Cuando Ravyn despertó descubrió que veía borroso y que el olor de Susan lo impregnaba todo. Era un olor suave y cálido. Único e incitante. Aunque estaba hecho polvo, ese olor lo aliviaba.
Y lo ponía a cien.
Le dolía tanto el hombro derecho que apenas podía moverlo. Claro que no lo movería aunque pudiera, dado que Susan tenía la cabeza apoyada en él. Estaba dormida como un tronco, de espaldas a él. Al principio no recordó dónde estaba ni por qué estaba acostada con él. Pero al cabo de unos segundos los recuerdos de la noche acudieron en tropel.
Le habían disparado un tranquilizante fuera del Sírvete Tú Mismo. Recordó algunas imágenes de la pelea y del regreso al Serengeti, mezcladas con otras en las que sufría los efectos del tranquilizante… mientras Susan lo ayudaba.
Lo había abrazado mientras el mundo se derrumbaba a su alrededor.
Pasmado por ese hecho, se incorporó para mirarla. Le apartó un mechón de pelo de la cara. Tenía la piel más hermosa que había visto en la vida. Blanca y perfecta, tan suave como la seda. Le colocó los dedos en la mejilla y la diferencia con su propia piel le encantó.
Había algo precioso en ella. Algo que conmovía al animal que llevaba dentro y que lo incitaba a salir a la superficie. Jamás se había sentido tan atraído por nadie. Ni siquiera por Isabeau, y eso que había sido la pareja que tenía predestinada.
Agachó la cabeza para aspirar el perfume de su pelo. Los suaves mechones le hicieron cosquillas en la piel y la calidez que irradiaba su cuerpo lo calmó. Le echó el otro brazo por encima y la acercó un poco más a él. Como si fueran un par de amantes en la oscuridad. Ese momento hizo aflorar un sueño que llevaba muerto mucho tiempo en su interior. El sueño de tener una familia. De conocer el amor. De tener a alguien a quien amar que correspondiera sus sentimientos.
¡Por los dioses! Llevaba tanto tiempo sin abrazar a otra persona…
—Gatito, como no me sueltes ahora mismo te juro que voy a hacerte mucho daño. Y me da lo mismo que sigas colocado.
Soltó una carcajada muy a pesar suyo.
Susan abrió esos preciosos ojos azules para mirarlo sin pestañear.
—Ya se me ha pasado —le aseguró en voz baja.
Eso no pareció convencerla.
—Vale, eso mismo dijiste la última vez, justo antes de lanzarte de cabeza a por mis tetas.
—¡Anda ya! ¿En serio? —Frunció el ceño mientras intentaba recordar, pero las últimas horas eran una sucesión confusa de imágenes. Y aunque no recordaba que hubiera sucedido nada por el estilo, dada la atracción que sentía por ella, no le extrañaba. Si se le había presentado la oportunidad y una excusa para hacerlo, seguramente la habría aprovechado.
Susan lo miró con los ojos entrecerrados.
—Vuelves a ser tú, ¿verdad?
Se llevó la mano al ojo derecho en un intento por calmar el dolor que parecía atravesarle la cabeza.
—Sí, con un dolor de cabeza bestial.
Susan se giró para mirarlo a los ojos. Vale, para mirarlo a un solo ojo, ya que el otro lo seguía teniendo cubierto por la mano, aunque de todas maneras se alegró de verlo de vuelta.
—Bienvenido.
—Gracias. —Ravyn bajó la vista hacia esos labios que lo atormentaban con una invitación difícil de resistir—. Por todo.
—De nada.
Ver que se lamía los labios fue su perdición. Incapaz de resistirse, bajó la cabeza, casi temiendo que lo empujara o que se apartara de él.
No lo hizo.
En cambio, se pegó a él para aceptar el beso. En cuanto sus labios se rozaron, cerró los ojos y dejó que su calidez se apoderara de él. Susan lo abrazó con fuerza, y la ternura del gesto lo estremeció. Era una mujer extraordinaria. Con el corazón desbocado, la besó con más pasión, explorando el interior de su boca.
Susan no podía respirar… literalmente. La alergia apareció a bombo y platillo, pero se negó a apartarse del paraíso. Todo su cuerpo había cobrado vida al sentir sus labios. Ravyn le cogió la cara con las manos y su delicioso peso la aplastó contra el colchón. En un momento dado la ropa que los separaba llegó a molestarle, aunque sabía muy bien que intimar con él sería un error. Los Cazadores Oscuros no salían con nadie ni tenían novias, y ella no estaba interesada en ser el rollo de una noche de nadie.
Su único futuro era el de tomar rumbos diferentes. Era una pena que sus emociones fueran incapaces de actuar con lógica, porque lo único que querían era retenerlo entre sus brazos y explorar cada rincón de ese cuerpo macizo con la lengua. Pero no podía.
Ravyn enterró una mano en ese pelo tan sedoso, atormentado por el deseo de tenerla desnuda y retorciéndose de placer bajo él. Le mordisqueó los labios y notó cómo se le aceleraba el pulso, que latía al mismo ritmo que el suyo. Tuvo que echar mano de todo su autocontrol para no levantarle la camiseta y apoderarse de sus pechos. Pero Susan era una escudera, y los escuderos estaban fuera del alcance de los Cazadores Oscuros. Claro que eso no era impedimento para que lo atrajera hasta un punto insospechado.
Si pudiera, se quedaría con ella en ese colchón toda la noche, pero tenían muchas cosas que hacer y lo último que quería era liarse con otra mujer que podría traicionarlo. Se apartó y soltó un gemido.
Susan le colocó la mano en el brazo herido, como si supiera exactamente dónde le dolía.
—Necesitas descansar.
Negó con la cabeza.
—Tenemos muchas cosas que hacer.
—Lo sé muy bien. Pero sigues herido.
Resopló al escucharla.
—Esto no es nada, de verdad. Sobreviviré.
Susan meneó la cabeza y se sentó para mirarlo a la cara.
—Lo que tú digas. Mientras estabas fuera de combate, he estado dándole vueltas al asunto. Los daimons quieren acabar con vosotros para poder campar por Seattle a sus anchas, ¿no?
Se quedó tendido de espaldas.
—Eso es lo que creemos, sí.
