Susan se sentía un poco perdida en la inmensidad del dominio de los Addams. Sería muy fácil desorientarse en el inmenso edificio, algunas de cuyas áreas estaban cerradas mientras que otras permanecían abiertas al público.
Una de las primeras cosas que hizo Leo fue someterla a un escáner electrónico de la palma de la mano y de la retina de modo que, al introducirlo en la base de datos, ambos le garantizaran el acceso a las zonas restringidas. Además, también les permitiría seguirle el rastro si huía o, lo que más le gustaba, identificar sus restos si los daimons la atrapaban y la torturaban. Según le habían dicho, también necesitarían una copia de sus radiografías dentales… para curarse en salud.
Sí, estaba encantadísima con la idea de formar parte de ese mundo. ¡A lo mejor hasta podían llevar a cabo unas cuantas muertes rituales para que le cogiera el gustillo y un poco de práctica…!
Una de las zonas más interesantes del edificio era la parte delantera, ocupada por una pequeña pastelería a la que se accedía desde Pioneer Square. Estaba decorada con tonos oscuros, las paredes tenían un revestimiento de madera de pino y el techo era negro. Pese a todo, el ambiente era acogedor y tenía un toque anticuado. Además y por espeluznante que le pareciera en esos momentos, había estado en ella en más de una ocasión con Angie y Jimmy, cada vez que acompañaban a Angie a la tienda de antigüedades que tanto le gustaba y que estaba situada en la esquina.
Mientras le mostraban el interior del local, los inocentes transeúntes pasaban frente a los escaparates sin darse cuenta de que detrás de la pastelería se encontraba la Dimensión Desconocida. Unas cuantas horas antes ella podría haber sido cualquiera de ellos.
A decir verdad, salvo por la pequeña pastelería que incluía comedor, mostrador, obrador y un pequeño almacén en la parte posterior, el resto del monstruoso edificio estaba íntegramente dedicado a servir como base de operaciones a los escuderos de Seattle. Había ordenadores de última generación encargados exclusivamente de rastrear a los escuderos. Ya estuvieran en casa, de compras o de patrulla. Los negocios que regentaban estaban incluidos en una base de datos. Había listas para aquellos que trabajaban como funcionarios locales, estatales o federales, y para aquellos que estaban asignados a un Cazador Oscuro en concreto de la zona.
Al parecer, en la ciudad había nueve Cazadores Oscuros cada cual con un área específica asignada, y otros seis repartidos por Bainbridge Island, Bremerton y Redmond.
También había un hospital solo para atenderlos a ellos o a los escuderos que sufrieran alguna herida que no podrían explicar así como así en un hospital tradicional sin ponerles los pelos de punta a los «cor», término con el que se referían a los humanos normales y corrientes que no estaban al tanto de su mundo. A título personal, a ella le encantaría volver a ser una cor, pero su sentido común le impedía sugerirlo siquiera.
No obstante, lo que más la impresionó fue el hombre encargado de rastrear todas las frecuencias radiofónicas de emergencia. Él fue quien le dijo que la llamada que habían recibido los policías que los atacaron en su casa no se había realizado por el canal oficial. En ese caso, él la habría escuchado. Alguien los había enviado tras ellos desde las sombras, cosa que despertaba un nuevo interrogante. ¿Quién?
—Sue, toma.
Cuando se dio la vuelta, vio que Leo estaba tras ella con lo que parecía una guía telefónica encuadernada en cuero.
—¿Qué es eso?
—El manual del que te hablé.
Se lo tendió y al cogerlo estuvo a punto de dejarlo caer al suelo. El tocho debía de pesar por lo menos siete kilos y apestaba tanto a alcanfor como el armario de madera de cedro de su abuela.
—Estás de coña…
Leo la miró con seriedad.
—Tendrás que pasar un examen.
Eso la dejó boquiabierta.
—¡Era una broma! —exclamó su jefe con una sonrisa—. Pero así entenderás quiénes somos y de dónde venimos. Además, contiene mucha información sobre los daimons y los apolitas, amén de los números de teléfono de emergencias de las ciudades más importantes.
—¿Y sobre los Cazadores Oscuros? ¿Hay algún libro que explique cosas sobre ellos?
—Sí, claro. Hay un montón de literatura al respecto. Sobre su historia y sus orígenes. Si le echas un vistazo a nuestra página web, Dark-Hunter.com, encontrarás una base de datos que contiene los nombres de todos los Cazadores y el perfil detallado de cada uno de ellos.
—¿En serio?
Lo vio asentir con la cabeza.
Eso sí que podía serle de utilidad.
—¿Eso es seguro? Tener toda esa información online es una tentación para los hackers.
Leo meneó la cabeza y torció el gesto.
—Es relativamente seguro. De todas formas, tenemos nuestros propios hackers para mantener a los intrusos alejados y si, por casualidad, alguien consigue saltarse nuestras medidas de seguridad… acaban recibiendo una visita un poco desagradable.
—A ver si lo adivino… ¿De Otto?
—No. De otros a cuyo lado Otto parece un osito de peluche.
Eso sí que sería digno de ver, aunque no precisamente en su puerta.
Intentó sostener el libro en una mano para ojearlo, pero era demasiado grande. Así que decidió seguir preguntando.
—¿Y sobre los escuderos? ¿También hay información en la web sobre ellos?
—No mucha. Por regla general, no nos gusta llamar la atención. Además, somos mucho más numerosos que los Cazadores Oscuros. Ellos son miles y nosotros somos decenas de miles repartidos por todo el mundo. —Le dio unos golpecitos a la tapa del libro mientras le guiñaba un ojo—. Feliz lectura.
—Es una putada, Leo —masculló.
El susodicho le lanzó una sonrisa maliciosa.
—Lo sé.
Al final y con un suspiro, decidió buscar un sitio tranquilo donde ponerse manos a la obra. Abrió la primera puerta que encontró y se quedó de piedra al ver que Ravyn estaba dormido en un futón rojo.
Le costó la misma vida recuperar el aliento cuando lo vio allí tendido boca abajo entre las sábanas blancas que resaltaban el intenso moreno de su piel. ¡Estaba moreno por todos los sitios! Ese tono tostado parecía ser natural.
Verlo así bastaba para ponerle el corazón a cien. Era puro músculo. Puro hombre… o leopardo… o no-muerto… lo que fuera. Y lo más extraño de todo era que casi todas las heridas de bala que tenía en la espalda se habían curado hasta quedar reducidas a simples cicatrices. Leo le había dicho que los Cazadores Oscuros sanaban rápido, pero ¡coño! Apenas le habían prestado atención médica a esas heridas y ahí estaban… casi curadas.
Vio que uno de esos ojos oscuros se abría y la miraba.
—¿Necesitas algo? —El sueño acentuaba el timbre grave de su voz.
—Creí que esta habitación estaba vacía. Lo siento.
Ravyn se desperezó antes de darse la vuelta en el colchón y el movimiento hizo que la sábana se deslizara sobre su cuerpo, regalándole la preciosa visión de una cadera desnuda y de la línea de vello que descendía por su abdomen hasta otra zona algo más velluda… La parte más atrevida de sí misma ansiaba que la sábana siguiera moviéndose y dejara a la vista un par de centímetros más para poder ver el resto de su persona.
