Gales, 1673
El aire crepitaba con la energía psíquica. Era una sensación de la que solo podía percatarse un grupo muy concreto de no humanos o de humanos con sentidos muy desarrollados.
Ravyn Kontis era sin lugar a dudas de los no humanos. Había nacido en el mundo de los depredadores nocturnos que dominaban la magia oculta de la tierra, que controlaban sus artes más oscuras, y había muerto como uno de sus guerreros más aguerridos…
A manos de su propio hermano.
En ese momento Ravyn caminaba sobre la tierra como algo distinto. Algo sin alma. Algo feroz y mucho más letal de lo que lo era antes. Carecía de corazón. De caridad y de compasión. No tenía nada en el pecho salvo un dolor tan profundo que poco a poco fue horadando la poca humanidad que le quedaba hasta que la destruyó por completo, dejando tras de sí una bestia tan salvaje que jamás volvería a ser domada.
Echó la cabeza hacia atrás y soltó el rugido furioso de la bestia que moraba en su interior. El hedor de la muerte lo rodeaba de la misma manera que la sangre de sus enemigos empapaba su piel humana. Le chorreaba por el pelo y por los dedos antes de caer al suelo donde se había librado la batalla.
Sin embargo, no bastaba para apaciguar la furia que vivía en su interior.
La venganza es un plato que se sirve frío…
Como un estúpido, había esperado que la venganza calmara un poco el dolor lacerante que lo consumía. No había sido así. En realidad lo había dejado aún más frío que la traición que le había costado la vida.
Dio un respingo al ver el hermoso rostro de Isabeau en su cabeza. A pesar de ser humana, el destino los había emparejado. Pensando que lo amaba, le había confiado el secreto de su mundo.
¿Y qué hizo ella a cambio? Informar de la existencia de su minúsculo clan a los humanos, que habían atacado a las mujeres y a los niños mientras los hombres estaban de patrulla.
No habían dejado a nadie con vida.
A nadie.
Los hombres de su clan se encontraron al regresar con los restos humeantes de su aldea… y con los cuerpos desmembrados de sus mujeres e hijos.
En ese momento se cebaron con él, aunque no podía culparlos. Fue la única ocasión en la que no se había defendido. Al menos hasta que soltó el último estertor.
Cuando este salió de su garganta, lo invadió una furia atroz que anidó en su interior y alimentó la parte más siniestra de su ser, la parte que no era humana, hasta convertirlo en un monstruo. Su alma humana clamó venganza contra aquellos que habían matado a su gente. El angustiado grito del hombre y de la bestia reverberó en el templo sagrado de Artemisa, que se hallaba muy lejos, en el Monte Olimpo… y lo hizo con tal exigencia que la mismísima diosa se presentó ante él. Y fue allí, a la débil luz de la luna menguante, donde selló el trato y le vendió su alma a cambio de poder devolverle el favor a Isabeau y su gente.
Ya estaban muertos. Los había matado a todos con sus propias manos. Muertos. Igual que lo estaba él. Igual que lo estaba su familia.
Todo había acabado…
Soltó una carcajada amarga al pensarlo y apretó los puños ensangrentados. No, no había acabado. Ese solo era el comienzo.