—Pues según el manual que Leo me dio —siguió al tiempo que cogía el enorme libro encuadernado en cuero y se lo llevaba al pecho—, cada vez que un Cazador Oscuro cae, envían a otro a reemplazarlo, sobre todo cuando se trata de una ciudad importante… como, ¡anda!, Seattle. —Comenzó a juguetear con las tapas del libro mientras lo miraba con seriedad—. Entonces ¿qué están tramando los daimons? Digo yo, que para qué os matan si van a enviar a más. ¿Tú le encuentras sentido?
Ahí llevaba razón.
—No lo sé. No tiene sentido, pero no puedes negar lo que están haciendo. Tal vez esperan eliminarnos uno a uno hasta acabar con todos los Cazadores Oscuros. —Nada más decirlo, supo que no era así. Había demasiados Cazadores Oscuros. Eso les llevaría años, incluso siglos.
Sin embargo, esos dos últimos años habían pasado cosas muy raras. Un buen número de Cazadores Oscuros habían sido liberados y un número mayor había muerto. Sobre todo de un tiempo a esa parte.
—O tal vez se trate de un experimento —continuó Susan—. Piénsalo bien. Si son capaces de matar a todos los Cazadores de la ciudad sin que nadie los ataque, podrían intentarlo en otras ciudades. Como si fuera una especie de estrategia. Apoderarse de las ciudades una a una. ¿Voy bien?
—A estas alturas me vale cualquier teoría, porque nunca había visto nada parecido. A ver, siempre ha habido humanos imbéciles dispuestos a ayudarlos, pero nunca a este nivel.
—Lo que nos lleva a la pregunta de por qué los están ayudando. ¿Qué les prometen los daimons a cambio de su colaboración?
Se encogió de hombros.
—Podría ser cualquier cosa. Aunque yo apuesto por la vida eterna.
—No creo. Es demasiado sencillo. Piénsalo bien. Alguien en las altas esferas los está ayudando. ¿Por qué? ¿Qué podría ganar esa persona si deja que los daimons maten a gente en Seattle y eliminen a los Cazadores Oscuros? Ese humano debe tener un motivo personal en todo esto, y la vida eterna no me cuadra.
Eso lo dejó mudo.
—¿Sabes que los arcadios y los katagarios nacieron por un motivo muy concreto?
—¿Cuál?
—Hará unos nueve mil años, un rey griego se casó con una apolita sin saberlo. Cuando esta murió lenta y dolorosamente el día de su vigésimo séptimo cumpleaños, el rey se dio cuenta de que sus hijos correrían el mismo destino que su madre. Horrorizado por esa idea, se puso manos a la obra para combinar la fuerza y la vida de distintos animales mediante su magia. Su objetivo era conseguir que los apolitas vivieran más tiempo.
—¿Y?
—Funcionó. Creó la raza de los arcadios, mi raza, con corazones humanos. Y también creó la raza de los katagarios, nuestros enemigos, con corazones animales.
Susan asintió mientras recordaba lo que había leído.
—¿Entiendes lo que te estoy diciendo? —le preguntó al tiempo que la taladraba con la mirada—. Licaón hizo cuanto estuvo en su mano para proteger a su familia. Incluso desafió a las Moiras cuando le exigieron que matara a los híbridos que había creado. Que matara a sus propios hijos.
Se quedó con la boca abierta al comprender por fin lo que Ravyn quería decirle.
—¿Un policía se ha casado con una apolita?
—¿Y qué pasaría si dicha apolita estuviera a punto de convertirse en daimon?
La pregunta la atravesó como un cuchillo, dejándola sin respiración. Tenía sentido.
Un policía que pudiera manipular a los medios de comunicación. Un policía que pudiera manipular pruebas y cambiar las investigaciones de manos.
—O el jefe de policía o el comisario, ¿no?
—Yo apostaría por uno de los dos, sí.
Se tapó la boca con la mano mientras le daba vueltas la cabeza. Si se equivocaban y se lanzaba a por el hombre equivocado, jamás lo superaría. Pero si estaba en lo cierto…
—Necesitamos pruebas. Pruebas irrefutables.
Ravyn asintió con la cabeza.
—Y tenemos que librarnos de sus colaboradores humanos rápido.
No podía estar más de acuerdo.
—Sí, será peligroso. Pero ahora mismo tenemos que conseguir el diario de Jimmy.
—¿Qué diario?
Susan apartó la mirada, embargada por el dolor. Carraspeó y volvió a mirarlo a los ojos, pero el sufrimiento que sentía era innegable.
—Mi amigo Jimmy, el detective que estaba en el refugio, llevaba un diario en el que apuntaba sus ideas y las cosas que hacía.
—¿Un blog?
—No, era demasiado celoso de su intimidad como para publicarlo. Seguramente lo guardaba en su casa. O es un diario en papel o un archivo en su ordenador. Tenemos que registrar su casa y encontrarlo.
Él no lo tenía tan claro.
—¿No estarán ya al tanto los policías?
—No creo. Ya te he dicho que Jimmy era muy celoso de su intimidad, sobre todo cuando se trataba de la gente con la que trabajaba. Ni siquiera creo que les dijera que llevaba un diario.
Tenía su lógica. Bien sabían los dioses que él jamás admitiría algo semejante.
—Pero si se tomaron el trabajo de matarlo, ¿no habrían registrado también su casa?
—Me apuesto lo que quieras a que no. Creen que muerto el perro, se acabó la rabia, y nosotros somos fugitivos. Registrar su casa solo levantaría sospechas.
Una vez más, era un argumento sólido. El único problema era que si los policías no habían registrado la casa a esas alturas, no tardarían en hacerlo, de modo que cualquier prueba o pista que les hubiera dejado Jimmy se perdería para siempre. Así que era cuestión de hacerlo esa noche o nunca.
—Vale, pongámonos a ello. ¿Qué hora es?
Susan miró el reloj.
—Las doce y media.
—¿Dónde vivía?
—En la Avenida Veintinueve Oeste.
Genial, pensó. Se desperezó antes de sentarse en el colchón.
—Tenemos tiempo de sobra para ir, registrar la casa y volver antes de que amanezca.
Se percató de que Susan titubeaba al sentarse en el colchón.
—Solo hay un problemilla…
Suspiró al comprender lo que quería decirle.
