Prólogo

Federico Trillo-Figueroa[a]

España, España, España,

Dos mil años de historia no acabaron de hacerte…

Eugenio de Nora, Canto

Esta reedición de la España invertebrada de don José Ortega y Gasset se publica al tiempo de encarar un nuevo siglo, cuando se cumplirán ochenta años desde la redacción de los artículos de los que saldría este libro, y cuando en España se han cumplido ya veinte años desde que nos dimos una Constitución democrática, que supuso, en gran medida, un esfuerzo colectivo por superar muchos de los particularismos que Ortega señalara en esta obra como causas de nuestra desvertebración nacional. Esta perspectiva histórica nos permite hacer una valoración de la vertebración o desvertebración de España hoy, preguntándonos si fue el de Ortega un diagnóstico acertado, si sigue siendo útil, qué se ha logrado y qué falta por hacer.

En sus ediciones anteriores en la colección Austral, este libro se presentaba como una aplicación del método de la razón histórica, un estudio del proceso general de integración y descomposición de las naciones, una teoría de la sociedad, como una ecuación de minoría ejemplar y masa dócil a esa ejemplaridad, así como la explicación de fenómenos característicos de la Historia de España, como los pronunciamientos, los regionalismos y los separatismos, y la acción directa de determinados grupos sociales, en suma, los particularismos que disociaron nuestras clases y regiones.

Todo ello se contiene en verdad en este libro, y lo convierte en un clásico del pensamiento español. Pero quizá su mayor atractivo resida hoy en el original y certero análisis del problema capital de España, derivado de los particularismos políticos y sociales, en especial de aquel que afecta a la unidad final de España: los llamados nacionalismos particularistas.

Ensayo de ensayos

Para valorar la originalidad del planteamiento y la certera visión del diagnóstico, hay que situar la obra en su contexto. Cuando se edita como volumen por primera vez en 1922 los que habían sido artículos publicados en el diario El Sol desde 1920, el ensayo así logrado lo considera Ortega un mero esbozo, un ensayo de ensayo. Venía a sumarse a toda la portentosa cascada de escritos sobre el ser de España, que arranca del desastre del 98 y que trata de encontrar explicación a la crisis nacional que eclosiona ese año con la pérdida de las últimas posesiones ultramarinas. España como problema es motivo de reflexión permanente, tanto para la generación literaria que se singulariza con aquella fecha, como para el regeneracionismo político que une los dos siglos (Mallada, Picaves, etc.), así como para la propia generación del 14, de la que Ortega sería la figura capital. No ha habido ningún otro momento en nuestra historia de más intensa y profunda preocupación y ocupación intelectual sobre nuestro ser colectivo que los primeros veinticinco años del siglo que ahora agoniza.

Al tiempo, el sistema político de la restauración canovista había entrado paralelamente en una crisis progresiva que llegaría al colapso apenas un año más tarde de la publicación de esta obra, el 13 de septiembre de 1923, con la suspensión de la Constitución de 1876 por el general Primo de Rivera. A la pérdida de las últimas colonias sucedió la crisis de los partidos turnantes, incapaces, tanto de alcanzar liderazgos que sucedieran a los de Cánovas y Sagasta, manteniendo la unidad de los partidos, cuanto de abordar una auténtica regeneración del sistema que aquellos habían forjado en torno a la monarquía de Sagunto. Los movimientos obreros arraigaban al margen del sistema: los de carácter libertario en el medio rural, mientras que el sindicalismo socialista lo hacía en los núcleos urbanos e industriales. La cuestión de Marruecos, pobre remedo de nuestro perdido carácter de potencia colonial, será la desencadenante de nuevas tensiones militares, que encontrarán respuesta en la movilización callejera y en una oposición asamblearia de carácter extraparlamentario.

Los nacionalismos vasco y catalán habían ya cimentado su doctrina y su acción política partidaria: la doctrina fundamental de Sabino Arana se enunció en los últimos años del siglo pasado, La Nacionalidad Catalana, de Prat de la Riva, se publica en 1906 y la Historia de los movimientos nacionalistas, de Rovira y Virgili, en 1912, por citar sólo las que me parecen más significativas.

