Mientras todavía me hallaba en Roma, no había dejado de imaginar una y otra vez, cómo iría tras ella, tras mi amada Lucila, apoyado en la barandilla de un barco que hacía volar la espuma de las olas, los cabellos ondeando en el viento impetuoso, rumbo a Antioquía. En cualquier caso, nunca había llegado a representarme de un modo veraz lo que vendría a continuación después de los cabellos ondeantes, después de la espuma de las olas y el viento. Debo admitir que mi imaginación se detenía en ese punto, capitulaba ante lo que sabía y no quería reconocer: que todo aquello no eran más que ensoñaciones infructíferas y ridículas. Los hechos reales que me aguardaban en Oriente, por el contrario, no habría sido capaz, de adivinarlos, como tampoco de describirlos y mucho menos de desearlos.
Con todo, la ciudad y el palacio, la cercanía de Marco Aurelio, la amistad de Frontón y los achaques de mis pacientes se me habían hecho insoportables, la melancolía y la inquietud me invadían alternativamente y me impulsaban a escapar a toda prisa. En medio de un gran ajetreo y sin detenerme a pensarlo una sola vez, por fin había subido a bordo de mi barco. Y allí estaba, con los cabellos azotados de veras por el impetuoso viento, encorvado sobre una barandilla salpicada por la espuma de las olas, escudriñando el horizonte en dirección a Antioquía. La sencilla pregunta de qué haría una vez allí se alzaba ante mí tan alta como las olas.
Cuando avistamos la costa occidental de la Hélade todavía no había encontrado una respuesta, de modo que desembarqué para ganar al menos algo de tiempo. Además, Olimpia, hacia donde me dirigía junto con la mayoría de mis compañeros de viaje, era una ciudad sagrada de los griegos, o eso me decía yo, y yo era griego, por lo que mi presencia allí en el fondo no necesitaba de más justificación. Miles de visitantes como yo deambulaban por el distrito sagrado, callejeaban por la stoa de Eco, contemplaban admirados las famosas casas de los tesoros, hacían ofrendas en el templo de Zeus y se relajaban en las termas que había detrás del Filipeion.
Además, fui a visitar a recolectores de plantas, sacerdotes y destiladores, ya que mi pretexto para emprender el viaje había sido el de ir a reunir hierbas medicinales. Además, la empresa me resultaba menos absurda si por lo menos satisfacía el pretexto con que la había emprendido. Entre mis fardos pronto se amontonaron crisoles y cajitas, balas y ánforas, y me vi obligado a enviar el primer cargamento a los almacenes imperiales de Roma.
Durante el día me dedicaba con gratitud a redactar las descripciones detalladas, las prohibiciones y las instrucciones que adosaba a esos paquetes; por las noches me atormentaba la atronadora risa de un emperador al que le declaraba mi pretensión de que me confiase a su mujer.
Un día, entre los templos, me tropecé con una reunión en la que se anunciaba el suicidio de un filósofo, cosa que se correspondía por completo con mi estado de ánimo. La curiosidad hizo que me acercara.
Allí estaba él en persona, ese filósofo, vestido con ropas sucias, el pelo y la barba largos y descuidados, un sencillo bastón nudoso en la mano derecha y un zurrón al costado. Explicó con palabras conmovedoras que quería abandonar en breve esta vida esforzada.
—He vivido una vida hercúlea —anunció, con la voz quebrada por el llanto—, mis heroicidades han sido las del intelecto. Una y otra vez he limpiado de depravación e inmoralidad los establos de Augias, he dirigido mis palabras sinceras a los tiranos, he donado mis bienes a los pobres y he recibido por ello la burla de los ignorantes. Y ahora ya basta. —Alzó su bastón hacia el cielo—. Basta —declaró una segunda vez, con voz aguda y temblorosa—. Ha llegado el momento de morir también como un Hércules.
La voz del hombre quedó ahogada por graves murmullos.
A su alrededor, sus discípulos alzaron fuertes gemidos, le tiraron de las vestiduras e imploraron a los dioses que lo dejasen permanecer junto al pueblo griego. Toda aquella excitación no me afectó mucho en mis circunstancias de cansancio extremo. Que la Tierra era un valle de lágrimas y que la vida no valía la pena me resultó obvio aquel día. Esas imágenes de tristeza que rodeaban al anciano venerable contribuyeron a hacer que las lágrimas por mi propio destino volvieran por fin a aflorarme a los ojos. Me esforcé por comprender un poco más lo que se decía allí delante, pero el tumulto general ahogaba muy a mi pesar lo que nos estaba siendo transmitido como legado del griego más grande de cuantos vivían.
—Ah —suspiró una voz cultivada junto a mí—, cómo desearía que poseyera la decencia de acabar con su vida, como Heracles, desde lo alto de un monte apartado.
Perturbado de esta forma mi estado de ánimo interior, le lancé una mirada de pocos amigos al hombre que había hablado. Tenía un rostro alargado y enmarcado por un cabello y una barba como de lana de oveja y de un rojo penetrante. Dos orejas de soplillo le sobresalían a los lados como si fuesen las asas de una olla, y todo ello estaba dominado por una nariz puntiaguda, angulosa y prominente que apuntaba claramente hacia la lengua afilada que se escondía un poco más abajo.
Otro espectador lo secundó:
—Nunca saltará a su foso en llamas. Ayer estuvo en mi casa y me pidió que le hiciera la manicura en las uñas de los pies. ¿Te harías tú la manicura de los pies —le preguntó a continuación a la mujer que estaba junto a él—, si al día siguiente quisieras morir quemada? No tiene sentido. Y, puesto que le corté un poco sin querer, me pegó y exigió que fuese a buscar un médico.
El hombro que estaba al lado de éste, inspirado por la historia, formó una bocina con las manos y gritó hacia delante:
—¡Date prisa y acaba ya lo que has empezado!
—Bueno, bueno, Antístenes, no apremies así al buen hombre —intervino de nuevo el pelirrojo—. Lleva cuatro años preparando esto, así que no debemos echarle a perder su gran final.
—¿Hace cuatro años que se prepara para quemarse vivo? —pregunté con asombro.
Mi interlocutor dio media vuelta para mirarme y me sonrió con malicia.
—Desde el final de los últimos juegos, sí. No había logrado entusiasmar demasiado a nadie y por eso empezó a redactar testamentos intelectuales, verborrea escrita, exhortaciones y sentencias que envió a diferentes ciudades. Calculo que apenas debe de quedar una sola comunidad griega, aquí y en Asia Menor, a la que sus mensajeros, sus «corredores del inframundo», como él los llama, no hayan llevado su correspondencia no requerida.
—Un hombre que piensa en la posteridad —comenté con precaución.
—Un hombre que piensa en la fama póstuma, joven amigo —replicó mi interlocutor—, lo cual es diferente. Se corresponde más o menos a la diferencia entre lo mío y lo tuyo. Pero, de todos modos, seguro que nuestro buen Peregrino jamás ha sabido qué es eso.
—¿Se llama Peregrino?
El pelirrojo asintió.
—Aunque ahora se hace llamar Proteo.
Volví a fijarme con asombro en el anciano que tenía delante. Estaba pálido y temblaba a ojos vista, pues la reacción de la multitud parecía sin duda muy variada. Sin embargo, volvió a alzar las manos y gritó:
—Quiero ponerle un broche de oro a una vida dorada, y que os sirva a todos los que me veis para saber cómo hay que despreciar a la muerte. Heracles-Fénix quiero llamarme, y todos vosotros habréis de ser mis Filoctetes.
—Fénix, pues —se corrigió mi vecino—. Peregrino-Proteo-Heracles-Fénix. O lo que sea.
Miré su cara picara y risueña y, contra mi voluntad, no pude evitar reír. El anciano se estremeció. Muchos de los presentes habían estallado en risas al oír esas últimas palabras. A su izquierda se había formado un coro que vociferaba alegremente entre gestos:
—¡Salta! ¡Salta! ¡Salta!
—Los dioses no aceptarán tu sacrificio, oh, noble Fénix —volvió a intentar convencerlo uno de sus discípulos, y proporcionó un lema al coro simpatizante—: ¿Cómo podrían renunciar al mejor de los hombres?
—Yo no me preocuparía por eso —masculló mi nuevo conocido—. Por cierto, soy Filoctetes-Luciano —añadió.
—¿El poeta? —exclamé, y no pude evitar sonreír también yo al ver cómo ante mi admiración intentaba reprimir una sonrisa satisfecha que le levantaba las comisuras de los labios—. Filoctetes-Galeno —repuse con rapidez, y le tendí la mano.
—¿El médico? —Me tomó la mano derecha, la estrechó afectuosamente y se me llevó de allí—. Esto sí que es una sorpresa. Y una alegría. Tendríamos que ir a beber algo.
Una última mirada me mostró al pálido y desesperado Peregrino-Proteo-Fénix en medio de la muchedumbre vociferante. Puesto que nadie más se adhería a él ni le rogaba que conservara su humanidad, éste contemplaba con ojos ardientes su inmediata e inevitable muerte en las llamas.
Yo, por el contrario, pasé una tarde despreocupada y también una noche divertida en La Corona de Apolo con Luciano. El que oiga hablar a alguien con desprecio de ese poeta porque sólo fue un satírico, que le dé un buen escarmiento. El que quiera mofarse, debe saber ante todo de qué está hablando. ¡Ese crítico necesita tanto intelecto y discernimiento como los que poseía mi Luciano, y antes que nada debe demostrarlos!
Aquel que pregone que Luciano sólo narra irrelevantes historias fantásticas sobre viajes que nunca emprendió no tiene ni idea de lo grande que es el mar de la cultura y la erudición en el que navegaba mi amigo. Aquel que lo llame socarrón barato no es más que un espíritu dependiente, un admirador de héroes poco convincentes a quienes quiere considerar semidioses, y por eso no soporta que nadie señale sus puntos débiles. ¡He dicho! No obstante, aquel que lo considere una persona que ha creado su obra página a página leerá sus maravillosos Diálogos de las hetairas y podrá decir que a Luciano no se le acabará nunca el tema mientras existan los hombres y sus errores.
Tampoco a nosotros se nos acabó el tema esa noche; fue en esa ocasión cuando me exhortó a falsear esas obras póstumas de Numisiano, esas que con tanto dolor se me habían escapado, sin perder tiempo y en mi propio provecho.
—Con Hipócrates no haces otra cosa —comentó, y pidió más vino.
Mi intención era la de indignarme, pero me había sonrojado.
—¿Que quieres decir con eso? —pregunté por el contrario, apocado, aunque sabía muy bien lo que quería decir.
—Pues nada, sólo que el viejo Hipo puede estar contento de que seas tan buen científico y saques a la luz sus viejos teoremas como si los hubieras descubierto de nuevo mediante profundas investigaciones. En los temas en los que el hombre no resulta en modo alguno brillante, arrojas con benevolencia el velo del olvido. Sin embargo, cuando sí te es de utilidad para ennoblecer tus afirmaciones con su arraigado buen nombre, lo alabas, aunque sea contra su voluntad. Bueno… —se hizo servir vino y brindó a mi salud—. No os ha perjudicado a ninguno de los dos, por lo que se ve. Tal vez debería desear eso mismo para mí: un joven genio que más adelante vaya de aquí para allá explicándole a todo el mundo que todo eso ya lo decía siempre el viejo Luciano.
Brindé con el rostro resplandeciente, sin estar muy seguro de si lo hacía porque me había llamado «genio» —puesto que lo había dicho sin burla alguna— o por la dolorosa franqueza con la que Luciano había descrito el procedimiento mediante el cual había cosechado mi fama y que Filicio, a quien se lo había confesado por primera y única vez en la habitación de encima de la tienda de Manetón, llamaba el «sistema alejandrino».
—No te lo tomes a mal. —Me dio unas palmadas reconfortantes en el hombro—. Y ¿qué te trae ahora por aquí?
La pregunta hizo que me sintiera de nuevo abochornado, de modo que tan sólo mascullé con vaguedad algo sobre la salvia de los prados de Mesinia que quería conseguir en Pilos.
—¿Conque salvia de los prados?
Luciano, por suerte, no pareció demasiado interesado. En lugar de seguir preguntando, empezó a explicarme sus propios planes, que lo llevarían a Siria. A partir de ese momento obtuvo toda mi atención.
—Quiero volver junto a Lucio Vero, que está en Antioquía —me explicó con entusiasmo—, allí me espera la más bella de todas las mujeres, la más perfecta que hayas visto jamás, Galeno. Una auténtica Dea Syna, una magna mater, una…
Se llevó los dedos a la boca y los besó con gran placer. El camarero lo interpretó como una señal para que nos trajera a la mesa otra fuente de judías.
—¿De verdad? —gemí débilmente, y me escudé tras mi vaso de vino, de modo que tuve que llenarlo una vez más.
Lo escuchaba con mucha atención y, pese a que me resultaba una tortura, no podía ni dejar el tema ni dejar de beber.
—Y ¿qué clase de hombre es ese Vero? —pregunté al final, con curiosidad. Ya se me trababa la lengua.
—Un idiota con buen gusto —fue la breve respuesta de Luciano.
Entre los dos se hizo un momento de silencio. No estaba yo seguro de si ésa era la respuesta que habría querido oír. Surgió en mí una débil esperanza, pero al mismo tiempo una absurda indignación y la necesidad de que la separación entre Lucila y yo se debiera a un motivo más profundo que un idiota con buen gusto.
—No se merecía lo más mínimo a esa mujer —añadió Luciano con cierta amargura, y dio otro sorbo.
Por más que estuviera de acuerdo con él, no cabía duda de que los sentimientos de mi nuevo amigo hacia mi amada iban demasiado lejos.
—Marco Aurelio en persona lo nombró corregente contra las expectativas del Senado. Lo tiene en gran estima —alegué.
Luciano se encogió de hombros.
—No es mal tipo —comentó—. Alegre. Buen anfitrión. Complaciente. Influenciable. Con una inteligencia sólo mediocre, y eso él mismo lo sabe, en el fondo. Aun así, no hay que intentar convencerlo de que es brillante, genial, único y dotado para el gobierno. Si no, se lo acabaría creyendo en algún momento y eso sería fatal.
Me incliné hacia delante y hablé en voz baja. Me di cuenta, con gran irritación, de que ya tenía dificultades para articular con claridad.
—¿Es verdad que asesinó al gobernador sirio?
—¿A Annio Libón? —Luciano alzó la mirada. También sus ojos estaban enturbiados por el alcohol—. Creo que sí. Jamás consiguieron ponerse de acuerdo, y ya te he dicho que no es nada bueno que alguien le haga creer a Vero que es algo parecido a un emperador.
—También has dicho que es un tipo simpático —repuse, consternado—. Libón, a fin de cuentas, era sobrino de Marco Aurelio.
—Simpático, pero influenciable. Según he llegado a saber, en manos de su maestro, Frontón, siempre fue un niño modelo. Aún hoy le sigue escribiendo unas cartas muy conmovedoras.
Puesto que conocía el trato entre Marco Aurelio y Frontón, podía imaginarme muy bien el tono del contenido de esa correspondencia. Encogí los hombros y bebí a su salud.
—Entonces sólo cabe esperar que su actual influencia sea de mejor índole.
Luciano me dio de nuevo la razón alzando su vaso y luego asintió con energía.
—Ella ejerce sobre él la mejor de las influencias. Ha rejuvenecido desde que la tiene junto a sí. —Suspiró—. Y la conducta de ella es impecable.
—Bueno. —Ésa no era precisamente la imagen que yo habría esbozado de Lucila, por muy enardecido que me tuviera—. ¿Es eso imaginable?
Mientras bebía mi vino, me reí a medias y con bastante ingenuidad, puesto que yo era la prueba viviente, si bien exclusiva, que contradecía la indiscutible virtud de mi dulce Lucila.
Sin embargo, Luciano alzó el mentón y clavó con decisión su nariz puntiaguda en el aire.
—Es posible que la perfección de Pantea sobrepase la imaginación de algunos hombres —comenzó a decir Luciano, pero ahí se interrumpió.
También a él le había afectado tremendamente el vino.
—¿Pan… Pantea? —tartamudeé con desconcierto.
—Sí, la celestial Pantea de Esmirna, su única amante.
—Pero —balbucí como un estúpido, intentando en vano que no se me notase la perplejidad—, ¿no tiene ya esposa ese hombre?
Luciano desestimó la objeción con un gesto de la mano sobre la mesa. La puerta de La Corona de Apolo se abrió entonces de golpe.
—¡Hasta aquí hemos llegado! —vociferó alguien, y entró en la cantina—. Se prepara la hoguera en Harpina. ¡Tenéis que verlo!
Después, sus compañeros siguieron extendiendo la noticia. La puerta giró sobre sus goznes y dejó entrar el tibio aire de la noche con su aroma a anís y tomillo silvestre. El cielo estrellado relucía sin una sola nube.
—Tenéis que verlo —balbució Luciano, y se levantó—. Ven, Galeno, amigo mío.
Me zarandeó por los hombros con cierta dificultad, pidió unas antorchas y la cuenta. Nos marchamos tambaleándonos, abrazados uno al otro.
Fue un camino muy largo el que desanduvimos por el estrecho sendero de piedra, casi veinte estadios en dirección al hipódromo, hacia el este, por entre laureles y grandes matorrales de lavanda. El canto de las cigarras parecía flotar en la noche sobre nosotros mientras tropezábamos de piedra en piedra y de arbusto en arbusto a la luz titilante de nuestras antorchas. No tardamos en ver otras pequeñas llamas igualmente inquietas que humeaban allá delante, en la oscuridad, recorriendo en fila la senda que serpenteaba hasta la fosa en la que las poderosas lenguas de fuego de la hoguera ya lanzaban vapores rojizos sobre el lugar de sacrificio. Al fin llegamos allí. Parecía irreal, y todo ocurrió muy deprisa.
Flanqueado por sus jóvenes seguidores, un Peregrino de mirada infeliz se presentó ante nosotros sosteniendo una antorcha en su mano huesuda y se quitó toda la ropa menos una camisa de lino increíblemente sucia. Tras algunas dudas, encomendó su alma a los dioses maternos y paternos («con el rostro encarado hacia el mediodía», tal como se dijo después con susurros respetuosos) y miró una vez más en derredor para comprobar si de veras no había nadie que quisiera detenerlo. No obstante, todos apartaron la mirada, conmovidos y expectantes. Entonces dio un salto y desapareció entre las llamas. Todos lo miraron, como si esperasen que se produjera un final que coronase el drama: un cántico, su resurrección o, como mínimo, una voz desde las ascuas que pronunciara palabras atronadoras. Sin embargo, sólo se oyó el crepitar y el zumbar de la madera ardiendo, y empezó a extenderse un olor desagradable. En el suelo había quedado un triste montoncito de prendas de vestir.
—Venga, vamos —gruñó Luciano tras unos minutos, y tiró de mí—, no es muy agradable ver a un viejo asado a la parrilla. Ni olerlo. —Y mientras nos íbamos aún susurró entre risas—: Los dioses paternos… No está mal para alguien que estranguló a su propio padre.
—¿De verdad? —pregunté.
—De todas formas, después tuvo que entregar la herencia a su ciudad natal porque, si no, lo habrían llegado a acusar por el asesinato. El pobre Peregrino sí que tuvo mala suerte en esta vida.
—Proteo —reí.
—Fénix —contraatacó él.
No pude evitar reírme, y Luciano conmigo. Regresamos a Olimpia dando voces y tambaleándonos sobre las piedras. A los primeros curiosos que nos encontramos y que nos preguntaron sin aliento si se habían perdido algo, les explicamos con voz pesarosa qué todo había terminado ya.
—Y después se ha producido un seísmo —clamé, haciendo aspavientos.
—¡No!
Abrieron la boca y los ojos de par en par.
—¡Sí! —confirmó Luciano, categórico—. Con truenos subterráneos, ¿verdad, Galeno?
—Truenos subterráneos, es verdad. —Asentí sin parar—. Y un… un buitre ha salido de entre las llamas y ha volado hacia el cielo.
Nuestros oyentes exclamaron: «¡Oooh!», como si hubiesen estado allí mismo y hubieran visto cómo el ave extendía sus alas majestuosas sobre ellos. Luciano no podía parar de reír por lo bajo y tuve que darle un golpe en el costado.
—Y el buitre ha dicho… ha dicho con voz humana… ha dicho… ha anunciado… —seguí tirando del bulo.
—Abandono la Tierra, me voy al Olimpo —exclamó Luciano.
—Eso mismo —grite—, ¡eso es lo que ha dicho!
Cuando conseguimos recobrar el aliento y dejar de reír, estábamos solos. Poco después, en las callejas de Olimpia, los paseantes nocturnos nos recibieron con la legendaria historia de la ascensión de Peregrino a los cielos.
—Piensa —me susurró Luciano mientras escuchábamos con atención la narración legendaria— en lo que hemos provocado. ¿Qué no sucederá en su honor en el futuro? Tal vez las abejas acudan milagrosamente a ese lugar, quizá las cornejas vayan revoloteando hasta allí, como a la tumba de Hesíodo, y otras bobadas semejantes. Hemos creado un mito. —Asentí con una sonrisa beatífica—. Ven conmigo a Antioquía —siguió cuchicheando—, nos lo pasaremos en grande.
Sacudí la cabeza con obstinación.
—No, no, no, tengo que ir a Pilos. La salvia de los prados…
—¡Uy, uy! —Luciano me atajó y rebatió mi excusa—. Puedes conseguirla en Atenas. ¿O también eres de esos apóstoles de las hierbas que creen que hay que recogerlas al alba, en persona, descalzo, recién crecidas y sin instrumentos metálicos?
No estaba lo bastante borracho como para arruinar mi reputación con semejante afirmación sin reflexionar antes honda y largamente.
—Entonces, ¿qué pasa? —preguntó Luciano al cabo de un rato.
Sin embargo, yo había tomado una decisión.
—Salvia de los prados —susurré.
—¡Pantea!
—¡Lucila!
—Lo que sea.
El barco salió del agua goteando y balanceándose, resbaló dando sacudidas por la rampa y abandonó la inmensidad marina de color turquesa para proseguir su largo camino por tierra, más allá del gentío del puerto, más allá de las pedregosas colinas verdes de Corinto con sus rebaños de cabras, más allá de los plateados olivares con sus muros de piedra calentados por el sol.
Con todas las velas y todas las banderas arriadas, los mástiles pelados sobresalían sobre los pastos apuntando hacia el cielo azul. Las largas algas verdes, que en el agua habían danzado a nuestro alrededor con tanta exuberancia, colgaban flácidas y sucias del casco de madera. Interminables hileras de bueyes y esclavos aferrados a las sogas tiraban de la nave hacia delante con desacostumbrados y toscos movimientos; el barco parecía un ave marina que cuando camina en un elemento que no le es familiar, ha perdido toda la elegancia que despliega en los aires.
Al acercarse a un gran alcornoque la embarcación se ladeó peligrosamente. Su quilla rozó las ramas crujientes cuyos chasquidos quedaron apagados bajo los gritos exasperados de los arrieros. Por fin el barco volvió a enderezarse sobre su ruta pétrea. Por un momento temí perder mi equipaje.
—Maldita sea —renegué, preocupado—, tendría que haber cogido el cofre del instrumental.
Igual que a la mayoría de los viajeros, sólo me permitieron subir en los carros de bueyes con los bultos más indispensables. Únicamente algunas personas esforzadas, o que le tenían miedo al agua y estaban encantados de regresar a tierra, recorrían esa parte del trayecto a pie y silbando.
—Está todo bien amarrado —me tranquilizó Luciano—. ¡Ay! —El carro había pasado por encima de una piedra y le había obligado a volver a sentarse bruscamente sobre su banco de madera—. ¡Cómo me gustan los viajes marítimos! —gruñó, de mal humor—. Al menos en ellos no hay moscas. Ático tendría que haber hecho perforar el istmo.
—¿Herodes Ático? —quise saber, interesado.
Éste, junto con muchos otros, había sido maestro de Marco Aurelio. Yo había oído hablar mucho de él aunque no lo había visto nunca en la corte imperial de Roma, puesto que, ya viejo y afectado por las muchas adversidades del destino, prefería quedarse en su Atenas natal.
—El mismo —corroboró él—. El cónsul Vibulio Hiparco Tiberio Claudio Ático Herodes, el hombre más rico de Grecia, rétor y benefactor. Has visto su ninfeo en Olimpia. —Recordaba con vaguedad la elegante reciente construcción junto a las casas de los tesoros—. Y has bebido su agua —prosiguió Luciano—. Hizo construir la conducción después de que, debido a la gran afluencia de visitantes de los últimos juegos, se declarase una epidemia a causa de la escasez de agua corriente. Nuestro difunto amigo Peregrino lo injurió sobremanera en aquella ocasión.
