Ash se despertó bañado en sudor frío mientras un montón de imágenes desconectadas pasaban por su cabeza como un caleidoscopio roto. Se sentó desnudo en la cama y escuchó los desesperados gritos de ayuda…
Y después la sintió. Esa mano de tacto frío y exigente que se posó en su hombro desnudo, arrancándolo de la pesadilla.
—Vuelve a la cama, Aquerón.
Se pasó la mano por la larga melena rubia mientras intentaba concentrarse en la voz que había escuchado con más fuerza. Pero se había perdido… ahogada entre el resto de súplicas que acabaron por convertirse en un zumbido continuo.
—Está pasando algo.
Artemisa resopló disgustada… gesto poco apropiado para una diosa que había creado un ejército con el supuesto fin de proteger a la Humanidad de los apolitas y los daimons que su hermano gemelo había creado a su imagen y semejanza, llegando incluso a otorgarles poderes propios de los dioses. Claro que nada más crear dicho ejército, se había desentendido de él y lo había dejado en sus manos como medio para intentar retenerlo junto a ella toda la eternidad.
—Siempre pasa algo —refunfuñó—. Cuando el gato se va, los ratones se escabullen.
Soltó un suspiro exasperado al tiempo que la miraba por encima del hombro. Artemisa estaba recostada en la cama, con el cuerpo cubierto por una diáfana sábana blanca cuyo tejido, mucho más fino que la mejor de las sedas, no dejaba nada a la imaginación. El cabello rojizo extendido a su alrededor era el marco perfecto para su rostro. Sin embargo y a pesar de ser una diosa, era lo más lejano a la perfección que había existido jamás.
—Los ratones juegan, Artie.
—¿Qué más da? —replicó ella, enfadada porque seguía lejos de su alcance.
Sin prestarle atención, se levantó de la cama y caminó hacia las puertas francesas que se abrieron al sentirlo llegar para darle paso a una terraza dorada. Una vez fuera se apoyó en la fría balaustrada de piedra con la mirada fija en la cascada multicolor. El Olimpo era hermoso, pero a él le importaba muy poco que lo fuera.
Su cabeza estaba concentrada en esas imágenes inconexas del futuro que lo atormentaban porque no podía verlas con claridad por mucho que lo intentase.
Estaba pasando algo que afectaría a las personas que más quería. Lo sentía en todo el cuerpo. ¡Joder!
—¿Qué estás tramando, Stryker? —susurró a sabiendas de que no obtendría respuesta alguna.
Stryker había puesto un plan maléfico en marcha. Durante miles de años el amo y señor de los daimons había permanecido inactivo. Pero cuatro años antes había sucedido algo que lo llevó a manifestarse. En ese momento estaba decidido a hacerle daño como fuera.
Artemisa se colocó detrás de él. Una de sus frías manos se posó en su hombro derecho mientras que el izquierdo recibía las caricias de una mejilla… y de sus dientes.
—Vuelve a la cama, cariño.
Eso era lo último que le apetecía en ese momento… A decir verdad, era lo último que le apetecía en cualquier momento. Pero hacía mucho tiempo que se había resignado a la idea de que jamás se libraría de la cárcel a la que Artemisa lo había condenado.
Cerró los ojos, inspiró hondo y contó hasta diez antes de formular la súplica que tenía atascada en la garganta. Nunca había sido de los que suplicaban, pero ella era capaz de humillarlo hasta ese punto cada vez que estaban juntos.
—Deja que me vaya, Artie. Mis hombres me necesitan.
Enfadada por la petición, le clavó las uñas en el hombro.
—Me prometiste una semana de servicio si liberaba el alma de esa mujer, aunque no sé para qué necesita una Sombra su alma, la verdad.
No lo sabía porque desconocía lo que era la compasión.
—Pero puedes liberarme de mi palabra. —Giró la cabeza para mirarla con expresión despreocupada.
Las uñas de Artemisa siguieron clavadas en su piel, pero eso no impidió que descendieran por su espalda, hiriéndolo en el proceso. Unas heridas que se curarían al punto si ella no utilizara sus poderes para asegurarse de que seguían abiertas. Se tensó por el dolor, pero mantuvo una expresión impasible. Sabía muy bien lo que había entre ellos, aunque nunca hablaran de eso en voz alta. Artemisa odiaba el hecho de amarlo, y a lo largo de toda su relación lo había castigado porque, en su mente, era incapaz de vivir sin él. Aunque a él le encantaría que lo intentara.
Artemisa lo agarró del pelo y le dio un tirón.
Cansado de sus jueguecitos, suspiró.
—¿Has terminado ya?
Le dio otro tirón antes de soltarlo.
—Debería azotarte por tu insolencia.
¿Por qué no? Aún le dolía la espalda de la última vez… parte del precio que había tenido que pagar para liberar el alma de Danger. Siempre había sido así de sádica y verlo soportar una paliza sin parpadear la ponía a cien. Claro que él había mamado la brutalidad desde la cuna. Mostrar algún tipo de reacción solo servía para empeorar los castigos, así que aprendió pronto a callarse mientras pensaba en otra cosa.
