17

Ravyn se apoyó en la pared con los ojos cerrados. Le dolía la cabeza por el agotamiento y la tensión. ¿Cómo echarle el lazo a un jefe de policía sin salir mal parado?

Y aunque lo atraparan, ¿podrían limpiar la reputación de Susan? La suya le daba igual. Aunque lo destinaran a un lugar perdido del mundo, siempre podría regresar a Seattle décadas después. Pero ella…

La olió en cuanto regresó a la habitación. Mantuvo los ojos cerrados y disfrutó de su aroma. No había nada que lo calmara más. Nada que lo reconfortara más. Apenas hizo ruido mientras atravesaba la habitación para arrodillarse a su lado.

Sintió que le apartaba el pelo de la frente y el roce de su mano lo puso a cien. Y después lo besó. Le devolvió el beso con un gruñido.

Sin embargo, notó que le colocaba la mano en la bragueta y se apresuró a apartarla.

Cuando abrió los ojos, lo estaba mirando con el ceño fruncido.

—¿He hecho algo mal?

—No, cariño. Pero no podemos hacer nada hasta que estés segura de que quieres emparejarte conmigo. Así es como se sella el vínculo. Una minúscula penetración y, lo quieras o no, serás mía. Para siempre.

Susan le mordisqueó los labios.

—¿Tan malo sería eso?

Le recorrió los labios con la lengua.

—No, ni mucho menos. Pero ya te he dicho que quiero que te lo pienses un par de días. Una vez emparejados, no hay vuelta de hoja. Además, se supone que los Cazadores Oscuros no pueden tener pareja.

—Vale. —Se apartó de él—. Bueno, ¿cuál es el plan?

—En eso he estado pensando. A ver, si tenemos razón, como creo que la tenemos, ya sabemos el móvil y el culpable. Eso explica por qué la policía está tan decidida a colgarnos el muerto y por qué se están saliendo con la suya en todo este asunto.

—Y si tienes razón y sus hijos son daimons, eso explicaría por qué quiere eliminar a los Cazadores Oscuros de Seattle: para que no mueran como su esposa.

Asintió con la cabeza justo antes de tener un mal presentimiento. Se apartó de la pared.

—Tenemos que sacar a Erika de aquí.

—¿Cómo?

—Que tenemos que sacar a Erika de aquí. Ahora mismo. No quiero que la utilicen de rehén.

—¿No estarían todos los escuderos en peligro?

Meneó la cabeza.

—Piénsalo bien, Susan. Yo maté a su mujer.

—Quiere tu cabeza por encima de la de los demás.

—Sí, y así es como lo vamos a atrapar.

Stryker entró en su despacho de Kalosis y le echó un vistazo al reloj que marcaba las horas humanas y que tenía sobre la chimenea. Pronto amanecería y Trates aún no había vuelto…

¿Por qué tardaba tanto?

No era propio de su lugarteniente estar tanto tiempo fuera. Con la sensación de que estaba haciendo el tonto al preocuparse, cogió la esfora de su escritorio y acunó con mucho cuidado el pequeño orbe de cristal. La esfora era un instrumento que utilizaban los habitantes de Kalosis para controlar lo que hacían los humanos o cualquier otro ser, ya fuera en la Tierra o allí mismo.

—¿Dónde estás, Trates? —murmuró entre dientes mientras lo buscaba.

No encontró nada.

Frunció el ceño.

—Muéstrame a Trates —le ordenó al orbe mágico.

Lo único que vio fue una neblina roja y dorada.

Cogió la bola con fuerza al tiempo que conjuraba en su mente la imagen del daimon que buscaba.

—Muéstrame lo que le ha pasado.

Relajó los dedos lo justo para ver que la neblina remitía y le mostraba una imagen de Trates y Paul. Al principio parecían estar hablando… hasta que Paul lo apuñaló por la espalda.

Tardó todo un minuto en recuperar la respiración y en asimilar lo que acababa de ver. La incredulidad que lo había paralizado acabó convirtiéndose en rabia y arrojó la esfora contra la pared con un rugido, haciéndola añicos.

Trates estaba muerto.

Un dolor indecible se apoderó de él, y no supo por qué. Trates había estado miles de años a su lado y lo había servido bien, pero era un criado para él. Nada más.

Sin embargo, el dolor le reveló la verdad. Lo apreciaba. Durante todo ese tiempo, Trates había sido un buen amigo, pero había muerto.

