—¿Cael?
Cael se detuvo al escuchar la voz de Aquerón detrás de él. Se giró y lo vio acercarse a través de la neblina. Había algo espeluznante en él. Se dio cuenta el día que lo conoció. El 15 de septiembre del año 904, en una noche fría muy parecida a esa, en Cornualles. Aquella noche se dio un baño de sangre vikinga. El fuego que había provocado le había quemado el pelo y la piel. Pero no le importó. Solo quería vengar a su mujer, a su hermano, a su madre y a su hermana, asesinados todos a manos de los vikingos.
Aun después de tantos siglos seguía viendo el bonito rostro pecoso de Morag, seguía escuchando su voz cantarina cuando lo llamaba. Con el pelo más rojo que el sol y una sonrisa igual de radiante, había sido todo su mundo.
Su esposa y su hermana pequeña, que estaba a un paso de convertirse en mujer.
Corynna tenía los ojos tan azules que podían competir con el cielo y una risa tan melodiosa que parecía el trino de un pájaro.
Su padre las vendió como esclavas para salvar el pellejo. Sin embargo, los vikingos no querían esclavos. Querían víctimas con las que practicar. Encadenado, Cael observó impotente cómo las torturaban y asesinaban por pura diversión mientras sus gritos de dolor y sus súplicas resonaban en sus oídos.
Ni siquiera la muerte había conseguido acallar sus atormentadas voces. Ni borrar la imagen de sus cuerpos torturados y mutilados. En ocasiones se despertaba temblando por los recuerdos.
Aquerón apareció después de que se hubiera vengado de los asesinos de su familia y le enseñó a luchar contra los daimons y a vivir de nuevo cuando ya no le quedaba nada por lo que vivir. A él, al bastardo de un campesino.
Se lo debía todo al líder de los Cazadores Oscuros. Si Aquerón no le hubiera enseñado a enterrar el pasado y a seguir con su vida, jamás estaría en esa época y en ese lugar en concreto.
Jamás habría encontrado a Amaranda.
Gracias a ella había recuperado lo único que creyó perdido para siempre: el amor.
Aunque lo más importante era la tranquilidad, la paz y la satisfacción que Amaranda le ofrecía. Ella era su refugio contra los rigores de una vida que solo había conocido la violencia hasta el día que ella apareció. Y haría cualquier cosa para aferrarse a ella y a lo que le ofrecía.
Cualquier cosa menos hacerle daño a Aquerón. Porque ante todo era leal, y detestaba estar dividido entre las dos personas a quienes más quería en ese mundo.
Miró al atlante con una sonrisa torcida y utilizó el saludo de uno de sus dibujos animados preferidos.
—Saludos, Gran Gazoo. Qué alegría verte de nuevo por el planeta Tierra.
Ash puso los ojos en blanco.
—Gracias, Pablo. ¿Cómo están Betty y Bam Bam?
—Genial, ojalá pudiera alejarlos de Wilma y Pebbles. Estas mujeres solo traen problemas.
—Qué va. Betty y Wilma son buena gente. Las peligrosas son las que visten de rojo. Esas sí que traen la perdición…
—Qué razón tienes, braither —replicó con una carcajada, tendiéndole la mano.
Ash le dio un apretón. Hizo ademán de darle una palmada en la espalda, pero el atlante se apartó con una mueca de dolor que no le pasó desapercibida.
—¿Estás bien?
Aquerón se encogió de hombros como si quisiera aliviar cierta molestia.
—Me hice daño en la espalda. Se me curará pronto.
Asintió con la cabeza.
—Es una suerte ser inmortal, ¿no?
—Tiene sus momentos, sí.
Guardaron silencio y siguieron donde estaban, en mitad de la calle, frente a una cafetería frecuentada por universitarios. Algunos estudiaban y otros charlaban. La música del local llegaba hasta la calle. Su casa no estaba lejos, pero no tenía la menor intención de llevar a Ash. Siempre mantenía la mayor distancia posible entre su jefe y su mujer.
Aquerón sabía cosas que nadie debería saber, y eso siempre le había dado mala espina.
—¿Necesitas algo? —le preguntó.
Ash guardó silencio, asaltado por un millar de pensamientos. Quería advertir a Cael y sabía que si lo hacía, cambiaría muchos más destinos, y no solo el suyo. Su mente estaba repasando en esos instantes la interminable cadena.
