a su elevación al trono y que ya entonces se dudaba de su aptitud. Tal vez me traicione mi memoria, pero no recuerdo nada por el estilo. Cómodo ya había ocupado en el año 177 el cargo de corregente bajo el título de pater patriae, cumplía desde hacía tiempo funciones sacerdotales y fue cónsul antes de haber cumplido la edad acostumbrada. Tras la muerte de su padre, las tropas lo aclamaron sin ninguna objeción. Reanudó la lucha allí donde Marco Aurelio había dejado caer su espada y concluyó poco después la guerra con acuerdos de paz que destilaban, en todas sus palabras e ideas, el espíritu de su progenitor.
No, no recuerdo nada más que una vanidosa satisfacción y aprobación en todo momento, incluso por parte del Senado, que hoy se lamenta porque Cómodo, como un energúmeno, causó estragos en sus filas. Pero ¿entonces?
El joven cesar regresó a Roma como el resplandeciente vencedor de un Imperio pacificado y después se encerró en su palacio. Nadie pareció echarlo mucho en falta, y yo menos que nadie, puesto que me había retirado de la vida de la corte imperial y vivía dedicado a mi familia, mi ciencia y mis obligaciones profesionales. Si de las salas lujosas y cerradas del Palatino salían a veces preocupantes rumores de desenfreno, bueno, ¿cuándo no había sido así? ¿Acaso no estaba acostumbrado el pueblo de Roma a oír siempre esas cosas de sus gobernantes? La ausencia de escándalos durante el mandato de Marco Aurelio no podía haber inducido a ningún romano a pensar que eso era normal. Además, ¿acaso no tenía derecho un hombre joven a desfogarse un poco? Cuando alguien informaba de que algún senador estupefacto había acudido a un opulento banquete en el que le habían servido una pequeña empanada de delicioso aroma, con una apetitosa guarnición de verduras y bañada en preciado garum, pero que, al abrirla, había resultado estar rellena de bosta de perro… ¿Quién iba a creer algo así?
Ya lo sé, ya lo sé. Los años que siguieron pasarán a la historia como los de la tiranía más espantosa. Los gritos de los desaparecidos, el hedor a piel chamuscada de los sótanos de tortura, todo eso se hizo público y manifiesto más adelante. Y, sí, los que estaban al corriente, los que quisieron verlo, lo supieron antes, tal vez mucho antes de que el joven pariente de Lucila conmocionara a Roma entera al abalanzarse con una corta espada sobre Cómodo y exclamar su lamoso: «¡Esto de parte del Senado!», pobre joven bravucón. Sin embargo, igual de triste es confesar lo siguiente: que yo jamás estuve entre ellos. Para mí, los años que siguieron fueron quizá los más felices de mi vida. Tal como he dicho ya, la memoria de cada cual sólo habla de sus propias circunstancias.
—¡Aaah!
Con qué placer me asomaba cada mañana a la ventana y contemplaba el ajetreo de las estrechas callejas de Roma. Aspiraba el olor a grasa de las frituras, a talleres, a orines, a especias, y era feliz. Sí, los carros traqueteaban sin parar durante mis horas de sueño, el griterío del mercado me despertaba alrededor de las cuatro y el insistente cotorreo de las lavanderas y los barberos no cesaba un solo minuto, ni siquiera en las tardes calurosas. Pero, maldita sea, vivía en el corazón del mundo, ¿acaso podía quejarme del escándalo y el trajín?
Las sonoras voces de los que regateaban en los mercados que quedaban bajo mi casa, las canciones que salían de la cantina de al lado y la cháchara del urinario del curtidor, al pie de la escalera, constituían sonidos más dulces a mis oídos que el canto de los pájaros de Germania, el susurro de los robles o las correrías de las ardillas. Si quería oír pájaros, podía ir a pasear bajo los balcones del barrio de la Subura con sus incontables jaulas, donde la colada tendida se secaba en la leve penumbra de la tarde romana y ondeaba en la suave brisa. Si quería robles, podía ir a los puestos de especias y rozar con los dedos bellotas de todos los colores, todas las formas y aromas, y también especias de todos los rincones del mundo, desde Britania hasta la lejana India y el País de los Seres. ¡Ay, Roma!
Si quería oír el susurro de las hojas, me iba a una biblioteca de un templo y me sumergía en el reino de los escritos sobre medicina, que susurraban con suavidad cuando los sacaba de los estantes de un metro de altura. Ningún bosquecillo sagrado podía inspirar más devoción que esas salas altas e inundadas de luz, en las que los labios de los lectores murmuraban frases de sabiduría que habían sido redactadas siglos atrás, los bajos de las vestimentas rozaban ligeramente los escalones de mármol y los dedos secos pasaban sobre los papiros. Allí me conocían y me saludaban con respeto. El creciente raudal de mis escritos había encontrado su lugar en los honorables compartimentos de las paredes silenciosas y frescas, donde otros iban a consultarlos. Mi reputación crecía a todas luces con cada nuevo rollo que contenía mis comentarios sobre Hipócrates, con cada inclinación de cabeza y cada saludo que me dirigían en las escaleras, y aún más gracias al respetable cargo de medicus a bibliothekis, al que una vez había aspirado y que ahora me pidieron que ocupara, por ser ésa la voluntad del difunto Marco Aurelio. Rogué que me dejaran una semana para pensarlo antes de aceptar. ¡Ay, Roma!
Y qué gentes lo saludaban allí a uno, cultas, nobles, bien vestidas, tan de confianza. Allí, cuando un hombre de rango se presentaba ante uno, su apariencia era la que se esperaba: afeitado, perfumado, cortés, ataviado igual que uno. Con ellos conversaba con naturalidad de esto y de lo otro, de cosas que también a mí me importaban. Nos reíamos de las mismas gracias y aventurábamos audaces juegos de palabras con citas conocidas. Por ejemplo, que la delegación diplomática había resultado ser nada más que un hatajo de hombres vestidos con pieles de cabra y trenzas en el pelo, famélicos hasta causar espanto, siervos de un cabecilla de apenas catorce años, un niño brutal con odio en la mirada y restos de comida en la barba incipiente, que no hablaba ni griego ni latín, si bien, aun de haber hablado esas lenguas, ¿qué habríamos podido explicarnos unos a otros?
Qué hermosas eran las mujeres de Roma. Nunca antes me había dado cuenta de lo bonitas que eran, gráciles y robustas a la vez, bien alimentadas y coquetas, y no sucias, simples y ávidas del pedazo de pan que masticaban cuando aún intentabas besarlas. No estoy siendo justo, lo sé, lo sé, pero, oh, dioses, ¡me sentía en casa! Hasta el hedor de las cloacas de Roma me parecía mejor que cualquier otro, más vivo, más cosmopolita y, en cierto modo, más urbano.
La pequeña mala costumbre de la autocomplacencia, un defecto que soy consciente de que comparto con todos los romanos, la había expiado más que suficiente con mis anteriores pesadillas, estaba en paz con ella. Pero si mis noches en Germania habían sido egipcias, las de Roma eran germanas; quién sabe por qué. Sin embargo, muy a menudo me despertaba bañado en sudor después de oír el grito del ataque de las hordas bárbaras, o de ver en mis sueños los dedos cubiertos de úlceras de un moribundo aferrándose a mi brazo, dedos por los que la muerte negra iba penetrando en mí, y se metía en mis pulmones y crecía hasta que me oprimía el corazón palpitante y mi grito quedaba ahogado en mi pecho. Después me quedaba sentado en la cama, resollando. Me tomaba el pulso, entrecortado y persistente, que poco a poco iba recuperando su tranquilidad habitual. La casa estaba en silencio, mi querida casa, mi hogar. Maldije y saqué los pies del lecho.
Fuera trajinaban como siempre los carros de bueyes. Eso me tranquilizó. El alba maravillosa y dorada no tardaría en extenderse sobre los tejados de mi Roma. Maldita sea, ¿es que no podía dejar Marcelina mi jarra de vino en el aparador por una vez? Era un médico célebre cuya reputación crecía aún día a día, era un veterano de guerra, ya no era aquel jovencito de antaño, me había ganado algún respeto y además, maldita sea, aunque hubiese pasado mucho tiempo fuera, seguía siendo el amo y señor de esa casa, el que se ganaba el pan para todos ellos. Así que, por todos los dioses, ¿dónde estaba mi vino? ¡Ay, Roma!
Por si eso fuera poco, a mi regreso, Aurelia ya no me reconocía y se había pasado semanas escondiéndose de mí detrás de Marcelina o de Crates cuando regresaba a casa de la consulta. Detrás de Crates, al que llamaba «padre». ¡Padre! Pero ¿quién la había traído a este mundo? ¿Crates? Y ¿para eso había regresado yo a Roma desde Germania? ¿A Roma, en lugar de correr directamente a los brazos de mi Neferure? A veces me indignaba muchísimo.
Bueno, bien sabía que eso eran bobadas. Había regresado allí sin pensármelo dos veces porque tenía la certera sensación de que esa ciudad y esa casa eran mi hogar. Y también porque sabía muy bien, aunque no quería decirlo, que habría sido una tontería presentarme en Arsinoe, cincuentón como era ya, ante la puerta de una muchacha a la que hacía treinta años que no veía para decirle: «Mi vida, ya estoy aquí.» Eso era algo que soñaba uno en los campamentos militares de Germania, un sueño que moría en el frío del exterior de la tienda. En Roma, no obstante, tenía la realidad, la vida normal y cotidiana, la de verdad. En esa vida no comete uno semejantes majaderías. No a mi edad.
Los años tampoco me habían tratado tan mal, como comprobaba cada vez que me miraba en el espejo. Tenía las sienes grises, plateadas, para ser exactos, con esa clase de canas que por lo visto las mujeres encuentran tan interesantes; un cuerpo compacto, al que le había sentado bien realizar los ejercicios físicos diarios de los legionarios cuando mis obligaciones me lo habían permitido; una mirada clara bajo unas cejas aún negras y dos profundas arrugas que bajaban de la nariz a las comisuras de los labios, que no parecían amargas, creía yo, sino que más bien reflejaban un intelecto reflexivo, una mente indómita y una distinguida experiencia vital. Así me veía yo, al menos, cuando me miraba en el espejo. En realidad, era incomprensible que no tuviese a nadie que estrechara todo ello con cariño entre sus brazos.
Cogí la pequeña lámpara de aceite y me dirigí a la cocina, sigiloso y malhumorado. Renegué al tropezar con un juguete de Aurelia y con el gato de pelaje atigrado que maulló y se restregó contra mis piernas hasta que le lancé un trozo de carne fría de la cena. Por algún motivo, el animal decidió consumirlo en mi regazo, de modo que me quedé allí sentado, frotándome los pies congelados sobre el suelo de piedra, con la mano izquierda puesta sobre una jarra de vino del que aún no había bebido y sobre las rodillas una bola de pelo que, al cabo de un rato, hundió con placer sus zarpas en el fino tejido de mi ropa, hasta clavármelas en la piel. Le acaricié distraído la suave nuca y contemplé en la luz de la lámpara los últimos giros del trompo de Aurelia, que iba de aquí para allá entre los platos sin recoger. No entendía por qué Marcelina no había recogido la mesa, con lo mucho que detestaba yo el desorden.
«O sea que esto es mi hogar», pensé con acritud. Un hogar en cuyos habitantes bien avenidos mis necesidades no provocaban más que alboroto y asombro, una pequeña familia de tres personas a la que yo había llegado como un cuarto añadido sin que nadie me hubiese llamado, incomprendido, innecesario. Así, o con palabras similares, me lamenté sumido en la autocompasión mientras la calidez del gato se propagaba lentamente por mis piernas.
A lo mejor ni siquiera estuve pensando, a lo mejor sólo me quedé allí sentado y bebí, disfruté de que al menos un ser vivo se arrimara a mí, y dejé que el torbellino de imágenes oníricas de mi cabeza se aplacara y los horrores fueran desapareciendo en el círculo de luz amarillenta de la mesa, que tenía unas muescas allí donde Marcelina cortaba el pan todos los días. A lo mejor era una de esas noches en las que me despertaba con un sabor especialmente salado en la boca, un sabor a tristeza y melancolía, con una sensación de pérdida y soledad que ni siquiera disminuía con el cariño de un viejo gato saciado. En cualquier caso, estaba allí sentado y cavilaba sobre por qué había acabado solo, por qué en mi cama no me esperaba ninguna mujer y qué era, por todos los ciclos, lo que me había salido tan mal con los amores de mi vida. «Siempre amas lo que no tienes», había escrito Neferure. «Has convertido a una de ellas en santa y a la otra en puta», había comentado una vez mi primo sobre mi vida anterior. En Antínoo prefería no pensar. Ni en el par de prostitutas de aquí y de allá. Con Lucila también había acabado mal, ¿verdad?
El calor que se expandió de pronto por mi pelvis me hizo recordar la facilidad con que antaño me había encendido de deseo por ella. Y yo me había rendido a ese deseo y al mismo tiempo lo había rechazado por ser una reacción corporal, meramente física. ¿Por qué? ¿Sólo porque era tan espontáneo, poderoso, irresistible y mutuo? ¿Qué reparos le había puesto yo, un médico, al cuerpo? ¿Acaso había encontrado en él, aparte de sus venas y humores, un lugar que pudiera albergar nuestro yo, nuestra consciencia, nuestra alma, si es que existía algo así? ¿Acaso no seguía siendo el jovencito idiota que creía que el amor podía ser esa veneración insatisfecha que hacía temblar las rodillas, tal como lo había sentido por Neferure en la candidez de mis veinte años?
En mi vida he tenido otras aventuras de las que no hablaremos, pero jamás he vuelto a sentir ese deseo absoluto y correspondido, la fiebre temblorosa que al encontrar su eco en otra persona crece y lo funde a uno con ella, esa ineludibilidad que se reconoce con júbilo en el ansia del otro y… El gato protestó con un maullido, dio un salto y buscó otro lugar donde descansar. Me levanté intranquilo y me puse a caminar entre la puerta y el fogón, hasta sentía un hormigueo en los dedos. Ese deseo había sido un regalo, entonces me di cuenta, y yo lo había rechazado. «Además, ¿qué quiere decir “sólo físico”?», pensé con arrepentimiento. ¿Acaso no había contribuido mi imaginación a formar esa imagen por la que había suspirado entonces? ¿No la había evocado mi memoria cuando la esperaba antes de una cita? ¿No había dibujado mentalmente su cabello, sus pechos, la curva con la que su espalda se convertía en sus nalgas…? ¿No había crecido el placer hasta lo insoportable antes de que ninguno de mis sentidos hubiese podido percibir, palpar, saborear uno solo de los átomos de ella? Y ¿que era mi imaginación sino mi alma?
«Verborrea ociosa», me dije con acritud. Oí entonces, confuso, un pequeño suspiro quejumbroso y jadeante que debí de producir yo mismo, si no había sido el gato. Abrí la ventana para respirar aire fresco. La casa seguía en silencio.
Cansado, mientras regresaba junto a la mesa para servirme más vino, me pregunté por qué las personas lo hacían todo tan difícil. Estaba claro que Germania no había sido el lugar adecuado. El que no me crea, que visite un burdel de legionarios y luego mienta diciendo que no prefiere el celibato a ese cenagal contaminado, destartalado y tristísimo de supuesto pecado. No, en Germania no. Sin embargo, antes de eso, ¿acaso no había sido posible disfrutar de momentos de satisfacción, de relaciones civilizadas en los que no se preocupa uno por cosas complicadas como el amor, sin perder por ello el placer? Yo era un hombre de lógica. Dicho en pocas palabras, creía en el éxito mediante el cumplimiento de las normas. De pronto dejé el vaso. Sí, tenía que ser posible llegar a un acuerdo de satisfacción.
Al mirar atrás, no creo que lo que ocurriera en mi entrepierna fuese necesariamente producto de la lógica, pero en aquel momento me lo pareció. Lo vi todo claro, sí: ¿qué podía ser más claro? Di un último trago, dejé el vaso en la mesa con un golpe y tomé mi decisión. Ella estaba sola, yo estaba solo, así se lo plantearía, ninguno de los dos era ya joven y bobo, incluso vivíamos en la misma casa, nos conocíamos ya en todos los sentidos… Lo único que hacía falta era una palabra esclarecedora y nuestra relación podría reportarnos una satisfacción mutua. En realidad no era mucho lo que ansiaba, algo de tranquilidad y satisfacción, un poco de placer. Y yo estaba por completo dispuesto a ofrecérselo.
Al levantarme le pisé la cola al gato por descuido. Saltó con un horrible bufido del que no hice caso y se fue corriendo directamente al cuarto de Marcelina. Después de llamar a la puerta, escuché un rato con impaciencia el latido de mi propio corazón. Entonces decidí entrar sin más.
—Marcelina, yo… —empecé a decir, pero me quedé mudo.
Su cama estaba vacía e intacta. Al regresar a mi cuarto, por pura casualidad, oí dos voces quedas que procedían de la habitación de Crates y pasé de largo antes de percibir otros ruidos. Cuando volví a plantarme ante el espejo de mi dormitorio, tenía conmigo la jarra de vino. El recuerdo del resto de esa noche se me ha desdibujado.
En algún momento, cuando cantaron los primeros mirlos, le estaba explicando al gato que el hombre no era un animal racional y que yo lo había hecho todo mal en la vida. Con las primeras luces del alba, ambos estábamos hechos un ovillo sobre la sábana. Las patas del animal se convulsionaban intranquilas mientras dormía, tal vez mis ronquidos lo hacían soñar con cacerías y refriegas, y yo le hacía compañía con mi soberana resaca.
A eso del mediodía volví a estar listo para trabajar. A nadie le llamó especialmente la atención mi mal humor y, mientras le vendaba el brazo recién escaldado a mi vecino Mundo en la consulta, me esforcé por convencerle de que ni siquiera la razón, y por lo tanto ninguna otra cosa, podía garantizar la paz interior de una persona. Mundo apretó los dientes y asintió sin cesar hasta que terminé con él.
—¿Qué haces?
Levanté la mirada, sobresaltado. No me había dado cuenta de que Aurelia se había colado en mi consulta. Seguramente eran las primeras palabras que me había dirigido desde mi regreso.
—Aplico un vendaje —expliqué a desgana.
Aurelia se quedó un momento callada y me miró con sus grandes ojos.
—¿Eso es sangre?
Sólo emití un breve gruñido.
—Las gallinas siempre sangran cuando Marcelina les corta la cabeza —me explicó con suficiencia—. Les sale de ese tubo gordo del cuello —cabeceó como para confirmar sus palabras.
—¿Del tubo? —le pregunté. Y ¿cómo es que salpica así?
Maldita sea, el torniquete se había movido. Aparté a la pequeña enseguida para que no se ensuciara y volví a aplicar el vendaje alrededor del muslo de mi paciente.
—Aprieta aquí —le indiqué al herido.
Lo zarandeé un poco, aunque en vano, porque se quedó inconsciente y con el rostro cerúleo.
Aurelia, no obstante, presionó su manita sobre el lugar indicado sin dar ninguna muestra de repugnancia. Contemplaba con fascinación el charco rojo que se extendía bajo las caderas del hombre.
—No sólo hay venas en el cuello —declaró con la seriedad de quien presencia una revelación.
—No —respondí condescendiente. Aquella niña no sabía nada de nada—. Las venas recorren todo el cuerpo. Mira… —Pasé con rapidez un dedo de la mano que tenía libre por el dorso de la suya antes de seguir trabajando—. Aquí puedes ver cómo se extienden bajo la piel. Y la sangre brota así porque tu corazón la bombea a través de ellas.
—Mi corazón.
Absorta, se posó la mano primero sobre el lado derecho del pecho y luego enseguida sobre el izquierdo, y se auscultó.
Mientras ponía el vendaje, me pregunté con cierto pesar cómo habría conseguido Marcelina que mi hija se le pareciera tanto. Es cierto que el cabello de Aurelia era liso y castaño, pero tenía la misma tez clara y esa misma nariz respingona, como de gatita, que hacía que pareciese siempre algo sorprendida. Sus ojos, de todas formas, eran oscuros y casi estaban un poco demasiado juntos, las puntas de sus pestañas rizadas me hacían pensar sin querer en estrellas marinas. Y su carita delgada, con una pequeña barbilla puntiaguda y una frente alta, al mirarla con atención, resultaba más tranquila y más seria que la de Marcelina. No, confirmé con alivio que, en el fondo, esa niña silenciosa, huesuda y no demasiado femenina en realidad no tenía ningún parecido con su madre adoptiva. Lo que compartían era más bien un espíritu resuelto. Me sonreí con alegría y entonces tuve una idea.