Es en este marco dónde no sólo se sitúa sino que destaca el análisis de Ortega. Porque nuestro autor no plantea una crisis de la personalidad o del espíritu nacional, como hiciera Ganivet, ni solamente un problema derivado de los vicios del sistema político y social de la Restauración, como denunciara Costa en Oligarquía y caciquismo, ni señala siquiera como una de las causas de la crisis la forma de Estado, monarquía o República, como hará Azaña. Tampoco es exclusivamente un problema derivado de nuestra falta de ubicación en el moderno entorno europeo, como muchos coincidieron en señalar. Es todo eso y algo más; es la crisis histórica del proyecto que forjó la nación española, es la desarticulación del proyecto sugestivo de vida en común, en la brillante definición de la nación por Ortega. Su explicación consigue engarzar adecuadamente la crisis interna y la falta de proyección exterior. Se trata de una visión integradora de distintos aspectos que tiene, sin embargo, una calidad orgánica, y que pretende abarcar el fenómeno de una manera completa: desde sus raíces históricas a su desarrollo presente y previsible.

El pensamiento político de nuestro filósofo había ido alumbrando lenta y progresivamente las raíces del problema, y las ideas que en esta obra esboza habían ido gestándose en su pensamiento desde tiempo atrás, como el propio autor reconoce en el Prólogo a la Segunda Edición. Ya en 1910, había señalado que el problema de España era político, pero que su alcance era mayor, porque nada menos que era la propia España el problema primero de cualquier política. En 1914 concluía su célebre ensayo Vieja y nueva política reclamando una España vertebrada y en pie. Más adelante, en 1917, afianza la idea y consolida la terminología al señalar que la España del siglo XX es una España invertebrada, y en ese mismo año señala ya el protagonismo histórico castellano en el auge y decadencia del proyecto español, al decir que España fue una espada cuyo puño estaba en Castilla y la punta en todas partes; en fin, también entonces contrasta la España mundial, frente a la España aldeana y retraída.

La dimensión interna y externa del problema, histórica y actual, tenía tal alcance colectivo, que no bastaba para remediarlo cualquier política porque, como ya había puesto de manifiesto en 1918, La verdadera cuestión española era que el Estado carecía de autoridad positiva para hacer frente a las fuerzas de la disgregación. Las causas profundas de esta disgregación, el mapa completo de esa desarticulación del proyecto nacional y el horizonte aún lejano de su reconstrucción es lo que alumbra, por fin, en España invertebrada. Por eso, el ensayo que ahora se reedita, más que un esbozo es una síntesis de ideas fuerza, un ensayo de ensayos.

Obra germinal

Ese carácter de epítome explica que todo lo relativo al análisis del problema de España —que constituye la Primera Parte y principal de este libro— no tuviera el anunciado desarrollo posterior; sencillamente, porque el esbozo era el producto final. Las ideas de España invertebrada son conclusiones, no premisas. De ahí también su fuerza germinal. Así, hay descubrimientos geniales: por ejemplo, nada menos que el término integral, que calificaría 4 luego la organización territorial de la Segunda República, aparece por primera vez en esta obra de Ortega. Es, también, semillero de ideas y conceptos que tendrán desarrollo posterior, bien por el propio Ortega —como la Segunda Parte de este libro, que desarrollará en La rebelión de las masas— bien por terceros. Tal ocurre con el apunte en el que recuerda cómo la unión política de las coronas de Aragón y Castilla hizo posible la primera unidad nacional, y que así se apreció por los pensadores políticos modernos como Maquiavelo y Guicciardini, observación que luego desarrollaría ampliamente en su estudio sobre La monarquía hispánica Díez del Corral. No menos fecundo resulta el análisis de los pronunciamientos militares como una manifestación del particularismo, que en este caso Ortega atribuye a la carencia de misión exterior de los ejércitos, que genera su progresivo aislamiento de la sociedad, tesis básica para la escuela de pensamiento militar que encabezó en los años setenta Díez-Alegría, y que ha sido decisiva para la definitiva integración de los ejércitos en el estado y la sociedad democráticos.

De manera principal, el hilo conductor es la idea de nación como proyecto, como programa para mañana que consigue incorporar, aunar e integrar a las partes en un todo superior sin anular el carácter de unidades vitales propias que antes tenían, conceptos que Ortega toma confesadamente del romanista Mommsen (aunque también refleja ideas de Renán y Otto Bauer). Para Ortega, el proyecto nacional español es castellano. España es una cosa hecha por Castilla, y su afán de grandes empresas requirió la unión con Aragón, y la unificación de sus políticas internacionales. Desde los Reyes Católicos hasta la segunda década del reinado de Felipe II el proyecto va creciendo por sucesivas incorporaciones. La colonización americana es lo único verdaderamente grande que ha hecho España. Sin embargo, desde 1580 la historia de España es decadente y dispersiva, el proceso de desintegración avanza en riguroso orden desde la periferia al centro, de forma que el desprendimiento de las últimas posesiones ultramarinas parece ser la señal para el comienzo de la dispersión intrapeninsular, y, a partir de 1900, se empieza a oír el rumor de regionalismos, nacionalismos, separatismos…