Asesinado a manos de un humano.

Si había algo que odiara más que a los Cazadores Oscuros, era a los seres humanos. A los Cazadores al menos podía respetarlos como dignos oponentes.

Pero los humanos…

Eran ganado para sacrificar y comer. Y una de esas vacas se había atrevido a atacarlos. Perfecto, si Paul quería jugar, acababan de cambiar las reglas. La tregua se había roto.

Hirviendo de furia, salió del despacho y fue al salón, donde convocó a sus soldados. En cuestión de segundos la estancia estaba llena de spati.

Clavó la mirada en el lugar donde se agrupaban sus Illuminati, a la izquierda de su trono y los vio plantarse al pie del estrado cuando estuvo sentado en él. Gracias a sus habilidades y a su crueldad, los Illuminati habían destacado por encima de los demás y se habían convertido en los guardaespaldas de la Destructora. Y lo que era más importante, conformaban su cortejo personal. Eran sus valquirias.

—Davyn —le dijo al daimon que estaba en el centro. Davyn había sido amigo íntimo de su hijo, Urian, antes de que lo traicionara y se aliara con Aquerón y sus putos Cazadores Oscuros.

Al igual que Urian, el daimon llevaba la larga melena rubia recogida en la nuca con un cordón negro. El aludido dio un paso al frente al tiempo que se llevaba el puño derecho al hombro izquierdo y le hacía una ligera reverencia.

—¿Milord?

—Eres mi nuevo lugarteniente.

Davyn se enderezó y miró a su alrededor con nerviosismo.

—¿Milord?

—Has oído bien. Todos lo habéis oído bien. Davyn es mi nuevo lugarteniente y lo trataréis con el debido respeto.

Davyn asintió con la cabeza.

—Gracias, milord. Pero… ¿puedo preguntar qué le ha pasado a Trates?

Apretó los dientes cuando las emociones amenazaron con abrumarlo. Eso sí, jamás se mostraría débil ante sus soldados. Confiaban en él para ser fuerte, y siempre sería fuerte a sus ojos.

—Nuestro hermano ha caído a manos de un humano.

Un coro de maldiciones y de exclamaciones horrorizadas reverberó por la estancia. La noticia los había sobrecogido a todos.

—El experimento con los humanos se ha acabado. Si vamos a morir, moriremos como soldados luchando contra el ejército de Artemisa, mano a mano con dignos oponentes. No moriremos apuñalados por la espalda como ganado. En cuanto Aquerón se vaya de Seattle, se abrirá la veda, y empezaremos con Paul Heilig y sus hijos.

—Pero, milord, sus hijos son de los nuestros —protestó Arista, que ocupaba su lugar entre los Illuminati.

—No, ya no lo son. Exijo venganza sobre el humano y sus engendros. Quiero su cabeza y las vidas de sus hijos.

Se golpeó el pecho con el puño derecho antes de levantarlo en honor a Trates, que había muerto obedeciendo sus órdenes.

Su ejército lo imitó.

—Dormid bien —les dijo—. Y preparaos para la batalla.

Susan estaba cansada y más que lista para irse a la cama cuando salió hacia el baño que había en el pasillo. Lo único que quería era refrescarse la cara para espabilarse y poder idear un plan con el que atacar al jefe Heilig.

Estaba tan acostumbrada a que no hubiera nadie más en el sótano que ni se le pasó por la cabeza llamar a la puerta antes de abrir.

Se quedó helada. Aquerón estaba de pie y de espaldas al espejo, intentando ponerse una pomada en la espalda. Sin embargo, fue la visión de esa espalda musculosa lo que la dejó paralizada. Nunca había visto nada igual. Estaba cubierta de heridas abiertas que seguían sangrando, como si lo hubieran azotado con un látigo. Las marcas desaparecían bajo los pantalones e incluso le desfiguraban los bíceps, aunque el pequeño tatuaje en forma de dragón se había librado.

—Lo siento —se apresuró a decir. Sabía que debería dejarlo solo, pero era incapaz de moverse mientras miraba esa piel destrozada e intentaba imaginarse lo mucho que debía dolerle.

Antes de perder el valor, dio un paso al frente y extendió la mano para coger el tubo de crema.

Aquerón se movió tan rápido que apenas lo vio y cuando se dio cuenta había cogido la camisa del toallero.

