Pérgamo ha de verse en un día otoñal, cuando el cielo está de un azul oscuro y los bancos de nubes blancas que se dirigen raudos hacia el Pindo transforman la luz y las sombras sobre escaleras y terrazas de mármol. La luminosidad y la oscuridad se turnan a tal velocidad en tejados y columnas que se podría pensar que son las nubes las que están inmóviles y que es Pérgamo, sobre su colina, el que se mueve impulsado por el viento, como una embarcación de velas deslumbrantes.

Así es como se ve, sobre todo si se sube uno al pretil de la terraza del teatro, se sienta dejando colgar los pies sobre el abismo y mira a lo lejos, más allá del destellante Selinus y su valle verde, con la frente azotada por el mismo viento risueño que abajo zarandea las ramas de los olivos con sus destellos plateados y hace susurrar los robledos.

Cuando era pequeño, a menudo me encaramaba al pretil y hacía equilibrios allí, justo detrás del templo de Dionisos, y bajaba la mirada hacia los muros de contención con sus contrafuertes, que parecían tirar de uno hacia las profundidades. Aquí y allá sobresalía una roca desnuda de entre la lisa mampostería y la interrumpía, y a esas prominencias se aferraban pequeños retoños de pino. En ellos se detenía mi mirada cuando creía marearme, caer y estrellarme dos terrazas más abajo, sangrando entre las estatuas de mármol. No obstante, siempre me exhibía con esa prueba de coraje ante mis amigos. Sin agarrarme a ningún sitio, dando voces, Claudio, el loco niño prodigio.

Pasados los años, algunas noches deambulaba por allí con una chica. Le representaba el mismo espectáculo para que se le sonrojaran las mejillas, se quedara sin aliento y me dejase que luego la besara. Sí, sí, es sorprendente la cantidad de ocasiones en que daba resultado. Con todo, los momentos que precedían al beso, cuando estaba solo encima del pretil, cara a cara con las estrellas titilantes y las oscuras cordilleras bañadas por la luz de la luna, negras contra el negro profundo de la noche, eran de una embriaguez y una euforia que a menudo resultaban mejores que lo que venía después.

Ahora no querría sentarme allí. No porque no quiera desafiar ya a la muerte; eso lo he hecho durante toda mi vida como médico, ha sido mi profesión. No, más bien es porque he visto a demasiados hombres que han jugado así con ella en la arena: sonriendo, como yo, con el pulso acelerado y embriagados por su cercanía. Y ella se los llevó a pesar de su sonrisa, de su juventud, de su valor y de su rebosante fuerza vital, igual de pasajeros e insignificantes que cualquier otro. Esos suntuosos héroes de túnica purpúrea se convertían en sucios pedazos de carne sin recibir por ello ninguna compensación.

También Lucila, al ver llegar a sus asesinos, debió de aguardar su destino con esa misma valentía furiosa de la que hizo gala durante toda su vida. Y ¿qué consiguió con eso? Nada, salvo que no pudiéramos estar de nuevo uno en brazos del otro. La ahorcaron, según me dijeron, entre las columnas de una terraza desde la que se veía el mar. Por lo visto, ese día el embate de las olas fue desacostumbradamente apacible. El estanque de color turquesa, las bahías impregnadas del aroma del tomillo de las colmas y la orgullosa obstinación con la que Lucila le exigía felicidad al mundo… todo cayó en el olvido.

¿Y el emperador al que no pude ayudar? Esputó sangre, disculpó incluso al clima, murió como un auténtico filósofo y después, no obstante, no fue nada más que un cadáver.

En realidad debería mostrarme más sensato y no ponerme a jugar ahora, como un viejo tonto, a ese mismo gran juego. ¡Ave, César, los que van a morir te saludan! ¡Sal a la arena, en vida te había gustado mucho hacerlo, y mídete con mi traición! En caso de que pierda… Bueno, oiré a los pretorianos llamar a la puerta y ya tengo la copa aquí preparada, a mi lado. «¡Mirad, sin manos, sin manos!», eso había gritado de niño, agitando las manos. ¡Oh, dioses, qué lejos quedaba el cielo de Pérgamo!

No, tenía razón aquella muchacha que, en lugar del abrazo esperado como recompensa a mis acrobacias, me dio una bofetada que me dejó la mejilla ardiendo. No obstante, no logro recordar su nombre, y debería serme inolvidable, pues, de hecho, la noche que salí a pasear con ella era la última noche que estaba en mi ciudad natal. Ya había terminado mis estudios médicos y mis maestros elogiaban mi talento excepcional. Los muchachos del vecindario que me habían amargado la infancia, a mí, al que gustaba de quedarse en casa a estudiar, se habían convertido ya en modestos artesanos y padres de familia que se inclinaban con respeto cada vez que entraba en sus tiendas y les encargaba, por ejemplo, un bisturí especial para mis operaciones. Al verlos, a veces pensaba que para ellos lo mejor ya había pasado: su niñez, en la que habían sido los amos de la calle. Para mí, de eso no tenía duda alguna, lo mejor aún estaba por llegar. Casi me avergonzaba pensar que era así, y me preguntaba si también ellos creían lo mismo, si su humildad hacia mí y hacia sus propias vidas tenía tintes de nostalgia o incluso de amargura. ¿Habrían sabido ya entonces, cuando me perseguían por las escarpadas escaleras de la parte baja de la ciudad, que yo indefectiblemente acabaría siendo el amo y ellos los siervos? ¿Que la diversión duraría poco?

¡Mi diversión estaba a punto de comenzar! Al día siguiente, una caravana de carros cargados de pergaminos, producto que le debía su nombre a mi ciudad, me llevaría hacia la costa en dirección a Elaia, y desde allí las pieles y yo compartiríamos un barco hasta Alejandría, donde impartía clases un afamado médico, Numisiano. No había dado con él en Corinto, pero en Egipto sí que lo encontraría, me convertiría en su alumno prominente y difundiría su fama y la mía por todo el mundo. Ésa era mi firme convicción, aun cuando ni él ni el mundo sospechasen todavía la suerte que les aguardaba.

Mi padre juzgó buena mi elección. Un médico que podía decir de sí que había estudiado en Alejandría tenía abiertas las puertas del mundo de la nobleza. Una vez más me repitió su advertencia de que no me hiciera adepto de su escuela, sino que mantuviera un espíritu crítico frente a todas las opiniones generalmente admitidas, vinieran de donde viniesen. Se lo prometí con la conciencia bien tranquila, pues pocas semanas antes le había dicho cuatro verdades delante de todo el mundo a un médico ambulante que había dado una conferencia en la sala de columnas del gran gimnasio. ¡Sólo las ilustraciones que había expuesto como demostración de la naturaleza del útero probaban que aquel tipo no había visto nunca con sus propios ojos la disección de un abdomen! Una simple disección le habría desvelado que la mitad izquierda y la derecha no tenían una circulación sanguínea distinta y que, por tanto, carecía de sentido deducir el futuro sexo del recién nacido según el emplazamiento del feto (él afirmaba que el lado con una irrigación mayor era, por lo general, el masculino). Las arterias que llegan al útero, de hecho… Ya empiezo a divagar. Salté al estrado del orador, le di la vuelta a un panel y esbocé con pocas líneas un esquema sobre cómo era en realidad un abdomen. El hombre reemprendió su camino ese mismo día.

Yo, por el contrario, escribí enseguida un libro sobre el tema y se lo dediqué —pese a que no sabía leer— a mi ama de cría, Alcestes. Más adelante lo cedí a nuestra famosa biblioteca. Alcestes derramó lágrimas sobre ese regalo, lágrimas que yo entonces creí de felicidad. Hoy ya no estoy tan seguro.

Alcestes era el ama de cría de nuestro barrio. Mi padre, pese a que era esclava suya, la dejaba trabajar con toda libertad y también le permitía quedarse con una parte del dinero que ganaba para sus gastos. Jamás pude imaginarme que Alcestes quisiera abandonarnos voluntariamente. Para mí, sin duda, era única en todo el mundo. Incluso cuando mi madre vivía aún, yo prefería quedarme con ella en la cocina y la seguía a todas partes cuando iba a casa de otras mujeres a hacer su trabajo. Me quedaba allí sentado, en la antesala de la parturienta, en compañía de todas las vecinas que se habían reunido para la ocasión, y escuchaba con atención sus quedas conversaciones sobre males de mujeres y aventuras de personas que no estaban presentes, sobre filtros de amor y encantamientos para obtener una buena cosecha. Estos últimos se los pedían a Alcestes, ya que mi ama de cría también entendía de esas cosas. Mi padre estaba orgulloso de que su criada se pasease con su vestimenta siempre blanca como el jazmín, porque así mostraba en público su gran sentido de la limpieza y el orden. Yo podría haberle desvelado otro motivo: Alcestes vestía de blanco, como todas las hechiceras, sólo con lino blanco, porque los sacrificios animales para obtener la lana y el cuero no le estaban permitidos. Ejercía su profesión descalza, como debía ser, y sin ninguna clase de ataduras en la vestimenta ni en el cabello que pudieran constreñir también su magia. Yo era su pequeño ayudante.

—¿Has cogido el cuchillo, Claudio? —me preguntaba, y yo asentía y le alcanzaba la hoja, que ella colocaba bajo la cama de las parturientas para atajar el dolor.

—Y ahora canta, pequeño mío —me rogaba después, y yo, mientras ella llevaba a cabo su oficio, entonaba la letanía de improperios que debían mantener alejados a Set, a Silvano y a Caronte, el Barquero, y a todos los dioses y espíritus malignos que amenazaban durante el puerperio.

—Apartaos de esta mujer —cantaba yo con seis años, y lanzaba un puñado de hierbas secas al fuego—, o proclamaré en voz alta todos vuestros pecados, desvelaré vuestros nombres y se los daré a los demonios para que los devoren.

—¡Iiieeeh! —Alcestes soltaba un grito animal, se levantaban nubes de humo y la parturienta gemía.

Menos mal que mi padre nunca nos vio. Menos mal que mis distinguidos pacientes romanos no supieron nunca cómo había comenzado mi formación médica. Aunque… a algunos de ellos, esos locos supersticiosos que leen las estrellas, seguramente les habría parecido apropiado que les dejara caer gotas de sangre de lagarto sobre la frente e invocara a dioses iraníes en lugar de condenarlos a una dieta, baños fríos y ejercicios gimnásticos. ¡Pero qué necio es el mundo!

Eso mismo seguía pensando más adelante, cuando ya hacía mucho que no acompañaba a Alcestes y llevaba tiempo recorriendo las salas de columnas con mi maestro de filosofía, o cuando me encorvaba sobre un cerdo bien diseccionado junto a mi mentor, Sátiro, y discutía el trazado de las vías nerviosas. Yo sonreía cada vez que Alcestes recibía en la cocina a una de sus visitas, que se lamentaba con ojos llorosos de la infidelidad de su amado y le entregaba a escondidas un rizo de su cabello para que mi ama de cría confeccionara una figurilla y lo atara a él. Cuando las mujeres se iban a la sala contigua para realizar el ritual furtivo, yo seguía sonriendo sin alzar la vista de mis libros. También sonreí al hacerle entrega del pequeño opúsculo en el que contraponía mis recién adquiridos conocimientos a las artes de ella. Y Alcestes lloró.

Mi padre era un hombre tolerante y dejó que su esclava derramara esas lágrimas sin reprenderla. A mí me dio unas palmadas en el hombro, asintió con la cabeza, absorto, y su pensamiento regresó dé nuevo a los almacenes que estaba construyendo en el ágora inferior. Era arquitecto en cuerpo y alma. Yo también le palmeé el hombro y me volví, pues los carros se ponían ya en marcha. ¡Claudio Galeno, el médico más joven de Asia Menor, marchaba sobre ruedas rechinantes a perfeccionar sus conocimientos! El valle del Caico se extendía ante mí, las ruinas de Teutrania se despedían desde su colina y, en la desembocadura, frente a Elaia, esperaba mi barco con sus mástiles crujientes, el mar con su vaivén, y más allá… Alejandría. ¡Alejandría! Incluso los blancos chillidos de las gaviotas gritaban ese nombre.

—¿Qué? —exclamé, sin dar crédito a lo que acababa de oír—. ¿Doscientos tetradracmas por este agujero miserable? ¡El ruido de los astilleros debe de oírse noche y día!

El propietario, un egipcio grueso que estaba de pie entre la gran variedad de productos de extraños aromas que vendía en la planta baja de su hospedería, se encogió de hombros. Su piel relucía cubierta de sudor. Sonrió con paciencia. Vi que llevaba los irisados ojos pintados con kohl, que, a causa del calor, se le escurría poco a poco por las arrugas de las ojeras.

—Mi casa da directamente a la vía Canopus, señor —repuso él con orgullo y seguridad en sí mismo.

En eso llevaba razón. De hecho, la otra habitación que había visto ofrecía una vista extraordinaria sobre los verdes jardines de la necrópolis occidental, pero me había visto obligado a recorrer todo el barrio de Rhakotis para llegar al ágora o a la biblioteca, donde quería dedicarme a mis estudios. Entre la civilización griega y yo se habrían interpuesto calles y más calles de esas casas cúbicas y sobrias de los egipcios, que por ventanas sólo contaban con unas estrechas aberturas al exterior. Además, la habitación estaba en el cuarto piso de una hospedería y el único sitio donde podía uno hacer sus necesidades era un bacín o un urinario que había junto a la escalera, cuatro pisos más abajo, y que un curtidor había acondicionado para su uso particular. No era una idea muy tentadora.

No, me pareció muchísimo mejor hospedarme encima de ese almacén de productos varios, cerca de las galerías de los filósofos a las que no quería tardar mucho en acudir. Quería sentarme allí, entre azuladas pilas de rollos de papiro, y dejar vagar la mirada sobre las cubiertas doradas de sus estuches mientras prestaba atención a las enseñanzas de los grandes hombres. Además, estaría cerca del islote de Faros, donde se encontraba el objeto último de mis deseos.

Aspiré profundamente el aire de la tienda de Manetón —que así se llamaba mi futuro casero—, inspiré la mezcla de olor a jabón, cuero, verduras y tejidos viejos que en los meses siguientes llegaría a resultarme tan familiar, saqué mi bolsa y conté la cantidad deseada de tetradracmas sobre el mostrador. Era el salario mensual de un artesano, pero ¿qué iba a hacerle? Podía permitírmelo. ¿Para qué si no tiene uno un padre rico?