Frente al proceso de incorporación, la esencia del particularismo desintegrador consiste en que cada grupo deje de sentirse a sí mismo como parte, y de compartir los sentimientos de los demás. Este proceso de desintegración particularista no es, sin embargo, solamente imputable a algunas de las partes que desintegran el todo, porque también el núcleo inicial, Castilla, ha deshecho España, al ser la primera en mostrarse particularista desde el poder central. Castilla se vuelve suspicaz, angosta, sórdida, no se ocupa en potenciar la vida de las otras regiones —Cataluña, Vasconia, Galicia—; celosa de ellas, las abandona a sí mismas y empiezan a no enterarse de lo que pasa en ellas.

Sin embargo, el particularismo no es solamente una característica de la desarticulación territorial, sino que afecta como mal general a todos los sectores de la sociedad española —empezando por la Monarquía y siguiendo por la Iglesia, ningún poder nacional ha pensado más que en sí mismo— porque el particularismo es el denominador común, la manifestación de la perversión más profunda del alma de nuestro pueblo: el odio a los mejores, que ha llevado a la carencia de minorías directoras y al imperio de las masas, que explica, también, el desprecio hacia los políticos, más que como gobernantes, como parlamentarios. En este punto Ortega también va más allá del regeneracionismo para revelar cómo también el mismo particularismo está en lo más profundo del tópico antiparlamentario: porque el Parlamento supone tener que contar con los demás, y eso no satisface a cada clase, a cada grupo en particular, que prefiere imponer su voluntad por medio de la acción directa.

Estas ideas tendrán también desarrollo posterior por el propio Ortega. En La rebelión de las masas, profundizará su estudio de las relaciones entre minorías rectoras y masa obediente —que había bosquejado en la Segunda Parte de nuestra obra— y la extenderá al ámbito europeo, haciendo un llamamiento a la unidad de Europa, como verdadera y definitiva solución de futuro de la profunda crisis que padece el continente; idea y objetivo que incorpora luego expresamente al Prólogo a la Cuarta Edición de la España invertebrada en 1934, como queriendo completar con un horizonte de futuro el cuadro crítico de nuestro proyecto nacional.

La vertebración de un proyecto

Porque si es verdad que Ortega realiza en este libro un certero diagnóstico, no lo es menos que el proyecto de futuro sólo se adivina al trasluz de las patologías denunciadas en esta obra, y hay que completarlo con otras obras políticas posteriores del propio Ortega, en las que revela los perfiles de la nueva vertebración política territorial de España, cuyo núcleo germinal estaba, en negativo, en la España invertebrada.

En 1931 recoge en el volumen titulado La redención de las provincias sus artículos políticos correspondientes a los años finales de la Dictadura. En ellos ya había ido avanzando un proyecto en positivo para la reorganización de España. Diseña entonces una nueva Constitución que suponga un gran proyecto nacional, capaz de movilizar a los españoles —que califica nuevamente de propósito integral— pero partiendo de los viejos defectos, para aprovecharlos.

Estos defectos son, de nuevo, manifestaciones del particularismo, el madrileñismo y su complementario, el provincialismo. Aquél como expresión de un centralismo que confundía la nación con su centro y se había olvidado de las provincias, auténtica realidad nacional, generando así el peor localismo, el provincianismo.

Se trata, entonces, de organizar políticamente la vida local: créese una anatomía pública que agarre a ese hombre por sus efectivas preocupaciones —el estado de tal industria comarcana, el problema de las comunicaciones, los conflictos económicos de los ayuntamientos, etc.— que le obligue a complicarse con otros hombres con afanes un poco más amplios, a luchar y apasionarse, a alistarse en grupos militantes, a acometer empresas, a exigir y a ser responsable.

Esa nueva unidad política no es ni el municipio ni la provincia, sino la gran comarca o región. Organicemos España en diez grandes comarcas: Galicia, Asturias, Castilla la Vieja, País Vasconavarro, Aragón, Cataluña, Levante, Andalucía, Extremadura y Castilla la Nueva. Que cada comarca, cada región, se gobierne a sí misma, que sea autónoma en todo lo que afecta a su vida particular, más aún, en todo lo que no sea estrictamente nacional; que estarán regidas por una Asamblea comarcal de carácter legislativo y fiscal y por un gobierno de la región emanado de aquella con número bastante de diputados, de forma que sean de su competencia temas de lucha y organización política los asuntos mismos que habitan de sólito en la preocupación del español medio. Se trata, en suma, de dinamizar las partes para recuperar el todo.