—Lo sé. No quieren que vuelva una vez que me vaya. Pero no pasa nada. Tengo un as en la manga.
Susan enarcó una ceja.
—¿Cuál?
—Tú —contestó con una sonrisa—. Fue alucinante ver cómo dejabas a mi padre con la palabra en la boca. Deberías haber sido abogada.
Susan se sonrojó ante el halago. Dejó el libro a un lado.
Cuando Ravyn se puso en pie y le tendió la mano, la aceptó y dejó que la ayudara a levantarse, pero tiró tan fuerte que se cayó contra él.
Ravyn se quedó sin aliento por el contacto. Susan se pegó por completo a él y le provocó una erección instantánea. Se moría por besarla. Por un momento deseó ser mortal de nuevo. Había algo en ella que lo cautivaba.
—Lo siento —musitó—. A veces se me olvida lo fuerte que soy.
—No pasa nada.
Pero sí que pasaba, porque quería pegarla más a él y volver a saborear esos labios. Concéntrate en el trabajo, capullo, se reprendió.
Se obligó a separarse de ella y a salir al pasillo. La condujo escaleras arriba hacia la parte trasera del bar, donde su familia se escondía de los ojos y los oídos humanos. A juzgar por los ruidos que escuchaba, era evidente que el bar estaba abarrotado a esa hora de la noche. El insoportable ritmo de la música se le metió en la cabeza, haciendo que le doliera todavía más. Nunca le había gustado esa clase de música. Prefería el rock de toda la vida.
Llegaron a una puerta entreabierta y se detuvo al oír las voces de sus hermanos. A medida que los escuchaba, su enfado fue en aumento.
—¡Ya conoces nuestras leyes, Dorian! —exclamó Fénix—. Tenemos que matarlo, ahora, mientras duerme.
—La ley del santuario… —protestó Dorian.
—¡A la mierda con las leyes de Savitar! Mi pareja y mis hijos están muertos. La ley de la selva dice…
Abrió la puerta de golpe.
—Que solo sobrevive el más fuerte. Siempre. Y que yo sepa, capullo, el más fuerte no eres tú.
Sus hermanos se volvieron al punto para encararlo. Vio la expresión avergonzada de Dorian, aunque la ocultó de inmediato. Sin embargo, Fénix era otra cuestión. El odio llameaba en sus ojos. Se preparó para lo que se avecinaba, ya que esa mirada lo transportó de vuelta a la noche que murió. Era la mirada agónica y torturada que vio en su hermano cuando descubrió el cuerpo de su esposa. Había muerto junto a su madre, intentando proteger a sus hijos.
Aquella noche también se quedó quieto en el umbral, paralizado por la imagen de la sangre que empapaba el suelo de tierra de su cabaña. A pesar de los años que llevaba siendo un guerrero, desde que sus poderes despertaron al entrar en la pubertad, nunca había visto semejante carnicería. Los humanos no se habían contentado con matarlos. Habían mutilado a todos los miembros de su clan que habían capturado. Niños, mujeres, bebés… No les había importado en absoluto.
Fénix cogió a su esposa en brazos y ventiló su furia y su dolor entre alaridos. Hasta que se giró hacia él.
—¡Ha sido culpa tuya! —le gritó.
Atormentado por su propia culpabilidad y dolor, fue incapaz de hablar o de moverse. Los restos de su madre, la expresión de pánico congelada en su hermoso rostro, ejercían sobre él una atracción morbosa.
«Cuéntale a Isabeau la verdad sobre nosotros. Sobre ti. Ravyn, dile lo que somos. Aunque sea humana, las Moiras la han elegido para que sea tu pareja… Seguro que saben lo que están haciendo. Debes confiar en los dioses, hijo mío. Siempre.»
Las palabras de su madre resonaron aquella noche en su cabeza mientras la observaba a través de las lágrimas que le corrían por las mejillas.
Poco después Fénix se abalanzó sobre él. Al principio lo pasó por alto, pero luego sintió un dolor lacerante en el costado. Seguido de otro y de otro mientras Fénix lo apuñalaba una y otra vez mientras se quedaba allí sin hacer nada, aceptando las puñaladas sin levantar los brazos para defenderse.
—¡Muere, cabrón! ¡Espero que pases la eternidad en el Tártaro pagando por lo que has hecho!
Dorian cogió a Fénix para apartarlo, pero fue demasiado tarde. El daño ya estaba hecho.
Se tambaleó hacia atrás, ahogándose en su propia sangre. Cuando bajó la vista, vio cómo se le escapaba la vida de entre los dedos mientras la sangre resbalaba por su cuerpo, empapándole la ropa hasta llegar al suelo donde se mezcló con la de los demás. Resbaló en un charco y cayó.
La última imagen que vio antes de abandonar su existencia humana fue la de su propio padre, que se acercó para escupirle, para darle una patada y para maldecirlo mientras soltaba su último aliento. Esa imagen todavía lo martirizaba, lo asaltaba en numerosas ocasiones a la luz del día, mientras intentaba dormir.
Sin embargo, ya estaba harto de sentirse atormentado por la culpa. De que lo odiaran por algo en lo que no había participado. Su único error fue confiar en una mujer que le dijo que lo amaba. Su traición había sido imposible de adivinar, nunca podría haberse imaginado que la ira de su gente caería sobre su familia antes de que se emparejaran.
Estaba muy harto. Harto del odio y de la culpa. Ya era hora de enterrar el pasado.
Observó a su hermano con expresión desdeñosa.
—Quieres verme muerto, Fénix, ¿por qué no salimos y terminamos esto de una vez? Pero te advierto que ya no me siento culpable y que esta vez no me quedaré quieto y dejaré que me vuelvas a apuñalar. Ya tuviste tu oportunidad. No tendrás otra.
Fénix se colocó delante de él y entrecerró los ojos.
—Deberías haber seguido muerto.
Aceptó las palabras sin inmutarse siquiera.