Acabé de vendar al paciente, me lavé las manos en una pila de bronce, le pedí a Aurelia que me alcanzase un lienzo para secarme y me arrodillé junto a ella mientras me frotaba con él las manos y los antebrazos.
—¿Te gustaría —le pregunté intentando resultar tentador— estar presente en la próxima operación? Le voy a quitar las cataratas a un hombre, lo cual se hace de la siguiente forma…
Aurelia se mostró conforme, primero con ciertas dudas, pero luego hizo vehementes señales de asentimiento con la cabeza mientras escuchaba mis explicaciones con total fascinación.
—¡Pero cómo se te ocurre! —exclamó Marcelina a voz en grito esa misma noche, indignada, mientras estábamos a la mesa.
Me soltó un sermón inacabable, lleno de expresiones como «la pobre niña inocente», «zoquete», «pesadillas» y más cosas por el estilo.
Sin apenas prestarle atención, seguí tomando cucharadas de sopa mientras contemplaba a Aurelia, que había acabado de cenar antes que nosotros y estaba jugando a curar a su muñeco en el suelo, frente al fogón. Le puso la venda justo como yo le había enseñado.
—¡Es del todo asqueroso y perverso! —terminó Marcelina.
Le tendí mi plato vacío con insistencia.
—Delicioso, cariño. ¿Puedo repetir?
Tres días después, cuando Marcelina me puso delante el muñeco, que estaba completamente despedazado porque Aurelia le había quitado un cálculo de la vesícula con gran pericia, pensé que había llegado el momento. Volví a llevarme a la pequeña a mi consulta, le enseñé todos mis instrumentos, le dije cómo se llamaban, le describí su función y el lugar en el que debían estar siempre, como en un ritual del templo, dejé que me ayudara en pequeñas cosas en las curas que practicaba y, al final, le puse las manos en los hombros con seriedad.
—Todo esto, hija mía —le comuniqué—, también tú podrás hacerlo algún día, curar a la gente, quiero decir, ser médico.
Aurelia me miró con cierta reserva. ¿Acaso eran sus pestañas las que hacían que le resplandecieran tanto los ojos? Me aclaré la garganta para ocultar mi emoción y mi nerviosismo.
—¿Te gustaría?
Lleno de orgullo vi que su cabecita asentía con vehemencia.
—Entonces —dije, abordando el tema del mayor obstáculo—, tienes mucho que estudiar. Para empezar, debes aprender a leer y escribir.
No recibí respuesta.
—Marcelina dice que no te gusta ir a la escuela.
Ya antes de mi regreso, habían llevado a Aurelia a casa de un maestro público de la zona, un liberto que, como era frecuente en el barrio, acogía a unos diez niños y les enseñaba a leer y escribir a cambio de unos sestercios y algo de comida. Cada mañana oía las protestas de Aurelia en la cocina, antes de salir, mientras yo aún me estaba afeitando en mi habitación. Aurelia sacudió enérgicamente la cabeza.
—¿Por qué no te gusta ir allí? —insistí.
—No sé —se limitó a decir la niña—. Porque no —añadió al cabo de un rato—. Huele mal.
—¿Allí no huele bien?
No pude evitar reírme. Ella asintió.
—Y todos los demás son tontos.
—Ajá. —Esta vez logré dominarme—. Escucha, Aurelia —insistí al fin—, ¿qué te parecería si a partir de ahora yo te diera clases? Empezaríamos aprendiendo a leer y escribir, y luego matemática, retórica, lógica, literatura, los fundamentos de la medicina y… —Tras una pausa, le tendí el cebo—: Y mientras tanto me puedes echar una mano aquí, ¿eh?
—Antes me lo tengo que pensar.
Mi entusiasmo se vino abajo. Me enderecé dando un leve gemido. A lo mejor la había sobreestimado, a lo mejor todavía era demasiado joven y yo estaba haciendo el ridículo, a lo mejor…
—Claudio.
—¿Sí?
—Ya me lo he pensado. A partir de mañana voy al colegio contigo y me convertiré en una médico famosa.
Me habría encantado levantarla y estrecharla contra mí, pero todavía no nos conocíamos tanto. En lugar de eso, volví a arrodillarme y le acaricié con dulzura su liso cabello.
—Bien, pequeña, me alegro.
—Yo también me alegro.
Entonces sí que la abracé con todas mis fuerzas.
—Marcelina —dije en voz alta cuando entramos juntos a la cocina ese mediodía—, Aurelia y yo hemos tomado una decisión.
Marcelina sacudía la cabeza mientras yo le explicaba todo al tiempo que miraba qué había en las cazuelas. Siguió sacudiendo la cabeza cuando les ordené a Crates y a ella que me ayudaran a ordenar la sala de estudio. No dejó de hablar durante todo el trayecto de ida y de vuelta a la carpintería, donde encargué una mesa y un banco para las primeras clases de Aurelia. Mi hija debía tener desde el principio un lugar de trabajo en condiciones. Sólo cuando hubo acostado a Aurelia, tras hablar con ella un poco, se quedó al fin callada y muy pensativa. Yo estaba encantado, me fui a mi estudio y escogí de mi biblioteca unos escritos que iba a necesitar para las próximas clases.
Siguiendo una inspiración repentina, tomé enseguida la pluma y redacté un documento que tenía muy retrasado. Pensé que al fin parecía haber encontrado mi lugar en esa casa, en esa familia. La rosada luz crepuscular se posaba sobre las tejas rojas de los tejados del barrio e iluminó justo entonces la estatua dorada del emperador sobre su columna, tras la basílica Ulpia, que se veía cubierta de sombras. «¡Ay, Roma!», pensé.
Al día siguiente le pedí a Crates que me acompañara a la consulta. Rezongando, con mirada cautelosa y cierta reserva en todos sus movimientos, aceptó al final mi invitación y se sentó sobre la camilla. Acerqué más hacia mí su pie tullido, lo moví a modo de comprobación, palpé las articulaciones y los ligamentos destruidos y, tras darle en jerga médica unas largas explicaciones contra las que sabía que él no podía argüir nada, me decidí por el clásico vendaje hipocrático que se aplicaba también en casos de taras de nacimiento: le empujé el peroné hacia dentro sobre el tobillo sin prestar atención a sus protestas, le doblé los dedos hacia fuera y enderecé el empeine. En esa posición le coloqué un vendaje de lino, que fijaría con resina, y lo cubrí con compresas en los puntos de mayor presión.
—Así —aclaré, con tono docente—, ¿lo ves? Siempre siguiendo la dirección de la recolocación postural, nunca en contra. Y ahora la resina.
Cuando acabé, me incorporé, con el rostro sonrojado por el esfuerzo, y le di a Crates unas palmadas afables en el hombro.
—¡Esto es innecesario! —vociferó—. Es del todo inútil, es…
Y siguió protestando contra el vendaje. Él, un hombre al que no le faltaba nada de nada, tendría que ir por ahí como si estuviera herido de gravedad.
Acallé sus protestas.
—Mañana buscaremos un zapatero —anuncié—. Lo mejor será encargarle un arbyle, creo, o unas botas cretenses atadas hasta el tobillo, para que lo sujete bien.
—¡Botas cretenses!
Crates no daba crédito a lo que oía.
—¡Claro! —Le di otro empujoncito amistoso—. ¿No querrás cojear como un viejo Efesto en tu boda, no?
Dicho esto, le alcancé el escrito que había redactado el día anterior y que había hecho validar ante testigos esa misma mañana: el certificado de su libertad.
—Ve a quitarte la anilla del cuello y cuéntaselo a Marcelina.
Crates no dijo ni una palabra.
Yo estaba muy satisfecho conmigo mismo.
—Ah, y en caso de que ella insista en celebrar una ceremonia cristiana, no me lo confeséis, ¿de acuerdo?
Le sonreí y me volví para lavarme las manos.
Crates murmuró algo incomprensible a mis espaldas y se fue al fin, renqueando, feliz, estupefacto y sin comprender qué podía haber provocado mi cambio de opinión después de todas las semanas que llevábamos sin hablarnos, o gritándonos directamente. Yo mismo tampoco lo sabía muy bien.
Además de todo eso, pocas semanas después —con la boda ya celebrada, Marcelina y Crates convertidos en un matrimonio que me era leal y las clases de Aurelia en marcha—, conocí a Fulvia. De ella sólo hay que decir que era un deleite para los ojos, tan morena, madura y dulzona como su nombre, que llegamos a un entendimiento perfecto y que, casi dos años después, cuando salió de mi vida sin ningún rencor, no se llevó nada de mí, ni mi corazón ni mis pensamientos, tan sólo un pedazo humilde de mi fortuna en forma de una pequeña pero bonita residencia en el Esquilino.
Salve, Fulvia. Salve a la cordura humana. Fulvia apareció cuando todo apuntaba a que en mi vida ya no se produciría ninguna clase de avance en el propio conocimiento que, una vez alcanzado, podría ayudarme a comprenderme mejor en un futuro. Cuando ya no sabía qué sentimientos podrían invadirme o cambiarme una mañana, o quizás en un día lejano. Pero ¿acaso habría eso de importunarme? Aquello era Roma, sí. Y ya he dicho que aquélla fue tal vez la época más feliz de mi vida.
Aurelia no fue mi única alumna. Mi éxito personal contribuyó a que en toda Roma se supiera que la profesión médica no era sólo para esclavos y libertos de gente rica, que conseguían así un médico para la familia, sino que también podía representar una carrera muy prometedora —y lucrativa— para ciudadanos romanos libres. Y así, con el paso del tiempo, vinieron a verme empleados y artesanos para preguntarme si no podría darles clase a sus hijos.
Para tal fin alquilé una sala auxiliar de la biblioteca en las termas de Trajano. Más adelante, con todo, puesto que allí el ir y venir de curiosos y clientes de los baños provocaba mucho alboroto, me decidí por la sala que quedaba detrás del foro de la Paz, en la que ya había dado conferencias con vivisecciones en mis primeros días de estancia en Roma. Tampoco allí teníamos mucha tranquilidad, pero ésa era precisamente mi intención. Incluso anunciaba con carteles algunas lecciones y las organizaba como conferencias públicas en las que mis alumnos se sentaban en las primeras filas, con sus togas inmaculadas, mientras yo aleccionaba con mis diagramas y mis preparados a los romanos interesados. A veces ellos realizaban bajo mi dirección pequeñas disecciones de simios o cerdos, para ilustrar procesos físicos particulares, y esas operaciones eran seguidas con asombro por famosos eruditos y por damas de sociedad en busca de temas de conversación, que lanzaban miradas tan curiosas a Fulvia —quien, por supuesto, estaba allí dándose aire con su abanico— como a la sangre que salpicaba en las columnas de delante.
Mis alumnos tendrían que trabajar algún día bajo la atenta mirada del público, así que era mejor que se acostumbraran a ello desde el principio. Tampoco podía hacerles ningún mal estar presentes en las conversaciones y el estado de ánimo de Roma, un aspecto de mi profesión del que había llegado a ser todo un virtuoso. Sin embargo, parte de las lecciones las impartía en la tranquilidad de mi estudio, donde era posible discutir y aprender con concentración, y donde también Aurelia, mi Aurelia, que cada vez se hacía mayor y más lista, podía seguir de forma activa lo que yo explicaba.
—¿Qué es la enfermedad?
Ésta era una de las primeras preguntas que les planteaba a los recién llegados y a los aspirantes. Sólo aceptaba como alumnos a los que la contestaban de forma satisfactoria, o que como mínimo podían comprender la respuesta correcta.
—La enfermedad es cuando uno está en cama y no puede trabajar —fue la réplica inmediata del joven hijo de un picapedrero que desde la más tierna infancia había trabajado en el negocio de su padre.
Asentí despacio y con parsimonia. Tenía sus ventajas no estar únicamente frente a hijos de patricios.
—No sólo cuando se está en cama —terció otro, con las orejas encendidas—, también cuando uno está levantado pero aun así no consigue hacer nada porque no puede más.
Volví a asentir.
—Y ¿cómo definiríais que no puede más? —seguí preguntando.
—Bueno, pues que ya no puede levantar solo una losa de sesenta libras —espetó el picapedrero.
—Ajá. —Ladeé la cabeza con sabiduría—. Y ¿una mujer? —aduje—. Una mujer no carga en toda su vida más que con un par de libras de patatas, o incluso nada más que con un par de onzas de cosméticos. Jamás podría mover una losa. ¿También estaría enferma?
—No —murmuró, tras reflexionarlo un momento.
—Y ¿por qué no? —insistí.
—Porque nunca antes ha podido hacerlo —masculló mi alumno.
—Correcto. Y el hombre que no puede levantar una losa de sesenta libras, ¿crees que antes podía?
El joven asintió con vehemencia.
—Entonces podríamos corregir la definición de enfermedad de la siguiente forma… —Dejé el interrogante en el aire, pero encontré el silencio por respuesta—. Una persona está enferma… —empecé yo mismo la frase—… cuando…
—… ya no puede trabajar como lo hacía antes —terminó de decir el joven de las orejas de soplillo, que enseguida se le pusieron rojas.
Asentí con la cabeza, satisfecho.
—Exacto. Naturalmente —proseguí—, ésta no es una definición completa de ese estado, pero con ella expresamos algo esencial. —Hice una pausa teatral y los fui mirando uno a uno a los ojos—. La enfermedad es un estado que se aparta de la condición normal de la salud. Esa condición normal, no obstante —dije, y levanté un dedo como advertencia—, no presenta aspectos que se puedan determinar, de modo que pudiéramos decir, por ejemplo, que está sano el que puede levantar sesenta libras, ¡sino que es relativa! —Acentué esa última palabra haciendo una pausa para que captaran toda su significación—. Es relativa, lo cual implica que depende de cada persona: de su sexo, su edad, su constitución, sus costumbres, su alimentación, su lugar de residencia, su profesión…
Fui recalcando con los dedos la enumeración de todos los factores imaginables que podían determinar el estado de salud de una persona y fui observando las caras que me rodeaban, cada vez más largas. Contuve una sonrisa. Claro, la relatividad era algo complicado, inabarcable, todo lo contrario de un sistema de reglas con el que uno pudiera decir: «Ajá, mujer, treinta años, sesenta kilos, entonces es normal, ergo para ella la salud es lo siguiente…», y pudiera añadir una serie de datos. No era una lección simple para un alma joven y sencilla, pero era indispensable.
—… predisposición, sensación personal de dolor —dije, para terminar una larga lista de factores—. ¿Hasta aquí está claro? Sólo si observamos bien a un paciente —advertí con insistencia— y llegamos a saber lo que es normal en él, cuál es su pulso habitual, el color de su tez, su digestión acostumbrada, podremos decir con exactitud cuándo esa condición saludable pasa a ser una enfermedad.
A todo el que a esas alturas no demostraba comprender traté de enviarlo a casa con la advertencia de que se dedicara a una ciencia más sencilla que la medicina.
—Pero, papá —dijo entonces mi hija—. ¿No podemos decir que alguien está enfermo cuando le duele algo?
—Mi padre nunca dice que le duela nada —exclamó con orgullo el joven picapedrero—, ni siquiera cuando tiene todo el pulgar morado.
—Y Marcelina se puso a chillar antes incluso de que le picara una abeja que se había metido en su cocina —añadí yo, con una sonrisa de satisfacción.
Aurelia me miró con reproche; jamás permitía que me riera de su querida madre adoptiva.
—Reflexiona —proseguí intentando ser científico, y me acuclillé junto a ella—, en el caso de una persona a quien le creciera una úlcera mortal. Todavía la úlcera es muy pequeña, no se puede ver ni tocar, y aún no duele, pero está ahí y un día matará al paciente. ¿Está enfermo o sano?
Se mordió el labio y lo pensó.
Mientras tanto, me levanté para proseguir con mi clase.
—Hasta ahora hemos aprendido lo que representa la enfermedad en contraposición a la salud. Ahora quiero mostraros cómo se basa la salud de una persona en la correcta interacción de los humores, y cómo las diferentes enfermedades se pueden clasificar según las diversas alteraciones entre esos humores. Así pues, prestad atención.
Y continué, paseando de un lado a otro frente a los rostros juveniles, alzados con valentía y concentración. Sí, me gustaban mis alumnos. ¿Cuánto hace ya que algunos de ellos recorrían el pasillo con su túnica corta o le pedían a Marcelina que les preparara una comida gratis? Pues, de vez en cuando, había alguno entre ellos que no sólo estaba ávido de conocimientos, sino que también traía un hambre arraigada, exigente e inaplazable de alimentos básicos. Ni Marcelina ni yo queríamos desatenderlos.
Tuve, por ejemplo, al hijo de aquel buceador romano que murió después de mi operación y mi terapia, tal vez porque yo no había dedicado demasiada atención a mi trabajo en la asociación de buceadores, quizá también porque el destino de un buceador era el de no llegar a viejo. Había logrado encontrar a su familia mediante la junta de la asociación. Vivían todos con un tío que reparaba redes. El hombre los había acogido y los alimentaba más bien que mal. Decidí llevarme a Fausto conmigo y le expliqué a su tío que no tendría que pagarme la matrícula, pero que mi reputación se vería perjudicada si se supiera lo baratos que podían conseguirse mis conocimientos y que, por eso, no hablara con nadie de las condiciones en las que Fausto vivía con nosotros.
La red defectuosa que apestaba a algas y pescado resbalaba sin cesar entre dedos agrietados del tío de Fausto, que trabajaban tan deprisa que se quedaba uno sobrecogido, mientras el hombre escuchaba con el rostro inmutable lo que yo intentaba aclararle guiñando los ojos contra el helado viento del muelle: que una buena terapia también tenía que ser cara para que obrara su efecto en determinados pacientes; que un médico poco asequible no tenía por qué ser bueno, pero que un buen médico tenía que ser necesariamente poco asequible para que la gente creyera en él. No dijo palabra durante mi perorata, sólo le lanzaba de vez en cuando a alguna gaviota una cabeza de pescado que ésta atrapaba al vuelo antes de alejarse. No sé si llegó a comprender del todo mi argumentación, pero al final se limpió los dedos en la túnica, casi me aplastó la mano al estrechármela y accedió, en contra de sus convicciones más profundas, a no alabar al benefactor de su sobrino por doquier y ante todo el mundo. La madre del joven fue más ladina; en sus visitas diarias a la panadería y a la carnicería no dejaba de lamentarse de que mis elevados honorarios la tenían en la ruina. Que los dioses protejan a la buena mujer.
En cuanto a Fausto, debo admitir que a él no lo elegí de entre todos sus hermanos porque me hubiera causado la impresión de ser particularmente despierto. Ninguno de los muchachos de esa casa me lo había parecido a primera vista. Era un joven callado, cuya cara de granuja no permitía entrever su naturaleza tímida e introvertida; tenía una nariz chata cubierta de pecas, un gran hueco entre los incisivos y un cabello castaño, hirsuto y espeso que el aire marino y el sol del verano podían tornar ligeramente rubio. Su tez, de tanto pasearse al aire libre —una costumbre que no se le podía quitar— había adquirido un tono acaramelado, cálido e intenso. No sé por qué me lo llevé conmigo, ¿tal vez por sus ojos grandes, verdes e interrogantes, tal vez a causa de su carácter meditabundo y reservado?
No, Fausto no llegó a ser ninguna autoridad en matemáticas ni en retórica. Sólo aprendió a leer a duras penas, seguía deletreando como un estudiante de primer año las etiquetas de los botes de hierbas y los frasquitos de medicinas cuando los demás ya se ejercitaban en comentarios hipocráticos. Sin embargo, tenía una buena memoria visual. ¡Caray, ese chico parecía tener ojos en el cerebro! Fausto memorizaba al instante el aspecto de las plantas cuando otros sólo sostenían un tallo en la mano sin reconocerlo, y en las ocasiones en las que los arrastraba hasta el mercado de especias para aleccionarlos sobre el tratado de las hierbas de Dioscórides, declamaban: «Una flor de color amarillo dorado, una raíz tierna y profunda», incapaces de relacionar lo que recitaban de memoria con lo que tenían ante los ojos.