Sí, de acuerdo, ya lo había visto desnudo, pero en su casa estaba demasiado ocupada con otras cosas como para prestarle atención a los detalles más jugosos de su anatomía. En ese momento tenía un pequeño calentón y si al hombre le gustaba ir por ahí desnudo…
Ella no pensaba quejarse ni mucho menos.
—Tranquila —replicó él con un bostezo antes de rascarse el brazo donde poco antes tenía una herida de bala. Ya no había ni rastro—. ¿Cómo lo llevas?
La pregunta y la preocupación que destilaba esa voz grave la sorprendieron. ¿Por qué se preocupaba por ella? De todas formas, reconocía que se lo agradecía aunque fuera fingido. Después de haber pasado sola gran parte de su vida de adulta, le encantaría tener a alguien solo para ella. Alguien cuyo amor no tuviera que compartir. Era un deseo egoísta, pero le encantaría encontrar a esa persona que la amara de forma incondicional.
—Si te digo la verdad, no lo sé. ¿Y tú?
Lo vio mirarse el pecho, sobre cuyos poderosos músculos se pasó una mano.
—Mucho mejor, ya estoy curado.
Era raro intentar reconciliar la imagen del hombre que tenía delante con la del que había matado al medio apolita con tanta brutalidad. El recuerdo le provocó un escalofrío en la espalda. Sí, estaba siendo amable con ella en ese instante, pero también era un asesino implacable. Ni siquiera había dudado ni parpadeado antes de quitarles la vida a los hombres que irrumpieron en su casa. Estuviera justificado o no, debía tener muy presente que le importaba muy poco sesgar las vidas de los demás.
Regresó al pasillo, repentinamente inquieta.
—En fin, no te molesto más. Supongo que necesitas seguir durmiendo.
Lo vio subirse la sábana un poco más al tiempo que metía la pierna debajo.
—Sí.
Asintió con la cabeza y cerró la puerta antes de regresar a la sala de los ordenadores que, según Leo le había dicho cuando se la mostró, era para uso general de los escuderos.
Kyl estaba solo, tecleando con rapidez en uno de los ordenadores.
—¿Puedo utilizar uno? —le preguntó con cautela.
Kyl, como Otto, todavía parecía estar dispuesto a matarla.
El escudero alzó la mirada sin dejar de escribir.
—El de la izquierda.
Se sentó, colocó el libro a un lado y movió el ratón. En cuanto la pantalla se iluminó, intentó dar con la página web que Leo le había mencionado, pero lo único que consiguió fue una página porno.
—¡Madre mía! Creo que esto está mal.
Kyl la miró ceñudo.
—¿El qué?
—Leo me dijo que hay una web dedicada a los Cazadores Oscuros, pero creo que no pillé bien la dirección.
Su respuesta hizo que el escudero se riera de ella.
—¿A que no has puesto el guión entre Dark y Hunter?
Echó un vistazo para ver lo que había escrito y se dio cuenta de que estaba en lo cierto.
—Pues no.
—Ponlo e inténtalo de nuevo.
Lo obedeció y respiró más tranquila cuando llegó al lugar correcto. Una página en blanco y negro.
—Qué monocromático…
Kyl resopló.
—Es mejor para los ojos de los Cazadores Oscuros. Son mucho más sensibles que los ojos humanos. El fondo de pantalla negro les facilita la lectura.
Vaya, eso era interesante.
—¿Por qué son diferentes sus ojos?
—Cuando te leas el manual, que deberías utilizar para recabar información y no como tope para las puertas, verás que no tiene mucho misterio. Puesto que cazan durante la noche, poseen una visión nocturna especial. Sus pupilas están siempre dilatadas y la luz brillante les resulta dolorosa. Por eso muchos de ellos llevan gafas de sol incluso en el interior.
Tras guardarse la información por si alguna vez tenía que cegar a alguno, pinchó sobre el enlace que llevaba a los perfiles y se detuvo al ver el nombre de Ravyn Kontis. ¡La tentación era irresistible! Pinchó encima y leyó rápidamente toda la información que había sobre él.
En realidad era todo fascinante. Nació en la Antigua Grecia, en el año 304 a.C. para ser exactos. ¡La leche, si era Matusalén! Ojalá ella estuviera tan estupenda si alguna vez llegaba a los dos mil y pico de años.
Cosa que dudaba mucho, por supuesto.
Sin embargo, a medida que fue leyendo comprendió que los Cazadores Arcadios y Katagarios (dos especies capaces de cambiar de forma) poseían vidas mucho más largas de lo normal. En realidad vivían durante cientos de años y, a diferencia de los humanos, no estaban regidos por el paso del tiempo. Porque podían viajar al pasado o al futuro.
Impresionante. Aunque eso suscitó otra duda.
—¿La familia de Ravyn sigue viva?
Kyl dejó de teclear.
—Técnicamente, sí. Pero en la práctica no. No lo está.
—¿Qué quieres decir?
—Ravyn es arcadio. Podría decirse que son primos de los apolitas y los daimons a los que persiguen los Cazadores Oscuros. Puesto que comparten el mismo árbol genealógico, muchos de ellos (al igual que los katagarios) regentan santuarios donde los daimons pueden buscar refugio para protegerse de los Cazadores Oscuros. De ahí que condenaran a Ravyn cuando se convirtió en uno de ellos. Le prohibieron acercarse a cualquier miembro de su familia ya sea en forma humana o animal.
Se le encogió el corazón. Entendía muy bien lo doloroso que era el rechazo después de haber sufrido el de su propio padre. Aunque ella al menos no lo había conocido nunca. ¿No sería muchísimo peor que te diera la espalda un ser querido?
—Viven aquí en Seattle. Su padre regenta un santuario que está a unas manzanas de aquí.
Eso la dejó pasmada.
—¿Y ninguno de ellos le habla?
El escudero soltó una extraña carcajada.
—Noooo —contestó, alargando la palabra para enfatizar el significado—. Incluso tienen prohibido decir su nombre. Para ellos está muerto.
—Si lo ven de un modo tan radical, ¿por qué se convirtió en Cazador Oscuro?
Kyl se encogió de hombros.
—Eso tendrás que preguntárselo a él.
—Oye, Kyl…
Ambos se giraron hacia la puerta al escuchar la voz de Jack.
—¿Sabes algo de Brian?
—No, ¿por qué?
—Lo enviamos a casa de Cael, pero todavía no ha vuelto y no coge el teléfono.
—Eso es raro —replicó Kyl, frunciendo el ceño.
Jack asintió con la cabeza.
—Eso pensamos y además ya ha oscurecido. ¿No deberíamos enviar a alguien a por él?
Kyl titubeó.
—¿Ha anochecido?
—El sol se puso hace diez minutos.
Lo escuchó soltar un taco y esa agresividad la pilló por sorpresa.
—¿Eso es malo? —quiso saber.
Los dos hombres la miraron como si fuera idiota. Sin embargo, fue Kyl quien respondió.