—No, lo que debí hacer fue no permitir que me mataras. Debería haberte dado una paliza por gilipollas y después haber ido a por Isabeau y a por su gente sin tener que morir en el proceso. No, mejor, debería haberte matado la noche que llevé a cabo mi venganza por ser un cabrón egoísta. Pero no lo hice. Te perdoné por haberme matado. Igual que perdoné a papá por haberme pegado. Pero estoy harto de poner la otra mejilla cada vez que me escupís. Deja de lloriquear, nenaza, y pórtate como un hombre como tuve que hacer yo. —Hizo una mueca de asco—. ¿Crees que te llevaste la peor parte? Pues estás muy equivocado. Yo también lo perdí todo aquella noche, incluida mi pareja y mi familia. Vosotros os habéis tenido los unos a los otros para consolaros. ¿Qué coño me quedó a mí? Nada. Y ya estoy harto de tener que andar de puntillas a vuestro alrededor, estoy harto de que me culpéis por algo que no pude evitar. Si fueras la mitad del hombre que crees que eres, habrías vinculado tu fuerza vital a la de Georgette y habrías muerto con ella.
Fénix se abalanzó sobre él, pero Dorian lo apartó de un tirón.
—No, Nix, conoces la ley.
—¡A la mierda la ley! ¡Suéltame!
Dorian se negó.
Meneó la cabeza al ver el forcejeo entre sus hermanos.
—En vez de lloriquear por tu pérdida, hermanito, deberías haber dado las gracias por todo lo que conseguiste. Tuviste casi cien años con Georgette. ¡Cien años! Yo ni siquiera tuve a Isabeau un día como mi pareja y desde entonces no he tenido nada. Así que por mí puedes irte a la mierda, gallina.
Fénix hizo ademán de abalanzarse de nuevo sobre él, pero Dorian lo estampó contra la pared.
—Vete de aquí, Ravyn —le dijo Dorian con voz ronca.
Observó a los gemelos. En otra época habría muerto por ellos. Mientras crecían habían sido más que hermanos, habían sido sus mejores amigos. La pérdida de esa amistad seguía entristeciéndolo, pero había dejado de importarle. Saltaba a la vista que jamás significó para ellos lo mismo que ellos habían significado para él.
—Ya me voy, Dorian, pero pienso regresar.
Fénix soltó un taco y la expresión de Dorian se tensó.
—Tendrás que buscarte otro sitio.
Negó con la cabeza.
—No hay ninguna otra solución hasta que arreglemos este follón. Según la ley del Omegrion, tienes la obligación de abrirme tus puertas aunque te joda.
—¡Te odio! —gritó Fénix—. Si vuelves, te mataré, cabrón.
—Coge número.
Dorian soltó un suspiro cansado mientras él cogía a Susan de la mano y la obligaba a salir.
Susan no tenía idea de qué hacer ni qué decir mientras salían del bar y se encaminaban hacia el callejón trasero. Percibía el dolor que consumía a Ravyn por mucho que intentara ocultarlo bajo el enfado. Y no podía culparlo. A juzgar por todo lo que había escuchado, no podía ni imaginarse lo traicionado que debía sentirse por su familia. ¿Cómo pudieron volverse contra él de esa manera?
Sin titubear lo más mínimo, Ravyn se acercó a un Porsche gris con cristales tintados. Frunció el ceño cuando vio que extendía la mano, trazaba un círculo y la puerta se abría sin más.
—Tal vez te parezca una pregunta rara, pero ¿de quién es el coche que estamos robando?
En lugar de mirarla, Ravyn se metió en el coche.
—De Fénix.
—¿Cómo lo sabes?
—Mira la matrícula.
Cuando lo hizo, se dio cuenta de que tenía su nombre escrito junto con una pegatina con el nombre del bar. Se metió en el coche con una extraña sensación.
—¿No crees que esto va a cabrearlo un poco?
—¡Eso espero! —contestó Ravyn con sinceridad—. Si no, no tendría gracia que nos lo lleváramos.
—¿No llamará a la policía?
—No. Eso violaría la ley del santuario. A ver si le sale humo por las orejas mientras nosotros hacemos lo que tenemos que hacer. Además, los polis no reconocerán el coche y los cristales tintados evitarán que nos vean.
Meneó la cabeza y se puso el cinturón de seguridad.
—Sé que puedo parecer cotilla…
—¿Una periodista cotilla? Joder, lo que hay que oír…
Pasó por alto el sarcasmo, ya que lo vio arrancar el coche sin llaves. Ese hombre tenía unos poderes alucinantes cuando estaban a pleno rendimiento.
—Vale, listillo, pero respóndeme a esto. ¿Por qué está tu familia en Seattle cuando es evidente que nadie te quiere cerca?
Vale, eso no había sonado como pretendía. Lo más gracioso era que la pregunta sonaba mucho más suave en su cabeza.
Ravyn la miró con cara de pocos amigos antes de salir del callejón.
—El Omegrion establece dónde se asientan los santuarios, lo que quiere decir que no tenían alternativa. Si querían tener un santuario, tenía que ser en Seattle o en ningún sitio, porque las demás ciudades estaban ocupadas.
Meditó sus palabras un instante.
—¿Por qué querían tener un santuario?
—Supongo que por haber visto a todo el clan aniquilado. Mi gente suele establecerlos cuando están al borde de la extinción. Es una manera de mantener a raya a nuestros enemigos el tiempo suficiente para recuperar nuestras filas.
Eso tenía sentido.
—¿Y tú qué? ¿Cómo acabaste aquí?
—Ya estaba aquí cuando llegaron. Aunque ellos no lo sabían. Aquerón me asignó a esta región hace unos doscientos años porque tenía mucho terreno libre en el que correr en forma de leopardo cuando me apeteciera, y Cael pidió que me trasladaran con él. No le gustaba la idea de estar aquí solo.
—¿Tanto tiempo hace que sois amigos?
Lo vio asentir con la cabeza.
—Fue el primer Cazador Oscuro que conocí después de que Aquerón me entrenara. Estuvimos destinados en Londres un tiempo, después nos trasladamos a Francia y de ahí fuimos a Munich.
—¡La leche! Sí que habéis visto mundo.
—Teníamos que movernos mucho porque los humanos solían ser más suspicaces por aquel entonces. Ahora la gente está tan absorta en su propia vida que ni siquiera se molesta en conocer a sus vecinos, mucho menos en una ciudad.
Aunque quiso discutir esa afirmación, cayó en la cuenta de que tenía razón. Ni siquiera sabía los nombres de pila de la pareja que vivía junto a su casa, y eso que se habían mudado hacía dos años.
