13

Ash soltó una carcajada ronca cuando Artemisa se aferró a él mientras se estremecía por la intensidad de su último orgasmo. Con un suspiro satisfecho, se pegó a él mientras los temblores remitían.

—Mmmm… —murmuró mientras le rodeaba el cuello con un brazo y apartaba esas largas piernas de su cintura para apoyar los pies en el suelo.

Se secó el sudor de la frente con la mano. Le temblaba todo el cuerpo por el maratón sexual al que lo había sometido. Tenía el pelo empapado y el cuerpo cubierto por una capa de sudor. Recibió con los brazos abiertos la fresca brisa que entraba por la terraza.

Artemisa se apoyó en la pared y rió con gesto seductor.

—Es imposible que te des ya por vencido. Solo te quedan dos más. Me pregunto qué postura deberíamos probar a continuación.

Se apartó de ella con una sonrisa torcida mientras hacía aparecer una toalla y la utilizaba para secarse el pecho.

—En realidad ese ha sido tu sexto orgasmo. Y ahora deja que me alimente antes de que me vaya. —Sin inmutarse por su desnudez se echó la toalla por los hombros y sujetó ambos extremos.

Artemisa había perdido la sonrisa.

—¿¡Qué!? —gritó, mirando por encima de su hombro el reloj que descansaba sobre el cabecero de la cama. Todavía tenía más de la mitad de la arena—. Te equivocas, Aquerón. Ha sido el cuarto desde que empecé la cuenta atrás.

Apoyó un brazo contra la pared en la que ella se recostaba y saboreó la sensación de haberla derrotado una vez más. Algún día aprendería a no jugar con él. Pero ¿qué coño? Al menos así no perdía la práctica.

—Desde que tú empezaste la cuenta atrás, sí. Pero no desde que yo la empecé.

Chasqueó los dedos y aparecieron cinco relojes de arena junto al de Artemisa. Cada uno de ellos se había puesto en marcha nada más comenzar sus orgasmos. Un reloj para marcar la hora a partir del primero hasta que le provocara seis orgasmos en el tiempo acordado.

La arena de los tres primeros descansaba en la parte inferior, pero el cuarto era el que importaba de verdad. Un reloj sujeto entre dos gárgolas negras cuyos últimos granos de arena caían en esos momentos, dándole la llave de la libertad. Extendió la mano y el reloj salió disparado del estante hacia su palma para que pudiera mostrárselo a Artemisa.

—Este empezó antes. Justo antes de que desaparecieras después de tener dos orgasmos casi seguidos en el dormitorio, retrasando así nuestro acuerdo. Apareciste cuando tu reloj de arena marcó el final del tiempo acordado, pero el mío siguió su curso… y ha marcado el tiempo desde los dos primeros orgasmos hasta estos cuatro últimos, Artie. Has tenido tus seis orgasmos en una hora.

La diosa gritó de furia.

—¡No! ¡Eso no fue lo que acordamos! ¡Tú…!

—Fue exactamente lo que acordamos —la corrigió con calma, interrumpiéndola antes de devolver el reloj a su estante—. Exactamente lo que acordamos. Tú fijaste los términos y yo los acepté. Ahora tienes que liberarme durante diez horas.

La vio cerrar los puños mientras se ponía tan roja como su pelo. Sabía que se estaba mordiendo la lengua para no llamarlo mentiroso. Pero también sabía, como él, que no podía mentir. Una vez que daba su palabra, no podía romperla.

—¡Te odio!

Resopló.

—Deja de decir eso, Artie. Es una crueldad darme falsas esperanzas.

Furiosa, la vio apartarse el pelo del cuello mientras lo fulminaba con la mirada. Sus ojos se concentraron en ese cuello desnudo y su estómago rugió.

Artemisa se quedó quieta al punto. Sus ojos verdes se oscurecieron y se le aceleró el pulso.

Incapaz de resistir la tentación, la cogió con un brazo y la pegó a él antes de bajar la cabeza y acercar los labios a la vena que palpitaba y que lo llamaba como el canto de una sirena. La dulce fragancia de su sangre hizo que se le acelerara el corazón mientras separaba los labios para saborearla. Sintió que le crecían los colmillos hasta que tuvieron la medida justa para darle lo que necesitaba.