—Pánace —afirmó Fausto en voz baja, y metió la planta en su cesto—. Es útil contra las mordeduras de serpiente.
Para él, los tallos, las hojas y las raíces tenían una forma inconfundible. Sí, era un joven que sabía mirar. Cualquiera que viera sus ojos verdes y pensativos lo percibía enseguida. Sin embargo, lo más destacado de Fausto, sí, su cualidad más extraordinaria, la que siempre me dejaba encandilado, era su capacidad para tomar el pulso.
En toda ciencia —y yo he escrito largamente sobre el tema— siempre hay un don, una intuición que no todo el mundo tiene. Yo me pasé años tanteando a ciegas en la niebla de la incomprensión, palpando y escuchando sin sentir lo que había aprendido, leído y transmitido, sin poder aplicarlo en la práctica. De pronto un día, estando junto al lecho de un enfermo, se descorrió un telón ante mis sentidos y lo sentí con claridad: sístole, diástole. Fue algo súbito, como una revelación, y mis sentidos captaron lo que hasta entonces mi intelecto sólo conocía de forma teórica.
Es difícil describirle a alguien una experiencia sensorial con palabras. Puede uno decir: «Esto es dulce», y mostrarle un pastel. Puede uno decir: «Esto es agrio», y darle a comer un pepinillo en vinagre. Sin embargo, no se puede evitar que después esa persona coja tal vez un pedazo de pan duro y diga que es dulce, porque relaciona la palabra «dulce» con la miga que el pan tiene en común con el pastel, y que describa también una pera madura como agria a causa del brillo de la piel, la textura de la pulpa al morderla y el jugo que le llena la boca. En resumen: se puede disertar sobre el pulso humano, pero luego hay que hacerse a un lado y dejar al alumno solo con la muñeca del paciente para que lo experimente en persona. Uno no puede más que temblar y esperar que comprenda lo que debe comprender.
Y Fausto lo comprendía. Lo comprendió más deprisa que mi dulce Aurelia, quien, puedo decirlo lleno de orgullo, tiene un don especial para diagnosticar el pulso. Y más deprisa que yo en mis días de estudiante. El joven tenía unas manos mágicas. Cuando iba de enfermo en enfermo con mi pequeña tropa de alumnos para enseñarles las variantes típicas del pulso, siempre era Fausto el que asentía mientras los demás escuchaban con esfuerzo y la frente arrugada, asentía mientras el sol relucía a través de sus cabellos medio rubios. Aurelia y él jugaban durante horas a buscarse el pulso el uno al otro, como dos niños, puesto que eso es lo que eran aún, a pesar de que Marcelina lo viera de otra forma con su mirada crítica. Yo estaba muy orgulloso de él.
Estaba orgulloso y debería haberlo estado en menor medida. Así, a lo mejor Fausto no me habría acompañado al palacio años después de mi regreso, dos años después de la muerte de Marco Aurelio, aquel día en que el hijo de nuestro imperator, Lucio Elio Aurelio Cómodo Augusto Hércules Romano Exsuperatorio Amazonio Invicto Félix Pío, como había querido llamarse, me hizo saber que requería mis servicios. Y de nuevo partí, como en mis días de médico de la corte imperial, para visitar otra vez los aposentos del Palatino. Fue culpa mía que Fausto deambulara conmigo entre el gentío del foro y que más tarde disfrutara de la calidez del sol con los ojos entornados en el tranquilo Clivus Victoriae, dando una patada a alguna que otra piedrecilla con los movimientos enérgicos y aún larguiruchos de un muchacho de trece años cuya silueta de hombre se esbozaba sólo con vaguedad en su cuerpo fuerte y joven. Fue todo culpa mía, culpa del profesor orgulloso que quería poner a prueba a su mejor alumno y alardear de él.
—Fausto, ¿vienes?
Tuve que llamarlo dos veces para hacerle apartar la mirada de la sobrecogedora vista de ese día. Se apartó del muro de piedra y me siguió al interior. Todavía lo recuerdo, la espalda esbelta y de hombros anchos de atleta entrenado, la postilla infantil en el codo, los cabellos medio rubios sobre la piel morena de tanto jugar en la calle.
—¡Fausto! Nos esperan.
Sí que nos esperaban. Un sirviente nos condujo por los interminables pasillos de mármol mientras no dejaba de darnos conversación. Yo sólo intercalaba de vez en cuando un par de onomatopeyas rutinarias y tranquilizadoras que sonaban muy profesionales.
Mientras avanzaba, Fausto volvía la cabeza hacia puertas doradas, las habitaciones de mármol, las estatuas de alabastro, las fuentes y los artesonados. Bueno, me respetaba, conocía mi reputación y ya me había acompañado a algunas villas para ayudarme con algún paciente. Sin embargo, hasta entonces no supo que también me movía por esas esferas esplendorosas. Cuando nos hallamos bajo la enorme representación del estrellado cielo astrológico con sus extrañas figuras, sobre el que se desplazaban unos mecanismos para mostrar la posición de los astros, tuve que tirarle paternalmente de la mano, si no, nos habríamos perdido con toda seguridad en aquel interminable laberinto.
Con todo, al llegar a los aposentos privados de Cómodo, incluso yo me quedé sin aliento y me detuve un instante en la puerta para recobrarlo. Doce egipcios robustos me contemplaban, sacerdotes de Isis con el cráneo rapado y el torso desnudo y moreno, con los sistros aún en las manos como si estuvieran dispuestos a abalanzarse sobre nosotros haciéndolos resonar con su estruendo ensordecedor. Sus ojos, perfilados con una mezcla de kohl, lapislázuli y oro pulverizado, con una raya que les llegaba hasta las sienes, me contemplaban tan impertérritos como si fueran los guardianes de madera de un sepulcro.
Ya había oído hablar de la escandalosa procesión en honor a la diosa Isis, en la que, como toda Roma susurraba furiosa, el propio Emperador había querido participar como novicio de la diosa asiática. Otra bofetada a la cara del Senado, una infracción más contra las ancestrales tradiciones y virtudes romanas. Naturalmente, nadie quiso perderse la visión del Emperador bailando por las calles con máscara y túnica de seda, pues la curiosidad era una de las inquebrantables características de los romanos. Yo, en cambio, me ahorré el espectáculo; era un hombre demasiado serio para participar en semejantes bobadas y tenía más que suficiente que hacer con la preparación de mis clases, mis visitas a domicilio y la documentación para el tercer volumen de comentarios sobre Hipócrates. En ese momento tuve al fin ante mí los restos de aquella procesión escandalosa que me había perdido.
Detrás de los sacerdotes haraganeaban algunos de los ciento cincuenta muchachos, todos vestidos aún con los taparrabos púrpura y coronados por la hiedra dorada, que en la procesión habían llevado incienso, mirra y azafrán en fuentes de oro y plata. Estaban sentados sobre el suelo y charlaban con dos hombres con el rostro oculto por una máscara de sátiro y vestidos con pieles. Uno de ellos, que respondía al nombre de Onos y que era el conocido efebo del Emperador, mostraba con grandes carcajadas la parte de su cuerpo que, a causa de su gran tamaño, le había hecho ganarse el nombre de Onos, «burro».
Le hice un breve gesto de saludo a Brutia Crispina, la joven esposa de Cómodo, que estaba hundida en un sillón junto a la cama, con la mirada vidriosa y ausente.
—Señora.
Mi mirada se detuvo un momento, horrorizada, en el afanoso movimiento de sus dedos entre sus muslos; ajena a todo, ella prosiguió su actividad, sin hacer caso a nadie. Y, puesto que lo que acababa de ver no podía ser, aparté la mirada al instante. Cómodo se había casado con Brutia, hija de senador y con carita de ángel, cuando aún no era más que una niña. Lo que esa niña había experimentado desde entonces a su lado debió de destrozarle por completo su tierno juicio. Le di un codazo a Fausto para que dejara de mirar a esa frágil figura a la que le caían relucientes hilillos de saliva de las comisuras de los labios. Si no me equivocaba, se la oía canturrear.
—¡Abrid las ventanas! —ordené al instante, mientras me arremangaba—. Necesito luz y aire. ¡Y sacad fuera de aquí los incensarios!
Recorrí con la vista la estancia en busca de las horribles fuentes de ese olor insoportable y entonces lo descubrí. Estaba sobre la mesita de noche, el Príncipe de la Muerte, Anubis, una figura de madera de ébano con los ojos perfilados de dorado y entornados hasta no ser más que ranuras, que contemplaban las praderas del más allá. A su lado yacía un hombre, con el torso cubierto de sudor y el rostro enrojecido, que jadeaba mostrando al parecer más interés por lo humano. Cómodo iba pintarrajeado igual que una puta de los muelles de Egipto, y el olor penetrante de su sudor dominaba el aroma de las nubes de incienso asiático en las que se había envuelto para realizar su escenificación del dios de los muertos, y además —¡oh, dioses de Roma!— iba rasurado como un egipcio. Con todo, sin lugar a dudas se trataba de Cómodo.
Con un movimiento casual, le aparté la cola de vaca trenzada de oro que todavía llevaba anudada alrededor de las delgadas caderas y me senté en el diván. Sin prisa y sin mucha preocupación por su estado —conocía desde antaño su constitución indestructible—, comencé a examinarlo. Las piernas le temblaban como después de un gran esfuerzo físico y tenía algunos puntos nudosos en las pantorrillas, como si estuviera padeciendo calambres. También tenía el vientre endurecido y la piel cubierta por un insólito sudor frío. Oí ciertos gorgoteos procedentes de su estómago. El aliento de Cómodo no se podía ocultar con nada, ni con clavo ni con menta, y las manos le temblaban tanto como las piernas. Me confirmó con escuetas palabras que se encontraba muy mareado y débil.
Tranquilo en apariencia pero conteniendo la respiración, le tomé la muñeca y le busqué el pulso. Un ligero movimiento recorrió las multicolores filas de espectadores; no en vano yo era famoso por mis diagnósticos del pulso.
Cerré los ojos despacio y me concentré en buscar el latido y el zumbido de las vías sanguíneas bajo aquella piel húmeda que casi se estremecía, expectante. Me pareció encontrarlo y lo perdí. Mis dedos palpaban con cariño, buscaban y preguntaban… Y allí, allí lo sentí de nuevo: esos saltos, esa vacilación, luego una pausa irritante y, al fin, casi imperceptible… Le hice una señal insistente a Fausto, que se había quedado en la puerta con timidez. Mascullé un breve: «Con permiso», dirigido al Emperador, le tendí su muñeca a mi alumno y me fijé en el semblante de éste.
Fausto era un fenómeno, único entre miles, no había muchos médicos que consiguieran ese tacto en los dedos en toda su vida. Cuando yo había sido el médico personal de Cómodo en su infancia, el ritmo del pulso del hijo del Emperador me había resultado un gran misterio, hasta que al fin lo comprendí como si fuera una insólita piedra preciosa. Y ahora… ¿podría clasificarlo Fausto? Me crucé de brazos y retrocedí como si nada, aunque por dentro ardía de expectación. Mi alumno aguzó los sentidos. Cerró sus ojos verdes, los abrió de golpe, sorprendido, sonrió, ¡sí, sonrió, mi Fausto! Y entonces asintió con la cabeza y me miró, resplandeciente, mostrándome ese hueco que tenía entre los incisivos blanquísimos. Habría querido darle un beso.
—Guardad reposo —ordené, por la fuerza de la costumbre, y empujé el torso de Cómodo, que quería enderezarse, para volver a tumbarlo—. ¿Qué te ha parecido? —le pregunté a Fausto, y fui haciéndole preguntas mientras él no dejaba de asentir con la cabeza.
A nuestro alrededor reinaba el silencio. Mientras tenía lugar esa conversación profesional que les hacía sentir escalofríos de profundo respeto en la espalda, nadie sospechaba lo poco que tenía que ver el insólito fenómeno del pulso con la auténtica enfermedad del Emperador. Su pulso era una anomalía médica y me sentí orgulloso de poder mostrársela a mi alumno.
—Emperador —dije al cabo, dirigiéndome a Cómodo para regresar a mis obligaciones—, antes de volver a emprender una agotadora marcha bajo el sol ardiente, cantar, bailar y envolveros en una niebla de incienso, deberíais tomar un buen desayuno. —Dicho esto, me levanté—. Mucha agua fresca, friegas tibias de vinagre y comidas suaves pero alimenticias, si os es posible, en las horas siguientes. Según muestra la experiencia, lo mejor es tomar enseguida un alimento dulce. Ni sangrías, ni baños de vapor. Ah, sí —-agregué, y avanzando rápidamente entre los sacerdotes que se habían reunido, descorrí los cortinajes impregnados de perfume que seguían oscureciendo las ventanas—. Y aire fresco.
Un solo sistro protestó y enmudeció con timidez.
—Eso también me lo han dicho mis médicos personales —protestó Cómodo, sobre el diván.
La voz infantil y llorona seguía siendo la misma de antaño, en el campamento, aunque ahora contrastaba de forma extraña con el maquillaje, la papada incipiente y las ojeras del Emperador.
—Eso sólo muestra que tenéis médicos buenos, Emperador. Escuchadlos.
No sé qué me hizo adoptar ese tono desenvuelto que a todas luces hizo que a los presentes se les congelara la sangre de espanto. Clavaron en mí su mirada como el que observa desde una ventana cómo el niño del edificio de enfrente se sube a un balcón inseguro sin que nadie pueda evitarlo. Sólo se puede mirar y esperar a que caiga. Así esperaban los sirvientes de Cómodo, y yo no me di cuenta de nada. ¿Acaso tuvo la culpa el entusiasmo que me había provocado la fantástica actuación de Fausto, tal vez fue el hecho de que no podía tomarme en serio todo aquel oropel egipcio que nos rodeaba como en un escenario teatral, o fue porque para mí Cómodo seguía siendo el jovencito al que conocía de los días de la guerra de Germania y frente al cual no podía dejar de utilizar el tono de un tío? De nada sirve preguntarse hoy de dónde saqué el valor. Probablemente no fue valor, sino puro desconocimiento y una estupidez que fue castigada sin piedad.
La corte contenía el aliento, pero Cómodo, por puro capricho, me dejó continuar con mi conducta e interpretó a la perfección el papel del paciente infantil que recibe las reprimendas de su médico paternal. En cualquier caso, no me miraba mientras le dirigía esas advertencias. Sus ojos, unos ojos sorprendentemente claros en un semblante infantil y redondo, que normalmente estaba rodeado de bellos rizos pero que se había convertido en un monstruoso cráneo pelado, estuvieron todo el rato fijos en Fausto, que aguardaba en silencio. Sin embargo, yo estaba demasiado ocupado redactando mis prescripciones para darme cuenta de ello.
—Eso es todo —dije, al concluir de escribir la dicta recomendada.
Levanté la mirada y tendí una tabla de cera con las indicaciones. Nadie la cogió. Cómodo se incorporó de golpe y se inclinó por delante de mí hasta que su rostro quedó pegado al de mi hijo adoptivo. Inspiró el aroma de Fausto ostensiblemente, con brusquedad, gruñendo y ensanchando los orificios nasales. Después siguió contemplándolo impertérrito a los ojos.
Sólo había sido un breve instante, pero tan espantoso que por un momento preferí creer que me había confundido y que no había sucedido; que el semblante de Cómodo no había adoptado esa expresión animal, que no se había oído ese resoplido peligroso, imperioso y del todo inhumano. Cómodo volvió a sentarse, me sonrió y acarició, perdido en sus pensamientos, la máscara de Anubis de la mesilla. Se me puso la carne de gallina mientras miraba a aquel animal. Incluso después de haber salido a la luz de las ajetreadas calles, cuando ya llevábamos un largo tramo recorrido de vuelta a casa, me invadió de nuevo ese miedo húmedo e inexplicable para el que no había ningún motivo.
En la cocina, mientras cenábamos, Fausto no dejó de charlar entusiasmado con Aurelia, cuyo enfurruñamiento inicial por no haber participado en el acontecimiento desapareció enseguida. Ella también se puso a conversar animadamente. Marcelina le tiraba del vestido y renegaba porque no llevaba el pelo bien trenzado, como correspondía a una joven casta. Crates se llevaba a la boca las cucharadas de sopa en silencio y me miraba de vez en cuando mientras yo, en contra de mi costumbre, permanecía callado. ¿Había esperado ya que llamaran a la puerta?
Marcelina se levantó de mala gana a abrir y volvió con dos pretorianos que preguntaban por Fausto. Dijeron que el Emperador requería su consejo médico y su compañía. No, no aceptaron ningún reparo y no respondieron a ninguna pregunta, así que Fausto dejó la cuchara, desconcertado, se envolvió en su capa y, volviéndose hacia mí en actitud interrogativa, cogió su maletín antes de seguirlos. Los pretorianos se lo llevaron enseguida. Yo no supe qué decirle con los ojos antes de que saliera. No sabía cómo iba a enfrentarme después a las miradas estupefactas de mi familia, qué podría contestar a sus preguntas. ¡No sabía nada! Me callé, abochornado, lo que a mí ya me parecía seguro: que no volveríamos a verlo.
¡Maldita sea! Ah, de qué sirve golpear la mesa con el puño. Sólo se consigue derramar el buen vino, que fluye entre los platos y humedece los últimos pliegos de papel. Llamar a Marcelina no tiene sentido, pues Marcelina no está, se ha ido con los demás por orden mía, estoy solo en la casa. Tan solo como entonces, cuando tras horas y horas de interminable espera salí para atravesar la noche de Roma. Los vestíbulos de columnas del foro le confirieron a mis pasos solitarios un eco meditabundo. Esa vez entraría al palacio por la puerta principal. Doblé por la rampa para evitar encontrarme con el ruido nocturno de los proveedores frente a los pequeños establecimientos que rodeaban el Coliseo. Las estrellas relucían con burla en el cielo y yo me planté ante la entrada del distrito palaciego, donde la luz dorada de los faroles iluminaba la noche entera. Allí nunca había oscuridad. Durante un rato abrigué falsas esperanzas. Di mi nombre con paciencia, entré, seguí a un sirviente, espere, me acompañaron a otra sala, me apresuré tras los pasos resonantes de las sandalias a través de los vestíbulos altos y solitarios, y volví a encontrarme en los vacíos salones de recepciones, mirando las paredes.
Las miradas de los cortesanos imperiales parecían divertidas, sus comentarios descarados, su ánimo desenvuelto. Me dijeron que mi adlátere jamás había sido llamado a palacio, que jamás había estado allí, que seguramente estaría en alguna otra parte. Nadie sabía nada de él. También me dijeron que ya era sabido que ese tipo de gente acababa pasando la noche en los barrios del placer, que ya aparecería, que qué tenían ellos que ver con eso. Uno tomó una actitud suspicaz y dijo que llamaría por seguridad a los pretorianos. En cuanto el liberto sirio que no dejaba de abanicarse —la sexta persona con la que hablaba ya— pronunció esa misma amenaza y se marchó a toda prisa recogiéndose las vestimentas de seda, preferí hacer uso de la puerta que tenía enfrente.
Debo reconocer que me sorprendió la profundidad y la constancia de la tristeza de Aurelia por su compañero de juegos. Fue Marcelina la que me explicó lo que yo no había querido ver. En aquel momento sólo fui capaz de hacer una muda caricia en el hombro de mi hija, pues yo mismo estaba demasiado confuso y no conseguía imaginarme con claridad cuál podría haber sido el destino de Fausto. Jamás he hablado de ello, ni siquiera con Marcelina, nunca lo he mencionado siquiera. Me resultaba demasiado amargo hablar de la visión de Onos o de Brutia Crispina, tal como los había encontrado en los aposentos de Cómodo. Sin embargo, mi búsqueda infructuosa del desaparecido por toda Roma me llevó un día al vertedero, donde se vaciaban los carros de la basura del palacio y donde también acababan a veces sus esclavos muertos, y aquello me horrorizó.