Ravyn había dado en el clavo.
—Bueno, ¿adónde vamos? —preguntó él.
—Al infierno y más allá.
Ravyn soltó una carcajada. Era un sonido grave y muy agradable. Joder, no había nada que no fuera sexy en su persona. Sobre todo con la cara medio oculta por las sombras.
—En serio.
—Te lo decía en serio. Ahí es adonde vamos —dijo entre dientes, pero después añadió en voz alta—: Al 4335 de la Avenida Veintinueve Oeste.
—Bonito barrio.
—Sí, lo sé. Angie siempre tuvo muy buen gusto.
Como quería distraerse, se concentró en Ravyn y en la conversación de sus hermanos.
—Explícame eso que has dicho antes de vincular la fuerza vital o no sé qué.
El rostro de Ravyn se ensombreció, y no tenía nada que ver con la oscuridad de la noche. Había adquirido una expresión extraña, como si la pregunta lo inquietara a un nivel muy personal.
—Los arcadios y los katagarios no somos como los humanos.
Tírate otra, Sherlock, pensó, pero se guardó esa perla.
—¿Te refieres a que vivís varios siglos, os convertís en animales, viajáis en el tiempo y hacéis cosas alucinantes agitando una mano o a otra cosa?
Vio el asomo de una sonrisa en sus labios, como si se estuviera conteniendo para no soltar una carcajada.
—Sí, eso también, pero a diferencia de los humanos, no tenemos libertad para escoger a nuestras parejas. Las Moiras…
—¿Quiénes?
—Las Moiras. Ya sabes, las Parcas. Ellas son las que escogen a nuestras parejas.
—Ajá… —comentó—. ¿Por qué se me ocurren de repente un montón de titulares sensacionalistas típicos de Leo? Mmmm, creo que ya lo sé. ¿Porque son una leyenda y no existen?
La miró con expresión cínica.
—Como los vampiros, ¿no?
—Ahí me has pillado. Vale, también son reales, ¿qué más?
—Que escogen a nuestras parejas.
De no ser porque llevaba un día de locos, le habría recomendado que fuera al psiquiatra. Pero tenía que ser verdad, aunque para ella fuera ilógico.
—¿Y qué hacen? ¿Bajan a la tierra, te dan un golpecito en el hombro y te dicen: «Colega, cásate con ella»?
—No, aparece un símbolo de emparejamiento en las palmas de las manos de los dos interesados para que sepan que están predestinados.
—Impertinente y maleducado, pero vale. ¿Y ya está?
—No. En cuanto la marca aparece, tenemos tres semanas para decidir si queremos aceptarla o no. Si lo hacemos, nos acostamos con nuestra pareja y nos vinculamos. Si no, el símbolo desaparece y no podemos emparejarnos con nadie más mientras uno de los dos viva, y tampoco podemos tener hijos.
Eso no le gustaba tanto.
—Vaya mierda.
—Y que lo digas. La hembra puede seguir manteniendo relaciones sexuales, pero el macho se queda impotente hasta que uno de los dos muere.
—¿Qué pasa si os emparejáis y uno de los dos muere? ¿Seguís unidos o el superviviente puede encontrar otra pareja?
—Técnicamente puede hacerlo, pero es muy raro. Podría decirse que las Moiras solo conceden una oportunidad. Son así de cabronas. Pero al menos la muerte libera al superviviente de ese vínculo, razón por la que yo puedo acostarme con mujeres, aunque nunca llegué a emparejarme del todo con Isabeau.
—Entonces ¿hay alguna posibilidad de que vuelvas a emparejarte?
—Las mismas que de morir envenenado por un zumo.
Soltó una carcajada al escucharlo.
—Sí, está claro que las Moiras son mujeres. Me encanta.
—Me alegro por ti, pero a mí no me hace ni puta gracia. La idea de ser impotente es un asco.
Normal.
—¿Cuándo aparece la marca? ¿A una edad en concreto? ¿Cuando cruzas una calle?
—Cuando la pareja mantiene relaciones sexuales. —Le lanzó una sonrisa perversa.
—Vale, lo que tú digas.
—No, en serio. La marca solo aparece después de que te has acostado con tu pareja. En cuestión de horas aparece solita.
—¿Y si nunca te acuestas con tu pareja?
—Pues no la encuentras. Y te pasas toda la vida sin la oportunidad de tener hijos.
Y ella creyendo que ser humano era duro. Al menos en su caso podía elegir sobre el matrimonio y la reproducción de la especie.
—¿De verdad que no tenéis control sobre este asunto?
—Ninguno. Si lo tuviéramos, nunca habría escogido a una humana por pareja.
No sabía muy bien por qué, pero esas palabras le escocieron.
—No todos somos tan malos, que lo sepas.
Ravyn resopló con desdén.
—Perdona si me reservo la opinión al respecto.
Bueno, la verdad era que no podía culparlo por lo que sentía. Los actos de una humana le habían hecho muchísimo daño. Y eso la llevó a preguntarse qué clase de mujer estaría dispuesta a desperdiciar la oportunidad de tener a un hombre como Ravyn en su vida.
—Bueno, ¿Isabeau y tú terminasteis el asunto este del emparejamiento?
—No, ya te lo he dicho. Como el tonto que era decidí ser noble y se lo conté todo antes de que termináramos el ritual. Como era humana y estábamos en pleno Renacimiento, se puso un poco… histérica, por llamarlo de alguna manera.
—Y el resto es historia.
Lo vio asentir con la cabeza.
¡Dios, cuánto lo sentía por él! Debió de ser terrible desnudar su alma para que esa mujer lo traicionara. En comparación, que Alex la dejara porque no quería que su mancillada reputación lo afectara parecía ridículo. Alex se comportó de manera muy insensible, pero Isabeau fue cruel.
—Y eso de unir las fuerzas vitales que le dijiste a Fénix, ¿de qué va? —le preguntó.
—Es un vínculo especial que podemos entablar con nuestras parejas si las dos partes están de acuerdo. Consiste en unir nuestras fuerzas vitales, de modo que si uno muere, el otro también lo hace. Al instante.
—Romántico y aterrador.