Contemplé a Manetón con desconfianza mientras empezaba a hurgar tras sacas de harina, botellas de tinte para el cabello, cestos con panecillos de almendra y vajilla de barro con vistosas decoraciones. De allí sacó una botella recubierta de polvo para sellar el trato con un trago. Era un licor de limón que hacía su propia madre, según me explicó con orgullo. Yo iba a rechazarlo con cortesía, pero él, intransigente, colocó sobre el mostrador dos vasos de vidrio de los que vendía y vertió en ellos un líquido de un amarillo vivo que pareció iluminar de pronto la penumbra de la tienda e invadir hasta su último rincón con el perfumado aroma de un bosquecillo de limoneros. Probé tan sólo unos cautelosos sorbitos de esa exquisitez fuerte y jabonosa, pero al cabo de unos tragos ya estaba dando cabezadas. Mi casero asintió complacido, se rió y volvió a servirme mientras empezaba a parlotear. Seguí con dificultad la historia de su familia, que se remontaba siglos atrás hasta una antepasada que había quedado embarazada del faraón Ptolomeo en el cañaveral del lago Mareotis. Todo eso me lo explicaba sólo en confianza, para que supiera que iba a vivir en una casa muy honorable. Y que estaba prohibido cocinar en las habitaciones.

Faraones, licores, tetradracmas y tradiciones… Esa tarde, agotado tras ese primer encuentro, salí de la fresca penumbra del almacén a una calle todavía desconocida. El calor me dejó sin aliento.

Sin embargo, tenía que ir allí ese mismo día sin falta, el día de mi llegada. ¡Tenía que ir! Quería ver, al menos de lejos, aquella casa que anhelaba visitar antes que cualquier otra de Alejandría: la de Numisiano, en Faros. No podía quedar muy lejos, el ruido del puerto se oía muy cerca. Seguí los crujidos de las grúas de carga, los gritos de los estibadores y el vuelo de las gaviotas y los cormoranes hasta el malecón cercano. No tardé en encontrarme sobre un animado muelle lleno de casetas y frente a un gran dique que unía la isla con el continente, el Heptastadio. Era ancho como una calle y se extendía en una línea recta y resplandeciente sobre el mar verdoso, como la magnífica senda de Helios. Al otro lado, en algún lugar de las proximidades de la famosa torre de iluminación a la que apenas me digné mirar, ardía la antorcha de una inteligencia cuya luz me tenía prendido.

Lleno de emoción, di el primer paso sobre el resplandeciente camino y, de pronto, me tambaleé. El Heptastadio, los chillidos de las gaviotas, la torre y las olas empezaron a balancearse suavemente en la verdosa luz cítrica, de aquí para allá, de allá para aquí. Deshice con inseguridad ese primer paso sobre el dique tambaleante y sentí que el sol despiadado me aplastaba contra las losas. Numisiano tendría que esperar. Cerré los ojos y vi cristalitos incandescentes. Pensé entonces que había sido un error ir a Alejandría en agosto.

Había sido un error ir a Egipto en general. Eso me quedó claro unos meses después, y no sólo por el clima. ¡Cualquier médico que poseyera una mínima noción de las repercusiones básicas de un clima tan caluroso y seco como el de ese país debía tener clarísimo lo perjudicial que era para la salud! Tampoco la comida era la razón principal, si bien contribuyó a justificar mi profundo rechazo por Egipto.

—Judías, judías, judías —me lamentaba todos los días cuando la madre de Manetón me subía a la habitación la cena convenida—. Y, cuando no hay judías, son guisantes. O lentejas.

Sin embargo, los egipcios eran incorregibles. A menudo soltaba grandes discursos en las cantinas donde la carne de asno y de camello, cortada en pequeños pedazos y asada con especias mortalmente picantes, amenazaba a diario la salud de todo griego honrado. ¡Era inútil! Esa gente consideraba alimento hasta las comadrejas y… también las serpientes. Aún hoy me estremezco al pensarlo. Incluso consumían víboras y otras especies venenosas. Sus cuerpos fláccidos colgaban sobre los mostradores de madera de los puestos del mercado, donde estaban a la venta para el que gustaba de ellas. Sus espléndidas escamas, negras como la obsidiana o con coloridas cenefas, seducían a niños y muchachas a simple vista. A mí me inquietaban. Lleno de repugnancia, les gritaba que pensaran en el daño que le hacían a su constitución, a su cuerpo y a su vida comiendo eso. Sin embargo, ellos sólo replicaban que no entrañaba ningún peligro si la carne se consumía fresca.

—Si quieres estar del todo seguro —me aconsejaban los bienintencionados—, ve a la tienda de Merenptah, detrás del gimnasio. Las vende vivas.

Yo les decía lo que pensaba de semejantes tonterías como médico griego y conocedor de Hipócrates, y entonces se apiñaba a mi alrededor un gentío que me hacía alejarme raudo de allí. Mi compañero Filicio me consoló con su último descubrimiento, una taberna en la que servían un auténtico vino cretense y en la que intentó infundirme valor. Sin embargo, no necesitaba consuelo. Qué importaba si yo no les gustaba a los egipcios, ¡a mí tampoco me gustaban ellos!

—¿Sabes, Filicio? —dije, tras el tercer vaso—. Ha sido un error venir a Alejandría.

Él se limitó a asentir. Me temo que ya conocía esa frase.

Filicio y yo nos habíamos hecho amigos en la hospedería del primer piso de la fresca tienda de Manetón. Él vivía desde hacía medio año en la habitación que daba al oeste, realizaba todos los equilibrios que podía con la pequeña suma que le hacía llegar su padre, un cantero de Esmirna, e intentaba igual que yo alcanzar la alta consagración de la medicina alejandrina. Si puedo dar crédito a sus últimas cartas, se ha convertido en un médico alegre y feliz de su ciudad natal. ¡Que Asclepio le dé salud y prosperidad!

Filicio nunca se quejaba tanto como yo de las judías egipcias. Él era contentadizo, hasta en lo intelectual, y por eso le resultaba más fácil conformarse con la circunstancia que primordialmente había hecho de Alejandría una decepción: el nivel increíblemente bajo de la formación médica del lugar, que se contradecía por completo con la buena fama, si bien legendaria, de la ciudad. Lo que se le ofrecía allí al que iba en busca de formación era algo indignante: una nulidad, charlatanería camuflada tras una fachada de grandes nombres. Por todos los dioses, ¿cómo podían salir tantas necedades de la boca de tan pocos hombres? ¡Aún hoy me enfurezco al pensarlo! Y ¿cómo podían embolsarse tales honorarios por ello?

—Dime, Filicio —protesté un día que estábamos sentados a la entrada de una pequeña sala de la biblioteca del templo de Serapis, en la que el afamado Juliano iba a realizar una demostración de cómo diseccionar un vientre—. Dime, ¿de veras es esto Alejandría, el centro del mundo de la medicina? —Me hundí sobre los escalones y miré con melancolía a un grupo de monjes con la cabeza pelada que avanzaban en formación por el patio—. Pues yo creo que no lo es, Filicio.

A la fresca estancia que teníamos detrás —cuyas paredes de fondo rojo estaban decoradas por frisos de colores con escenas campestres en las que árboles delicados alargaban sus ramas y unos patos alzaban el vuelo desde cañaverales floridos— habían llevado hacía unos minutos la parihuela con el cadáver. Una multitud de apasionados adeptos de Asclepio, entre ellos nosotros dos, Filicio y yo, entramos tras él. El cadáver tenía el rostro, el torso y las piernas cubiertos por paños de lino de un blanco casi reluciente, que sólo dejaban a la vista el abultado vientre, ligeramente velludo bajo el ombligo. El cuerpo del difunto aguardaba impaciente e indefenso allí en medio a que el maestro hiciera la demostración de su arte.

Dos asistentes le alcanzaron los escalpelos y apartaron con ganchos quirúrgicos y mucho cuidado los bordes de los cortes, que apenas sangraban ya, para que la cavidad abdominal quedara abierta ante nosotros. Retiraron los despojos blancuzcos y tornasolados de los intestinos y todos, vestidos con nuestras túnicas, nos inclinamos hacia delante. Juliano, sin dejar de dar su clase, fue preparando los órganos internos más importantes. Perplejo mientras los demás garabateaban con diligencia en sus tablillas de cera, tuve que contemplar cómo Juliano cortaba lentamente y con aire distraído un nervio tras otro, una arteria tras otra. El gran Erasístrato, al que el profesor mencionaba de continuo, se habría revuelto en su tumba al ver esa carnicería.

—Esto es el estómago —iba explicando Juliano—, por donde pasan los alimentos para ser digeridos.

—Sí, pero ¿cómo? —interrumpí—. ¿Cómo se digieren?

Se alzó un murmullo intranquilo que resonó bajo el alto techo. Interrumpir para hacer una pregunta, al parecer, no era habitual. Los asistentes me miraron de forma amenazadora, mientras que el maestro, con las comisuras de los labios hacia abajo, no me dirigió la mirada, sino que la mantuvo fija en la carne muerta que tenía delante, y prosiguió.

—Aquí se ve el punto de salida hacia el intestino delgado, adonde una parte del alimento pasa a continuación en forma de papilla para después…

—Pero ¿cómo se convierten los alimentos en esa papilla? —insistí, descontento, y alcé el mentón cuando todos los demás alumnos dieron un paso atrás a la vez y me dejaron solo ante la supuesta cólera de Juliano.

El profesor hizo una mueca aún más marcada con los labios.

—Mediante la trituración y la perístole —contestó, seco e impaciente, como el que se pregunta qué está tramando hacer su contrincante a continuación.

—Y eso ¿cómo? —pregunté—. Quiero decir que ¿cómo se puede descubrir algo sobre el movimiento del estómago si se destroza con semejante negligencia todo el sistema de nervios y venas que lo sustentan?

Juliano lanzó una mirada rauda al cadáver que yacía destrozado ante sí y luego clavó en mí sus ojos huraños.

—Esto —prosiguió, casi sin mover los labios— es una demostración de los órganos según las enseñanzas del gran Erasístrato. Aquí —dijo con marcada solemnidad, luego respiró hondo y sacó pecho— no nos ocupamos de preguntas que el gran anatomista no planteó.

Y con eso pretendía dejar zanjada la cuestión. Todos los que estaban detrás de mí respiraron tranquilizados al unísono.

—Erasístrato fue, en efecto, un gran anatomista —añadí—, y es cierto que poseía un gran conocimiento de las vías nerviosas. Además —dije, para demostrarle superioridad—, ¿acaso deben quedar sin plantear para siempre las preguntas que él no abordó? Vamos, ya hace casi cuatrocientos años que murió. —Todos volvieron a tomar aliento al unísono y contuvieron la respiración, pero yo ya había llegado demasiado lejos para permitir que me detuvieran—. Es más, tampoco Erasístrato estaba libre de errores. Por ceñirnos de momento al estómago… —Con eso le había cortado la palabra a Juliano, que iba a decir algo justo entonces—. Por ceñirnos al estómago, no cabe duda de que alentó a investigar la forma en que se digieren los alimentos. Pero ¿por qué no indagó tampoco él la causa originaria de todo ello? En cuanto a venas y sangre, renunció incluso a la cuestión del cómo. El divino Hipócrates, no obstante, no renunció a ella —seguí discurseando sin aliento.

Juliano espetó con brusquedad algo parecido a: «¿Y qué?», pero yo no acepté eso como respuesta, sino que expliqué con diligencia la teoría hipocrática de los cuatro humores, que Erasístrato había pasado por alto imperdonable e insensatamente, y que le habría puesto en la palma de la mano la clave de todas las funciones corporales. Expliqué que esa teoría habla del humor cálido y húmedo, la sangre; del cálido y seco, esto es, la bilis amarilla; del humor frío y húmedo, representado por las mucosas; y…

—¡Seco! —se burló entonces Juliano—. ¡Un humor!

Y por primera vez dirigió su preciada atención al grupo de estudiantes. Con una sonrisa de desprecio, les dio permiso para que se mofaran de mí.

—Por supuesto —exclamé—, ya que nuestro raciocinio distingue entre la mera apariencia de humedad y la capacidad de humedecer. ¿Quién no sabe que la salmuera y el agua del mar, por muy húmedas que parezcan, secan la carne y la conservan, mientras que todas las demás aguas la descomponen y la pudren de inmediato? —Contemplé triunfante los rostros desconcertados que me rodeaban. ¡Ahora sí que guardaban silencio!—. Y el cuarto humor —proseguí, aprovechando el silencio para no interrumpirme— es la bilis negra, fría y seca, de la que Erasístrato no tenía ni la menor idea, a pesar de que Hipócrates nos habló ya de ella: «Cuando la disentería está causada por la bilis negra, es mortal». Me habría gustado preguntarle a Erasístrato si la Naturaleza creadora y artística no ha creado ningún órgano que segregue tal humor, como hace el riñón con la orina y este otro órgano con la bilis amarilla. —Y señalé el bazo, cuya conocida función era ésa, pero al cual Juliano, igual que su modelo, Erasístrato, no le había prestado atención. Lo había dejado en su lugar, todavía envuelto por la membrana mucosa, sin tocarlo con el cuchillo—. O ¿acaso puedes decir cuál es el cometido de este órgano?

—Este órgano —gruñó Juliano, discípulo de pies a cabeza de su difunto maestro— carece de función y es inútil. Igual que tú.

Dicho esto, les hizo un gesto a sus asistentes, que apartaron con cuidado los ganchos, se limpiaron los dedos llenos de mucosidades en los mandiles y se acercaron a mí. La sala empezó a alborotarse, sólo el cadáver yacía apacible en su parihuela.

—¡Inútil! —exclamé—. ¿Cómo puede ser inútil ningún componente de esta maravilla creada con tanto arte?

Lo grité por encima del hombro, porque me habían prendido por las axilas, me habían alzado del suelo y ya se me llevaban de allí.

—Humores —vomitó un asistente mientras me soltaban con rudeza en los escalones.

—Capacidad de humedecer —se mofó el otro.

Entonces me quedé solo. Filicio vino tras de mí, me puso una mano apaciguadora sobre el hombro y suspiró.

—Charlatanes incompetentes —mascullé—, la pura teoría les impide ver lo que tienen ante sus ojos.

—Hmmm —rezongó Filicio, y le rugió el estómago.

—Y, cuando al fin lo ven, les falta la capacidad de abstracción y la lógica para comprenderlo. —El grupo de sacerdotes, entretanto, había desaparecido en su santuario. El patio nos pertenecía—. Hasta el último tetradracma está malgastado con esta basura —seguí mascullando y agregó en voz alta, para que me oyeran desde dentro—: Exijo que me devuelvan el dinero.

Filicio me dio más palmadas conciliadoras en el hombro.

—Por eso tú eres médico y ésos de ahí no son más que un peligro para sus futuros pacientes. A tus dieciséis años ya has escrito tres libros y…

—Está bien. —Dejé que me calmara—. Vamos a comer unas cuantas judías y a probar suerte después, por la tarde, con ese famoso exégeta de Hipócrates. ¿Cómo se llamaba?