—Un poquito. Los daimons pueden campar a sus anchas en cuanto se pone el sol. —Soltó un suspiro cansado—. Tío, en días como este echo mucho de menos mi casa.
—¿Tu casa?
—Me refería a Nueva Orleans. Los daimons son mucho más pasotas allí y suelen tomarse su tiempo para salir de caza. Aquí les sale la cafeína por las orejas. En cuanto el sol se pone, ya están de fiesta. —Miró a Jack—. ¿Cuántos Iniciados en el Rito de Sangre hay?
—Leo y tú. Otto volverá dentro de un raro y aún falta un buen rato para que regrese Jessica.
—Avísame en cuanto Otto vuelva —le dijo, acariciándose la barbilla—, y los dos iremos en busca de Brian.
Hubo algo en el comportamiento del escudero que le llamó la atención. Estaba asustado, aunque intentaba disimular. Una vez que Jack se fue, se puso en pie y se acercó a Kyl.
—¿Qué es lo que estás ocultando?
—Nada —respondió él con expresión imperturbable.
Sí, claro, pensó. Ladeó la cabeza y siguió mirándolo con los ojos entrecerrados.
—Kyl, mírame. Ahórrate las gilipolleces. Hubo un tiempo en el que era la mejor periodista de investigación de este país y si hay algo que conozco bien, es el lenguaje no verbal. El tuyo me está diciendo ahora mismo que estás mintiendo.
Kyl bajó la mirada al tiempo que respiraba hondo. La tristeza empañó sus ojos mientras se frotaba el brazo izquierdo a la altura del bíceps.
—Seguramente no debería decirte esto porque voy a asustarte, pero ¿qué más da? Si estoy en lo cierto, acabarás enterándote. —Hizo una pausa de unos segundos como si estuviera organizando sus pensamientos antes de volver a hablar—. Hace unos dieciocho meses tuvimos un gran problema en Nueva Orleans. Un marrón de los gordos. Perdimos a mucha gente buena en una sola noche, entre ellos uno de mis mejores amigos y su madre.
Saltaba a la vista que los sucesos de aquella noche seguían atormentándolo y sintió una oleada de compasión por él. No había nada peor que intentar superar una tragedia.
—¿Y crees que aquí va a pasar algo igual?
Su mirada la abrasó.
—Es un presentimiento. Sé que parece tonto, pero soy criollo y mi familia posee el mojo desde hace muchas generaciones. Como diría mi abuela, huelo el mal en el aire. La sensación es la misma que cuando alguien pisa tu tumba.
Vale, eso sí que acababa de ponerle los pelos como escarpias.
De repente, se produjo un estruendo en el exterior, como si alguien estuviera intentando echar abajo un muro.
Se puso en pie de un salto mientras el corazón se le subía a la garganta. ¡Por el amor de Dios! ¿Qué más podía pasar?
Kyl salió pitando de la habitación y lo siguió sin perderlo de vista de vuelta al muelle de carga, donde vieron que alguien había empotrado un Saleen S7 rojo contra un contenedor.
La puerta del carísimo deportivo se alzó para dejar paso a una chica que no aparentaba más de veinte años y que iba vestida al estilo gótico. Salvo por las medias rojas y las botas de motero adornadas con llamas rojas, su atuendo era negro por completo. Tenía los ojos azules y era monísima. Salió del coche con los ojos desorbitados por el miedo.
—¡Joder, Erika! —gritó Ravyn, que se había colocado a su espalda—. ¿Qué le has hecho a mi coche?
Siguió gritando como un poseso, obligándola a taparse las orejas con las manos y a darse la vuelta para mirarlo. Se había puesto unos vaqueros negros y una camisa del mismo color. La expresión de su rostro prometía el Apocalipsis para la chica que acababa de dañar lo que parecía ser una preciada posesión.
La tal Erika parecía pasar totalmente de sus gritos mientras atravesaba el muelle a la carrera y se cubría los hombros con una bufanda negra de pelito.
—Que le den a tu coche, Rave —le dijo cuando llegó hasta ellos—. Por mí como si acaba aplastado. Puedes comprarte otro. Yo, en cambio, soy completamente irreemplazable.
Se percató de que los ojos de Ravyn se volvían rojos al tiempo que aparecía un tic nervioso en su mentón.
—Para mí no lo eres. Yo no soy tu papi, guapa.
—¡Cierra la boca ya! —exclamó la chica haciendo un alarde de aplomo—. ¿Por qué no me preguntas qué hacía conduciendo ese monstruo de setecientos cincuenta caballos en lugar de mi precioso Escarabajo, eh? —Todavía en el muelle y no muy lejos del lugar donde ella se encontraba, Erika puso los brazos en jarras y miró con expresión asesina a Ravyn, que estaba inspeccionando el interior de su coche—. Porque unos cuantos daimons han intentado comerme, ¿vale? Alguien vino a casa y tocó al timbre minutos después de la puesta del sol. Creyendo que eras tú, abrí la puerta y allí estaban. La cerré de golpe, di media vuelta y de repente tenía a tres detrás. Dentro… de… la… casa. —Enfatizó cada palabra con una palmada.
Ravyn cerró la puerta del coche y la miró.
—Rave, ¿me has oído? —preguntó la chica al ver que no decía nada—. Estaban en tu casa. ¡En tu casa! ¿Cómo coño lograron entrar, eh? Creía que había que invitarlos. —Su mirada se posó sobre ella antes de desviarse hacia Jack y regresar a Ravyn—. ¿Invitaste a alguno y se te olvidó decírmelo? Porque yo no he sido. No soy tan imbécil. Pero allí estaban y quiero saber cómo lo han conseguido.
Ravyn estaba horrorizado mientras subía las escaleras metálicas de vuelta al edificio.
—¿Cómo escapaste?
—Cogí ese chisme redondo que tienes colgado en la pared, se lo arrojé al que tenía más cerca y salí chillando como una loca hacia el garaje. ¡Tienes suerte de que esté viva!
Se percató del grotesco dolor que asomaba al rostro de Ravyn mientras le lanzaba una mirada que dejaba bien claro que él no se sentía muy afortunado…
—Pregunta —terció ella en ese momento—: ¿esta Erika y la que utiliza el sobrenombre de Dark Angel son la misma persona?
La mirada que le dirigió la chica confirmó sus sospechas.
Una furia poderosa y siniestra se apoderó de ella al instante. De no ser por esa pedorra gótica, su vida no se habría convertido esa misma tarde en un infierno.
—Tranquilo, Ravyn. ¡Yo la mato por ti!
Fue Kyl quien evitó que se abalanzara sobre ella.
Erika chilló y retrocedió un poco.
—¿Quién eres?
Intentó zafarse de la mano de Kyl, pero el muy mamón era más fuerte de lo que parecía.
—Soy la loca de Susan y tengo preparada un hacha para clavártela en esa cabecita tan egoísta.
—Coge número —le dijo Kyl al oído.
Erika hizo un mohín como si acabara de oler algo podrido.
—¿La loca de Susan? ¿La pirada que me envió un correo electrónico? ¿¡Esa eras tú!?
De repente, se escuchó un poderoso silbido.