Se los clavó en el cuello con un gruñido y sintió que la vida corría en su interior. Ese era el único motivo por el que quería estar en su presencia. El único momento en el que Artemisa no lo sacaba de sus casillas.

El único instante en que lo reconfortaba. Su sangre lo calmaba al tiempo que saciaba su hambre. Sin apartarse de ella, le separó las piernas una vez más y la penetró de nuevo.

Artemisa levantó las piernas del suelo y gritó de alegría mientras le acariciaba la espalda y él tomaba lo que necesitaba.

Pronto se libraría de ella…

Susan alzó la mirada del suelo cuando Ravyn entró en la habitación con aire distraído. Se comportaba de manera extraña. No era normal verlo tan preocupado. Por regla general, solía estar pendiente de lo que sucedía a su alrededor y no con la cabeza en las nubes.

—¿Estás bien?

Lo vio frotarse la nuca con el rostro serio.

—No lo sé. No paro de pensar en lo que ha dicho Nick, como si sus palabras fueran un hámster dando vueltas y vueltas en mi cabeza o cualquier otro bicho diabólico. No es que les tenga manía a esos pobres animales, son bastante sabrosos cuando estoy en forma de leopardo.

—Eso es una asquerosidad —dijo con cara de asco.

Ravyn le guiñó un ojo.

—Lo sé, estaba de coña. No me gusta la carne cruda… salvo que estemos hablando de una mujer.

—¡Oye! Eso es mucho peor. Eres un caníbal «necromaníaco».

—¿No querrás decir necrófilo?

—No, quiero decir «necromaníaco»… Vamos, un muerto que está como un cencerro.

—No sé —replicó, pensativo—, en realidad soy un no-muerto, ¿no?

Levantó las manos en gesto de rendición. Acababa de perder su batalla dialéctica.

—Volviendo al tema de Nick, ¿qué es lo que te preocupa?

—Cuando os fuisteis, siguió diciendo que estaba seguro de que uno de los nuestros, uno de los Cazadores Oscuros, nos traicionaría.

La posibilidad también la tenía preocupada. Era una idea muy inquietante, pero le costaba mucho creer que las personas a quienes había conocido en esa reunión pudieran traicionarse. Entre ellos había percibido respeto y camaradería.

—Ese chico, como ha dicho Erika, es don Optimista.

A Ravyn no pareció hacerle mucha gracia su sarcasmo.

—Sí, pero creo que tiene razón. ¿Te imaginas lo que podría hacer un daimon si poseyera a un Cazador Oscuro?

Sí que se lo imaginaba, más de lo que le gustaría. Los daimons ya habían hecho bastante daño tal cual eran. Imaginarse que podían hacerse pasar por uno de los buenos… la cosa se pondría muy fea.

—¿Les resultaría fácil hacerlo? A ver, normalmente les dais para el pelo, ¿no?

—No lo sé… Ya han matado a dos de los nuestros y estuvieron en un tris de matarme a mí. Por eso me pregunto hasta qué punto son ciertas las gilipolleces de Nick.

Lo vio ladear la cabeza como si intuyera que sus dudas la estaban poniendo nerviosa.

No le gustaba la idea de ser carne de daimon. Y a él tampoco.

—No te preocupes. Solo estaba pensando en voz alta. —Estiró el brazo y le tendió la carpeta que llevaba en las manos.

—¿Qué es esto?

—Un regalo de Leo.

Lo dejó a un lado al ver que Ravyn se apoyaba contra la pared. Estaba muy raro. Como si presintiera algo que a ella se le escapaba. Tenía la mirada perdida en la pared, exactamente igual que si fuera un gato o un perro distraído por algo que solo él podía ver. Y al igual que sucedía en el caso de los animales, verlo así la estaba poniendo de los nervios.

—Oye…

Ravyn la miró.

—Quería preguntarte una cosa. Es que Erika ha dicho algo de ti y…

La miró con el ceño fruncido.