Un millar de vidas reescritas por una sola palabra…
No hables, se ordenó.
Era más fácil decirlo que hacerlo. Le repateaba saber lo que iba a suceder y no poder evitarlo por culpa de los dictados de la conciencia. Claro que de no ser por ella, no le importaría lo que le pasase a Cael. No le importaría nada ni nadie, solo él mismo.
Se convertiría en Savitar…
Dio un respingo al pensarlo. Recuperó el control antes de que Cael se diera cuenta de lo que pasaba y se frotó la mejilla.
—No, solo quería desearte buenas noches.
La expresión del Cazador dejó bien claro que no se lo había tragado.
—Pues vale… Hasta luego. —Dio la vuelta y echó a andar hacia su casa.
Él, en cambio, siguió donde estaba y lo observó alejarse. Todo su cuerpo quería gritar para avisarlo del peligro.
Y todo su cuerpo sabía que no podía hacerlo. No sabía si maldecir a Artemisa o darle las gracias por ese don.
Aunque era mucho peor no ver el futuro que verlo. Cosa que pasaba cuando el futuro era el suyo o el de alguien que estuviera directamente relacionado con él.
—Hola, guapo.
Giró la cabeza y vio a una universitaria guapísima a su lado. Morena y de pelo rizado, iba vestida con vaqueros y un ajustado top verde que marcaba todas sus curvas.
—Hola.
—¿Quieres entrar y tomarte algo? Yo te invito.
Guardó silencio mientras su pasado, su presente y su futuro pasaban a la vez por su cabeza. Se llamaba Tracy Phillips. En ese momento era estudiante de Ciencias Políticas, pero acabaría en la Facultad de Medicina de la Universidad de Harvard y después se convertiría en la directora del equipo de investigación que aislaría un genoma mutado que los humanos ni siquiera conocían en ese momento.
El descubrimiento salvaría la vida de su hija pequeña, quien también estudiaría Medicina, inspirada por la labor de su madre. Madre e hija impulsarían una serie de reformas que revolucionarían el mundo de la sanidad y el modo en el que los gobiernos abordaban los servicios médicos. Entre las dos formarían generaciones de nuevos médicos y salvarían miles de vidas al permitir que los pobres accedieran a tratamientos de última generación que de otro modo no podrían permitirse.
Sin embargo, en ese preciso momento Tracy solo pensaba en lo bien que le sentaban a su culo los pantalones de cuero y en lo mucho que le gustaría quitárselos.
En cuestión de segundos, volvería a la cafetería y conocería a una camarera llamada Gina Torres. El sueño de Gina también era ir a la universidad para convertirse en médico y salvar las vidas de los pobres que no podían pagar un seguro, pero los problemas familiares le impedían asistir a las clases ese año. De todas formas, Gina le contaría a Tracy que tenía pensado empezar el año siguiente gracias a una beca.
Esa misma noche pero más tarde, cuando la mayoría de los estudiantes se fueran, las dos se quedarían hablando sobre los planes y los sueños de Gina.
Y en cuestión de un mes, Gina estaría muerta por un estúpido accidente de coche del que Tracy se enteraría por las noticias. Ese trágico suceso, sumado al fortuito encuentro de esa noche, la llevaría a su destino. En un instante se daría cuenta de lo superficial que había sido su vida y se decidiría a cambiarla, a ser más consciente de la gente que la rodeaba y de sus necesidades. Su hija pequeña se llamaría Gina Tory en honor de la Gina que en ese momento se afanaba limpiando mesas mientras se imaginaba una vida mejor para todas las personas.
Así que en cierto modo Gina conseguiría su sueño. Al morir salvaría miles de vidas y llevaría la asistencia sanitaria a aquellos que no podían permitírsela.
La raza humana era maravillosa. Muy pocas personas llegaban a darse cuenta de la cantidad de vidas que alteraban sin saberlo. De la capacidad que una palabra acertada o una desacertada dicha al azar poseía para renovar o destruir la vida de otro.
Si aceptaba la invitación de Tory, el destino de la chica cambiaría y acabaría trabajando en un banco con un buen sueldo. Después decidiría que el matrimonio no era para ella y se iría a vivir con su pareja pero nunca tendría hijos.
Todo cambiaría. Se perderían todas las vidas que se podrían haber salvado.