—Sí que lo es. Por eso supe lo que estaba pasando la noche que nuestra aldea fue atacada. Varios miembros de nuestro clan que estaban con nosotros cayeron al suelo sin más. Estaban perfectamente y antes de darnos cuenta yacían muertos a nuestros pies sin motivo alguno. Al ver los que iban cayendo, supimos que alguien estaba matando a nuestras familias.
Soltó el aire mientras intentaba imaginarse semejante horror.
—Lo siento muchísimo, Ravyn.
—Gracias.
Sin embargo, la fuerza con la que se aferraba al volante con ambas manos la llenó de compasión.
Hicieron el resto del trayecto en silencio hasta la casa de Angie y Jimmy. A esa hora de la noche el barrio estaba tranquilo y en las casas solo se veía alguna luz o el televisor encendido. Siempre le había gustado trasnochar. El mundo solía estar muy tranquilo y calmado a esas horas. El silencio era casi tangible.
Cuando se acercaron a la casa, vio un coche patrulla aparcado en una esquina.
—Parece que están vigilando la casa.
Ravyn asintió con la cabeza.
—No me esperaba menos después del día que llevamos.
Bueno, tenía razón.
Pasaron junto al coche patrulla, siguieron calle abajo y doblaron en una esquina para aparcar.
—Podemos ir a pie hasta la parte trasera.
—¿Sabes una cosa? Es una lástima que pudiendo utilizar la magia, no puedas aparecerte sin más en la casa.
—La verdad es que un arcadio normal podría hacerlo.
—¿Tú no?
Lo vio negar con la cabeza.
—Ya no. Cuando me convertí en Cazador Oscuro, perdí ese poder. Artemisa quiere que nuestra existencia siga la misma trayectoria cronológica que la de los humanos, así que ya no puedo teletransportarme. Pero mis poderes han aumentado en otros sentidos, y cuando estoy en forma felina puedo soportar la luz del sol, a diferencia de otros Cazadores Oscuros. No es muy agradable, pero no me mata.
—¿Por eso olía a pelo quemado en mi coche?
—Exacto.
Vio que la luz de la farola resaltaba sus facciones. A pesar de que su tiempo juntos era muy limitado, no podía negar que estaba para comérselo. Y daría cualquier cosa por poder besar de nuevo esos labios… por pegarse a ese cuerpo hasta que ambos estuvieran saciados. Pero dado lo que Ravyn sentía por los humanos, supuso que ella sería tan atractiva para él como una apolita.
Suspiró y desterró esos pensamientos. Lo único que necesitaba para completar el día era que la rechazara.
—Supongo que la vida te da una de cal y otra de arena, ¿no?
—¿Y qué te ha pasado para que llegues a esa conclusión? —quiso saber Ravyn al tiempo que abría la puerta del coche.
Meditó la respuesta mientras salía del coche y cerraba la puerta sin hacer ruido.
—Supongo que el hecho de seguir cuerda y de ganarme el pan trabajando en un periodicucho de mierda.
Eso pareció hacerle gracia.
—Leo no está tan mal, ¿no?
Se abrazó la cintura cuando echaron a andar hacia la casa de Angie.
—La verdad es que Leo es un trozo de pan. Lo que pasa es que odio tanto trabajar en ese periódico que estoy obsesionada con prenderle fuego.
Ravyn la cogió y tiró de ella para esconderse tras un seto cuando un coche apareció por la calle. Siguieron agazapados mientras escuchaban que el coche se alejaba muy, muy despacio.
Temiendo que los atraparan cuando estaban tan cerca de su destino, contuvo el aliento hasta que el coche desapareció. Acto seguido, clavó la vista en la tensa mano con la que Ravyn la sujetaba. Esos dedos largos la calmaban a pesar de estar agarrándola con demasiada fuerza.
Como si le hubiera leído el pensamiento, Ravyn la soltó y comenzó a frotarle la muñeca mientras echaba un vistazo hacia el otro lado del seto. Ese gesto significó mucho para ella.
Ravyn le indicó con un ademán que se pusiera en marcha hacia la casa de Angie. Cruzaron el jardín trasero del vecino para evitar que el coche patrulla los viera, cosa que sucedería si entraban por delante. La alzó sin esfuerzo alguno y la pasó por encima de la cerca antes de que él la saltara.
Sabía que era un felino, cierto, pero cada vez que hacía cosas como esa, la dejaba alucinada. Siguieron avanzando agazapados y ocultos en las sombras hasta el porche de Angie. Una vez más lo vio hacer ese extraño gesto con la mano que le permitía abrir las puertas y que en esa ocasión le permitió abrir las cristaleras sin romperlas.
Ella entró primero. Estaba a punto de encender la luz cuando se dio cuenta del error.
—¡Esto es absurdo! No veo nada y si enciendo la luz, la policía se dará cuenta.
—Tranquila.
Dio un respingo al percatarse de que Ravyn estaba tan cerca que su aliento le acariciaba la mejilla al hablar. El calor de su cuerpo la envolvió y consiguió calmar sus nervios.
—Mi visión nocturna es perfecta. Dime qué tengo que buscar.
Cerró los ojos y dibujó un plano de la casa en su cabeza.
—Arriba, el segundo dormitorio de la derecha es un despacho. El portátil de Jimmy debería estar allí. Cógelo y busca también un diario con tapas de cuero que debería andar cerca.
—¿Algo más?
—No lo sé. Si ves cualquier cosa que pudiera utilizar para hacer anotaciones, cógelo también.
Ravyn extendió los brazos y la ayudó a sentarse en un taburete alto.
—Vale, tú espera aquí. Vuelvo enseguida.
Aliviada porque la hubiera guiado en la oscuridad, asintió con la cabeza al tiempo que se apoyaba contra la encimera. Después lo escuchó subir las escaleras con sigilo… como un gato.
Sí. Su vida había dado un giro muy raro.
El dolor la asaltó mientras echaba un vistazo a su alrededor, observando unos muebles que conocía a la perfección y que la oscuridad reinante convertía en sombras. La última vez que estuvo allí fue el para el cumpleaños de Angie, hacía unas semanas. Jimmy le había dicho que era como Merlín, que rejuvenecía a medida que pasaban los años.
—Estás más guapa cada año —le había dicho Jimmy.