—Ash —le dijo, extendiendo la mano—, puedo ayudarte a untarte la crema.

—No hace falta —rehusó él, mientras se ponía la camisa con el rostro impasible—. No me gusta que la gente me toque.

Se moría por saber lo que le había pasado, pero como sus gestos dejaban bien claro que aquel que lo tocara sería hombre muerto, se guardó la pregunta.

Había algo en él extremadamente poderoso y al mismo tiempo increíblemente vulnerable. Pero lo más increíble era el magnetismo sexual que irradiaba. Era excitante y cautivador. Una parte de ella quería tocarlo.

Aquerón se apartó de ella como si supiera lo que estaba pensando y se sintiera muy incómodo.

—¿Ash? —le dijo cuando lo vio caminar hacia la puerta.

—¿Qué pasa?

—¿Cómo castigas a un Cazador Oscuro que se salta las reglas?

La miró con el ceño fruncido.

—Depende de qué regla y de las circunstancias. ¿Estás pensando en algo en concreto?

Cerró el puño, temiendo que le viera la palma y la marca.

—No, solo tenía curiosidad.

—Ya. —Hizo ademán de marcharse una vez más, pero se detuvo en la puerta. Esos turbulentos ojos plateados la atravesaron—. ¿Sabes una cosa, Susan? Personalmente no creo que nadie deba ser castigado porque quiera compartir su vida con otra persona. —Sus ojos perdieron toda expresión, como si estuviera reviviendo el pasado—. Nadie debería pagar por el amor, ni con su carne ni con su sangre.

Y con eso se marchó, dejándola sola para que pensara en sus palabras.

Ravyn tenía razón. Aquerón acojonaba. Pero sus palabras le hicieron preguntarse qué precio habría tenido que pagar para llegar a esa conclusión.

Estaba a punto de coger una toalla, cuando escuchó que Ash llamaba a la puerta de la habitación.

—Hola —le dijo a Ravyn con ese acento tan característico—, solo quería decirte que me tengo que ir ya.

—Pero si acabas de llegar.

—Lo sé. Pero ya te dije que tenía un tiempo muy limitado. No te preocupes, volveré dentro de unos días.

—¿¡Que no me preocupe!? —repitió Ravyn con sarcasmo—. ¿Por qué iba a preocuparme? Al fin y al cabo, solo nos amenazan los daimons y los humanos. Las cosas están tranquilísimas, vamos.

—Bueno, podría ser peor.

—¿Ah, sí?

—Podrías estar emparejado con una humana.

Se le cayó el alma a los pies al escuchar esas palabras. Se acercó a la puerta con los ojos desorbitados y la abrió un poco para ver que Aquerón desaparecía por el pasillo mientras Ravyn lo miraba con gesto serio.

Corrió a su lado y esperó a que Ash se marchara.

—¿Crees que lo sabe? —susurró.

—No tengo ni idea.

Echó un vistazo hacia el extremo del pasillo con el corazón desbocado para asegurarse de que Ash se había ido. Sí, se había marchado. Sin embargo, tanto Ravyn como ella seguían dándole vueltas a sus palabras con el mismo nerviosismo.

Estaban tan distraídos que el móvil de Ravyn la asustó cuando sonó al cabo de unos segundos.

Ravyn frunció el ceño al ver el número de Cael. Era raro que lo llamara tan pronto después de lo que le había dicho.

Abrió el móvil.

—¿Sí?

—Rave, oye, tenemos un problema muy gordo.

—Ya lo sé.

—No, leopardo, no lo sabes. El jefe de policía acaba de hacerme una visita… con dos daimons.

El miedo lo dejó helado y miró a Susan, que lo observaba con curiosidad.

—¿Qué?

—Ya me has oído. Han destrozado este sitio y han matado a la hermana de Amaranda.

La noticia le provocó un escalofrío. Cierto que proteger a los apolitas no entraba en sus funciones, pero era horrible saber que alguien moría sin necesidad.

—¿Tú estás bien?

—Estoy herido, pero sobreviviré.

—¿Y tu mujer?

Cael guardó silencio y cuando respondió lo hizo con voz quebrada.

—Gracias, Rave.

—¿Por qué?

—Por haber preguntado por ella sin rencor y con preocupación.

Miró a Susan. Comenzaba a entender la estupidez que aquejaba a Cael.

