Agotado por el sexo, Nick siguió tendido en el suelo y jadeando al lado de Satara, que no paraba de reír mientras le acariciaba el pecho. Sentía una especie de quemazón por todo el cuerpo y escuchaba un sinfín de voces gritando y reverberando en su cabeza.
¿Qué he hecho?, se preguntó.
Debería haberle dado la espalda a Satara cuando apareció y empezó a hablarle de los vínculos que existían entre los daimons y los dioses. Pero claro, su oferta de vengarse de Ash había sido demasiado buena como para dejarla pasar. Sabía que como Cazador Oscuro nunca tendría la menor oportunidad de matarlo. Pero si vinculaba su vida a la de un dios…
Podría lograrlo.
El poder que le había entregado el daimon fluía por su cuerpo, vibraba y ronroneaba con una increíble belleza. Ya no era humano. Ni tampoco un Cazador Oscuro.
Era…
Frunció el ceño al ver su reflejo en un orbe plateado que descansaba en la balda inferior de la estantería. Se acercó y lo cogió para mirarse los ojos.
La distorsionada imagen que le ofreció el orbe lo dejó sin aliento.
Era imposible.
En ese momento la puerta de la habitación se abrió para dar paso al semidiós daimon que le había permitido compartir sus poderes. Ya no llevaba gafas de sol y lo estaba mirando con unos ojos plateados idénticos a los de Ash.
Con unos ojos idénticos a los que acababa de ver en su cara.
—¿Quién eres? —murmuró.
—El hombre al que quieres matar casi tanto como a Aquerón, pero ahora eres mi esclavo, Nick. Bienvenido a mi infierno.