—Señoras, por favor… —masculló Leo, que contemplaba la escena junto a Jack y Patricia—. Un minuto de concentración. Ravyn, que le den al coche. Tenemos problemas más importantes. ¿Cómo es posible que Erika, la persona más inútil detrás de un volante, le haya dado esquinazo a un grupo de daimons?
Kyl la soltó por fin.
—Es imposible que los haya despistado.
Todos maldijeron al unísono al comprender que estaba preparado.
—Dentro —les ordenó Leo al instante.
—Es propiedad de la comunidad —masculló Kyl—. Aquí no tenemos protección. Pueden entrar.
Leo lo fulminó con la mirada.
—¿Tienes una idea mejor?
—No.
Erika y Jack corrían de camino a la puerta que acababa de abrir Patricia, con Kyl y Leo a la zaga.
Ella se demoró al ver la expresión de Ravyn, todavía en el muelle.
Patricia cerró la puerta.
—¿Qué? —le preguntó Susan mientras lo observaba girar la cabeza como si estuviera agudizando los oídos en busca de algún sonido.
Cuando habló, lo hizo con tono distante.
—Aquí hay algo raro.
Eso era un eufemismo como una catedral.
—¿Tú crees? Por si no te has enterado, no he visto nada normal desde que salí de mi casa esta mañana.
El comentario le valió una sonrisilla irritada.
—Me refiero a que esto me huele muy mal.
Antes de que pudiera preguntarle que a qué se refería, un deslumbrante destello de luz apareció junto a su coche. Dos segundos después salían de él una decena de personas, hombres y mujeres, como si se tratara de una película de extraterrestres de serie B. Todos eran altos, rubios y guapísimos. Ataviados de negro de los pies a la cabeza, parecían ángeles salvo por el detalle de que se abalanzaron sobre Ravyn sin pensarlo dos veces.
—Supongo que son daimons.
Ravyn gruñó algo mientras lanzaba al suelo al primero de ellos. Se sacó una daga de la bota y lo apuñaló en el centro del pecho. El daimon soltó un alarido y se desintegró en una extraña nube de polvo dorado que se depositó sobre las botas de Ravyn. Otro daimon se acercaba a él por la espalda, pero se giró para decirle con voz socarrona:
—No, es Avon que llama a tu puerta. —Mientras hablaba, le dio un codazo al daimon en la garganta y acto seguido se giró para luchar.
Acababa de darse la vuelta para correr al edificio en busca de ayuda cuando descubrió que otro daimon le cortaba el paso. Lo vio abrir la boca y sisear.
—A ver si utilizamos un poquito de Listerine —masculló Susán al tiempo que le asestaba una patada donde más podía dolerle…
El tipo trastabilló hacia atrás mientras se llevaba las manos a la entrepierna.
Aliviada al ver que el truco funcionaba en los no-muertos de forma tan efectiva como en los vivos, hizo ademán de correr hacia la puerta, pero se dio cuenta de que Ravyn tenía problemas. Lo habían acorralado contra la pared del callejón. Sangraba profusamente por la boca y por la nariz.
—Que no se mueva —dijo una de las mujeres con voz alegre mientras sacaba lo que parecía una empuñadura. En cuanto pulsó un botón, se extendió una hoja que alcanzó el tamaño de una espada.
Reaccionó de manera instintiva, porque de haber estado pensando habría echado a correr en dirección contraria, y se abalanzó sobre la mujer para apartarla de Ravyn con un empujón.
La mujer soltó un taco y blandió la espada en su dirección. Susan retrocedió para protegerse del asalto, pero fue directa a los brazos de otro enemigo.
Antes de que la soltara, escuchó un feroz gruñido y al volverse comprendió que Ravyn acababa de atacarlo con saña. Después arremetió contra la mujer de la espada, que lanzó un mandoble, pero falló. Cuando intentaba recuperar la ventaja para volver a atacarlo, Ravyn la agarró del brazo y con la mano libre le cruzó la cara con un revés.
La espada cayó de su mano y rebotó en el suelo no lejos de donde ella estaba. Se apresuró a recogerla y se giró hacia el tipo que corría hacia ella. Giró la espada y lo ensartó justo donde debería estar su corazón. El daimon se desintegró en una nube de polvo dorado.
Con el corazón a doscientos, se giró para enfrentarse a otro.
—¡Retirada! —gritó otra mujer mientras agitaba las manos para conjurar una segunda bola de luz.
El resto de los daimons huyó tras ella.
Estaba a punto de seguirlos cuando se dio cuenta de que Ravyn no tenía la menor intención de hacerlo.
—¿No deberíamos ir tras ellos?
—No —respondió, meneando la cabeza al tiempo que se limpiaba la sangre del labio—. Hazme caso. Jamás sigas a un daimon a una madriguera. Si lo haces, te encontrarás en el salón de banquetes de la central daimon y acabarás sirviéndoles de aperitivo.
—¡Uf, qué chungo!
—Y que lo digas. —Sonrió a pesar de que le dolía todo el cuerpo. Desde luego la chica tenía mérito. Se las había arreglado muy bien y su sentido del humor parecía intacto—. ¿Dónde aprendiste a luchar con espada?
La vio girar la espada a su alrededor con la pericia de un experto y puesto que él mismo había vivido en la Edad Media, tenía experiencia de primera mano en el tema.
—En la Asociación del Anacronismo Creativo. Durante seis años viví en el reino de Meridies.
Se rascó el mentón mientras meditaba acerca de su respuesta. Conocía la zona de la que hablaba, situada al sur del país. Un buen número de escuderos y algún que otro Cazador Oscuro formaban parte de la AAC.
—Sí, pero An Tir les dio una buena tunda en Pensic.
—Mientras yo luchaba con ellos, nadie lo logró. —Ni siquiera había acabado de hablar cuando se tropezó con la hoja de la espada y estuvo a punto de rebanarse un buen trozo de pierna. Se enderezó de inmediato y sostuvo la espada con gesto indignado como si quisiera dejarle bien claro que acababa de hacerlo a propósito.
Acabó riéndose muy a pesar suyo. La personalidad de esa mujer era chispeante, sin lugar a dudas, y le resultaba cautivadora. No había nada que apreciara más en la vida que la gente capaz de mantener el ánimo cuando todo parecía ponerse en su contra.
—Vamos, Xena, princesa guerrera, volvamos al interior.
La vio hacerle una pedorreta antes de colocarse la espada sobre el hombro y acercarse a él. Una vez que llegaron a la puerta, la sostuvo para dejarla pasar.
En cuanto pusieron un pie en el interior del edificio escucharon los gritos y el alboroto propio de una pelea.
Corrió en dirección a la sala de mandos, y dejó a Susan atrás. Había daimons por todos lados. Agarró al que tenía más cerca, que estaba luchando con Jack, y tras darle la vuelta para mirarlo a la cara, lo estampó contra la pared, hizo aparecer un puñal y se lo clavó en el pecho.
Después fue a por el que luchaba con Patricia. Sin embargo, antes de poder llegar hasta él, vio que el daimon le clavaba los dientes en el cuello, produciéndole un enorme desgarro. Soltó un taco al tiempo que le lanzaba una descarga psíquica que lo apartó de la escudera. Patricia cayó al suelo mientras él arremetía contra el daimon y lo agarraba por la cintura.