—Lo que más te apetezca, Artemisa…
—Pues vuelve a la cama conmigo. —La vio apartarse el pelo del cuello. Esa mano esbelta y elegante acarició la única parte de su cuerpo que lo atraía mínimamente—. Dejaré que te alimentes si lo haces…
Sintió que sus colmillos crecían al escuchar esa invitación al tiempo que el estómago le rugía. Había pasado casi un mes desde la última vez que se alimentó. Eso, más que cualquier otra cosa, era lo que lo había obligado a quedarse con ella una semana. Tenía que alimentarse pronto o se convertiría en aquello que perseguía.
—No me provoques, Artemisa. Tengo demasiada hambre como para que lo hagas.
La vio acercarse a él. Se acercó tanto que pudo oler la sangre que corría por sus gélidas venas. Mientras le acariciaba la entrepierna con suavidad, le mordisqueó el mentón, pero su cuerpo no mostró ninguna reacción.
—Dame lo que quiero y te daré un respiro para que vayas a ver qué les pasa.
Apretó los dientes. Le repateaba que negociara con él cada vez que quería un polvo. Preferiría que lo azotara. De nuevo.
Sin embargo, estaba sometido a ella como una puta. Se había vendido a Artemisa hacía once mil años por la ilusión del afecto, por lo novedoso de una caricia, y por mucho que detestara la idea, por mucho que la odiara, sabía que no podía existir sin ella. No si quería mantener su compasión y vivir con sus emociones bajo control, para no convertirse en el arma de una diosa muchísimo más egoísta.
Se había condenado a esa esclavitud por algo tan tonto que a esas alturas no comprendía por qué lo había creído tan importante en aquel entonces.
—Quiero tu palabra de que después de alimentarme podré ausentarme durante veinticuatro horas.
Artemisa se relamió los labios mientras recorría su cuerpo desnudo con una mirada ardiente.
—Dame seis orgasmos en una hora y te concedo diez de libertad. Lo juro por el río Estigio.
Soltó una carcajada al escucharla. Pese a todos los siglos que llevaban juntos, seguía subestimando sus habilidades. Tenía que alimentarse y procurarle seis orgasmos. Muy bien. En menos de un cuarto de hora habría acabado…
Susan estaba refrescándole la frente a Ravyn con un paño húmedo mientras él murmuraba de forma incomprensible. Poco antes Otto la había ayudado a limpiar y después se había marchado. Ravyn recobraba la consciencia de vez en cuando y, entretanto, ella ojeaba el manual que Otto le había llevado en busca de información.
Los escuderos parecían tenerle cariño a la monstruosidad e insistían en que se la aprendiera de cabo a rabo. A decir verdad, estaba deseando hacerlo, pero no le importaba tomarse un respiro cada vez que Ravyn despertaba.
Lo peor de esos momentos era que o empezaba a manosearla o le cogía la mano y se la colocaba en ciertas partes de su anatomía en que el fondo estaba deseando explorar; aunque prefería hacerlo cuando estuviera consciente, claro. Aprovecharse de él en ese estado no le parecía bien. De todas formas, era imposible negar que estaba para comérselo y que por efecto de la droga su comportamiento era muy cariñoso. Muy felino.
Esos ojos negros se abrieron y la atravesaron con una mirada lujuriosa. Le agarró la mano con la que le enjugaba la frente y se la llevó a los labios para mordisquearle los dedos y los nudillos. Cada roce de su lengua le provocaba un ramalazo de placer. Ese hombre sabía cómo volver loca a una mujer y cómo complacerla con el más mínimo roce o caricia. Por eso le costaba tantísimo apartarlo. La vocecilla perversa de su cabeza se moría por descubrir qué sentiría desnuda entre sus brazos.
—Acuéstate conmigo, Susanita.
¿Cómo podía resistirse una chica a semejante súplica?
Fácil. Estaba bajo los efectos del colocón. Vale, ¿y qué?, protestó su mente.
No, no podía aprovecharse de él. No era de las que se aprovechaba de los demás cuando estaban en un momento de bajón. Por no mencionar que Ravyn no se había mostrado interesado en ella en pleno uso de sus facultades. Si seguía interesado al despertarse, a lo mejor podían llegar a algún acuerdo… Pero en ese momento no tenía sentido planteárselo siquiera.
Le quitó el paño de la frente con la mano izquierda mientras intentaba apartar la derecha de esa lengua tan erótica y deliciosa.
—Ya vale, gatito, voy a seguir refrescándote la frente.
—Eso no es lo que quiero que acaricies. —La cogió por la cabeza para acercarla a él.
Cansada de luchar, dejó que la besara, y descubrió que fue un error garrafal. Su mundo se puso patas arriba en cuanto probó el delicioso sabor de sus labios. Utilizaba la lengua de una forma que debería ser declarada ilegal y posiblemente lo estuviera en algunos estados. La habían besado en innumerables ocasiones, pero nunca de esa forma. Con una fuerza y una pasión que la dejaron sin aliento.