Y el ser consciente de las consecuencias de todas y cada una de sus palabras y gestos era la carga más pesada que soportaba sobre sus hombros.
Esbozó una sonrisa amable y meneó la cabeza.
—Gracias por la invitación, pero tengo que irme. Que te lo pases bien.
Tracy se lo comió con los ojos.
—Vale, pero si cambias de idea, voy a estar estudiando en la cafetería unas cuantas horas.
La observó mientras se alejaba y entraba en la cafetería. Dejó la mochila en la mesa y empezó a sacar libros. En ese momento y con un suspiro de cansancio, Gina cogió un vaso de agua y se acercó a la recién llegada…
Y mientras observaba a través del escaparate, las dos entablaron conversación y pusieron en marcha los engranajes del destino.
Con el corazón en un puño volvió la vista hacia el lugar por donde Cael había desaparecido y odió el futuro que le aguardaba a su amigo. Sin embargo, era el destino de Cael.
Su destino…
—Imora thea mi savur —murmuró en atlante.
«Que los dioses me libren del amor.»
Susan se apoyó contra la pared mientras rebuscaba en los archivos del ordenador de Jimmy.
—¡Joder, Jim, soy periodista, no médium! —exclamó—. ¿No podías haberme dejado por lo menos una miguita de pan para poder seguirla? ¿Una barra entera es demasiado pedir?
Decidió tomarse un descanso porque tenía el estómago revuelto y pinchó en la carpeta de las imágenes.
Un dolor agridulce se apoderó de ella mientras observaba las fotografías de Angie y de Jimmy en una fiesta que dieron el año anterior. Dios, daría cualquier cosa por escuchar a Angie decir una vez más que estaba tan ancha. Por escuchar la voz grave de Jimmy mientras le decía que iba por la vida como una moto.
—¿Estás bien?
Dio un respingo al escuchar la voz de Ravyn, que había entrado en la habitación con ese andar tan sigiloso y felino.
—Me has asustado… —Lo observó mientras se acercaba. Era lo más hermoso que había visto en la vida. Se había recogido el pelo en una coleta y, aunque llevaba la camisa por fuera de los pantalones, saltaba a la vista que tenía una buena tableta de chocolate. Señaló el portátil con la cabeza para cambiar el rumbo de sus pensamientos—. Estaba cotilleando las fotos de Jimmy.
Ravyn le ofreció el café que ella le había pedido.
—¿No sería mejor que cerraras esa carpeta? —Se sentó a su lado para poder ver la pantalla.
—No, no pasa nada. Acabo de encontrar un montón de fotos de la fiesta de Halloween de la comisaría de Jimmy. Él iba de Frankenstein y Angie de…
—¿La novia de Frankenstein?
—No… iba de vaca sagrada. —Sonrió al recordarlo—. Siempre estuvo así de chiflada.
Ravyn soltó una carcajada cuando le enseñó una foto de Angie vestida de vaca con un halo en la cabeza y una enorme cruz de madera colgada del cuello. La vio un par de veces mientras estaba encerrado en el refugio de animales y le pareció buena gente.
Sin embargo, su sonrisa se desvaneció cuando Susan pasó a la siguiente fotografía y vio a la gente que salía.
Imposible. Aquello era un error…
Susan pasó a otra foto.
—¡Espera! Pon la otra.
Susan frunció el ceño.
—¿Por qué?
Soltó el café y se acercó a la pantalla para ver la imagen de una rubia alta disfrazada de vampiresa al más puro estilo de Hollywood, incluidos un par de colmillos que parecían muy reales. Uno de sus brazos rodeaba a Angie por los hombros.
—La conozco.
Susan lo miró con evidente enfado.
—Espero que no lo digas en el sentido bíblico, Gato con botas. Porque si no…
—No —la interrumpió, aunque una parte de sí mismo se sintió halagada por ese arranque de celos—. Es una daimon… o lo era. La maté.
Susan lo miró con el ceño fruncido.
—No, no la mataste.
Observó de nuevo la fotografía y las elegantes facciones de la mujer. En lo más recóndito de su mente aún la veía vestida de negro con unos chinos y una camisa, tal cual estaba cuando la halló sobre sus víctimas. La imagen le revolvió el estómago, sobre todo cuando se echó a reír mientras se limpiaba la sangre de la boca.
—Te digo que es ella. Estoy seguro.
Susan no estaba convencida, lo veía en sus ojos.