Esa había sido la tercera vez que Angie cumplía treinta y cinco. Su amiga había aceptado las bromas sin parpadear y le había recordado que a ella le quedaba poco para celebrar su cumpleaños.
Daría cualquier cosa por revivir esa noche una vez más…
—Angie… —musitó con el corazón encogido por la pérdida. ¿Cómo era posible que ya no estuviera? Era una tragedia sin sentido—. No pienses en eso. —Pero era imposible no hacerlo. Se suponía que ella no tenía que envejecer sin sus amigos. Eran su familia. Sin ellos se sentía perdida y sola.
A la deriva.
Aunque se había propuesto lo contrario, sintió que se le escapaban las lágrimas. Se las limpió deprisa, odiándose por su debilidad. Ahí estaba ella, llorando como una niña pequeña como si no tuviera otra cosa que hacer.
—¿Susan?
Dio un respingo al escuchar esa voz al oído.
—¡Ravyn! ¡Me has dado un susto de muerte! —Sintió que uno de sus brazos la estrechaba y la pegaba contra su duro cuerpo. Su olor la calmó, aunque al mismo tiempo hizo que se le congestionara la nariz.
—Tranquila.
Pero no podía tranquilizarse. Sabía que nada volvería a ser lo mismo sin sus amigos. Claro que era todo un detalle que se afanara por consolarla.
Sobre todo teniendo en cuenta que él sí que sabía de primera mano lo que era el sufrimiento. Él también lo había perdido todo. Agradecida por tenerlo, se apoyó en su duro pecho y se aferró al brazo que la rodeaba. Guardó silencio mientras luchaba contra las lágrimas, hasta que inspiró hondo.
Carraspeó, le dio un apretón en el brazo y se apartó.
—¿Lo tienes?
—Sí. Estaba justo donde dijiste que estaría. Vámonos de aquí antes de que alguien nos vea.
Lo vio meterse una caja debajo de un brazo antes de cogerle la mano y llevarla de vuelta al porche trasero. Cruzaron el patio en silencio y recorrieron la calle hacia el lugar donde habían dejado el coche. Caminaba con el temor de que los descubriera alguien. Contuvo el aliento a la espera de que la policía o los daimons los detectaran.
Cuando llegaron al Porsche, estaba al borde de un ataque de nervios.
Se metió en el coche y se puso el cinturón de seguridad antes de que Ravyn le dejara la caja en el regazo. En cuanto cerró la puerta, rodeó el coche y se sentó al volante. Entretanto, ella frunció el ceño al ver que había algo encima del portátil.
La invadió una mezcla de dolor y alegría que le hizo un nudo en la garganta y la dejó sin respiración. Era una fotografía enmarcada de Angie, Jimmy y ella que se hicieron el verano anterior cuando fueron de pesca a alta mar. Angie y ella estaban señalando un enorme pez espada que Jimmy había pescado, mientras él posaba con los brazos en alto.
Se llevó la fotografía al pecho y miró a Ravyn, abrumada por su consideración.
—Gracias.
Él se limitó a inclinar la cabeza. Después arrancó el coche y condujo de vuelta al Serengeti.
Dejó la foto e intentó no perder el control cuando la invadió la furia al pensar en lo injustas que habían sido sus muertes. Quería vengarse. Tienes que tranquilizarte, Sue, se dijo. Pero era difícil. Siempre había odiado los arrebatos emocionales, pero esa noche se sentía perdida.
—Lo siento, Ravyn.
—¿Por qué?
—Por tener que cargar con esta histérica. En circunstancias normales suelo mantener el tipo bastante mejor.
Para su sorpresa, Ravyn extendió el brazo y le cogió la mano.
—Ni se te ocurra disculparte, nena. Solo siento respeto por la entereza y por la fuerza que has demostrado hoy. Conozco a muy pocos hombres que hubieran aguantado el tipo como lo has hecho tú.
Esas palabras le desbocaron el corazón.
—Gracias.
Ravyn le dio un apretón y le soltó la mano para cambiar de marcha. Ella se enjugó las lágrimas y se limitó a contemplar cómo jugueteaba la luz de las farolas sobre sus facciones, resaltándolas. Era un hombre genial. Y eso hizo que se preguntara cómo sería si fuera un tío normal y corriente.
No, no podía imaginárselo. Era un superhombre. Alguien como él jamás podría ser normal y corriente. Y por eso sabía que una mujer como ella solo podría disfrutar de un momento pasajero con alguien como él.
Ravyn condujo en silencio por las tranquilas calles de Seattle, aunque sentía la presencia de Susan con cada poro de su ser. El Cazador Oscuro que llevaba dentro escuchaba el latido de su corazón. Sentía su sangre correr por sus venas. El depredador presentía su miedo y su tristeza. El hombre solo quería besar esos labios que tenía entreabiertos y abrazarla hasta que volviera a sonreír.
Su cercanía le impedía pensar con claridad. Nunca había visto a una mujer tan hermosa.
Observó la mano que descansaba sobre la caja. Sentía deseos de mordisquearla y de llevársela a la entrepierna para que acariciara esa parte de su cuerpo que se moría por que la tocara. Pero un animal como él jamás podría tocar algo tan preciado como ella. Susan era uno de los pocos humanos decentes que había conocido en la vida. Y se merecía a alguien mucho mejor que él. Se removió en el asiento y apretó los dientes. No era el momento oportuno para dejarse llevar por las hormonas.
Claro que sí…, lo contradijo una vocecilla en su cabeza.
Quería gruñirle a esa voz. Sin embargo, pisó el acelerador e intentó no pensar en nada para no ceder al feroz anhelo de acostarse con ella.
Aparcó el coche demasiado tarde para su tranquilidad mental en el mismo lugar donde lo tenía Fénix. La ayudó a bajar del coche y echaron a andar hacia el bar. El local no estaba tan concurrido como antes. Sin duda alguna la noche estaba decayendo, pero aún había una buena cantidad de gente. El rítmico sonido de la música dance lo invadía todo. El aire olía a alcohol, colonia barata y comida basura. En cualquier momento aparecería uno de sus «cariñosos» familiares para intentar echarlo.
Erika estuvo a punto de darse de bruces con ellos cuando doblaron una esquina.
—Lo siento —se disculpó al tiempo que hacía ademán de seguir camino.