—¿Que reparo le ponía a ese sublime proyecto? —pregunté con serenidad.
El carro me mecía, y al otro lado de las olorosas cortinas se oía el zumbido de las abejas sobre los matorrales.
—Demasiado compasivo —explicó Luciano—. Que se murieran de sed y reventaran; según Peregrino, eso mantenía a los griegos resistentes, tan fuertes que habrían podido deshacerse de una vez por todas del yugo romano. Pero eso fue al final de su carrera, cuando ya nadie le prestaba atención. Después urdió su plan de suicidio.
Nos quedamos callados y contemplamos ensimismados el paisaje. Las mariposas revoloteaban por entre los mástiles del barco, delante de nosotros. Las cigarras anidaban en las jarcias, dispuestas a entonarnos un concierto la noche siguiente en el mar, rumbo a Atenas. Atrapé un poco de musgo amarillo de un saliente de roca y olí su aroma.
—El bueno de Herodes ha construido y fundado muchas cosas —meditó Luciano para sí—. En Atenas te enseñaré su estadio.
—Bueno, ¿no es asombroso?
Luciano extendió los brazos como un guía para foráneos. Tenía razón: el gigantesco óvalo con sus bancos de mármol regulares y de color claro que relucían al sol era realmente impresionante. Blanco, liso, esplendoroso e inmaculado, con sus elegantes curvas encerraba la pista de tierra de forma tan proporcionada y perfecta como la concha reluciente de un marisco. El estruendoso aplauso que se levantara de ese inmenso círculo tenía que ser sobrecogedor. Las numerosas gradas se alzaban hasta tocar el cielo y sólo más allá y, por encima de la delicada curvatura, se dejaba ver la lejana miniatura de un paisaje con cipreses.
Asentí pensativamente.
—Impresionante, en efecto. Empiezo a sentir curiosidad por ese hombre. —Y, cuando Luciano enarcó sus cejas de un rojo zorruno, añadí—: Esta noche cenaremos con él.
No pude evitar reírme al ver cómo mi compañero se quedaba con la boca abierta, y no disfruté poco de la novedad de ser yo, por una vez, quien lo sorprendiera a él.
—Marco Aurelio —le expliqué al fin— no quiso dejar marchar a su médico personal sin enviar con él saludos a buenos amigos in situ. Y eso ha hecho su efecto. ¿Qué hacemos hasta entonces?
—El Miropoleion —decidió Luciano tras pensarlo un rato, y me tomó del brazo—. Te gustará. Mucha salvia de los prados.
En eso tenía razón. El mercado de especias y hierbas ateniense, al este del ágora, no sólo olía como un jardín del paraíso —lo cual provocaba que muchos visitantes del cercano mercado de pescado buscaran allí descanso y relajación una vez hechas sus compras—, sino que también ofrecía toda la abundancia y la riqueza del Mediterráneo oriental. Sí, hasta de la India y Bactriana, de Arabia, Puní; y Somalia procedía todo lo que era sagrado, perfumado, todo lo que cuidaba y sanaba.
Poco llamativas pero caras, las ásperas resinas se apilaban en bandejas: el benjuí rojizo del Styrax, el gálbano amarillo del monte Amanos, el ládano, la resina de pincarrasco, de enebro y de cedro, la resina amarillenta de la jara siria, la resina de delicado aroma del codeso y la exótica del árbol de Aru egipcio. Todas ellos, en el calor, emanaban la totalidad de su aroma embriagador.
Bolitas de incienso y mirra se amontonaban en abundancia, formando pilas desmigajadas y poco llamativas que no desvelaban su valor, un valor que no se revelaba hasta que llegaban a los incensarios donde se consumían. El incienso era suave y estimulante; cardiotónica, vigorizante e incitante la mirra. Ningún médico y ningún sacerdote se iba sin ellos. La más cara era la famosa tercera cosecha del preciado árbol arábigo del incienso, la resina lechosa que los árabes denominan olíbano y de la que los antiguos egipcios decían que hace ver a los dioses.
Bajo los toldos de los puestos iluminados por el sol relucían los frascos de aceites puros de oliva, de almendra, de adormidera, de linaza, de ben, de sésamo y de dátiles, de todas las tonalidades entre el ámbar claro y el dorado oscuro, que desprendían suaves destellos. Junto a ellos, en grandes recipientes, llamaban la atención los aromáticos torbellinos de pétalos de rosa y azucena, lirio y croco, bergamota, mimosa y jazmín. Los montones de azafrán dorado en polvo, apilados con audacia, emanaban sus aromas livianos y aun así embriagadores. Raíces de lirio secas y trenzadas se extendían unas sobre otras. Las bayas de enebro, los tréboles y las agujas de conífera recordaban a los bosques; el anís, las ciperáceas y el comino despedían un fuerte olor; la escamosa canela y los nardos afectaban a los sentidos a su manera inconfundiblemente exótica.
Había un animado gentío alrededor de un puesto que exhibía raíces negras de mandrágora, alrunes de aspecto desagradable, no muy diferentes al cuerpo humano, que tenían fama de afrodisíacos y estaban muy de moda. En el mercado, buscados sobre todo por las amas de casa que hacían la compra pero también valorados por sus poderes curativos, se vendían moras silvestres, cilantro, angélica, hinojo, eneldo, salvia romana, artemisa, aladierna, mejorana, poleo, la antipirética corteza del sauce y el vomitivo de raíz de avellano, en cestos de un trenzado muy tupido.
—¡Mira! Antes, con Hipócrates, eso servía en el mejor de los casos como medicamento contra las molestias menstruales —comenté, mientras señalaba una hilera de cuencos de estaño sin pulir, de los que salían los insoportables vapores del castóreo, una secreción hedionda del castor en celo.
Ahora los perfumistas se habrían peleado por él, pues las notas animales, el almizcle, la algalia y el ámbar gris se habían introducido en su arte, y lo que antes desagradaba al olfato hoy en día excitaba los sentidos y servía como cebo a lascivos calaveras y cortesanas.
—Hmmm.
Tampoco Luciano era muy amigo de los aromas animales. No obstante, pasó la mano lentamente por los puestos de flores y escuchó con gran impaciencia mi interminable conversación con un anciano cretense que vendía díctamo auténtico y que me explicó que había perdido a dos hijos en las peligrosas escaladas que hacía para conseguir esa hierba, que sólo crece a grandes altitudes, sobre rocas apartadas, con sus flores de color malva. Con unas manos de un moreno oscuro, ajadas y casi convertidas en garras, sopesó ante mí la planta y sus bayas. Le creí cuando me informó de que él mismo seguía trepando hasta esas rocas para recolectar las hojas carnosas y tupidas.
—Díctamo de las montañas sagradas —bramó, en un dialecto casi incomprensible—. De las montañas sagradas.
Asentí con benevolencia y me alejé con mi compra, seguro de que allí no me habían estafado.
—Cicatriza las heridas —le expliqué a mi compañero para contener su impaciencia, que a todas luces iba en aumento—, igual que el té calma los nervios, igual que la salvia combate el reuma. Es una auténtica bendición. —Pero Luciano seguía interesado tan sólo a medias—. Bueno, ¿qué clase de hombre es ese Ático? —pregunté para cambiar de tema con maestría mientras lo arrastraba hacia un puesto que se anunciaba con amapolas de un rojo intenso—. ¡Ah! ¡Adormidera de Sicione!
Había sido la impaciencia de Luciano la que no me había permitido detenerme en aquel lugar del golfo de Corinto que es la ciudad del opio por antonomasia. El mercader de Sicione que ofrecía allí sus productos fue tan inteligente como para enriquecer su gama de opiáceos con cáñamo, incienso, mirra y qat yemení, que calma el hambre. Todo lo que embriaga e influye en el espíritu humano se exhibía allí con generosidad; y yo me deleitaba en la abundancia. La breve respuesta de Luciano a mi última pregunta no me llamó ya la atención.
—Un hombre de extremos —comentó únicamente—, entusiasta, aunque también muy desesperado. Es mejor que nadie se interese por él.
—Y ¿eso por qué? —pregunté, asombrado, y señalé a una vasija cilíndrica de opio, con una abertura a un lado que estaba diseñada para inhalar sus humos. Una bella cabeza de amazona la decoraba—. Y ésa, por favor.
—Una bonita pieza, señor, tiene usted muy buen gusto —me halagó el mercader, y me la envolvió haciéndome muchas reverencias.
Le dirigí un gesto amistoso.
—Porque te apretará extático contra su pecho —respondió Luciano entretanto—. Te adorará, te alzará a los cielos, fraguará planes para ti, querrá vivir contigo. Hasta la primera divergencia. Entonces reina el drama y la desesperación: diálogos interminables, acusaciones, arrebatos… —Terminó su enumeración poniendo los ojos en blanco y haciendo un gesto concluyente con la mano—. Una catástrofe total hasta la reconciliación lacrimógena. Ese hombre es agotador. Es mejor que no demuestres genialidad en su presencia.
—No tengo pensado más que cenar allí —dije para tranquilizarle. Después me volví enérgicamente hacia él y añadí—: Pero ¿qué es lo que quieres?
Me miró con tristeza, con su cara enmarcada por rizos.
—¿A qué te refieres?
—Llevas toda la mañana arrastrándote sin ganas detrás de mí, aunque has sido tú el que ha propuesto venir aquí. O sea que, ¿qué es lo que andas buscando, eh?
—Oh —empezó a decir con vaguedad—. Sólo un pequeño regalo, bueno, en realidad no tengo la menor idea de si lo aceptará. Ella…
—¿Así que es para conquistar a una mujer?
Se aclaró la garganta.
—En cierta forma.
—Y en Antioquía, por lo que veo, ¿no?
Podía imaginar con gran exactitud quién era su idolatrada. El parecido de su anhelo desesperanzado con el mío —sin duda era desesperanzado, si su idolatrada Pantea era tan sólo la mitad de virtuosa que como la describía él en sus ardorosos panegíricos— hizo aumentar más si cabe mi simpatía por el pobre Luciano. Esa simpatía me ayudó a contemplar también el objetivo de mi propio viaje con cierto sentido del humor. Allí estábamos ambos, dos pobres eruditos bobos en medio del barullo del mercado de Atenas, consumiéndonos de deseo por las dos mujeres de un emperador que probablemente jamás nos habían querido. En la triste figura de Luciano vi algo de mi propia ridiculez, y en ese momento sentí por él aprecio, verdadero aprecio. Por primera vez desde hacía mucho pude volver a reír de todo corazón. Le di unas palmaditas en los hombros con una enorme calidez.
—¿Qué te parecería un bálsamo parto de miel? —propuse con generosidad.
Tal vez Luciano fuera un escritor magnífico y un conversador deslumbrante, pero en cuestión de regalos para damas estaba clarísimo que yo tenía más experiencia. Agradecido, dejó que lo arrastrase hasta uno de los perfumistas que había detrás del mercado y admiró con asombro, a mi lado, la preparación del fragante ungüento. Estuvimos largo rato en el taller de techo bajo y caldeado por numerosos hornos como si fuera una sauna, lleno de diligentes esclavos que separaban, arrancaban y amontonaban hojas, y que al principio nos miraron con desconfianza y después dejaron de prestarnos atención. Luciano se enjugó el sudor de la frente. Revolvió entre sus recuerdos y extrajo de ellos una cita de Teofrasto, de De los aromas, y escuchó con interés los comentarios medicinales que le hice mientras la grasa, en la tina de tres patas que teníamos delante, recibía un aromático ingrediente triturado tras otro, antes de ser calentada y macerada poco a poco. Uno de los maestros removía la masa con una espátula cuidadosamente y sin parar, otro quitaba de vez en cuando la espuma y las materias primas agotadas con un escurridor mientras los oficiales, sentados frente a sus morteros, seguían machacando y triturando lo que todavía había que añadir.
Hasta tres días podían pasar antes de que mezclaran la sustancia resultante con vino fuerte y resinas y la embotellaran. El bálsamo parto de miel estaba compuesto por veintisiete ingredientes, tal como le hice saber a mi amigo, entre ellos canela, cardamomo, nardo, mirra, croco, loto y miel, y, como componente más preciado, bálsamo de Judea.
—De todas las sustancias aromáticas, no obstante, la preferida es el bálsamo —dijo Luciano— que sólo crece en Judea y que antaño se cultivó únicamente en dos jardines, ambos en las propiedades del Rey. El emperador Vespasiano fue el primero en mostrarle a Roma ese pequeño árbol. Ahora, igual que su pueblo, está sometido a nosotros, nos paga impuestos —prosiguió Luciano, citando de memoria a Plinio el Viejo—. Los judíos han rabiado contra él, igual que contra su propia vida; los romanos quisieron defenderlo, y por eso se luchó por un arbusto. Ahora se planta a expensas del Estado y nunca lo hubo en tanta abundancia… Pese a todo, a mí casi me arruinará —suspiró entonces, pensando en su bolsa vacía.
—Bueno, la cena de esta noche nos saldrá gratis —dije para consolarlo—. Y hasta que zarpe el Bella Afrodita, aún puedes dar un par de conferencias. Oh, perdón.
Muerto de vergüenza saqué el pie de una pila de canela y me sacudí el polvo rojizo de la túnica.
El maestro perfumista alzó la mirada del mortero donde estaba triturando y dosificando las valiosas resmas, y nos rogó, a todas luces harto de nuestra presencia y nuestros comentarios eruditos, que por favor regresáramos antes de nuestra partida a recoger el bálsamo ya terminado. Se lo prometimos amablemente. Al salir de nuevo a la calle, aún tuvimos tiempo de darnos un baño en las termas romanas de la cercana ciudad de Adriano, al nordeste del centro, para lavarnos y quitarnos de encima las fragancias poco varoniles que se nos habían adherido con pertinacia, antes de acudir a la cena de Herodes Ático.
La villa de Ático reflejaba el más puro clasicismo griego, igual que los trabajos científicos y retóricos que lo habían hecho famoso. Contenía maravillosos originales de Fidias y una valiosa colección de vasijas, que pudimos admirar en sus salas. La organización de la velada seguía el modelo del clásico simposio griego, lo cual, muy a nuestro pesar y contra lo que pedían nuestros estómagos vacíos, significaba entre otras cosas que habría más bebida que comida.
Cuando los esclavos nos quitaron las sandalias y nos condujeron a nuestros divanes, dispuestos a lo largo de la pared, mojamos con diligencia los dedos en las fuentes ya preparadas y, hambrientos, nos servimos queso, olivas, higos y ajo, que estaban expuestos junto con gran cantidad de pan. Algunos de los libertos de Ático aparecieron como «invitados sorpresa», y todos, cuando trajeron una sopa humeante de judías y lentejas, eligieron con unanimidad al señor de la casa como symposiarchos, el responsable del banquete que decidía con qué proporción se mezclarían el vino y el agua.
Me alegró ver que éste aplazó un poco más la libación, en honor de Dionisos, del primer vaso de vino puro e hizo servir un cochinillo sobre el que Luciano y yo nos abalanzamos con un hambre canina; iba a ser el cénit gastronómico de la velada. Mi amigo agradeció ese manjar con una controversia sobre la tragedia ática, de modo que yo pude limitarme a lamerme la grasa de los dedos, si bien más tarde tuve que justificar ante nuestro severo anfitrión el que hubiese atribuido algunos fragmentos de Hipócrates a discípulos contemporáneos y me gané mi cena, debo decir, con un duro trabajo intelectual.
Ático era un conversador despiadado que además de dominar el arte de la interrogación socrática tradicional y agotadora tenía un temperamento ardoroso. Su continuo «¿No es, por tanto, cierto que…?» vibraba de impaciencia; nunca lograba esperar antes de sacar sus propias conclusiones. Su técnica interrogativa no tenía nada que ver con la de su modelo, Sócrates, puesto que era mucho más agresiva que la de aquel filósofo al que los atenienses de su época ajusticiaron con veneno para no tener que soportar más sus largos discursos y respuestas. A pesar de eso, el que conocía a Ático pensaba automáticamente en la cicuta.
Dimos un suspiro de alivio cuando llegó el vino, de momento todavía sin aguar. Un caldo cretense excelente y rotundo cuyas últimas gotas vertimos en el suelo para Dionisos. De un rojo oscuro como la sangre, las gotas relucieron sobre el mosaico de guijarros blancos y negros del comedor, que representaba a un séquito de ménades danzando. Entonces entró la alegre comitiva de las flautistas. Quedé tan absorto en la contemplación de su desnudez que me sobresalté cuando un poco de vino me pasó rozando la oreja y salpicó el revoque rojo de la pared.
—¡Por poco!
Mi vecino del diván de la izquierda sonreía con el pocillo vacío colgando de uno de sus dedos por el asa.
¡Vaya, hombre, el kotabos! Yo ya lo había considerado pasado de moda cuando veía jugar a mi padre, y ni siquiera él solía hacerlo ya con sus amigos. En el kotabos, uno lanza los posos del vaso hacia una diana, que suele ser un pequeño blanco colocado en uno de los portalámparas. Para hacerlo, hay que apoyarse sobre el codo izquierdo y la taza sólo puede balancearse en el índice de la mano derecha. A mí me costó un buen rato dar en la diana del comedor de Ático, un disco de ágata con una máscara teatral grabada que estaba bastante alejado del punto donde fue a dar el vino de mi vecino. Sólo podía esperar que su puntería mejorara en el transcurso de la velada.
Ático discutía en ese momento con Luciano sobre la Teogonía de Hesíodo y los primeros comensales empezaban a alargar las manos hacia los pechos de las flautistas, que se disponían a demostrar su arte con otros instrumentos, cuando irrumpió un mensajero que se acercó a uno de los libertos del amo de la casa. El liberto, un hombre callado que esa noche no había participado en la conversación ni había probado suerte con el lanzamiento de vino, palideció por entero a causa de la impresión que le causó la noticia, se puso en pie de un salto, se lanzó a los pies de su amo y, mientras éste lo alzaba con cariño, le susurró algo al oído. Tras deliberar un momento, se acercaron a mí los dos juntos.
—La mujer de este hombre —empezó a decir Ático sin rodeos, haciéndose oír por encima de los sones de la flauta de la hetaira que de rodillas sobre un diván incitaba a los huéspedes ebrios— tiene contracciones y no puede parir a la criatura. El mensajero dice que se está muriendo. Y él —dijo, al tiempo que señalaba a su liberto— pregunta ahora si el afamado médico podría…
No dejé que acabara la frase. Feliz por poder escapar de aquel tumulto creciente, me levanté con un gesto de aprobación y pedí que enviasen a un esclavo a mi alojamiento para recoger mi maletín.
Ático aprobó mi propuesta.
—Te lo llevarán todo a casa de la parturienta.
Luciano me tiró levemente de la manga y vi su rostro atribulado. Recordé entonces su advertencia de aquella tarde: no debía provocar a Ático, porque éste, con su temperamento violento, se echaría sobre mí. Hasta entonces había habido poca ocasión para ello, pues hasta aquel momento habíamos estado de acuerdo en un solo tema, de modo que le sonreí para tranquilizarlo.
—No te preocupes —le dije al oído—. Aquí no está en juego la fama póstuma de nadie.
—Naturalmente. Tienes razón.
Comprendió y me dejó marchar.
Cuando los porteadores de la litera nos depositaron frente a la casa de Polideuces, que así se llamaba el hombre, los alaridos de las plañideras se oían ya desde la calle. El señor de la casa se precipitó hacia dentro con lágrimas en los ojos. Lo seguimos mientras las llorosas sirvientas pasaban junto a nosotros con la melena suelta. Las esclavas habían empezado a ahumar la casa con madera de olivo y la partera quería cubrir ya con una sábana el cuerpo hinchado de la parturienta fallecida cuando entré en la habitación. Con unas cuantas maniobras comprobé que la mujer no respiraba y que no tenía pulso. La vida, en efecto, se le había escapado, si bien apenas hacía unos instantes. Aún se veían sobre las sienes de la difunta las perlas de sudor de sus últimos esfuerzos, y bajo la nariz tenía pegado un hilillo de sangre de un rojo oscuro. La anciana que la había acompañado en el parto me miró con cara avinagrada y tiró de la sábana con premura.
—Y ¿qué pasa con la criatura? —pregunté.
—¿Qué va a pasar? —replicó ella, estupefacta.
Sin hacer más preguntas, fui a buscar el maletín del instrumental.
—Agua y torundas —ordené.
—¿Qué… qué piensas hacer? —murmuró Ático, que había entrado detrás de mí.
El esposo estaba sonado en una silla, derrumbado, y no se percataba de nada de cuanto sucedía a su alrededor.
—No puedo prometer nada —contesté, tenso, y coloqué el cuchillo en el bajo vientre de la mujer—. No sé exactamente cuánto hace que no respira.
Entonces practiqué una rápida incisión que atravesó la piel, la carne y la grasa blanca; empezó a manar sangre.
—¡Mujer!
Ático se volvió con autoritarismo hacia la partera para interrogarla. Restañé tanto como pude el fluido rojo, separé hacia un lado el músculo cortado en forma de U y busqué la matriz. Le hice un tajo generoso para ver mejor; con la mujer ya no tenía que tener consideración alguna. Entonces encontré lo que buscaba, la placenta, llena aún a rebosar de líquido amniótico, y corté con precaución.
—¡Ten!
Con las manos húmedas y ensangrentadas sostuve al niño ante la anciana. Ella sabía lo que debía hacer, apartó a Ático sin decirle una sola palabra, limpió la sangre y las mucosas de la cara del recién nacido y puso su boca sobre la del bebé para succionar todo lo que pudiera haber tragado. El pequeño escupió, estornudó y chilló. Sus lloros me provocaron un estremecimiento, se me puso toda la espalda en carne de gallina, entonces vi al segundo niño y lo saqué. A toda prisa corté el cordón umbilical, lo envolví en paños, lo froté, lo presioné y succioné para desobstruirle las vías respiratorias. Un par de veces espiré para pasar mi respiración a sus pequeños pulmones, y entonces empezó a gimotear débilmente. Ático casi me lo quita de las manos.
—¡Increíble! ¡Increíble! —exclamó sin salir de su asombro—. ¡Una maravilla! ¡Una auténtica maravilla! ¡Un fénix salido de las cenizas!
Una y otra vez hizo resbalar los dedos blancos y casi translúcidos del niño sobre su índice. Al final, la partera le arrebató enérgicamente al pequeño para lavarlo y ocuparse de él. Sin embargo, él se quedó entusiasmado junto a la mujer. Tocaba sin parar las manitas y la carita del niño, su asombro no tenía fin.
Dirigí la mirada hacia los tristes restos mortales. Allí, definitivamente, todo había terminado. El cuerpo estaba hundido y abierto, anegado en sangre y recubierto de inmundicia. Me coloqué de manera que el esposo no viera nada de aquello e intenté poner orden dentro de lo posible. Entonces me percaté del bulto rojizo que había al final de los cordones umbilicales de los gemelos. Al contrario de lo que habría sido apropiado, quedaba frente a la salida del útero y obstaculizaba el camino que habrían debido tomar los niños para venir al mundo. Aunque hubiesen estado bien colocados, aunque sólo hubiese sido uno, la mujer no habría tenido ninguna posibilidad; eso ya estaba decidido cuando la semilla había anidado nueve meses antes. La cosí, a pesar de que carecía de sentido, y pedí paños limpios.
A mi espalda, Ático seguía a la partera que se llevaba a los gemelos.
—¡Fénix! —oí que decía emocionado—. Los llamaremos Fénix… ¡Fénix y Calisto! ¡Oh, son resucitados, maravillas, regalos de los dioses!
Me acerqué al esposo de la difunta, Polideuces, y lo así de los hombros.
—Despídete de ella —dije en voz baja, y lo empujé hacia el lecho, ya mucho más limpio—. Eso lo hace mucho más llevadero.
Después lo dejé a solas. En el pasillo todo estaba en calma. En alguna de las salas contiguas se oían la voz exaltada de Herodes Ático y los gritos de Fénix y Calisto, que protestaban contra su nueva e inesperada vida. Ante la puerta de la casa vi a Luciano, que subía por la calle tranquila. Se había traído del simposio una pequeña garrafa y dos fuentes que satisficieron nuestro apetito mientras apoyábamos la espalda en el muro y contemplábamos el estrellado cielo de Ática.