Ravyn volvió a colocarle la mano sobre el prominente bulto que se apreciaba bajo sus vaqueros y comenzó a restregarse contra su palma. Apretó los dientes, porque de repente se lo imaginó haciendo lo mismo pero en su interior. Frotándose mientras se hundía hasta el fondo en ella hasta llevarla a la gloria…
Claro que como llevaba un año a dos velas, igual podía aguantar un poquito más.
Se apartó a regañadientes de sus labios.
—Quieto, gatito.
Lo escuchó gemir cuando apartó la mano de su entrepierna. Volvió a acercarse a ella haciendo un mohín, pero en vez de besarla, le acarició el cuello con la nariz. La calidez de su aliento sobre la piel le hizo soltar el aire entre dientes, pero de repente sucedió algo inesperado. Se le llenaron los ojos de lágrimas y se le congestionó la nariz. Cuanto más la acariciaba Ravyn, más empeoraba la cosa… hasta que estornudó.
—¡Madre del amor hermoso! —exclamó al tiempo que se limpiaba las lágrimas—. ¡Creo que te tengo alergia!
Ravyn se incorporó y la persiguió por el colchón.
—Y yo creo que me he enganchado a tu sabor.
—¡Ravyn! —protestó, impidiendo que se acercara más—. Hablo en serio. —Pero a esa distancia se sentía mejor, así que tal vez se equivocaba.
—No me tienes alergia —dijo él, atrapándola con gesto juguetón. La obligó a tenderse de espaldas y luego se puso encima.
Estaba bien hasta que bajó la cabeza, volvió a besarla y su pelo le rozó la cara. La congestión y el picor reaparecieron.
Carraspeó y forcejeó hasta colocarse sobre él. La sonrisa que asomó a sus labios fue tan perversa que habría bastado solita para ponerla a cien. Acto seguido, alzó las caderas y comenzó a frotarse contra ella.
—Para ya y presta atención. Te estoy diciendo que te tengo alergia —repitió con seriedad.
Al menos a su pelo, cosa que tenía sentido, o eso suponía, ya que era alérgica al pelo de gato. Pero lo peor de todo era que en lo más hondo de su alma se sentía muy decepcionada. Y eso sí que no tenía el menor sentido.
De todas formas, jamás podría tener una relación con un hombre que era un Cazador Oscuro felino no-muerto…
—Vamos, Susan —le dijo con esa voz grave mientras se restregaba con cierta parte de su anatomía que estaba muy interesada en esa otra parte de la suya—. Te necesito.
Meneó la cabeza al tiempo que silenciaba a esa picarona que ansiaba desnudarlo y ponerse manos a la obra hasta que ambos quedaran totalmente satisfechos.
—Tú lo que necesitas es una ducha fría.
—Date una conmigo y te frotaré la espalda.
¡Era incansable!
De repente, alguien llamó a la puerta.
Agradecida por la interrupción, se apartó de Ravyn, se levantó del colchón y se enderezó la ropa.
—Adelante.
La puerta se abrió y apareció Erika, que clavó la mirada en Ravyn.
Ravyn resopló, se puso de costado y adoptó una postura muy felina.
—Hola, gatita. ¿Qué pasa?
Erika frunció la nariz al tiempo que pasaba a su lado para entrar en la habitación.
—¿Qué le pasa? ¿Está colocado?
—Sí, colocadísimo —respondió con el mismo tono cortante.
—¿Con qué? —preguntó con voz risueña ya que la situación parecía hacerle mucha gracia.
Cruzó los brazos por delante del pecho mientras la observaba acercarse despacio a Ravyn, que estaba murmurando algo parecido a una nana en una lengua extraña.
—No estoy segura del todo. ¿Por qué?
—Porque sea lo que sea, habría que darle otra dosis. No me ha llamado «gatita» desde que tenía diez años. —La miró con una sonrisa encantada que le habría resultado graciosa de haberse conocido en mejores circunstancias. Pero dada la actitud tan despreocupada que la chica demostraba tanto por Ravyn como por ella misma, no estaba por la labor de ponerle las cosas fáciles.
—¿Has venido por algo en particular?
—Solo quería asegurarme de que estaba bien.
El ligero temblor que notó en su voz hizo que se sintiera fatal por portarse tan mal con ella. Al fin y al cabo, Erika conocía a Ravyn desde siempre, y como su padre estaba en Hawai, él era la única familia que le quedaba en la ciudad.
—Está bien —le aseguró con voz más amable—. ¿Y tú?
La vio asentir con la cabeza, pero percibió algo en sus ojos, cierta tristeza.
—Es que no me gusta que la gente que conozco se muera, ¿sabes?
—Sí, estar sola es una mierda.
—No lo sabes tú muy bien —replicó, colocándose un mechón de pelo tras la oreja. Con ese pequeño y titubeante gesto pasó de ser una adolescente insoportable a una niña que necesitaba escuchar que todo saldría bien.
—Sí que lo sé —le aseguró al tiempo que se acercaba a ella—. Con tu edad ya era huérfana, y he estado sola desde entonces.