Los dos acabaron en el suelo.
El daimon logró clavarle los colmillos en el hombro, pero se lo quitó de encima apuñalándolo y a patadas mientras siseaba por el dolor. Su sangre era venenosa para él, pero por mucho que escupiera ya era demasiado tarde. En cuestión de segundos estaba muerto.
Se apartó hacia la derecha cuando otro daimon se desintegró tras él. Su mirada se cruzó con la de Susan.
—Gracias —le dijo y ella respondió asintiendo con la cabeza.
Sus ojos relampaguearon al ver que otro daimon se abalanzaba a por Susan. El instinto le hizo arrojarle la daga al centro del pecho.
Susan se giró a tiempo para ver cómo el daimon se convertía en polvo.
—Gracias a ti —dijo con un hilo de voz.
—De nada.
De repente, Erika se arrojó a los brazos de Ravyn, que la estrechó contra su cuerpo al tiempo que el daimon que la perseguía frenaba en seco frente a ellos. Lo vio lanzarse a por él en cuanto dejó a la chica a un lado, pero antes de poder alcanzarlo se refugió en otra madriguera. Los restantes daimons lo siguieron al punto.
—¿Cómo lo hacen? —quiso saber ella.
Ravyn se guardó la daga en la bota.
—Es magia. Algunos son capaces de abrir o de pedir una madriguera a Kalosis, y si el guardián que está al cargo lo considera digno de utilizarla, lo deja entrar.
—Acabo de imaginarme al guardián como un viejecito decrépito que se ríe de ellos a carcajadas.
—No precisamente —le aseguró él con un resoplido—. Imagínate a una diosa de hielo despampanante, que es quien decide si los quiere o no en sus dominios.
La idea del viejecito le resultaba mucho más apetecible, aunque no sabía muy bien por qué…
En ese momento Ravyn se fijó en Patricia, que estaba tendida en el suelo mientras su hijo Jack intentaba detener la hemorragia de la herida que había sufrido en el cuello.
—Tenemos que llevaros a un sitio seguro —les dijo cuando se acercó a ellos.
Jack le lanzó una mirada incierta.
—¿Hay alguno que lo sea? Han entrado como si no fuéramos nada.
La expresión de Ravyn se tornó pétrea.
—Vamos al Serengeti. Es un santuario, así que no podrán entrar a la fuerza. —Alzó a Patricia en brazos—. Nos veremos allí, y más os vale que os deis prisa.
—¿Necesitas ayuda? —se ofreció Susan.
Ravyn titubeó.
—Estaremos un poquito estrechos, pero sí. Necesita que alguien sigua presionándole la herida.
—No tengo claustrofobia.
Su expresión puso de manifiesto el alivio que sentía.
—En ese caso, guarda esa espada y vámonos.
Lo obedeció antes de seguirlo a su abollado coche. Ella entró primero y esperó a que Ravyn dejara a Patricia con mucho cuidado en su regazo.
—¿Lo logrará?
—Eso espero, por el bien de su familia. Los Addams son una de las familias más preeminentes en el mundo de los escuderos y ella es la gran matriarca.
Lo vio correr hacia la puerta del conductor que abrió con rapidez, tras lo cual se sentó y arrancó. Desde luego sabía cómo manejar una crisis. Y sus habilidades al volante podrían rivalizar con las de cualquier piloto de carreras, comprobó a medida que sorteaban el tráfico.
Por suerte, el Serengeti de Seattle estaba a unas diez manzanas de distancia. Tenía los cristales de las ventanas tintados, de modo que era imposible saber si había gente dentro o no. En la zona tampoco parecía haber coches que pertenecieran a los clientes ni a los trabajadores.
—¿Está abierto?
Ravyn aparcó y salió del coche. No le contestó hasta que hubo abierto su puerta.
—Abre al anochecer y los dueños viven arriba.
Antes de que pudiera preguntarle más cosas extrañada por el raro deje de su voz, le quitó a Patricia del regazo y la llevó hacia la puerta trasera del local.
Mientras se preguntaba cómo era posible que la puerta no estuviera cerrada, lo siguió por un corto pasillo que llevaba a una zona de oficinas.
—¿¡Quién es usted!? —exclamó una atractiva pelirroja en cuanto los vio—. ¿¡Cómo ha entrado y qué quiere!?
Ravyn no aminoró el paso ni se detuvo, sino que continuó con Patricia en brazos hasta llegar a una puerta situada a la derecha.
—Trae a Dorian. Ahora mismo.
La mujer lo miró con desdén.
—¿Y tú quién eres?
—Eso da igual. Tú trae a Dorian.
Con los brazos en jarras, la pelirroja parecía arder en deseos de lanzarse a por él. Antes de marcharse la miró a ella con expresión amenazadora.
Ravyn seguía plantado frente a la puerta, de modo que lo rodeó para abrirla y se apartó para dejarlo pasar al interior de lo que parecía una clínica. Una vez dentro, dejó con mucho cuidado a Patricia en la camilla más cercana a la puerta.
—¿Tienen un médico? —preguntó ella.
—Ajá.
Ni siquiera había parpadeado cuando apareció frente a ella un desconocido. De la nada. Simplemente apareció como si fuera un efecto especial en una serie de televisión. Guardaba un sorprendente parecido con Ravyn y también llevaba el pelo negro por debajo de los hombros.
—¿Qué estás haciendo aquí? —exigió saber entre dientes.
La expresión de Ravyn era imperturbable.
—Los daimons han atacado a los Addams. Patricia necesita atención médica inmediata o morirá. Los demás vendrán en cuanto puedan.
El hombre, que suponía que era el tal Dorian, la miró de pasada con gesto irritado.
—No la conozco.
—Es una nueva escudera.
Se escuchó un alboroto en el pasillo antes de que la puerta se abriera. Se trataba de Jack y de una mujer negra que corrió hacia la cama en cuanto se abrió la puerta. A juzgar por la actitud de la mujer y por su modo de examinar a Patricia, supuso que era la doctora.
—¿Hay alguien más herido? —le preguntó a Jack.
—Casi todos. Pero mi madre se ha llevado la peor parte. ¿Se pondrá bien?
La doctora no contestó.
—Jack, necesito que esperes fuera con los demás.
Él se puso blanco.
El hombre, que todavía no se había presentado, lo cogió del brazo y lo condujo hasta la puerta.
—Creo que todos debemos dejar sola a Alberta para que haga su trabajo.
La compasión la invadió al ver que los ojos de Jack se llenaban de lágrimas.
—Todo irá bien, Jack —le dijo, rezando para no equivocarse. Después de haber perdido a su propia madre a la edad que tenía Jack, no soportaba la idea de que el muchacho pasara por lo mismo.
Ravyn le lanzó una mirada de complicidad antes de decir:
—Jack, Susan tiene razón. Alberta no permitirá que le pase nada a tu madre. Dentro de muy poco Patricia volverá a estar en pie, echándote la bronca.
Jack asintió con valentía y salió de la habitación.