Tal como quedó comprobado, no valía la pena recordar su nombre. También he renunciado a consultarlo para incluirlo en este manuscrito. Lo cierto es que no merecía pasar a la posteridad. En el peristilo de una villa impresionante que había adquirido gracias a su trabajo científico, le explicaba a un grupo de discípulos y adeptos que Hipócrates, en su exposición del caso del paciente Sileno, no lo había descrito como «insomne, muy hablador, risueño y cantarín» porque eso fuese característico de su cuadro clínico, sino más bien porque se trataba precisamente de un sileno, es decir, un sátiro. Y a esos hombres con patas y orejas equinas, ojos redondos y narices respingonas, como sabemos por las ilustraciones de las vasijas, sí les gustaba festejar, cantar y hablar mucho. Eso, en todo caso, fue lo que nos explicó aquel anciano simpático y de cara redonda, que también se parecía a un sileno de una forma desconcertante y que sin duda debía de ser un abuelo maravilloso para sus nietos y un gran compañero de tragos en alegres banquetes. Yo, no obstante, no habría dudado en echarlo a patadas de mi habitación de enfermo para que el destino no me sorprendiera estando cerca de él. ¡Por todos los dioses! ¡Ese sofista trataba al texto de Hipócrates como un borracho a un huérfano!

Después de su conferencia nos saludó con alegre jovialidad y nos propuso dedicar nuestro tiempo a investigar para responder a la cuestión aún irresoluta de si ese sileno había vivido en la ciudad de Platanon o de Plotanon. A Filicio y a mí nos bastó una mirada para comprendernos. Nos despedimos. Aún no habíamos dejado de reírnos cuando nos sentamos de nuevo en nuestra taberna cretense.

En aquel entonces Alejandría me dejó desesperanzado en cuanto al arte médica, pero sobre todo en cuanto al sentido común de sus habitantes. Aún hoy me pregunto cómo pude quedarme allí cuatro años. Cuatro años que, si lo pienso bien, se cuentan entre los más maravillosos de mi vida. Ya va siendo hora de que hable de Neferure.

El retrato que me envió se ha desvaído muchísimo, gran parte del dorado se me ha ido quedando en las yemas de los dedos al pasarlos por encima mientras lo contemplaba e intentaba volver a reconocerme en esos rasgos que se han ido desvaneciendo poco a poco con el tiempo. También ahora vuelvo a tenerlo cerca, está colocado junto a la copa de plata, a la luz de la lámpara, como una ventana hacia el más allá. Sí, ya va siendo hora de que explique algo sobre Neferure. Todo empezó así:

Como ya he dicho, yo estaba desesperanzado y, puesto que tampoco iba a marcharme después de tan sólo un año, acabé metiéndome en un círculo vicioso gracias a Numisiano. Mejor dicho, gracias a su hijo Heracliano, puesto que Numisiano, el gran maestro, había fallecido, tal como supe al fin en la biblioteca. Muerto y enterrado antes aún de mi llegada a Alejandría. Cuando, una tarde, me encontré de nuevo ante el Heptastadio, dispuesto a poner el pie en su superficie, con el acueducto debajo, esta vez llevaba por fin la tan esperada invitación escrita a la casa de Numisiano en la mano, de modo que a mi ambición —sí, lo reconozco, era ambicioso— ya no le quedaba otro objetivo que el legado del afamado anatomista. Pero ¿acaso no era eso suficiente?

La herencia de Numisiano comprendía, según se decía en las chismosas librerías que había cerca del Museion, más de cincuenta volúmenes de anotaciones manuscritas, además de las lecciones dirigidas a su discípulo Pélops de Esmirna y las tablas ilustradas para el gran periplo de conferencias por Grecia, que en su día había encontrado en Atenas su gloriosa conclusión. Sólo esas tablas de ilustraciones debían de ser auténticas obras de arte que mostraban todos y cada uno de los músculos y los nervios del cuerpo. Había incluso quien rumoreaba algo acerca de un esqueleto que se movía gracias a un mecanismo, de forma que se podía estudiar en él el funcionamiento de unos músculos artificiales como si se tuviera delante a una persona sin piel. Esto último, con todo, lo consideré un simple rumor, habladurías de erudito como las que gustan de difundir los historiadores demasiado literarios, que le dan más importancia a la retórica y a sus bellos artificios que a la lógica, y que deberían apartar sus dedos de la ciencia. Sin embargo, aun sin contar con eso, el legado de Numisiano era legendario y a mí me parecía que valía la pena dedicarle hasta mi último esfuerzo.

Heracliano me recibió con cortesía, con verdadero afecto. Aseguró que ya había oído hablar de la fama que me había ganado en Alejandría como médico, me invitó a entrar y me preguntó sobre mis experiencias profesionales mientras disfrutábamos de una comida espléndida. En realidad, todo había empezado con la madre de Manetón, a cuyo lecho me llamó el preocupado comerciante de productos varios cuando la anciana se vio aquejada de una cuartana que los médicos autóctonos, con sus recetas de cola de lagarto triturada, ya no lograban sanar. Entre los cuchicheos de los vecinos, quité de la frente sudorosa de la anciana una tira de papiro inscrita con sangre de sierpe, llena de símbolos mágicos, y le apliqué paños húmedos. Después envié a Manetón con una lista al herbolario más cercano y me fui a buscar mis ventosas. Casi arrinconado por todas esas miradas recelosas, me coloqué junto a mi primera paciente, que, pese a estar tan consumida y ajada que bien podría haberse pensado que había sido ella misma la que una vez deleitara al faraón en el cañaveral, logró sobrevivir a las fiebres después de varias sangrías e infusiones de hierbas. La mañana del cuarto día me sonrió con una boca desdentada, vociferó en egipcio algo que yo no entendí y, no sólo me quitó la obligación de pagar el alquiler, sino que también me obsequió con un creciente número de pacientes de Rhakotis.

Sin embargo, tal como le iba explicando a Heracliano con una sonrisa mientras caminábamos para relajarnos tras la comida hasta el peristilo que daba a los diques y sobre el que de vez en cuando caía la luz del cercano faro, Manetón no había tardado mucho en venir a verme para explicarme que en realidad me había condonado el alquiler de la habitación, pero no el alquiler de la consulta médica en que ésta se había convertido. Llegamos a un acuerdo en doscientos tetradracmas, menuda sorpresa.

Heracliano se rió, los esclavos trajeron vino y almendras tostadas. Bebimos, picamos frutos garrapiñados y conversamos junto al murmullo de la fuente. Todo iba de maravilla, Heracliano me adulaba tanto que olvidé por completo cuantísimas semanas me había costado conseguir esa invitación. En cuanto al procedimiento de las disecciones del brazo estábamos totalmente de acuerdo y, cuando creí encontrarme en mejor posición y salió a colación el tema del legado de su padre, sucedió lo que aún hoy hace que me salgan los colores a la cara sólo con recordarlo, como si no hubiese sucedido hace ya casi cuarenta años. ¿Cómo pude no adivinar algo que era tan evidente? ¿De verdad era un joven tan bobo? Sin embargo, a ver quién es capaz de responderse en serio a sí mismo semejantes preguntas. Ya estoy divagando. Quería hablar acerca de Heracliano y de cómo me embaucó. Así fue como lo hizo:

—Pues sí, el legado —comenzó a decir—, sin duda, sí, sí.

¿No quería yo un par de almendras más? ¿No? Bueno, el legado. Le daba vueltas al vaso de vino en la mano. Sí, claro, lo tenía allí, claro que sí. No obstante, en resumidas cuentas, antes quería echarle él un vistazo, yo tenía que comprenderlo. Le aseguré con empeño que lo comprendía, naturalmente que lo comprendía.

En realidad no lo comprendí hasta mucho después. Esa noche, cuando de pronto me encontré bajo los faroles del Heptastadio, después de que me despidiera con buenas palabras, todavía no entendía nada. Como tampoco en la siguiente ocasión, cuando me aseguró que antes tenía que poner en orden los documentos. Un par de semanas después —puesto que ése fue el tiempo que pasó hasta que volvió a invitarme, aunque con tantísimo afecto que todo recelo sobre el largo tiempo de espera quedaba fuera de lugar—, pues bien, un par de semanas después me hizo saber que quería enmendar los errores de los escritos para no perjudicar la memoria de su difunto padre. Después arguyó que no me podía entregar nada en esos momentos, pues lo estaba sistematizando todo para componer una edición. Finalmente resultó que había enviado los documentos a la biblioteca de Alejandría para que los copiaran. Allí todo había desaparecido de inmediato para ser catalogado. Y eso, como bien sabía por experiencia, podía tardar meses.

—Maldita sea —me lamentaba yo, no ante Heracliano, sino ante Filicio.

Y esperaba. Como ya he dicho, me aferraba a mis esperanzas. Puesto que disponía de muchísimo tiempo libre, me busqué un maestro aceptable, Marino, cuyas explicaciones sobre el esqueleto eran sobremanera estimulantes. Seguí tratando a mis pacientes egipcios, realicé algunos estudios sobre la naturaleza del país y sobre astronomía, e hice maravillosos planes de futuro en los que mis comentarios sobre Numisiano me harían famoso en todo el mundo civilizado.

—¡Filicio! —declaré—. He aprendido una cosa de los alejandrinos. —Mi compañero enarcó las cejas en actitud interrogante y siguió desgranando sus judías. Yo me volví sobre mi diván, me tumbé boca arriba y crucé los brazos en la nuca—. Cómo se consigue el éxito. Aquí sí que saben cómo hacerlo. No basta con estudiar la naturaleza, observar los hechos y luego, siguiendo las leyes de la lógica, sacar conclusiones, ¡no!

Levanté un dedo. Filicio lanzó por la ventana las vainas de las judías.

—¿No?

—¡No! Además hay que citar a una autoridad que confirme todo lo que has descubierto y tras la cual te puedas escudar cuando los literatos, los sofistas y los pseudoeruditos se pongan en tu contra. Un médico excelente, tanto en la práctica como en la teoría, con sagacidad filosófica y a ser posible fallecido hace largo tiempo.

Filicio puso las judías en remojo.

—¿Erasístrato?

—¡Hipócrates! —concluí—. Es ideal. El propio Platón elogió su pensamiento filosófico. En la práctica se anticipó a las enseñanzas espirituales de Platón y demostró con la medicina…

Continué desarrollando mi teoría lleno de entusiasmo. Filicio avivó el fuego. El fogoncillo que había improvisado para cocinar en su habitación era un secreto protegido con celo para que no lo descubriera Manetón.

—Bueno —comentó mi compañero, y sopló las ascuas con suavidad—, no sé si se puede considerar realmente a Hipócrates antecesor de Platón. Con todo eso del corazón como sede del alma quiso decir algo distinto a… ¿Qué ha sido eso?

Unos pasos en la escalera nos hicieron dar un salto a los dos. Apagamos el fuego a pisotones, nerviosos, aireamos el humo por la ventana y escondimos de una patada el cazo de las judías bajo el diván sobre el que me volví a lanzar casi sin aliento, como en una caricatura de mi postura relajada de antes. Sin embargo, los pasos pasaron de largo haciendo crujir la madera.

—¡No digas sandeces! —espeté, y retomé de inmediato el hilo de la conversación—. ¿Quién puede saber eso con exactitud? ¿Tú crees que de verdad alguno de esos cretinos ha leído a Hipócrates? ¿A Platón siquiera? Y, aun así, ¿crees que los habrán entendido?

Filicio miró con pena las judías esparcidas y luego se echó a reír.

—Ya te estoy viendo cual guerrero, con Platón como escudo e Hipócrates por espada, iluminando sin piedad a las filas de charlatanes.

—Síii… —Expulsé todo el aire y me recosté—. Tengo intención de escribir un próximo libro sobre lógica.

—Ya será el sexto desde que estás aquí. ¿Cómo va a poder seguirte el ritmo un médico sencillo como yo? —Fingió reflexionar un momento—. Invítame a comer —dijo al fin—, y luego…

—… Luego me voy a ver a Ceremón —interrumpí a mi emprendedor amigo—. Lo siento, pero esta noche ya tengo una cita. —Mientras Filicio me miraba interrogante, expliqué—: Es un pariente lejano de Manetón. Él me ha facilitado el contacto. Ya sabrás que en mi tiempo libre sigo los pasos de Herodoto y…

—Vaya, ¿quieres viajar? ¿Se trata de un guía para foráneos?

—No, hmmm, es experto en momias.

—Ah.

Como ya he dicho, disponía de tiempo y mis intereses eran muy variados. La cita con Ceremón, el embalsamador, la habíamos preparado con tiempo para que él dispusiera de un cliente con el que hacerme una demostración de sus sagradas artes. Cuatro días antes me había comunicado por medio de Manetón que los parientes de una noble egipcia se habían dirigido a él y, de entre sus modelos de momias de madera, habían escogido para la difunta el que requería un mayor esfuerzo técnico y que, por lo tanto, iba a ser para mí de lo más instructivo. Una vez expirado el plazo de espera habitual, es decir, aquel día en concreto, el cuerpo debía serle entregado en solemne procesión. Manetón me había explicado, algo avergonzado, que por lo general se dejaban pasar cuatro días para que los ayudantes del embalsamador no se sintieran tentados de abusar del cuerpo femenino aún demasiado apegado a la vida. No es que en su taller hubiese sucedido nada parecido, pero las prescripciones… Asentí con la cabeza, yo ya lo había leído en Herodoto. El gran historiador tampoco se equivocaba en cuanto a todo lo demás.

En cuanto llegué, Ceremón, con el cráneo rapado, moreno y brillante, y un aro de bronce alrededor de la frente —a fin de cuentas, esperaba clientes—, me enseñó su establecimiento. Vi cómo sacaban un cadáver de la pila de sosa en la que había pasado el tiempo reglamentario. Con largas varas acabadas en gancho, los ayudantes lo izaron hasta la mesa y le quitaron el tapón del ano para dejar que se desaguara de todo lo que había descompuesto y corroído la savia de cedro que le habían introducido setenta días antes. Me tapé instintivamente la boca y la nariz con el rollo de Herodoto que llevaba conmigo. Aspiré el reconfortante aroma del papel viejo y la tinta metálica mientras paseaba la mirada por los utensilios que colgaban de los muros. Las varas ganchudas en sus soportes, los cuchillos de piedra para abrir el vientre, incontables ganchos y rascadores ordenados según su tamaño y expuestos en anaqueles resplandecientes, que además de instrumentos eran también adornos de pared. Contemplé asimismo sendas estatuas de madera de Anubis a derecha e izquierda de la puerta. Entretanto, los ayudantes habían recogido con un trapo los residuos repugnantes y el aroma de las hierbas aromáticas inundó la sala. Me atreví a mirar otra vez y descubrí que lo que me había parecido un anciano arrugado era en realidad el cadáver de un muchacho, consumido por la sosa hasta convertirse en sólo piel y huesos. El oficial de Ceremón se lo llevó entonces a la sala contigua para vendarlo. Era evidente que a ese joven se le dispensaba la forma más barata de embalsamamiento. Sus vísceras fueron a parar al montón de desperdicios de la parte trasera de la casa en lugar de ser conservados, según lo estipulado, en cuatro canopes custodiados por deidades con cabeza de animal. ¿Qué habría sido en su corta vida? ¿Hijo de un artesano, hijo de un soldado?