—¿Es difícil estar sola?
Tragó saliva cuando los recuerdos la asaltaron.
—Sí, la mayor parte del tiempo es duro. Estás sola durante tu graduación mientras tus amigos están rodeados por la familia. Estás sola el primer día de universidad sin que tus padres se rían de ti mientras buscas tu habitación en la residencia y, a menos que alguien se compadezca de ti, no tienes ningún sitio al que ir cuando la cierran. Pero lo peor de todo son las vacaciones, sobre todo la Navidad. Te quedas en tu casa, mirando el único regalo que hay bajo el árbol y que tú misma te has comprado mientras te preguntas cómo sería tener unos padres, o cualquier persona a la que llamar.
Y ya ni siquiera tenía a Angie y a Jimmy. Angie siempre la había invitado a su casa. Siempre se había preocupado de llamarla en el día de la Madre y en Acción de Gracias para asegurarse de que estaba bien. Y ella siempre le había mentido y le había dicho que estaba bien, aunque por dentro siguiera sufriendo por no tener a nadie.
Miró a Ravyn. ¿Hasta qué punto serían dolorosos esos momentos cuando se cuenta con familia pero no con la posibilidad de acercarse a ella?
Eso explicaba por qué se mostraba tolerante con Erika. Por molesta que fuera, tenerla a su lado era mucho mejor que no tener a nadie. Mucho mejor que ver al resto del mundo contemplar con indiferencia lo que para él sería un anhelo.
La chica la miró con renovado respeto mientras asentía con la cabeza.
—Siento lo de tus padres. Perdí a mi madre hace unos años… Sigue doliendo.
—Lo sé. Yo también lo siento.
—Gracias. —Erika miró a Ravyn antes de fruncir el ceño—. ¡Oye, tú! ¿Necesitas algo? ¿Una jaula? ¿Un antipulgas?
En ese momento miró a Ravyn y sonrió al ver que parecía estar cantando una canción infantil mientras movía las manos.
—Un antídoto estaría bien.
—No sé, no sé —respondió Erika con voz burlona—. Me hace mucha gracia verlo así. Es como tener a un niño grande.
Ravyn se puso boca abajo e intentó incorporarse, de modo que se acercó corriendo para obligarlo a seguir acostado.
—Tengo que salir —dijo Ravyn, intentando apartarla.
—No, no. Estás justo donde tienes que estar.
—No —la contradijo con voz tan lastimera que la dejó boquiabierta. En la vida se habría imaginado que un hombre con una voz tan grave pudiera hablar así—. ¡Tengo que salir!
¿Por qué parecía tan empeñado en marcharse?
—No, Ravyn. Tienes que quedarte donde estás.
—Pero aquí no puedo hacerlo y tengo que salir.
Erika soltó una especie de resoplido.
—Susan, creo que intenta decirte que necesita su cajón de arena.
La respuesta la dejó horrorizada. No… no podía tener tan mala suerte.
—¡Oh, no!
Ravyn se apartó de ella, pero volvió a caer sobre el colchón y su mirada se clavó en él como si acabara de verlo por primera vez.
—No estoy en el cuarto de baño.
¡Qué alguien me pegue un tiro!, pensó.
Pero nadie iba a ayudarla. Si tenía que hacer sus necesidades, ese no era el mejor sitio. Eso sería un engorro asqueroso.
—No puedo creer que tenga que hacer esto.
Erika señaló la puerta con el pulgar.
—¿Quieres que vaya en busca de los chicos para que te echen una mano?
Soltó un suspiro cansado mientras lo pensaba un instante.
—No. Estoy segura de que les hará tanta gracia como a mí. —No le cabía la menor duda de que lo matarían si tenían que ayudarlo en ese trance. Lo ayudó a ponerse en pie, mortificada por lo que se vería obligada a hacer y estuvo a punto de caerse bajo su peso. Estaba tan macizo que tenía la sensación de estar levantando un coche—. ¿Puedes ayudarme a llegar al cuarto de baño?
—Claro.
Con la ayuda de Erika consiguió atravesar el pasillo hasta llegar al pequeño cuarto de baño. El interior era muy reducido. Pensó en esperar fuera con Erika, pero descartó la idea. En su estado Ravyn podría caerse y hacerse daño. Lo único que les hacía falta era que se partiera la crisma o algo por el estilo.
Lo miró y vio que estaba intentando bajarse la cremallera como si fuera un niño de dos años.
—Se me ha roto la cremallera.
Puso los ojos en blanco.
—Qué va.
Ravyn se atrevió a mirarla con expresión exasperada.
—Está rota.
¿Qué he hecho para merecer esto?, se preguntó. A lo mejor era un castigo divino por algo. Eso explicaría por qué se había torcido tanto el día. Maldijo su destino y se acercó para apartarle las manos de la cremallera y así poder bajarle los pantalones. Momento en el que descubrió que no había tal cremallera, sino botones. Con razón no podía bajársela… en cuanto le desabrochó la bragueta se puso como un tomate porque vio que no llevaba calzoncillos. Aunque lo había visto desnudo, aquello era distinto. Más íntimo. Inspiró hondo para hacer acopio de valor y lo ayudó a bajarse los pantalones antes de darle la espalda para que él hiciera el resto.