Me tapé la nariz con un extremo del manto, paseé la mirada brevemente por las montañas de podredumbre iluminadas por el sol de esa tarde de mayo y, tras un par de rodeos torpes, me alejé de aquel espectáculo que me provocaba tan fuerte repugnancia para ir a ver a mi viejo amigo Endimión al Arena, donde estaba cenando.
—Tienes buen aspecto —mentí con poco entusiasmo.
Me senté en el banco. Endimión fue amable y sólo me correspondió con una mirada muda que expresaba lo mucho que debían de notarse en mi rostro las preocupaciones de los últimos días. Después volvió a bajar la cabeza y rebañó despacio y con cuidado la salsa que le quedaba en el plato con un trozo de pan de trigo. Lo miré un rato con paciencia, después fijé la vista en la hija del tabernero, que estaba en la barra y me daba la espalda, ocupada en cortar grandes rebanadas de pan para repartirlas en las cestitas de las mesas. Por encima de ella, en el estante de la pared, brillaban las olivas y las cebollas maceradas en sus tarros de cristal, y más arriba una pintura de Flora, de cuya cornucopia parecían caer todas esas delicias. Sólo que nada de aquello era para mí. La muchacha se limpió las manos en el mandil y colocó una cestita en la mesa de al lado sin ver mi mano alzada. Endimión seguía rebañando la salsa. Miré medio indignado el cogote reluciente de mi amigo.
—Mi alumno… —comencé a decir.
—Ya me he enterado —me interrumpió y, sin mirarme a los ojos, cogió otro pedazo de pan y se inclinó de nuevo hacia delante.
La camarera, al regresar, miró en la otra dirección. Endimión y yo estuvimos un rato callados.
—Si quieres un consejo médico en relación a esa calvicie incipiente que me enseñas con tanta insistencia —lo ataqué, al cabo—, dímelo.
Alcanzó enfadado su vaso y dio un trago.
Endimión por fin me miró a la cara. Sí, había envejecido, tenía bolsas en las ojeras y la piel fláccida y arrugada alrededor de la boca y los ojos. Con todo, lo que me afectó de verdad fue su mirada.
—Me gustaría enseñarte una cosa —dijo, simplemente, cogió la servilleta, se limpió con cuidado la boca, la dobló y la dejó en la mesa—. Si estás dispuesto a salir de tu valle de los bienaventurados durante una hora.
—¿Qué clase de tontería es ésa? —dije, rebelándome—. ¿El valle de los bienaventurados? ¡Cómo se te ocurre hablarme en semejante tono! Vengo hasta aquí para… Bueno, no tengo por qué soportar algo así, ¿sabes? Con toda la amistad…
Endimión dejó que siguiera renegando sin decirme una palabra. Dejó el cuchillo en el plato, se colocó bien las bocamangas de la túnica, pidió la cuenta, pagó y se dio la vuelta con toda tranquilidad. Sólo me preguntó con un gesto del mentón si estaba listo. Yo guardé silencio y salí del local tras él para ir a la escuela de gladiadores.
—¿Lo ves? —Masculló poco después.
Y lo vi. De pronto comprendí el porqué de la expresión de la mirada de mi amigo y también mi propia intranquilidad, esa que me había llevado hasta allí por las calles de la urbis.
Era una noche como tantas otras hermosas noches que habíamos vivido allí. La luz de las antorchas iluminaba el pequeño ruedo enrejado de la pista de arena y titilaba en un cielo crepuscular cubierto de nubes de color melocotón, en el que las últimas palomas planeaban hacia sus nidos con sombras violáceas bajo las alas. En el edificio del otro lado de la pista, los pájaros cantaban sus nanas, en el patio se despedían las últimas voces de los esclavos que regresaban a sus cuartos:
Endimión y yo estábamos solos, solos con las figuras umbrías que se perfilaban inmóviles sobre las gradas y cuyo uniforme las identificaba como soldados de la guardia pretoriana, solos con los tres gigantes armados que, inmóviles y con los brazos cruzados, bloqueaban las salidas de la arena de entrenamiento, y solos con los dos luchadores que se movían al acecho uno alrededor del otro. Nosotros nos ocultamos en un cobertizo de madera al que iban a parar los desechos médicos, que no estaba iluminado y pasaba desapercibido, apretados uno contra el otro e inclinados con incomodidad para mirar a través de la estrecha rendija de las esteras de cañas que habían colocado para tapar todas las ventanas.
Cómodo —tocado con un casco de bronce cuya visera reproducía el rostro del victorioso Hércules, aunque lo reconocí de inmediato—, giraba lentamente en torno a su adversario. La luz de las antorchas hacía que aparecieran rasgos demoníacos en ese rostro modelado en metal, cuya sonrisa congelada me hipnotizó incluso a mí, que estaba lejos. Su torso desnudo estaba cubierto de aceite, llevaba una piel de león sobre los hombros. Su contrincante tenía sólo su espada y el semblante concentrado de un niño que está haciendo algo que sabe que se le da muy bien. Su expresión no mostraba el espanto que me había invadido a mí al ver la silenciosa máscara, ni el presentimiento de la muerte inminente, sino sólo esfuerzo, afán y tal vez una extraña incredulidad, así como una inseguridad que como gladiador había aprendido a desoír. Cada uno de sus movimientos era ágil, exacto, realizado con total elegancia y precisión. Respondía con economía y seguridad a las artimañas del de la melena de león. Un bello bailarín con una fiera. Entonces se entrechocaron las espadas y lo oí: un golpe seco.
—Les da armas de madera —gruñó Endimión en voz muy baja—. Sólo a ellos, claro está.
—¿Qué…? —empecé a preguntar, pero me tapó la boca con la mano.
—Ése de ahí es Laeto —susurró, y estoy seguro de que lo dijo llorando.
Seguimos contemplando la lucha. El cuerpo broncíneo evitaba con agilidad al león torpe, y a veces los dos controladores mudos empujaban hacia el centro al gladiador cuando se alejaba demasiado hacia la oscuridad. El brazo que sostenía la espada inútil se alzó una y otra vez, sus piernas danzaron hasta que ya no le quedó escapatoria. Al final los contrincantes quedaron entrelazados como una pareja de amantes, Cómodo tras Laeto, con la espada en la garganta del gladiador. Entonces deslizó por ella el filo del arma.
Vi cómo el Emperador acariciaba imperceptiblemente el cuello del joven derrumbado, lo lamía con la lengua y luego le hincaba los dientes… ¡No! Intenté seguir mirando aquel espantoso acto de amor anegado en sangre, pero no sé si lo conseguí. A veces veo aún esas piernas temblorosas que brillaban en la luz de las antorchas, el cuerpo que caía, que ya no era hermoso, ya no era un bailarín, sino un pedazo de carne sobre el que clavaba sus garras chorreantes aquella bestia, que aulló al cielo nocturno con la boca ensangrentada. Sólo sé con seguridad que Laeto no emitió un solo grito.
—¿Lo ves ahora? —preguntó Endimión con la voz quebrada.
Asentí, enmudecido por su mano, que asió mi hombro en petición de ayuda.
Al cabo de un rato nos atrevimos a salir a tientas del cobertizo. Ninguno de los dos dijo una palabra hasta que vi la litera. Estaba al otro lado del edificio, bien oculta en un patio cerca de las salas de terapia. El viento nocturno hizo volar esos cortinajes que yo tan bien conocía. En su interior brillaba una luz. Tuve la total certeza de haber encontrado lo que buscaba.
—Endimión. —Me volví hacia él con las piernas que todavía me temblaban—. ¿Por qué está ella aquí?
Se encogió de hombros y sonrió con acritud.
—Está aquí porque éste es el lugar para todos los que aman el peligro, ¿no? —Con un gesto desestimó sus propias palabras—. Está aquí porque todos creen que no hace otra cosa que lo que hacía su madre antes que ella. O su hermano, hoy en día. Un pasatiempo inofensivo en un mundo que está acostumbrado a ello.
«Y mucho más inofensivo —pensé— que al que se entrega probablemente en realidad.» Bueno, Lucila no había perdido el tiempo. «Endimión —habría deseado preguntar—, pero yo, ¿por qué estoy yo aquí?». Sin embargo, en el fondo eso ya lo sabía. Por eso me acerqué, descorrí las cortinas y subí a la litera.
Ella me miró, los ojos violetas tan tenaces como siempre, esos rizos plateados a la luz de la lámpara, que se enroscaban tan rebeldes como su espíritu indómito. Qué hermosa era aún. Todas las líneas alrededor de su boca, que contemplé con cariño, irradiaban fuerza, cada nueva flaccidez de sus rasgos estaba repleta de vida, y el blanco trémulo de sus hombros invitaba a mirarlos interminablemente.
—¿Lo has visto? —me preguntó Lucila.
—Te he visto a ti —respondí, y alcé la mano.
Tardé una eternidad exquisitamente larga en tocarla, momentos vertiginosos en los que nos acercamos el uno al otro, sin saber todavía si el magnetismo que sentíamos vibrar en las yemas de los dedos era esa clase de atracción irresistible o si, por el contrario, poco antes de llegar al objetivo se haría perceptible la energía de ese poder separador y el contacto —ese momento nuevo, único, imaginado, añorado, apenas creíble, trepidante— sería de hecho imposible. Hasta que sucedió. Y saltaron chispas. Perdí la noción del tiempo. No fue hasta mucho después cuando mis pensamientos despertaron de nuevo como entre soles giratorios, estrellas fugaces y una niebla espesa. Y pensé: «Qué extraño que después de tantos años pueda haber otra primera vez entre dos que ya lo han hecho todo juntos». Y qué asombroso que fuese Lucila con quien sucediera esa maravilla. Mi Lucila.
Pocos días después, en la villa de Lucila, una mañana recuperé de pronto el juicio. Contemplé el día que empezaba con toda su luz, los olivos susurrantes ante la ventana, los alegres rayos del sol sobre el suelo y la belleza de todo el panorama. Busqué en mi memoria las horas pasadas para deleitarme en ellas. Sin embargo, no pude evitar recordar a Aurelia, a Fausto, a Marcelina, a Crates, a mi familia y a mis alumnos. Y pensé de pronto en Cómodo. Y en Laeto. Había demasiadas sombras invisibles como para pasar una mañana inocente en la cama.
Con un suspiro involuntario me dejé caer de nuevo sobre la sábana.
—No, los he olvidado a todos —declaré en voz alta y resuelta en la habitación vacía—. Olvidados, olvidados, olvidados.
Pero, naturalmente, no era así. Y tampoco los había olvidado Lucila.
—Buenos días, amor mío.
Me abrazó, húmeda aún del baño, y me dio un beso. Fueron las palabras más distantes que había oído de sus labios desde nuestro reencuentro, y supe que había llegado el momento. Ella también lo sabía, y esa certeza le ponía la carne de gallina en todo su cuerpo desnudo, blanco y maravilloso, que amé una vez más hasta el agotamiento en la luz de la mañana.
—Ahora tengo que ir otra vez a bañarme —dijo Lucila después, entre suspiros, cansada y satisfecha.
Reseguí con los dedos las perfectas líneas de su cuerpo, cubierto por perlas de sudor.
—Por mí no —murmuré junto a sus carnes.
—Por ti, sí, ¿o quieres que me siente a desayunar contigo así?
Me obligó a recostarme con un gesto alegre y se levantó de un salto.
¡El desayuno! Deseé que no llegara nunca.
—¿Por qué no esperamos al almuerzo? —propuse.
Se echó a reír.
—¿Es un consejo médico? —Ya se había puesto una túnica de seda—. Pero es que tengo hambre.
—Qué práctica eres —me lamenté.
Eso significaba que había que empezar el día. ¿No podíamos ser felices sin más? «No», anunció un coro repentino de voces ausentes. Y Lucila era su solista.
Su rostro emergió de una nube de seda de color turquesa.
—Sí, sí que lo soy —declaró, seria de pronto—. Lo soy, y mucho. —Hizo una pausa—. Tengo que hablar contigo, Claudio.
Oh, sí, ya lo sabía. Y yo sabía que tenía que escucharla, a pesar de que nada me hubiese gustado más evitar. A pesar de que no quería más que tenerla entre mis brazos hasta el fin de los tiempos. Lo único que podía hacer era resistirme un poco y obligarla a que me explicara palabra por palabra lo que ya sabía con toda claridad: por qué estábamos allí los dos y qué teníamos que hacer.
Lucila se recostó contra mi espalda y empezó su relato. Me habló de todo lo que yo, que no había regresado más al palacio, sólo había sabido por un instante breve y desconcertante: la grotesca obscenidad de Onos, la marioneta sin voluntad que era Brutia, la muerte de Laeto, el vacío que había dejado la desaparición de Fausto en mi hogar. O lo que había percibido al vuelo en los foros, como un aroma salvaje. Todo eso también lo había contemplado ella, más de cerca y durante más tiempo.
No me ahorró ningún detalle, ningún pormenor, ni siquiera el miedo que ella misma, su hermana, sentía por su vida cada día en esa corte presa de la locura. Nadie que fuera invitado a la mesa de Cómodo sabía si volvería a levantarse con vida después de haber comido. La acerqué a mí con impotencia, la estreché hasta hacerle daño y la escuché atormentado. Pero ¿acaso no sabía ya todo eso?
—Hay algunos senadores que son de la misma opinión que yo —dijo, al final—. Hay que detenerlo por el bien del Imperio, para seguir adelante.
—¿Tu marido no está entre ellos? —pregunté.
Resopló.
—¡Mi marido! No. Pero sí su sobrino, Ummidio Cuadrato. Y Tarrutenio Paterno.
—¿El prefecto de la guardia pretoriana? —pregunté con incredulidad.
—¡Claudio!
Tomó mi rostro en sus manos. Pensé con tristeza que el mío ya no era un rostro joven, no era un semblante bello y heroico como tal vez lo fuera en su día. En él se debía reflejar el miedo. Y la edad. De pronto dejé de estar seguro de lo que veía Lucila en mi cara. Le cogí las manos con fuerza entre las mías y me mantuve firme.
—Claudio —repitió su súplica—. Tienes que creerme.
—Creo a estos ojos —murmuré, a modo de evasiva, y los cerré uno a uno con mis labios—. Creo a esta boca —proseguí con delirio, y la besé como famélico—. Creo —añadí y, mientras se resistía, así su cabeza con fuerza—, a esta frente perfecta y maravillosa…
No quería dejar de besarla una y otra vez, pero se zafó de mi abrazo.
—Claudio, ¿crees entonces en lo que hay detrás de mis palabras?
Oh, ¿por qué tenía que haber algo detrás? ¿Por qué no podía existir sólo esa mañana y las noches anteriores?
—Ese pasatiempo tuyo es muy peligroso. —Me esforcé por conseguir el mismo tono de ligera ironía que antaño, y agregué una última puntilla desesperada—: El de asesinar emperadores. Algo así se puede convertir en una costumbre antes de que te des cuenta.
—¡Claudio!
No dijo más y yo guardé silencio.
—Quiero presentarte a alguien —dijo al cabo de un rato.
Y se marchó.
—¡Lucila!
Alargué los brazos tras ella, su calidez aún permanecía junto a mí entre los cojines. Me apresuré a taparme al menos con la túnica en cuanto oí que se acercaban unos pasos.
—Claudio Galeno —entonó Lucila con una formalidad ridícula mientras yo estrujaba a mi espalda como podía la sábana empapada en sudor, que sólo delataba lo que había tenido lugar allí unos instantes antes—, ¿puedo presentarte a tu compañero de profesión, Poseidipo?
Contemplé al hombre grueso, de cara redonda y seria que se aproximaba a mí.
—Ya nos conocemos —dijo él sucintamente, y se inclinó un poco.
Me levanté con ímpetu. Claro que lo conocía, desde un día en que la lluvia invernal de Altinum me goteaba del pelo y ante mí tenía a un emperador fallecido.
—¿Qué pasa aquí, pequeña, quieres acabar contigo? —pregunté con sarcasmo, y abracé a Lucila como si fuera su dueño—. O ¿acaso no es tu médico personal?
Entraron unos sirvientes con una bandeja de madera, cargada con un abundante desayuno oriental, que dispusieron sobre un bastidor que ya había en la habitación. Poseidipo sonrió imperturbable y con cierta tristeza, pero no respondió. Yo, por el contrario, me alegré de encontrar a alguien que era merecedor de toda mi ira impotente, y me negué a dejarlo marchar sin más.
—Claro que nos conocemos, de Altinum —proseguí de forma agresiva—, donde eras el confidente de un emperador desdichado que ha de agradecerte su muerte prematura.
—Sí que era el confidente de un emperador —se dignó contestar al fin Poseidipo, mientras cogía un trozo de la torta de especias aún humeante que le tendía Lucila—. Pero ¿murió prematuramente? —Balanceó dubitativo su cráneo redondo y casi rapado, y me miró fijamente—. Tú conocías la salud de Marco Aurelio sin duda tan bien como yo. Decide pues si su muerte se produjo tal vez dos años antes de tiempo.
—¿Marco Aurelio? —espeté—. No te burles, sabes perfectamente que estamos hablando de…
—¡Mi padre, sí! —terminó de decir Lucila—. Poseidipo era entonces el médico personal de mi padre, no el de Lucio Vero. Y era su confidente.
Contemplé atónito al pequeño griego, que asentía con preocupación.
—Así es —corroboró—. Por desgracia, así es. Y eso es también lo que mi señora me pide hoy que te comunique, pese a que entonces tuve que jurar no desvelárselo a nadie. Sin embargo, mi señor ya está muerto y tal vez aún pueda salir algún bien de ello.
—Algún bien —bufé—. ¿Del odio y de la calumnia?
Lucila dejó escapar un suspiro de desesperación, pero Poseidipo sonreía.
—Mi señor no te describió mal. Seguramente te conocía mejor que nadie.
Esa frase me agradó tan poco como el semblante entre paternal y afable del viejo médico. Sin embargo, lo seguí escuchando.
—En aquel entonces no contaba con tu llegada, a pesar de que te había hecho llamar; era un amo indulgente. Además, con sinceridad, no te tomaba por un hombre capaz de soportar los rigores del campamento. —Lucila me cogió de la mano de forma instintiva para contenerme—. No como él, que soportaba todo lo que era necesario —continuó Poseidipo, imperturbable—. Sin embargo, cuando los mensajeros anunciaron tu llegada, todo tuvo que hacerse rápido. Él sabía que reconocerías de inmediato los síntomas del envenenamiento. Así que me llamó…
—¡Cómo te atreves! —exclamé al tiempo que me ponía en pie de un salto.
Poseidipo y Lucila intentaron en vano evitar que las albóndigas de garbanzo cayeran al suelo. Con disculpas por una y otra parte, el médico recogió los panecillos del regazo de Lucila. Yo seguía en pie, enfadado. Cuando hubo terminado, Poseidipo volvió a mirarme con calma. Su voz sonó algo más categórica.
—Vero se había opuesto a la única estrategia sensata en una guerra que podía significar el fin del Imperio romano. Y los oficiales lo adoraban por su carácter jovial y porque era un buen jinete. —«Así son las personas», significaba seguramente el chasquido compasivo con que remató esas palabras—. Marco Aurelio tenía que proteger a todos los demás contra él.
Yo no lo comprendía.
—¿Estás diciendo que el emperador más noble y el mejor que haya vivido jamás ordenó asesinar a su propio hermano?
Poseidipo asintió con la cabeza.
—Para decírtelo estoy hoy aquí, a petición de Lucila. —Hizo un gesto en dirección a su señora—. Ella sabrá de qué sirve que rompa mi silencio.
Volví a incorporarme, lleno de cólera.
—¿Cómo te atreves a arrojar suciedad sobre ese hombre que, que…?
No encontraba palabras.
Sin embargo, Poseidipo se puso entonces en pie, e irguió con dignidad su pequeña figura.
—Yo amaba a mi señor —explicó con sequedad—. Y lo obedecí. —Volvió a sonreír con esa sonrisa triste mientras miraba mi rostro, pálido de indignación—. Lo quería porque lo conocía. Eso es tal vez más de lo que puedes decir tú. El Emperador me hablaba a menudo de ti cuando estábamos a solas, también al final, en Sirmium. Te tenía en gran estima. No, no, ahora no resoples con ira —dijo para calmarme—. Le gustabas con todos tus defectos. A veces le hacías reír y a veces le hacías meditar. «Este Claudio», me dijo una vez, «es un hombre extraño. Como médico no ve más que los hechos que tiene ante sí, pero como hombre su mirada no es ni mucho menos tan clara. Siempre busca, sí, ¿tal vez un ideal?»