—¿Cómo lo sabes? ¿Recuerdas las caras de todos los daimons que te cargas?
La miró con sorna.
—No, pero a esta la recuerdo muy bien.
—¿Porque está muy buena?
Meneó la cabeza.
—Porque no huyó de mí. De hecho, me desafió a matarla. Dijo que tenía una tarjeta para salir de la cárcel y que, a menos que quisiera ver muertos a todos los Cazadores Oscuros de Seattle, tenía que dejarla marchar.
Sus palabras no le hicieron ni pizca de gracia.
—Y, evidentemente, te sentiste en la obligación de matarla.
Si las miradas mataran, Ravyn la habría fulminado en ese mismo momento.
—Acababa de quitarle la vida a una embarazada y a su hijo a las puertas de una lavandería. Tenía que matarla para liberar sus almas o habrían muerto.
—Por muy fascinante y repugnante que me parezca tu historia, no puede ser la misma mujer.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque es la mujer de Paul Heilig, el jefe de policía. Y murió en un accidente de coche en Europa. Vi las fotos.
La contestación confirmó sus sospechas y lo dejó helado.
—¿Cómo?
—Ya me has oído.
Susan rebuscó en las fotos hasta dar con una en la que salían la mujer y dos hombres rubios y muy altos, también vestidos como Bela Lugosi, y un hombre bajo y rechoncho de pelo oscuro salpicado de canas, gafas y disfraz de explorador. Este último aparentaba unos cincuenta años, tenía una alopecia galopante y penetrantes ojos grises.
—Ahí la tienes con sus hijos y su marido.
Observó la fotografía con los ojos entrecerrados antes de mirar de nuevo a Susan.
—¿No te parece raro que el jefe de policía esté casado con una mujer que aparenta la misma edad que sus hijos?
—Cirugía estética, cariño. Algunos de los mejores cirujanos del país viven en la ciudad.
—Sí, también algunos de los mejores daimons.
Susan se quedó helada mientras contemplaba a la mujer y perdió la sonrisa de golpe. Todo tenía sentido.
—Es justo lo que dijiste, ¿no? Se casó con una apolita que se convirtió en daimon y ahora está utilizando su cargo para proteger a su familia.
—Salvo que ya no puede proteger a la esposa que maté. Con razón querían torturarme en… —Dejó la frase en el aire al recordar algo que el veterinario medio apolita había dicho.
«Paul quiere que sufra…»
Como no tenía ni idea de quién era Paul, se le había olvidado por completo. Pero por fin lo entendía todo. Era Paul Heilig. Jefe de policía y padre de dos daimons.
Lo llevaban crudo.
—¿Cuándo la mataste? —preguntó Susan.
—No lo sé. Hará unos dos meses o así.
Coincidía con la fecha del accidente de la mujer del jefe de policía. Recordaba los artículos. No se celebró el entierro, porque el cuerpo seguía en Europa, pero sí un funeral.
Claro que si era una daimon, no habría cuerpo que enterrar. Por extraño que pareciera, eso les proporcionaba una coartada perfecta.
Genial, ahora piensas como Leo, se dijo. Pero Leo no estaba tan pirado como había creído todos esos años…
—¿Recuerdas algo más de ella?
—Sí —contestó Ravyn con un hilo de voz—. Era una zorra peligrosa con un gancho de izquierda bestial.
—No me refiero a eso —protestó—. Digo que si recuerdas algo que nos ayude a identificarla como la esposa del jefe de policía.
—Bueno, lo de «la tarjeta para salir de la cárcel».
—A lo mejor le gustaba jugar al Monopoly. A saber con qué se entretienen los daimons en sus ratos libres. —Ravyn la fulminó con la mirada y ella alzó las manos a modo de rendición—. Vale, no he dicho nada. Continúa, por favor.
—Súmalo a la paranoia de Jimmy de que alguien con un alto cargo en el departamento estaba encubriendo asesinatos y desapariciones. Vamos, Susan, son muchas cosas para que todo esto sea una coincidencia.
—Sé que estoy haciendo de abogado del diablo, pero tenemos que conseguir pruebas irrefutables antes de acusar a este hombre de habernos colgado unos asesinatos y de encubrir otros.
—Susan… —dijo con brusquedad.