Este tiene que ser el momento más raro de toda mi vida, pensó. Nunca había hecho nada parecido para ayudar a un desconocido. Claro que si volvía a encontrarse alguna vez en una situación parecida, esperaba que el susodicho desconocido se apiadara de ella y le pusiera las cosas más fáciles. Por lo poco que sabía de Ravyn, estaba segura de que se moriría de vergüenza si se viera tan indefenso. Parecía enorgullecerse mucho de su independencia.
Y a juzgar por la actitud que le demostraba su familia, saltaba a la vista que llevaba solo mucho más tiempo que ella.
Cuando por fin terminó, lo ayudó a subirse los pantalones y a lavarse las manos. Estaba a punto de enjabonárselas cuando se fijó en ellas. Esas manos no eran delicadas. Eran grandes, encallecidas y estaban desfiguradas por un sinfín de cicatrices que sabría Dios qué se las habría provocado. Una en particular era muy larga y profunda, y le llegaba hasta el brazo. Otra tenía pinta de ser un feroz mordisco. Se le hizo un nudo en el estómago al verlas. Sí, en comparación su vida parecía un remanso de tranquilidad.
—Qué suaves son tus manos —susurró él—. Como el ala de una mariposa.
Era una tontería, pero esas palabras le llegaron a lo más hondo. Aunque no fueron tanto las palabras como la emoción que delataba su voz. Una emoción que puso de manifiesto que no estaba acostumbrado a que nadie lo tocara con delicadeza.
—Gracias —dijo tras enjuagarle las manos y secárselas con una toalla.
Ravyn le colocó una mano húmeda en la barbilla y le levantó la cabeza hasta que sus miradas se encontraron.
—Eres tan hermosa…
No había duda, el pobre estaba alucinando. Sabía que no era Cuasimodo ni mucho menos, pero tampoco era tonta. Desde luego, no era el tipo de mujer que los hombres encontraban guapa.
—Sí, ya, lo que tú quieres es que me acueste contigo.
—No —la contradijo con voz ronca—. Eres hermosa… como un ángel. —Apoyó la frente en la suya y le dio el beso más dulce que le habían dado en la vida.
Algo se derritió en su interior cuando la abrazó y comenzó a acariciarla, pero no con la urgencia de un tío que quería echar un polvo, sino como si sintiera algo por ella. Y eso le provocó un dolor tan fuerte que se le hizo un nudo en la garganta.
Llevaba toda la vida deseando que la quisieran. Deseando volver a tener una familia, y ese beso le había recordado todo lo que no tenía. Todo lo que seguramente nunca tendría. Y el dolor que le acarreó esa idea fue peor que un jarro de agua fría.
—Vale, Ravyn, tenemos que llevarte a la cama.
Aunque esperaba una discusión por su parte, lo vio asentir con la cabeza antes de apartarse de ella para abrir la puerta.
—Gatita —dijo al ver a Erika—. ¿Cuándo has crecido tanto?
La aludida la miró sin comprender.
—Mientras estabas en el baño.
—¿En serio?
Erika resopló.
—Que sepas que esto es una increíble mejora sobre su humor habitual. Y creo que me gusta. Definitivamente tenemos que averiguar qué le han dado y echárselo en la comida.
Cuando intentó meterlo en la habitación, Ravyn se agarró al marco de la puerta y se negó a soltarlo. Intentó obligarlo a moverse, pero le lanzó una mirada muy desagradable.
—Tengo que volver a casa.
—Sí —le dijo—, y está justo en este dormitorio.
—¡No! —bramó—. Zatira me necesita. Tengo que ir a ayudarla.
¿Quién era Zatira? Miró a Erika, pero parecía tan perdida como ella en cuanto al nombre se refería.
—No, no tienes que ir a ninguna parte.
Ravyn la apartó de su lado y echó a andar por el pasillo.
—Tengo que salvarla. —Dio tres pasos y se quedó petrificado con la vista clavada en el suelo como si fuera una tele. Un dolor indescriptible se reflejó en su rostro, como si estuviera reviviendo una pesadilla.
Nunca había visto una expresión tan atormentada.
—No —lo oyó protestar al tiempo que le daba un puñetazo a la pared—. ¡Zatira! ¡Mamá! ¡Por los dioses, no! Ya basta de sangre. No están muertas. ¡No lo están! —Comenzó a mesarse el pelo antes de abalanzarse contra la pared y caer al suelo.
Se acercó a él y le cogió las manos, obligándolo a soltarse el pelo.
—Ravyn, mírame.
Lo hizo, pero se dio cuenta de que no la estaba viendo. Las imágenes del pasado seguían atormentándolo.
—¿Zatira?
—Soy Susan.
Se alejó de ella rodando por el suelo.
—Tengo que salvarla. No puedo dejar que muera. No puedo.
Forcejeó para inmovilizarlo, pero con cuidado para que no le hiciera daño.