—No me pongo bragas púrpura para dormir y no persigo juguetes para gatos cuando me los tiran.

Esa respuesta la dejó pasmada. Vaya, vaya. Estaba claro que tenía algunos problemillas sin resolver.

—¿A qué ha venido eso? ¿De qué estás hablando? —preguntó con una carcajada.

Sus preguntas parecieron desconcertarlo.

—¿No es lo que ha dicho de mí? Porque es lo que suele decir… y te aseguro que no es verdad.

Ni siquiera podía hablar mientras intentaba contener la risa. Tenía muy claro que a Ravyn no le gustaría que se riera de él en su cara, pero le estaba costando contenerse. Abrió la boca y volvió a cerrarla como una tonta mientras buscaba una respuesta apropiada.

Al final logró controlarse.

—Bueno, yo doy fe de que no llevas bragas. Lo he comprobado en persona. En cuanto a lo otro… sería interesante comprobarlo. ¿Te apetece que hagamos un experimento?

Ravyn meneó la cabeza.

—¿Qué querías preguntarme?

Se lo pensó mejor porque no estaba segura de la respuesta que iba a obtener. Además, verlo allí de pie y listo para entrar en combate con esa pinta de tío duro la estaba distrayendo un poco…

—Erika ha dicho que no aguantas a nadie a tu alrededor más de veinticuatro horas.

Lo vio asentir con la cabeza.

—Es verdad.

¿Cómo podía aguantar esa soledad? A ella le gustaba estar sola, sí, pero no a todas horas. Había momentos en los que le gustaba estar rodeada de amigos. A decir verdad, había momentos en los que necesitaba tener a alguien al lado.

—¿Por qué?

Ravyn hizo una mueca muy graciosa y resopló de forma extraña.

—¿No te has dado cuenta que la mayoría de la gente es un coñazo? Prefiero ahorrarme la molestia de tener que tratar con ellos, así que evito a todo el mundo. Problema resuelto.

Pese a la sinceridad de sus palabras, no lo creyó. Su respuesta había sido automática, como si la tuviera ensayada. A esas alturas ya sabía muchas cosas de él. Cada vez que mentía o que le ocultaba parte de la verdad, sus ojos adoptaban una expresión rara.

Como en ese momento.

Se levantó y se acercó a él. Tanto que sentía el calor que irradiaba su cuerpo y olía el penetrante perfume de su loción de afeitar. Su mirada se tornó recelosa.

—Cuéntamelo, Ravyn.

Desvió la mirada y su expresión se volvió inescrutable. Le colocó la mano sobre el tic nervioso que había aparecido en su mentón. La barba le hizo cosquillas en la palma de la mano y volvió a sentir esa especie de conexión. Como si estuviera domando a un animal salvaje.

La miró como si el gesto lo enfureciera.

—No necesito que me tranquilices, Susan. No soy un niño pequeño.

—Me alegro —le aseguró con voz seria—, porque yo no soy una niñera. Y la verdad es que me gusta evitar a la mayoría de los niños porque son maleducados, insolentes y apestan a zumo de fruta. —Frunció el ceño al caer en la cuenta de algo—. Un momento, ahora que lo pienso sí que me recuerdas a un niño pequeño.

La miró muy mosqueado.

Le sonrió al tiempo que le daba una palmadita en la cara. Un gesto que le recordó que estaba acariciando a un leopardo salvaje que podría arrancarle el brazo de cuajo si quería. Esa idea le provocó una extraña sensación. Estaba jugando con fuego, sí.

—Lo siento —se disculpó, pero no por miedo, sino porque se sentía culpable, ya que a él no le habían hecho gracia sus palabras—, no pude resistirme. —Le soltó la cara y le cogió la mano—. Volviendo a lo de la pregunta, sabes que soy periodista, así que si no me das una respuesta válida, voy a seguir insistiendo hasta volverte loco.

Ravyn gruñó. No tenía por costumbre confiar en las personas. Incluso como mortal había preferido que sus asuntos personales siguieran siendo eso, personales.