—Ravyn, ya he arruinado mi vida una vez porque algo que era blanco y en botella resultó no ser leche, sino un tío con un batallón de abogados decididos a quitármelo todo. Todas las pruebas estaban ahí, más claras que el agua, y yo me lancé de cabeza; pero al final todo lo que para mí eran pruebas de su culpabilidad solo fueron simples coincidencias. No quiero cometer el mismo error dos veces. —Levantó la mano para enseñarle las cicatrices—. De verdad que no quiero revivir el pasado.
Se le hizo un nudo en el estómago al ver las cicatrices de sus muñecas.
—Susan…
—No me trates como a una niña, ¿vale? Sé que es una tontería. Pero me quedé completamente sola. Todo aquello en lo que creía se desmoronó y tuve que soportar un juicio tras otro hasta que el polvo se asentó y me quedé sin casa, sin amigos y sin esperanza. Todas las mañanas salía a rastras de la cama para que volvieran a crucificarme. Hasta que comprendí que estaba arruinada, pero no muerta, y que la vida, fuera como fuese, era mía, y que no iba a dejar que nadie me la arrebatara como todo lo demás. Ha llovido mucho desde entonces, sí, pero ha sido un camino muy difícil, y lo último que quiero es acusar a un alto cargo, a un policía condecorado, y revivir la pesadilla. ¿Lo entiendes?
El dolor que rezumaba su voz y la agonía que apareció en sus ojos lo dejaron al borde de las lágrimas. Le besó la muñeca y le sostuvo la mano mientras la miraba a los ojos.
—No tendrás que revivirlo, Susan. Te lo prometo.
—No hagas promesas que no puedes cumplir.
—Puedo cumplir esta. Y si me equivoco, solo yo cargaré con el error. Pero si tenemos razón…
—Jimmy será vengado.
Cael acababa de llegar a la puerta trasera del Sírvete Tú Mismo cuando empezó a sonar su móvil. Lo sacó de la funda que tenía en el cinturón y vio que aparecía el número de Amaranda. Lo abrió y se lo llevó a la oreja.
—Dime, nena.
—No vengas a casa.
—¿Qué? —preguntó, ya que no estaba seguro de haberla oído bien porque la música estaba muy alta. Agarró el pomo de la puerta.
—Que no vengas a casa —repitió ella, hablando un poco más alto que antes.
—¿Estás de coña? —preguntó furioso. Amaranda nunca le diría que no fuera a casa—. Si eres tú, Stryker, vete a la mierda. —Cerró el teléfono de golpe y abrió la puerta.
Como de costumbre, el bar vibraba por la música y estaba lleno de universitarios que bailaban en la pista de baile y se ponían hasta arriba de alcohol en las mesas. Saludó con la cabeza al primo de Amaranda que servía las mesas cuando pasó a su lado.
Nada parecía fuera de lugar.
Cerró los ojos e hizo un barrido mental del local en busca de cualquier rastro de daimons. Nada que alertara sus sentidos. Para quedarse más tranquilo, ya que la pelea podía haberlo dejado un poco tocado, sacó el móvil y ejecutó el programa de rastreo. Negativo.
Genial, no había nada que necesitara de su atención… salvo su mujer.
Se quitó la chaqueta y se la colgó del hombro mientras bajaba la escalera del sótano. Comenzó al silbar cuando llegó al pasillo, contento por el hecho de poder pasar un buen rato con Amaranda.
Hasta que abrió la puerta.
Dejó de silbar al punto. Kerri estaba en su dormitorio, atada y amordazada. Tenía los ojos desorbitados por el pánico mientras le suplicaba con la mirada que la soltase.
Y en ese momento se enfrentó con su pasado. El dolor que lo atravesó estuvo a punto de paralizarlo. De hecho, sus poderes se debilitaron de inmediato.
¿Era una broma? De ser así, no le hacía ni pizca de gracia.
—¿Qué coño pasa, Kerri? —Acababa de dar un paso hacia ella cuando la puerta se cerró de golpe a su espalda.
Se giró y se encontró con un humano bajo y rechoncho que lo miraba furioso. Aparentaba unos cincuenta años y sus ojos grises reflejaban el desequilibrio mental que padecía.
—¿Qué coño significa esto? —preguntó.
—¿Dónde está Ravyn Kontis?
Se obligó a no reaccionar.
—¿Quién?
—No te hagas el tonto —bramó el hombre, escupiendo al hablar—. Responde la pregunta.