De repente, una sombra cayó sobre ellos. Levantó la vista, esperando que fuera Erika.
Pero no. Era Dorian o Fénix.
—¡Levántate! —bramó. Su rostro no demostraba compasión alguna.
—¡Vete a la mierda! —Ravyn intentó arrastrarse por el suelo, pero su hermano lo cogió de malos modos y lo levantó del brazo.
—¡Ten cuidado! —lo increpó ella—. No hace falta que le hagas daño.
Ravyn se apoyó contra la pared mientras observaba a su hermano. Aunque su rostro era una máscara feroz, sus ojos delataban su dolor y su sufrimiento.
—¿Vas a matarme de nuevo?
La expresión del recién llegado se relajó en ese momento.
—Soy Dorian, Rave. No Fénix.
—Dorian… —La furia se esfumó del rostro de Ravyn y fue reemplazada por una profunda agonía—. Yo no tuve la culpa, Dorian. De verdad que no. Tienes que creerme. No quería que les pasara nada. —Cogió a su hermano por la pechera con fuerza—. No quería que nadie muriera.
Dorian lo agarró por las muñecas para alejarlo.
—Lo sé.
Ravyn echó la cabeza hacia atrás y se golpeó con la pared con tanta fuerza que rompió el enyesado.
—Podemos salvarlas —dijo, dando un paso hacia la puerta que conducía a la escalera—. Podemos volver y arreglarlo.
—¿De qué está hablando? —preguntó Erika.
En lugar de contestarle, Dorian le ordenó con brusquedad:
—¡Vete arriba, Erika!
La expresión de la chica puso de manifiesto que estaba dispuesta a discutir, pero por una vez obedeció sin rechistar.
—Tenemos que ir —insistió Ravyn.
Sin embargo, su hermano siguió mirándolo con seriedad.
—No hagas otra estupidez —dijo, y lo apartó de un empujón.
Ravyn se tambaleó y estuvo a punto de caer al suelo.
—¡Eres un gilipollas! —exclamó ella, que corrió para evitar que Ravyn se la pegara.
Sus miradas se encontraron y por fin la vio de verdad. La veía a ella, no a la tal Zatira.
—Pareces un ángel… —Su mirada se tornó vidriosa y perdió el conocimiento.
Dorian resopló disgustado cuando Ravyn se golpeó contra el suelo. Lo levantó de mala manera y lo llevó de vuelta a la cama. Aunque le habría encantado decirle que no necesitaba su ayuda, sabía que era imposible moverlo ella sola. ¿Por qué tenía que ser Dorian tan insensible?
—¿Cuánto tiempo lleva así? —le preguntó Dorian después de soltar a Ravyn.
—Unas dos horas.
Lo vio menear la cabeza mientras observaba a su hermano, que yacía en silencio y muy quieto.
—¿Necesitas un respiro?
Cruzó los brazos por delante del pecho mientras lo miraba de arriba abajo con recelo.
—Depende. ¿Vas a darle una paliza mientras estoy fuera?
La expresión de su rostro le dijo que no le había hecho gracia la pregunta, cosa que le pareció estupenda, porque no lo había preguntado en broma.
—No.
La respuesta la ayudó a sentirse un poco mejor… pero muy poco. Todavía no confiaba en Dorian. Por lo que había leído en el manual, Dorian era un Cazador Arcadio. Humano en teoría, pero capaz de convertirse en un animal. Había otro tipo de seres capaces de cambiar de forma, pero con alma animal en vez de humana. Eran los katagarios. A diferencia de Ravyn y de su familia, eran animales que podían adoptar forma humana. Aunque a sus ojos no había diferencia alguna entre la llamada rama «humana», ya que parecía tan insensible como cualquier animal salvaje.
Claro que como periodista había conocido a un montón de humanos a los que tacharía de animales sin pensar. Algunos incluso eran amebas.
Además, su corazón de periodista sentía una curiosidad insana sobre un detalle.
—¿Quién era Zatira?
El dolor ensombreció los ojos de Dorian antes de contestar:
—Mi hermana.
—Supongo que también era hermana de Ravyn, ¿no?
Su mirada le dijo que sí, pero también dejó claro que no quería admitirlo.
Lo que provocó la siguiente pregunta.
—¿Qué le pasó?
El dolor se extendió por todo su rostro. Era evidente que sufría tanto por la pérdida como lo hacía Ravyn.
—La asesinaron hace trescientos años.
Dio un respingo al escucharlo.
—¿Quién la asesinó?
—Humanos. —Masculló la palabra como si ser humano fuera el peor destino posible y la miró con un desprecio que no había visto jamás—. La asesinaron cruelmente… A ella, a nuestra madre, a la esposa y a los hijos de Fénix y a todos los habitantes de nuestra aldea.