Poseidipo me contempló con la cabeza ladeada y una benevolencia insoportable.
—«Así sé, por ejemplo», prosiguió entonces mi señor, «sé que me venera sin lugar a dudas y que me es tan leal como yo deseo, pero seguramente sólo porque ama algo…»
—«Que no existe» —terminé su frase con él.
¿Dónde había oído ya esas mismas palabras? Si habían llegado desde un tiempo tan lejano, tendría que hacerlas grabar sobre mi lápida. Me miré los pies con amargura. Cuando alcé de nuevo la vista, Poseidipo ya se había marchado.
Lucila me abrazó con fuerza por la espalda.
—Claudio —susurró con súplica—. Mírame. Contempla el mundo tal como es. Y ayúdame a hacer lo que es necesario.
Cuando al fin regresé a casa esa tarde, me fijé en los rostros mudos y asustados de mi familia. Durante un momento creí ver reflejado en ellos mi propio apuro y me pregunté si lo sabrían. Sin embargo, después comprendí con claridad que yo había sido el segundo miembro de nuestro hogar que había desaparecido en circunstancias extrañas en poco tiempo. Calculé con rapidez cuánto tiempo había estado fuera. ¿Dos, tres noches? Los pobres debían de haber enfermado de preocupación. Aurelia se me echó al cuello al instante, Marcelina sólo me miró sin decir palabra y se volvió con rapidez para vigilar la comida que enseguida me puso sobre la mesa con una solicitud desacostumbrada. Crates, que llegó poco después cojeando a toda prisa, avisado por los hijos del vecino, intentó hacer desaparecer tras la escoba del rincón, sin que yo lo viera, algo que me pareció una espada corta. El pobre loco había salido con un arma a recorrer la ciudad en mi busca, ¡cuando a todo ciudadano le estaba prohibido ir armado, bajo pena de recibir un castigo! El hecho de que Marcelina no lo reprendiera por esa tontería, sino que se limitara a servirle la sopa sin decir nada y le diera un masaje en los hombros, decía mucho de la situación. Cargado de mala conciencia y confuso por un sinfín de pensamientos contradictorios, me comí a cucharadas la cena sin dejar de apretar los dedos de Aurelia entre los míos una y otra vez.
—Me hace bien estar aquí otra vez —dije.
Para qué destruir esa bella estampa con excusas. Al cabo de un rato empujé el plato hacia delante.
—No os enfadéis conmigo, pero debo estar solo un rato.
Eso no era mentira. Tenía mucho que reflexionar.
Esa noche estuve sentado en la cocina mirando al fuego. Marcelina y Crates, que no habían malgastado una palabra al oír mi deseo, se habían ido a su reunión cristiana, y Aurelia pasaría la noche en la casa de al lado, con la hija de Mundo. Las llamas se reflejaban en mi vino y yo no dejaba de mirar el familiar vaso como si lo viera por primera vez. Allí estaban las cazuelas, colgadas en la pared, la cabeza de ajos sobre la pila, la tabla de madera con los platos vidriados. Todo estaba como siempre y, no obstante, parecía que hacía años que no lo veía, parecía nuevo y desconocido. El mundo tal como era. Di un trago. «Es lo necesario», pensé con renuencia. El vino sabía agrio. El asunto que planeaba Lucila era peligroso. Siempre era peligroso asesinar a un emperador.
También pensé largo rato sobre las palabras de Poseidipo. ¿Qué me había relatado? ¿Hábiles trampas dispuestas por un intrigante para cazar a un bobo como yo? ¿O la verdad sobre Marco Aurelio, mi Emperador, al que aún veía en Panonia, encorvado sobre sus papeles, anotando sus queridas reflexiones, tosiendo y con las mejillas encendidas por la fiebre? ¿Había fingido? ¿Era un asesino? ¿Acaso me mentían despiadadamente los dos, Lucila y Poseidipo, para conseguir sus fines? Y ¿qué significaba eso para mí? Aurelia entró una última vez dando saltitos y me dio un beso en la sien. Me dijo no sé qué, revolvió por ahí, se había dejado algo que quería llevarse. La cogí de las manos con fuerza y la acerqué hacia mí.
—Pequeña mía —dije, y me arrepentí en cuanto vi sus ojos, de repente serios e interrogantes.
¿Que derecho tenía yo a involucrar a esa niña? Sin embargo, proseguí con vacilación:
—No puedo devolverte a tu Fausto.
Me volvió a besar enseguida.
—No es culpa tuya, papá —me dijo para consolarme—, Marcelina también lo sabe. —E intentó liberar sus manos—. Aún intento…
—Pero —proseguí yo sin hacerle caso— ¿qué pasaría si… si…? —No encontraba las palabras—. Si yo pudiera hacer algo —pronuncié al cabo, con cautela—. Algo…
Volví a guardar silencio y le solté las manos. No, era un asunto demasiado peligroso para una niña, no debía saberlo siquiera.
Aurelia se levantó de un salto y me abrazó para despedirse.
—Te quiero mucho, papá.
Y se fue.
Así eran las mujeres, unas esfinges. Y yo me quedé allí sentado con una decisión pendiente. Despacio, muy despacio creció en mí el miedo, como un Fénix que batía sus alas. Ya no podía quedarme más tiempo quieto. Me levanté con gran exaltación, caminé un par de veces con impotencia entre el fuego y la pila, y al final, con el corazón palpitante, le di a esa exaltación el nombre de decisión. Con ambas manos sobre el pecho intenté contener el miedo que me subía desde el estómago.
Esa exaltación me devoraba, me recorría por dentro, y no dejó de hacerlo durante todo el rato que viajé en la litera esperando ver aparecer el tejado rojo de la villa de Lucila tras los árboles de la vía Nomentana. Al pasar por delante del campamento de los pretorianos, me pareció que allí reinaba un tumulto, pero no le presté atención. Lo haría, eso me aseguraba una y otra vez a mí mismo, lo haría. Maldita sea, qué lentos eran aquellos porteadores, qué despacio pasaban los cipreses. Allí estaba, sólo teníamos que acercarnos más. ¡Al menos conté unos mil pasos hasta que llegamos a nuestro destino!
Una eternidad después me encontré ante su casa.
—¡Lucila!
La exaltación me hacía gritar, entré con pasos presurosos. De pronto sentí un espanto enorme al encontrarme con uno de los temidos pretorianos de Cómodo. Normalmente, el miedo me habría dejado sin fuerza en las extremidades, pero la exaltación me salvó. Nada podía hacerme temblar, y si tiritaba era debido a una emoción insoportable.
—¡Lucila!
Esta vez fue un grito de batalla. Le planté los dos puños en la cara al sorprendido pretoriano y le arrebaté la espada. Con otro grito alcé el arma, pero ya no era necesario; tal como había aprendido en la escuela de gladiadores, mi puñetazo había acertado en el puente de la nariz, que al romperse se había hincado en el cerebro y el hombre yacía muerto.
Agarré la espada con ambas manos, y haciendo una mueca de dolor, puesto que me había herido la mano izquierda al golpear al pretoriano, me adentré con cautela en la casa. En la escalera me encontré al siguiente, y Endimión se habría sentido orgulloso de mí. El revuelo de voces del piso superior me hizo saber que Lucila ya no me haría el favor de salir a recibirme sola. Empuñé con decisión la espada y subí hacia allí. Había tomado una decisión, ya no me echaría hacia atrás.
—¡Claudio!
Apenas fue un susurro. Una mano salida de la siguiente puerta tiró de mí, un par de labios se cerraron sobre los míos.
—Sabes a sangre.
—No es mía. Aaah —me quejé cuando me cogió de la mano.
Debía de haberme roto el metacarpo. Le mostré mi herida y le murmuré una rauda explicación. A nuestro lado, un gigante nubio atrancaba ya la puerta por la que había entrado arrastrando toda clase de mobiliario. Los pretorianos no tardarían mucho en deshacerse de todo eso en cuanto nos hubieran encontrado.
—Claudio, no ha sido buena idea.
—Ay —protesté mientras me palpaba la mano.
—Quédate quieto. Te ajusticiarán si te encuentran aquí.
—¿Y tú? —pregunté.
Se encogió de hombros, con diligencia.
—Tal vez me espere el destierro. Con un poco de suerte podré convencerlo de mi inocencia. Le gusto, ¿sabes?
Intenté agarrarla de los hombros, indignado, pero ella se zafó de mí y de un fuerte tirón apretó el vendaje con el que me envolvía la mano.
—Ya está.
—Aaah. Maldita sea, Lucila, eres una enfermera horrible.
Lucila se rió y me besó; fue un largo beso.
—Sabes que hay cosas que sé hacer mejor —susurró sobre mis labios—. Perdóname.
El mundo se vino abajo a mi alrededor.
Hoy creo que debió de ser el nubio el que me golpeó con algo en la cabeza a una señal de Lucila. Después seguramente me arrojó por la ventana. Fue en el hollado suelo arcilloso del patio interior donde recuperé la consciencia. El cielo estaba muy gris cuando abrí los ojos. Unas cornejas indignadas salieron volando en cuanto cayeron las primeras gotas de lluvia. De la ventana que había sobre mí manaba un humo negro y lento.
—¡Lucila! —exclamé.
Grité en vano. En aquella propiedad ya no quedaba ninguna persona ni ningún animal con vida. Sin dejar de gritar su nombre corrí en la lluvia que caía templada y busqué a Lucila bajo los cadáveres de los esclavos. A la casa no podía entrar, y ninguno de los que había dentro habría sobrevivido; las llamas brillantes lamían los techos, las gotas de lluvia siseaban sobre la madera caliente y caían revueltas con ceniza sobre mi piel.
Llamas, lodo y muertos, todo empezó a darme vueltas ante los ojos, en una danza de tristeza y desesperación. La cabeza me retumbaba a causa del golpe que había recibido y que hacía que lo viera todo borroso. Vomité tras la prensa de olivas y por fin me dispuse a emprender tambaleándome la larga marcha hacia Roma, hacia el Emperador y hacia Lucila, si es que aún vivía. Tenía que vivir.
Marcelina me dijo que unos transeúntes me encontraron bajo dos robles que custodiaban un antiguo sepulcro cerca de las puertas de la ciudad. Uno de ellos me reconoció como el médico que le había curado un absceso a su cuñado y se encargó de llevarme a casa.
¡Lucila! Ése era mi único pensamiento. ¿Cuánto tiempo debía de haber pasado inconsciente? Intenté ponerme de pie entre gemidos, pero Marcelina no hizo ningún caso de todos mis intentos de explicación. Cuando me deshice de ella, se alejó de mí y llamó a Crates. Los dos unieron sus fuerzas para transportarme y me ataron al lecho. Los maldije en nombre de todos los dioses que conocía. Grité hasta perder la voz.
Marcelina se sentó impertérrita en mi cama y esperó a que el agotamiento me dejara inerme. Entonces me limpió la sangre de las heridas de la cabeza y del hombro, que yo ni siquiera había notado, me sostuvo el barreño cuando devolví, me dejó caer gotas de agua sobre los labios para bajarme la fiebre. Sin embargo, no me permitió levantarme.
Cuando empecé a encontrarme mejor, me fue dosificando las malas nuevas junto con la sopa, poco a poco.
El joven pariente de Lucila, Ummidio Cuadrato, con su fogosidad juvenil, por lo visto no había podido esperar a que su tía hubiese conseguido involucrar al viejo médico de Pérgamo y conocedor de venenos. Al mediodía de ese día aciago se había abalanzado con una espada sobre el tirano cuando éste regresaba de una ceremonia de sacrificio. Por desgracia, en lugar de empujar la hoja como un buen operador y clavarla con decisión, debió de estar pensando en las palabras heroicas que pronunciaría, lo cual le dio a la guardia personal de Cómodo la oportunidad de desarmarlo. Lo interrogaron toda la tarde en el calabozo. Después, la facción leal de la guardia pretoriana salió con una lista de nombres, una lista de personas ilustres que comprendía a la mitad de la aristocracia de la ciudad y que tampoco dejaba fuera a la familia imperial. El nombre de Lucila debió de ser uno de los primeros en aparecer.
Yo miraba la cuchara de sopa que se acercaba cada vez más. Cerré la boca con terquedad. ¿Dónde podía estar Lucila?
Paterno, el todopoderoso prefecto de la guardia pretoriana con el que Lucila había llegado a un acuerdo, estaba muerto, según me informó Marcelina. Sin saber que el golpe había fracasado, había hecho asesinar a un efebo de Cómodo, llamado Saotero, en el parque del palacio. Durante la marcha triunfal de Cómodo tras su regreso de Germania, Saotero había ido montado en el carro de batalla detrás del Emperador y había sido besado y acariciado por el joven gobernante ante la mirada de toda Roma. Ese escándalo lo había hecho famoso. En otras circunstancias, su muerte habría sido una señal muy popular. De esta forma, no obstante, resultó ser una tontería que mostró que Paterno era mucho menos listo o prudente de lo que su cargo hacía suponer. Sea como fuere, el prefecto de la guardia pretoriana, no había sobrevivido a las consecuencias de su acción precipitada, como tampoco sobrevivieron su familia, sus esclavos, sus clientes, sus favoritos ni sus amigos.
También murieron muchos otros cuyos nombres aparecerán en los anales de la historia, no me cabe duda: el noble Velio Rufo, por ejemplo, el cónsul Egnatio Capito, Vitruvio Secundo, el digno director de la secretaría imperial. De la antigua familia de los Quintilios no sobrevivió ni uno solo a la persecución, que cayó sobre culpables e inocentes con la misma crueldad sádica. Dejó vacío el Senado, devastó las viejas villas, fue asolando los despachos de la administración. En algún momento oí que Cómodo en persona había hecho colgar a Brutia Crispina, su esposa de dieciséis años. El que la hubiera visto, como yo, sabía lo poco que podía tener ella que ver con una conjura política y qué clase de locura era la que se cernía sobre todos nosotros. Y la lista de nombres se hacía más larga con cada interrogatorio.
Mi nombre no se mencionó nunca. Valiente Lucila. Nunca volví a verla. Hoy me resulta posible ponerlo así por escrito, como si entonces me hubiese conformado, tranquilo y realista, con sencillez: nunca volví a verla. Ninguna de las veces que me presenté en el palacio logré dar con ella. Me decían que estaba indispuesta o que dormía, que había salido, que no quería recibirme. Lo intenté con mentiras, con sobornos y mediante mis contactos, pero todo fue en vano, el palacio era una fortaleza, un laberinto que sólo se abría para el que estaba invitado. Al mirar atrás, me sorprende la suerte que tuve al no haber sido prendido en ninguna de mis visitas con objeto de someterme a un interrogatorio.
Según me revelaron mis investigaciones en mi círculo de amistades e incluso entre los esclavos de palacio, nadie había vuelto a ver a Lucila en Roma. Nadie, aparte de los esbirros que la prendieron en sus aposentos y el propio Cómodo, que tras el golpe ya no hablaba con los mortales. Unos meses después se dijo que Lucila se había marchado al exilio, lo cual era tan cierto como irrevocable. Dos años más tarde, sus pies dejaron de tocar el suelo, tal cómo me comunicó Cómodo entre risitas.
Me lo explicó personalmente en una de mis visitas al palacio, puesto que, sí, así sucedió: ¡Cómodo me designó a mí, precisamente a mí, como su médico de confianza casi dos años después de esos acontecimientos!
Dos años después del infierno del primer exterminio, durante el cual yo, medio aturdido por el dolor de haber perdido a Lucila, apenas podía comprender por qué los días transcurrían sin que los esbirros llamaran a mi puerta, puesto que siempre temí que en uno de sus sótanos de tormento alguien pronunciara gimiendo mi nombre para salvarse del martirio. ¡Cuánto derecho tenían a hacerlo! Y lo cierto es que yo a veces deseaba que alguien lo hiciera de una vez por todas, que cualquier esclavo doméstico sin nombre me denunciase para liberarme así al fin de mi propio sufrimiento… Esos dos años habían pasado y yo me había tranquilizado, pero seguía firme en mi decisión, aunque aún no sabía cómo iba a llevarla a cabo. Lo único seguro era que debía suceder.
Cómodo había mandado a buscarme, asustado tal vez por la sombra amenazadora de un nuevo atentado contra su vida, quién sabe. Acudió corriendo a recibirme como un niño cuando me llevaron ante él, a mí, a un superviviente que sólo contaba con que lo apresaran. Me cogió la mano, la estrechó con calidez y me aseguró lo mucho que me apreciaba como amigo.
—Y necesito amigos, Claudio, los necesito más que nunca.
Su voz vibraba de emoción. Dejé resbalar la mirada sobre el mosaico de mármol del suelo e intenté recobrarme de la sorpresa. Sin embargo, Cómodo, plantado ante mí, me obligó a mirarlo a esos ojos claros. En esos ojos, por mucho que buscara, no encontraba nada malo. No obstante, apreté los dientes. Creía oír de nuevo el ansioso resuello con el que se había acercado una vez a Fausto; el mordisco en la nuca de Laeto, la sonrisa pérfida con la que había condenado a Lucila. Y ese monstruo me estaba sonriendo con timidez.
En ese momento se parecía a su tío, Vero, con el que compartía la predilección por los rizos cubiertos de polvo de oro. Los suyos le habían vuelto a crecer, tras haberse rapado la cabeza en honor a Isis, y los llevaba cargados de ese caro brillo. A mí me parecía tener delante a un necio, un joven vanidoso, tal vez salvaje y consentido pero bueno en el fondo, como sin duda se asegurarían unos a otros sus indulgentes maestros, y con un encanto considerable. No, pensé con acritud que en su rostro no se veía nada de aquello, tampoco estaba escrito en sus ojos. Podría abrirlo con el escalpelo hasta llegar a los huesos, capa a capa, y no encontraría una sola prueba de lo que era Cómodo.
—Sé lo leal que le fuiste a mi padre.
—Sin duda.
Yo ya no era capaz de ningún sentimiento.
Entonces se abrió la puerta y entró una mujer cuyos bucles rojizos le rodeaban el rostro ancho y afable. Cómodo sonrió con alegría, su carita de muchacho se iluminó aún más y echó el brazo alrededor de la cintura nada insignificante de la muchacha.
—Ésta es mi Marcia —me comunicó con orgullo de propietario—. Y tú… —tosió un poco y me pidió que lo auscultara ante la preocupada mirada de su compañera—. Y tú —prosiguió poco después, mientras yo tenía la oreja pegada a su espalda—, tú tienes a una Marcelina.
Soltó unas risillas, la idea parecía divertirle.
Llevé a cabo mi cometido con mano temblorosa y le dije que se estuviera quieto. Cuando hube terminado, dos esclavos se apresuraron a arreglarle la vestimenta y Marcia, a sus pies, recostó la cabeza contra su rodilla. Una estampa de felicidad.
—He tomado la decisión —declaró Cómodo con patetismo— de empezar una nueva vida, en cuanto haya acabado todo el trabajo sucio. —Me miró exigiéndome aprobación—. Mi padre tenía toda la razón, es trágico todo lo que un gobernante tiene que cargar sobre los hombros.
Marcia le acarició la mejilla con compasión.
—Sin embargo, todo acabará bien. Me he decidido a cambiarle el nombre a Roma en cuanto esté depurada. Se llamará… —Hizo una pausa teatral antes de terminar—: Colonia Comodiana.
Marcia aplaudió entusiasmada. Yo me forcé a desplegar una sonrisa comedida.
—También los meses se llamarán de otro modo en el futuro. Diciembre, por ejemplo… —prosiguió, meditabundo, y se detuvo mientras acudía a su mente una nueva inspiración—. ¡Exacto! —exclamó entonces exaltado—. Diciembre le deberá su nombre a mi pequeña amazona de aquí: Amazonio.
—¡Ay, querido mío!
Marcia lo recompensó con un tímido besito.