Delante de la casa se empezó a oír el sonido de los sistros y un vago cántico monótono que se acercaba. Ceremón se disculpó y me pidió que esperara allí, en la trastienda.

—Los egipcios somos muy susceptibles en lo que atañe a nuestros ritos religiosos. Si se tratara de uno de mis clientes griegos, aceptaría gustoso que me acompañaras.

Dicho esto, se apresuró a salir y me dejó a solas con la información de que la clase media griega también era aficionada a las costumbres mortuorias egipcias. ¿Creían de veras que atravesarían el inframundo junto con el disco solar y resucitarían después, o lo que sea que se figuran los egipcios? Le hice una mueca meditabunda a la cara de chacal de Anubis, que tenía el contorno de los ojos pintado de oro. La música dejó de oírse tan fuerte. Ceremón no tardó mucho en regresar con su «clienta», como la llamó él, y después empezó el proceso que Herodoto ya había descrito. En mi papiro, ese fragmento estaba señalado y tenía muchos comentarios.

Primero se extrae el cerebro por los orificios nasales con un gancho de hierro, aunque en realidad de esta forma sólo se retira una parte. El resto se limpia con unas esencias que se introducen en el cráneo.

Durante esa primera visita, no hubo forma de que Ceremón me desvelara cuáles eran esas esencias. Se entregó de lleno a las oraciones correspondientes y, mientras yo seguía contemplándolo, quedó envuelto en los vapores que desprendía el incienso.

Después, con una piedra afilada de Etiopía se hace un corte a lo largo del vientre y se extraen todas las vísceras, una a una. Cuando se ha vaciado el interior y se ha lavado con vino de palma, se limpia de nuevo con especias trituradas. Entonces se rellena la cavidad con mirra y casia machacadas, para depurarla, y luego se añaden otras especias, a excepción del incienso —que de todas formas se me metía en abundancia por la nariz—, y se cose para cerrarlo de nuevo. Una vez realizado esto, se introduce el cadáver en sosa.

En realidad, eso era todo. Nada de ello me resultó demasiado extraño. Fui repitiendo para mis adentros los nombres de los órganos y de los tejidos que conocía y que iban quedando al descubierto, cortados por Ceremón de una forma tan poco sistemática. La mujer, según comprobé extrañamente conmovido, llevaba pintadas las uñas de los pies y tenía unas rodillas hermosísimas, como torneadas en alabastro. Cuando el ayudante le dio la vuelta para poder ensartarle el gancho en la nuca, se le vieron unas malignas manchas negras en las nalgas y la espalda, allí donde la sangre se había estancado al permanecer tumbada y se había coagulado, manchas de muerte. El rostro, con los ojos ya un poco hundidos, parecía tenso mientras el cuerpo se iba sumergiendo en la sosa y llegaba hasta el fondo. Su larga melena negra se extendió en abanico, como un velo afectuoso por encima de su pálido perfil.

—Ahora se la deja aquí durante setenta días —me explicó Ceremón.

Me limité a asentir. También eso lo decía Herodoto. No obstante, no hablaba de qué venía después. Ceremón dio la vuelta alrededor del recipiente de bronce que contenía las vísceras de la mujer y desoyó los quejidos de unos gatos de color pajizo que rondaban hambrientos y que, naturalmente —no hacía falta preguntar—, eran sagrados. Me presentó entonces a su familia.

—Ésta es Kiya, mi esposa. —Una matrona radiante se levantó de un telar en el que estaba ocupada junto a un grupo de sirvientas y me saludó—. Teje las gasas para la momificación. Un lino tan fino como el suyo no se encuentra en todo el Delta. ¡Podrían haberlo tejido las arañas!

La sonrisa de Kiya se amplió aún más con los halagos de su marido. Haciendo gala de cortesía, comprobé la calidad de la tela del marco y la elogié calurosamente. Me resultó más sencillo que si hubiese tenido que alabar su arte culinario. El incienso de la sala de embalsamamiento contigua llegaba hasta allí.

—Ellas son Mertit, Uto y Nitocris, que aprenden el oficio con su madre. Éste es mi hijo Ramsés Apolodoro, el que nos compra la materia prima. —Al instante decidí conversar más tarde con el joven acerca de dónde conseguía las hierbas medicinales—. Mi cuñada, Senet, que borda las vendas a la perfección. A mi hermano ya lo has conocido ahí dentro. —De modo que el primer oficial era también su hermano—. Éste es Jons, que regenta una carpintería de sarcófagos aquí cerca, y ésta de aquí… ¡Neferure, tenemos visita!… Ésta es mi hija mayor, Neferure.

¡Al fin! De veras que pensé algo parecido a: «¡Al fin!». Aún hoy se me ensancha el pecho cuando pienso en el momento en que vi a Neferure por primera vez y me invadió un sentimiento parecido al que…, no sé, tal vez al que uno experimenta cuando regresa al hogar. Aún hoy veo su rostro a contraluz, su frente alta y curvada, cuyo arco suave se convertía en una nariz perfecta, bajo la cual florecían sus carnosos labios. Los altos pómulos, las sedosas cejas y unos ojos oblongos, faraónicos, que casi adiviné antes de verlos. Unos ojos que me habían contemplado desde lo alto de muchísimos frisos, pero nunca con esa perfección de líneas.

—Sé bienvenido.

Me acerqué más a la muchacha, que estaba sentada a una mesa frente a la ventana, con un pincel en la mano y encorvada sobre un cuadro. Al inclinarme por encima de su hombro vi que la mirada de una mujer joven se encontraba con la mía desde el retrato que la chica tenía bajo los dedos. La luz relucía sobre su piel, como si estuviera viva, e impulsivamente tendí la mano para tocar la tabla de madera, pero la detuve en el aire. La mujer me miraba con ojos cansados. Su frente estaba coronada por una oscura torre de pequeños rizos, como los de las pelucas que estaban de moda en Alejandría. Rizos que Neferure no necesitaba. Su pelo brillaba como si estuviera engrasado, era tan fino y sus ondas tan regulares como las de las bailarinas cretenses que yo había visto en las estampas. Neferure se lo recogía en la nuca, con un moño prieto que desprendía un discreto olor a madera de sándalo.

—Qué belleza —dije—. Me refiero a… al retrato.

Mi turbación era auténtica y creo que ella lo notó, pues si no tal vez no se habría vuelto para sonreírme. Como aprendería en los meses siguientes, a Neferure no se la hacía sonreír con cumplidos baratos. Mientras me miraba de frente, me pareció que uno de sus ojos no quería fijarse en mí, ¿o sí? Cuanto más la miraba, más seguro estaba de que la fascinante Neferure —como ya la llamaba para mí— tenía un ligero estrabismo, aunque tan leve que apenas merecía la pena mencionarlo. Me relajé y le devolví la sonrisa. Al parecer no se había percatado en absoluto de mi breve e imperceptible titubeo. Neferure volvió a sonreír y se inclinó de nuevo sobre su trabajo.

—Quería pintarla en el momento en que era por completo consciente de ser la persona que fue —me explicó—. Contemplando la muerte pero también la vida, y sabedora de que ambas cosas forman parte de su destino.

Yo asentí, mudo. Mejor eso que decir algo tonto. Tan sólo repetí:

—Qué belleza.

Oí el tintineo de uno de sus pendientes a mi lado cuando se movió.

—Neferure es una de las retratistas de momias más buscadas de la ciudad. —La voz de Ceremón rompió el hechizo—. No sólo trabaja para nuestro taller, incluso recibe encargos también de Naucratis, Sakkara y El Fayum.

Asentí, y esta vez creí cada una de las palabras del orgulloso cabeza de familia. Acepté con el corazón palpitante la invitación a cenar que pronunció poco después.

Me senté rodeado de la familia y del ebanista Jons, alabé efusivamente la comida y el vino, probé incluso la cerveza egipcia y miré a los ojos perfilados de negro de Neferure, que posiblemente alcanzaban a ver hasta lo más hondo de mi ser. Me jacté sin mesura de mi arte médica, detallé los nombres de todos mis pacientes egipcios prominentes, sostuve maravillas sobre el futuro que me aguardaba en Roma, donde algún día cuidaría del Emperador… En aquel entonces no podía imaginar que todas esas palabras se harían realidad. Hablé deprisa, jugándome el todo por el todo, y llegué a conseguir, de hecho, que el padre estuviera de acuerdo conmigo en que su hija era la única persona adecuada para mostrarme los monumentos de su ciudad natal. Fue un arduo trabajo. Satisfecho, borracho y bañado en sudor me recliné en mi asiento, bebí un último trago de cerveza y sonreí a la concurrencia. Ceremón, que tras esa comilona de confraternidad tampoco estaba sobrio, parecía un tanto inseguro, como si se arrepintiese ya de nuestro acuerdo, lo cual no me sorprendía. Lo que sí me asombró, por el contrario, fue que Neferure accediera. Me dijo que fuese a buscarla a principios del mes siguiente, cuando ella hubiese terminado aquel retrato. Qué voz tenía, como una mano refrescante sobre mi frente ardorosa de tanto anhelo. A la luz de las lámparas se parecía a una de esas figuras que pintaba, bañadas en tonos dorados. Habría podido caer de rodillas ante ella. Y me temo que, antes de que la velada tocara a su fin, eso hice precisamente.

—¡Claudio!

¿Por qué siempre tenía que vociferar tanto Filicio? Me tapé con la manta hasta las orejas y me volví hacia la pared.

—¿Va todo bien? —insistió sin compasión mi solícito compañero de hospedería—. Ayer te trajeron inconsciente a casa un par de egipcios de aspecto sospechoso; estabas borracho perdido.

Gemí. Entonces recordé algo. ¡Neferure! Me incorporé.

—Filicio —exclamé—. ¡Ayer por la noche vi a la diosa!

—¿Qué diosa?

—Pues ella, la única, la más hermosa. ¡Maldita sea! —Me levanté de un salto—. El primer día del mes que viene volveré a verla y… —El dolor de cabeza me lanzó de nuevo a la cama—. ¿Dónde está mi ropa? Tengo que…

—Te sobra tiempo —repuso Filicio, que no había sido iluminado por esa divinidad como yo—. Hasta entonces aún quedan dieciséis días enteros.

—¡Dieciséis días! Y ¿qué voy a hacer hasta entonces? —me lamenté.

—De momento, vomitar enseguida…

—No voy a vomitar.

—Sí vas a vomitar. La bebida que acabo de darte era un vomitivo. Ya me lo agradecerás. Después iremos a clase de Marino y luego comeremos algo… —En ese momento su profecía se hizo realidad; me sostuvo una jofaina y prosiguió—:… y después visitaremos el anfiteatro. No te irá mal un poco de diversión.

Filicio me alcanzó un paño húmedo y yo, en mi desgracia, hice todo lo que me ordenó.

Frente al anfiteatro había un gentío increíble. Además de las habituales cacerías de animales, ese día habían anunciado también dos ejecuciones y la gente acudía en tropel a la arena. Filicio acababa de adquirir dos entradas y me reprendía porque lo había obligado a pasar por la biblioteca para saber si los manuscritos de Numisiano seguían aún en las estanterías. Me enteré de que los originales necesitaban algunos trabajos de restauración y de que ya no tenía por qué volver a preguntar hasta antes de la crecida del Nilo.

—Esperar, esperar —protesté—. Pero ¿cuándo empieza el espectáculo?

Empezó con una cacería de gacelas y avestruces. Los animales correteaban por la arena levantando el polvo, los corzos africanos avanzaban con garbo, y las grandes aves zancudas se bamboleaban al caminar, balanceando su suave plumaje. Los perseguían unos extraños gnomos negros, africanos de escasa estatura apenas cubiertos por un taparrabos y con huesos en las orejas, que tensaban ante sí los arcos con las flechas dispuestas, hasta que disparaban. Esos hombres eran casi una atracción mayor que los propios animales. Con su toga de ribete púrpura, el prefecto de Egipto, el más alto representante de Roma en el país, era una mancha de color en un palco lejano. Él se encargó de matar personalmente al ungulado más grande desde su asiento, con una lanza que quedó clavada y temblando en el flanco del animal. Retumbaron los aplausos en su honor, y entonces salieron los leones.

Cuando rastrillaron la arena ensangrentada y nuestros vecinos regresaron a sus asientos con las manos llenas de pistachos y bebidas, sonó una melodía tocada por músicos invisibles que hizo que todo se acallara de golpe. Se oyó una flauta, seguida de címbalos sibilantes y, después, un órgano hidráulico; la charanga terminó de pronto en un solo toque atronador de batintín, con el que apareció en la arena, como salido del suelo, un sacerdote vestido con una túnica de colores luminosos. La música empezó de nuevo y ocultó los ruidos del mecanismo que, poco a poco, lo izaban desde las bóvedas que había bajo el suelo y lo sacaban a la luz. La gente se asustó. La capa blanca del sacerdote ondeaba al viento. Se vio entonces que en sus manos, extendidas hacia los lados, llevaba dos serpientes que se retorcían. Alguien dejó escapar un pequeño grito involuntario junto a mí. Por primera vez me fijé en la rubia de cabello encrespado, espeso y casi plateado, que se abrazaba a sí misma.

—Ahora sale el condenado —susurró Filicio con entusiasmo, y me dio un golpe en el costado.

Sacaron a la arena a un pastor ataviado con un sencillo taparrabos y con las manos amarradas a la espalda con una cuerda. El hombre tiraba de sus ataduras e intentaba escapar de sus guardianes, pero ellos lo arrastraron hasta donde esperaba el sacerdote inmóvil, como una estatua en la que lo único que se movía eran las serpientes negras, que se agitaban en sinuosas curvas. También el prisionero se espantó entonces. Miró a su verdugo a los ojos y pareció tranquilizarse. De pronto se tambaleó a causa de la debilidad. Sus guardianes se retiraron, le quitaron las cuerdas y lo dejaron allí de pie, indefenso. El pastor no opuso resistencia, no se movió. Los címbalos sisearon y el hombre cayó sumiso de rodillas. Un grito colectivo recorrió la multitud. Entonces el sacerdote dio unos pasos, tomó una de las serpientes y la sostuvo ante el pecho del condenado como si fuera un lactante que quisiera amamantarse. Apenas se advirtió el estertor de la víctima cuando el áspid le clavó los colmillos en el pezón. El hombre cayó muerto sin más aspavientos. Se elevó un suspiro colectivo bajo los toldos, que se movieron con la suave brisa emitiendo unos susurros. Las conversaciones se reanudaron. Al pastor se lo llevaron de la arena arrastrándolo por los pies.

—¿No nos conocemos?