Sin embargo, conocía lo bastante a Susan para saber que no bromeaba. Lo perseguiría con la tenacidad de un sabueso. Y a decir verdad, respetaba su persistencia. Por no mencionar que una parte desconocida de sí mismo se negaba a mentirle y se alegraba de tener a una persona que lo conociera.

Así que para ahorrar tiempo, le respondió:

—¿La verdad? No quiero tener gente alrededor por dos motivos: o acaban traicionándote o acaban muriéndose. Las dos posibilidades son chungas, así que te pasas el tiempo obsesionado pensando en por qué no lo viste venir. O pensando que hiciste o dejaste de hacer algo que lo provocó todo. Sin ánimo de ofender, no me gusta que me hagan daño, así que evito todo el asunto.

Esos ojos azules lo miraron con compasión mientras le acariciaba la mano con el pulgar.

—Te entiendo muy bien. Mi padre nos abandonó cuando yo era muy pequeña, tanto que ni siquiera me acuerdo de cómo era. Se limitó a actuar como un donante de esperma que no quería responsabilidades. Mi madre nunca dijo nada, pero yo siempre supe que su abandono la cambió por completo. Se negó a salir con otros hombres hasta el día de su muerte. Además, cuando pasó todo el follón con mi trabajo, mis supuestos amigos huyeron como ratas. Eran personas a las que conocía desde hacía años y en quienes había confiado, incluso el hombre al que creía amar me abandonó. Solo Angie y Jimmy siguieron a mi lado y, por raro que parezca, Leo… En cuanto a la otra posibilidad, lo de la gente que se muere, mejor lo dejamos. Estoy intentando mantener el tipo.

Aunque iba en contra de su naturaleza, la estrechó entre sus brazos en silencio para ofrecerle todo el consuelo del que era capaz. Al bajar la mirada, se fijó en la cicatriz que tenía en la muñeca.

—Dime una cosa, Susan.

—¿Qué?

—¿Cuándo intentaste suicidarte?

Tragó saliva al recordar la espantosa y fría noche de noviembre. Había pasado una semana desde que Alex la dejó y había tenido que abandonar su casa y alquilar un cuchitril.

Esa misma tarde le habían quitado el coche.

En un día muy señalado.

—Era el día de Acción de Gracias —murmuró con lágrimas en los ojos—. Angie y Jimmy no pudieron pasar el día conmigo porque los padres de él habían ido de visita. Me invitaron a su casa, pero no me apetecía poner buena cara cuando mi vida se estaba desmoronando. Ni tampoco quería contestar a las preguntas de sus padres sobre las noticias que habrían visto en la tele, donde me estaban poniendo a caldo. Así que allí estaba, en la pocilga donde había tenido que meterme. Sola. Pensando en mi madre y en lo mucho que la echaba de menos, y en ese momento me di cuenta de que todo lo que siempre había querido de niña (mis sueños de tener una familia y una profesión) se había ido al traste. Me habían quitado una a una todas las cosas por las que había trabajado tan duro. Nadie se quedó a mi lado durante el escándalo. Nadie me cogió de la mano y me dijo que todo iba a salir bien y que estaría a mi lado. Solo estaba yo. Y estaba cansada de tener que hacer el camino sola. Estaba agotada de seguir adelante y no había nadie que comprendiera por lo que estaba pasando. Nadie que hubiera visto cómo su vida se derrumbaba. Así que decidí que el mundo estaría mucho mejor sin mí.

La hizo apoyar la cabeza contra su pecho.

—Pero no moriste.

—No —dijo ella, sorbiendo por la nariz—. Después de cortarme las venas, me di cuenta de lo tonta que estaba siendo. Y también me di cuenta de que si me suicidaba, los cabrones que me habían tendido la trampa ganarían. Les daría igual que ya no estuviera. Seguramente se regodearían, y eso me dio la fuerza necesaria para sobrevivir. Después de todo lo que me habían quitado, no iba a permitir que me arrebataran también la vida. Así que llamé a una ambulancia y juré que jamás volvería a ser débil. Mis enemigos podrían quitarme lo que quisieran, pero mi vida seguía siendo mía, y mientras siga respirando, tiene valor. No volveré a darme por vencida. Jamás.