Ella siguió a Ravyn hasta el pasillo, pero lo vio detenerse de repente. Al mirar alrededor, se vio obligada a contener el aliento. Estaban rodeados por un grupo de hombres increíblemente guapos con cara de pocos amigos.
El mayor del grupo, que aparentaba unos sesenta años, frunció los labios al ver a Ravyn y le escupió a los pies.
—Sabes que no puedes poner un pie aquí. Jamás.
El cansancio pareció hacer mella en Ravyn de repente, como si no quisiera lidiar con ese problema en ese momento.
—Era una emergencia.
La explicación no pareció apaciguar al hombre en absoluto y fue en ese preciso momento cuando comprendió que ese debía de ser el santuario regentado por su familia.
—Deberías haber dejado que la trajeran los humanos.
—Papá…
El hombre siseó en dirección al tipo que había aparecido en la clínica.
—No lo defiendas, Dorian. De no ser por las leyes que rigen el santuario, ya estaría saboreando su sangre.
Las facciones de Ravyn se endurecieron mientras se acercaba a su padre. La furia y el dolor se agitaban en lo más hondo de su ser. Llevaban más de un siglo sin verse y su padre seguía siendo incapaz de mirarlo sin poner cara de asco. Todavía recordaba un tiempo en el que respetaba al hombre que tenía delante. En el que habría hecho cualquier cosa por él.
En parte lo odiaba por haberse mantenido al margen sin intervenir en absoluto cuando Fénix lo mató hacía ya tantos siglos. Pero otra parte de sí mismo todavía lo veía como al héroe de su infancia. Lo veía con los ojos del niño al que solía llevar sobre sus anchos hombros y con el que jugaba al ajedrez. Esa parte de sí mismo siempre había ansiado un poco de consuelo por la muerte de su familia.
En cambio, lo habían matado. Su padre incluso le había asestado una patada mientras yacía moribundo en el suelo y después le había escupido. En ese momento clavó la mirada en el escupitajo que descansaba junto a su bota. Su padre no había perdido la costumbre de escupirle.
Y eso despertó una furia imparable en él. Una furia en la que puso todos sus sentidos.
—¿Qué te fastidia más, viejo, que te traicionara o que tuviera las pelotas para hacer lo que hice cuando tú no las tuviste?
La pregunta hizo que su padre se abalanzara sobre él, pero Dorian lo detuvo.
—No lo hagas, papá. No vale la pena.
El comentario de su hermano le arrancó una sonrisa malévola. Dorian no tenía ni idea de la verdad que encerraban sus palabras.
—Sí… papá, yo no valgo la pena.
—Fuera —masculló su padre con la voz rebosante de odio—. No vuelvas nunca.
—Tranquilo.
Echó a andar hacia la puerta hasta que se dio cuenta de que Susan lo seguía. ¿En qué coño estaba pensando?
—Tienes que quedarte aquí con los otros.
—Ni hablar.
—Susan…
—A ver —lo interrumpió con brusquedad—, fuiste tú quien me metiste en esto. Sin ánimo de ofender, Otto, Kyl y Jessica me miran como si todavía quisieran matarme. Yo quiero matar a Erika y tú eres el único que pareces estar hecho a prueba de balas. Así que entre todas las opciones creo que apuesto por ti para seguir con vida.
A pesar del enfado que crispaba sus facciones, había cierto humor en esos ojos negros.
—Créeme, no soy la mejor apuesta. Voy directo a la boca del lobo. Si te quedas aquí, los malos no podrán tocarte. Pero si vienes conmigo, lo harán.
Tal vez estuviera diciéndole la verdad, pero sus instintos le gritaban que debía continuar con él, y si había algo que la vida le había enseñado a seguir sin rechistar, era su instinto.
—Ravyn…
—Hazle caso, humana —dijo una voz desabrida a su espalda—. Hacer que maten a gente inocente es su especialidad.
En los ojos de Ravyn relampagueó un dolor tan intenso que no fue capaz de ocultarlo de inmediato.
—Vete a la mierda, Fénix.
Cuando se giró vio tras ella a un hombre que podía ser una réplica exacta de Dorian. Solo los distinguía porque el que acababa de hablar llevaba vaqueros y una camisa también vaquera en lugar de los pantalones de pinzas y la camisa negra que le había visto a Dorian.
El tal Fénix entrecerró los ojos antes de que Ravyn abriera la puerta y se marchara. Acababa de salir tras él cuando vio que Otto y Leo enfilaban el callejón trasero.
—¿Adónde vas, Ravyn? —le preguntó Otto.
—A ver qué tal está Cael.
Leo frunció el ceño.
—Nosotros también va…
—No —lo interrumpió Ravyn con un tono de voz que no admitía discusiones—. Ya hay un escudero desaparecido y estoy seguro de que está muerto. No es necesario que muera ninguno más. Yo me encargo.
—¿Estás loco? —replicó Otto con exasperación—. No puedes luchar al lado de Cael. Acabaréis debilitándoos el uno al otro.
Eso no pareció disuadirlo.
—Tendremos un cuarto de hora antes de que su presencia me debilite. Y lo mismo en su caso. Confía en mí, en ese tiempo podremos acabar con cualquiera que nos ataque. Estoy seguro de que se encuentra bien.
Otto meneó la cabeza.
—Entonces voy contigo.
—Y yo —dijo Leo.
Semejante insistencia le arrancó un gruñido. No soportaba la idea de que alguien muriera por su culpa y sin necesidad. Si hubiera más tiempo, se pararía un poco para discutir con ellos, pero ya tenía un mal presentimiento sobre uno de los pocos amigos con los que había contado durante esos siglos. Lo último que quería era ver a Cael muerto y estaba demasiado cansado como para seguir discutiendo. Tenía que llegar hasta él y comprobar que seguía vivo. Si estaba muerto, iría tras los responsables.
—Vale. —Se metió en el coche sin mediar más palabra, pero vio que Susan abría la otra puerta para sentarse—. ¿Qué haces?
Ella lo miró como si tal cosa.
—Ya te lo he dicho. Voy contigo.
Como si estuviera de acuerdo… En realidad, lo que quería en esos momentos era quedarse a solas para intentar asimilar los acontecimientos caóticos del día.
—Creí que ibas con Otto en el coche, ya que, en contra del sentido común, ellos también vienen.
Su comentario le arrancó un resoplido muy vulgar.
—Ya te he dicho que ese tío me mira como si buscara una razón para matarme. Además, a diferencia de ti, no es un chaleco antibalas.
Sin replicar, arrancó el coche y metió la marcha. Tal vez fuera a prueba de balas, pero no era invencible. Solo necesitaban cortarle la cabeza para acabar con él. Así de fácil. No obstante, decidió no preocuparla con ese detalle tan tonto.
—¿Adónde vamos? —la escuchó preguntar.
—A Ravenna.
Cael vivía junto a la universidad, en el sótano de un bar bastante cutre regentado por una familia de apolitas. Llevaba años diciéndole a su amigo que estaba jugando con fuego al vivir debajo del enemigo.
«Ni de coña», solía replicar él. «Me gusta el peligro. Además, solo tengo que ponerme la ropa y subir las escaleras para matar unos cuantos daimons antes de volver a casa. Es imposible que me ofrezcas algo mejor.»