Se tapó la boca, horrorizada por lo que le estaba contando. Claro que debía haber estado preparada para ese tipo de tragedia. Los Cazadores Oscuros nacían de hombres y mujeres que habían sufrido una muerte injusta y querían vengarse de aquellos que la habían causado. Era el clamor de sus almas lo que convocaba a Artemisa, y si aceptaban el trato que la diosa les proponía, ella los devolvía a la vida y les concedía veinticuatro horas para vengarse. Después se convertían en soldados de su ejército y se dedicaban a proteger a la Humanidad de los daimons. Su creación garantizaba que hubieran sufrido una enorme tragedia en sus vidas.
—Supongo que sus muertes lo hicieron convertirse en Cazador Oscuro.
Dorian asintió con la cabeza.
—Quería vengarse de los humanos que los habían matado.
—¿Quién es Isabeau? ¿También vivía en vuestra aldea?
El odio que asomó a su rostro bastó como respuesta.
—Era la pareja de Ravyn… una zorra sin corazón. Le contó nuestro secreto y ella se lo contó a su gente. Ellos asolaron la aldea. Creían que éramos servidores del diablo y en su ignorancia mataron a los miembros más débiles de nuestro clan mientras nosotros estábamos fuera, protegiendo precisamente su pueblo de los katagarios.
Los katagarios conformaban la rama «animal» de la familia que estaba en guerra con los «humanos» arcadios. Dio un respingo, consumida por el dolor y la compasión. Era una amarga ironía que los hubiera traicionado la gente a la que intentaban proteger. Pero a juzgar por lo que Dorian decía, Ravyn también había sido una víctima… Su único pecado fue confiar en quien no debía. ¿Por qué tenían que odiarlo por un error que cualquiera de ellos pudo cometer?
—¿Por qué lo desterrasteis?
Dorian resopló.
—No lo desterramos, mujer. Fénix lo mató en cuanto descubrimos la muerte de nuestras familias… y el cabrón debería haber seguido muerto.
Esas palabras y el veneno que destilaba su voz la horrorizaron.
—¿Cómo pudisteis hacerle eso… a vuestro propio hermano?
—No podíamos hacer otra cosa —le aseguró, como si fuera lo más lógico del mundo, señalando a su hermano—. Cada vez que lo miramos, recordamos que él provocó sus muertes. Para nosotros es una abominación. Y me revienta que estemos obligados a regentar un santuario en la misma ciudad donde él está destinado. ¡Me cago en las Moiras!
Aquello era ridículo.
—No fue culpa suya.
—Claro que fue culpa mía… no debí confiar en ella.
Sorprendida porque se hubiera despertado, lo miró y lo vio tendido de espaldas. Al principio creyó que seguía delirando, pero su mirada parecía lúcida.
Con el rostro serio, se incorporó y extendió la mano hacia su hermano.
—Dorian…
—No me toques —masculló, mirándola a ella con cara de asco—. Tiene que largarse de aquí en cuanto se recupere, antes de que los demás vuelvan a lanzarse sobre él. ¿Entendido?
—Sí —contestó poniendo también cara de asco—. Lo entiendo perfectamente. Eres un cabronazo, y no sois leopardos, sois cerdos.
El semblante de Dorian se crispó.
—Da gracias porque eres humana y porque estás en un santuario. Porque si no, te arrancaría la lengua. —Le lanzó otra mirada furibunda a Ravyn antes de desaparecer.
Alucinada por el despliegue de rencor, se giró hacia Ravyn, que estaba quieto como una estatua. Al principio creyó que otra vez estaba inconsciente, pero cuando le apartó el pelo negro de la cara, vio que tenía los ojos abiertos.
La mirada que le lanzó la dejó clavada en el sitio. Irradiaba tanta angustia y tanto desprecio hacia sí mismo que la dejó sin aliento.
—No quería seguir solo. ¿Tan malo fue mi error?
Las sentidas palabras le llegaron al corazón. Sabía muy bien cómo se sentía.
—No, Ravyn, no hiciste nada malo.
De repente, se puso a tiritar mientras intentaba coger la manta.
—Tengo mucho frío.
Lo cubrió con la manta, pero le castañeteaban los dientes. Nunca había visto a nadie tiritar de esa manera. Supuso que todo era efecto de la droga, que provocaba un subidón emocional, así que se acostó a su lado e intentó darle calor. Pobrecillo. Y ella creyendo, como una tonta, que era la única persona sola en el mundo. Era preferible no tener familia a estar en esa situación: media familia muerta y la otra mitad culpándolo de sus muertes.
No podía haber nada peor. Bueno, tal vez vivir con Erika, cosa que él ya hacía.
Ravyn siguió temblando entre sus brazos. Le cogió las manos y comenzó a acunarlo en la penumbra de la habitación.
—¿Susan? —dijo con un hilo de voz.
Abrió los ojos al escucharlo.
—¿Qué?
—Siento lo de tus amigos. Ojalá no hubiera pasado.
—Gracias.
De repente, se quedó quieto entre sus brazos, como si volviera a estar inconsciente. Su primer impulso fue apartarse de él, pero en cambio apoyó la cabeza en su musculoso brazo. Qué raro que dos desconocidos hubieran acabado en un colchón en el sótano de uno de los bares más frecuentados de Pioneer Square. A los dos los acusaban de un crimen que no habían cometido y estaban atrapados en un lugar donde nadie los quería.