—Bueno, aunque no me guste tu decisión, llevamos mucho tiempo siendo amigos.

—Lo sé, por eso te llamo. Me he enterado de cosas muy interesantes durante la visita.

—¿Como por ejemplo que maté a la esposa del jefe de policía, que era una daimon?

—Sí —respondió Cael, sorprendido—. ¿Cómo te has enterado?

—Suerte.

—Bueno, pues todavía hay más. Está ansioso por echarte el guante.

Eso también se lo había imaginado.

—¿Le dijiste dónde estoy?

—Conociéndome como me conoces, no sé ni para qué lo preguntas. Le dije que estabas en La Última Cena. Supongo que ahora estará allí, buscándote. Ese tío no va a parar hasta verte muerto.

El funesto comentario le arrancó un resoplido.

—No creo que pare hasta vernos a todos muertos, celta.

—Seguramente.

Se apartó el móvil de la cara al recordar la advertencia de Nick y comprobó el identificador de llamada.

—Solo por curiosidad… ¿cómo sé que eres tú de verdad?

Cael tardó un instante en buscar la respuesta adecuada.

—Porque sé que tienes tres guantes de lana. El último par que te hizo tu madre, y el tercero que tenía guardado, porque sabía que perderías el izquierdo, y que encontraste la noche que te vengaste. Por alguna razón, siempre perdías el izquierdo.

Era Cael. Su amigo era la única persona que sabía que aún los conservaba.

—¿Celta?

—¿Sí?

—Gracias por no irte de la lengua con el jefe de policía. Te debo una.

—No te preocupes. Tú asegúrate de matar a ese cabrón antes de que él mate a alguien más. —Y tras eso, colgó.

Amaranda miró a su marido, atenazada por el miedo.

—¿Estás seguro de que ha sido lo correcto?

—Sí, Ravyn tiene que saber quién va detrás de él. Y nosotros necesitamos que el jefe de policía muera antes de que se dé cuenta de que seguimos vivos y de que le diga a alguien que nos mató.

Se acercó a él para que la abrazara, temblando de miedo.

—Siento haberte hecho esto, cariño. No quería que sufrieras.

—Lo sé. —Le apoyó la cabeza en la coronilla y dejó que sus caricias calmaran el miedo que despertaba en él un futuro mucho más incierto del que habían tenido hasta entonces.

Llevaba siglos siendo el cazador. Pero acaba de convertirse en la presa.

Ravyn se guardó el móvil en el bolsillo.

—¿Qué pasa?

—Era Cael. Acaba de confirmar nuestras sospechas. Es el jefe de policía, y ha ido a por Cael y a por su esposa para sonsacarles información sobre mí.

—¿Qué hacemos? —preguntó con evidente preocupación.

Le frotó el brazo para tranquilizarla.

—Vamos a darle lo que quiere.

Susan se quedó pasmada y se apartó de su mano con un gemido.

—No acabo de comprender tus planes de suicidio, la verdad. ¿De qué hablas?

—De que voy a enfrentarme a él de una vez por todas y a terminar con todo esto.

—Para el carro, Clint Eastwood —le soltó con un tono tan decidido como el suyo—. No estamos en un spaghetti western con música mala de fondo mientras tú sales a la calle a enfrentarte en un duelo a mediodía. Estamos hablando del jefe de policía. Alguien que puede arrestarte.

—Ya.

Susan apretó los dientes. Su tono de voz puso de manifiesto que no le estaba prestando atención.

Así que silbó.

Ravyn se encogió como si estuviera sufriendo un dolor insoportable.

—No hagas eso. Como leopardo y Cazador Oscuro, tengo un oído muy sensible.

—Estupendo, ya sé cómo llamar tu atención. Pero de vuelta al tema. ¿Qué tienes pensado hacer?

—Ir a su casa.

—Sí, claro. ¡Menudo plan! ¿Por qué no enfrentarte a él con un martillo de juguete?

Ravyn le lanzó una mirada furiosa.

—Déjate de sarcasmos y piénsalo bien. Si no voy a por él, no va a parar hasta que me encuentre. No quiero que más gente inocente acabe muerta mientras me escondo de él. Soy un guerrero entrenado con siglos de experiencia a mis espaldas, Susan. No sé de qué tengo que preocuparme.

¡Je! ¡Los hombres y sus egos!, exclamó para sus adentros.