Una sensación muy cálida lo atravesó al escuchar esas palabras. Susan era increíble. Y mucho más fuerte de lo que parecía.

Por extraño que pudiera resultar, de toda la gente que había conocido a lo largo de su vida, Susan era la única de la que estaba seguro que compartía sus sentimientos. Con excepción de Cael, por supuesto. Ella sabía muy bien lo que se sentía al perderlo todo.

—¡Qué dos patas para un banco! —musitó.

—Podría ser peor.

Sus palabras lo sorprendieron.

—¿En qué sentido?

—Podríamos ser Nick.

Soltó una carcajada al escuchar otra muestra de su característico humor. Podía ser sarcástico y negro, pero nunca le fallaba. Lo blandía como una espada.

—Bien dicho.

Susan carraspeó y se apartó de él. La vio limpiarse una lágrima con el dedo meñique antes de mirarlo a los ojos.

—¿Qué le pasa? ¿Por qué lleva la marca de Artemisa en la cara cuando los demás la tenéis en sitios más ocultos?

—No tengo ni idea. Nunca he visto un Cazador Oscuro con la marca en un lugar tan visible. Creo que Zoe dio en el clavo cuando le preguntó si Artemisa le había dado un tortazo.

Susan sonrió ante esa idea.

—Bueno, si ha sido tan simpático con ella como con nosotros, la entiendo perfectamente.

—Sí, pero me da lástima. No es el mismo hombre que era cuando administraba la página de los Cazadores. Es verdad que tenía un humor muy sarcástico, pero eso lo respeto. Ahora está amargado y furioso.

Meneó la cabeza mientras recordaba al antiguo Nick. No podía hacer nada para que ese hombre regresara. Solo el tiempo le permitiría recuperar parte de lo que fue.

—Ya vale de Nick. Tienes que echarle un vistazo a esa carpeta. Leo cree que nos puede ayudar a identificar al que está ayudando a los daimons.

Eso captó su interés al punto. La observó coger la carpeta y sentarse en el colchón con las piernas cruzadas.

El deseo le aguijoneó la entrepierna sin saber por qué. Bueno, sí que lo sabía. La postura era muy excitante, pensó mientras lo asaltaban un montón de pensamientos inapropiados. Tenía que reconocer que Susan era estupenda en la cama, y también en el suelo. Eso lo llevó a preguntarse cómo sería en otros lugares, como la encimera de la cocina, la ducha y el campo, bajo las estrellas.

Los derroteros de su mente lo estaban poniendo a cien.

El problema era que ella estaba concentrada en el trabajo. Ni siquiera parecía percatarse de que seguía a su lado mientras esparcía las hojas por el colchón para leerlas. La vio fruncir el ceño antes de coger el portátil y meterse en Google.

—¿Quieres algo de beber?

—Café —contestó con voz distraída al tiempo que cogía lápiz y papel para tomar notas.

—¿Solo?

—Con leche y azúcar. Un Caramel Macchiato nunca está de más.

—¡Vaya! ¡Un alma gemela a la que también le encanta Starbucks!

Eso la hizo levantar la cabeza.

—Es lo mejor de vivir en Seattle. Veinticuatro establecimientos en un radio de diez manzanas. Es lo único que no echo de menos de vivir en Washington.

Soltó una carcajada.

—Vale, ahora mismo vuelvo.

La vio regresar a los papeles mientras él iba a por el café.

Se detuvo en la puerta un segundo para mirarla. Estaba muy guapa, pero parecía cansada. Aunque sobre todo parecía decidida. Recordó una época en la que él tenía ese mismo fuego. Una época en la que había vivido por y para la caza. No sabía cuándo se había esfumado esa emoción. Cuándo había descubierto la tranquilidad de seguir con la vida sin más. La tranquilidad de buscar una compañera de cama para una noche y luego salir en busca de la siguiente.