No podía creer lo que estaba oyendo. Ahí estaba Filicio, completamente inclinado hacia delante por encima de mis rodillas para hablar con aquella rubia. Y, además, empleando la frase más vieja de todas. No tardó en recibir la respuesta correspondiente.

—Ésa es sin duda la frase más tonta que se le puede ocurrir a nadie —le hizo saber la pequeña valiente, que levantó la nariz respingona. Le dediqué mi sonrisa burlona más lobuna.

—No le hagas caso, mejor conversa conmigo —interpuse—. Soy más original.

La chica, sorprendida, abrió más sus ojos claros, ojos de un azul de porcelana que casi parecían demasiado grandes para su rostro.

—Más bien eres arrogante —afirmó.

No obstante, su frase contenía más perplejidad que crítica. Asentí y sonreí.

—Jamás lo he negado, pero no encuentro nada malo en ello.

Entonces no tuvo más remedio que reírse a medias. Le di un codazo a Filicio y enseguida nos ocupamos de que no volviera a perder la sonrisa. Con aquella inocente muchacha no fue muy complicado; de hecho, casi conseguíamos que se desternillara de risa con todas nuestras bromas, cada una más boba que la anterior. Ante su mirada maravillada nos fuimos pasando las pelotas retóricas y a ella sólo le restaba repartir sus risas. No voy a detallar todas las boberías que inventamos esa vez. Reconozco que ya habíamos ensayado antes el jueguecito, y que la pequeña era una víctima perfecta. Cuando todavía estaba convencido de que la estábamos embaucando para mi amigo, ya la tenía colgada de mi propio brazo.

Habíamos salido del anfiteatro para buscar a su hermana mayor, que la había acompañado pero que luego había desaparecido de su asiento a causa de una repentina indisposición. Naturalmente, ambos médicos nos habíamos ofrecido a ayudar, sólo que con demasiado entusiasmo. Sin embargo, no encontramos a la hermana por ninguna parte y, mientras la acompañábamos a su casa, los dos simpáticos escoltas hicimos primero un alto en una taberna respetable y luego en otra que ya no lo era tanto. Filicio resistió cuanto pudo, pero en algún momento desapareció. Antes de que la velada tocara a su fin, tenía en mi cama a la muchacha, que no paraba de reír por lo bajo. Veinticuatro horas después de haber caído rendido a los pies de Neferure lleno de adoración. Ya sé que es difícil de explicar.

Dos semanas más tarde, cuando me presenté en casa de Neferure, la mala conciencia hizo que se me sonrojasen las mejillas. Sin embargo, la emoción de volver a estar cerca de ella desbancaba todo lo demás y, en su presencia, pronto volví a ser el mismo idiota febril que reprimía con gran esfuerzo su loco sentimiento de felicidad, el mismo inquieto parlanchín en el que ella me había convertido ya en nuestro primer encuentro. No podía dejar de repetirme que Neferure era especial, una diosa, una obra de arte, un tesoro como no había poseído jamás. Me dediqué a conversar con ella con un desesperado respeto. Más o menos durante un año.

Intenté poner de relieve mi extensa formación, mi impresionante historia familiar y mi glorioso futuro. Comprobé con alivio que, cuando hacía un comentario ingenioso o relataba una anécdota, ella me dirigía esa leve sonrisa y también ese movimiento de cabeza que hacía sonar sus pendientes con aquel tintineo tan familiar. Entonces el corazón me latía aún más deprisa. Intentaba rodearla un momento con un brazo, pero enseguida volvía a sentir ese miedo a no ofrecerle lo suficiente, y seguía hablando más y más. Para no cometer ningún error, sólo hablaba sobre cosas que comprendía: sobre mí.

Neferure casi siempre me escuchaba en silencio, bella e inmóvil como un retrato. Me acostumbré a pensar que un día podría casarme con ella —en cuanto hubiera aclarado el asunto de la chiquilla rubia—, pronto olvidé que nunca le había hablado a ella de ese tema, y mucho menos le había preguntado su opinión al respecto.

Un día fuimos a dar un paseo para visitar el barrio de los palacios de Alejandría. Me hizo pasar de largo ante el antiguo y suntuoso edificio de Ptolomeo empujándome con suavidad y, finalmente, después de regresar de nuevo a la vía Canopus, salimos por la puerta oriental hacia los jardines de la necrópolis. Altas palmeras flanqueaban los paseos. Sus frondas proyectaban sombras rayadas sobre los caminos de arena. Los cipreses persas montaban una majestuosa guardia ante la entrada de algunas tumbas; los olivos de hojas plateadas, en cuyas ramas parecían vivir ninfas arbóreas, formaban bosquecillos de extravagante luminosidad; los grandes cedros hacían las veces de indicadores del camino; el follaje aromático de las higueras resplandecía; y los almendros soportaban el peso de la madurez de sus frutos, que intenté partir varonilmente con la mano para mi acompañante, mientras paseábamos por los senderos silenciosos y bordeados de lavanda. Todas las abejas de Egipto zumbaban en los matorrales en flor.

De vez en cuando nos encontrábamos en el camino con una familia bien vestida ante una tumba venerada, con lámparas y sahumerios. Pequeños grupos de esclavos se dirigían a arreglar el panteón familiar de su amo con utensilios de limpieza y enseres de jardinería. Hablábamos poco, yo fingía mirar alrededor con diligencia.

—¿Qué pone en esa tabla de mármol que hay a la entrada de la tumba? —pregunté, ansioso por obtener información, y señalé a un escudo grabado con escritura demótica, que yo no sabía leer.

—«Se ruega no orinar aquí» —tradujo Neferure, y posiblemente se recreó en mi bochorno.

—Y ¿los jeroglíficos que hay al lado? —dije, intentando desviar su atención.

—En la actualidad ya sólo quedan algunos sacerdotes que sepan leerlos.

—Entonces, ¿eso es, de hecho, una inscripción auténtica?

Neferure me miró con sus negros ojos.

—Por supuesto. Ven, tenemos que ir por allí.

El sepulcro al que me condujo poco después tenía un vestíbulo abovedado tras el cual se abría un auténtico laberinto de pasadizos y cámaras. Cuando llevábamos varios minutos recorriendo unos corredores decorados profusamente con frescos iluminados por las antorchas prendidas en los muros, protesté:

—Esto son unas auténticas catacumbas. Necesito descansar.

Me detuve ante un retrato de vivos colores de una momia que yacía sobre su lecho, flanqueado por candelabros encendidos. Contemplé con turbación los numerosos signos y escenas pintados: monos orando, legiones de personas sentadas con cabeza de carnero, un gato que le cortaba la cabeza a una serpiente con un cuchillo. Sacudí la cabeza, no comprendía nada de todo aquello.

—Mira, ese muerto tenía un pájaro —bromeé, y señalé a una especie de gavilán que había sobre la momia y al que le colgaba del pecho algo semejante a una rosquilla.

—Es el ba del difunto, su alma —repuso Neferure con serenidad—. En su pecho lleva el ankh, el símbolo de la vida.

Se quedó muy erguida mirándome con fijeza. Yo me volví de nuevo, avergonzado, hacia los frescos.

—En fin, ¿será ése el aspecto del alma? —comenté, dubitativo.

—¿Cómo te la imaginas tú? —preguntó Neferure—. Algo tendrás que decirles a tus pacientes moribundos, ¿no?

—¿Te refieres a que debería hablarles con entusiasmo del más allá? —Sacudí la cabeza con energía—. He visto demasiados cadáveres en las salas de disección: piel, huesos, músculos, uñas. Algunas veces apestan y se descomponen.

—Eso es justo lo que me gustaría oír en mi lecho de muerte.

—Y, en tu opinión, ¿qué debería explicarles? —inquirí.

—Bueno, tal vez que no sabes qué hay después, aunque sea poco… —y, con una ligera ironía, añadió—:… lo que no sabes. Y que deberían prepararse para dar ese paso. Tal vez les sirva de consuelo simplemente saber que lo dejan todo resuelto tras de sí, si todavía tienen ocasión de solucionar sus asuntos.

Yo callaba, abochornado. Lo que acababa de decir Neferure me parecía tan inteligente que casi me lo tomé a mal.

—¿De verdad crees en esto? —pregunté señalando hacia los frescos con un gesto vago.

—Son representaciones muy antiguas… —empezó a decir Neferure.

—Claro, porque tu padre es embalsamador —la interrumpí.

Reflexionó.

—No le veo nada malo. Este cuerpo… —se pasó las manos por las caderas, sin sospechar siquiera el sentimiento que provocó en mí al hacerlo— tal vez sea todo cuanto tenemos. Eso, y la consciencia de uno mismo. Es lo que intento expresar en mis retratos.

—Sí, ya me dijiste algo parecido.

—Mis clientes —explicó—, naturalmente, esperan que reproduzca su posición social: las joyas más preciosas, la última moda, el tipo de rostro ideal que nunca poseyeron en vida. Pero yo quisiera conseguir algo más. También intento representar a la persona ideal que se conoce a sí misma, que conoce su espíritu y su mortalidad.

Me esforcé por controlar mi erección y rebusqué en la memoria alguna cita de Platón que resultase adecuada. Neferure me ahorró ese doble esfuerzo siguiendo adelante. Lo que acababa de decir no habría de preocuparme hasta mucho después.

Un tosco pasadizo excavado en la roca nos desveló que estábamos pasando de una tumba a otra por un corredor subterráneo abierto posteriormente. Los frescos cambiaron, se volvieron menos rígidos, tenían perspectiva y mostraban la influencia de la pintura griega. Debía de ser una catacumba de la época ptolemaica. Parecía que llevábamos una eternidad caminando, y según mis cálculos teníamos que estar ya debajo de la ciudad. El olor a orines me subió por la nariz y me hizo pensar en la placa de la entrada. Unos inequívocos ruidos procedentes de una cámara contigua me advirtieron de que las numerosas antorchas en sus soportes no sólo servían para mostrarles el camino a visitantes y apenados parientes. Las salas laterales con amplios lechos de piedra y agradables pinturas de angelotes hicieron que poco a poco surgiera en mí la idea de que a lo mejor Neferure no sólo había querido llevarme allí por la historia del arte. Recorrí su espalda con la mirada, las nalgas que se perfilaban con suavidad bajo el lino plisado, que —entonces me percaté de ello— era tan fino que incluso allí, en la penumbra, dejaba vislumbrar la ropa interior. Con qué dulzura se balanceaban sus delicadas caderas… ¿Tal vez su inaccesibilidad no había sido más que un engaño, una máscara que llevaba durante el día y que allí, en la oscuridad subterránea, se había quitado para mí? Pensé en las manos morenas y de largos dedos de Neferure, en cómo habían recorrido sus costados. ¿Acaso lo había hecho con intención? ¿Debía acabar nuestro periplo en una de esas pequeñas cámaras acogedoras? De nuevo me embargó una excitación palpitante.

Doblamos una esquina y el pasillo terminó ante una puerta de madera con herrajes. Un esclavo que desempeñaba las funciones de guardia se levantó a duras penas del suelo y recibió en su mano una modesta propina de Neferure para que nos abriera. Ay, así que mi amada secreta favorecía esos rincones clandestinos… Me acerqué a ella hasta casi tocarla. Su piel desprendía una calidez húmeda, como un halo que envolvía su cuerpo y que me quemaba. Entonces se abrió la puerta. La claridad resplandeciente que entró a raudales me obligó a cerrar los ojos. Sentí que Neferure me tomaba de la mano y tiraba de mí.

—¿Neferure?

Mi voz encontró múltiples ecos en los muros. Tardé un rato en poder abrir de nuevo los ojos y divisar sobre mí, en un círculo abierto en el artesonado, la cúpula celeste, tan azul que le entraban a uno ganas de llorar. Del techo de la galería circular sostenida por columnas colgaban lámparas de cristal que se mecían con la brisa que penetraba desde arriba. En cada uno de los cuatro puntos cardinales había una pesada puerta de bronce. Neferure me condujo hasta una de ellas que tenía una mirilla enrejada. Una bandada de palomas espantadas salió revoloteando por la bóveda hacia el cielo inmerso. Su revoloteo se perpetuó en mis venas. Neferure, mi Neferure. Tomó mi rostro entre sus manos, me llevó hacia la ventanita y me obligó a mirar.

—¿No es maravilloso? —murmuró.

Miré, parpadeé y volví a mirar. Había un sarcófago dorado cuya tapa translúcida de cristal de roca dejaba entrever de forma imprecisa la silueta de un difunto yacente, que parecía dormir bajo una capa de hielo.

—Alejandro —susurró Neferure con devoción—. La entrada principal queda hoy oculta bajo el palacio real augustal. Es un gran secreto. ¿Le ves la cara?

No sé qué veía allí ella, yo no podía distinguir ninguna cara, el cristal era como una tenue neblina que lo cubría y que tal vez recordaba de forma remota los velos de luz dorada y plateada que bañaban los retratos de Neferure. No obstante, miré con obediencia. Mientras contemplaba la tumba del griego más grande de todos los tiempos, que muchos creían desaparecida, me esforcé por contener mi falo entre la ropa. La vibrante avidez de mi interior fue transformándose poco a poco en una imprecisa frustración y, finalmente, en vergüenza.

Neferure me puso una mano sobre el brazo. Su sonrisa de felicidad me pedía alabanzas y entusiasmo. Me esforcé por arrancar una sonrisa de mis labios. Me había mostrado su tesoro. ¿Cómo podía yo haber imaginado que me conducía a un nido de amor? Ella no era de ésas, era… La calidez de sus dedos traspasó la tela de mi túnica. Oh, dioses, su belleza era sencillamente digna de veneración.

—Alejandro Magno —dije, y tragué saliva—, en efecto.

Las comisuras de mis labios, rígidas, se curvaron un poco hacia arriba.

A día de hoy, Marcelina sigue negando que se acostara conmigo esa primera noche después de la ejecución.

—Es típico de tu arrogancia —me reprendía cada vez que se lo mencionaba en nuestras discusiones, y me azotaba con el paño del polvo—. Esa arrogancia tuya tiñe incluso tus recuerdos.

—¡Marcelina! —replicaba yo con energía—. No pienso volver a pelearme contigo.

Con su cabezonería divertía incluso al propio Cómodo, el Emperador, que la vio una vez y la comparó con su concubina Marcia.

—Yo tengo a una Marcia y tú a una Marcelina —me dijo, riendo.

—Silencio, señor, tengo que auscultaros los pulmones.