¡Menudo día!
Volvió a cerrar los ojos y soltó un suspiro cansado. Lo que tenía por delante era muchísimo peor que lo que le pasó cuando escribió la historia sobre el senador Kelly y sus más que cuestionables gastos y luego se enteró de que su fuente había mentido. A pesar del tiempo que había pasado, todavía daba un respingo cada vez que recordaba que su jefe le tiró el periódico con su artículo a la cara y la acusó de habérselo inventado todo.
Después tuvo que soportar los ataques continuos de sus compañeros, que comenzaron a escribir un artículo tras otro sobre ella. Nadie se compadeció ni le tendió la mano. Todos reaccionaron con hostilidad y alegría mientras la pisoteaban, y todo porque también ella confió en la persona equivocada. Una persona en cuya palabra había creído.
Y luego llegaron las demandas. Por injurias. Por calumnias. Por difamación. No solo la había demandado el senador, sino también su propio periódico. Fue la peor época de su vida.
Hasta ese momento. Porque en ese momento ni siquiera tenía a Angie para apoyarse en ella. Ni a Jimmy para amenazar con matar a todos los que le estaban haciendo daño.
«Sue, si quieres los arresto por multas de tráfico…»
Estaba sola en el mundo.
Como Ravyn.
Parpadeó para contener las lágrimas mientras jugueteaba con ese suave pelo que le estaba provocando una urticaria. Pero no le importaba. Necesitaba sentir su presencia. No era momento de ser débil. Debía ser fuerte. Más que nada porque no tenía ni idea de cómo iba a acabar todo aquello. Ni de cómo recuperar su vida.
¿Qué se suponía que tenía que hacer?
Eres periodista, Sue. ¿Qué haría un buen periodista?, se preguntó.
Averiguar la verdad. La única manera de recuperar su vida era descubrir a quienquiera que estuviese detrás de todo aquello. Cierto que no podía sacar a relucir la existencia de vampiros sin quedar como un hazmerreír, pero Jimmy había hablado de una tapadera, y confiaba en él plenamente. Su amigo no le mentiría. Nunca. Alguien de su departamento estaba confabulado con los apolitas y los daimons para ocultar las desapariciones, que seguramente eran asesinatos. Y como ya sabía lo que estaba pasando, podría encontrar pruebas y desenmascarar al culpable… A un culpable al que podría sacar a la luz y a quien podrían juzgar en un tribunal humano. De esa manera, los apolitas ya no tendrían ayuda humana.
No seas tonta, se reprendió. Si a ella, que estaba metida en todo aquello, le parecía ridículo, ¿cómo iba a lograr que gente ajena a ese mundo la creyera?
Por no mencionar el detalle de que precisamente cayó en desgracia por ir a por un cargo oficial que supuestamente estaba metido en asuntos ilegales…
—Soy demasiado vieja para volver a pasar por lo mismo.
Aunque en realidad estaba demasiado cansada.
Sin embargo, en ese momento recordó el hermoso rostro de Angie. La recordó con Jimmy el día de su boda, riéndose mientras se despedían de ella desde la limusina en la que se fueron de luna de miel. Se suponía que iban a envejecer juntos y a convertirla en la tía preferida de un montón de niños.
Habían sido su familia.
En esa ocasión no pudo reprimir las lágrimas que le anegaron los ojos. Angie y Jimmy, la única familia que tenía, ya no estaban y nunca conocería a ese montón de sobrinos. Angie nunca volvería a llamarla para quejarse de que Jimmy veía demasiado fútbol en la tele. Jimmy nunca volvería a tomarle el pelo diciéndole que había arrestado a un hombre que sería perfecto para ella.
Ya no habría más noches de películas y risas. Ni más cenas de Navidad…
Ya no estaban, y esos cabrones los habían matado sin motivo.
Una ira feroz e incontrolable se apoderó de su alma y de su cuerpo. No podía dejar que los responsables de sus muertes se fueran de rositas. Además, cada noche que siguieran sueltos harían añicos el sueño de otra persona. La vida de otra persona. Destrozarían la familia de otra persona.
Tenía que detenerlos. Como fuera. No podía quedarse de brazos cruzados mientras otra persona perdía a sus seres queridos. No si podía evitarlo.
De repente, se le ocurrió algo.
—El diario de Jimmy…
Jimmy tenía la costumbre de anotar sus cosas en un diario. Angie y ella siempre se reían de él. Pero precisamente fue esa necesidad compulsiva de anotarlo todo lo que lo convirtió en un investigador de primera.
Cualquier prueba o pista que hubiera descubierto estaría en ese diario. Lo sabía. Era imposible que no hubiera alguna pista que seguir.
El problema era cómo llegar a la casa de Jimmy cuando la policía la estaba buscando. Y, además, seguro que la tenían vigilada.
Daba lo mismo. Ya encontraría la manera de entrar y de conseguir esas notas, costara lo que costase, para llegar al final de ese asunto. Aunque tuviera que morir en el intento.