—Mi Marcia, además —dijo él, envalentonado, acariciándole el vientre—, pronto dará a luz un hijo. Un hombre —prosiguió en voz más alta, adoptando un tono magistral— tiene que formar una familia. Eso hace de él una persona por completo nueva. Por eso me gusta tanto estar rodeado de padres de familia. ¿Verdad, Claudio? —Me miró y la actitud de maestro se esfumó al dirigirme una sonrisa misteriosa—. Se puede confiar en ellos. Es muy conveniente estar rodeado de hombres que aman a sus hijos.
Recuerdo la ira fría con la que correspondí entonces a la sonrisa de Cómodo. Me contempló largamente. Después mencionó la muerte de Lucila en una frase que empezó por: «Ah, por cierto…», pronunciada mientras se acercaba de nuevo a Marcia. Y yo seguí sonriendo mientras guardaba mi instrumental, con una sonrisa dura, fija, satisfecha, inquebrantable. Oh, sí, había entendido todo lo que Cómodo había querido comunicarme, pero ya no tenía ningún miedo, al contrario, en ese momento supe con total certeza que encontraría la manera de conseguir mi objetivo. Tal vez no enseguida, no al día siguiente, pero Cómodo moriría como lo había querido Lucila, a pesar de sus amenazas a mi familia. Y Aurelia viviría.
—Piensa en tu dieta —le advertí antes de marcharme—. A partir de ahora nada de pan blanco ni abundantes pasteles de huevo y nata. Ah, antes de que se me olvide, ¿cómo vas de vientre?
Con una amable sonrisa saqué el estilete y la hoja de anotaciones.
Conmigo, Cómodo estaba en las mejores manos. Cuidé de su constitución y la mejoré tanto como él mismo podía desear, lo cual no resultó una tarea sencilla teniendo en cuenta la vida disoluta que llevaba. Bebía demasiado, comía demasiado, asesinaba demasiado como para poder disfrutar de buena salud. Sin embargo, yo estaba decidido a no perder el control sobre su cuerpo, puesto que de ello dependía el futuro de mi familia. Despacio y con cautela bailé con él esa danza de la muerte. Cuando Cómodo arremetiera, Aurelia y los míos tendrían que encontrarse ya fuera de su alcance, a pesar del arresto domiciliario al que casi nos tenían sometidos. O, si no, no debía recaer sobre mí ni la sombra de una sospecha. De todos modos, dudaba de que Cómodo y su camarilla, en caso de duda, se preocuparan de buscar motivos, indicios ni pruebas siquiera antes de cortarme la cabeza. Su muerte sería la mía, y la de Aurelia, así de sencillo era el pacto que me había obligado a aceptar.
Fue un pacto más duradero que muchos otros de ese tipo en la corte imperial. Sí, duró años.
A Tigidio Perennis, por ejemplo, el sucesor de Paterno como prefecto de la guardia pretoriana, Cómodo le ofreció quedarse en palacio y gobernar mientras él realizaba allí sus jueguecitos sádicos sin que nadie lo molestara, sin tener que preocuparse ya más por los aburridos detalles del gobierno del Imperio. Tigidio, a cambio, como autócrata, podría poner sus ávidas manos sobre todo lo que prometiera ganancias. Aquél fue un acuerdo limpio que funcionó a las mil maravillas, hasta que un día una furibunda tropa de oficiales llegados de Britania exigió audiencia para protestar por los meses de retraso en el pago de las soldadas.
Cómodo, que en esos momentos estaba ejercitándose en la arena, interrumpió brevemente su entrenamiento, se enjugó con un paño el sudor de la cara, se quitó de la cabeza la piel de león y miró con la frente arrugada por la irritación a esos extraños uniformados que se habían presentado ante él. No sé si fue asombro lo que sintió al tener ante sí a unos hombres que no pertenecían a su círculo, hombres que no se arrastraban ante él ni lo lisonjeaban, sino que le expresaron sin rodeos sus sentimientos, una experiencia que Cómodo no vivía a menudo y que lo aterraba.
¿O fue miedo incluso lo que lo invadió allí, medio desnudo y disfrazado de Hércules, ante esos soldados con sus armaduras? El miedo infantil del cobarde que conoce sus crímenes. Tal vez fuera tan sólo un arrebato, una desazón momentánea e irreflexiva, o algo así como una pueril alegría frente a la posibilidad de poder vengarse de alguien que lo había importunado. En cualquier caso, señaló con el dedo estirado al palco donde Perennis, junto con otros dignatarios, y yo entre ellos, llevaba horas contemplando los ejercicios del Emperador, que en esencia consistían en partirles el cráneo con una maza desde un podio a los enfermos mentales que le habían recogido de las calles de Roma para que fueran sus contrincantes en el entrenamiento.
—Señores míos, el culpable está sentado allí —explicó con amabilidad, cogió una maza, volvió a subirse al podio e hizo una señal para que le trajeran al siguiente.
Perennis fue asesinado ese mismo día en el vestíbulo del palacio por los furiosos veteranos de Britania, que a continuación regresaron sin que nadie les dijera nada a los castillos de su isla de niebla.
El sucesor de Perennis, Cleandro, un antiguo esclavo frigio, fue lo bastante listo para hacerles llegar de inmediato las soldadas que se les debían. Era un hombre muy inteligente, tan inteligente que ni siquiera aceptó el peso del cargo de prefecto, en el que entonces se iban turnando hombres que sobrevivían sólo días, horas incluso. Hasta el día en el que la plebe, hambrienta a causa de los negocios sucios de Cleandro con los cereales, gritó con tanta fuerza bajo la ventana de Cómodo que el ruido le estropeó la siesta. Entonces les permitió desgarrar el cuerpo aún con vida de Cleandro y volvió a reinar la paz.
Yo, por mi parte, por las noches hacía experimentos con venenos de efecto rápido y lento alternativamente. Mis días los pasaba dando prolongadas conferencias. Me ocupé de que todo el que tenía un rango y un nombre en Roma conociera al médico y filósofo Claudio Galeno de Pérgamo. Trabajaba en las casas de los ricos y los eruditos, discutía en sus simposios, conversaba en sus cenas, propugnaba mis tesis científicas y escuchaba, escuchaba con atención las quedas advertencias de oposición a Cómodo que de vez en cuando salían a colación. Puesto que estaba decidido a matarlo, todo consistía en sobrevivir a las horas siguientes, y para eso necesitaba contar con aliados, aliados poderosos que estuvieran dispuestos a proteger a mi familia en esa fase de cambios turbulentos.
Sin embargo, busqué en vano durante largos años. A pesar de que aquel Emperador no tenía amigos, nunca nadie había osado mostrarse públicamente como su enemigo. Abatidos, conversaban con reservas, estirados alrededor de la mesa, incapaces de arriesgar un gesto o una palabra que los diese a conocer como lo que eran, personas que sentían un odio encarnizado hacia ese monstruo de Cómodo. Parecía que el Emperador había alcanzado ya su objetivo: extinguir en Roma a los hombres valerosos, resueltos y capaces de llevar la administración del Imperio. Los que habían quedado, senadores sólo de nombre que se sentaban en los bancos medio vacíos de la Curia y que intentaban no fijarse en esos huecos desagradables que se abrían en sus filas, estaban ocupados en someter a votación textos de agradecimiento al Emperador o en pelearse sobre el emplazamiento de la siguiente estatua conmemorativa. Al menos, eso parecía. La anhelada ayuda procedió al fin de una dirección del todo inesperada.
—¿Claudio?
Me volví, sentado a mi escritorio.
—Marcelina —la amonesté con pragmatismo—, lo cierto es que detesto ese tono con el que me llamas, «¿Claudio?». Implica que quieres algo de mí que te concederé y que luego lamentaré hondamente.
Me froté los ojos mientras suspiraba y dejé la pluma. El análisis de la lógica aristotélica en el que estaba trabajando me tenía absorto desde hacía ya horas.
—Claudio, han venido a verte unos hombres.
—¿Hombres?
Por un fugaz instante abrigué la esperanza de que uno de mis nuevos y numerosos conocidos hubiese reunido por fin el valor necesario para hacerme una visita. Deseché enseguida esa idea. A los miembros de una delegación de senadores vestidos con sus togas blancas ni siquiera Marcelina habría osado llamarles simplemente «hombres». Con desconfianza, volví a preguntar:
—¿Qué clase de hombres?
—El mercader de pieles Teódoto de Bizancio y sus hermanos.
—¿El mercader de pieles Teódoto de Bizancio? —repetí con incredulidad.
Sin embargo, Marcelina se limitó a avanzar el labio inferior y a cruzar las manos bajo el mandil. De modo que hube de suponer que realmente se trataba de eso: fuera quien fuese, el mercader de pieles Teódoto de Bizancio estaba con sus hermanos ante la puerta de mi estudio y quería hablar conmigo. Con la imaginación vi a una serie de artesanos con barba, en fila y tiesos como los tubos de un órgano, aguardando entrar. ¿Quién no querría ver de cerca algo así? De modo que le hice una señal para que los dejara pasar.
—Sé amable con ellos —me susurró Marcelina a toda prisa, antes de retirarse e invitar a pasar a los visitantes—, así te respetarán.
—¿Qué? —fue lo único que logré preguntar.
Al instante los tuve ante mí. Eran cinco honorables hombres barbudos, vestidos con sencillas túnicas, que mostraban en sus semblantes esa expresión de benevolencia universal que se adopta antes incluso de haber mirado a su interlocutor, por lo que uno no puede tomársela personalmente, por mucho que quiera. Con sinceridad, ¿quién valora la simpatía de alguien que se la ofrece indistintamente a todo ser viviente que tenga delante, aunque sea un perro que acabara de husmear el poste de un farol? Su marcado parecido familiar no residía en sus rasgos físicos, de modo que en todo caso serían hermanos de espíritu. Sin duda, eran cristianos.
Ya estaba tomando aire para llamar a gritos a Marcelina y recordarle que habíamos acordado que me ahorraría los intentos de conversión por parte de sus diversos maestros espirituales, cuando aquel Teódoto tomó la palabra y me expresó cuál era su deseo. Lo escuché con creciente asombro.
No querían molestarme, pero habían oído hablar mucho del famoso médico, lógico y filósofo de la Naturaleza, como para no aprovechar con alegría y completa humildad esa oportunidad de conocerlo.
Cerré la boca e hice una inclinación de cabeza. Sus palabras contenían sensatez y convicción.
El portavoz, Teódoto, siguió diciendo que, como modesto jefe de un pequeño rebaño de creyentes, se había familiarizado desde hacía cierto tiempo con mis escritos y los había compartido con sus correligionarios. —Lo interrumpí y le rogué que se sentara—. Todos ellos habían visto con claridad qué tesoro de sabiduría encerraban esos tratados sobre las ciencias naturales de nuestra tradición griega.
Sonreí al anciano simpático con amabilidad.
—¡Marcelina! —Cuando entró hice un gesto en dirección a mis invitados—. Por favor, tráeles a estos señores algo de beber.
Teódoto esperó con cortesía antes de volver a hablar.
—Hace tiempo que deseamos conversar con este maestro de la sabiduría a fin de reconciliar con sus teorías los dogmas que son para nosotros los más profundos y significativos del mundo, sí, que constituyen nuestra vida interior y la salvación de nuestras almas.
—Ajá —comenté tan sólo, pues de pronto volvió a alarmarme esa acumulación de salvación, almas, dogmas y demás irracionalidades, y esperé que Marcelina, en su euforia, no hubiese escogido el mejor vino de mi bodega.
—Para ello nos hace falta un sabio —prosiguió Teódoto—, un lógico incorruptible que pueda ser nuestro maestro y nos pueda guiar en esta búsqueda.
Volví a tranquilizarme y me recliné en mi asiento. De modo que buscaban que los introdujeran en la propedéutica lógica. Bueno, en principio era una idea absurda imaginarse que yo podía ser el maestro de un rebaño de cristianos que buscaban alcanzar una conexión con los conocimientos actuales del mundo erudito e interpretar las frases de su Biblia desde el punto de vista de la lógica postaristotélica, una idea por completo descabellada que me hizo sonreír contra mi voluntad. Intenté disimularlo juntando las manos delante de la cara. Sin embargo, me pregunté si lo que pretendían no sería mejor que intentar lo contrario, es decir, como la mayoría de las personas, arreglar el mundo y sus leyes según su absurda doctrina. ¿Qué mal podía hacer un pequeño consejo útil aquí y allá?
—Vaya, vaya —mascullé, por tanto, con cautela—. Si no lo he entendido mal…
—Queremos centrarnos —me interrumpió, cosa que hizo que me sonrojara—, sobre todo, en el concepto de un dios creador todopoderoso y el milagro de…
—Y ése es precisamente el problema —intervine con resolución, contento de que hubiésemos llegado tan deprisa al punto neurálgico, al punto en el que nuestras versiones divergían de forma radical—. También la filosofía griega conoce la idea de un dios creador. —Alcé el índice, ya en el papel de maestro—. Pero desmiente, y con toda la razón, la existencia de un milagro. El intelecto superior de dios creó este mundo y le dio las leyes de la física y de la lógica, que son de una claridad y una perfección que infunden respeto. Nuestro cerebro limitado lleva siglos intentando descubrirlas con total veneración. ¿Por qué él habría de deteriorar esa obra maestra con infracciones voluntarias de sus propias reglas? —Contemplé sus semblantes, que expresaban ciertas dudas y proseguí—: ¿Acaso el artista emborrona con el pincel el cuadro que acaba de terminar y lo mutila sólo para demostrar que su autor está ahí? ¿Acaso el cuadro, en su maestría intacta, no prueba mucho mejor la grandeza del artista?
El grupo se puso a cuchichear, Teódoto consultó brevemente con sus hermanos de fe, que habían juntado sus rostros barbudos, y luego volvió a tomar la palabra.
—Creemos —empezó a decir con cierta vacilación— que Dios sólo puede probar su poder supremo quedando libre de todas las limitaciones que ha impuesto a los demás seres —repuso con timidez.
Sacudí la cabeza con vehemencia.
—¿De qué sirve una ley que puede quebrantarse? ¿De qué sirve una regla que no se demuestra? ¿Qué es un sistema que no funciona con lógica? Dios ya ha demostrado bastamente su grandeza con la creación. Si la perjudica, se perjudica a sí mismo. Por suerte para Dios, no existe ningún milagro.
—Pero nuestra fe conoce numerosas pruebas de… —quiso objetar Teódoto, pero no le dejé seguir hablando.
Decidí que sería mejor que acabáramos con esos errores cuanto antes y de raíz, así después todo sería mucho más sencillo.
—De ningún modo —afirmé categóricamente—, de ningún modo. No puede conocer ninguna. Puesto que la fe —alcé la mano izquierda— y las pruebas —alcé la mano derecha y la llevé junto a la izquierda hasta que las yemas de los dedos se tocaron— son incompatibles por naturaleza. Contradictio in adjectu. —Separé las yemas de los dedos simulando un reflejo de rechazo—. La prueba científica no necesita fe. Y la fe resulta innecesaria donde existe la prueba.
Detuve con un gesto el tímido intento que hizo un hermano de barba cana de señalar a la mesa donde estaba la Biblia que documentaba los milagros de su carpintero sagrado.
—Sin duda vuestros libros están llenos de esas historias. —Ya estaba en mi elemento y nada iba a frenarme—. Reconozco que los he leído, y no sin interés, y admiro la habilidad poética de vuestra comunidad, que ha originado esas historias y esas parábolas tan vivas, que muestran con expresividad incluso a los más incultos cómo han de comportarse correctamente.
Se miraron unos a otros con inseguridad, pero yo no hice caso.
—Ya Platón señala, como es sabido, que existen dos tipos de enseñanza. La de la argumentación lógica, indicada para los eruditos, y la de la fábula convincente, que resulta muy útil para enseñar a los más simples. Y los cristianos habéis conseguido de una forma admirable aumentar el nivel moral de vuestra gente. —Teódoto forzó una sonrisa—. Cualquiera —proseguí con afabilidad— puede convencerse de vuestro alto grado de moralidad visitando los juegos del circo. ¡Qué muertes uno presencia allí! —dije, haciéndome eco de las alabanzas que había escuchado a menudo en los círculos de gladiadores cuando se hablaba de los procesos de los cristianos—. Qué serenidad. Mueren con dignidad, cantando.
Me había dejado llevar demasiado por el tema de mi charla para percatarme de lo contradictorio de mi alabanza ante aquel pequeño grupo.
—Sin embargo, para volver a mi tema —proseguí finalmente y con más calma—, los milagros no existen. Existe la investigación, la tesis, los testimonios y las pruebas y, por encima de todo eso, la región de lo desconocido…
—… en la que puede habitar la fe —intentó completar Teódoto, esperanzado.
Moví la cabeza con vaga aquiescencia, pero luego resolví no dejar nada a medias y lo contradije.
—Aunque es mejor aproximarse a esa región ignota con curiosidad teórica, con las herramientas de la lógica y, como en vuestro caso (ya que os basáis en un texto, las escrituras de vuestra fe), con el oficio de la crítica textual filosófica. De otra forma, no os podéis tomar en serio a ningún erudito.
Así les expuse mi propio método para la interpretación de viejos textos hipocráticos, que debían ser discutidos, reinterpretados y restaurados con todo respeto a la luz de la investigación moderna. Tal como a mí me parecía, ellos se enfrentaban a un problema muy similar. Y les enumeré los libros de Aristóteles y Teofrasto que les recomendaba encarecidamente leer en primer lugar, antes de empezar con la retraducción apropiada de su Biblia, que acabaría con todos los milagros y los errores de la física.
Se levantaron asintiendo con cortesía, se inclinaron con mucha gratitud y prometieron volver a hablar conmigo cuando tuvieran que hacerme preguntas sobre sus lecturas. Les dirigí un ademán benevolente y me quedé mirándolos, hombres sencillos con sus capas cortas de lana de oveja.
—Espero que tengáis una buena estancia en Roma —les dije aún, al caer en la cuenta de que los oriundos de Asia Menor, que habían emprendido por mí el largo viaje desde el Bósforo hasta Italia, debían de sentirse extraños en la ciudad.
Teódoto se volvió hacia mí.
—Tenemos una benefactora, una hermana de nuestra fe que ha utilizado su posición para encontrarnos un alojamiento que resulta más que generoso.
—¿Una benefactora?
—Sí. —Su semblante, bajo la barba, se sonrojó con modesto orgullo—. Una hija de nuestra ciudad natal, la esposa del Emperador, la noble Marcia.
Fui incapaz de decir nada, de modo que se marcharon sin una palabra más. ¡Marcia! Me quedé estupefacto, mirando al vacío de mi sala de trabajo. La pelirroja Marcia, con la inteligencia de un niño, Marcia, que en el circo siempre bostezaba y que aplaudía todas las gracias de Cómodo. ¡Marcia era cristiana! Y ¿esos encantadores bobos de Cristo habían viajado por iniciativa propia desde Bizancio para venir a verme? Después de años de experiencia en la corte imperial de Cómodo ya no creía en las casualidades. Me puse a darle vueltas a todo aquello.
Una vaga e increíble posibilidad se presentaba ante mí. Tal vez la ilusión general de intrigas se me había contagiado y me hacía ver fantasmas. Tal vez en realidad no se trataba más que de una providencia del destino. Y, aun así… Simplemente no podía permitirme dejar pasar esa oportunidad sin aprovecharla, daba igual que fuera Marcia o Fortuna la que me tendía la mano, no la dejaría escapar. Estaba dispuesto a apostar todas mis riquezas a favor de la cortesana pelirroja del Emperador y contra la dama de la cornucopia. Poco a poco me invadió una euforia nerviosa.
—¡Marcelina!
Ya estaba allí antes de que hubiese gritado la última sílaba de su nombre.
—¡Claudio! Espero que hayas sido amable con ellos.
—Marcelina, mi amor, mi cielo —la interrumpí apurado—. Síguelos, ve tras ellos, deprisa. Ve a ver dónde se hospedan y hazles una visita. —La empujé con apremio en dirección a la puerta—. Sé su hermana, o como digáis vosotros, gánate su confianza.
¿Dónde estaba su manto? Ah, ahí. Se lo puse en la mano.
—Y, sobre todo —dije, en voz baja y suplicante—, fíjate en una mujer que encontrarás allí. Si no está hoy, aparecerá mañana, o cuando sea. Se llama Marcia, es pelirroja y ancha de caderas, con pecas como una campesina.