En ese momento se preguntaba cómo sería tener a una mujer que supiera lo que le gustaba y lo que no. Una mujer que supiera lo que era y que no le importara que fuera un hombre y un leopardo…

Desterró esas ideas antes de meterse en líos y salió de la habitación para subir la escalera. Por mucho que Susan lo atrajera, estaba fuera de su alcance. No había esperanza para ellos. Ya había tenido su oportunidad con una pareja y, además, estaba al servicio de Artemisa. Por más que deseara que las cosas fuesen distintas, no había futuro para ellos. Fue a la cocina y vio a Terra, deambulando entre los pinches mientras ayudaba a preparar tapas para los clientes.

Su cuñada se detuvo al verlo.

—¿Necesitas algo?

—Sí, necesita marcharse.

Suspiró con gesto disgustado y se giró para ver a Fénix a su espalda.

—No me toques las narices, Nix. No estoy de humor para aguantar tus tonterías.

—Porque eres una nenaza.

La furia se apoderó de él tan rápido que no supo cómo se había contenido para no abalanzarse sobre el cuello de su hermano. Lo fulminó con la mirada.

—¿Yo? ¿Yo soy la nenaza?

—Eso he dicho.

—¡Ja! Si yo soy el cobarde, ¿cómo es que tú sigues vivo mientras que yo estoy muerto? Llevabas emparejado ¿cuánto? ¿Doscientos años? Doscientos años emparejado y nunca te vinculaste con Georgette. ¿A qué estabas esperando, Fénix? Doscientos años dan para mucho.

Fénix hizo ademán de abalanzarse sobre él con un rugido, pero Terra lo apartó.

—Santuario, Nix.

Su hermano lo miró jadeando y con los ojos inyectados en sangre.

Terra soltó el aire.

—Fuera de la cocina, Fénix. O te vas o te saco yo.

Fénix la miró a los ojos.

—No eres capaz.

—Ya te digo —replicó ella con tono letal—. Soy capaz y no necesito la ayuda de nadie.

Fénix la miró con el gesto torcido antes de salir por las puertas batientes que daban al bar.

Terra se limpió las manos en el delantal antes de mirar a Ravyn.

—Bueno, ¿qué decías?

—Café.

—Marchando un café.

Impresionado por la pareja de Dorian, la observó acercarse a la encimera donde estaban las cafeteras. Terra era muy interesante. Aunque no parecía el tipo de Dorian. Y por eso la curiosidad pudo con él.

—¿Dorian y tú estáis vinculados?

Terra dejó de llenar la taza para mirarlo.

—Sí. A diferencia de Fénix, él no es una nenaza.

Soltó una carcajada mientras ella acababa de llenar la taza y después hacía lo mismo con un termo.

—¿Cuánto lleváis emparejados?

—Setenta y cinco años. —Terra dejó la taza, el termo, un tarro con azúcar y una jarrita de crema en una bandeja.

—¿Cuánto lleváis vinculados?

—Eres un poco cotilla, ¿no? —Su mirada lo atravesó, pero para su sorpresa le respondió—. Setenta y cinco años. Después de lo que os había pasado Dorian no quería llegar un día a casa y descubrir que su pareja había muerto. Dijo que las Moiras nos habían emparejado por una razón y que su lugar estaba a mi lado, incluso en la muerte.

Sintió un creciente respeto por su hermano. Y al mismo tiempo recordó la espantosa noche en la que su aldea fue destruida. Cuando los hombres empezaron a caer fulminados a su alrededor, supusieron que los que seguían en pie aún conservaban a sus parejas.

Al llegar a la aldea descubrieron quiénes estaban vinculados con sus parejas y quiénes habían pospuesto esa decisión.

Lo más duro para él fue descubrir a su madre. Dado lo mucho que supuestamente se querían y se respetaban sus padres, había supuesto que ellos sí lo habían hecho. Pero parecía que su padre no la amaba lo suficiente.

—Gracias, Terra —dijo al coger la bandeja.

—¿Ravyn?

Se detuvo para mirarla.

—Dorian no para de pensar en ti y se cree responsable por haber dejado que Fénix te matara. —Echó un vistazo a su alrededor como si le diera vergüenza contárselo—. Me parece que deberías saberlo.

Sintió un nudo en la garganta. Así que aún le quedaba un hermano que lo quería. Claro que eso no cambiaba nada. Dorian seguía siendo demasiado cobarde como para enfrentarse a los demás y hacerles saber que no estaba de acuerdo con su destierro.