—No puedo. No conozco a nadie llamado Ravyn.
—¿Ah, no? —preguntó el desconocido con incredulidad.
—No.
—Qué lástima —replicó y se acercó a la silla de Kerri al tiempo que chasqueaba los dedos—. En ese caso, os tendré que matar a tu puta y a ti. —Se colocó junto a Kerri, que abrió aún más los ojos y comenzó a gemir a través de la mordaza.
—Ella es inocente.
El hombre le lanzó una mirada letal.
—Nadie es inocente. Y si así fuera, me importa una mierda. —Se sacó un cuchillo de caza de la chaqueta y se lo colocó a Kerri en la garganta—. Dime dónde está ese cabrón o ella muere.
—Pero yo no… —Se interrumpió cuando el hombre le clavó el cuchillo lo suficiente para que saliera sangre.
Kerri gritó mientras intentaba apartarse de la hoja.
—Vale, vale —dijo en un intento de ganar tiempo mientras sus poderes seguían debilitándose. Estaba muerto de la preocupación por Amaranda. La llamada de teléfono que acababa de hacerle le dejó claro que ese idiota la había confundido con su cuñada. De todas formas, su mujer jamás lo perdonaría si le pasaba algo a Kerri.
Y él tampoco podría perdonarse.
En ese momento lo sintió… la sensación que anunciaba la presencia de un daimon.
Aunque en ese caso había dos.
La puerta se abrió y su mundo se desintegró. Amaranda estaba entre dos daimons con las manos atadas a la espalda. Estaba muy pálida y temblorosa, y tenía una herida abierta en el cuello.
Se habían alimentado de ella, y a juzgar por su aspecto habían estado a punto de matarla.
—Mira a quién hemos encontrado intentando avisarlo, papá.
—¡Hijos de puta! —bramó. Y se abalanzó sobre ellos sin pensar.
Aunque sus poderes habían desaparecido casi por completo, consiguió agarrar a uno de ellos por la cintura y ambos salieron disparados al pasillo. El daimon no soltó a Amaranda, de modo que esta cayó sobre él.
Antes de cortar la cuerda que le inmovilizaba las manos y de alejar al segundo daimon de una patada, se aseguró de que estaba bien. En cuanto se quedó tranquilo, se lanzó a por el daimon que estaba en el suelo con un gruñido pero escuchó un disparo.
Lo atravesó una lluvia de balas. El dolor lo dejó sin aliento y comenzó a sangrar de modo alarmante.
El daimon lo inmovilizó y le asestó un puñetazo en el mentón. El impacto lo estampó contra la pared y el segundo daimon le dio una patada en el estómago.
Estaba a punto de darle otra, pero se lo quitó de encima agarrándolo por la pierna y dándole un empujón. Su oponente resbaló al pisar su sangre y cayó al suelo con un golpe seco. Tras darle una patada en las costillas, se dio la vuelta para enfrentarse al otro.
—Quieto, gilipollas, o le meto una bala en la cabeza a tu amiguita. Su corta vida de apolita se reducirá drásticamente.
Se quedó helado al instante.
—Date la vuelta.
Cuando lo hizo, vio a Amaranda inmovilizada delante del humano con la pistola en la sien. La ira le nubló la vista y el corazón se le desbocó nada más percatarse de lo asustada que estaba. ¡Iba a matar a ese cabrón por asustarla!
—Todo se arreglará, nena.
—No si no me contestas. —El humano le acercó aún más la 38 milímetros a la cabeza.
Amaranda comenzó a rezar en atlante entre dientes.
Si revelaba el paradero de Ravyn, lo matarían. Si no lo hacía, matarían a Amaranda.
Su mejor amigo o su esposa. ¿Cómo iba a elegir?
—¡Muy bien! —exclamó el hombre—. Tú lo has querido. —Empezó a apretar el gatillo.
—¡No! —gritó al tiempo que daba un paso al frente—. Está… —No podía decirlo. No podía. Después de la traición que él mismo había sufrido, ¿cómo iba a traicionar a otra persona?
—No juegues conmigo, chico.
Inspiró hondo y miró a ese cabrón con odio.
—Está en La Última Cena, en Pioneer Square.
El humano lo miró con expresión desconfiada.
Uno de los daimons lo cogió del pelo y le dio un tirón para que echara la cabeza hacia atrás.
—¿Nos estás mintiendo, Cazador?