Ojalá no hubiera pagado cara su arrogancia.
—¿Estás bien?
—Sí —respondió, mirando a Susan.
—En fin, cuando la gente dice que sí por regla general lo que quieren decir es: «Vete a la mierda y déjame solo porque no quiero hablar de lo que me preocupa».
—Y de vez en cuando quiere decir que están bien y que no tienen nada más que añadir.
La vio hacer un mohín mientras sopesaba sus palabras. Sabía que no había colado.
—Es posible, pero ¿puedo preguntarte una cosa?
Se encogió de hombros.
—Estamos en un país libre, tú puedes preguntar y yo no tengo obligación de contestarte.
A juzgar por la expresión contrariada de su rostro, no le había hecho gracia la respuesta. Sin embargo, no tardó ni un par de minutos en volver a la carga.
—Si sabías cómo iban a tratarte, ¿por qué llevaste a Patricia con tu familia cuando podrías haberla llevado a un hospital?
Molesto por el recordatorio del odio enconado que su familia le profesaba, apretó con fuerza el volante de piel. Había olvidado el detalle de que Susan era periodista, lo que la convertía en una persona curiosa y observadora, dos características letales para un hombre al que no le gustaba hablar de su presente ni de su pasado. Joder, tendría que estar más al loro cuando ella anduviera cerca.
De todas formas sabía que cuando se lidiaba con semejantes criaturas, era inútil andarse con pies de plomo. Susan se limitaría a perseguirlo hasta que obtuviera una respuesta… o la matara.
Ni de coña. Bastantes problemas tenía ya como para añadir otro. Además, le resultaba muy atractiva. Lo que más le gustaba de ella era la forma de sus labios y esa sonrisa velada que aparecía en ellos mientras aguardaba una respuesta por su parte.
Casi merecía la pena alargar el momento solo por verlos.
Sin embargo, decidió contestarle y decirle la verdad.
—En primer lugar, no habría estado a salvo en un hospital. Los daimons pueden salir y entrar de ellos a sus anchas porque son lugares públicos, y tengo el presentimiento de que habrían vuelto a rematarla dada la posición tan relevante que ocupa en el mundo de los escuderos. La única protección con la que cuentan los humanos para defenderse de ellos es la privacidad de su propio hogar. Ningún daimon puede entrar en una residencia privada sin haber sido invitado. En segundo lugar, y lo más importante, ¿te imaginas que hubiera tenido que explicar semejante herida producida por un mordisco en el cuello? Creo que cualquier médico se habría mostrado un pelín preocupado al ver lo que parecían incisiones de dientes humanos, teniendo en cuenta que ningún diente humano es capaz de rebanarle el pescuezo a una mujer. Esta era la forma más fácil de conseguir ayuda sin atraer la atención innecesaria digamos de un… periodista, por ejemplo.
—Ahí llevas razón —admitió ella a regañadientes.
Guardó silencio mientras contemplaba el rostro de Ravyn, iluminado de forma intermitente por la luz de las farolas. Era guapísimo. Pero no solo era su físico lo que la atraía. Había algo más. Esa especie de dolor que ocultaba y también la ferocidad de la que era capaz. Ambas cosas la instaban a consolarlo, sobre todo porque sabía muy bien lo que era estar solo en el mundo.
No pienses en eso, se reprendió. Su mente estaba en lo cierto. Tenía cosas mucho más importantes en las que pensar que no tenían nada que ver con lo guapo que era ni con lo mucho que le gustaba.
Sus pensamientos regresaron a Erika.
—¿Cómo crees que entraron en tu casa?
—Ni puta idea. Alguien debió de entrar primero para invitarlos. Erika jura que no lo hizo y está claro que yo no fui.
Eso no era muy reconfortante.
—¿Tienes alguna idea acerca de lo que están haciendo los daimons esta noche? ¿Esto es normal?
—No —contestó con sinceridad—. Es muy raro que ataquen de esta forma. Normalmente eligen a sus víctimas sin hacer mucho ruido y nosotros los matamos para evitar que sigan cumpliendo años. Puesto que su meta es seguir viviendo, suelen huir de nosotros, no agredirnos. Además, es la primera vez que los veo atacar una base utilizada por los escuderos.
Asimiló la información y se preguntó por qué habían cambiado su modus operandi. ¿Cuál había sido el catalizador de ese cambio? ¿El tal Stryker que había mencionado Kyl u otra persona?
—Háblame de Cael. Supongo que es tu amigo.
—Sí.
—¿Cuánto hace que lo conoces?
—Casi trescientos años.
—¡Madre mía! Me has dejado fría. Que digo yo que las relaciones a largo plazo no te asustan, ¿verdad?
La broma hizo que frunciera el ceño.
—¿Qué se supone que significa eso?
—Nada —contestó ella.
Parecía molesto, y eso le hacía mucha gracia. Por regla general, no les tomaba el pelo a los desconocidos. Sin embargo, había algo en él que la impulsaba a fastidiarlo. Tal vez fuera la misma tendencia suicida que llevaba a mucha gente a saltar cuando estaba al borde de un precipicio.
O tal vez fuera el hecho de que le gustaba ver cómo se relajaba su expresión cuando bromeaba con él. Resultaba mucho más atractivo, cosa que la llevaba a preguntarse si siempre había sido tan serio y hosco como era en esos momentos.
Ravyn aminoró la velocidad al llegar al Sírvete Tú Mismo. Sí, siempre le había encantado el chistoso nombrecito que lucía el bar, regentado por apolitas y daimons, y muy frecuentado por los universitarios. Los estudiantes lo tenían por un local de ligoteo, pero lo que no sabían era que el emblema del establecimiento, un sol amarillo sobre el que se recortaba la silueta negra de un dragón, era la señal que indicaba que los daimons eran bien recibidos y que obtendrían protección en su interior. En un principio, la misión de Cael fue la de obligar a los apolitas a cerrar el local, pero estos no tardaron en ofrecerle un trato. Siempre y cuando los protegiera, ellos seguirían comportándose dentro de lo establecido. Incluso lo habían invitado a vivir en la propiedad. Por razones desconocidas, Cael había aceptado. Desde entonces los daimons se mantenían apartados. Y aquellos que no sabían que en el sótano del Sírvete Tú Mismo vivía un Cazador Oscuro y se adentraban en el bar a fin de darle un bocadito a algún estudiante… tenían las horas contadas.
Lo único que esperaba era que su amigo siguiera viviendo en el sótano y no se hubiera convertido en una víctima de su absurda confianza.
—Conozco este lugar —dijo Susan mientras él aparcaba en la parte trasera—. Me encantan las esculturas que tienen en la parte delantera. Están hechas con objetos reciclados. He intentado averiguar unas cuantas veces quién es el artista, pero nadie me contesta. De hecho, los que trabajan ahí son muy bordes.
Apagó el motor justo cuando Otto aparcaba el Jaguar a su lado.
—El artista es Cael. Los bordes son los apolitas que regentan el lugar.
—¿Estás hablando en serio?
—Sí.
—¿No es como tirarle al león del rabo?