Me escudé tras la dignidad de mi oficio y le ordené que se sentara en la cama y se levantara la túnica para poder poner la oreja sobre las carnes fláccidas de su espalda. Concentré toda mi energía en no temblar mientras me acercaba a ese hombre que mataba a las personas igual que si aplastara hormigas. No me había reído con su pequeña chanza; yo había conocido y apreciado a hombres que habían muerto en esos aposentos por motivos mucho más insignificantes. No obstante, imprevisible como siempre, el Emperador me dejó vivir y me marché. Sentía repugnancia por el hombre que se quedó allí. Después de todas mis experiencias en la arena, después de todas las amonestaciones de Marcelina, ¿por qué tuvo que ser él quien me esclareciera, al cabo, el valor de la vida humana? ¿Él, que tanto la despreciaba? Lo consiguió precisamente mediante esa indiferencia despreocupada. Para mí, Cómodo fue, no… es la personificación del mal. A pesar de todo, no conseguía quitarme su broma de la cabeza. ¿Sería eso lo que teníamos en común? ¿Una debilidad masculina que permitía que nuestra vida estuviese regida por matronas enérgicas? Ya no pensaba en Marcelina como en la joven muchacha de Alejandría con la que antaño yacía junto al lago Mareotis.

Las hormigas marchaban en una hilera que atravesaba la canasta del piscolabis, los ibis estaban posados con garbo en el agua poco profunda y nosotros estábamos entrelazados y desnudos en el aire cálido, bien escondidos entre el cañaveral de la orilla. Como siempre, Marcelina se había mostrado tímida y titubeante al principio del encuentro. Para decirlo sin embrollos: siempre se hacía de rogar como una doncella antes de entregarse a mí, pero luego gozaba con cierto desenfreno. Me costaba trabajo y ternura enardecerla y conquistarla cada vez, lo cual, no obstante, sobre todo en vista de su impetuosidad final, se correspondía por completo con mi gusto. Tal vez eso constituyera todo el encanto de nuestra relación. ¿A qué hombre no le halaga que una mujer con principios pierda por completo la cabeza por él?

Al final me tumbé, empapado en sudor y perezoso, y me puse a contemplar con los ojos entornados la superficie del agua, que relucía lechosa y verde jade entre el cañaveral. Veía la fronda delicada de los juncos, que resplandecían contra el cielo, olía su aroma soleado, oía el susurro de los insectos que se escondían allí y el borboteo del lago, detrás. Un momento perfecto.

—¿En qué piensas?

—¿Hmmm? En nada en especial.

Aparté la brizna de hierba con la que Marcela intentaba hacerme cosquillas en la nariz.

—Si ahora apareciera un cocodrilo… —Volvió a intentarlo—. Moriríamos juntos.

Estaba claro que esperaba que opinase al respecto.

—Bueno, yo preferiría que viviésemos —repliqué, algo malhumorado.

Sin embargo, eso la complació.

—Sí, eso creo yo también —contestó, y se acurrucó junto a mí. Resiguió con los dedos el contorno de mis pectorales—. Eres muy guapo, ¿sabes?

—¿Sabías —comenté, en lugar de contestar, tras un buen rato de silencio, animado por el murmullo del lago— que la crecida del Nilo no resulta de un enfriamiento del aire de Nubia, como cree la mayoría de los sabios, sino de la presión de las nubes en las altas cumbres de allí? ¿Cómo iba a producirse la lluvia mediante un enfriamiento, cuando en Nubia siempre hace calor? No, mi teoría es que las nubes se comprimen entre las montañas y por eso liberan su carga de agua.

Seguí formulando mentalmente esa tesis para mi nuevo libro.

—¿Claudio? —oí que decía luego.

—¿Hmmm?

Cuando oí su voz ella llevaba un rato hablando. De hecho, yo no había escuchado nada de lo que me había estado diciendo hasta entonces. Su rostro volvía a estar sonrojado de pudor, tal como al principio de nuestros encuentros.

—¿Qué sucede?

—¿No te lo parece a ti también? —insistió con la impaciencia de quien ya ha preguntado varias veces.

Me escabullí con un gruñido que podía significar un millar de cosas.

—¿Claudio?

—¿Qué pasa ahora?

—¿Me quieres?

¡Por qué las muchachas acaban haciendo siempre esa pregunta, que no es más que la pesadilla de todo hombre! La rodeé con un brazo, la estreché, hundí la nariz en su cabello y esperé que eso sirviera de respuesta, pero a ella no le bastó.

—¿Me quieres?

—Por supuesto —murmuré al fin, todo lo bajo que pude.

Esa apacible orilla no era en modo alguno un lugar para buscarse una pelea. Marcelina se relajó y se acurrucó con pasión en mis brazos cansados.

—Yo también te quiero, ¿sabes? —dijo.

Me sentí aliviado al haber salvado el escollo y obligué a mi mente a centrarse de nuevo en los problemas de la meteorología egipcia.

—Oh, Claudio, qué amable.

No era la primera vez que me invitaban a comer con la familia de Neferure, y Ceremón ya me saludaba como a un viejo amigo.

—Esta noche tenemos a otro huésped, Isidoro. —Hizo un gesto hacia un hombre ataviado con las típicas vestimentas de lino blanco de un sacerdote y a quien reconocí como un hermano de Serapis gracias a la banda de bronce con una estrella en medio que llevaba en la frente—. Isidoro, éste es Claudio Galeno, un afamado médico de Pérgamo.

Rehusé los demás cumplidos con una mirada ruborizada a Neferure y saludé a Isidoro, que, en efecto, era sacerdote de Serapis. No obstante, no vivía en la misma Alejandría, sino en una pequeña aldea al oeste, según él mismo dijo, como «el pobre pastor de un rebaño de pastores de ganado más pobres aún», que por lo visto malvivían allí acosados por los recaudadores de impuestos romanos. Con gestos irónicos señaló sus prendas desgastadas y raídas, así como sus pies descalzos.

Con todo, no tardé en percatarme de que en realidad consideraba esos harapos unas vestiduras de honor. La opresión romana —en realidad cualquier clase de opresión sobre los «egipcios auténticos», como designaba él al pueblo autóctono— era su tema preferido e inagotable de conversación. Bueno, que alabara a sus campesinos me pareció comprensible dentro del marco de sus estrechos horizontes. Sin embargo, teníamos pocos temas en común y nuestra conversación de esa noche discurrió con cierta dificultad.

—¿Tienes pensado quedarte en Egipto? —me preguntó en el transcurso de la charla.

—¿Quieres decir el resto de mi vida? —espeté con una risa involuntaria, y me di cuenta, demasiado tarde, de que mi anfitrión podía sentirse ofendido. Me apresuré a murmurar algo acerca de las responsabilidades familiares que me esperaban en Pérgamo. Por suerte, en ese momento sólo Neferure estaba en la sala y me obsequió con una de sus miradas largas, silenciosas y pensativas. Ni en sueños se me ocurrió que pudiera estar dándole vueltas a esa afirmación.

—Así son todos —comentó Isidoro—. Vienen, cogen lo que necesitan de esta tierra y luego desaparecen.

Alcé las manos para acallar de raíz y con espíritu conciliador el discurso que se estaba perfilando.

—Yo soy griego, no romano. Y médico. No entiendo nada de política.

Ay, si no hubiese pasado de esa sabia moderación… Sin embargo, en aquella época no gozaba de tanta serenidad y, si bien he de aceptarlo, aún hoy siento vergüenza por las cosas que me exaltaban en aquel entonces. Bueno, en cualquier caso, no dije nada que contraviniese las normas del círculo del que yo procedía, por si eso me exculpa. Aún hoy, es probable que ninguno de mis colegas lo encontrara escandaloso. Con todo, en esta vida he aprendido demasiado como para conformarme con esa excusa. En la actualidad sé con total certeza que lo que dije estuvo mal, fuera cual fuese la opinión que tuvieran los demás, o seguridad con la que me manifesté en aquel entonces. El corazón me late con fuerza cuando pienso en ello.

Me ocurre en ocasiones: el recuerdo de una derrota pasada, de una humillación, de una vergüenza, viaja en el tiempo sin esfuerzo como si fuese una flecha disparada por una mano divina, impacta en mi pecho desprotegido y me hace gemir. El dolor se enciende como si todo hubiese acabado de suceder, todo se cierra en estrechos círculos y me desconcierta. Con Lucila y con su recuerdo me ocurre a veces lo mismo. Entonces me siento en la cama y derramo lágrimas como si hubiese sido ayer cuando me maldijo. Sin embargo, estoy muy lejos de eso, en Egipto, no, en Roma, estoy en Roma, esa ciudad pobre, afligida, arrasada por la peste y la demencia, solo en el círculo de la luz de mi lámpara, rodeado por la marea de mis recuerdos. Si la muerte es lo que lo libera a uno de esta rueda de experiencias revividas, entonces le daré la bienvenida y no me resistiré a ella mucho tiempo.

Llamo a Marcelina para que me traiga un poco de vino y aliviar así mi angustia, pero ella está lejos y su nombre se extingue en las salas vacías, en la oscuridad que hay más allá de mi lámpara. Arrastro los pies hasta el aparador y busco a tientas sobre la superficie lisa. ¿No tendría que haber aquí otra jarra de ese tinto cretense? Ah, ya toco su vientre fresco y vidriado. Sabe como en aquel entonces, oh, dioses, y no me sirve de nada: en el resplandor de mi lámpara, encima de la pequeña mesita, veo surgir el brillo de la iluminada cena de Ceremón. Allí estaba yo, joven y seguro de mí mismo; allí estaba el sacerdote, que esperaba para abalanzarse sobre su presa; y Neferure, que contempló callada toda la tragedia. Si tacuisses… De haber guardado silencio… ¿Acaso no la habría perdido si hubiese permanecido callado entonces?

Isidoro hizo un gesto con el mentón hacia mi atuendo, escogido con cuidado para la ocasión.

—Así pues, ¿no te has ganado aquí los ribetes dorados de tu túnica?

Acaricié con los dedos la delicada tela y sonreí con desdén.

—Me los he ganado porque tengo formación, talento y tesón. En tu opinión, ¿qué es lo que debo lamentar de todo eso?

Puesto que Ceremón regresó justo entonces de la bodega con sus criados, el sacerdote se guardó su respuesta por el momento. También el resto de la familia irrumpió en la sala. Nos dirigimos a la mesa y yo, contento, tomé asiento junto a Neferure. No obstante, Isidoro no iba a aplacarse tan deprisa. Probó las judías, de mal humor, y después declaró que todos los extranjeros hacían sufrir al sencillo pueblo egipcio, los médicos griegos inclusive. Pensé en mis agradecidos pacientes de Rhakotis, a quienes trataba a veces a cambio de simples propinas y a quienes cobraba siempre sólo en función de su riqueza. No sin cierta susceptibilidad, pregunté qué les había hecho yo a sus pastores desde mi posición que fuese tan horrible. Todas las miradas se dirigieron hacia el sacerdote, que aprovechó la oportunidad que tan alegremente le había brindado.

Nos miró uno a uno a los ojos, se acercó la lámpara de mesa para iluminar su rostro desde abajo y alzó las manos. Todo en él dejaba entrever ya al gran demagogo en el que algún día se convertiría. Yo me recliné hacia atrás con los brazos cruzados para dar a entender lo que pensaba de semejante farsa.

—Cuando el médico Erasístrato fue a ver al faraón Ptolomeo… —empezó a decir Isidoro, alzando la voz de forma teatral.

—También griego, el faraón —lo interrumpí. Con ello me gané una mirada enfadada del carpintero Jons, que por lo visto era otro patriota. Me encogí de hombros y esperé con impaciencia lo que estaba por venir.

—Cuando el médico Erasístrato fue a ver al faraón Ptolomeo, le exigió esto: «Dame personas a las que pueda abrir». Y el faraón asintió y le cedió a los condenados que habían robado para poder dar de comer a sus hijos. Y el Nilo fluyó rojo como la sangre. —Ahí hizo una pausa y clavó la mirada en su vino—. Sin embargo, los pobres fueron caminando maniatados hacia el médico, pues poco sabían lo que allí los aguardaba. Cualquier cosa les parecía mejor que el verdugo, y unos salones tan ricos como aquellos en los que vivía Erasístrato, el griego —añadió, con un retintín innecesario—, no los habían visto jamás. Sus pies descalzos pisaban mosaicos de piedras semipreciosas. Las antorchas de sus guardianes hacían relucir el oro de las columnas. Pasaron por delante de coloridos murales, tan realistas que creyeron haber muerto y estar caminando entre ninfas y dioses. El mobiliario que había junto a las paredes era de maderas nobles y marfil, tan delicado que temían tropezar con sus brutas extremidades y estropearlo. Eran pastores sencillos y siguieron a los guardianes como dóciles terneros. Hasta que los tumbaron sobre la mesa de mármol y los ataron con tensas sogas sobre la fría superficie.

Alguien dejó escapar un suspiro.

—Entonces vieron a ese hombre inclinado sobre ellos con el cuchillo en la mano, y tal vez le sonrieron, pues no comprendían nada. Pero entonces llegó el tajo. El dolor hurgó en sus cuerpos con rojos dientes desgarradores, les punzó en lo más hondo. Los torturados veían con horror cómo sus vísceras brotaban por el agujero abierto en su vientre y abrían la boca para lanzar gritos desgarradores. Sin embargo, les embutieron algo en ella a fin de que el médico obtuviera el silencio necesario para trabajar y extirparles las entrañas a sus cuerpos aún vivos. Y, mientras él contemplaba con tranquilidad el corazón del pastor en su cavidad, mientras veía cómo se contraía, rojizo, ellos se rebelaban contra las sogas, los ojos se les salían de las órbitas de espanto y tormento hasta quedar en blanco, igual que un ternero en el matadero, y entonces ya no veían las paredes doradas ni el alto techo decorado, sólo había gritos sangrientos y dolor mientras él les descarnaba los blancos huesos.

Jons había doblado los dedos sobre su estómago, Ramsés había torcido el gesto con repugnancia y su padre miraba turbado a su plato. La madre, Kiya, y las muchachas escuchaban con la boca abierta todas las palabras de Isidoro, pero una tras otra fueron volviendo la cabeza siguiendo la mirada impertinente del sacerdote, que no dejaba de mirarme. Yo, por mi parte, contemplé fijamente los rasgos demoníacos de mi oponente, desfigurados por las angulosas sombras de la lámpara de aceite. ¡Aquello era simplemente ridículo! Me disponía a preparar una réplica y esclarecer la importancia tanto de la disección como de la vivisección para el avance de la ciencia, cuando sentí los delicados dedos de Neferure, cálidos y apaciguadores, que se cerraban sobre los míos. Los aferré con fuerza y alcé nuestras manos entrelazadas con fervor sobre la mesa, para que todos las vieran. Un sentimiento de victoria se apoderó de mí y, mientras intentaba sostenerle la mano derecha de la manera más fraternal posible para que no se apartase de mí, asustada, me encontré con el mentón alzado y la mirada resplandeciente de Isidoro… y de Jons.

—Bonita historia —señalé—. Aunque nadie pueda creer en serio que Erasístrato realizara esas disecciones sin un fuerte anestésico de meconio.

—¿Cambia eso en algo lo que hizo?

Miré lleno de asombro a Neferure, quien había hecho esa pregunta.