—¿Cuándo zarpa nuestro barco? —pregunté al cabo de un rato.
—Pasado mañana.
—¿Pasado mañana? —Reflexioné—. ¿Tú crees que sobreviviremos un día al entusiasmo de Ático?
—¡Claudio! —Su exclamación sonó a medias amenazadora y a medias desesperada.
—Bueno, tal vez me podría conseguir una conferencia en la biblioteca de Adriano —medité.
—Claudio, ¿qué has hecho?
Me encogí de hombros.
—He sacado a un Fénix de entre las cenizas.
—¿Qué quiere decir que el Emperador no está? —Luciano discutía con los guardias, inclinado sobre la barandilla—. Pero mi llegada estaba acordada para hoy, ¿no es cierto?
Se tranquilizó en cuanto supo que Lucio Vero imperator sí lo estaba esperando y que enviarían una litera de viaje para que nos trasladara sin más dilación en pos de la comitiva imperial, que había partido a cazar leones en las cercanías de Antioquía.
—Una de las ideas repentinas de Vero —dijo Luciano entre suspiros, y contempló con compasión cómo el resplandeciente distrito de los palacios de la isla del Orontes, donde había atracado nuestra embarcación fluvial, volvía a alejarse como un ilusorio espejismo.
El panorama de esplendorosas calles con arcadas fue sustituido por el deslumbrante mosaico de mármol del muro de un palacio en el que el agua y las algas habían dejado sus marcas. Después nos sumergimos en las agradables sombras de un puente, luego el sol de agosto volvió a caer sobre nosotros sin piedad y suspiramos hondamente, pues nuestro largo viaje todavía no había tocado a su fin.
La corriente del Orontes era lenta y oleosa como vino viejo, incluso el cañaveral de la orilla murmuraba con cansancio y los susurros de las palmeras que crecían más allá constituían una promesa de frescor demasiado lejana para poder sernos de consuelo. Nos reclinamos sobre los cojines, bajo la vela rayada y llena de luz, y alzamos nuestros vasos. Incluso el grupo vivaracho de las flautistas que Herodes Ático me había dado como regalo de despedida, y que siempre era tan profesional, haraganeaba apático bajo una lona que había en la proa. Ninguna melodía se alzaba en el aire, que resultaba opresor y pesado a causa de los jazmines en flor.
—Allí, ¿lo ves? —exclamó Luciano señalando a un gigantesco poblado hecho de barracones y tiendas de distintos colores que se veía entre los naranjales—. El Campo de Marte. Ahí tiene Avidio Casio su reino… y su campo de entrenamiento. Él, no obstante, se encuentra ahora en el Éufrates con el grueso de las fuerzas de combate. —Allí donde se entrenaban los soldados de caballería de las tropas auxiliares se alzó en el aire una polvareda que empezó a posarse sobre las brillantes hojas recién brotadas y los cítricos del bosque—. Dicen que los hace ejercitarse a fondo todos los días de la semana.
—El entrenamiento regular es esencial para los gladiadores —dije, asintiendo.
—Eso no es lo mismo —apuntó Luciano—, aquí se trata de soldados romanos libres.
Me encogí de hombros.
—Su profesión es sobrevivir en la batalla, ¿dónde reside la diferencia? —Luciano se quedó pensativo—. De allí sale humo —comenté.
—Ah, sí —dijo él, sin prestar mucha atención—. Casio ha inventado un nuevo castigo para los desertores. Los ata a un poste y los quema vivos.
Se me demudó el rostro. Luciano asintió.
—Hace cualquier cosa para endurecer a las legiones más débiles del Emperador y convertirlas en una tropa de combate robusta. —Su voz rezumaba ironía—. Dicen que el propio Emperador comentó que esperaba inmejorables resultados de la disciplina de Casio con esas legiones «grecizadas».
Ambos nos miramos y enarcamos las cejas significativamente.
—¿Conque grecizadas?
—Grecizadas.
—Ese Lucio Vero me resulta cada vez más antipático.
—Oh, Vero no, eso salió del emperador Marco Aurelio.
—Ah.
Volví a mirar el humo y reflexione sobre esa faceta desconocida de mi Emperador filósofo que tanto se correspondía con lo que me había explicado Lucila en sus peroratas. Admito que cada vez estaba más desconcertado.
—Y ¿eso qué es? —pregunté buscando otro tema que no fueran esas reflexiones desagradables, y señalé al gentío reunido frente a las puertas de la ciudad, que poco a poco aparecía ante nosotros. Hasta donde alcanzaba la mirada, el camino estaba obstruido por carretas y literas de diferentes colores, y entre ellas había gente agrupada en pequeños corros. Se los veía como pequeñas figuras bajo el sol abrasador o en cuclillas sobre sus fardos a la escasa sombra de algún buje. La música y el griterío sonaban con estruendo y llegaban hasta nosotros, en el río.
—Ah, eso —comentó Luciano, y también él le volvió la espalda al Campo de Marte—, se me había olvidado por completo. Dentro de un par de días es la fiesta de Magima. Atrae todos los años por esta época a multitud de saltimbanquis y prestidigitadores. El punto culminante es el baño de las bailarinas en las cisternas. —Creí haber oído mal, pero Luciano insistió en ello—. Sí, sí, van en procesión con faroles en la mano hasta el agua, después se quedan in puribus y se zambullen. Es un espectáculo esplendido cuando las luces se reflejan en la trémula superficie. Te digo que toda hetaira se convierte en una Afrodita nacida de la espuma. Magima —susurró para sí—, la verdad es que lo había olvidado por completo.
Nuestro barco dejó atrás el bullicio de los titiriteros, se acercó a un puentecillo en la orilla contraria y se detuvo parados ante una lujosa litera con destellos dorados que aguardaba solitaria y con delicadeza en medio de una tropilla de jinetes. Su esplendor se contradecía con aquel paisaje yermo y áspero. En la lejanía se divisaban un par de jardines de palmas y melocotoneros, pero por delante sólo se extendía un desierto de grava hasta un largo valle en el que sólo crecían un humilde bosquecillo de robles, un viejo olivo y unas jaras cubiertas de polvo. Nos subimos a la litera y cerramos los cortinajes, aunque poco hizo eso contra el ardor del día. Después nos abandonamos al sudor y al silencio.
Horas más tarde, unos chillidos hicieron que me levantara de mi asiento y descorriera las cortinas de seda para contemplar el paisaje.
—No ha sido más que un pájaro idiota —me tranquilizó Luciano—, no te preocupes.
—No estoy preocupado —repliqué, de mal humor, y dejé vagar la mirada con desconfianza por los campos rojizos y los matorrales. Grandes cactus, figuras indefinibles, nos saludaban con sus brazos grotescos; sus frutos dulces ardían en la luz de la tarde compitiendo con las piedras—. ¿Has dicho que estaba cazando leones? —pregunté entonces con cautela, y contemplé el cielo, que tenía un color de jugo de melón y que anunciaba una oscuridad creciente, pero nada de frescor.
—Leones, sí, una de sus actividades preferidas. Lo cual quiere decir —prosiguió Luciano— que durante los tres días de viaje no nos encontraremos con ningún animal salvaje. Sus cazadores llevan una semana peinando a fondo la zona y han encerrado en apriscos toda bestia útil. Los mejores animales serán conducidos ante la lanza del Emperador cuando éste tenga ganas de… —Hizo una pausa intencionada—. De cazar. El resto, gacelas, aves, toda clase de bichos, alimenta a la caravana y enriquece el menú de la cena. —Se enjugó el sudor de la frente con un paño y resopló—. Si no me engaño, toda la vida animal de estas inmediaciones debe de haber muerto ya.
Luciano llevaba razón. Ya fuera cosa de la técnica de caza de Vero o del barullo de nuestra pequeña caravana montada, el caso es que no nos habíamos encontrado con un solo ser vivo, a excepción de los pájaros que lanzaban extraños chillidos, cuando las luces del campamento imperial de caza centellearon ante nosotros como una pequeña ciudad en el desierto crepuscular.
¡Era una auténtica ciudad! Cuan irreal me sentí al ser conducido por entre lonas doradas y valiosas lámparas, arreglos florales colgantes y estatuas decoradas con lienzos perfumados, como si estuviera en un reino mágico erigido con celeridad. Lustros de cristales de muchos colores resplandecían por las entradas abiertas de las tiendas, la música flotaba entre las sedas en el aire vespertino, el cristal alejandrino tintineaba de forma prometedora. Y en algún lugar detrás de todo aquello, en medio de aquel esplendor —el pensamiento me asaltó raudo y palpitante como a un noctámbulo extraviado—, aguardaba Lucila.
El tesorero insistió en que Luciano y yo, el invitado inesperado, nos bañásemos de inmediato y nos vistiésemos como correspondía a la ocasión antes de que accediese a incluirnos en la lista protocolaria de los actos solemnes de la velada. A falta de unas auténticas termas, allí, en mitad de la naturaleza, habían dispuesto en una tienda varias tinas de bronce cuyas cabezas de aves de rapiña se miraban unas a otras con belicosidad mientras nos entregábamos, recostados y relajados, al placer del agua perfumada. Mis flautistas, bastante reanimadas, llenaron la tienda con su música. Las notas agudas y quejumbrosas creaban una atmósfera de irrealidad a la que contribuía la visión de las muchas mariposas que, aturdidas por la luz de las arañas de cristal y por el aroma de las innumerables vasijas con distintas flores exóticas, habían confundido la noche con el día y revoloteaban desorientadas alrededor de las lámparas. Eran irisadas y tan grandes que parecía un milagro que pudieran mantenerse en el aire, danzaban siguiendo la dulce melodía de las flautas y se tambaleaban a veces contra nuestros rostros, que ofrecíamos con placer al tibio aire nocturno. De vez en cuando un telón de seda de la tienda se apartaba y dejaba ver las estrellas.
—¡Señores!
El amistoso saludo procedía de un hombre al que yo no conocía. Había irrumpido de repente y había dejado caer la toalla para meterse en la tercera tina. Era alto, delgado y musculoso. Su rostro, enmarcado por rizos y con unos grandes ojos negros, era tan inmaculado como el de una estatua. Le sonreí.
—Ah, Luciano —prosiguió el desconocido—. En un primer momento no te había reconocido. Se te ve muy relajado. Que Glicón te bendiga.
—¿De qué me va a servir la bendición de una serpiente hecha de trapos, cuyas fauces se abren con ayuda de cerdas de caballo para predecir tus embustes? —espetó Luciano.
Oí cómo salpicaba indignado el agua de su tina.
El desconocido reaccionó compasivamente.
—Ya vuelves a tener tu vieja expresión tensa. —Y sacudió la cabeza, decepcionado.
—¿Te gustaría —me preguntó Luciano— quedarte desnudo en la misma tienda que un hombre que ya atentó contra tu vida?
Miré desconcertado a uno y a otro, y me deslicé más hacia el fondo de mi tina.
—¿Otra vez esa vieja historia, Luciano? —El recién llegado parecía hondamente atribulado. Con todo, de inmediato me dirigió una sonrisa deslumbrante—. Alejandro de Abonutico —dijo, a modo de presentación, e hizo un gesto con la cabeza—. Soy el sacerdote del oráculo del templo del renacido Asclepio Glicón en el que aquí nuestro amigo común todavía no quiere creer, no obstante. Pero ¿qué se puede esperar de un epicúreo, verdad?
Su voz era tranquila y melosa, tan fascinante como su figura. Era muy consciente de su atractivo, sin embargo, no se lo tomé a mal, puesto que causaba su efecto. Y mi reacción habría sido sin duda la de encontrarlo agradable, de no haberse presentado precisamente como sacerdote de Asclepio, el dios de la sanación con el que yo, como médico, tenía una relación ideológica. No la calificaría de religiosa, pues carezco de la fe necesaria en los dioses tradicionales. Con todo, Asclepio, el dios serpiente, era según la tradición el compañero protector de Hipócrates y de todos los médicos que lo seguían, estaba enroscado alrededor de su bastón y decoraba la puerta de mi casa, allá en Roma. No dejaba que nadie bromeara con eso.
—¿Eres médico? —pregunté, por tanto, con reservas.
Luciano se rió con sorna.
—Una vez le calentó el lecho a un matasanos y se llevó consigo algunos trucos útiles como, por ejemplo, el de volver a sellar con cera y albayalde un huevo partido de forma que engaña tanto a la vista que parece intacto, ¿verdad, Alejandro? Así puede uno hacer salir serpientes de huevos de oca.
Su interlocutor no cayó en la provocación.
—A uno el amor le sale al encuentro en esta vida en un sinfín de formas —se limitó a replicar—, cuando a otro no se le mostrará ni de una sola manera.
Sentí tanto como mi amigo esa flecha envenenada que le acababan de disparar. De hecho, no conocía nada de la vida anterior de Luciano, pero, si su afecto escogía siempre a seres tan inalcanzables como la amante del Emperador romano, era lógico que nunca estuviera completamente satisfecho. Sin embargo, ¿quién era yo, en mi posición, para mofarme de él?
—¿Hace mucho que estás aquí en la corte? —dije intentando cambiar de tema de conversación.
Luciano, que interpretó mal mi cortesía, gruñó ofendido. Alejandro, por el contrario, contestó de buena gana:
—Estoy aquí para prometer a mi hija con el noble senador Rutiliano, tal como nos ha indicado el oráculo con su amable sabiduría y…
—¿Has conseguido endosarle a ese necio bienintencionado a tu chiquilla?
Luciano intentó con esfuerzo salir a trompicones de la tina, alargó el brazo para alcanzar la toalla y cubrir su desnudez y salió de la tienda con andares indignados.
—… Además —continuó Alejandro, siguiendo al huido con una mirada divertida—: quiero solicitarle al emperador Lucio Vero que me conceda, con motivo de los esponsales, cambiar el nombre de mi ciudad natal de Abonutico por el de Junópolis. Ese nombre es muchísimo más adecuado para el centro del oráculo. Pobre Luciano —dijo entre suspiros, tras una pausa, al darse cuenta de que yo no parecía dispuesto a hacer ningún comentario sobre lo que había dicho—. Se pierde en esa idea fija suya de desenmascararme, como él dice, en lugar de entregarse a las dulces delicias de la creencia. Pero la entrega no es una de sus virtudes, y tampoco su destino. ¿Eres buen amigo de…? —Señaló vagamente con el mentón hacia la entrada de la tienda, por la que el poeta había desaparecido.
Me permití el lujo de asentir insistentemente.
—Desde luego.
La sonrisa de Alejandro se desvaneció, el matiz de su voz se tornó más precavido.
—¿Tal vez seas también un erudito?
—Resulta que soy médico —dije con una risa enojada—. Y también yo, en lugar de entregarme a las delicias de la creencia, de inmediato olfatearía la espuma de la boca de uno que estuviera en trance y gritaría: «¡Saponaria!», si oliera a saponaria.
El semblante pétreo de Alejandro delató que el golpe había dado más en el blanco de lo que yo me había atrevido a esperar. No obstante, en mi profesión tiene que tratar uno bastante a menudo con estafadores baratos para aprender sus trucos. Me levanté entonces y dejé que el agua me resbalara por las extremidades. Antes de marcharme, me acerqué a Alejandro, que seguía sentado, y le quité con buen humor un poco de espuma que le manchaba la cara, justo debajo de la comisura de los labios. Una delicada mariposa me besó por ello en la frente.
En nuestros aposentos, Luciano dejó estallar su cólera de un modo que yo nunca había visto antes. Renegaba furioso mientras se vestía, decía que Alejandro era un charlatán y un asesino alevoso que ya había intentado más de una vez taparle la boca.
—¿Por qué no lo pones en ridículo públicamente con sus trucos de prestidigitador? —pregunté, y me peiné con cuidado ante el espejo—. Quítale del regazo esa serpiente artificial y tírala al polvo ante los ojos de todos.
—No conoces a Abonutico —gruñó Luciano, y buscó el ungüento para su barba—. Allí tiene una auténtica fábrica de oráculos. Las hospederías y las posadas viven gracias a los que van en busca de consejo, que llegan allí en tropel, y la industria de los recuerdos florece. Él mismo y su templo son los mayores contribuyentes de la ciudad. La última vez que quise ponerlo frente a frente con una de sus estafas en el mercado, el gobernador en persona me lo impidió y me suplicó que no montara ningún escándalo. Fue degradante. —Tras una última mirada de comprobación en el espejo, se enderezó y se volvió hacia mí—. ¿Crees que a ella le gustará este hombre? —preguntó, esperanzado.
Me quedé mirando a mi amigo tan ingenioso, lleno de sentido del humor, cariñoso, con sus rizos rojizos de cordero y las orejas de soplillo. Vi en él mucho de gran valor y nada que no hubiera hecho temblar el corazón de una muchacha. Le eché el brazo sobre el hombro con espontaneidad y lo acerqué hacia mí.
—¿Tienes ahí el bálsamo?
Sacudió la cabeza.
—Me lo reservo para una ocasión más íntima, tal vez. Debes saber que a ella le interesa mucho el arte poético.
Volví a estrecharle el brazo y luego salimos.
Mi imperturbable socarrón se ponía más nervioso a cada paso que dábamos hacia la tienda del banquete.
—¿La ves? —susurró frente al resquicio por el que la luz de las festividades se filtraba hasta nosotros.
Estábamos rodeados de guardias, de heraldos que revoloteaban de aquí para allá y de oleadas de esclavos con fuentes y platos que nos rozaban al pasar, de modo que debíamos cuidar de no manchar nuestra limpia vestimenta en medio de tanta actividad.
—Te quedarás impresionado, amigo mío.
Pensé en Lucila, olvidé a Luciano y tragué saliva. El corazón me palpitaba en la garganta.
Entonces anunciaron nuestros nombres, nos adentramos en la multitud, nos sumergimos en el estruendo de las risas y la música e, impresionados por los colores y la luz, avanzamos con torpeza a lo largo de la senda de alfombras y nos arrodillamos ante nuestro Emperador.
—Mi señor.
Después hice una profunda reverencia ante Lucio Vero, el amigo y corregente de Marco Aurelio que residía en Antioquía para dirigir la campaña bélica contra los partos. De todas formas, allí no se veía mucho de la guerra. El trono de Vero estaba flanqueado por dos palmeras naturales cuyas hojas habían pintado de dorado y habían cargado con toda clase de frutos concebibles, además de los racimos de dátiles que ya llevaban. Albaricoques escarchados, cerezas, higos y naranjas colgaban de allí al alcance de la mano sobre su imperial cabeza. Debajo había dos muchachos sirios con abanicos de plumas de pavo real, dispuestos a proporcionarle frescor a su señor si él se lo pedía. Mientras le saludaba le hice entrega de un atado de cartas que Herodes Ático me había confiado para él. Vero me ayudó a enderezarme y, como hombre de confianza de su amado hermano, tal como solía llamar a Marco Aurelio, me honró con un beso y me indicó un sitio en su mesa. Hizo una seña para que trajeran vino y más comida, y abrió los escritos.
Mi mirada vagaba con timidez sobre el mobiliario y los rostros, todo tan nuevo, todo tan extraño, mientras aguardaba la conmoción que me supondría ver a aquélla por la que había llegado hasta tan lejos. Apenas presté atención a los comentarios susurrados por Luciano a los demás comensales del ágape. Y, tal como no tardé en comprobar conteniendo el aliento, todos ellos eran varones. ¿Dónde estaba Lucila? ¿Dónde se escondía en ese desierto de suntuosidad? Pues en la tienda del Emperador no había prácticamente nada que no fuese de oro, aparte, claro está, de los alimentos. Contemplé la pesada copa de ágata que sostenía en mi mano, al muchacho semidesnudo que me la había llenado de un tinto sirio que olía a resina y mirra, y pensé en las modestas reuniones vespertinas con Marco Aurelio en el cenador de Frontón, donde habíamos bebido un sabino con perejil en sencillos vasos dé bronce. Sin lugar a dudas, el gusto de Vero se diferenciaba del de su corregente.
—Allí está Ummidio Cuadrato —me susurró Luciano con emoción—, uno de los padrinos de boda detestados por la innecesaria novia de Vero. —Enojado, me encogí de hombros. Oh, hacía bien en bajar la voz al decirme aquello—. Está aquí para ocuparse de que Vero no vuelva a eliminar a otro gobernador. Aun así, no puede quitarle los dos ojos de encima a la hermana de Vero, Fabia.
Asentí e intenté ocultar mi rubor de cólera por la ofensa casual a mi amada.
—¿Dónde está el otro padrino? —pregunté también en su susurro.
—¿Vetuleno? No soporta la cocina. —Asentí con vaguedad—. Allí está sentado tu enemigo natural, Poseidipo, el médico de la corte. Mira que cara de pocos amigos pone. —Luciano soltó una risita—. Un tipo pueril que les tiene envidia incluso a los actores a los que Vero mima.
Conseguí forzar una sonrisilla y, de ese modo, hacer como si estuviera escuchando las ingeniosas maldades que Luciano siguió dedicando al canoso general Estado Prisco y al príncipe arsácida Sohemo, un hombre delgado, de nariz afilada y tez oscura, que dentro de poco iba a ser proclamado nuevo rey de la clientela armenia de Roma. Yo, personalmente, sólo estaba interesado en uno de los presentes, y ése era Lucio Vero. Cuando saludó a su favorito, Rutilio, y al futuro suegro de éste, Alejandro de Abonutico, Luciano se sumió a mi lado en vagas cavilaciones. Así obtuve al fin tranquilidad para observar con calma al corregente de mi Emperador.
En apariencia no era ni mucho menos tan distinto de Marco Aurelio. Eso me dije con el corazón palpitante, puesto que también pensaba en ella. Vero tenía semblante simple, ancho y campestre que no se veía deslucido por la barba rizada que lo ocultaba en gran parte. ¿Se habría percatado también ella del parecido? ¿Lo despreciaría tal vez por ello? De cualquier forma, Vero parecía algo más agradable que su corregente, su frente era más alta y se curvaba con gracia, su cabello era más brillante y claro y, según comprobé, igual que la mayoría de las cosas de esa suntuosa tienda, se lo había dorado en abundancia. El polvo de oro decoraba también su barba y hacía que sus ojos, insólitamente claros y de tonalidades casi turquesa, brillaran con más carisma aún. Lucio Vero había hecho todo lo posible para aparecer en esa velada como el segundo respetable portador de la ostentosa piel de león, cuya melena de colores pardos se había echado sobre los hombros.
—Típico de Marco —refunfuñando con enojo y con el rostro ensombrecido ante los escritos que yo le había entregado, mientras con la otra mano alcanzaba un pedazo de muslo de gacela—. Éstos son los aranceles de un emperador filósofo. —Sonó tan disgustado que alcé la vista. Cuando se encontró con mi mirada, leyó en voz alta—: «He tomado nota de tu carta; revela más inquietud que consciencia de soberano y no es adecuada a nuestra época. A quien le corresponde la soberanía por gracia divina, no puede…» —Ahí se aclaró la garganta, recorrió el siguiente párrafo entre murmullos y luego volvió a leer en alto—: «Piensa en la imposibilidad de llevar a un hombre al banquillo de los acusados cuando no hay contra él una sola acusación y cuando, tal como tú apuntas, los soldados lo tienen en gran estima. En los procesamientos por alta traición sucede siempre que incluso los criminales cuya culpabilidad ha sido demostrada parecen sufrir bajo el poder. Sin duda sabes lo que decía tu abuelo Adriano: “El sino de los emperadores es digno de compasión; se intenta que no crean en los empeños de los usurpadores del trono hasta que no están ya eliminados.”» —Dejó la carta y lanzó el pedazo de muslo de gacela en la salsa con indignación—. Sí, ¿ése es el destino que nos depara Marco Aurelio? No obstante, todo ello se refiere seguramente más a mi persona que a él mismo. No en vano él está en Roma, lejos de todo y seguro, y puede vengar sin miedo mi muerte con la de ese usurpador de Casio, en caso de que eso —añadió, lleno de odio— no contravenga los deseos de los dioses con los que él delibera a diario.
Horrorizado ante tantísima franqueza, contemplé al Emperador. ¿De veras estaban destinadas esas palabras a los oídos de todos los presentes? ¿Era eso inteligente? Era difícil pasar por alto las miradas curiosas de Alejandro y el sombrío semblante de Ummidio Cuadrato, a quien, siendo los ojos y los oídos de Marco Aurelio, podía no haberle gustado lo que acababa de escuchar. Por otro lado, Vero no consideró necesario hacer nada más que llamar a uno de los muchachos y ordenar que le sirvieran un poco más de cabrito con pimienta.