—No —respondió sin pestañear—, no me atrevería.
—¿Tú qué crees, papá? —preguntó el daimon que le tiraba del pelo.
—O nos está diciendo la verdad o es un mentiroso cojonudo. Y como no sé qué pensar, creo que es mejor que los mantengamos con vida por si acaso.
Por su mente pasaron las imágenes de su familia mientras él observaba con impotencia cómo los torturaban uno a uno. Miró a Amaranda y a su hermana. Vio el terror que reflejaban sus ojos.
No iba a volver a pasar por todo aquello. No iba a permitir que las torturaran allí delante mientras las veía morir sin poder hacer nada. Con ese pensamiento sus poderes desaparecieron del todo.
El humano le lanzó unas esposas al daimon que lo sujetaba. En cuanto las tuvo en la mano, se las cerró alrededor de una muñeca. Antes de que pudieran reaccionar, se giró y le dio un codazo en la cara al daimon.
—¡Derrick! —gritó el humano antes de volver a dispararle.
Se negó a detenerse. Sacó la daga y se abalanzó sobre el daimon para matarlo.
Sintió otro disparo justo antes de que algo se le clavara en la espalda. Era el cuchillo con el que el humano había amenazado a Kerri. La hoja se le quedó clavada en la espalda, pero no le atravesó el pecho. El humano la retorció y le rompió el mango para dejarla enterrada en su corazón.
Escuchó un repentino pitido en los oídos al tiempo que comenzaba a sangrar por la boca. Y también escuchó los gritos de Amaranda mientras iba perdiendo la visión.
Se moría…
Incapaz de respirar por el dolor, cayó de rodillas.
Amaranda gritó al ver a Cael en el suelo. La agonía y el dolor que la asaltaron despertaron a la guerrera que llevaba dentro. Se dejó llevar por la furia y se abalanzó contra el hombre que lo había apuñalado. Antes de que pudiera llegar hasta él, uno de sus hijos se encaró con ella. Aunque la cogió y la abofeteó con fuerza, se enfrentó de nuevo a él y actuó guiada por el instinto apolita.
Se lanzó a por su garganta y le clavó los colmillos en el cuello. Escuchó que el padre soltaba un taco mientras la apartaba de su hijo, pero el tirón hizo que le destrozara la yugular. En lugar de morir deprisa, el daimon cayó al suelo y se desangró entre terribles temblores.
Su padre soltó un grito angustiado antes de dispararles a su hermana y a ella.
Con la vista nublada por el dolor, cayó al suelo, incapaz de moverse. Era como si estuviera paralizada por completo.
—¡Os mataré a todos! ¡A todos! —Le dio una fuerte patada en la espalda antes de que el otro daimon lo apartase de ella.
—Vamos, papá, ya lloraremos a Derrick después. Tenemos que salir antes de que los apolitas se den cuenta de que estamos aquí y de lo que hemos hecho.
—Tengo una orden de registro.
—Y acabas de matar a dos de los suyos. Las órdenes de registro son para tu gente, no para la mía. Nos matarán a los dos.
Le dio una última patada antes de marcharse.
Las lágrimas le impedían ver bien. Nunca había experimentado un dolor semejante, ni físico ni mental.
—Cael —musitó, deseando tocarlo. Se negó a morir sin cogerle la mano, aunque lo único que deseaba en esos momentos era cerrar los ojos y dejar que la muerte la librara de la agonía que su cuerpo estaba sufriendo.
Eso era lo que Cael le prometió la noche que se casaron.
«No te dejaré morir sola. Estaré contigo, aferrado a tu mano, hasta el final.»
No lo dejaría morir sin que supiera que estaba a su lado. Aferrada a su mano.
Pese a los temblores, se arrastró por el suelo cubierto de sangre hasta llegar a él. Para su sorpresa, seguía con vida, pero estaba al borde de la muerte. Vio las lágrimas que le anegaban los ojos mientras respiraba con dificultad. Sus ojos ya no eran negros como los de un Cazador Oscuro, sino de un precioso color ambarino.
—¿Cael?
Vio el fuego en sus ojos cuando la miró.
—Mi sol —jadeó.
Contuvo un sollozo al escuchar el apodo por el que la había llamado en sus votos matrimoniales… Unos votos que escribió solo para ella: «Aunque solo camine de noche, jamás conoceré la oscuridad mientras tú, mi sol, estés conmigo».