En la Segunda República, el propio Ortega tuvo oportunidad de desarrollar en la práctica estos pensamientos en sus discursos parlamentarios, primero en las Cortes Constituyentes al hablar sobre el Proyecto de Constitución[b] y, una vez aprobada esta, al hacerlo sobre el Estatuto de Cataluña. En ellos explaya su proyecto de un sistema integral, para una España nueva constituida en grandes unidades regionales, cada cual con su gobierno local y con su asamblea comarcana elegida por sufragio universal. Se trataba, en efecto, de una fórmula nueva e integral que excluía tanto el solo reconocimiento de la autonomía de unas regiones singulares cuanto la fórmula federal.

Por ello, se opone a una división en dos Españas diferentes, una compuesta por dos o tres regiones ariscas; otra integrada por el resto, más dócil al poder central (…). Pues tan pronto como existan un par de regiones estatutarias, asistiremos en toda España a una pululación de demandas parejas, las cuáles seguirán el tono de las ya concedidas, que es más o menos, querámoslo o no, nacionalista, enfermo de particularismo. El nacionalismo seguía siendo, pues, para Ortega, particularismo desintegrador. Con las autonomías no se trataba de restablecer situaciones del pasado, sino de rectificar y aprovechar el dinamismo de todas las partes en el futuro común: no pido la organización de España en grandes regiones por razones de pretérito, sino por razones de futuro dentro del Estado. Y ello por la cuestión de la soberanía, que para él significa la voluntad última de una colectividad… la voluntad radical y sin reservas de formar una comunidad de destino histórico… y si hay algunos en Cataluña, o hay muchos, que quieran desjuntarse de España, que quieran escindir la soberanía… es mucho más numeroso el bloque de españoles resueltos a continuar reunidos con los catalanes en todas las salas sagradas de esencial decisión… por este camino iríamos derechos y rápidos a una catástrofe nacional.

La Segunda República sería víctima en no pequeña medida de aquellos particularismos que Ortega había señalado en España invertebrada y, tras su trágico final, el proyecto orteguiano reaparece, con más fuerza, en la transición a la democracia tras los largos años de franquismo.

Los nacionalismos: ¿Último particularismo?

Cuando en 1977 España recupera la libertad de decisión de su propio futuro, los dirigentes políticos y sociales sí fueron conscientes de la necesidad de sobreponerse a los viejos particularismos. De hecho, merece subrayarse cómo el pensamiento de Ortega influyó mucho más de lo que suele reconocerse.

Cabría incluso hacer una lectura de la transición a la luz de España invertebrada. Porque, en efecto, los dirigentes políticos y sociales de hace veinte años supieron embridar el endémico particularismo por medio de un formidable ejercicio de tolerancia, buscando lo que unía en lo fundamental y posponiendo lo que separaba. Si Ortega señaló que la Monarquía y la Iglesia históricamente no habían pensado más que en sí mismas, sin impulsar empresas verdaderamente nacionales, hoy habría de reconocerse que tanto la Corona, por su impulso sostenido, cuanto la Iglesia católica, por su mensaje de reconciliación nacional y su renuncia a cualquier privilegio, fueron factores decisivos en aquel empeño colectivo hacia la libertad. Durante la transición se produce la plena identificación de la Monarquía con la nación (desparticularización), que Ortega había reclamado, como reconoció su discípulo el senador real Julián Marías.

Su para Ortega el Parlamento debía ser el órgano de la convivencia nacional cuyo funcionamiento sería demostrativo de trato y acuerdo entre iguales, el trabajo de las Cortes Constituyentes fue la más cabal expresión de la superación del viejo antipalamentarismo particularista. En primer término, por el método de consenso adoptado para la elaboración del texto fundamental; además, por el hecho mismo de que se tratara de un texto íntegramente elaborado en y por el propio Parlamento, en fin, porque la adopción como forma de gobierno del régimen parlamentario, tan denostado en los pocos años de este siglo en los que había estado vigente, supuso una decidida apuesta de futuro por la razón dialogada y dialogante como procedimiento de ordenación y resolución de los conflictos políticos. Importa subrayar, a nuestros efectos, que Ortega y Gasset fue el autor más citado en los debates constituyentes, de manera particular España invertebrada, tanto en el Pleno del Congreso como en el del Senado, y desde todas las posiciones ideológicas, salvo los nacionalistas.