—Avidio Casio —logró susurrarme Luciano al oído— es el general que ha ganado esta guerra para Vero, está preparando una ofensiva contra Media y, de hecho, ya ha…
No pude oír nada, pues Vero me tiró de la túnica para que me acercase a él. Abriendo mucho sus ojos claros como el agua me dirigió una profunda mirada.
—A mi hermano —susurró— ese animal uniformado lo injurió en público llamándole vieja. Y ¿que escribe? «Que asesine a mis herederos, si la voluntad de los dioses es que Casio y no mis herederos sobrevivan para Roma.» —Lucio Vero se acaloró—. Pero ¿qué se ha creído, que alguien le dará las gracias? Ese Casio es totalmente insensible a los interrogantes metafísicos del destino, blande encantado la espada y lo decide todo por sí mismo. —Entonces me soltó—. Habla con él —masculló con voz ronca mientras yo, confuso, me enderezaba y me arreglaba la vestimenta—. ¡Habla con mi hermano cuando vuelvas a Roma! Júramelo.
Por completo consternado, hice una reverencia y prometí realizar el encargo a conciencia. Me pregunté entonces cómo me había ganado yo esa confianza, y me tranquilicé al instante al comprobar que no era confianza alguna, puesto que toda la concurrencia, inclusive los esclavos, habían disfrutado de esa declaración pública. Por lo tanto, Lucio Vero seguramente era un gran diplomático. El vino siguió circulando, Vero propuso jugar a los dados, trajeron montañas de pescado servidas en fuentes de cristal de color lapislázuli y se repartió aún más vino. Cuando las lonas de la entrada de la tienda se abrieron y dejaron entrar un carro tirado por hombres, la mayoría de los presentes ya estaban borrachos como cubas.
—¡Ah, Apolausto, París! —saludó Vero, dando un respingo, a dos de los que hacían las veces de animales de tiro—. ¡Mis preferidos!
No fue necesario que Luciano me explicara que se trataba de los dos actores que se contaban en ese momento entre los favoritos personales de Vero. Además, yo apenas lo escuchaba, puesto que en ese carro venían las damas de la velada, tres mujeres, y todas con abundantes joyas, encabezadas por una rubia exuberante de cabellos de oro con las medidas y el perfil esculpido de una Hera, a la que habría tomado por una hetaira de no haber sido por la atención emocionada y los comentarios de Luciano, que me revelaron que era Fabia, la hermana de Vero.
La morena que estaba junto a ella era una típica belleza siria de grandes ojos, largas y esbeltas extremidades y una tez de miel sorprendentemente clara y resplandeciente. Luciano se quedó sin aliento en cuanto la vio, sus orejas de soplillo se pusieron al rojo vivo, como un pedazo de hierro en una caldera, e instintivamente le eché un brazo compasivo sobre los hombros.
—Es de veras hermosa, tu Pantea —murmuré con cortesía, si bien toda esa función en realidad me parecía repugnante y de mal gusto.
Que una hetaira de Esmirna se presentara sobre un carro tirado por unos bufones como si fuera el postre de un banquete, bueno, eso podía pasar, pero que la hermana de un emperador desfilara montada allí arriba… Aun así, en honor a Pantea debe decirse que por lo menos para ella la ceremonia parecía resultar bastante embarazosa. Se agarraba al pasamanos con la mirada baja y las mejillas muy sonrojadas y, en cuanto el vehículo se detuvo, huyó hacia los brazos extendidos de Lucio Vero. Fabia se alzó la túnica de seda turquesa que sin duda se correspondía con el color exacto de sus ojos y, tras dirigir una provocadora mirada en derredor, bajó con pasos comedidos para colocarse junto a Cuadrato y dejar que éste le hiciera cosquillas con una pluma de pavo real.
La tercera se quedó un rato sobre el carro, puesto que casi nadie parecía prestarle atención, y aguardó a que se apearan las otras damas, dispuestas a divertir a los hombres riendo y haciéndose de rogar, mientras se quedaba allí sola. Sus rizos rebeldes, largos y de un rojo brillante descansaban sobre su busto terso y pálido, y también se enroscaban alrededor de su cuello. Sólo iba vestida con una translúcida toga egipcia con flores rojas y doradas. Un collar de rubíes dejaba caer sus cuentas semejantes a gotas de sangre, hacia el escote. Cuando bajó del estribo, lo hizo sin el exagerado bamboleo de caderas de Fabia y, aun así, sus movimientos breves y fríos contenían más provocación, más emoción palpitante, más… Me puse en pie de un salto con la garganta seca. No obstante, ella ya había ocupado su lugar a la derecha de Vero, donde Sohemo, a su otro lado, se disponía a levantarse para saludarla. Ella le puso la fina sandalia dorada sobre el pecho y lo empujó hacia su asiento. Él se debatió, entusiasmado, intentando besarle los dedos de los pies.
—Se… —dije con esfuerzo—. Se ha teñido el pelo.
—Qué va —me contradijo Luciano, casi arrobado—, ese negro de ébano es absolutamente auténtico.
Fabia soltó un chillido por alguna cosa que le había hecho Ummidio, y su grito provocó un coro de silbidos de unos papagayos colgados del techo del pabellón y que nos dieron una serenata ensordecedora. Estacio Prisco se cayó de cara en la sopa de verduras y se lo llevaron de allí. A Vero parecía importarle poco que su futuro rey de Armenia fuera vertiendo miel gota a gota sobre los dedos de los pies de su esposa, para luego chupárselos con placer. Yo ya me había levantado de golpe antes de saber lo que hacía.
—¡Señora!
Estupefacto, Vero alzó la cabeza desde las nalgas de Pantea, en las que estaba lamiendo las gotas del jugo del asado que antes, riendo, le había derramado por toda la espalda. Me aclaré la voz y me incliné ante Lucila, que ladeó la cabeza sin decir una palabra y se limpió el vino de la barbilla en cuanto me vio. Sus oscuros ojos estaban como cubiertos por un velo; había llegado tarde al banquete, pero se había puesto a la altura más que deprisa, según comprobé con la mirada de médico experto. O eso, o antes había tomado algún tipo de tóxico. Llevaba los labios pintados casi de negro.
—Señora —repetí con necedad—, también para vos tengo una carta de vuestro padre. Y este brazalete como regalo.
Sostuve en alto y con dedos temblorosos la pulsera que le presentaba como regalo de su padre y que en realidad yo mismo había escogido para ella en el mercado de Atenas. Era una serpiente esmaltada de muchos colores y con ojos de granate cuya cabeza, hueca, se podía desatornillar para esconder en ella una carta, sí, y en ese momento, de hecho, albergaba un escrito de mi puño y letra.
Era una nota garabateada con letra temblorosa, redactada en secreto por la noche y llena de insensateces que ahora no me apetece recordar. Ella, no obstante, me dirigió una mirada vacua, como si no me reconociera. Concentrada y provocativa, vertió sobre su rodilla desnuda el vino que mi saludo le había impedido acabar de beber, y que fluyó como un riachuelo violeta sobre la piel blanca, hasta llegar a los dedos de los pies, y de ahí a la boca de Sohemo, que no dejaba de sorber. Habría sido capaz de matarlo en aquel mismo instante. Lucila sonreía, distraída. Hasta que extendió una mano y, tras una eternidad, cogió de mi mano alzada tanto la misiva como el brazalete.
—¡Ay!
Sorprendido y airado, con los labios ensangrentados tras el repentino movimiento del pie de Lucila, el armenio se enderezó y se retiró. Annia Lucila torció la boca con desprecio, se colocó el brazalete, se tambaleó un poco y se marchó. Lo que Lucio Vero estaba haciendo mientras tanto sobre su diván de tela ondulante con Pantea era demasiado evidente como para que nadie se atreviera a mirarlos. Luciano gritó de muy mal humor que le trajeran más vino. También los chillidos de Fabia se oyeron de nuevo. Sin embargo, cuando mi mirada se posó en ella mientras buscaba a Lucila, descubrí sus claros y fríos ojos y comprendí que su éxtasis era fingido y que en realidad no se le escapaba nada de lo que sucedía en esa tienda. El concierto de los papagayos volvió a comenzar, Paris y Apolausto fueron a buscar sus instrumentos y un paje volvió a servirme vino.
—Pasadlo bien, niños —exclamó Vero, que volvió a emerger con el rostro enrojecido y el cabello cubierto de polvo dorado—. Pasadlo bien. La vida es un festejo.
Luciano vomitó. Fuera, el cielo empezaba a aclararse.
De nuevo en Antioquía, la fiesta de Magima no fue lo que Luciano me había prometido. Sí, habíamos acampado en plena naturaleza, en una pendiente bajo un arbusto de flores blancas que en la oscuridad desprendía un aroma embriagador, y nos fuimos pasando mi pipa con cabeza de amazona, llena de adormidera curativa, hasta que la negra oscuridad empezó a vibrar y, allí abajo, los cuerpos entre las luces del agua parecían ser constelaciones de heroínas caídas del cielo. Las flautistas tocaron para nosotros con sus dedos expertos mientras contemplábamos en vano las estrellas con nuestros ojos velados, las estrellas eternas y las que sólo brillaban esa noche. No obstante, ambos estábamos pensando en otra mujer. El opio no nos fue de mucha ayuda en eso.
Ya había tratado unas cincuenta veces con aceite curativo de Caldea las quemaduras del sol que Vero tenía en la piel, le había aliviado un centenar de veces con cataplasmas el hígado hinchado de Estacio Prisco, había cuidado de las encías supurantes de Sohemo de la forma más dolorosa concebible mientras reprendía a Poscidipo, y había contemplado un millar de veces el tedio de las anchas calles con soportales de la impasible Antioquía; ya no lo aguantaba más. Estaba yendo a hacer un recado cuando, justo debajo del tetrapilo, en el punto de intersección con la calle del palacio, di de pronto media vuelta y pasé con total decisión bajo el mudo saludo de las trompas de los elefantes que coronaban las puertas y me dirigí hacia los aposentos de Lucila para pedirle audiencia. Me dijeron que no estaba.
Sus doncellas, entre risitas, me dejaron a solas con esa humillante noticia y, mientras aún seguía allí de pie, esforzándome por respirar con calma y apagar el sofoco que sentía en las mejillas, vi el brazalete sobre una consola. Una esperanza irracional, tal vez también algo parecido a la obstinación, me llevó hasta la mesita, me hizo coger el brazalete, desenroscar con habilidad la cabeza de la serpiente y buscar a tientas la nota que había allí dentro. Cuando la criada regresó, yo acababa de dejar la joya encima de la reflectante superficie de mármol con un leve «clic», y ésta se mecía atrás y adelante con una agitación apenas perceptible. Con una sonrisa profesional, me despedí de la muchacha, que me miraba sin salir de su asombro. En cuanto volví a estar fuera, empecé a sudar. Pero, en septiembre y en Antioquía, como no dejo de repetirme, eso no era algo de lo que avergonzarse.
La exaltación me hacía caminar a grandes pasos. Estuve vagando por el puente, por la ciudad y seguí a contracorriente el curso del arroyo, siempre dentro del angosto valle flanqueando por las cimas del Staurio y del Orocasia, los dos montes sobre cuyas laderas Antioquía se extendía en grandes parques y jardines de villas, hasta que encontré un refugio adecuado.
Con los pies sumergidos en el agua fresca, desde donde unas curiosas tortugas los contemplaban con asombro, con la cabeza a la sombra de una aromática mimosa y en el regazo un puñado de higos muy maduros que había cogido por el camino, finalmente tuve valor para desdoblar el trocito de papiro manchado, arrugado, y ahora ya casi deshecho por mi sudor. Si todavía era mi nota la que estaba allí escondida, bueno, entonces Lucila no habría sido merecedora de recibirla. Pero si no lo fuese… Y el corazón me latió con más fuerza. ¡Si no lo fuese…!
Alisé el último doblez y me encontré frente a una caligrafía redonda, infantil y totalmente nueva para mí. En realidad jamás había visto escribir nada a Lucila, hasta entonces nunca había recibido carta alguna, ninguna notita de su puño y letra. Todos sus mensajes anteriores, en Roma, me los había hecho transmitir de palabra por una sirvienta. La voz de Lucila sí era algo que conocía bien. Y esa voz sonó entonces en mi cabeza, como si ella estuviera leyendo mientras yo intentaba descifrar aquellas pocas líneas.
«Amor mío. —Eso ponía, y un agradable escalofrío me recorrió toda la espalda. ¡Amor mío!—. Qué feliz me siento por tu llegada. Lucio —seguí deletreando con esfuerzo— es tan imbécil como había esperado. —¡Ésa era mi Lucila! Prácticamente la oía reír, y reí a gusto con ella. Cogí un higo con gran satisfacción y partí la piel purpúrea antes de seguir leyendo—. Te ruego que quebrantes tu juramento y te vuelvas contra tu Emperador. Por nosotros.»
El jugo salpicó el papiro. La mano que sostenía el fruto me cayó hacia el suelo y, pese al calor, empecé a sentir frío en aquel bello paisaje. Un asno que rebuznaba desde un huertecillo de higueras me sobresaltó. Sentí náuseas, aparté de un puntapié a una tortuga que se había acercado con curiosidad a los dedos de mis pies, de un blanco mortecino bajo el agua. Saqué los pies goteando del torrente y me froté la piel arrugada. Pero la carta aún estaba ahí. Volví a leerla, pero ahí seguía. ¡Lucila, maldita mujer! ¿De verdad me estaba pidiendo que rompiera por ella mi juramento hipocrático y asesinara a su marido? ¿Tan hundida estaba? Y ¿qué decía de nosotros, de ella y de mí, para que yo la creyera sin dudarlo? ¡Ay, con auténtica ira pensé que había hecho muy bien en no presentarse ante mí en persona con esa súplica en los ojos!
El viento audaz sopló a través de una hilera de cedros y cipreses. Tras ellos relucía la blanca silueta de la ciudad. Con tristeza reflexioné qué le estaría sucediendo allí a mi Lucila. Y, al recordar a Sohemo con la mirada encendida y la lengua entre los dedos de los pies de Lucila, y a ella con los ojos embotados por las drogas, mi melancolía se acrecentó hasta convertirse en una triste desesperanza. En aquel momento no estuve muy lejos de cometer por ella un asesinato. Lo cierto es que, al final, llegué a hacerlo.
Ya desde donde me encontraba había visto la agitación en el Campo de Marte. Al regresar a la ciudad no tardé en enterarme de que Avidio Casio había regresado del frente y con buenas noticias: las ciudades fronterizas de Seleucia y Ctesifonte volvían a estar en poder de Roma y sus tropas se encontraban a punto de pasar el Éufrates para internarse en territorio medio. El júbilo que estalló por ello en las calles, a pesar del calor del mediodía, fue indescriptible. Me alegré de escapar del gentío e internarme en los frescos y vacíos pasillos del ala del palacio en la que me habían alojado. Poco antes de llegar a mis aposentos salió a mi encuentro un centurión armado de la cabeza a los pies, una desacostumbrada visión romana en mitad del lujo oriental de esas salas.
—¿El médico imperial Claudio Galeno?
Asentí con cautela y me pidió que lo siguiera para ver a su señor, Casio, que deseaba hablar de inmediato conmigo. Su semblante esforzado e impertérrito delataba cierta preocupación mientras miraba a lo lejos por encima de mi hombro, con el mentón militarmente tenso. Sin embargo, cuando le pregunté por el motivo de esa petición, se limitó a repetir su frase, corrigió la separación de sus piernas y mantuvo la mirada clavada en el vacío. Le pedí que esperase un momento a que me refrescase y cogiese el instrumental, y lo dejé aguardando en la antesala. Mi mano húmeda todavía asía la delatora carta de Lucila, cerré la puerta y apoyé la espalda contra ella. Debía hacer desaparecer ese peligroso escrito mientras estuviera a solas, de inmediato. Espiré con cuidado y empecé a buscar con la mirada algún sitio donde esconderlo, y entonces oí un leve tintineo en la sala contigua. Allí estaba Lucio Vero imperator en persona, abriendo y cerrando sin sentido el pequeño cofre que contenía las pinzas quirúrgicas.
—Ah, Galeno.
La sonrisa de su rostro quería comunicarme algo con intensidad. Desconcertado me pregunté por qué me recordaba esa escena mi primer encuentro con Marco Aurelio, en el que había comenzado toda esa desdicha. ¡Quieran los dioses protegerlo a uno de emperadores que se esfuerzan por sonreírle! Me acerqué con paso rápido, le arrebaté el estuche y metí el capcioso papiro con el mensaje de Lucila bajo su forro de cuero, sin que me viera.
—Mi mujer —empezó a decirme, y yo me estremecí tanto que casi lo tiro todo al suelo.
«Clac», hizo el estucho al cerrarse. Me volví.
—¿Sí?
Tuve que aclararme la garganta y me dio un ataque de tos.
Vero me palmeó con jovialidad la espalda.
—No me digas que necesitas un médico —comentó de buen humor. Sacudí la cabeza con dificultad—. Bien —prosiguió—, maravilloso, de veras maravilloso. Yo sí que necesito uno, es decir, mi mujer. Tal vez yo… Pero primero mi esposa. Noticias maravillosas, Galeno, excepcionales. Ya he escrito a su madre, cosas de mujeres, pero un medico sería… Tú estás familiarizado con esas cosas, ¿no?
La insinuación pronunciada por mi amigo Luciano de que, en realidad, Vero no redactaba en persona sus famosos discursos del Senado me pareció en ese momento francamente plausible.
—¿Con los embarazos? —pregunté, con cautela.
Lucio Vero me miró resplandeciente, dejándome ver al muchacho ganador que llevaba dentro, ese que hasta hacía un año había cautivado los corazones de la sociedad romana. Puede que no fuese ningún rétor y que siempre le hubiese copiado los deberes a Marco Aurelio, pero seguramente Luciano había acertado al decir que podía ser un chico simpático, cuando no estaba borracho.
—Es fantástico, ¿a que sí? —dijo, con una gran sonrisa—. Mi primer hijo. Un motivo más…
La sonrisa desapareció y se quedó callado. Yo guardé silencio un rato. Lucio Vero caminó a lo largo de la pared y examinó mi colección de ventosas.
—¿Cuidarás bien de ella? —preguntó de pronto, con brusquedad, y se volvió hacia mí.
Le aseguré, con los dientes apretados, que haría cuanto estuviera en mi mano. Él se volvió de nuevo hacia la pared y siguió andando.
—¿Son armas de gladiadores? —preguntó con inocencia.
—De mis días de Pérgamo, sí. Allí era médico de gladiadores.
—Eres un experto en la muerte, ¿eh?
—Mis pacientes lo eran.
Se encogió de hombros, asintió con vaguedad y siguió caminando. Me fui poniendo nervioso. La carta de Lucila parecía corroer el cuero del estuche, bajo mi mano, como si fuese una brasa escondida.
—Habéis mencionado que vos mismo necesitáis un médico, ¿puedo ayudaros, Emperador? —me atreví a preguntar al fin con cautela. La siguiente frase cortés que hubiera querido decir era: «Y ahora ¿podrías dejarme solo, por favor?».
—Ayuda, sí —comentó Lucio Vero, pensativo. Después se acercó a la ventana—. ¿Has oído la canción que entonaban esta mañana los soldados de Casio al entrar en el Campo de Marte? —Dije que no con la cabeza—. ¿No? —preguntó—. Era una canción de burla, una canción de burla sobre un imbécil con el pelo teñido y el hígado perjudicado por la bebida. Una canción de burla sobre su Emperador.
Su mentón, que empezaba a rendir tributo a sus hábitos y estaba desarrollando una papada, temblaba de indignación. Contemplé su rostro aún joven y hermoso, que estaba todavía sólo al borde del deterioro, y sus ojos claros en los que vi entonces un desacostumbrado tinte de seriedad.
—Ese hombre —prosiguió sin rodeos— quiere matarme. Lo sé. —Su puño cerrado golpeó el marco de la ventana una y otra vez—. En consecuencia, padezco una enfermedad mortal mientras Casio siga con vida y, por tanto, necesito sin falta un médico.
—Bueno —balbucí, sin estar seguro de qué debía replicar a esa construcción sofista, pero Vero no me prestó apenas atención.
—Y Marco, por si fuera poco, lo apoya. Se burla de mí en sus cartas.
Poco a poco empecé a comprender que hablaba de su corregente, Marco Aurelio.
—Me deja en manos de esa bestia. ¿Has visto alguna vez cómo trata a sus reclutas? —Sacudí la cabeza sin decir palabra—. Y Marco se ríe de mí porque no soy lo bastante hombre de Estado. —Casi lo dijo susurrando—. No soy lo bastante emperador, lo bastante filósofo, lo bastante hombre. Mi mujer tiene razón; estoy harto de sus amonestaciones. Sus escrúpulos, con los que se siente tan superior a mí, me llevarán a la tumba, maldita sea. —De nuevo se volvió hacia mí, que permanecía allí de pie, atónito—. Si un día alguien que fuese a morir te pidiera un medicamento, lo ayudarías, ¿verdad?
—Emperador —tartamudeé, luego respiré hondo—. Siempre estaré, como médico, a vuestro lado —declaré, rígido y prudente.
Él asintió, por lo visto no había esperado ninguna otra respuesta. No pareció pensar en las salvedades que se escondían en mi afirmación. Me pregunté, y no por primera vez, por qué era tan franco conmigo.
Vero volvió a sonreír, pero esta vez de una forma imprecisa y perturbada.
—Maravilloso, maravilloso de verdad. La segunda buena noticia de hoy. —Se fue relajando poco a poco—. Tengo que explicárselo enseguida a Pantea. A ella también le gustaría mucho… ¿Sabes? —Soltó unas risitas y volvió a ser de repente el anfitrión encantador, tal como yo lo había conocido en las últimas semanas. Debía de poseer unas dotes asombrosas para olvidar hechos desagradables—. ¿Has visto hoy a Luciano? —dijo con una risa sarcástica. Sacudí la cabeza—. Se esconde. Se ha afeitado la barba para Pantea. —Y entonces resopló abiertamente—. El pobre loco —añadió riendo, y luego se calmó—. En fin —dijo, para disculparla—, a ella le gustan las barbillas bien rasuradas. Ha intentado que yo también me afeite. No obstante, considero que un auténtico romano no debería prescindir de su atributo más masculino. —Se mesó pensativo los rizos cubiertos de polvo de oro de su barba—. Salúdalo de mi parte cuando lo veas —dijo para despedirse, con una voz atronadora, de nuevo con muy buen humor, y se fue hacia mi dormitorio.
—¿Emperador? —empecé a decir con aire interrogativo.
Vero, con todo, hizo un gesto de denegación con la mano.
—Ha sido una visita privada. Ahora desaparezco por donde he venido.
Dicho esto, abrió una puerta invisible que había en la pared y de la que yo no había sabido nada hasta ese instante, me hizo una seña y desapareció.
Fui corriendo tras él y descubrí, al tantear la superficie de la pared, las líneas finísimas de la abertura oculta bajo las franjas y las grecas del mármol, que confundían la vista igual que los dibujos de las alfombras que los nómadas vendían en el mercado de Antioquía. Esa puerta estaba allí desde hacía semanas, desde el primer día en que me había hospedado en ese lugar, sin que yo la hubiera descubierto. Me temblaron las rodillas y me senté en el suelo. Allí estaba yo, con una Emperatriz que me exigía que asesinara a su esposo y un Emperador que requería mis servicios para enviar a su comandante al más allá. En ese momento pensé que Vero y Lucila no eran tan diferentes. Ambos odiaban a Marco Aurelio y ambos tendían a adoptar medidas de excepción. Y ambos, para desgracia mía, habían recurrido a mí para ello. Pero ¿qué tenía yo?
Entonces me lancé sobre el estuche que contenía la carta. En ese momento llamaron a la puerta y el centurión asomó la cabeza.
—¡Ya voy! —le espeté, airado.
Cogí el estuche con la carta, pues era demasiado peligroso dejarla allí sin vigilancia, y lo seguí.
—¿Habías visto alguna vez algo así?
Avidio Casio no se andaba con rodeos. Descorrió la cortina de una sala apartada del hospital militar y señaló a una docena de soldados que había allí amontonados en el suelo y con fiebre alta, según parecía. A pesar de que había alguna ventana abierta, el hedor de la sala era casi insoportable. Apenas me había arrodillado junto al primero cuando vi las úlceras en el pliegue del codo de numerosos enfermos, algunos tosían y expulsaban esputos sanguinolentos. Uno se volvió entre alaridos y murió pocos segundos después en los brazos de un enfermero, entre gemidos y convulsiones, rodeado de sus excrementos. Retiré con cuidado los jirones de ropa de las úlceras de un paciente, le comprobé el pulso y la temperatura y le olí el aliento.