Lo vio tragar saliva y extender la mano para tocarle la mejilla.
—Siento no haberte hecho caso.
Se humedeció los labios y reconoció el regusto de la sangre del daimon.
—No pasa nada, cariño. —Apoyó la cabeza en su pecho mientras él le acariciaba el cabello.
Así era como esperaba morir. Cerró los ojos y esperó a que la muerte la reclamara.
Pero no fue así. A medida que pasaban los segundos y la respiración de Cael se iba debilitando, la suya se fortalecía.
Cada vez más.
El dolor se transformó en una especie de quemazón a la altura del pecho. No dolía, pero tampoco era agradable.
Era…
Se dio cuenta de que su visión se agudizaba, lo mismo que su oído. Jadeó y se levantó al comprender lo que estaba pasando.
Se estaba convirtiendo en una daimon.
Pero ¿cómo? No había…
Clavó la mirada en el daimon al que había matado.
—¡Por todos los dioses! —murmuró.
Había bebido de la sangre de un daimon, y en esa sangre estaban las almas humanas que él había robado. Eso estaba transformando su cuerpo.
Y le estaba salvando la vida…
Se miró el pecho y vio la pequeña marca negra que acababa de aparecer sobre su corazón. Ese era el lugar donde se almacenarían las almas humanas que sustentarían su sangre daimon y evitarían la destrucción de su cuerpo apolita. Mientras se observaba, su cuerpo expulsó las balas y las heridas comenzaron a sanar.
Se le desbocó el corazón. Miró al daimon, que seguía sangrando. Solo había tres maneras de matar a un daimon. Con la luz del sol, atravesándole la marca que tenían en el corazón o cortándole la yugular.
El daimon aún no había muerto. En cuanto se desangrara por completo, se desintegraría.
Pero ella podía salvar a Cael…
Jamás te perdonará, se dijo.
Tal vez, pero si moría, se convertiría en una Sombra y vagaría toda la eternidad en un infierno perpetuo. No habría diosa que le ofreciera clemencia. No habría más tratos con Artemisa para recuperar la vida. Su cuerpo se convertiría en polvo y sin su alma estaría atrapado. Para siempre. Jamás encontraría el descanso. Nunca podría regenerarse ni reencarnarse.
Solo conocería una eternidad de sufrimiento.
Y lo peor: en perpetua soledad.
—Perdóname, Cael —susurró al tiempo que le besaba los labios con dulzura.
Sin pensárselo dos veces, tiró del brazo del daimon y lo acercó a ella. Le arrebató el cuchillo que tenía en el cinturón y le abrió la muñeca. Titubeó un instante. La sangre de los Cazadores Oscuros era venenosa para los daimons, ¿sería venenosa la sangre de los daimons para los Cazadores Oscuros? ¿Estaría destruyendo a Cael en su intento por salvarlo? Pero ¿qué otra cosa podía hacer? Si no hacía nada, moriría seguro. En cuanto decidió que merecía la pena correr el riesgo, sostuvo la muñeca del daimon sobre los labios de Cael, que demasiado débil como para apartarse, aceptó la sangre sin rechistar.
De repente, abrió los ojos de par en par y soltó un grito antes de retorcerse en el suelo como si estuviera sufriendo un terrible dolor.
Se apartó de él y soltó el brazo del daimon.
Cael siguió moviéndose y se puso de costado entre maldiciones y espasmos, como si algo intentara destrozarlo.
—No —murmuró, aterrada por la posibilidad de haberle causado más daño. Le cogió la cabeza y se la puso en el regazo mientras lo abrazaba. Cael se aferró a su camisa con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.
Y en ese momento lo vio…
El cuchillo estaba saliendo de su espalda. Lenta y dolorosamente, centímetro a centímetro, hasta caer al suelo.
Con la mirada clavada en la hoja, sintió que la respiración de Cael se estabilizaba. Al poco tiempo, le soltó la camisa.
En cuanto lo miró a los ojos vio algo que según las leyes de los Cazadores Oscuros era imposible que sucediera. Sus iris eran de un extraño color ambarino con vetas negras.
—¿Qué me has hecho, Amaranda? —le preguntó con voz ronca… y demoníaca.
—Te he salvado, Cael. —Pero mientras pronunciaba esas palabras, supo la verdad. No lo había salvado.
Los había condenado a los dos.