—¿Marcia la pelirroja, eh? —preguntó Marcelina llena de desconfianza.
Vi la sospecha recelosa en sus ojos, pero no hice caso, estaba demasiado entusiasmado por mi inspiración repentina.
—Sí, Marcia —repetí con impaciencia—. Acércate a ella y luego…
—Luego ¿qué? Claudio, ¿qué quieres tú con esa mujer? ¿Quién es Marcia?
Sacudí la cabeza e intenté hacerla callar, pero ella apartó mi mano.
—Claudio, como madre de tu hija tengo derecho a saber quién…
Le tapé la boca.
—Encuentra a Marcia —dije casi en un susurro. Abrió de golpe los ojos por encima de mi mano—. Hablará contigo, estoy seguro de que hablará contigo. —Aparté la mano poco a poco—. Rezo por que lo haga.
—¿Que haces qué? —preguntó Marcelina sin poder creérselo.
—Rezaré, Marcelina —repetí con seriedad, y esa palabra la convenció.
Con un movimiento enérgico se volvió hacia la salida, se echó el manto encima y salió por la puerta.
Marcia en persona asistió a la misa de su pequeña comunidad. No sé cuánto tenía que ver ella con la traducción de la Biblia de Teódoto, que prometía resultar sensacional. Según todo lo que oí, éste intentaba demostrar que Jesús había sido un simple hombre, el hijo de un carpintero de Judea, como veía claramente cualquier erudito que pensara con sensatez. Como ya he dicho, no sé qué papel tuvo Marcia en todo eso ni qué significó para ella, en esas circunstancias, que Cómodo se hiciera proclamar en aquellos días nuevo Hércules y dios viviente al que, además, sólo se le podían ofrecer prolongados sacrificios en ciertos templos.
En ese mismo acto, Roma fue bautizada oficialmente como Colonia Comodiana. El Senado, con un vestigio de la antigua ironía que habían demostrado sus mejores representantes, se designó a sí mismo Senado Comodiano. Cómodo, no obstante, que era tan sensible a ese tipo de detalles, le dio las gracias por ello y empezó su siguiente discurso público —sin ningún rastro de ironía por su parte— igual que todos los que lo seguirían, declamando la fórmula «Senatus populusque commodianus».
De nuevo, no sé —aún hoy sigo sin saberlo— qué papel tenía Marcia en todo aquello ni qué sucedía tras su frente sembrada de pecas. No conocía sus motivos, sigo sin saber qué sentía entonces y qué sintió después por el demente que tenía a su lado. Si lo amaba o lo soportaba, lo compadecía o lo temía, si lo utilizaba o si se veía como una mártir. Tal vez él no representó más que una oportunidad de hacerse increíblemente rica y luego el peligro de no poder conservar esa riqueza con libertad. Sólo puedo especular. Y, a fin de cuentas, me daba lo mismo, puesto que Marcia me hizo llegar a través de Marcelina una propuesta que les dio por fin esperanzas de éxito a los planes que hacía tanto que me rondaban en la cabeza: yo tenía que envenenar a Cómodo, después ella y el prefecto de la guardia pretoriana, Quinto Emilio Laeto, nos tenderían la mano a los míos y a mí.
No pensé ni un segundo en el quebrantamiento de mi juramento hipocrático. Ya había visto el mal una vez en un bosquecillo de Panonia, me había vuelto a encontrar con él en un palacio de Roma —ese resoplido, esa forma animal de aspirar el olor que me perseguía en sueños—. No, no tenía ninguna duda. Sabía que Lucila lo aprobaría, y también Neferure, si lo supiera, y en última instancia tal vez incluso Marcelina, a quien por el momento, no obstante, le ocultaba mis planes.
Le exigí a Marcia garantías, pero no las había. Lo único a lo que estaban dispuestos ella y su conjurado —del que sólo podía presumir que era su amante, pues nunca hablé personalmente con él— era a desvelarme el nombre del que habría de ser proclamado emperador cuando Cómodo hubiese muerto. Me nombraron a Helvio Pertinax, y de inmediato apareció ante mí la imagen de aquella llanura seca del Danubio donde me había topado primero con el espanto del sacrificio humano de los germanos y luego con la sequía, de la que sólo el milagro de la lluvia nos había salvado a Pertinax, a sus hombres y a mí de la muerte.
Recordé su carácter tranquilizadoramente sobrio. Era un hombre modesto que había empezado su carrera como gramático antes de entrar a servir en el ejército y finalmente dedicarse a la carrera funcionarial de un caballero. El marido de Annia Lucila lo había descubierto en sus días, lo había favorecido y lo había hecho llamar a Panonia. Desde entonces había cosechado victorias en todas las regiones en las que había crisis, había aplacado la revuelta de Avidio Casio contra el trono de Marco Aurelio, había derrotado a los catos, había administrado una tras otra las provincias inestables de Moesia, Dacia y Britania, después había ejercido de procónsul en África y por último había sido nombrado praefectus urbi. No era una mala carrera para un antiguo erudito, sobre todo porque había comenzado bajo el mandato de Marco Aurelio, lo cual decía mucho a su favor.
Hacía mucho que Pertinax estaba alejado del cenagal de podredumbre en el que se había convertido Roma y tal vez no estuviera contaminado por él. Estudié a ese hombre como si fuera un mapa. Sin embargo, lo que más me convenció, más aún que mis vagos recuerdos del comandante de aquella unidad que primero me había amparado del espanto de la brutalidad germana y luego del horror de la vivencia de la lucha, fue su cercanía a Lucila: el esposo de Lucila lo había protegido. En el fondo, fue el vago recuerdo de mi amada lo que me movió a depositar mi confianza en Pertinax. Si a alguien eso le parece irracional, que se pregunte qué tenían nuestros planes de sensatos y prometedores.
Así pues, confié en Pertinax, confié en Marcia y en Quinto Emilio Laeto, y la noche del 30 de diciembre preparé en mi consulta un higo que Marcelina llevó sin saberlo a la misa del pobre Teódoto, con tanto respeto y cuidado como si fuese una hostia, y que Marcia prometió colocar en la cesta de fruta de la cena de Cómodo.
La mañana del 31 de diciembre los pretorianos se presentaron ante nuestra puerta. Con gran esfuerzo logré detener a Crates, que quería ir a buscar su arma, y cogí mi maletín médico entre los berridos coléricos de Marcelina, que se tapaba recatada el pecho con el camisón, y también tapaba a Aurelia, sin dejar de maldecir a los miembros de la guardia. Aurelia, que se apresuró a ayudarme entre los empujones de los soldados que nos acosaban y nos apremiaban de una habitación a otra, miró con los ojos muy abiertos el frasco que metí en lugar de las pinzas bajo la tira de cuero que cerraba el estuche. Ya me ayudaba lo bastante en la consulta como para saber, o por lo menos sospechar, qué era aquel líquido claro que contenía el tubo de cristal. Le acaricié rápidamente la mejilla antes de que se me llevaran hacia la puerta a empujones. Marcelina no hacía más que gritar mi nombre. Lo oí resonar por las callejas hasta que quedó ahogado por el jaleo del mercado.
En el palacio, una Marcia pálida me recibió ante la puerta del dormitorio del Emperador, donde los soldados me soltaron de mala manera.
—Esta noche ha vomitado —me susurró ella.
—Imposible —repuse en voz igualmente baja e imperiosa—, el v…, la sustancia no es de la clase que lo hace a uno vomitar.
Después me acerqué al lecho. Cómodo daba vueltas sobre los cojines, a todas luces sacudido por las náuseas y con sudores fríos. Tenía la cara azulada. La espada que me cortaría el cuello sin duda ya estaba afilada.
—Incorporadlo, no puede respirar —ordené a los esclavos que estaban allí.
Cómodo, de nuevo sentado, seguía inspirando el aire entre silbidos, pero no mejoró mucho.
—¿Qué ha comido? —pregunté.
—Higos —respondió Marcia rápida y marcadamente—, después pastel y más tarde aún unos trozos de carne asada con garum y romero.
—¿A qué hora ha comido?
—Los higos, hace ocho horas. La carne, hace seis.
Marcia me miraba.
—Y ¿cuándo ha vomitado?
—Hace seis horas, poco después de la última ingesta.
Sacudí la cabeza y así el mentón de Cómodo para abrirle la boca a la fuerza. Me cogió la mano y se resistió, pero estaba débil. Los preocupados sirvientes se acercaron más. Le palpé la boca con los dedos mientras le chorreaba la saliva. Entonces lo solté, abracé con fuerza su cuerpo desde detrás, lo alcé antes de que nadie pudiera impedírmelo y apreté una sola vez con firmeza. El ruido seco que hizo al salir de su tráquea el trozo de cartílago se oyó con claridad en el silencio sobrecogedor del dormitorio. Cómodo cayó de nuevo sobre los cojines con la mirada fija de un borracho, jadeando. Supuse que enseguida se quedaría dormido.
Recogí el cartílago con la punta de los dedos y se lo tendí al criado que estaba allí.
—Si eres tan amable, muéstrales esto a los guardias que sin duda están esperando fuera. A lo mejor deberías ofrecerles que lo prueben para erradicar cualquier duda. Me puedo imaginar que alguno de esos perros se pondrá muy contento.
Marcia, con una leve sonrisa, me dio un pañuelo perfumado para que me limpiara los dedos. Estaba aún más blanca de lo que era normal en una pelirroja e insistió en acompañarme a la salida.
—Lo ha devuelto demasiado deprisa —respondí enseguida a su pregunta no formulada, en cuanto estuvimos en los pasillos—. No funcionará. Tal vez tendrá un par de espasmos, pero mañana estará despabilado y volverá a ser el de siempre.
Se quedó quieta ante la brillante pared de mármol negro del vestíbulo de recepción, pálida como los bustos de los emperadores que tenía detrás, en sus nichos.
—Tiene previsto participar hoy por la tarde en los juegos del circo, en calidad de Hércules. Están recogiendo lisiados por toda Roma para que hagan el papel de gigantes, cuyas piernas inútiles quedarán camufladas como si fueran cuerpos de sierpe.
—Tendrás noticias mías —mascullé.
Me cogió del brazo.
—Además, hace días que no habla más que de conseguir nuevos espacios para construir, provocando un gran incendio. Dice que no basta con cambiarle el nombre a la ciudad para darle un nuevo aspecto.
Su voz sonaba apremiante.
Me zafé de su mano.
—Tendrás noticias mías —me limité a repetir.
Marcia asintió con vehemencia.
—Lo sé, Claudio. De eso estoy muy segura.
Al quedarme solo, lancé, ciego de ira, mi estuche contra la puerta.
Fuera, el sol invernal lucía sobre una Roma inocente. Parecía increíble que los barberos anunciaran sus servicios golpeteando con las cuchillas en la puerta del local, que las verduleras en los mercados ofrecieran coles y puerros en sus puestos abastecidos con la escasa oferta del invierno y que los senadores, en el foro, no parecieran tener nada más importante que hacer que ir corriendo por los escalones de mármol reluciente hacia la siguiente sesión, con las pantorrillas azuladas a causa del frío, mientras los numerosos comerciantes de madera se reunían al calor de las hogueras de los castañeros y allí, mirando absortos su fardo, renegaban contra el tiempo, las nueras o el precio del pan. Del foro Boario salió un rebaño de ovejas cuyos pelajes hirsutos expelían vapor en aquel frío límpido.
—¡Claudio, por fin! —Marcelina me saludó nerviosa en la misma puerta—. ¿Te has encontrado a Crates y a Aurelia?
Dije que no con la cabeza, lleno de malos presentimientos.
—Ay, ese viejo loco. ¡Ha cogido la espada y quería ir tras de ti! —Se echó a llorar—. No he podido impedírselo. Y la niña está con él.
En mi imaginación vi el escenario de una catástrofe: ¡Crates y Aurelia, en su campaña de venganza, armados en Roma a plena luz del día!
—¿Cómo ha logrado eludir a nuestro guardián? —pregunté.
—No lo ha hecho —respondió ella, inquieta, y se hizo a un lado para que pudiera ver allí, en la oscuridad de nuestro pasillo, tras el arcón, un par de piernas con protecciones metálicas, bien atadas, que se revolvían iracundas de un lado a otro.
—¡Ay, dioses sagrados! —La hice entrar deprisa y corriendo y cerré la puerta de golpe—. Y ahora ¿qué es lo que vamos a hacer? —cuchicheé.
Sin embargo, claro está, ella quería que eso lo dijera yo. Unos golpes en la puerta nos sobresaltaron en plena discusión. Nos miramos en la penumbra, volvieron a llamar.
—Es un modo de llamar demasiado tímido para ser un pretoriano —decidí al fin.
Aunque tampoco era una buena ocasión para recibir visitas. Detrás de mí, el legionario se había puesto a golpear rítmicamente con los pies contra el arcón, hasta que Marcelina lo dejó inmóvil usando la estatua de bronce de Esculapio. Abrí la puerta, sólo un resquicio.
—Espero, noble Claudio, no llegar en mal momento.
—Oh, Teódoto, lo cierto es que es un poco… —empecé a decir, algo apocado, y agarré con fuerza el pomo de la puerta, dispuesto a no ceder un solo centímetro en caso de que intentara entrar.
—Sólo he venido a despedirme —explicó Teódoto con sus maneras humildes—. El obispo de la comunidad de aquí nos ha…, nos ha…, bueno, para decirlo sin rodeos: nos ha excomulgado por herejía. —Torció el gesto en una sonrisa dolorosa—. Dice que la palabra de Dios es la palabra de Dios y que no se pueden hacer con ella experimentos de sabelotodos.
Suspiró.
—En fin, Teódoto —repuse, impaciente—, lo siento mucho, quiero decir que en realidad no sé lo que debería decir, yo…
Me quedé callado. Teódoto volvió a suspirar.
—A lo mejor tiene razón y más vale así. Tal vez en realidad la fe sea la mejor parte, pues de ella nace la esperanza y…
—Claro, claro —asentí con impetuosidad y sin escucharlo—. Bueno, pues…
—Sí, bueno, pues… —dijo, pero cuando ya se estaba yendo y yo empezaba a respirar, se volvió hacia mí y añadió—: He pensado que quizá te gustaría tener esto.
Y me colocó en la mano un rollo de papiro, sin duda el fruto de su empeño de traductor. Lo acepté, cerré la puerta y me apoyé contra ella mientras soltaba aire. El soldado del suelo se quejaba un poco.
—¿Quién era? —preguntó Marcelina, y le dio un segundo golpe.
Bajó la vista hacia el rollo de escritura. Pensé que, si Teódoto buscaba esperanza, yo luchaba por algo que era aún mejor que la fe y la esperanza. Quería hechos.
—Recoge todas vuestras cosas —exclamé, y tiré el documento al arcón, sin que me viera—, llévate el dinero y las joyas.
Fui corriendo a mi consulta y rebusqué con ambas manos en las estanterías de los medicamentos, tirando al suelo los crisoles y los frasquitos. Buscaba sin parar en medio de aquel desbarajuste, pero en vano. El frasco, entonces lo recordé, estaba en mi maletín. Lo abrí y me encontré con un par de añicos de cristal.
—¡Maldita sea!
Lo había lanzado en mi ataque de cólera contra la puerta del palacio. Ya no importaba, el único veneno mortal que tenía todavía en casa se había filtrado por el forro del estuche, de modo que podía estamparlo contra la pared una segunda vez sin daño alguno.
—¿Va todo bien? —oí que preguntaba Marcelina desde la habitación contigua.
Entonces la vi preparada, con el manto y un fardo. Daba lo mismo, ya se me ocurriría algo. La cogí de la mano, la arrastré tras de mí y me precipité hacia el gentío de las calles.
—¿Qué camino han tomado? —pregunté sin aliento, pero Marcelina sacudió la cabeza.
Avanzamos a empujones por entre la muchedumbre del mediodía, preguntando por Aurelia y Crates a izquierda y derecha. Buscábamos con la mirada en todos los rincones posibles, pero sin ningún resultado. Nadie había visto a una muchacha con un hombre viejo que cojeaba. ¡Cojeaba! Me detuve, horrorizado. Me vino a la cabeza lo que me había explicado Marcia, su relato sobre los legionarios que habían recogido lisiados por toda la ciudad como víctimas para los juegos de esa tarde.
—¡Marcelina! —exclame, y le hice señas para que se alejara de un puesto de vino caliente con especias en el que estaba preguntando a los clientes mientras éstos soplaban en el vaso que asían con ambas manos—. Tenemos que ir al circo —le expliqué sin aliento cuando por fin se me acercó.
La cogí con fuerza del brazo para arrastrarla detrás de mí. No entendí lo que me dijo entre el barullo general.
Los visitantes no podían acceder a los sótanos del Coliseo. Yo, por el contrario, los había frecuentado a menudo junto a Endimión cuando tenía que examinar a algún gladiador herido y, como viejo amigo del médico de gladiadores, todavía podía entrar sin demasiados problemas. De todos modos, el ajetreo previo al comienzo inminente de los juegos era demasiado grande para que nadie hubiese reparado en nosotros; el remolino de proveedores, soldados y esclavos nos arrastró inconteniblemente a las oscuras entrañas del circo.
Allí desembocaban, bajando de los pisos superiores, unas rampas a lo largo de las cuales había celdas en las que unos hombres, como si fueran animales, esperaban en la oscuridad a que llegara su turno para salir al resplandeciente ruedo de arena. Gruñidos y bufidos salían de la impenetrable penumbra de unas estrechas jaulas, cuyos barrotes los guardianes golpeaban enérgicamente con barras de hierro, a fin de excitar más aún a las bestias famélicas. Unos artistas con disfraces fantásticos, con boas de plumas y capas relucientes, se estaban colocando sobre la plataforma elevadora para ser alzados a través de una columna de luz polvorienta hasta la arena, donde aparecerían como salidos del suelo ante el público boquiabierto. El mecanismo hidráulico trabajaba crujiendo y rechinando para obrar el milagro.
—Tiene que funcionar más deprisa —les gritó un hombre vestido de Júpiter a los trabajadores que accionaban la maquinaria, y se puso las manos, decoradas por destellos metálicos, en las caderas—. Más tarde, cuando en mi lugar estén aquí los leones, seguro que no os estaréis quietos tanto tiempo.
Se fue elevando en dirección al cielo y a nuestro alrededor volvió a hacerse la oscuridad. Cuidadores, guardias, trabajadores y gladiadores pasaban a toda prisa por delante de nosotros en ambas direcciones. Nos empujaban, nos apartaban, nos daban codazos.
De vez en cuando les gritaba: «¿Dónde están los lisiados?», en medio de ese alboroto, y ellos me miraban impasibles, sin darme una respuesta. Al final, en un pasillo superior y más iluminado, encontramos una hilera de presos que se lamentaban mientras parte de la guardia de la ciudad los conducía ante un escribiente. Junto a éste, un gladiador gigantesco revestido de una armadura de cuero examinaba el material humano para la representación y emitía su dictamen. Los cogía de los hombros, les comprobaba ojos y dentaduras, les clavaba un bastón entre las costillas magras a modo de prueba mientras daba a conocer su criterio entre burlas y maldiciones.
Mi mirada recorrió rauda el desdichado grupo. Iban todos vestidos con harapos, sucios y desaseados, algunos aún eran jóvenes, otros tenían la expresión obtusa de la locura, pero la mayoría eran de edad más que mediana, tal vez veteranos, víctimas de la peste y de la hambruna que no tenían parientes y se habían quedado tirados en las callejas de la Subura. Y todos tenían una cosa en común, eran tullidos: pies zopos, heridas ulcerosas en las piernas, prótesis de madera o simplemente un muñón donde tendría que haber sobresalido una extremidad bajo la túnica. Formaban un grupo quejumbroso, pues eran los combatientes del espectáculo del día en el circo, los gigantes de Cómodo.
—¡Crates! ¡Claudio, allí está Crates! ¡Es él!
Marcelina se aferró a los barrotes de la celda en la que habían metido a los que ya habían examinado y exclamó incesantemente su nombre. Los guardias ya la habían visto e intentaban apartarla cuando, desde el interior, le respondió la voz de Aurelia.
—¡Mamá!