—¿Cuánto hace que están en este estado? —pregunté por encima del hombro.
—Desde ayer por la mañana.
—¿Qué? —espeté.
—Desde ayer por la mañana. Los cinco de detrás están así desde antes de ayer. La enfermedad va muy deprisa.
—Desde luego —mascullé, y me recorrió un escalofrío—. Por todos los dioses. —Medité—. ¿Tenéis más enfermos como éstos?
Casio dudó.
—Empezó en Ctesifonte. Algunos dicen que la peste ya estaba en la ciudad. Otros creen que empezó porque los legionarios afanaron un arca del templo de Apolo y la abrieron.
Guardó silencio, estremecido, y vi que tampoco él permanecía impasible ante las supersticiones de los soldados.
El padre de Casio había sido un simple centurión, él mismo había crecido en campamentos militares y, pese a que había llegado a ser uno de los hombres más ricos de Siria y uno de los comandantes más influyentes del Imperio, jamás había respirado otro aire que el de las legiones sobre las que ahora se cernía ese aliento pestilente. Esa idea hacía que a Avidio Casio le subiera la sangre a las mejillas curtidas por el sol. Aun así, apretó los dientes y declaró:
—He hecho ajusticiar al que ha extendido esos disparates.
Asentí, después de todo lo que había oído decir de él, lo creí a ciegas.
—Comprendo. ¿Cuántos enfermos desde entonces?
—Unos treinta.
Volví a asentir.
—Cada día —añadió.
Levante la mirada y la fijé en él.
—Como ya he dicho —gruñó—, no viven mucho tiempo. Nuestro camino de regreso ha quedado sembrado de tumbas.
Multipliqué la cifra por los días de marcha y pude imaginarme la suma aproximada.
—¡Enfermero! —Ordené que me trajeran un paño y me lavé enseguida las manos—. En adelante, aisladlos —indiqué—. Todo el que presente síntomas debe ser trasladado aquí. De inmediato. Y que nadie venga a verlos. Quemad sus cosas. —Iba enumerando con los dedos—. Todo lo que puedan haberse dejado en sus barracones. Los sanos deben ir a las termas y lavarse a conciencia. Y esperar lo mejor —concluí—. Ah, y quisiera examinar a un par de supervivientes.
—No hay ninguno, que sepamos.
Casio y yo nos miramos unos instantes a los ojos.
Entonces el enfermero se plantó ante nosotros con un fardo de ropa en las manos.
—Ése ha sido el vigésimo séptimo de hoy —refunfuñó—, y todavía no es más que mediodía.
Lo agarré del hombro con fuerza.
—Tienes que darles infusión de corteza de sauce contra la fiebre.
Sólo me contestó con desprecio.
—¿Qué crees que hacemos aquí? Pero mueren más deprisa de lo que se tarda en darles nada.
Y se escabulló. Lo vi dirigirse por el frío pasillo hacia el reluciente rectángulo del patio de maniobras y tirar allí el fardo a una pequeña hoguera que ardía ya y que enseguida empezó a echar humo negro.
—Tengo que ir a la biblioteca a consultar unas cosas —mascullé, y agarré mi pequeño cofre—. Volveré mañana temprano.
Casio me detuvo agarrándome con fuerza del brazo.
—Tengo una guerra que luchar. Nada de todo esto sería ventajoso para la moral de mis tropas si llegara a saberse.
Alcé el mentón.
—¿Presumo que eso incluye al Emperador?
No era ninguna pregunta. La forma en que la mano de Casio empuñó su espada fue inequívoca. Me enseñó todos sus dientes en una amplia sonrisa.
—Proponle que venga a visitarnos —exclamó tras de mí con esa risa perversa—. Es muy caro de ver entre sus tropas.
Me sentí algo más tranquilo mientras bajaba por la senda paralela al río, entre jazmines y jaras, oyendo el suave murmullo del cañaveral en el viento. Antes de regresar al palacio fui a las termas, donde de inmediato me depuré al estilo griego, con aceite y rascador. Después repetí con agua y líquido jabonoso el mismo procedimiento. Para mayor seguridad, me fui también al baño de vapor y me lavé de nuevo antes de nadar mis largos en la clara piscina de color turquesa, que alimentaban de agua fresca a través de grandes cuernos de tritón unas nereidas doradas y rodeadas de delfines.
El aroma del aceite de rosas flotaba en el aire, torneados divanes de madera de sándalo invitaban al descanso, y unos pequeños limoneros plantados en tinas filtraban el aire que entraba. Aun así, no lograba deshacerme del olor de aquel hospital de campaña, como tampoco del pensamiento de que quizás había pisado con mis pies el borde de un estrecho sendero de muerte que se extendía desde el templo de Apolo de Ctesifonte hasta el palacio de Antioquía. Mientras nadaba de espaldas miré al techo, que estaba cuajado de saltarinas motas de luz. Decidí retrasar un par de días mi visita médica de cumplido a Lucila y preparar mentalmente la conversación para presentarme ante ella más seguro. Esa noche, mi luz no se apagó hasta muy tarde.
Días después, aún seguía sin haber descubierto nada. Sobre mi mesa se apilaban los papiros. Tucídides había descrito una vez una mortandad masiva en Atenas que se desarrolló de una forma horrorosamente semejante, si bien esa enfermedad no presentaba las mismas características. En el informe de un oscuro Dionisio encontré indicios de una pestilencia comparable hacía más de cuatrocientos años. Sin embargo, no decía nada de antídotos. Decidí que no podía renunciar a aplicar vapores de mirra y madera de olivo, pero no parecieron tener ningún efecto especial. Una cura radical con eléboro demostró no hacer más que acelerar el proceso de la enfermedad. Y los infestados, de todas formas, vomitaban cuanto se metían en el cuerpo, por lo que no era posible liberarlos de esa manera de los humores malignos. Por ese mismo motivo fracasó todo intento de aplicar una dieta reparadora.
Tan sólo un tratamiento tradicional de las úlceras demostró ser beneficioso: abrir, lavar, depurar. Al cabo de poco, yo mismo había abierto tantas con el cuchillo que pronto perdí la cuenta. A pesar de que cada día me horrorizaba volver a ese pabellón de la muerte, siempre me impulsaba el pensar en aquel viejo enfermero de campaña gruñón, que ya había enterrado a cinco de sus ayudantes y que seguía administrando con rostro imperturbable su infusión de corteza de sauce. Se llamaba Cayo y la posteridad debería conocerlo; no querría dejarlo en la estacada.
Fue una auténtica suerte enterarme en mi estudio de la llegada a Antioquía de una caravana india que pretendía llevar sus mercancías a Roma siguiendo la costa. Conseguí que Lucio Vero me concediera un salvoconducto que me identificaba como comprador de especias para los almacenes imperiales de Roma, donde la familia imperial guardaba su provisión personal de las sustancias más caras, escasas y curativas, que supervisaba por un farmacólogo contratado con ese único cometido. Con el pase me abrí camino por entre las oscilantes cabezas de los camellos y los hombres cubiertos con velos y ordené a mi intérprete que me consiguiera lo que necesitaba del contenido de los grandes lardos: áloe auténtico y sobre todo lykion de la India, verdadero y sin adulterar, una sustancia pura que no había pasado todavía por los dedos del intermediario avaricioso.
Aromatopolai y unguentarii, los grandes proveedores de especias y fabricantes de ungüentos de Antioquía, renegaban y me enseñaban los puños tras las lanzas entrecruzadas de mi guardia de legionarios. Se enfurecían, aunque en vano, mientras los mercaderes les quitaban el envoltorio de hoja de palma a los recipientes de vidrio, uno a uno, y me presentaban el polvo que contenían.
Por decoro, dejé que enviaran una pequeña parte a Roma, pero la mayoría del lykion acabó en el campamento de Casio, donde Cayo lo amontonó en el almacén, junto a las arcas de harina. Allí les curaba las úlceras a los soldados con el afamado jugo de esa raíz. A veces conseguíamos salvar a uno, pero empecé a tener la sensación de que había dos clases de úlceras: unas curables y otras que no tenían remedio, y que eran muchísimo más frecuentes que las primeras. Con el tiempo aprendí a diferenciarlas y a dosificar mejor los valiosos medicamentos, ése fue todo el progreso que logré. El número de bajas se mantenía desalentador y constante. Yo seguía con vida y me acostumbré a ir a los baños dos veces al día y a rehuir los aposentos de Lucila. Completamente sumergido en mis estudios y agotado por las guardias nocturnas en el Campo de Marte, aquel día no vi a Pantea hasta que la tuve ante mí.
Era alta, casi más alta que Lucio Vero, y de una belleza tan bien proporcionada y esbelta que casi me resultó un poco sosa. Al tenerla allí delante, contemplándome tímidamente con sus ojos de gacela, no pude evitar pensar en el pobre Luciano, que sufría, en Luciano y en su barbilla rasurada, que le sobresalía tanto de la cara que parecía constituir una tercera asa junto con sus dos orejas de soplillo. Desde que se había afeitado no se dejaba ver muy a menudo en el círculo de Vero, pues su primera entrada en escena, por decirlo con buenas palabras, no había resultado precisamente un éxito. Ni siquiera Pantea había encontrado palabras de halago para él ante los demás.
Luciano prefería quedarse en compañía de las flautistas, que en realidad me pertenecían a mí, aunque yo cada vez les encontraba menos utilidad. Se las regalé con gusto, a pesar de que él no hacía más que afirmar que sólo conversaba con ellas a fin de recopilar material para una obra que por lo visto quería titular Diálogos de las hetairas. No pude evitar reír contra mi voluntad al pensar en ello. Pantea lo vio y se animó a sonreír también por su parte.
—No quería enviar al criado… —empezó a decir con timidez, y se interrumpió.
—… para que no me negara a recibirte —terminé su frase, y lamenté un poco mi rudeza, puesto que se sonrojó tanto como le era posible con su tez de miel.
Bueno, puede que la existencia de Pantea fuese una ofensa para Lucila, pero ella tenía menos culpa de esa situación que Vero, de modo que intenté ser justo.
—¿Tan descortés —proseguí, por tanto, más conciliador— te ha dicho el Emperador que soy?
—No, oh, no —se apresuró a replicar, sobresaltada—, muy al contrario. Por eso, por eso me ha enviado él mismo.
Inclinó la cabeza y no habló más. Contemplé su coronilla y percibí el aroma que desprendía, un aroma conocido, hecho con más de veintitrés componentes, si no me engañaba, y empecé a preguntarme si Luciano había empuñado de veras tan en vano su cuchilla de afeitar. Y si Pantea era en realidad tan tímida como parecía, o si bajo el pretexto de su timidez de corzo sabía muy bien lo que quería. ¿No había mencionado Vero que ella conocía sus reticencias con respecto a Casio? Ni yo mismo estaba muy seguro. Sin embargo, si Vero quería realmente que la tratara, ¿por qué venía entonces sola y como peticionaria? ¿Por qué él no me lo ordenaba? Preguntas sin respuesta.
Me incliné hacia atrás, me crucé de brazos y decidí no ir a su encuentro. Levantó sus largas pestañas y las volvió a bajar antes de seguir hablando. Sí, su belleza no era lo bastante esplendorosa como para dejarle a uno sin aliento, pero era lo bastante suave y dulce para que uno se sintiera atraído.
—Él…, a él le gustaría tener un hijo mío —soltó por fin.
No contesté nada. Puesto que tampoco ella dijo una palabra más, al final respiré hondo. «Bueno —pensé—, tanto si miente a Vero al respecto como si no, esto es un asunto médico.»
—¿Cuánto hace que vuestras relaciones carecen de descendencia? —pregunté.
—Dos años.
Apenas se la oía.
—Y ¿nunca antes has tenido…? —Dejé la frase pendiendo en el aire.
Ella callaba. Repetí la pregunta.
—Dos —susurró.
—¿Cómo dices?
—Tuve dos hijos. Antes de conocer a Vero. De otros. —Tragó saliva—. De otros hombres. Por favor —dijo, mirándome con lágrimas en los ojos—, él no lo sabe.
—Comprendo —dije con sequedad.
—No, no, eso fue mucho antes de él. Es sólo que… —Enarqué una ceja en actitud interrogante—. A él le gustaría mucho tener hijos.
—Los tendrá dentro de poco, de su esposa —afirmé con rotunda claridad.
Me miró suplicante e hizo un ademán de incredulidad.
—¿Qué quieres decir? —pregunté con creciente descontento.
Una perversa sospecha nació en mí, pero ella sólo se mordió los labios y sacudió la cabeza enérgicamente. Por lo visto no se atrevía a pronunciar en voz alta su infame acusación.
—Está bien —dije.
La contemplé un rato con desconfianza, después fui a buscar mi instrumental y cogí el espéculo. Ella siguió mis gestos y con obediencia se instaló en la camilla.
—¿Tienes el ciclo irregular? —pregunté.
Pero ella dijo que no. También a todas las demás preguntas que se les hace a las mujeres estériles respondió con un claro «no», y yo no vi nada que me hiciera dudar de esa información. Le ordené con impaciencia que volviera a ponerse en pie.
—¿Por qué estás aquí?
Estaba confuso y de mal humor. Ella alzó de nuevo las manos.
—Él quería que, sin más tardar…
Sin embargo, la hice callar con la mano y ella guardó silencio, desesperada. Seguía sin pronunciar la sospecha que ella misma me había sugerido: que el estéril era Vero. Con todo, la sospecha flotaba en esa habitación y me enfurecía sobremanera. No tanto porque comprendiera el peligro que podía suponer para Lucila, sino porque eso significaba que Lucila tenía que amar a otro hombre más, aparte de mí. A otro, era impensable. No después de la carta que me había escrito. Por muy hundida que estuviera Lucila junto a Vero, la idea de que hubiera otro me partía el corazón. Así pues, lo rebatí lleno de ira.
—Te presentas aquí —comencé a decir—, en secreto y sin anunciarte, haces imputaciones que…
Iba de un lado para otro, exaltado. Las manos se me iban solas hacia la funda que contenía el mensaje de Lucila. Lucila, que estaba embarazada.
—Pero si yo no he… —intentó afirmar mientras acababa de vestirse.
Desestimé sus objeciones con un ademán.
—Ve con tus lágrimas de cocodrilo a Luciano. Pero no a mí. Lucio Vero pronto será padre. Si tú no concibes con él, bueno… —Esta vez me encogí de hombros—. Pues que así sea. Ahí poco pueden hacer los médicos. A lo mejor tendrías que pedir ayuda —añadí, mordaz— en el mismo lugar donde consigues ese perfume.
Se me quedó mirando boquiabierta y se puso en pie de un salto. «Igual que una gacela huyendo», pensé con malicia, e instintivamente hice un pequeño gesto para espantarla. Pantea, todavía sujetando su vestido sobre el hombro izquierdo con la mano, retrocedió, se tropezó en la puerta con la mujer que entraba y desapareció.
—Saludos, noble Fabia —dije, rodeado del aroma cada vez más débil del bálsamo parto, y cerré la mano con fuerza sobre la carta invisible de Lucila.
El problema de Fabia, el desagradable regusto de los excesos nocturnos, era fácil de remediar con un poco de mástique y poleo, de modo que enseguida pude dedicarme a mis verdaderos problemas. Con la llegada de la oscuridad emprendí el camino ya acostumbrado hacia el campamento militar. Cuando salí de los naranjales, incontables antorchas ardían y lanzaban su humo rojizo hacia el cielo, y me encaminé hacia ese infierno silencioso. Ese día, no obstante, me hicieron parar en la puerta adornada con herrajes. Llegó una litera con decoraciones doradas que fue recibida por un oficial y, cuando los cortinajes fueron descorridos y la luminosa lámpara del interior del vehículo iluminó brevemente el rostro del ocupante, reconocí, para mi asombro, a Avidio Casio en persona.
No me parecía en absoluto el tipo de hombre que realiza discretas visitas a damas. En realidad me lo había imaginado más como un aficionado a las prostitutas, subiendo una estrecha escalerilla de madera hasta un cuartucho desnudo con un número en la puerta donde se vendía sudor rápido y placer brutal. Incluso lo había imaginado como a uno de sus legionarios, con los que tanto le gustaba compartir las comidas frugales en lugar de visitar los grandes banquetes de su Emperador.
Era fácil subestimar a ese hombre al ver su conservador semblante de viejo guerrero y su mentón férreo —que seguramente había heredado, como sus anchas manos, de su padre, el centurión— y al observar sus maneras descorteses y esa forma de hablar primitiva y brusca. Pero mi memoria me decía que tenía dinero, tenía poder, tenía influencia en la corte. Y, si había que creer a Lucio Vero, también tenía ambiciones. ¿Por qué no iba a haber desarrollado asimismo un gusto correspondiente a su posición?
También pensé que no tenía mal gusto, pues entonces caí en la cuenta de que conocía a su acompañante femenina. Ese mismo brazo pálido adornado con ese mismo ancho brazalete de oro que ella extendía para acariciar el rostro de Casio había recibido poco antes de mis manos un remedio contra el mal aliento. El velo de color lila cuyo extremo sobresalía un poco por debajo de la cortina había sido bien elegido y hacía brillar de forma fascinadora los ojos turquesa de Fabia. La gran silueta de Casio desapareció entre esos brazos pálidos en el interior de la litera, los batientes de madera de la puerta Se abrieron y volvieron a cerrarse mientras un gritito animado, claro como un grito de papagayo, se alzaba en el aire.
«Pobre Emperador —pensé—, tiene un general que atenta contra su vida y una hermana que yace en brazos de ese mismo hombre.» Entonces me llegó mi turno para entrar, el oficial de guardia me saludó y los batientes de la puerta volvieron a abrirse. Cayo me recibió en mi inframundo personal y me hizo olvidar la traición de Fabia y las intrigas de Pantea.
Era ya muy tarde cuando llegué al banquete de Vero. El sirviente que me estaba esperando no me había dejado otra opción que la de seguirlo, y de hecho ya empezaba a sentir un hambre canina. Entré junto con Fabia, lo cual hizo que apareciera en mi rostro una pequeña sonrisa cansada y burlona. Ella me la devolvió resplandeciente, cosa poco habitual, y me tomó del brazo. Por un instante me pregunté si tal vez me había visto en la puerta del campamento, pero entonces trajeron la comida y el vino. Huelga decir que, como los dos llegábamos rezagados, Fabia se sentó junto a mí para atenderme de vez en cuando. Me metía los mejores bocados en la boca y me sostenía el vaso delante de los labios. Ummidio presenciaba quizá con rencor cómo me agasajaba y, puesto que ella se esforzaba por compensar todo lo deprisa posible nuestro retraso respecto de los demás comensales y yo estaba muy cansado, el alcohol borró con rapidez las penas y los pensamientos que todavía me rondaban en la mente. Ni siquiera noté que Lucila no me quitaba los ojos de encima. Cuando me encontré una vez con su mirada, por casualidad, y vi en ella la ira silenciosa, pensé con satisfacción: «¡Pues claro! ¡Eso que haces tú con Sohemo también yo puedo hacerlo desde hace tiempo!»
Poco después, cuando Fabia me ofreció una cereza de sus labios, me incliné hacia ella y la recogí de su boca. Luciano se levantó y dio un discurso sobre las tres diosas y la elección de Paris, que se refería de forma sutil a las damas presentes y fue aplaudido con entusiasmo. Hubo que esforzarse por impedir que Vero las hiciese subir desnudas a la mesa; borracho, pedía manzanas. Fabia se agarraba los costados retorciéndose de risa y yo, con sus senos bamboleantes ante los ojos, me uní a su hilaridad medio aturdido. Después llegaron los músicos y las fuentes de frutas, acompañados por muchas chanzas animadas y ordinarias.
Cuando volví la cabeza hacia Fabia una vez más, por poco me doy de bruces con sus pechos inmaculados, exuberantes y turgentes. El brocado lila se le había resbalado de los hombros y en la mano izquierda sostenía un pomelo rosado abierto sobre el que había colocado una cereza escarchada. La jugosa fruta relucía compitiendo con las carnes de sus pechos desnudos, cuyos pezones brillaban tan purpúreos como la cereza. Fabia me ofreció ambas cosas entre risas.
—Un nuevo juicio para mi dulce Paris. Esta vez la diosa quiere saber por qué fruta te decidirás.
Me incliné borracho y… Es posible que quisiera alcanzar la cereza, pero en lugar de eso atrapé el botón tibio y oloroso de su pezón, y perdí de vista el banquete. Aún llegué a ver su boca entreabierta en una sonrisa por encima de mí, mientras me agarraba a su pecho como un lactante y sobre mí caían las relucientes gotas de la fruta que ella exprimía y que poco a poco (a mí me parecía que sucedía muy despacio) me iban cayendo, dulces y pegajosas, y yo las lamía de su piel con una lengua ávida.
Después, ya no sé cómo, no sé, los dos acabamos en mi lecho y yo me sumergí bajo el vestido de Fabia. La seda susurró en sueños irisados junto a mi cabeza, luego crujió ensordecedora y constante como el viento en el cañaveral, y después sólo quedó el aroma y la carne en los que me hundí.
A la mañana siguiente fui mi propio paciente. Me desperté solo y exhausto, y mi diagnóstico fue tan despiadado como la terapia que me apliqué en las termas. Lucio Vero estaba en el campo de juego con sus dos actores preferidos, Paris y Apolausto, y me hicieron señas para que me uniera a ellos, y yo les complací no sin antes tomar unos cuantos baños fríos, que no me despejaron del todo la cabeza. Sin embargo, al cabo de un rato mis movimientos se hicieron más ágiles, cogía la pelota con más seguridad y la lanzaba con más puntería que al principio. Empecé a sudar sana y beneficiosamente. Tampoco Vero era mal jugador, no era un estratega, pero sí un buen hombre de equipo, y de una alegría infatigable. Nos reímos mucho, hasta que al final acabamos sentados juntos en el baño de vapor y dejamos caer la cabeza, jadeantes. Fueron los actores los que se dieron antes por vencidos. Apoyé los codos en las rodillas, sentí el calor que me pasaba por el pecho y la cara, respiré hondo y poco a poco empecé a sentirme mejor.
—¿Piensas aún alguna vez en lo que te dije? —me preguntó de sopetón Lucio Vero.
Me pilló del todo desprevenido. Asentí, abatido, y miré cómo el agua que me chorreaba del pelo formaba un charco entre mis sandalias de madera.
—Bien.
También él cabeceó y pareció no querer decir nada más.
—Me pone furioso que Marco lo proteja así —se le escapó de repente. La frase resonó en las húmedas paredes. Yo seguí callado, ¿qué iba a decir?—. Mi mujer cree —prosiguió, pensativo— que su padre no piensa lo mismo que dice. Ella afirma que su padre habla para la posteridad, que finge para crear la imagen del emperador filósofo y en realidad sólo espera que otra persona lo entienda y obre a conciencia por él. Dice incluso que él está esperando a que…
Oí cómo le rechinaban los dientes.
—La respetable Annia Lucila —repuse, tras dudarlo un rato— tiene unas opiniones muy personales sobre su padre, eso se debe a… —dudé sólo un poco—. Se debe al grado de discordia fundamental que existe entre ambos, que los separa por completo.
Contento al ver que no me preguntaba en qué consistía esa discordia, me dispuse a convencerle de lo absurdo de esa suposición suya de que Marco Aurelio le había ordenado indirectamente el asesinato de Casio.
—Son adversarios —masculló él en tono medio interrogativo, como si sólo estuviera acariciando la idea—. Padre e hija. Quien lo habría pensado. Y yo que había temido que la hubiera enviado para que me vigilara… —En ese momento se interrumpió. Más para sí que para nadie, añadió—: No es que desconfiase tanto de ella.
—Para eso no hay ningún motivo, Emperador.
Después preferí concentrarme en mi respiración, fuera lo que fuese lo que había provocado sus recelos para con Lucila, en vista de la carta que tenía en mi poder, me pareció bien que éstos se hubiesen disipado. Qué necio fui.
—Sin embargo, seguramente eso quiere decir que Marco no puede estar de mi parte en el asunto de Casio.
—Marco Aurelio sin duda piensa lo mismo que dice —confirmé, y con ello quise decir que sería mejor que el emperador Vero no se ensuciara las manos con la muerte de Casio.