En fin, el virus de los pronunciamientos, que merece tan lúcido análisis en este libro, fue superado como una vacuna en su último brote el 23 de febrero de 1981 por la inmensa mayoría de unas Fuerzas Armadas, bajo el mando del Rey, en síntoma inequívoca con los deseos de paz y libertad de nuestro pueblo. La adhesión de España al tratado de Washington, creador de la OTAN apenas un año más tarde, y la participación de unidades militares españolas en misiones integradas de paz y seguridad internacionales, ha dado a nuestros Ejércitos el horizonte exterior que reclamaba Ortega.

Un horizonte exterior de mayor alcance, inequívocamente europeo desde nuestro ingreso en las Comunidades, que se ha afianzado con la pertenencia a la Unión Económica y Monetaria, como primer proyecto europeo en el que España participa desde el comienzo, y que completa así el proyecto orteguiano.

Con todo, los nacionalismos que tanto preocuparon a Ortega han adquirido en estos años una fuerza tal que parece fueran a desbordar el marco del Estado de las Autonomías —que ha proporcionado el mayor grado de autogobierno jamás antes alcanzado por las nacionalidades y regiones—, hasta el punto de generar no poca inquietud por la unidad final del proyecto colectivo. Por eso, a la hora de cerrar este balance, conviene examinar lo ocurrido con esmerada objetividad.

Hay que recordar que la Constitución española no optó por un modelo definido ni cerrado de articulación territorial del Estado. En este punto no puede decirse que el constituyente siguiera el proyecto orteguiano —a pesar de su importante influencia— por cuanto se daba a los territorios que en el pasado hubiesen plebiscitado afirmativamente proyectos de Estatuto de Autonomía (Disposición Transitoria Segunda), es decir, a Cataluña, País Vasco y Galicia, distinto procedimiento de ascenso y más amplias competencias estatuarias (artículo 149 Constitución Española) que al resto (artículo 148 Constitución Española), posibilidades estas que los proyectos de Estatutos de Sau y de Guernica intentaron llevar a sus máximas consecuencias, asumiendo incluso competencias que en el texto constitucional se atribuían en exclusiva al Estado, por medio de la cláusula sin prejuicio.

Una vez aprobados los Estatutos catalán y vasco, se produjo en las restantes comunidades el efecto emulación —que Ortega ya había predicho— con base en un pretendido agravio comparativo, invocado por los partidos de ámbito nacional.

Tras la intentona frustrada del 23 de febrero de 1981, el Gobierno de Unión de Centro Democrático y el Partido Socialista Obrero Español, oposición ya claramente alternativa, alcanzan los acuerdos del 31 de julio de 1981, a fin de encauzar el proceso autonómico por medio, en primer término, de su generalización y en segundo lugar, a través de la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico (LOAPA), a lo que también se añade un acuerdo sobre financiación plasmado en la Ley sobre Regulación del Fondo de Compensación Interterritorial.

La famosa LOAPA era el intento de cerrar, por vía de interpretación legislativa, el proceso autonómico abierto por la Constitución, con técnicas propias del neofederalismo solidario o cooperativo, con toda la carga de homogeneización autonómica que provocó la inmediata reacción de los nacionalismos catalán y vasco, que impugnaron la ley por inconstitucional, a través de los órganos de gobierno de sus comunidades.

El Tribunal Constitucional tuvo entonces el acierto de reforzar su legitimidad, al dar la razón a los recurrentes a partir de la Constitución Española; la Constitución y el Tribunal aparecieron así como garantes de las autonomías, al tiempo que este último retenía para el futuro la capacidad de dirimir, caso a caso, los conflictos derivados del desarrollo constitucional y estatuario.

Pero esta inteligente y constitucionalmente impecable actitud del Tribunal no consiguió, sin embargo, cambiar la mentalidad gubernamental, que convirtió el proceso de desarrollo estatuario en un goteo de transferencias entendidas casi como concesiones graciables y no como pura y simple aplicación de las Leyes del Estado. Actitud esta que encontró, a su vez, la de reivindicación permanente en los nacionalistas, tanto en sus gobiernos cuanto a través de sus grupos parlamentarios en las Cortes Generales.