—Eran criminales condenados… —comencé a decir de nuevo.

—Habían delinquido por necesidad, por hambre —apuntó Isidoro con dramatismo.

—¿De veras? —Enarqué las cejas en actitud dubitativa—. Y, aun así —proseguí—, eso no era asunto de Erasístrato. Él era médico, no juez, y tenía una labor. Lo que él descubrió sobre esa mesa hace siglos sigue alimentando a la ciencia hoy en día. Ese puñado de criminales no fueron tan útiles en toda su vida como lo fueron en su muerte.

—¡Ja! —me interrumpió Isidoro, temblando de indignación—. Eso demuestra el gran menosprecio que sientes hacia los pobres.

—En todo caso —contesté—, no considero una distinción especial ser un criminal inculto.

Las mujeres de la casa cuchichearon con excitación en un segundo plano.

—Así pues —ésa volvía a ser la voz tranquila de Neferure—, ¿le das más importancia a la utilidad que a la vida?

Tal vez fue en ese momento cuando Neferure me retiró su mano; en el calor de la discusión no me di cuenta. Me volví hacia ella.

—La vida, en todo caso, no está por encima de todas las cosas. Tiene un valor mensurable…

—Y el valor que les calculas a los egipcios —interrumpió Isidoro con un gruñido— ya lo has dejado bastante claro.

—No a los egipcios, a los criminales… —Indignado, renuncié a terminar mi frase.

—¿Quién decide cuándo? ¿Quién decide cómo? —prosiguió Isidoro a toda velocidad—. ¿Quién decide para qué? ¿Los dioses o los médicos?

Hice caso omiso de sus preguntas.

—¿Qué es para ti la muerte? —inquirió Neferure.

—¿El final de todo? —propuse, intentando sonreír, y alcé mi vaso de vino—. Salud.

Sin embargo, ella no aceptó esa respuesta.

—Y, entonces, ¿qué es la vida?

—Un privilegio exclusivo para hijitos de griegos, bellos, ricos y consentidos —se burló Isidoro.

—Seguro que para los listos más que para los idiotas —les respondí con rabia.

No obstante, la mirada de Neferure seguía clavada en mí, suave pero insistente. No la resistí y bajé los ojos.

—Bueno —nos interrumpió Ceremón, y carraspeó con fuerza—, ¿alguien más quiere postre?

Nos llevamos las cucharas a la boca en silencio. Me acompañaron a la puerta con cortesía. Tras esa velada, no recibí ninguna otra invitación en casa de Ceremón, el embalsamador.

Disponía de tiempo y lo empleé en organizar un auténtico asedio a la biblioteca de Alejandría, apasionado por la búsqueda de los manuscritos de Numisiano. Hasta el día en que uno de los innumerables y modestos bibliotecarios egipcios se acercó para comunicarme que la obra solicitada por mí había sido entregada en préstamo y, además —en el fondo, no era difícil adivinarlo—, a un caballero llamado Heracliano. Me quedé perplejo delante de aquellas estanterías que recorrían todas las paredes llenas de rollos de papiros, y contemplé mis manos vacías. La estatua de Apolo en su nicho, allí delante, pareció sonreírme con ironía.

«¿También tú crees lo mismo que yo?», me preguntaba Apolo. «Eso mismo», gruñí con el pensamiento. Aquel tipejo lo había planeado desde un principio.

—¡Estáis todos conchabados!

Salí impulsado por una ira auténticamente divina, corrí en dirección a la palestra, al teatro de Dionisos, pasé por el Arsinoeion y el Cesareion, recorrí los muelles del puerto, sorteé las grúas, crucé el Heptastadio, en el que no había una sola sombra, atravesé el barrio de villas del faro, subí la escalera y me presenté ante la puerta de la casa de Heracliano. Golpeé el delfín de bronce contra el batiente con muy poca suavidad y le enseñé los dientes a la placa de «Cave canem.» El criado que entreabrió la puerta me comunicó sucintamente que su señor estaba de viaje en esos momentos.

—Sí, pero…

La puerta se cerró.

Mi cólera, al no encontrar blanco, me hizo emprender sin pausa el camino de vuelta bajo el sol abrasador. Subí jadeando los escalones de la tienda de Manetón y abrí la puerta de mi habitación de una patada.

Marcelina me miró espantada. ¡Marcelina! Me había olvidado por completo de nuestra cita. Que no me reprochara nada, ¡lo último que necesitaba eran reproches! Todavía no había agotado mi cólera de ese día y, sin prestar mucha atención a sus reparos, me despojé de la túnica empapada en sudor, eludí con decisión sus consabidos titubeos y la poseí con energía, sin las acostumbradas ternuras. Después me sentí mucho mejor.

Incluso me quedé lo bastante relajado como para sentir algo parecido a remordimientos de conciencia. De modo que, para enmendar mi desenfreno, estreché a Marcelina entre mis brazos. Hasta estaba dispuesto a escuchar algunas reprimendas. Sin embargo, sólo con su primera frase consiguió ya enfurecerme.

—¿Pecados? —exclamé—. ¿Qué quiere decir eso de «pecados»? ¿Qué clase de bobada es ésa? ¿Quién ha dicho aquí nada de pecados?

Entonces me lo explicó. Así, de pronto, después de todo ese tiempo me enteré de que mi pequeña Marcelina era cristiana. Se me erizaron los cabellos. ¡Adepta de una secta! Nada de lo que escuché logró que mi humor mejorase. Que había estado luchando consigo todo ese tiempo, que se avergonzaba de sí misma, que me quería pero que no podía seguir viviendo así. Evité preguntarle cómo, si no, se imaginaba ella la vida. En lugar de eso, emprendí la ofensiva.

—Entonces, ¿por qué nunca me habías dicho nada de todo esto? —pregunté, con un tono de inmenso reproche.

Ella se deshizo en lágrimas sin dejar de mirarme fijamente. Me preguntó, perpleja, si nunca, si jamás la había escuchado con atención. Se hizo un silencio embarazoso.

A pesar de lo poco que me interesaba, tuve que escuchar entonces, justo entonces, todo aquello de lo que Marcelina me había estado hablando sin parar. De su pequeña comunidad, que era algo especial, del predicador Anfibio y sus ideas sobre la igualdad de todas las personas, también de los esclavos. Ese hombre parecía estar tan loco como aquel Isidoro, lo cual lo hacía poco simpático a mis ojos. No pude evitar sonreír. A Marcelina empezó a temblarle el labio. No obstante, entonces volvió a mirarme esperanzada y me agarró del brazo.

—Tú has podido verlos por dentro, Claudio —dijo, suplicante—. Has contemplado sus cráneos y sus corazones. Le puedes decir a la gente que no hay nada que nos haga diferentes. Tú y yo, Claudio, podríamos…

Contemplé a la muchacha llorosa que, con todas sus limitaciones, había pronunciado las palabras «tú y yo» de una forma tan permanente y sin escrúpulos. Era cristiana, ¡sólo eso ya me había conmocionado! ¡Pero además quería liberar a los esclavos! Esa muchacha necesitaba un médico como fuera, sólo que no iba a ser yo. La aparté de mí con un movimiento rotundo.

—¿Toda esa basura no habrá salido de tu hermosa cabecita? —pregunté con displicencia.

—Pero, Claudio…

—Mi niña —le dije—, también he abierto una buena cantidad de cerdos, y lo que he visto en su interior no era muy diferente de lo que contenían las personas.

No la miré mientras me vestía. Puede que me ruborizara un poco en el pesado silencio, interrumpido tan sólo por el leve susurro de mi ropa. No sentía más que una ira justificada. El mundo me había tratado mal por segunda vez en un mismo día y yo tenía, a mi modo de ver, todo el derecho a enfadarme. Unos golpes en la puerta me ahorraron la reflexión sobre la lógica de esa argumentación.

—¿Claudio Galeno?

Tardé un momento en reconocer al mayordomo de Heracliano en el hombre que acababa de entrar. Me llevé una buena sorpresa. Cuando, además, acto seguido me comunicó que su señor me rogaba que atendiera a un enfermo en su casa, que me lo rogaba con apremio. Alcancé el maletín del instrumental y salí tras él, espoleado por la curiosidad. Creo que no me despedí de Marcelina, que se había tapado con la manta hasta la barbilla sin dejar de llorar.

Mientras recorría a grandes pasos el Heptastadio por tercera vez en un mismo día, entre el olor a algas y la brisa marina, puse en orden mis pensamientos con rapidez. La brisa del mar me sentó bien, el cielo crepuscular se iba tiñendo lentamente sobre el horizonte violáceo hasta que adoptó un tono amarillento como de melocotón, como si la joven llama del fanal de Faros lo hubiese encendido.

Deduje entonces que Heracliano no había partido de viaje. ¡Seguro que estaba en casa y había mandado decir que no me dejaran pasar! Bueno, enseguida hablaríamos de eso, de eso y de la extraña desaparición de los manuscritos de la biblioteca. ¡En cuanto estuviera lo bastante recuperado! Pues ¿quién, si no él mismo, podría ser el misterioso enfermo al que me pedía que atendiera? Al menos había demostrado ser lo bastante sensato como para llamar al médico más capaz de la ciudad.

Poco después me encontraba en una sala contigua a la cocina, perplejo, ante el lecho de un esclavo vetusto que daba vueltas febriles e intranquilas en su sucio jergón. Hasta un mal médico se habría dado cuenta a primera vista de que no tenía muchas posibilidades. Aparté la manta y le realicé un examen minucioso. La piel arrugada y enrojecida que se quedaba adherida si se la pellizcaba; el pulso seco, acelerado, irregular; los ojos turbios y de color amarillento; un aliento hediondo; un sonido rechinante en el pecho y un vientre muy endurecido. Miré bajo la cama en busca del bacín. Los orines del enfermo tenían un color y un olor preocupantes.

—El hombre morirá esta noche —anuncié—. Dile a tu señor que una cura médica sería inútil y que posiblemente excedería con mucho el valor del viejo. Mejor será que se lo diga yo mismo. ¿Dónde está Heracliano?

Me puse en pie y me lavé las manos con un paño que me habían traído. Con todo, mi interlocutor desoyó mi propuesta.

—Mi señor desea que le apliques el mejor tratamiento imaginable —se limitó a repetir—. Dale a los criados todas las instrucciones que consideres oportunas.

Dicho esto, salió de la habitación y me dejó solo. Volví a sentarme con desconcierto y miré al anciano que yacía emitiendo pitidos al inspirar el aire con dificultad. Tenía los ojos tan hundidos en las cuencas como un difunto. Le acaricié el brazo de forma mecánica. ¿Quién era ese hombre por el que Heracliano se tomaba tantas molestias?

Ya era bien entrada noche y yo enderezaba la espalda dolorida sin haberme acercado un paso más a la respuesta. Le había administrado a mi paciente un remedio febrífugo y le había aplicado una lavativa para disipar la obstrucción intestinal y posibilitar, además, la expulsión regular de todos los humores perjudiciales. Después había ordenado que preparasen vino con mucha agua y miel, y se lo había hecho tomar al enfermo a pequeños intervalos. Dispuse, asimismo, que lo recubrieran con paños húmedos. Más no se podía hacer. Entonces esperé a ver cómo se desarrollaba la crisis y cómo el anciano sucumbía poco a poco a ella. Era muy probable que muriera de madrugada, o eso pensaba yo mientras contemplaba su faz vieja y sin dientes, desfigurada por el dolor. Recordé entonces la conversación mantenida en casa de Ceremón: ¿Dónde residía en ese caso el valor de esa vida?

Estuve horas cambiándole los paños, llevando el bacín pestilente a la puerta y estirando con dolor los brazos cansados. En la casa todo había quedado en silencio. Una mirada por la puerta me desveló que también el servicio debía de estar durmiendo. El pasillo, iluminado por un par de solitarias lámparas de pie, me resultó familiar. Ya lo había recorrido varias veces con Heracliano, inmersos en conversaciones de anatomía sobremanera estimulantes. El peristilo debía de quedar allí delante; la entrada, al volver la esquina; y las salas de la biblioteca, a su izquierda. Faunos y silenos me sonreían con burla en la luz titilante desde el follaje de los murales de las paredes. ¿Me atrevería?

Poco después, con el corazón palpitante y casi sin poder respirar, me encontraba en la biblioteca de la casa de Heracliano, llevando en las manos temblorosas la pequeña lámpara de aceite de la mesilla del enfermo. Recorrí con mi paupérrima luz las estanterías que cubrían las paredes y se alzaban hasta muy por encima de mí, en la oscuridad que quedaba sin iluminar. Pilas de receptáculos contenían los papiros en sus fundas, los mangos mugrientos y desgastados de los rollos se alzaban ante mí en sus compartimentos. Finalmente encontré lo que estaba buscando desplegado sobre el escritorio del centro de la sala: los apuntes de Numisiano. No era difícil reconocerlos por las esmeradas y claras ilustraciones de las disecciones, de colores maravillosos.

Dejé la lámpara. Pasé el dedo con cariño sobre las coloridas tablas: los músculos rojos con su nacimiento reproducido minuciosamente, los salientes óseos y los tendones, las capas de carne entrecruzadas, obras de arte que a mí me parecían más bellas y preciosas que cualquiera de las de Fidias o Praxíteles. Después recorrí con la vista los renglones de texto. Me detenía, pasaba hojas, seguía adelante. Con creciente impaciencia iba entresacando apunte tras apunte del montón, los desenrollaba, los desechaba con dedos emocionados y temblorosos, alcanzaba el siguiente. ¡Aquello no podía ser! ¡De ninguna manera! Jadeé sin dar crédito a lo que veía. Al final acabé con una montaña de papiros ante mí y el descubrimiento de que el gran Numisiano había redactado todas sus obras en una estenografía que me era desconocida. ¡No era capaz de descifrar un solo renglón!

—Una locura, ¿verdad? —resonó la voz de Heracliano tras de mí. Me sobresalté y me volví—. La inventó él mismo. —Heracliano se puso a mi lado, sin mencionar nada sobre el hecho de que me encontrara en ese lugar, y señaló los extraños símbolos. Su rostro dejaba entrever cierta exasperación—. Cuánta desconfianza, —masculló, mientras también él pasaba el dedo por los renglones.

—Pero seguro que a ti… —murmuré, abatido, e hice un gesto hacia los metros y más metros de escritos que se amontonaban ante nosotros.

Heracliano soltó una risa amarga.

—¿A mí? ¿A su hijo de gran talento? ¿El que incluso podría llegar a hacerle sombra? Qué poco conocías a mi padre.

Mascullé una respuesta ininteligible, lo cierto era que nunca había conocido a Numisiano. Aun así, seguía sin poder apartar la mirada de la montaña de manuscritos, de esas líneas negras como filas de hormigas colocadas unas sobre otras. Poco a poco me fui haciendo a la idea de la magnitud del problema de Heracliano.