—Lucila dice —dijo Vero reanudando de repente la conversación— que tiene pesadillas con Marco Aurelio y Casio. ¿Ya has ido a verla? —preguntó sin ningún tipo de pausa.
—Quería ir hoy por la tarde —mentí—. Las mujeres encinta sueñan mucho, eso no tiene que inquietaros.
—Bien, bien. —Me dio unas palmadas en los hombros sudados—. Cuídala bien, aprecio a mi mujer.
Entonces me dejó de nuevo solo. Pensé en la carta que había en mi pequeño estuche, que le habría hecho cambiar de opinión, y me quedé allí sentado. Poco después no me quedó más remedio que ponerme en camino para ir a ver a Annia Lucila. «Esta vez —pensé— tiene que recibirme.» Y, de hecho, ya fuera sólo por el deseo de su esposo o a causa de mi escapada nocturna con Fabia, el caso es que en esa ocasión me recibió allí sentada, con sus rizos teñidos de rojo y mirándome con tanta frialdad e impasibilidad que bajé la mirada al suelo.
Todavía tenía aspecto de niña, una muchacha con traje de ceremonia y pintarrajeada como una mujer mucho mayor, pero parecía haber envejecido de manera prematura, como si estuviera enferma, pálida, con su nariz respingona y unas ojeras amplias y oscuras alrededor de sus grandes ojos infantiles, que ni siquiera los polvos de tocador podían ocultar. En lugar de la frescura tierna, provocadora y deliciosa de antes, ahora irradiaba una vibración que era difícil comprender y que no contenía la viveza obstinada de antaño, sino una ira inconcreta e inescrutable que ardía en ella como un ascua y que le otorgaba un brillo artificial a esa máscara muerta de niña pintarrajeada. Lucila estaba enferma, pero tal vez más seductora que nunca.
Y también era peligrosa. Lo que deseaba de mí era peligroso. El asesinato de un emperador no era una diversión inocente como aquellos besos secretos de Roma.
Con todo, me recordó muchísimo nuestro primer encuentro: su largo silencio, mi apuro, el estuche médico entre los dos. Puse la mano sobre el cuero frío y de aspecto inocente, me repetí mentalmente las palabras de su carta y dudé largo rato sobre cómo debía empezar.
—Lucila —dije entonces con suavidad, renunciando al tratamiento oficial—, tengo que hablar contigo. —Ella guardaba silencio, así que me atreví a ir al grano—. Sobre la carta. —Levanté la vista, pero ella no pareció reaccionar—. No haré —proseguí despacio y con claridad— lo que me has rogado, ¿lo entiendes? No puedo hacerlo y no lo haré. Va contra mi juramento hipocrático y contra mis convicciones. No traicionaré ninguna de las dos cosas, ni siquiera por amor a ti, y eso que por ti haría muchas cosas.
La tomé de las manos y la miré a la cara. Ella no retiró sus fríos dedos, y en sus facciones no pude leer nada más que una sorpresa irritada.
—Y tú tampoco debes hacerlo —continué, buscando las palabras con desesperación.
Deseaba hacerle comprender que no quería perder a la muchacha caprichosa y frívola que había sido en Roma, que quería recuperar aquello que vivía en mis recuerdos, sin esa amargura, sin que se ensuciara las manos con esa sangre que habría estropeado todo lo que una vez fue.
—Amor mío —añadí al fin.
Esas palabras reverberaron en mi oído, inoportunas y pronunciadas en voz demasiado alta. Sin embargo su boca empezó a estremecerse. Por unos instantes creí que quizá se echaría a llorar, con fuerza y desenfreno, como una niña. Sólo sentí un intenso deseo de estrecharla entre mis brazos y consolarla.
Entonces comprendí que se estaba riendo como una histérica, sin poder parar, pero reía. La así con fuerza de los hombros y la acerqué hacia mí. Si tenía que liberar la tensión interior, que hiciera lo que quisiera. Reír, llorar, cualquier cosa era mejor que esa rigidez de máscara con la que se había presentado ante mí hasta ese momento.
—No debes hacerlo, por tu propio bien —repetí con insistencia.
Pero ella sólo hacía gestos de negación con la cabeza, estremecida a causa de las carcajadas y del hipo que no la dejaba hablar.
—¡Tienes la carta! —fueron sus primeras palabras.
Involuntariamente eché mano al estuche y luego la aparté.
—Sí —repuse, medio sorprendido, puesto que volvió a estallar en risas y cayó de rodillas.
—¡Tienes la carta! —exclamó, casi gritando. Después pareció reflexionar—. No te preocupes —dijo al cabo, sorbiendo por la nariz y enjugándose los ojos húmedos.
De pronto su distanciamiento pareció haber desaparecido como por arte de magia. Me puso la mano con familiaridad sobre el muslo. Un impulso eléctrico recorrió mi cuerpo hasta las yemas de los dedos. Ay, me gustó demasiado pensar que el cambio en ella se había producido gracias a esa risa liberadora.
—No voy —dijo, despacio, acentuando cada sílaba— a matar a mi marido.
Me miró directamente a los ojos, y al ver en los suyos el antiguo resplandor dorado de su iris añil como la noche, la creí, creí cada una de sus palabras. Me besó.
—Pero la carta… —empecé a objetar de nuevo, aunque volvió a sellarme los labios.
Un leve tintineo me despertó más tarde. Procedía de unas campanillas de cobre que colgaban de una figura de Príapo que había sobre el lecho de Lucila, cuyo enorme falo debía aportar felicidad y bendiciones. Empujé los pequeños objetos sonoros que se balanceaban pendientes de los talones y el miembro de Príapo, que giraba sonriente sobre mí. Satisfecho y sonriente yo también, me estiré con placer en los cojines y me volví hacia mi bella amada, que, retorciéndose unos mechones de pelo entre los dedos, miraba distraída al techo.
—Pobre Lucio —dije, mientras jugueteaba con sus rizos—, pobre Emperador. Su mujer —proseguí, y le besé el cuello hasta que me empujó juguetona— ama a otro, su general quiere destronarlo y su propia hermana…
—¿Fabia? —me interrumpió Lucila, sorprendida—. ¿Ya te has enterado de eso?
—Los he visto juntos —repuse, casi con cierto orgullo.
—Asombroso —comentó, y se lanzó sobre los cojines—. Normalmente son muy discretos, ¿sabes? El incesto es algo bastante asqueroso, incluso para un emperador romano.
—¿Incesto? —Fue como si me hubieran dado un golpe en la cabeza—. Fabia y Lucio. No, lo que yo decía…
—Pero no te preocupes —añadió ella con saña—. Seguro que no es eso lo que lo matará.
—¡Incesto! —repetí, sin acabar de creerlo.
Pensé en la noche anterior, pensé en Casio, pensé en…
—Pues sí. La relación entre ambos es muy estrecha, en todos los sentidos. Fabia siente idolatría por su hermano. Le gustaría estrangular a Pantea si pudiera, y a mí seguramente también, es decir, después de que les haya asegurado la dinastía, claro está. No piensa en nada más que en la carrera de Vero, por la que haría cualquier cosa. Por mí, que lo haga —prosiguió Lucila con ligereza, y yo albergué la sospecha de que me clavaba esa afilada lanza en las carnes con mucho placer. Para que no estuviera demasiado orgulloso de la noche que había pasado con la hermana del Emperador.
—Yo, si fuera Vero, no estaría tan seguro de su lealtad —repuse con vaguedad.
—¿Cómo?
Lucila cogió uno de sus rizos y me hizo cosquillas en la nariz, pero yo le aparté la mano, me incorporé y la miré a los ojos.
—Fabia no es la hermana abnegada que tú te imaginas —expliqué con seriedad—, tiene una aventura con Casio. ¡Ay! —Indignado, examiné los rasguños de color escarlata que las uñas de Lucila me habían abierto en el dorso de la mano y que enseguida se llenaron de sangre—. ¡Lucila!
Me apartó el brazo. Tardó un buen rato en volverse de nuevo hacia mí y acariciarme distraída la mejilla.
—Ha sido sólo la sorpresa —murmuró—. Pero te equivocas en cuanto a Casio, Claudio. Seguro.
—No, no —la interrumpí—. Yo mismo los he visto en la litera de ella. Estaba claro.
Sin embargo, Lucila sacudía la cabeza.
—Fabia es exactamente como te la he descrito, créeme. La conozco desde hace bastante tiempo y he visto todo lo que tenía que ver. —Hizo una larga pausa—. Esa carta, Claudio.
Me pregunté con enojo qué más podía suceder con esa desdichada carta que me había escrito en su anterior turbación. «Olvida la carta —quise decirle—. Has recuperado el juicio y ahora todo irá bien.»
—Esa carta no era para ti.
Tardé un rato en comprender lo que acababa de decirme. No era para mí, esa carta no era para mí, ese escrito que comenzaba con «Amor mío». Me la quedé mirando estupefacto mientras ella sacudía, la cabeza sonriente y compasiva.
—No. Y tampoco la escribí yo.
Tragué saliva, tenía la boca seca.
—No la escribiste tú —repetí, con voz apagada. Sus rizos volvieron a caerle sobre la cara al mover la cabeza negando con decisión.
—Es de Fabia, eso lo sabía hace ya tiempo. Gracias a tu comentario he comprendido que debía de estar dirigida a Casio. —Me cogió las manos—. Y, para aclararlo del todo: el emperador del que se habla en ella no es Lucio Vero.
—¿No? —intenté decir, pero apenas logré emitir un gruñido.
—No. —Sus dedos recorrieron amorosamente mi rostro—. Es mi padre, Marco Aurelio.
La miré, miré su rostro infantil con esa pequeña barbilla enérgica que tan bien conocía, y supe que, no, deseé que no me hubiese mentido. Había expuesto ante mí una monstruosidad y su mirada cariñosa me exigía que la soportara. Vero y Fabia cometían incesto, Fabia se había unido al enemigo declarado de Vero, Casio, gracias a su encanto físico, ¡y todo con la intención de asesinar a Marco Aurelio! «Sé que es difícil de creer», me decían sus ojos rebosantes de amor. «Verás como consigues asimilarlo», me instaban las comisuras de sus labios fruncidos e íntimamente burlones. Bueno, eso era más sencillo que imaginarme a mi Lucila como asesina de su propio marido; lo conseguí.
Así pues, la carta era de Fabia, para Casio, y en ella hablaba del asesinato de Marco Aurelio. En realidad, dos de esas tres afirmaciones eran ciertas. Era una buena proporción, viniendo de Lucila.
—Fabia es lo que es —me explicó mientras me mecía como a un niño—, una… —Rió a medias—. Una amante hermana. Si yace con Casio, sin duda sólo es para controlarlo. Y para utilizarlo. Jamás ha querido otra cosa que ver a su hermano en el trono. Y puesto que sólo una persona se entromete en su camino…
—Tu padre —completé despacio, mientras el escenario iba tomando forma ante mis ojos—, al que Casio tiene que quitar de en medio. —Asentí lentamente con la cabeza—. Pero ¿cómo?
—Oh, viene hacia aquí —adujo ella. Y, cuando me incorporé sobresaltado, continuó—: Mi padre acompaña a mi madre, que, como es sabido, viene para ayudarme durante el embarazo. Además, también quiere llamar al orden a Casio para obtener en Media una rápida tregua mediante negociaciones. Tal como están las cosas de momento, sólo lo conseguirá si se presenta allí en persona. No hay carta que por sí sola pueda parar a un hombre como Casio cuando ha presentido la sangre de un enemigo sometido. Y por eso viene mi padre.
—Y ¿Fabia lo espera aquí, con Casio? —reflexioné—. ¿Estás del todo segura de que Vero no hace causa común con ellos? —pregunté entonces.
—Si llama imbécil a su querido Vero en la carta, sólo es porque no quiere participar en las intrigas. Y para embaucar a Casio. En el fondo, Vero respeta a Marco Aurelio —apostilló—, no sin envidia, pues se siente inferior a él. Mi padre, a fin de cuentas, le lavó el cerebro durante toda su infancia de la misma forma que lo consiguió contigo en el transcurso de un par de semanas.
Su vieja burla seguía teniendo efecto. No obstante, lo que decía parecía coincidir con mi propia impresión sobre Vero. Había en él envidia, había cierto rencor, pero más bien como los de un hijo frente a su padre prepotente, al que reconoce y respeta a pesar de todo, y contra el que rebelarse, en el fondo, es para él algo necesario. Pensé en la conversación que había mantenido con él en el baño de vapor, en la que parecía aferrarse con todas sus fuerzas a la absurda esperanza de que Marco Aurelio en el fondo estuviera de su parte en el asunto de Casio y que sólo evitara exhortar al asesinato del alborotador por no perjudicar su fama. Se lo expliqué a Lucila. Ella asintió.
—Ésa era mi contribución decisiva, liberarlo de las garras de Fabia y de la soga de esta confabulación. Espero que me hayas apoyado cuanto pudieras.
Lo pensé un momento y tuve que admitir entonces que no había sido justamente así.
—Sólo le expuse la verdad —me justifiqué—. En ese momento no podía sospechar que…
—La verdad —bufó Lucila—. La verdad en este caso no cuenta en absoluto. Si algo he aprendido, es eso.
Era una frase hondamente sentida la que me acababa de pronunciar.
—Aún queda la carta —apuntó al cabo, respirando con dificultad—. Cuando vea con sus propios ojos que Fabia lo califica de idiota… Con tu necedad lo has enviado a los brazos de los conspiradores —me acusó—. Así que dame la carta.
—A lo mejor —empecé a decir con inseguridad—, debería dársela a él…
—¿Ahora mismo? —Escondió la cara—. ¿No prefieres al menos vestirte antes?
Bajé la mirada, que cayó sobre sus pechos desnudos.
—Dame la carta, Claudio.
Lucila extendió la mano. Dudé un momento. Sin embargo, no había nada que me aconsejase no entregársela. Me envolví en la sábana al levantarme, tropecé y necesité un instante para volver a tenerme en pie. Si alguien descubría la misiva en mi poder, me convertiría irrevocablemente en su destinatario y, con ello, en asesino del Emperador, o, en caso de que quien me la encontrara fuese alguien del bando de Fabia, en un consabidor peligroso. Mi fantasía me dejaba entre Escila y Caribdis.
—Dame la carta —repitió ella con sequedad, y levantó la mirada, sorprendida.
Fui a buscar mi estuche, metí la mano entre el cuero y la funda y empecé a palpar, al principio con resolución, después cada vez más inquieto. Al final, con la frente cubierta de sudor, arranqué el forro de un gesto brutal que hizo caer los instrumentos con estrépito. Miré consternado el rostro empalidecido de Lucila. La carta no estaba allí.
Habría sido de esperar que a partir de ese momento viviera en un terror constante. Y al principio así fue: los pasadizos ondeaban ante mis ojos como las algas del mar, los suelos parecían ceder y las paredes recular para dejar al descubierto puertas secretas por las que entraban soldados para quitarme la vida. En las cenas me temblaban las manos, los alimentos tenían olores sospechosos, aún más sospechosos cuando los demás comensales sonreían, y mis trayectos hasta el campamento del Campo de Marte iban acompañados de unos crujidos en el follaje y el cañaveral que me provocaban sudores. Sin embargo, uno se acostumbra a todo, incluso a la cercanía de la muerte. Sobre todo cuando pasa el tiempo y no sucede nada.
Lucila y yo, tras la primera conmoción, discutimos sobre quién podía haber robado la carta. Mi primera sospecha recayó sobre Pantea, pues no me había convencido el supuesto motivo de su visita. De todas formas, no tenía claro qué ventajas podía obtener ella con la posesión del escrito. ¿Se proponía espiar a Fabia? Y, de ser así, ¿por propia cuenta, a causa de los celos, o por orden de Vero? ¿Estaría destinada a mí su desconfianza? O quizás había buscado una oportunidad para perjudicar a Lucila, ahora que con su embarazo amenazaba aventajar a su rival. Entonces reflexioné que, si yo había creído en un primer momento que el escrito era de Lucila, otros podían llegar fácilmente a esa conclusión. Un esposo celoso, por ejemplo. En especial uno al que —si tan sólo le hubiesen hecho abrigar una sospecha— le habrían dado buenos motivos para creer que era estéril y que el niño que iba a nacer, por tanto, no era más que otra prueba de la infidelidad de Lucila.
Después había que considerar a la propia Fabia, quien, como hube de admitir con rubor, había tenido oportunidad de cometer el pequeño robo, y también un buen motivo para recuperar lo antes posible esa delatora carta.
Finalmente, también Casio estaba bajo sospecha, ya que podía haberme sustraído el papiro mientras yo estaba ocupado en el hospital militar, donde mi cofre había quedado muchas veces sin ninguna vigilancia.
Y también había que tomar en consideración a Lucio —pensé en esa posibilidad con escalofríos—, pues ya había entrado otras veces a mis aposentos por la puerta secreta. La confianza excesiva que me había demostrado en dos ocasiones me había parecido inquietante desde buen principio. Esta última posibilidad probablemente significaba para mí una muerte segura. No habría sido yo el primer médico de cámara al que contrataban como asesino de su señor y Emperador.
De cualquier forma, en ese último caso no había ningún motivo para que yo siguiera andando por ahí con vida. Ninguno, salvo el de demostrar la culpabilidad de la redactora de aquella misiva si alguien creía saber con certeza quién era el destinatario.
Lucila había dicho entonces, con mucha más aspereza que calidez en la voz, que en cualquier caso era muy peligroso que nos siguiéramos viendo, y me había echado al pasillo. Tras el primer espanto, debí de parecerme de manera lamentable al amante asustado que oye al esposo regresar a casa. Y, en el fondo, eso era.
Así recorrí esa primera vez los largos pasillos vacíos. Cada paso que daba resonaba a mis espaldas como huesos sobre los mosaicos.
Sin embargo, como ya he dicho, uno se acostumbra a que lo amenace la muerte, igual que se acostumbra a lo que sucede todos los días ante sus ojos. Por primera vez comprendí un poco cómo debían de sentirse mis gladiadores. Era como vivir bajo una espada, una vida del todo banal. Uno desayunaba, cumplía sus obligaciones y daba vueltas a las preocupaciones diarias, igual que todo el mundo. Y sólo a veces anhelaba tener un amigo.
—¿Luciano?
Lo había desatendido de manera censurable. La peste y mis primeras incursiones en las intrigas palaciegas me habían tenido demasiado ocupado. A ello se añadía la mala conciencia que sentía por haber tratado con tanta rudeza a la mujer de sus sueños. Aunque volvería a hacerlo de nuevo. En esa cuestión, por una vez, él y yo estábamos en bandos diferentes. No obstante, Luciano era la única persona de esa corte de cuyo juicio me fiaba sin reservas.
La barba le volvía a crecer y brotaba lamentablemente en su mentón. La compañía de las flautistas bebedoras, con quienes pasaba todo su tiempo, tampoco parecía sentarle bien. Me senté junto a él sin decir una palabra y le cogí la mano con compasión. Apretó mis dedos. No dijimos nada durante un buen rato. Un par de pájaros piaban fuera, en el juncial. No entiendo mucho de pájaros; mis pensamientos vagaban. Cuando empecé a hablar, fui directamente al grano. Le expliqué a Luciano todo lo de la desdichada carta y las especulaciones que no paraba de hacer desde que la había perdido. Le expuse todas las posibles combinaciones de quién con quién y contra quién.
—¿Cuál de ellos miente, Luciano? —pregunte al final.
—¿Importa eso? —fue su respuesta.
Lo maldije por ser tan sofista, pero eso no pareció impresionarlo.
—Si quieres acercarte a la verdad —se dignó anunciarme finalmente—, parte de la base de que todos mienten. Por eso no deberías guiarte por la lealtad de nadie, amigo mío.
—Gracias por tu consejo paternal —repuse con sarcasmo. No obstante, temía que tenía razón—. ¿Todos, pues? —pregunté con pesar, y miré al frente.
—Todos, sí. Hasta Pantea.
—¿Aún tienes mal de amores?
—No la considero honesta porque la quiera, la quiero por lo honesta que es. Eso seguramente es más de lo que puedes afirmar tú sobre tu adorada Lucila.
Acertó más de lo que me hubiera gustado.
—Así pues, tu muchacha dice la verdad y la mía miente. ¿Es eso lo que estás afirmando? —pregunté.
—Si lo vieras de otro modo, Claudio, no estarías aquí.
—¡Pero yo quiero creerla! —exclamé, desesperado.
Luciano objetó con cansancio:
—Eso no es lo mismo.
No podía contradecirlo, a pesar de que todo mi fuero interno se rebelaba.
—¿Qué debo hacer ahora? —susurré.
—Ah, la vieja pregunta. Yo diría: «Medita sobre quién eres».
—Soy un médico —aduje enseguida—, pero…
A Luciano se le demudó el rostro. Un vaho de sudor y vino rancio llegó hasta mí y miré hacia otro lado.
—Entonces tenlo en mente y compórtate en consonancia —replicó—. Piensa en tu juramento. No trastornes el ambiente de la casa a la que has sido llamado, no te acuestes con tus pacientes, no aceptes practicar ningún aborto, no mates.
Sólo podía esperar que no se diera cuenta de lo mucho que me había sonrojado. De repente sentí la necesidad de marcharme lo antes posible de aquel aposento mal ventilado.
—Gracias —logré decir aún—. ¿Luciano?
—¿Sí?
Su voz parecía tan cansada como sus movimientos.
—Si puedo, deja que te dé ese mismo consejo: ten en cuenta tus puntos fuertes y compórtate como un filósofo.
—Oh. —Señaló con el mentón hacia la habitación desordenada—. Existe una escuela de pensadores que aboga por la negligencia higiénica del cuerpo.
—Pero ninguna de ellas puede alcanzarte un vaso de agua.
Al ver brillar la luz de una sonrisa en sus ojos, le hice un gesto lleno de calidez y me marché. En el pasillo, mi andar se fue haciendo más poderoso y seguro a cada paso. Ese hombre tenía razón. Yo seguía siendo médico.
—Ya sólo mueren diez. Bien, con eso podemos vivir —dijo Casio un día, resumiendo mis esfuerzos médicos del último mes.
Diez muertos al día era una sangría con la que él pensaba que se las podría arreglar. Sus legionarios habían llegado a conformarse con el hecho de que tras las líneas de batalla hubiese algo que acechaba para acabar con ellos y que podía evitarse tan poco como una flecha parta disparada en mitad del combate. Le oraban a Mitras con fervor y disfrutaban de los días en los que no se encontraban entre los diez escogidos por el destino.
No puedo decir que estuviera satisfecho con ello, pero no tenía otra alternativa. El miedo por mi propia vida y la pesadilla de esa lucha contra algo que no se podía vencer me habían desgastado. Lágrimas de decepción me humedecieron los ojos cuando vi al séptimo muerto del día en el campamento. Le cubrí el rostro con la manta y tuve que aceptar con los dientes apretados el comentario alegre de Casio, porque no podía permitirme contradecirlo.
Podíamos vivir con esos diez muertos al día porque teníamos que hacerlo; yo había llegado al límite de mi sabiduría. Y odiaba a Casio por ello más que por todo lo que creía saber sobre sus posibles planes contra Vero, Marco Aurelio o quien fuese. Lo odiaba por su satisfacción práctica con todo tal y como estaba. El legionario muerto había sido un recluta joven de las inmediaciones de Nápoles que me había hablado sobre la barca de pesca de su padre. Su pierna desnuda se salió de la manta, la cubrí de nuevo con cuidado.
—Pues viviré con ello —me limité a decir.
Me lavé las manos y cogí mi cofre. Volvería a ver al joven enseguida, sobre la mesa donde diseccionaba los cadáveres de todos aquellos cuya enfermedad había tenido un curso especial, pues esperaba obtener algún indicio sobre qué era aquello con lo que me enfrentaba tan a ciegas.
—¡Quisiera hablar contigo, Claudio Galeno!
Casio se acercó a mí cuando iba a retirarme a mi sala de consulta provisional. Nos quedamos de pie en medio de la intersección de dos calles del campamento, con la puesta de sol resplandeciente al oeste. Los legionarios que regresaban a sus tiendas sostenían en alto sus estandartes y pasaban por delante de nosotros a paso de marcha y cantando, el banderín desvaído alzado contra el cielo llameante. El polvo que levantaban sus botas nos envolvió. Pareció que nos habíamos quedado solos mientras su monótona canción desaparecía resonando por la siguiente esquina.