Que así fuera. Llevaba trescientos años viviendo sin ellos, así que seguro que podría seguir haciéndolo.

Se despidió de Terra con una inclinación de cabeza y regresó con Susan, que estaba mordisqueando el lápiz.

—Te vas a romper un diente. —Dejó la bandeja a su lado, en el colchón.

Sus palabras parecieron desconcertarla.

—¿Qué?

Señaló el lápiz.

—¿Tienes hambre?

Susan miró el lápiz y se echó a reír.

—No, es una mala costumbre que adquirí en el colegio. Mi antiguo jefe solía decir que sabía cuándo tenía una buena pista por las mordeduras de los lápices de mi mesa. —Dejó el lápiz a un lado y cogió el café.

—Pues a juzgar por ese, supongo que has encontrado algo.

La vio echarse crema y azúcar.

—Sí y no. Al parecer, la mujer del jefe de policía murió hace un par de meses en Europa, cuando fue a ver a uno de sus hijos.

—¿De verdad?

Susan asintió con la cabeza.

—Hay algunas fotos tomadas en eventos sociales, pero nada interesante. —Con la taza en una mano, sostuvo en alto un trozo de papel en el que Leo había escrito: «Están como cabras»—. Creo que Leo tenía razón.

—Bueno, no es mucho.

Su móvil sonó en ese momento. Lo sacó del bolsillo y contestó.

—Ravyn.

Era Otto.

—Oye, Ravyn, tenemos un problemilla y necesitamos tu ayuda. ¿Nos vemos en Post Alley?

—¿Cuándo?

—¿Te viene bien dentro de quince minutos?

—Allí estaré. —Colgó y vio la expresión desconcertada de Susan—. Otto quiere que vaya a Post Alley.

—¿Por qué? Creía que tenías que desaparecer del mapa un tiempo.

Meneó la cabeza.

—Otto no me ha dicho el motivo, pero debe de ser importante si me ha llamado.

Susan asintió con la cabeza.

—¿Puedo ir contigo?

—¿Por qué?

—Curiosidad. Vamos, eres un gato. Tú más que nadie deberías entenderlo.

—No sé yo…

—Vamos, no te pongas así. O voy contigo o voy sola.

—¿Y si no quiero que vayas?

Lo miró ofendida.

—No sé, no te imagino yo con vestido y tacones, la verdad.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Que no eres mi madre. Deja de discutir conmigo y ayúdame a encontrar mis zapatos.

La expresión de su rostro puso de manifiesto que no le hacía ni pizca de gracia, pero le ayudó a buscar los zapatos, que estaban debajo de un montón de papeles de Jimmy.

No tardaron mucho en llegar al callejón indicado, situado bastante cerca de Pike’s Market.

Acababan de bajar del Porsche de Fénix y habían doblado la esquina cuando escucharon la voz furiosa de Zoe.

—¡No me obligues a perseguirte y a tirar el café, daimon! Como lo hagas, te juro que vas a tener una muerte lenta y dolorosa.

—La verdad es que esa mujer tiene su encanto —le dijo a Ravyn mientras caminaban guiados por la voz de Zoe.

Apenas habían dado unos pasos cuando se encontraron con Dragón.

—¿Qué hacéis aquí? —les preguntó.

—Nos llamó Otto —contestó Ravyn.

—A mí también —dijo Dragón, pasmado—. Qué raro que nos llame a los dos y nos haga venir a un lugar descubierto.

Sí que era raro, pensó Susan, mientras su mirada volaba de uno al otro.

—¿Te dijo lo que quería?

—No —respondieron los dos a la vez.

Dragón y Ravyn se miraron con expresión recelosa.

—¿Es cosa mía o a vosotros también os da mala espina este asunto? —preguntó Ravyn.

Escucharon que Zoe lanzaba un grito de guerra.

Ambos echaron a correr callejón arriba. Los siguió sin pensárselo, pero al llegar arriba y ver que Menkaura, Cael y Belle también estaban allí, comprendió que era una trampa.

Y habían caído en ella.