Sí, allí estaba ella, mi pequeña, y se acercó, tropezando con los cuerpos echados sobre la paja, a los barrotes que nos separaban; tenía las manos y la túnica tan ensangrentadas y sucias como sólo lo estaban cuando me ayudaba en la consulta.
—Ha sufrido un ataque al corazón, creo, no podía dejarlo solo.
Entonces mi mirada recayó sobre el gladiador de la entrada. Tal como estaba, mirándonos con los brazos cruzados junto al escribiente, me resultó vagamente conocido. Y ¿por qué no? Conocía a casi todos los hombres de Endimión, y a muchos otros los recordaba de Germania, donde habían luchado en las aguerridas unidades de gladiadores de Marco Aurelio. Ése de allí me despertaba recuerdos bélicos y me acerqué a él tras una breve reflexión.
—¡Pero si tú eres Jacinto! —le dije.
—Amazonio —me corrigió con serenidad, y clavó en mí los ojos.
Lo que él veía era un anciano con paja en las sandalias y gotas de sudor en la frente. «Amazonio», pensé febrilmente.
—Amazonio, eso es, eso es. Y luchaste en la legión de gladiadores de Marco Aurelio, en… —Dudé, tenía un cincuenta por ciento de probabilidades—. En Sirmium.
—Carnutum.
Casi. Bueno, poco a poco parecía haber despertado su interés.
—Carnutum, eso quería decir. Y allí estuviste una buena temporada en el hospital con…
—… una herida de hacha, cierto.
Entonces cayó al fin en la cuenta.
—Entre todos los apestados —dije, cavilando, como si lo viera ante mis ojos.
—Y tú me curaste. —Con emoción, me dio unas palmadas en el hombro—. Eres Junio Galeno, el médico de gladiadores de Éfeso.
—Pérgamo —corregí con cansancio, pero qué importaba eso—. Galeno, sí. Qué bonito haberte curado y reencontrarte sano tras todo estos años.
—¿Sano? Eso es casi una burla. Estoy rebosante de energía. —Tomó varias actitudes para demostrármelo—. Cincuenta victorias consecutivas desde que estoy aquí. Dime, ¿no has oído hablar de Amazonio?
—¿Eres tú ese Amazonio? —dije, intentando fingir una tímida exaltación—. ¿El Amazonio al que le han dedicado una inscripción en la pared del Arena?
Si de verdad había conseguido cincuenta victorias, no podía equivocarme mucho con esa suposición.
—¡El más grande y resplandeciente de todos los tiempos, hombre! —Volvió a darme con su manaza en la espalda—. Y todo gracias a ti, Junio.
—Claudio.
—Lo que sea. Estoy a tu disposición.
—De hecho, tengo que pedirte un favor.
—Un momento. —Amazonio, como buen jefe del lugar, alzó un momento la mano para indicarles al escribiente y a los guardias que siguieran sin él y me llevó aparte—. Es por la muchacha, ¿verdad?
Asentí.
—Es mi hija.
—¡Claro, hombre, claro!
Amazonio me sonrió con ironía. Le devolví la sonrisa con cierta picardía, o eso esperaba, y proseguí:
—Y el anciano que está junto a ella…
—Su proxeneta, ¿verdad? —Antes de que pudiera responderle, me atajó con un ademán—. No digas una palabra más, no hacen falta más palabras entre hombres de honor. Disculpa.
—Se me ocurre —repuse, palpándome el corazón con cuidado— que ya que tenéis a tantos otros, a lo mejor podrías dejarlos marchar.
—¿Dejarlos marchar? —preguntó Amazonio, e hinchó su poderoso torso. Después soltó una carcajada espantosa—. ¿Dejarlos marchar? ¿Es una broma? —De nuevo me golpeó en el hombro y me lo apretó con la fuerza de una abrazadera—. ¿Cómo van a irse? —Me miró fijamente a los ojos—. No, en serio. Los llevaré a donde me digas, porque por el hombre que me salvó la vida haría cualquier cosa.
—Entonces, a la consulta de Endimión —decidí sin pensarlo mucho.
Y en ese mismo instante tuve una idea.
—Pues a la consulta de Endimión —confirmó él.
Amazonio entró de inmediato en la celda para dar las órdenes pertinentes. Vi que Aurelia me miraba aliviada y sorprendida. Empezó a desenvolver los paños que envolvían las caderas y las piernas de Crates, que habían pretendido representar la gruesa cola de una serpiente en su papel de gigante, y lo levantó con ayuda del gladiador. En la puerta de la celda, Marcelina sustituyó a Amazonio mientras yo me adelantaba para mostrarles el camino hacia la consulta de Endimión y la libertad.
—Ha sido un placer, Junio —exclamó Amazonio tras de mí.
«Para mí también —pensé con gratitud—, para mí también.»
—¿Cómo se te ha ocurrido eso? —me reprochó Endimión, furioso.
Me llevé un dedo a los labios, señalé a Aurelia y Marcelina, sentadas junto al lecho de Crates, que se había quedado dormido tras el tratamiento. Aparté el recipiente con el bebedizo tranquilizante que acabábamos de darle y me llevé al médico de la habitación.
—Sólo necesito a un gladiador, Endimión, esta noche.
—Imposible.
El viejo médico de gladiadores sacudía con decisión su cabeza cada vez más calva, pero yo lo así de los brazos.
—¿Imposible? —lo increpé—, ¿imposible? ¿Quién me llevó aquel día hasta la litera de Lucila, eh? ¿Con quién estuve a oscuras en un cobertizo?
Lo arrastré hacia la pequeña caseta provisional desde la que habíamos contemplado en secreto la actividad de Cómodo en la arena de entrenamiento y la señalé con un dedo acusador.
—Lo que vimos ahí ese día fue algo atroz, Endimión —dije, casi zarandeándole—. Ahora te pido que me ayudes a acabar con esto de una vez por todas. A acabar con esto, amigo mío, ¿me entiendes? Y no me digas que es imposible, no me digas que no quieres hacerlo. ¡Tú no!
Lo solté. Nos quedamos uno frente al otro, respirando con dificultad.
—Uno de mis jóvenes —murmuró dubitativo Endimión.
—Uno —le imploré—. Y los demás quedarán libres de la maldición.
Apreté con fuerza las mandíbulas mientras observaba su expresión meditabunda.
—¿Amazonio? —aventuré como propuesta.
Sin embargo, Endimión sacudió la cabeza con energía.
—Honra a su Emperador. Cuesta creerlo, ¿verdad? —Volvió a guardar silencio—. Y ¿lo introducirás en el palacio sin que os vean? —preguntó después volviendo a dudar quizá por quinta vez—. ¿Cómo?
—¡Endimión! —Se me estaba acabando la paciencia—. Ya te lo he dicho: me lo llevaré conmigo, le dejaré hacer su trabajo y no saldré de allí sin él. Mientras tanto, tú llevas a mi familia al puerto.
Rebusqué en mi estuche y saqué una carta arrugada que hacía semanas que guardaba.
—Los haces subir a bordo del Garza plateada y desapareces. Nada más.
Endimión hizo una larga inspiración y se puso a contemplar su escuela de gladiadores como si la viera por primera vez.
Le cogí la mano como a un viejo amigo.
—Míranos, Endimión —dije, sonriendo—, mira en qué nos hemos convertido, dos ancianos de carnes marchitas. ¿Qué tenemos nosotros que perder?
Poco a poco su rostro se iluminó con una sonrisa.
—Nuestros buenos recuerdos, no —respondió, y me estrechó la mano—. Ni nuestra amistad.
—No —asentí, y luego añadí—: ni nuestro orgullo.
Endimión me condujo a la arena de entrenamiento, en cuyo centro había unas cuantas figuras cansadas y aburridas que estaban sentadas con los codos apoyados sobre las rodillas. Sólo alguno alzó la cabeza cuando llegamos. Endimión les hizo una seña a los vigilantes, que llevaban látigos.
—Tenemos nuevas adquisiciones —me explicó—, que nos ha traído un lanista ambulante. No conocen la ciudad y, por lo que me han dicho, apenas hablan latín, lo cual a lo mejor nos resulta útil. No tendrán muchos escrúpulos y no harán preguntas.
Mientras aún me estaba hablando, me acerqué a un hombre que nos había contemplado con atención desde la arena y que había atrapado mi mirada. Paso a paso me acerqué y me arrodillé ante él. Su piel tenía un color atezado, como la de un hombre acostumbrado a trabajar al aire libre. Su cabello, castaño en las raíces, se alborotaba en tercos rizos de puntas muy claras, como si el sol los hubiera descolorido. Era un disparate dejarse llevar por aquel vago parecido, lo sabía, pero aun así… Entonces lo miré a los ojos tranquilos.
Eran grandes y verdes, con un anillo de un marrón claro alrededor de la pupila, tan meditabundos aún como antes, y en ellos no se reflejaba la pesadumbre de las experiencias que debía de haber vivido en todo ese tiempo. De nuevo pensé que el médico estaba desorientado en su búsqueda del alma humana en el cuerpo. Aun así, no teníamos nada más que esas carnes. Pasé la mano por esos anchos hombros que en aquel entonces habían sido aún tan infantiles, y por el cuello, tan tostado por la luz y la vida al aire libre como antes, incluso en el frío del invierno que nos tenía a ambos con la piel de gallina.
Le pasé la mano por el vello castaño del pecho, por las mejillas, las sienes.
—La señal de un latigazo —murmuré, y seguí palpando con suavidad la gran cicatriz que le partía una ceja y media frente.
—Ése no dice una sola palabra —me explicó Endimión—, el lanista lo ha traído de Corinto, donde trabajaba en una cantera y…
—Es de un cuchillazo —repuso el hombre en perfecto latín, y Endimión enmudeció de asombro.
Tenía una voz cansada y ronca, como la de un pastor que ha pasado el verano a solas con su rebaño en las montañas y ya no está acostumbrado a hablar cuando regresa en otoño. Sonrió levemente.
—Has envejecido, Claudio.
—Y tú has crecido mucho, Fausto.
No quiero importunar a nadie con lo que sentí cuando lo estreché entre mis brazos. Jamás le he preguntado desde entonces qué le había sucedido, como tampoco si me guarda rencor por ello. Así pues, que nadie me haga preguntas. Simplemente lo abracé. Endimión fue tan amable como para retroceder un par de pasos, hasta que al fin los dos, tambaleándonos un poco y apoyándonos el uno en el otro, nos levantamos y nos acercamos a él.
—Endimión —empecé a decir para presentarle a mi alumno reencontrado—, éste es Fausto, un extraordinario aprendiz de médico y experto en hierbas que está dispuesto a romper por esta noche, como nosotros, su juramento hipocrático.
—Ahora se llama Narciso —repuso Endimión de mala gana, aún no muy seguro de qué debía pensar de mis planes—, y ha sido formado como gladiador tracio.
—¡No! —exclamé, sacudiendo la cabeza y riendo, riendo con libertad—. No.
Volví a abrazar a Fausto.
La puerta de la consulta se abrió y una voz de mujer exclamó mi nombre.
—Ve —dije, al ver cómo los ojos de Fausto se volvían hacia la figura de Aurelia, que estaba en el marco de la puerta, y se quedaban clavados en ella—. Mi hija te había dado por muerto.
—A lo mejor pronto lo estaré —murmuró sin moverse de sitio.
—Bah, qué dices —repliqué, intentando infundirle valor—. Tú y yo saldremos mañana por la mañana de ese palacio como hombres libres y…
Fausto seguía mirando a Aurelia sin moverse, y guardé silencio.
—Hoy —masculló— sigo siendo Narciso.
—Venid.
Endimión nos tomó del brazo y nos empujó en dirección a la puerta de entrada. Los vigilantes de detrás de la verja la abrieron con un chirrido y nos dejaron en libertad.
—Va siendo hora de que os marchéis. Los juegos empiezan dentro de una hora.
Me acerqué a la puerta del palacio sin saber muy bien qué me aguardaría allí y exigí hablar con Marcia. Sin embargo, me saludaron cortésmente, puesto que era el médico del Emperador e iba allí todos los días. Por lo visto ya había quedado olvidado que esa mañana los guardias me hubiesen arrastrado al palacio como a un criminal. O tal vez se había divulgado la noticia de mi triunfo final. Fuera como fuese mi caso, aquello seguramente había levantado sólo una breve expectación, puesto que allí solían humillar a diario a otros más grandes que yo. Además, el guardia al que Marcelina había atado en mi casa —que los dioses bendigan la mano decidida de ésta— parecía no haber tenido aún oportunidad de dar la alarma. Fausto no se apartaba de mi lado. En esa visita suya al palacio, la segunda, como recordé con un escalofrío, no dirigió la vista hacia ningún sitio, sus pasos no se detuvieron mientras me seguía sin decir palabra.
Los talentos ocultos de Marcia se hicieron patentes cuando nos presentamos ante ella. Sopesó con una mirada experta la figura atlética de Fausto sin hacer preguntas ni exigir explicaciones, y tan sólo dijo:
—Sí, está muy bien.
Entonces le tomó del brazo y nos dio unas breves explicaciones.
—Se encuentra en el baño. Pronto me exigirá que le enjabone la espalda. Es uno de mis privilegios. Tú, Narciso, me aguantarás la toalla —dijo, volviéndose hacia Fausto.
Él se mantuvo junto a ella sin decir palabra, asumiendo de nuevo el papel de mudo que ya había representado durante quién sabe cuántos años, quién sabe dónde ni por qué. Se quedó allí de pie, un enigma de ojos verdes, y nos contempló en silencio. Mi silencioso alumno no parecía un asesino vengativo que iba a arreglar viejas cuentas con su torturador. Sólo esperaba.
Marcia añadió, dirigiéndose a mí:
—Y tú te irás a casa, Claudio Galeno.
De nuevo no supe con qué mirada despedirme de Fausto, pero esta vez tampoco había ningún interrogante en sus ojos. Los cerró un instante y me hizo un gesto de despedida.
—Pero yo quería… —empecé, y pensé con dolor en el guardia que estaba maniatado en mi casa, en mi familia, y en Endimión.
Marcia sacudió la cabeza.
—Será mejor que vuelvas a casa, Claudio. Con sinceridad, prefiero saber con exactitud dónde te encuentras. De momento.
Dio una palmada, yo apreté los dientes, me volví y me encontré ya acompañado por cuatro fornidos legionarios que me condujeron a mi arresto domiciliario.
Sin duda, Marcia estaría más tranquila si sabía que me hallaba en mi hogar. En caso de que el ataque fracasara, podía mandar a buscarme rápidamente y eliminarme sin temor a que desvelara su nombre voluntariamente o bajo tortura, si otros me encontraban antes que ella. Pensé en Marcelina y en el guardia herido de mi casa. Nunca había que subestimar a esos cristianos.
Y aquí estoy ahora sentado, en mi sillón, al final de una larga noche. He atendido al pobre guardia, que está soñando un largo sueño opiáceo. Esta vez yo no he tomado las flores de adormidera; sólo pluma, papiro y mis recuerdos me han asistido durante esta noche, que ignoro cómo terminará. Eso lo sabré cuando se abra la puerta ante mí. Si los que exijan entrar son los guardias de Marcia, o tal vez los del Emperador, bueno, todo lo que he escrito aquí jamás llegará a encontrar un lugar junto a mis numerosos textos en las tiendas y las bibliotecas, y de la vida de Claudio Galeno no quedarán más que los tratados médicos sobre humores corporales.
Si es Fausto el que llama a la puerta, bueno, entonces…
Entonces me apresuraré a ir con él hacia el puerto para alcanzar el barco en el que Crates, Marcelina y Aurelia ya nos están esperando. Nos marcharemos enseguida, nos marcharemos la misma mañana que Pertinax será aclamado como nuevo emperador, una mañana en la que Roma volverá a llamarse Roma y aguardará una nueva época. Zarparemos en el Garza plateada navegando merced al viento que nos llevará hasta Alejandría. Esta vez será en enero. Alejandría ha de verse en un día de enero.
En la travesía sacaré de mi bolsa una carta que hace mucho que está ahí. La leeré una última vez y luego la lanzaré a las olas. Ya no necesitaré escribir una respuesta, puesto que pronto volveré a ver a la mujer que la redactó.
«Claudio —me había escrito—, hace ya mucho tiempo. Tal vez te acuerdes de que en nuestra juventud hablamos sobre la muerte. Y, si aún recuerdas esas conversaciones nuestras, quizá no te sorprenda el que, ahora que ya somos mayores, quiera hablar contigo de la vida. Es el único tema sobre el que nunca conversamos lo suficiente. Puedes hacerme este reproche a mí, a la que siempre le ha gustado criticarte. ¿Recuerdas aún lo que te escribí, eso de que sólo podías amar lo que no tenías? Y ¿acaso no soy yo quien te echó eso en cara?
»En Arsinoe hay una casa en la plaza del mercado, justo enfrente de las termas. Tiene una puerta azul por la que es fácil reconocerla, y el aro de bronce con el que se llama está decorado con dos pinceles cruzados. Allí vive una anciana insensata, Claudio, que no está acostumbrada a escribir esta clase de cartas. Que tengas una vida feliz.»
Hacía semanas que tenía esa misiva y no había logrado hacer el esfuerzo de contestarla. Tal vez había crecido en mí la esperanza de volver a verla pronto, muy pronto, tal vez en persona. Y entonces ya no serían necesarias esas líneas distantes. Eso pensaba.
Me acerco a la ventana, inquieto, y abro los postigos de madera. Sorprendido y con el corazón palpitante veo un cielo interminable que, sin que me haya dado cuenta, se ha iluminado de un dorado blanquecino gracias a los rayos de un sol lejano que todavía no quiere alzarse sobre los bordes de los tejados rojos. Roma parece erigida con tantas sombras como piedras, y de las estrechas calles se elevan azulados vahos nocturnos en los que tiritan de frío las palomas que vienen a dormir entre arrullos bajo mi ventana, para que allí las despierte la tibia calidez de la clara mañana del año nuevo. Y la aurora tiñe ahora el horizonte de tonos turquesa y albaricoque pálido, y unas nubes de contornos dorados forman en el cielo gigantescas montañas, frescas y espumosas como la leche.
Estoy de pie, ensimismado, y no aparto la mirada de ese espectáculo mientras uno tras otro se van iluminando los tejados, las cúpulas adoptan un brillo áureo y los colores del firmamento se transforman poco a poco inconteniblemente en un azul imbatible. Una mancha de luz se posa con calidez sobre mis dedos, en el alféizar. Las palomas emprenden el vuelo y pasan justo ante mi rostro; es una mañana que tiene alas, la mañana de un nuevo año.
Se oyen voces procedentes del foro de Trajano. ¿Qué están gritando? Me asomo, me inclino todo lo que puedo. ¿Qué exclaman? Dos pisos más abajo, los vecinos están discutiendo en la calle.
—¡Eh, Mundo! —llamo a gritos, al reconocer al propietario de la cantina entre el gentío exaltado—. ¿Qué está pasando ante la basílica Ulpia?
Se pone las manos en forma de embudo ante la boca.
—… Emperador… —oigo que dice, pero no logro entender el resto de su respuesta, que queda ahogada bajo los redobles de tambor y las fanfarrias.
Entonces, una voz sonora clama:
—¡Pueblo de Roma!
Los vecinos, abajo, estallan en vítores y se marchan sin prestarme más atención. La calle y yo nos quedamos solos.
—¡Esperadme! —berrea un chiquillo que ha sido demasiado lento y ahora intenta correr con sus piernecillas para seguir a los adultos.
Y con su voz aguda se hace eco de las exclamaciones de los mayores, que resuenan con claridad en los muros soleados:
—¡Salve, Pertinax! ¡Salve, imperator!
Llaman a mi puerta.
Esfinges de carnero en la luz verde de las avenidas de cipreses, volveré a veros. Calor zumbante sobre los arbustos de hibisco de dulce aroma, volveré a sentirte al pasear. Inscripciones, memoriales de piedra, miradnos desde los sepulcros con vuestros enigmáticos ojos de dioses. Neferure y yo tendremos el pelo cano, pero delante de nosotros van Fausto y Aurelia.
Vuelven a llamar a la puerta y acudo sonriendo. Ya es hora de amar lo que me está esperando allí. Y hay tanto que me espera…