—Les ordeno hacer deporte y ejercicios de lucha una vez a la semana —explicó Casio, refiriéndose a la cuadrilla que regresaba a casa.
Asentí.
—Una medida inteligente. Mantiene su condición física y los entrena para que tengan las reacciones adecuadas en la lucha.
Mientras intercambiábamos esas cortesías introductorias, me pregunté qué querría Avidio Casio de mí.
Masticó unos instantes con aire pensativo, después escupió y siguió hablando:
—Maldita sea, no me sirven de nada si al enemigo sólo le resultan molestos porque están en medio del camino y tiene que derribarlos a fin de poder seguir marchando. Para eso podría limitarme a colocar empalizadas, sería más barato.
Cierto, esa afirmación suya también merecía mi asentimiento: sería poco efectivo, necio e inhumano colocar a los jóvenes reclutas como espigas de trigo ante las espadas segadoras del enemigo, sin preocuparse de proporcionarles las fuerzas y la técnica necesarias para que fueran capaces de defender su pellejo. Y eso mismo le dije a Casio.
—Tienen que saber luchar —continuó él, ampliando su reflexión— cuando se produce un enfrentamiento, lo mismo que un gladiador.
—Eso es, sin duda…
—He oído decir que tú sabes algo de ese tema.
—¿De qué tema en concreto? —pregunté, con cautela.
—Del entrenamiento de gladiadores. De la lucha.
—Bueno —me aclaré la garganta—, sobre todo en cuanto a la dieta y…
—La dieta está fijada —me interrumpió Casio—. Pan de marcha, vinagre y tocino, nada más.
Sin comentar lo de la dieta, añadí.
—Y luego el entrenamiento muscular, la forma física, la fuerza, la rapidez de reacción. De clases de esgrima seguramente sabrás tú mucho más que yo.
—¿Los gladiadores disponen de máquinas para eso? —preguntó con insistencia.
—Sí, sí, sin duda. —Reflexioné—. Creo que en eso yo podría aconsejaros. Pero seguro que un buen lanista podría hacer mucho más…
—¿Y planes de entrenamiento?
—Bueno, normalmente el entrenamiento se ajusta a la forma física individual del gladiador en cuestión… —Le lancé una mirada y me apresuré a continuar—: Para las necesidades del ejército, de todas formas, seguramente habría que trazar un plan orientado al término medio, creo yo. —Reflexioné—. Aunque aquí las exigencias son otras. ¿Masajes y baños quedan descartados, supongo?
Casio se rió con ganas de mi broma. Hacía poco que había prohibido los baños calientes en el campamento como castigo, por considerarlos decadentes.
—Dirígete a un nivel inferior al término medio, si es que existe algo así —comentó, sin tener en cuenta mis reflexiones. Escupió de nuevo—. Estos chicos no sirven para mucho.
Dicho eso, se marchó a grandes pasos.
Lo seguí con la mirada y me pregunté cómo podían caber tantas opiniones sensatas en un hombre que por lo demás era tan estrecho de miras. A veces, cuando no sentía miedo de que me desenmascarase como conspirador y me enjuiciase, casi experimentaba algo semejante a la simpatía por Casio, el eficaz oficial que no me negaba ningún tipo de ayuda en mi lucha por salvar a los enfermos. Pero luego veía elevarse de nuevo la humareda de los puntos de ejecución, o me llegaba alguien con los tendones cercenados, castigado así por Casio por su cobardía ante el enemigo. En esas ocasiones, mientras vendaba piernas que quedarían tullidas de por vida, no lograba comprender la crueldad inhumana que albergaba su interior. Quien marchaba ante mí con paso firme era un ser extraño, un lobo virtuoso, una persona bestial, un animal de lo más enigmático.
Es posible empuñar un cuchillo con afecto, sí, puede hacerse. Sin embargo, en el transcurso de una disección es imposible que lo que constituye la figura humana, la armonía y la belleza, no se transforme en un montón de carne de matadero, compuesta de piel, grasa amarillenta y costillar. Me esforzaba por no prestar atención a los restos del joven difunto que se acumulaban a mi lado, para concentrarme por completo en lo que me manifestaba ese aparente caos de membranas, vasos y vías nerviosas con sus funciones misteriosamente ordenadas.
«Hablad conmigo —pensé—, dadme algún indicio de lo que debo hacer.» Mientras retiraba una membrana con un chasquido desagradable, me repetía mentalmente que Platón demostró que el demiurgo había creado el mejor mundo posible. Lo creó según leyes a las cuales todo obedece, también aquello que tenía delante, también aquello. Busqué a tientas un gancho.
Lo que me hizo levantar la vista fue el sonido de las arcadas de un hombre que devolvía. En la ventana vi a una horda de legionarios que contemplaban mi mesa con los ojos bien abiertos y horrorizados. Me miraban a mí, que estaba inclinado sobre los restos de su compañero y hurgaba en sus carnes descuartizadas. Qué clase de imagen debí de ofrecerles.
Solté el escalpelo y me precipité hacia la puerta, dispuesto a protestar con todas mis fuerzas.
—Por todos los dioses, ¿qué buscáis vosotros aquí? —empecé a chillar, furibundo—. Desapareced, pasmarotes. Aquí… —Y entonces me detuve.
El que todavía estaba encorvado sobre su vómito en la esquina de la casa iba maniatado, igual que otros dos, otros tres, por lo que vi, y unos compañeros los conducían tirando de la soga que los unía. Todos se quedaron desconcertados frente a mí.
—¿Qué quiere decir esto? —siseé, cuchicheando a causa de la ira—. ¿Qué significa esto?
Me lo explicaron.
La puerta del escritorio de Casio fue la primera que abrí de una patada en mi vida. Saltó con un brusco crujido que me satisfizo y que hizo aparecer a todos sus oficiales adjuntos.
—¿Quién te ha dado derecho? —reprendí a gritos a Casio, que en ese momento estaba inclinado junto a su primus pilus y algunos oficiales nobles sobre un mapa de Media—. ¿Quién te ha dado derecho a ordenar algo así, maldita sea? —Casio dejó el puntero y cruzó las manos tras la espalda mientras me contemplaba con total tranquilidad—. ¿Y que clase de método es ése para torturar a la gente de semejante forma?
—Es uno electivo —respondió él, sucinto, y le hizo una señal al tímido guardia que había entrado tras de mí, que enseguida salió arrastrando rápidamente tras de sí a sus presos—. Era uno efectivo —se corrigió con sequedad—. Había infundido respeto a los hombres. —Prosiguió caminando de aquí para allá, al otro lado de su mesa de mapas. De repente se inclinó mucho sobre el tablero y, apoyado sobre sus dos manazas, clavó su mirada en mis ojos—. Tanto respeto que, a pesar de sus delitos, a veces incluso podía renunciar a ejecutarlos.
—Pero, pero… —tartamudeé, desconcertado ante su calma—. Les has hecho creer que estaba vivo, el joven al que yo… —no conseguí acabar la frase.
Casio ladeó la cabeza.
—No serías el primer médico —repuso únicamente— que sigue la marcha de un ejército por ese motivo.
De haber sido el comandante un hombre instruido, lo cual no era posible a causa de sus orígenes humildes, habría podido hablarme de Erasístrato y su faraón. Yo, en todo caso, sí pensé en él y en aquella desdichada noche en casa de Manetón, cuando el sacerdote de Serapis me arrebató la orgullosa confesión de que no podía imaginarme un destino más noble para los criminales condenados que el de servir a la ciencia. Al recordarlo, cerré los ojos, avergonzado.
Algunos de los hombres de Casio, que interpretaron erróneamente mi gesto, carraspearon entre risas. Tuve que admitir que en aquel entonces, en casa de Manetón, yo habría sido un fantástico compañero para hombres como Casio. No obstante, había recorrido un largo camino desde Alejandría. Apreté los puños con rabia. No pensaba permitir que nadie, ni en ese campamento ni en ningún otro sitio, creyera que había abierto en canal al pobre joven en mi mesa de disecciones mirándole a los ojos mientras seguía vivo.
—De todas formas, puesto que te has empeñado en aclararles las cosas a esos pobres diablos —comentó Casio a la ligera, que se estiró y cogió su vara para proseguir con el estudio estratégico—, me veo obligado a recurrir a los viejos métodos.
—Quieres decir…
Me quedé mirándolo un momento, estupefacto. Después me volví. Los presos y sus guardianes se habían marchado. Me fui de allí dando un grito de ira. Creo que Casio se quedó algo sorprendido al verme marchar. Recorrí como el rayo las rectas calles del campamento, jadeando, pero llegué demasiado tarde. La arena esparcida por el suelo de la plaza de ejecuciones estaba más oscura y el ayudante del verdugo ya había metido dos cabezas en un saco. Antes de que éste pudiera agarrar la tercera por el pelo, la reconocí; todavía tenía pegados restos de vómito en las comisuras de los labios. No sé que delito había cometido. Sólo sé que en ese momento odié a Casio como no había odiado a nadie en toda mi vida. ¿Cómo podía haber dudado yo entre juzgarle una persona o una bestia cruel? Pensé en la carta y en los planes de traición de Casio. En ese instante supe con una certeza ardiente que ya no compartiría más la impasibilidad filosófica de Marco Aurelio sobre si el destino permitiría a Casio imponerse y hacerse con la corona o no. No me quedaría contemplando a ese hombre de brazos cruzados.
Como si lo hubiese intuido, al regresar a casa esa noche, Lucio Vero imperator me esperaba en mi dormitorio. Estaba tranquilo y callado, sentado en una pequeña butaca sostenida por cariátides doradas, con la cabeza inclinada hacia atrás, contra la pared, la mirada fija en el techo. No se movió cuando entré. Yo ya había guardado mis cosas y había cogido un vaso para servirme vino antes de percatarme de que estaba allí. El vaso se me cayó rodando con gran estrépito por el suelo, el vino se vertió y un temor quedo se apoderó de mí y recorrió todas mis extremidades.
—Emperador —fue todo lo que logré decir.
El silencio se alargó unos instantes.
—Mi mujer dice que eres un hombre en el que se puede confiar.
¡Lucila! Caí sentado yo también en una silla, respirando con alivio. Vero estaba allí porque Lucila había hablado con él. Todo iría bien.
—La llegada del Emperador y su esposa —continuó diciendo— se espera a principios de la semana que viene, y trae consigo cierta inquietud.
Asentí con empeño, estaba de acuerdo. Era del todo inquietante pensar que precisamente allí, en Antioquía, alguien estuviera aguardando para atentar contra Marco Aurelio.
—Casio —comenzó a decir, y tal vez se dio cuenta de que mi mano se convertía en un puño, porque sonrió—. Casio —repitió— se encargará de la seguridad durante la visita. No he podido impedírselo, a pesar de que Ummidio Cuadrato, ese viejo aburrido —dijo, y su sonrisa se intensificó un momento antes de desaparecer—, estaba preparado para hacerse cargo de esa labor. Mi amado hermano, por supuesto, ha dicho que está conforme. Lo deja todo en manos de los dioses.
—Así pues, será Casio —repetí con aspereza.
De modo que todo quedaba realmente en manos de los dioses. O en las mías.
Lucio Vero seguía mirando al techo.
—Estoy enfermo, Claudio —dijo, y vi cómo se le formaban en las sienes unas gotas de sudor que resbalaron y bajaron por sus mejillas; éstas, según advertí entonces, estaban lisas y sin barba.
A pesar de que era un detalle absurdo, me sobresaltó. Me puse en pie con un temblor en las rodillas, volvía asentir y me acerqué al armarito de madera de los medicamentos. Me quedé largo rato de pie ante los botes de arcilla sellados, los saquitos de lino, las vasijas de estaño y las irisadas botellitas de vidrio cuyas inscripciones estaban redactadas en una taquigrafía secreta que sólo yo era capaz de interpretar. A mis espaldas oía la pesada e irregular respiración de Lucio Vero. Mis dedos recorrieron las superficies lisas y resbaladizas, pasaron despacio por la esquina doblada de una etiqueta descolorida y la alisaron, acariciaron el relieve brillante de un sello de cera. La butaca de Vero chirrió cuando éste cambió de postura. Mis pensamientos daban vueltas en mi cabeza sin orden ni concierto. Pensaba en Casio, en Marco Aurelio, en Vero.
En Lucila, que reía, y en Pantea, que abría sus enormes ojos. Había polvitos, pedazos de resina, líquidos, fibras de madera, pelo de animal. Oí a Fabia chillar, a mi padre atravesar el comedor. Había medicamentos marrones y grises bajo los tapones de corcho. Minerales azules como los ojos de Lucila, polvos centelleantes y negros como la mirada tranquila de Neferure. Vero dio un suspiro, pero mi mano no se detenía. Al cabo, mis dedos se cerraron sobre un pequeño frasco.
La mirada de Vero se dirigió por primera vez a mí cuando me acerqué a él y se lo tendí. Se lamentó como un enfermo al aceptarla y ocultarla bajo su vestimenta.
—Mejor tomarlo con las comidas —murmuré, pero él desestimó la frase con un gesto de la mano, como si no quisiera oír nada más al respecto.
Cuando volví a quedarme solo, miré hacia mi farmacia, donde se abría un hueco entre dos tarritos de vidrio, un hueco que sólo yo veía. Me sentí pesado, como si hubiese estado todo el día realizando un duro entrenamiento y luego me hubiese dado un largo baño caliente.
La llegada de Marco Aurelio, cinco días después, fue celebrada con gran suntuosidad. Una flota entera de barcos pintados de distintos colores acompañaba a la pareja imperial en su viaje por el Orontes hasta la isla del palacio, navegaban impulsados por el sonido de una orquesta oculta y envueltos en el aroma de esencias preciosas que se extendieron como una brisa sobre la ciudad. El desfile por las calles cubiertas de arcadas, desde el embarcadero hasta el tetrapilo, donde Vero esperaba a su corregente bajo el carro de guerra tirado por ciclantes para saludarlo con un beso fraternal, fue una muestra del triunfo que el Senado les había concedido en Roma a los dos vencedores de los partos, un triunfo cuya grandiosidad seguramente no se vería nunca igualada.
Para satisfacer a su hermano en el cargo, Vero había decidido organizar antes del gran banquete algunos pasatiempos del agrado de Marco Aurelio, en lugar de las usuales bailarinas, las luchas y los juegos de dados. Primero, Alejandro de Abonutico haría una demostración de sus artes adivinatorias. Para ello, el vate había pedido que unos días antes le entregaran preguntas sobre el futuro en un escrito sellado. Según prometía él, las devolvería con la respuesta anotada junto a la pregunta… y con el sello intacto. A Luciano le habían pedido que como punto final hiciera un discurso, un «encomio», tal como estaba entonces de moda, un pequeño ensayo filosófico que debía tener un perfecto donaire retórico, elaborado como elogio sobre un tema escogido a voluntad. Se pasó casi toda la noche anterior al acontecimiento dedicado a ello, en mis aposentos, caminando de aquí para allá y echando pestes sobre la humillación que le suponía todo aquello. Me enumeraba con insistencia las posibilidades que tenía Alejandro de llevar a buen término su desvergonzado embuste, como lo calificaba mi amigo. Por la mañana, ya me había convertido en un maestro de la teoría de la sustracción y la reposición de sellos sin dejar huellas. Pero conmigo había malgastado ese sermón; yo no había querido confiar a un papiro, sellado o no, ninguna de las candentes preguntas que tenía sobre el futuro. Cansado y al límite de mi paciencia, harto de oírle reiterar que era una infamia para una mente despierta aparecer tras semejante charlatán sin poder arrancarle la máscara del rostro, al final eché a Luciano de la habitación. Le dije que, al día siguiente, ambos necesitaríamos todas nuestras fuerzas y el dominio de nosotros mismos.
Al menos Luciano logró recuperar el suyo. Sin duda muchas cosas habrían sido dignas de elogio con la llegada de un emperador filósofo. Pero Luciano, degradado a animador de eventos, al mismo nivel que un domador de perros —qué digo, menos aún, puesto que sin duda a Vero y a sus compañeros les habría gustado más ver a los perros que escucharlo atentamente a él con el estómago vacío hasta que Marco Aurelio hubiese satisfecho su propia hambre de erudición—, menospreciado, pues, de semejante forma, mi amigo Luciano se levantó, saludó a los presentes, halagó al anfitrión y a los huéspedes, y empezó a recitar su elogio… de la mosca.
—La mosca alzó la voz —no es uno de los volátiles más pequeños si se la compara con mosquitos, típulas y otros insectos aún más diminutos, puesto que los supera a todos ellos en tamaño tanto como la abeja la supera a ella. Cierto es que no puede, como otros volátiles, vanagloriarse de tener todo el cuerpo emplumado ni de contar con plumas en las alas remeras, sí que está dotada para el vuelo, al igual que las langostas, los grillos y las abejas, gracias a una especie de membrana que sobrepasa tanto en delicadeza y suavidad a otras alas como las telas indias a nuestros tejidos. El que contempla con atención a las moscas cuando emprenden el vuelo y despliegan sus alas contra el sol, no puede sino reconocer que la cola del pavo real no desprende destellos de tan bellos colores.
Marco Aurelio tomó la mano de su mujer para apaciguarla, puesto que parecía furiosa, la acarició y sonrió con cierta acritud. Yo lo conocía, no estaba dispuesto a alterarse por algo así. Con toda probabilidad, al final del discurso encontraría incluso palabras de halago para el rétor. Sin duda, Luciano se las había ganado, pues su pequeño encomio era perfecto, a su manera.
Lucio Vero soltó una risita al comienzo del discurso y se dio unas palmadas divertidas en el muslo al oír la comparación entre la mosca y el pavo real. Sin embargo, le resultó soporífera la meticulosidad científica que mi querido Luciano adoptó para con su tema y con la que empezó a describir en detalle la anatomía y los hábitos vitales de la mosca, así como su reproducción. Lo vi bostezar y luego tamborilear con los dedos sobre el brazo de su asiento. Al parecer, las explicaciones de mi amigo no bastaron para hacer que olvidase su profundo nerviosismo.
Y yo podía entenderlo bien, puesto que también a mí me faltaba la concentración adecuada. Busqué a Casio, que miraba al frente con fijeza, como si nada de aquello fuese con él.
—En cuanto a su inteligencia —iba diciendo Luciano—, afirmo que se demuestra claramente en la precaución con la que intenta escapar de su enemiga y perseguidora, la araña.
¿Eran imaginaciones mías o de veras me miró Luciano al pronunciar esas palabras?
—Puesto que es muy consciente de que debe tener cuidado con ella, en cuanto la percibe —prosiguió, mientras yo me reprendía por fantasear con quimeras— retrocede en pleno vuelo para no quedar atrapada en su red de cazadora y acabar en las tenazas de un monstruo tan peligroso.
En ese momento, a uno de los guardias de Casio se le cayó la lanza con gran estruendo. Eso me hizo pensar de nuevo, contra mi voluntad, que estábamos rodeados por él y sus compañeros. A pesar del calor, tirité de frío y alcé mi copa de plata; estaba vacía.
Lucila mantenía la expresión rígida, igual que Fabia, según comprobé mientras volvía a dejar la copa en su sitio, temblando. Luciano carraspeó con indignación y el malhechor fue expulsado tras una pequeña reprimenda por parte de su oficial. Me pareció que los demás guardias aferraban con mayor fuerza sus lanzas. Y tragué saliva.
Luciano nos sonrió a todos con excesiva amabilidad y llegó al fragmento estelar de su discurso, que estaba dedicado a un homenaje de la mosca en la obra del gran Homero. Con las inmortales palabras de éste, entonadas por Luciano con mucho sentimiento, sirvieron la comida.
—Así —declamó mi compañero frente al criado que traía las bebidas— las describe revoloteando en grandes enjambres sobre unas vasijas de leche; otra vez, cuando nos relata cómo Minerva desvía una flecha mortal de Menelao y compara a la diosa con una madre que mece a su hijo para dormirlo en su regazo, honra también a la mosca dándole un lugar entre estas bellas parábolas.
«Sí —pensé—, como un incordio al que es fácil mandar lejos.» De pronto me sentí liviano, alarmantemente liviano e insignificante en compañía de dos emperadores, de poderosos generales y damas nobles no menos influyentes que empezaban a aburrirse tras haber dado el primer bocado. No mucho más que una mosca molesta, eso era yo en aquel círculo. Fue abrumador darme cuenta de ello. Era probable que alguno de ellos me hubiese hecho llegar hasta allí para incordiar a algún otro, pero ¿acaso sabía yo qué mano era la que sostenía la pala que en última instancia caería fulminantemente sobre mí?
—La mosca es fuerte —declaraba Luciano—, tan fuerte que con su aguijón no sólo puede perforar la piel de las personas, sino también la del buey o la del caballo; es incluso capaz de inquietar a un elefante. Le agradecí en silencio esas palabras. El frasco que le había dado a Vero seguía presente en aquel juego y, por lo visto, yo no era el único que lo recordaba. Apenas terminó Luciano su discurso, cuando Lucio Vero me hizo una señal para que me acercara a su mesa.
Me incliné por encima de su hombro para conocer sus deseos y de pronto quedé inmerso en una nube de perfume y sudor. No había agua de rosas que pudiera disimular ese olor, que delataba a todas luces su nerviosismo, igual que la insólita palidez de su rostro enmarcado por esos rizos salpicados de polvos de oro. Sus ojos color turquesa lanzaban rayos. Con todo, antes de que él pudiera hablar, Fabia se levantó y se colocó entre nosotros dos. La mirada con la que me contempló no estaba justificada por nada de lo que había sucedido en la breve noche que habíamos pasado juntos.
Aquellas dulces gotas que caían en mi recuerdo se volvieron amargas en mis labios cuando vi que alzaba acusadoramente una carta, una nota desgastada y doblada varias veces que estaba garabateada con una letra redondeada e infantil, pero lo bastante clara para poder leerse. Demasiado bien sabía yo lo que decían. Fabia, por lo tanto, me había ofrecido las seductoras frutas para hacerse con ella. Y no me dio ninguna explicación.
—Aléjate de él —me siseó—. Este escrito —dijo, para justificarse ante su hermano— lo encontré oculto en los aposentos del médico Galeno. —Escupió mi nombre con tanto asco como si fuera una pepita de naranja—. Se la escribió Pantea, a la que vi oculta y medio desnuda en su cuarto, y ambos convienen en ella cometer un asesinato —añadió con impetuosidad—, el de su Emperador.
Le tendió el pedazo de papel a Vero con insistencia. Él alzó una mano temblorosa para alcanzarlo.
Las ideas zumbaban en mi mente como moscas espantadas. Allí estaba Fabia, acusándome de… ¿Quería acaso apartar de sí las sospechas? Pero ¿por qué sacar entonces a la luz la fatal carta? La indignación y el miedo por la vida de su hermano parecían muy auténticos. ¿Tenía entonces razón Fabia y la carta era en realidad de Pantea? Pero ¿a quién iba dirigida, y de qué Emperador hablaba…? Me reprendí a mí mismo con inquietud: todo eso no llevaba a nada. Como había dicho Lucila, en ese círculo no importaba la verdad, sólo mantenerse con vida. Lo que necesitaba era una idea salvadora.
Antes de haber conseguido formularla con claridad en mi mente, me oí susurrar al oído de Vero:
—Sí, es de Pantea. Me la escribió con motivo del frasco que te di, ella…
No terminé la frase.
Vero había cogido la pequeña nota, y después de acercársela a sí, con breve y presurosa cautela la había colocado sobre la llama de la lámpara más cercana, donde se convirtió en cenizas blancas. Le oí murmurar algo así como: «Disparates de celos», mientras volvía a reclinarse en su asiento y adoptaba la amplia sonrisa de un hombre cuyas mujeres le suponen una pesada carga. El sudor le resbalaba en las sienes mezclado con el polvo de oro como si fuera metal fundido.
Respiré y les di las gracias a los dioses que se habían encargado de que no hubiese ningún secreto entre Vero y sus amantes. Mi inspiración había sido certera: Vero le había explicado sus planes a su amada Pantea y estaba dispuesto a protegerse a sí mismo tanto como a ella.
—¡Qué desfachatez! —oí que siseaba Annia Galeria Faustina, que intentaba fulminar con la mirada tanto a Fabia como a la desdichada Pantea, que tenía un susto de muerte encima.
Marco Aurelio la acarició para tranquilizarla mientras la Emperatriz seguía arremetiendo contra la amante griega de Vero, que había tenido la poca vergüenza de presentarse a la mesa junto con la esposa oficial. Marco Aurelio le ofreció unos confites.