—Sólo confió su secreto a una única persona —prosiguió éste entretanto—, a su viejo escriba.

Me miró.

—Su viejo escriba —repetí en tono apagado.

Heracliano asintió.

—Yace allí, en su cama.

—¡El anciano! —Agarré la lámpara y regresé corriendo, seguido de Heracliano—. ¡El cuenco de las sangrías! —grité aún de camino.

Llegado junto al lecho del moribundo, lo destapé de inmediato y le hice una sangría. Heracliano y yo veíamos cómo el humor negro caía al recipiente de bronce en gotas espesas y titubeantes. Apenas hizo falta una venda. Después pedí vinagre y agua tibia, remplacé los paños que ya se habían calentado y le di un masaje en el vientre.

—Tal vez —reflexioné— se le podrían poner unas ventosas aquí y aquí para conseguir que la sangre fluya por las zonas importantes.

—¡Ventosas! —ordenó Heracliano a los criados.

Preparé una segunda lavativa y froté después con cuidado las sienes del viejo. Mientras sostenía sus sienes de piel apergaminada entre mis manos, su maxilar inferior cayó, fláccido. Demasiado tarde.

—Déjalo —le dije a Heracliano, que estaba frotando con vinagre las nudosas canillas azuladas del escriba—, déjalo, está muerto. Ha muerto —repetí subiendo la voz.

—¡No!

Heracliano arrugó con rabia el pañuelo y lo lanzó contra la puerta. A la esclava que estaba entrando se le cayeron las ventosas, que rodaron tintineando hasta los rincones de la habitación.

—Ha muerto —repetí innecesariamente.

Heracliano contemplaba con ira el cadáver del hombre que se había llevado consigo a la tumba su herencia y su futuro científico. Pensé en los papiros que seguían en la biblioteca, en las maravillosas representaciones y los interminables renglones que contenían una sabiduría que ya no sería accesible a nadie más. Se podían recorrer los símbolos con el dedo, sentir las líneas de tinta sobre las fibras, seguir cada curva. Pero no se podían leer, igual que los jeroglíficos egipcios de las tumbas de Neferure. Sí, esos rollos escritos eran una tumba, la tumba de mis esperanzas. Al pensarlo, las lágrimas me brotaron a los ojos.

Luciano, el gran satírico y filósofo, habría de aconsejarme una vez, más adelante, que falsificara simplemente los escritos de Numisiano y redactara mis comentarios sobre ellos. «Lo halagas un poco aquí, lo criticas un poco allá, condenas en su nombre a todos los contemporáneos y luego aclaras que tus investigaciones han superado las suyas», me explicaría Luciano un día, a la mesa del Emperador. Sé que Lucio Vero imperator se rió. Sí, al corregente de Marco Aurelio le gustaban esas cosas. Poco después sucedió que Luciano engatusó a ese pobre profesor de Atenas con un supuesto fragmento de Heráclito que en realidad había redactado él mismo. Cuando el desdichado ateniense sacó a la luz su hallazgo y el comentario explicativo correspondiente, Luciano lo aplastó ante la mirada de todo el mundo culto. El profesor se quitó la vida. No sé si fui yo, con mi historia, quien le inspiró a Luciano su ataque de impertinencia. Sólo sé que sentí la muerte de aquel esclavo sin nombre en casa de Heracliano como no había lamentado nada en toda la vida.

—Los eruditos de la biblioteca —comentó Heracliano en medio del silencio, con voz ahogada— dicen que no son capaces de descifrar el sistema.

Le dio un puntapié a la pata de la cama. ¿Qué valor tenía una vida, la vida de un esclavo viejo y consumido? Los dioses, al parecer, querían burlarse de mi soberbia. Recogí las cosas y me marché.

Fuera, la luna alumbraba un mar en calma. Las olas cubiertas de espuma que rompían contra el Heptastadio eran oscuras y misteriosas, como si en sus incógnitos senderos submarinos transportaran arremolinados los cuerpos de peces poderosos. El fanal derramaba una silenciosa claridad desde su propio esplendor y en el puerto relucían las luces de incontables faroles. En las casas de comidas del muelle todavía había actividad.

Filicio me hizo señas desde una de las terrazas llenas de alegre vida:

—¡Claudio!

No estaba de humor para fiestas y quería pasar de largo, pero mi compañero se puso en pie de un salto, se abrió camino entre las filas de borrachines y me tiró de la manga arrastrándome entre la muchedumbre.

—Hace horas que te ando buscando —me explicó, exaltadísimo, sin hacer caso de mi resistencia—. Éste es Cronio. —Me lo presentó en cuanto llegamos a su mesa—. Es el capitán del Alción, que ha llegado hoy de Elaia, y tiene una carta para ti.

Cronio, un frigio de cara enrojecida y barba descuidada, fue corroborando las frases alegres de Filicio y me tendió el escrito sellado. Limpié con la manga una mancha de vino de la mesa, rompí la cera y leí la carta.

—He invitado a Cronio a un par de jarras de ese cretense bueno a tu costa —siguió comentando Filicio—, espero que te parezca bien.

—No pasa nada —murmuré, distraído. La carta era breve. En ella me comunicaban que mi padre había fallecido—. ¿Cuándo dices que regresa tu barco? —le pregunté a Cronio.

Le pasé el escrito a Filicio sin decir más y bebí un poco de su vino mientras él lo leía.

—Mañana —respondió el capitán—, con un cargamento de artículos de vidrio de Alejandría.

—Claudio… —dijo Filicio, afectado, pero le puse la mano sobre el brazo para tranquilizarlo.

—Pues esperemos que sea una travesía tranquila —dije, volviéndome de nuevo hacia el viejo marino.

—¡Que Poseidón nos dé buenos vientos!

Alzó su vaso y brindó en dirección a la estatua del dios que había sobre la torre del faro.

—¡Que Poseidón nos dé buenos vientos!

Y bebimos a su salud.

El Alción no se hacía a la mar hasta bien entrada la tarde del día siguiente. Mis fardos ya estaban abajo, en la tienda, y esperaban preparados y bien atados a que los recogiera uno de los marineros. El aspecto de la habitación desocupada y vacía estaba acorde con mi estado de ánimo. Les había comunicado brevemente a los caseros el porqué de mi marcha, motivada por la muerte nada espectacular de un hombre anciano al que ya le había llegado la hora, mi padre. No compartíamos profundos recuerdos de infancia —ésos eran para Alcestes—, como tampoco nos unían más experiencias comunes que algunas horas de clase de geometría. Mi padre había vivido para su profesión y yo, desde hacía unos años, para la mía. Había sido una relación sin sentimentalismo, ni siquiera sabía de dónde procedía esa ligera sensación de vacío en mi interior, ni qué debía hacer con ella. Se me ocurrió que me habría gustado hablarlo con Neferure. Sin embargo, si iba a verla tendríamos que despedirnos, y en mi domicilio ya se me ofrecían suficientes escenas de adioses.

La madre de Manetón, con lágrimas en los ojos, colocó entre mis cosas una botella de su licor de limón y me hizo jurarle que sólo la abriría en circunstancias especiales. Mis pacientes del barrio no dejaron de pasar por casa, ataviados con sus mejores galas y con las manos llenas de regalos de despedida. Comprobé con asombro que, inesperadamente, me conmovía verlos. Recibía sus pequeñas ofrendas con gratitud, me inclinaba, les daba palmadas en el hombro y sentía que añoraría de veras Egipto y a esas personas. Manetón trajo a rastras una segunda caja para poder empaquetarlo todo con seguridad: las cazuelas de barro con judías maceradas, las bolsitas de rafia decoradas y llenas de dátiles desecados, los pañuelitos de lino, las pequeñas figurillas de deidades de colores, recuerdos tontos que había comprado en el puerto, reproducciones baratas de antiguas ofrendas funerarias faraónicas a las que no había dirigido ni una sola mirada en las tiendas, pero que entonces acepté con cariño y guardé con esmero. Mi casa de Pérgamo alberga hasta el día de hoy cada uno de los objetos. El más asombroso —y además un regalo generoso de verdad— fue la momia de una cría de gato, todavía envuelta en las viejas vendas, coronada con flores secas y engalanada con unos pendientes.

—Bastet —anunció la madre de Manetón, devota, con su voz ronca.

Di vueltas entre los dedos al pequeño y frágil cadáver. Me recordó que el último de mis problemas egipcios todavía estaba por resolver. Había empaquetado las cosas todo lo despacio que había podido para tomar una decisión. Hacía tanto que no había vuelto a hablar con ella que parecía innecesario decidir nada. Ya estaba preparado, de nada servía esperar más. Fuera como fuese tenía que ir a casa de Ceremón y ver a Neferure.

En la parte occidental de Rhakotis, donde vivía el embalsamador con su familia, cerca de la puerta de la ciudad, se celebraba una fiesta popular. Mientras me abría camino entre la jubilosa multitud intenté en vano recordar qué deidad local se festejaba ese día. Flautistas, malabaristas y encantadores de serpientes llamaban la atención en las esquinas, los puestos de dulces estaban abarrotados de niños que aferraban en sus puños pegajosos las monedas de cobre que les habían dado para el día de fiesta. Tardé mucho en llegar a casa de Ceremón, a cuya puerta llamé vacilante, pues no estaba seguro de cómo me recibirían. Sin embargo, entre todo aquel barullo sólo logré enterarme de que la familia acababa de salir. Pregunté adonde habían ido en concreto. La esclava hizo un vago ademán hacia el bullicio de más allá: a alguna parte. Me fui de allí desconcertado. Las posibilidades de encontrar a Neferure o a algún miembro de su familia en aquel caos eran sumamente remotas. Sin demasiadas esperanzas dejé que el gentío me empujara y me llevara. Aunque traté de mantenerme frente a los puestos de vendedores de bebidas, me arrastraron a un círculo que bailaba al son de unos tambores y me hicieron participar en una danza en corro. Además, si encontraba a Neferure, ¿qué iba a decirle? «¿Que seas feliz?» o, ¿que se viniera conmigo? El corazón me latía con fuerza al pensarlo. Aceleré el paso, agucé la vista. Escrutaba los rostros que me rodeaban, agarraba hombros, tiraba y empujaba. Podía preguntárselo, era factible y, aunque tenía el miedo metido en el estómago como si fuera un dragón que batiera las alas, seguía siendo una posibilidad, una posibilidad deliciosa, estimulante.

Entonces vi a Kiya de pie junto a un grupo de gente que bailaba. Dijo que se alegraba de verme y se volvió deprisa otra vez hacia el espectáculo. Acogió la noticia de mi repentina marcha con palabras pesarosas y un irritante alivio. Se tomó con tal naturalidad que fuese a desaparecer de la vida de todos ellos a partir del día siguiente, que me quedó clarísimo que la familia no esperaba ninguna petición. Y eso me espoleó más aún. Entonces la vi.

—¡Neferure! ¡Neferure! —grité en medio de la plaza, haciendo gestos desesperados, pero la música cubrió mis palabras.

Desde lejos contemplé impotente a mi diosa idolatrada. Estaba con un grupo de chicas más jóvenes que se apretaba a su alrededor entre risas y bromas. Fingían que no querían de ninguna manera que las sacaran a bailar los muchachos que se pavoneaban en torno a ellas. Bobas ocurrencias volaban de un lado a otro, pequeñas provocaciones que se atrevían a lanzar. Un tipo le arrebató a una muchacha la flor que llevaba en la oreja, ella le dio un cachete y huyó sin aliento de su perseguidor, riendo, hacia los brazos de sus amigas. ¿Ésa no podía ser mi Neferure? ¿Mi ángel sereno, mi belleza incomparable, la filósofa del más allá, la única con la que habría querido hablar de la muerte de mi padre? Me quedé atónito. Se reía tontamente con aquellas obscenidades, sin sonrojarse. Se llevó la mano a la boca como una boba simplona y llegó a esconderse tras el hombro de su amiga mientras un muchacho se le acercaba para sacarla a bailar. Y entonces… entonces ella va y le ofrece la mano derecha y se pone a dar brincos con él, el rostro enrojecido a causa de la risa.

No podía creerlo. Ésa no podía ser la muchacha que yo conocía, de ninguna manera. Me enfurecí con ella, me había estado engañando todo el tiempo, me había embaucado a conciencia y me había hecho creer que era una imagen inalcanzable y divina. ¡A mí, que incluso había estado dispuesto a llevármela en mis brazos, en contra de sus orígenes y del deseo de su familia, en contra del tiempo y las circunstancias, en contra incluso del destino! —que me sea perdonado mi patetismo juvenil—. Seguí con la mirada a Neferure, que tras algunas pamemas dejó que su compañero de baile le pusiera dulce de miel en la boca y luego siguió dando vueltas con él de aquí para allá. Neferure, que se reía echando atrás la cabeza cuando sus amigas le gritaban algún atrevimiento. Con acritud me pregunté cómo podía haberla juzgado tan mal. ¡Pero si yo con ella hablaba todo el rato de… de…! ¡Y no la había besado ni una sola vez, qué idiota!

—¿No hacen una hermosa pareja? —comentó entonces Kiya.

—¿Quiénes?

Estaba de veras sorprendido y miré en derredor para ver a quiénes podía referirse.

—Pues Neferure y Jons.

Kiya volvió a señalar a su hija, que seguía bailando.

Era cierto, ése era Jons, el carpintero de sarcófagos, que no hacía más que dar vueltas con ella.

—Será una boda maravillosa. —Al ver mi expresión se sobresaltó—. No es que estén exactamente prometidos —prosiguió, y me lanzó una cautelosa mirada de reojo—, pero se conocen desde que eran niños y, claro está, todos esperamos… —Se quedó callada.

No, comprobé con asombro que nunca me había llegado a preguntar por qué el carpintero de sarcófagos Jons siempre se sentaba a la mesa de Ceremón, ni por qué siempre lo había imaginado unido a su familia. Neferure se detuvo de repente y, sin aliento, inclinada hacia delante y con los brazos en jarras, dio a entender que tenía punzadas en el costado, pero no dejó de dar vueltas con su… ¿su prometido? La risa de Neferure se me metía en los oídos por encima del barullo general. «Y a mí me ha mantenido a raya —pensé con odio—. Esa pequeña canalla.» Seguramente tendría que haberla tumbado de espaldas aquel día en la necrópolis. Aun así, podía renunciar sin problemas a una mujerzuela bizca.

No había quien aguantara aquel alboroto. La música egipcia era igual de penetrante e insoportable que el sol del país. Era una suerte haberme contenido durante tanto tiempo, una suerte marchar ileso de allí. Me tragué una buena ración de disgusto y luego me abrí camino sin contemplaciones entre la multitud. El puerto salvador apareció ante mí a tiempo para saltar al Alción desde el último tablón oscilante. Entonces se hincharon las velas y dejé atrás el muelle, la isla de Faros, su fanal y Egipto. El azote del viento marino fue el único culpable de que se me enrojecieran los ojos.