Esta dinámica contribuyó a recrear un clima de desentendimiento entre los nacionalistas y el resto de España, agravado en el caso vasco por la continuidad del terrorismo etarra y, en ambos casos, por los excesos verbales de los líderes nacionalistas.

Empeñados en negar, periódicamente, sustantividad a la nación española al tiempo que amagan con el autodeterminismo independentista.

Sin embargo, no puede negarse objetivamente el alto grado de integración en el proyecto colectivo que ha supuesto el apoyo por los partidos nacionalistas a la gobernabilidad del Estado en las dos últimas legislaturas. Su aportación ha sido doble, al apoyar los objetivos europeos comunes —y las políticas económicas y sociales exigibles a tal fin— y, a su vez, al plantear la necesidad de un nuevo marco de financiación para el Estado y las autonomías, que no es sino el desarrollo de las posibilidades constitucionales. No es cierto que se esté pagando a cambio una factura en términos de desequilibrio a favor de esas comunidades, ni menos aún que, por transferir determinadas competencias, como el tráfico rodado a los mozos de escuadra de la Generalitat de Cataluña, se esté cuestionando nada menos que la unidad de España.

Esta última consideración, que revela cuánto más es lo que une que lo que separa en la gestión de los intereses comunes, nos lleva a propugnar, a la hora de concluir, un mayor entendimiento. A nuestro juicio sería, por el contrario, un grave paso atrás intentar modificar el sistema electoral, para limitar por esta vía la capacidad decisoria que han alcanzado los nacionalistas.

Ortega ya aconsejaba a quienes sienten la realidad nacionalista como problema, desde uno u otro lado, que era mejor en todo caso conllevar el problema. Ello exige paciencia en todos. Los Estados compuestos no han terminado de cerrar sus modelos en veinte años. Es verdad que el proceso constituyente no puede permanecer abierto permanentemente, pero no es menos cierto que los Estados Unidos han empleado casi doscientos años en construir su federación a base de conflictos que ha resuelto progresivamente el Tribunal Supremo; tampoco los alemanes lo consiguieron de la noche al día, y nosotros tenemos que hacer nuestro propio camino.

Ese entendimiento pasa, además, por el ejercicio del sentido común, que es exactamente la antítesis del particularismo. Ni el Pacto de Estella, ni el pretendido autodeterminismo con base en una interpretación expansiva de los derechos históricos que la Constitución ampara y respeta (Disposición Adicional Primera), ni las nuevas fronteras del catalanismo pueden invocar el concepto de soberanía, sencillamente porque, con realismo, carece de sentido, no ya constitucional (artículo 2.1 Constitución Española), sino histórico, actual y de futuro.

Históricamente es cierto que Castilla ha sido la columna del Estado central. Y también que el proceso de incorporación se hizo unificando las instituciones autóctonas en torno a las del Estado: las instituciones valencianas y catalanas fueron derogadas por los Decretos de nueva planta de Felipe V, el Estado Ilustrado fue un Estado centralista, y también lo fue el Estado liberal del siglo XIX y comienzos del XX. Pero deducir de ahí, al recuperar ahora las instituciones de autogobierno, la inexistencia de España, y pretender para las nacionalidades resultantes la soberanía, con cierto efecto retroactivo, es un sinsentido histórico. España era ya una realidad geográfica y colectiva, y un ámbito político común, antes de los Reinos de la Edad Media (Sánchez-Albornoz, Américo Castro, Maragall, etc.). Y la soberanía sólo se alcanza por el conjunto plural en torno a la Monarquía Hispánica.

Menos sentido tiene, si cabe, pretender ahora la soberanía por consecuencia de los llamados hechos diferenciales. La lengua y la cultura propias, la foralidad, etc., tienen sentido si son adición, no exclusión, si son ampliación, no reducción. Reivindicar ahora el autodeterminismo implicaría en el interior de esas comunidades una honda fractura social de consecuencias impensables, y sería inviable desde el punto de vista externo.

En fin, porque tampoco parece que la soberanía pueda resolver para el futuro mucho más; por cuanto su núcleo esencial, las competencias que clásicamente forjaron el concepto, ni siquiera son ya exclusivas del Estado en una Europa con moneda común, defensa integrada y políticas de seguridad y justicia que caminan por la misma senda.

Ochenta años después de que Ortega escribiera España invertebrada, la España democrática, autonómica, plural y europea que en este libro alentaba, es ya un proyecto sugestivo de vida en común, capaz de albergar a todos los que comportan estos valores para encarar, vertebrada y en pie un nuevo siglo.

Federico Trillo-Figueroa