—¿Y quién estaba metido en una jaula cuando lo encontré?

La ira le crispó el rostro.

—Me pillaron por sorpresa. Pero esta vez la sorpresa se la llevará él.

Soltó el aire muy irritada. Era un cabezota. Quería estrangularlo, pero sabía que era una batalla perdida. Por más que lo intentara, acabaría haciendo lo que le diera la gana.

—Vale, lo que tú digas. Pero voy contigo.

—No, no vas a venir.

—¿Por qué no? —preguntó con fingida inocencia—. ¿Porque es una tontería como la copa de un pino?

—Susan…

—No me vengas con ese tonito, no eres mi padre.

—No, soy tu pareja.

Ladeó la cabeza con gesto desafiante.

—No hasta que bailemos el mambo, encanto. Y aún no lo hemos hecho, y si sigues por este camino, no vamos a hacerlo nunca, don Eunuco. Si tú vas, yo también voy. Al fin y al cabo, soy quien más motivos tiene para vengarse. Me lo quitó todo. Y tengo toda la intención de pagarle con la misma moneda.

Ravyn quería discutir con ella, pero conocía muy bien el brillo decidido que había aparecido en esos ojos azules. Además, era una luchadora muy buena. Sería agradable tenerla a su lado, aunque la idea de perderla lo dejaba paralizado.

—Vale, pero quiero que me prometas que si algo se tuerce, te largarás de inmediato y volverás aquí en busca de protección.

—Hecho. «SuperSusan huye con el rabo entre las patas.»

—¿Qué es eso?

—Un titular sensacionalista. Al final le estoy cogiendo el tranquillo. Leo va a flipar.

La miró y meneó la cabeza. No necesitaban titulares sensacionalistas. Necesitaba un puto milagro de proporciones bíblicas.

Y a la caballería.

Por desgracia, la caballería acababa de largarse escaleras arriba y seguramente ya estaría lejos de la ciudad.

Zanjaría el tema, de un modo o de otro.

Al menos para él.

En la planta alta se encontraron con su padre y con Fénix.

—¿Ya te vas? —preguntó su padre con sorna—. ¿Esta vez es para siempre?

En lugar de responderle, los apartó de un empujón y se fue.

Susan se detuvo mientras lo observaba alejarse. Incapaz de soportar la situación, se dio la vuelta y encaró a Gareth.

—¡Eres un cabronazo!

—¿¡Cómo te atreves!?

—Vamos —lo incitó—. Pégame. Mátame. Me importa una mierda. ¿Cómo puedes quedarte ahí plantado y juzgarlo cuando lo único que hizo fue buscar a alguien a quien amar? ¿Cómo puedes odiar a tu propio hijo por eso? —Miró a Fénix—. ¿Cómo puedes odiar a tu hermano? Por el amor de Dios, ¡lo mataste! Y en vez de odiaros por lo que le hicisteis, os ha perdonado. ¿Por qué no podéis hacer vosotros lo mismo? ¿No creéis que él también sufre? ¿Que revive aquella noche cada vez que cierra los ojos? Lo he oído hablar de su madre y de su hermana, lo he abrazado cuando las pesadillas lo atormentan, sé lo mucho que las echa de menos. Yo he perdido a todas las personas que han significado algo para mí, y no tengo ni idea de cómo ha aguantado Ravyn tanto tiempo solo. Acaba de salir por esa puerta para enfrentarse a la muerte. Estoy segura de que a vosotros no os importa nada, pero a mí sí. Deberías estar orgulloso de tu hijo. Es un hombre de los pies a la cabeza.

—¿Qué sabrás tú, humana?

Meneó la cabeza con los ojos llenos de lágrimas. No soportaba la idea de que le hicieran daño a Ravyn. De lo que podría pasarle en las próximas horas. Ya había perdido demasiado en esa batalla.

—La verdad es que no sé nada. Pero tengo muy claro que si tuviera un hijo… o un hermano, movería cielo y tierra para mantenerlo a salvo y daría las gracias por seguir teniéndolo después de haber perdido a tantos familiares. Me moriría si le pasara algo. —Los miró con desprecio y siguió a Ravyn.

Gareth entrecerró los ojos mientras la observaba marcharse.

—Imbécil.

—No, papá —lo contradijo Dorian a su espalda tras salir de las sombras—, creo que es mucho más lista que todos nosotros juntos.