—¿Adónde vas? —preguntó él. Su padre lo mataría si le pasaba algo mientras estaba en Hawai.
—Ahí afuera.
—¿Adónde?
Erika suspiró.
—A la pista de baile, pesado. Quiero bailar hasta reventar.
La miró con recelo.
—¿No tienes clase mañana?
—Tranquilo, papá. Leo dijo que sería mejor que me quedara aquí hasta que pase el peligro. Tienen miedo de que me atrape un doulos.
—¿Un qué? —preguntó Susan.
Se giró hacia ella.
—Es el término que usamos para los humanos que ayudan a los apolitas y los daimons.
—Vaya…
Erika dio otro paso en dirección a la puerta que daba al bar antes de detenerse.
—Ah, por cierto, si tenéis hambre, decídselo a la cocinera, Terra, y os preparará algo. Os juro que hace unas hamburguesas que están para chuparse los dedos.
—Gracias —dijo Susan, pero ya se había ido.
—¿Por qué no nos pides algo de comer mientras yo saco las cosas de la caja para poder examinarlas? —le preguntó Ravyn al tiempo que le quitaba la caja de las manos.
—Vale.
Lo observó bajar las escaleras y después llegó hasta la cocina siguiendo el sonido de las sartenes y los vasos. No estaba segura de que la gente que trabajaba allí fuera humana. Y eso le producía una sensación extraña.
—¿Quieres algo?
Se giró y vio a una morena muy alta que le recordó a una supermodelo. Tenía unos ojos penetrantes de un azul cristalino, que parecían resplandecer mientras la observaban como haría un depredador en libertad.
Se negó a dejarse intimidar por mucho que la mujer lo intentara.
—Erika me ha dicho que podríais darnos algo de comer.
La mujer echó un vistazo a su alrededor con ademanes muy felinos y volvió a mirarla unos segundos después.
—Vale, pero no le digas a Dorian que os he dado de comer. Lo último que me hace falta es que me eche un sermón.
Debía de ser Terra. Menos mal que tenía un corazón compasivo.
—Gracias.
—De nada.
Esperó apartada mientras Terra preparaba dos platos con hamburguesas y patatas fritas.
—¿Formas parte de la familia Kontis? —preguntó Susan.
—Dorian es mi pareja —contestó, alzando la mano para que viera el precioso símbolo geométrico que tenía en la palma—. Yo soy Terra.
Así que esa era la marca. Era preciosa.
—Encantada de conocerte.
Terra resopló.
—Sí, ya. Estás tan contenta de estar aquí como nosotros de tenerte… percibo tus emociones por el olfato. Pero no me importa. Todos tenemos muy claro lo que pensamos, ¿verdad? —Terra le tendió los platos—. ¿Quieres unas cervezas?
—Sería genial.
Terra se limpió las manos en el delantal antes de sacar dos botellines de un frigorífico que tenía a la espalda. Los colocó en una bandeja y le indicó que dejara los platos allí. En cuanto lo hizo, le puso la bandeja en las manos.
—¿Puedes?
—Sí, gracias.
Terra asintió con la cabeza antes de indicarle a uno de los camareros que sirviera un plato de galletitas saladas.
Regresó a la habitación del sótano con la bandeja en las manos. Ravyn ya había arrancado el ordenador. Cuando vio las cervezas que llevaba, su rostro se iluminó como si fuera un niño viendo a Papá Noel.
—Me has adivinado el pensamiento.
Le sonrió al tiempo que le daba la cerveza.
—Fue Terra.
—¿Terra?
—Parece que tu hermano Dorian está emparejado.
—¿En serio? —La noticia lo había dejado boquiabierto.
—Sí. Es una mujer interesante. Un tanto brusca, pero al menos nos ha dado de comer.
—No pienso quejarme, sobre todo con lo bien que huele.
Dejó la bandeja en el suelo antes de acercarse el portátil de Jimmy.
—Bueno, cuéntame qué encontraste en su despacho.
—No mucho. Unas cuantas cartas, algunas carpetas, un par de diarios con tapas de cuero y el portátil.
Y una fotografía muy especial que no había mencionado. Desterró esa idea y comenzó a examinar las carpetas del disco duro, pero mientras lo hacía el dolor la asaltó con fuerza. Aquellos eran los archivos personales de Jimmy. Toda su vida estaba en ese ordenador. Sus declaraciones de la renta, sus fotos, los correos que les había mandado a sus amigos, sus bromas…
Todo.
Sintió la mano de Ravyn en el hombro.
—¿Quieres que lo haga yo?
—No —contestó a pesar del nudo que tenía en la garganta, ayudada por un nuevo arranque de furia—. Se lo debo.
Ravyn no daba crédito a la fuerza y a la determinación que demostraba Susan. Nunca había visto nada parecido.
—Vale, mientras tú buscas, yo voy a llamar a los otros Cazadores Oscuros para ver cómo les va.
La vio asentir con la cabeza.
Aunque no estaba seguro de que lo hubiera escuchado, sacó el móvil y llamó a Aquerón. Al igual que antes, no hubo respuesta. ¡Mierda! Le vendría estupendamente algún consejo del gran jefe sobre cómo enfrentarse a esa situación. Aquerón parecía comprender a la perfección la mentalidad de los daimons.
Después fue llamando uno a uno a todos los Cazadores Oscuros destinados en Seattle para asegurarse de que seguían en sus puestos y en alerta máxima.
El único que no le contestó fue Aloysius. Un Cazador Oscuro escocés que llevaba en Seattle desde 1875.
Soltó un taco en voz baja.
—¿Estás bien?
Miró a Susan y asintió con la cabeza, aunque en realidad se sentía fatal.
—Creo que ya sé a quién han matado… Era un buen hombre. —Meneó la cabeza disgustado y se acercó a ella—. ¿Has encontrado algo?
—Todavía no. Solo unas cuantas notas sobre los informes que se perdían de sus archivos en el trabajo. Algunas pruebas que desaparecían. Pero ninguna teoría sobre quién está detrás de todo esto ni por qué.
Se echó hacia delante para leer la pantalla, pero antes de que pudiera hacerlo, escuchó un golpe seco en la planta superior.
Sin embargo, lo peor fue la furia y el miedo que invadieron el aire. Su olor era abrumador.
Allí arriba algo andaba muy mal…