Sin embargo, su hija, que había contemplado impasible todo el escándalo, profirió repentina e inesperadamente un fuerte grito, que al principio tomé por un llanto pero que se fue convirtiendo en una carcajada desmesurada, histérica y mezclada con hipo.
Fabia, atónita, seguía de pie junto a la mesa de la familia imperial. Faustina masticaba su dulce tan ofendida como perpleja. Marco Aurelio miraba a su hija con compasión y Vero tiñó de oro oscuro su servilleta al enjugarse con ella la frente sudada. Las carcajadas de Annia Lucila, no obstante, se alzaron irrefrenables sobre nuestras cabezas y llegaron hasta el techo, donde danzaron entre las paredes de las cúpulas.
Creo que fue Fabia la primera en comprenderlo todo; o, al menos, así interpreté yo la expresión de su rostro y también sus gestos francamente desesperados al ver que sus manos no asían nada más que un montón de inocentes cenizas blancas. Entonces, también yo lo comprendí al fin:
Fabia jamás había escrito aquella endemoniada carta, y tampoco Pantea. Era de Lucila, tal como yo había pensado desde un principio, la niña Lucila con su escritura infantil. Sólo que, de hecho, nunca había estado dirigida a mí. Entonces recordé, pues todo pareció encajar de golpe, que Casio había regresado del frente precisamente el día en que la recibí. «Amor mío —resonó con burla en mis oídos—. ¡Qué feliz me siento por tu llegada!» Y cómo me había clavado las uñas en la mano cuando se enteró de que su querido Casio también tenía a otra, una competidora, peor aún, una rival política, Fabia, que podría destrozarle sus bonitos planes. Sus planes…
Miré a Vero con inquietud: Vero, el imbécil, tal como había escrito Lucila con tanto encanto, y que poco a poco intentaba recuperar la compostura. Una fuente de carne le dio la oportunidad de reponerse; contenía un pavo real rodeado de todo su plumaje y acompañado de un cuchillo y un espetón cruzados, para trinchar y servir la vianda. Vero se arremangó con gestos exagerados y se ocupó personalmente de trocear el ave para él y para su «hermano» Marco Aurelio. Pero temblaba de tal forma que apenas era capaz, de sostener en alto los cubiertos.
«Vero, el imbécil, al que Lucila no le permitiría envenenar a su amado Casio», reflexioné febrilmente. Y, además, ¿cómo iba a hacerlo?, si Casio estaba lejos de él, en otra mesa. A su lado, no obstante, se sentaba… ¡Marco Aurelio imperator!
Vero, el enfermo, el objeto de intrigas que se sentía amenazado por su general…, pero tal vez más aún por su compañero imperial, el que no quería hacer nada contra Casio. ¿Por qué había estado yo tan seguro de que sólo quería deshacerse de Casio?
Vero era asimismo el esposo, el que confiaba en su soñadora mujer porque estaba peleada con su padre. ¡Y yo además se lo había corroborado! Lo había convencido en persona de que el rencor de Lucila hacia su padre era sincero y de que no había preparado ninguna artimaña con la que poner a prueba la lealtad de su esposo por orden de Marco Aurelio. ¡Sí! Era probable que hubiesen sido mis declaraciones las que lo habían inducido a confiar en Lucila, mientras ella agitaba los ánimos contra Marco Aurelio y le insinuaba a Vero que éste quería deshacerse de él.
Vero no miró ni una sola vez a su mujer, que todavía seguía riendo con histerismo. Se quedó allí sentado, un montoncito de miseria con traje de ceremonia, una pelota de juegos de su pequeña esposa, la cual seguramente me había recomendado a él como un idiota útil a otro idiota útil. Pensé con enojo que él acababa de descubrir eso mismo de mí. Y yo que había creído que en mis taimadas manos guardaba el destino del Imperio… Bueno, al menos no había sido el único que lo había pensado.
Vero seguía mirando fijamente el estridente plumaje azul cobalto del pavo real, sobre el que pendía el cuchillo, una hoja reluciente de la cual un lado tal vez les parecía más resplandeciente y húmedo que el otro a los ojos desconfiados, a los ojos aprensivos. Marco Aurelio todavía estaba inclinado sobre su mujer.
Mi primer impulso fue el de cerrar el puño sobre la hoja para detenerla. Sin embargo, eso resultó ser innecesario: el cuchillo empezó a temblar de repente de forma extraña en la mano alzada de Vero, y pendió indeciso allí arriba, oscilante y desviado, como si la risa de Lucila tirase de él. Antes de que pudiera yo detenerlo, el cuchillo cayó al suelo con un tintineo. Los esclavos saltaron para recogerlo mientras su amo chillaba enfurecido:
—¡Ese cuchillo está sucio, está muy sucio, lleváoslo, lavadle, lavadlo a fondo, fuera de aquí!
No hacía más que tocarse la frente, una y otra vez, mientras reprendía a voz en grito a los esclavos. No logró tranquilizarse hasta que la cuchilla estuvo fuera de la sala, hasta que desapareció, se esfumó de su vista. Entretanto, también Marco Aurelio se había incorporado.
—Dime —le susurró al oído a su corregente, completamente empapado en sudor—, ¿era del todo necesario este polvo de oro, jovencito?
Para intentar salvar la situación, murmuré algo sobre embarazos, levanté a Lucila y la conduje a sus aposentos. Ella dejó que lo hiciera sin oponer resistencia y luego se echó a llorar.
Su padre me hizo una seña mientras nos íbamos. Me permití coger en brazos a la muchacha, que se tambaleaba. Me ofreció una pequeña sonrisa que se fue haciendo cada vez más grande a medida que recorríamos los pasillos, una sonrisa que brotó, floreció, me dio calor y me alzó hasta que tuve la sensación de andar flotando. Sin embargo, mis labios sólo dibujaron una pequeña risilla que no reveló en modo alguno la magnitud de los sentimientos que me embargaban ante la idea de no tener que explicarle jamás a Vero por qué le había dado un laxante de mi farmacia secreta.
—Sólo por si se da el caso —dije cuando la deposité sobre la cama— de que algún día escriba mis memorias: Vero tenía que eliminar a Marco Aurelio por ti, y después Casio a Vero, ¿cierto?
Lucila no respondió. Se sentó de espaldas a mí, revolvió en el pequeño cofre de marfil donde guardaba los ungüentos y se enfurruñó.
—Toma, utiliza un pañuelo, así sólo te emborronarás la cara —comenté ante sus intentos por desmaquillarse.
Con un grito de cólera me lo quitó de las manos.
—Para ser sincero —dije (y, a decir verdad, me proporcionaba cierto placer ser despiadadamente sincero)—: no hay duda de que a Vero se le puede convencer de cualquier cosa, pero no creo que un hombre como Casio se deje controlar por un poco de sexo barato.
—Contigo ha funcionado —bufó—. Y, además, puedo ofrecer algo más que eso, tengo a su hijo.
Di un silbido de asombro y reconocimiento a la par. Un bastardo de sangre imperial, algo así podía dar pie a un asesinato real o a un golpe de Estado por parte de un hombre del temperamento de Casio.
—Y Vero… —comencé a decir, pero ella me interrumpió con amargura.
—Nada ni nadie podría tener un hijo de Vero. Pregúntale a Pantea —dijo, sin volverse.
—Ya lo he hecho —repliqué, y me disculpé mentalmente con Pantea.
—Cerdo.
Le alcancé otro pañuelo sin hacer ningún comentario. Parecía muy pequeña, sollozando allí en silencio, sentada con la espalda encorvada ante mí, y de pronto caí en la cuenta de que no debía de tener más de diecisiete años. Le puse la mano sobre el hombro y ella se volvió.
—¿Qué tal estoy?
—Como un fantasma —contesté para hacerla reír.
—¡Cerdo!
Me tiró el pañuelo a la cara, ofendida.
—Eso ya lo has dicho —comenté, irritado, y me levanté. Después de todos sus jueguecitos, no estaba dispuesto a hacer tantos esfuerzos por ella—. Tal vez será mejor que vaya a buscar a tu madre.
—¡Mi madre! —volvió a chillar. Vi con sorpresa su rostro demudado—. A mi madre no le importo un comino, maldita sea. —Vio cómo sacudía la cabeza en actitud desaprobatoria y rió con malicia—. Mi madre sólo está aquí por una razón, para liberar a su amado Lucio de las garras de su nueva hetaira griega. Celos, celos candentes, eso es todo.
—Ah —me limité a decir, y volví a sentarme en la cama. Poco a poco fui recordando que en ese círculo yo no era más que una pequeña mosca—. Tu madre y… ¿y Vero? —tartamudeé. Ya no me sentía ni mucho menos como el gran maquinador de asuntos de Estado—. Pero, pero ¿alguna vez han estado los dos juntos en Roma?
Lucila torció la boca con burla.
—¿Y por qué no? A fin de cuentas, ella fue mi mejor aliada contra este matrimonio. Es natural que le resultara repugnante que su amante se fuera al lecho con su propia hija. —Se pasó las manos por las caderas de forma provocativa—. Yo podría haberle gustado más. Y escondía sus escapadas en el ludus, y ella…
—Pero si al ludus sólo iba a buscar sangre… —repetí entre balbuceos las explicaciones de Endimión.
La risa de Lucila me interrumpió.
—Tenía una aventura con Hilas —aclaró—, y con cinco o seis más. Muy decente, de todos modos, sólo se veían allí. Durante la entrega de sangre —añadió con ironía—. Incluso el actor que la calumnió finalmente sólo lo hizo por celos, era un compañero de lecho rechazado. Cuando lo hizo público supe que todo había terminado y que mi padre tomaría medidas.
—Sí, pero ¿tú? ¿Tú? —pregunté, consternado.
—Oh, yo —adujo Lucila, y se volvió de nuevo hacia su espejo de tocador—. Yo era tan pura como la nieve recién caída. Créetelo o revienta.
Contemplé su espalda y me puse en pie. Desde arriba parecía aún más pequeña y perdida. Aún era poco más que una niña, tenía un padre que la había vendido, una madre que se acostaba con su marido, y un marido que se deleitaba con sirias y borracheras. Y había estado totalmente sola en esa corte extraña. Tuve que admitir que no era lo que podría llamarse una infancia idílica.
—Créetelo o revienta —repitió, ante mi silencio, esta vez con una voz más agresiva y fuerte.
Me pareció que en esa voz vibraba algo semejante a la esperanza, pero ¿quién podía estar seguro? Me dije una vez más que había intentado asesinar a su esposo y a su padre. Y que para ello me había utilizado como a un idiota. Una mentira había seguido a la anterior, cada caricia falsa y calculada a la siguiente. Ensimismado, empujé las campanillas de la pequeña figura de Príapo, que daba vueltas en el aire ante mis ojos y me sonreía.
«Que vibre en su voz lo que sea», pensé. Yo ya no era ningún joven inmaduro que murmurase temblando de miedo y expectativas: «Me quiere, no me quiere», mientras deshojaba pétalos de flores. Ya no me preguntaba si esa bella flor era venenosa o si me correspondería. Tenía treinta y siete años, ya estaba muy mayor para esos juegos.
En ese momento contemplé en una luz de pronto nueva, mate y ligeramente irónica, mis sueños hasta entonces vertiginosos de convertirme en alguien dentro del mundo de los ricos y los poderosos de Roma tras mi estancia en la corte de Antioquía, mejor dicho, allí, en esa cama. «Será mejor —pensé— que mi decisión traiga consigo también algo teórico…»
Cuando cerré la puerta con cuidado al salir, no se oía un solo ruido.
—¿Claudio Galeno?
La voz del autoproclamado profeta sonó tan desagradable como siempre.
—¿Alejandro de Junópolis? —pregunté, halagándolo irónicamente con el nuevo nombre de su ciudad natal, el que había conseguido sacarle a Vero mediante lisonjas—. ¿Qué puedo hacer por ti?
Resultó que podía hacer por él algo muy concreto.
—¡Por todos los dioses! —exclamé cuando sacó una carta ya demasiado conocida.
¡Ese trozo de papel ya no debía existir siquiera!
—El documento que el Emperador entregó a las llamas con tanta negligencia… —Oh, pero qué lisonjero sonaba ese hombre, me ponía la espalda de piel de gallina—… Ese documento contenía, me temo, la pregunta de Lucila sobre el futuro, que yo le había prometido dorado y lleno de fiestas y triunfos. —Me mostró todos sus dientes en una mueca amabilísima—. Las mujeres son muy descuidadas con sus documentos.
No fui capaz de preguntarle qué quería a cambio de él. Porque era más que evidente que pretendía hacer negocio con eso. Alejandro lo reconoció con toda franqueza. Lo que quería era que le consiguiera otro escrito.
—Se trata de una obra de tu amigo Luciano, el gran satírico. Por lo que parece, no puede dejar de demostrar conmigo su talento.
—Es que tienes muchísimo que ofrecer —no pude evitar sisear con los dientes apretados.
Alejandro agitó con elocuencia el papel doblado. Su voz sonó menos melosa.
—Bromistas, parásitos que se alimentan de la existencia y la capacidad de otros. Yo tengo contactos, buenos contactos —dijo amenazante.
—Entonces no tienes nada que temer de un modesto escrito polémico.
Alejandro volvió a adoptar de pronto su amable sonrisa.
—Soy un hombre al que le gusta llevar sus asuntos con calma. Anhelo armonía y amistad.
—Podrías tenerlas.
Le arrebaté la carta. Sus cejas se alzaron tan deprisa como su mano.
—Podrías tenerlas —repetí.
Y acto seguido comprobé con satisfacción que también Luciano en algunos casos ponía la amistad por encima de la honradez, intelectual. Conseguí mi carta. Ese gesto no consumió el afecto que nos teníamos el uno al otro, que perdura aún en el día de hoy. Con orgullo guardo las cartas que me escribió, que son parte del escaso equipaje que está preparado por si llego a ver el amanecer.
Luciano, este vaso lo bebo a tu salud. Espero que el consejo médico que le di a Pantea sobre cómo y dónde solucionar sus dificultades para engendrar descendencia haya servido de algo. A ella, en todo caso, le fue útil saber que un rubio y una morena tienen a menudo hijos pelirrojos sin que nadie haga preguntas acerca de ello. Y bebo a la salud del recuerdo de los dos contemplando finalmente desde la orilla el barco que devolvía a Roma a las mujeres que habían devastado nuestras vidas. Cogidos del brazo suspiramos, creímos con franqueza sentirnos aliviados. Silbamos junto con los pájaros del cañaveral como si quisiéramos asegurarnos de que la flecha que nos había herido no se quedaría clavada en nuestro pecho por el resto de los tiempos.
Marco Aurelio y Lucio Vero, tras el victorioso final de la guerra contra los partos, emprendieron un viaje por la parte oriental del Imperio. Con él debían consolidar su poder y demostrar la presencia imperial. El punto culminante fue Egipto, donde ambos siguieron la ruta de Herodoto hasta Tebas y grabaron sus nombres de común acuerdo a la entrada de un mausoleo en el legendario valle de los Reyes. Yo fui su acompañante durante ese viaje, puesto que mi estancia en ese país en mis tiempos de estudiante y la delicada salud de Marco Aurelio me hacían el hombre indicado para ello. Además, no tenía previsto nada mejor.
También me pareció conveniente no dejar a Lucio Vero sin vigilancia tras esa fuerte conmoción emocional. Al menos no hasta que la influencia esperada de su corregente y antiguo compañero de escuela, así como la intensa correspondencia que reanudó con su querido maestro Frontón, obraran en él un efecto positivo. En caso de que, tras el primer intento fallido, volviera a pensar en envenenar a alguien, quería estar cerca de él para que acudiera a mí a hacerme esa petición en lugar de dirigirse a cualquier otro que tal vez le proporcionara algo más eficaz que un laxante.
Con todo, según parecía, Vero había abandonado por completo esas ideas en el nuevo entorno. Luciano tenía razón, era un hombre muy influenciable. En Egipto se deleitó con sus reflexiones destinadas a proporcionarle a Frontón material para la historia oficial de la guerra con los partos. Escribía cartas interminables, esbozaba palabras de saludo y empezó a adoptar la postura de un autor político. Al principio, no obstante, seguía mostrando, en el trato con Marco Aurelio cierta timidez que podía interpretarse como mala conciencia, pero no tardó en volver a ser tan afectuoso como lo había sido una vez en el cenador de Frontón, y ya no dudé más, si bien con asombro, de que Vero lo había olvidado todo, los miedos de su «enfermedad», la visita nocturna a mis aposentos, el cuchillo tembloroso sobre el pavo real y sus planes comprometedores, así como su lamentable deficiencia.
Por lo menos poseía ese talento, además de una suerte excepcional con los dados y un gran espíritu de compañerismo en el juego de la pelota, del que también disfrutaba Marco Aurelio. Había vuelto a ser otra vez el joven afectuoso al que la sociedad romana no podía más que apreciar. No, Vero no era un gobernante, no era un diplomático, ni un rétor, ni un estratega, y por suerte tampoco un asesino muy dotado. Sin embargo, tal vez Luciano había tenido razón también en ese punto y, en el fondo, no era más que algo así como un buen tipo.
«Más o menos —pensé en aquel momento, con los dientes apretados— al igual que Lucila, en el fondo de su alma, puede ser una buena chica.» De todas formas, había conocido a gladiadores que poseían más corazón que esos dos juntos.
El mundo ya no tenía que preocuparse por el verdadero carácter de Vero, puesto que en lo sucesivo no hizo mucho más que comprarse una lujosa casa en la calzada Claudia, donde dio fiestas legendarias de las que los invitados solían volver a casa tambaleándose, siempre borrachos como cubas y con generosos obsequios de esclavos, copas y oro.
En Egipto hacía calor, como siempre. Era un país completamente desagradable. Con todo, la emoción me embargaba al pensar en la última etapa de nuestro viaje, Alejandría. Una vez llegados allí, no obstante, deambulé sin rumbo por las calles, eché un vistazo a Faros sin que me atrajera otra vez hacia Heracliano, el desgraciado heredero, vagué por los salones azules de su famosa biblioteca y las salas de los eruditos sin saber muy bien qué buscaba allí.
Al final me convencí de que sentía cierta añoranza por el licor de limón de Manetón, que solía ocultar con su amargo aroma floral los olores de su tienda, como una benefactora sombra verde y dorada sobre la calle bañada por el sol. Al final me acerqué a mi antiguo barrio. Pensé que incluso su anciana madre seguiría allí sentada, como en los viejos tiempos. No podía haber muerto, seguro que todavía velaría, mordaz y seca como antaño, sobre los cestos de coloridas mezclas de jabones para el cabello, vajilla, dulces y matarratas.
Sin embargo, la tienda ya no estaba allí. Según me informó un vecino que todavía recordaba que yo le había curado un dedo del pie inflamado, la anciana había muerto hacía un año y Manetón se había mudado al oasis de Siwa para montar un negocio de recuerdos religiosos. El aroma a limón de mis recuerdos se desvaneció, no quedaba nada más que el chirrido de las grúas del muelle cercano y el calor blanco de las calles. Únicamente me restaba recorrer al fin el arduo camino hasta la casa de Neferure, esa casa que anhelaba ver tanto como temía. No era fácil ir a decir simplemente: «Hola», después de más de diez años.
—Señor, yo no iría a pie por ese barrio —me advirtió con el debido respeto el centurión que me había acompañado con sus hombres por orden de Marco Aurelio—. Es el centro de los disturbios.
Y contempló con nerviosismo los tejados planos y las estrechas ventanas que le conferían al barrio egipcio un aspecto tan extraño, reservado, engañoso y silencioso.
Alejandría contaba con una larga historia de guerras civiles, había vivido tiempos en los que partes enteras de la ciudad habían permanecido aisladas durante años por barricadas, debido a luchas continuas, y finalmente habían quedado convertidas en escombros y ceniza. También cuando había estudiado allí había visto tiendas saqueadas y edificios clausurados, calles repletas de añicos de cristal y multitudes vociferantes, en especial a causa del conflicto entre judíos y cristianos, que en algunas zonas había sido muy violento, mientras que en el centro apenas sucedía nada.
No obstante, esta vez había conflictos brutales. Los evasores de impuestos de los alrededores habían encontrado refugio en la ciudad, eran pastores pobres y desahuciados, desesperados y sin medios que vivían cada vez en mayor número en barracas y catacumbas, sin un hogar, descontentos y hambrientos. Soliviantados por profetas y cabecillas autoproclamados, se unían siempre en bandas que atacaban a los funcionarios y los administradores romanos, a legionarios o a ciudadanos de a pie, para después volver a retirarse al suburbio impenetrable del que habían salido. Los llamaban «bucoles», cada vez eran más y se temía que un día, con un cabecilla adecuado, pudieran provocar la sublevación de todo el delta.
Mi propia tropilla de protección se cerró más a mi alrededor cuando, a pesar de todo, insistí en visitar al maestro embalsamador. Acompañado por el intranquilizador sonido de sus pasos me acerqué a la familiar calle y a la plaza festiva con la fuente en una esquina. Vi entonces la puerta de entrada que tantas veces había franqueado como huésped querido, y el corazón me latió con fuerza.
De pronto se cruzó en nuestro camino, muy cerca de nosotros, una segunda patrulla. Se agruparon frente a su objetivo, aporrearon la puerta con sus lanzas y exigieron que los dejaran entrar. Mi centurión me detuvo a una distancia segura. Me quité su brazo de encima. ¡Eso tenía que ser imposible! ¡Era inconcebible que tuvieran que dirigirse a la puerta de esa casa!
—No —le grité al oficial que estaba a mi lado—, es una equivocación.
Pero los de allí delante sacaron las hachas y vi sus filos relucir al sol y reducir a astillas la madera de aquella puerta conocida. Agarré al oficial por la capa.
—Envía a alguien —exigí.
Los legionarios, entretanto, entraron en la casa de Ceremón y desaparecieron en su interior. Los vecinos de las moradas colindantes acudieron enseguida a la calle con ocasionales gritos de enfado. Sin embargo, no se oyó ningún grito en el interior, no hubo chillidos desesperados de mujeres, ni el llanto de los que se llevaban tirándoles del pelo. El gentío guardaba silencio frente a la silenciosa vivienda con la puerta destrozada.
—En esa casa se reunían sospechosos en torno a un destacado sacerdote de Serapis llamado Isidoro —informó el soldado que había sido enviado, y con un saludo regresó a la fila.
«Isidoro», maldije en silencio. Demasiado bien recordaba a aquel hombrecillo cuyas sediciosas teorías y ataques ponzoñosos me habían enfurecido tanto en aquel entonces que me habían hecho hablar hasta poner mi vida en peligro para deleite suyo. En aquel momento no había comprendido qué le encontraban Neferure y su familia a ese andrajoso sacerdote liante y sus maneras hipócritas. Y tampoco ahora lograba comprender más que una cosa: ¡ese hombre me había alejado de Neferure una segunda vez!
—Han huido.
Esas palabras llegaron hasta nosotros por la callejuela. Oímos cómo maldecía otro oficial. Después clausuraron la puerta y colocaron un sello. Antes aún de que el heraldo pudiese leer qué les esperaba a la casa, a sus habitantes y a los vecinos en caso de contravención, mi centurión nos instó a marcharnos. Allí estaba la conocida lachada, delante de mí, y tras ella tenía que estar Neferure. Eso me revolvía por dentro. Tan al alcance de la mano… pero tan inalcanzable.
—Todo esto es una equivocación —mascullé, aturdido—, una equivocación estúpida y atroz.
—¿No es éste el barrio? —preguntó mi oficial—. Puede pasarle a cualquiera, esto es un condenado laberinto. —Aliviado a todas luces al ver que no insistía en hacer más excursiones, intentó animarme con un tono alegre—: Pero si al final estos egipcios son todos unos traidores. Será mejor que regresemos al puerto.
De nuevo me rodeó el irresistible paso de marcha para llevarme de vuelta a la seguridad del distrito palaciego.
Cuando pasamos de nuevo junto a la fuente rumorosa, una mujer esbelta y alta que estaba allí inclinada sobre su vasija de arcilla me miró. Había contemplado toda la escena y entonces sus delgadas manos cubrieron su rostro con el velo. Su perfil desapareció tras la tela y yo ya estaba lejos de allí cuando, de repente, unos pasos más allá, se despertó en mí un recuerdo suave como el tintineo de unos pendientes de oro. Me volví y la busqué con la mirada durante un latido de mi corazón.
Sin embargo, la fuente estaba desierta, sólo la vasija seguía allí, solitaria, sobre el húmedo borde de piedra gris.