—Sí, tú lo has dicho. Pero a Cael le gusta vivir aquí y los apolitas parece que lo toleran. ¿Quién soy yo para cuestionarlo? —Salió del coche y aprovechó para orientarse mientras Otto se reunía con él.
La música del bar estaba a todo volumen. Susan ladeó la cabeza. Eran los Black Eye Peas con «Don’t Phunk with My Heart».
—¿Otra vez por la puerta trasera? —preguntó.
Ravyn negó con la cabeza.
—¿Aún llevas la espada contigo?
—Ajá.
—Tenla a mano. Vamos a entrar en la boca del lobo y no sé qué vamos a encontrarnos. —Miró a Otto con seriedad—. Si surge algún problema, quiero que los dos corráis hacia la puerta y que os llevéis a Susan.
Otto le lanzó una mirada propia de un asesino en serie.
—No te ofendas, pero yo no huyo.
—Ni yo tampoco —apostilló ella con firmeza.
Leo alzó las manos.
—Para que conste, yo sí.
Al ver que Otto lo fulminaba con la mirada, Leo puso los ojos en blanco.
—Era una broma, Carvalletti. A ver si mejoramos ese sentido del humor…
—Preferiría no hacerlo y no vayas a salir por patas. Suelo cargarme a los gallinas.
Leo lo mandó a tomar por culo con un gesto.
—Tranquilo. Me encanta quedarme hasta el final.
Oyó que Ravyn resoplaba, exasperado.
—De acuerdo. Si queréis morir, allá vosotros. Pero recordad que os advertí que os largarais —les dijo al tiempo que se escondía la daga en los pantalones, a la espalda.
Rodearon el edificio hasta llegar al frente. Era de ladrillo y tendría unos cien años de antigüedad. Estaba pintado de azul cielo y en los cristales negros habían dibujado símbolos hippies, así que no resaltaba entre otros miles de bares semejantes. A esa hora tan temprana no había mucha clientela porque la gente estaba fuera, charlando e intentando gorronear.
El establecimiento contiguo era una cafetería con librería adyacente llamadas Libros de Tercera Mano y El Oso Goloso respectivamente. A diferencia del bar, era un lugar luminoso y acogedor. El Sírvete Tú Mismo era un lugar descuidado con pinta de atraer a una clientela interesada solo en el sexo. Tal vez ahí radicara su encanto.
Mientras intentaba no pensar en la gente que había perdido la vida porque se habían aventurado tontamente en el establecimiento en busca de una copa con los amigos o de un rollo de una noche, Ravyn abrió la puerta y se topó con el enorme apolita que comprobaba la documentación en el pequeño recibidor. Debía de medir casi dos metros y pesar más de ciento veinte kilos. No todos los días se encontraba con alguien que le hiciera alzar la cabeza para mirarlo a los ojos.
Joder. Los apolitas solían ser más altos que la mayoría de los humanos, pero debido a su dieta líquida tendían a estar delgados. Los dueños del bar podían utilizar al portero como matón…
O como globo hinchado en una de las carrozas del desfile del día de Acción de Gracias… salvo que el sol lo mataría. Aunque pensándolo bien… un globo… fuegos artificiales. Sería insuperable.
El apolita se tensó nada más verlos.
—¿Qué te trae por aquí, Cazador Oscuro?
—He venido a ver a un amigo.
El tipo les bloqueó la entrada.
—Aquí no tienes ninguno.
Ravyn lo miró con expresión letal.
—Será mejor que me quede por lo menos uno.
El apolita siguió sin permitirles el paso.
—Pues llámalo por teléfono. No queremos a los de tu calaña por aquí.
—¿Eso también va por Cael?
La expresión del apolita se tornó pétrea.
—Déjalo tranquilo. Y lárgate.
Se acercó a él para rodearlo, pero el tipo le lanzó un revés. Esquivó el golpe y le asestó un buen puñetazo que lo hizo trastabillar hacia atrás.
De repente, tres apolitas surgieron de la nada y se interpusieron entre él y la puerta de acceso al bar.
—No eres bien recibido, Cazador Oscuro. Vete a casa.
—No hasta que vea a Cael.
Otto abrió una navaja mariposa.
—En fin, no sé… teniendo en cuenta lo asquerosamente corta que es vuestra vida, sería una pena reducirla aunque fuera un solo día, ¿verdad?
—¡Suelta eso! —exclamó una rubia muy guapa que apareció por detrás de los porteros. Llevaba un atuendo de gogó de color verde lima, con barra de labios y botines de vinilo blancos incluidos. A diferencia de los hombres, no se molestó en ocultar sus colmillos al hablar—. En este local no se admiten armas. Bajo ninguna circunstancia. —Los miró echando chispas por los ojos antes de preguntarles—: ¿Qué hacéis aquí?
La pregunta lo hizo respirar hondo en busca de un poco de paciencia.
—Me estoy cansando de contestar lo mismo. Quiero ver a Cael y como tenga que decirlo una vez más, voy a empezar mis prácticas diarias de tiro con vosotros.
La apolita cruzó los brazos por delante del pecho.
—Estoy segura de que no quiere verte.
Otto observó a la mujer con los ojos entrecerrados.
—Creo que está muerto, Ravyn.
—No está muerto —lo corrigió la apolita con voz ofendida—. Pero no creo que pintéis nada ni aquí ni con él. No os ha incluido en la lista de invitados y la última vez que lo comprobé no estabais entre sus colegas. ¿Cómo sabemos que sois sus amigos?
Ravyn la fulminó con la mirada.
—Los enemigos no entran por la puerta principal, nena.
El matón le dijo algo a la chica en apolita. Cuando volvió a mirarlo, parecía un poco menos nerviosa.
—Los listos, sí. Como no te conozco, no sé si eres tan tonto como pareces o no. A lo mejor has venido a matar a Cael.
Estaba hasta los cojones del jueguecito.
—Ahí te equivocas. Y a menos que quieras ver el bar en llamas esta noche, te aconsejo que nos dejes pasar.
La amenaza la hizo cuadrar los hombros.
—No puedes hacernos daño, va en contra de las reglas. Ningún Cazador Oscuro puede herir a un apolita hasta que se convierte en daimon.
—A la mierda las reglas —replicó entre dientes—. Si mi amigo está muerto, lo único que voy a honrar es aquello que me dio la vida… la venganza.
El matón volvió a decir algo.
La apolita titubeó antes de contestarle. Volvió a mirarlo, en esa ocasión con expresión preocupada.
—Solo tienes quince minutos antes de que tu presencia afecte sus poderes. Te quiero fuera de aquí antes de que eso pase.
Para su más completo asombro, los apolitas se apartaron para dejarles paso.
En espera de que todo fuera una trampa, se aseguró de que Susan caminara entre Otto y él mientras que Leo ocupaba la retaguardia, y siguieron a la mujer a través del bar, en cuyo interior se agolpaba una enorme multitud que bailaba al ritmo del hip-hop. Tres bolas de discoteca iluminaban la pista con sus destellos de luz. A los lados había varias zonas con mesas cubiertas por manteles negros decorados con símbolos hippies y apolitas en tonos neón. Unos cuantos focos de luz oscura contribuían a que los colores resaltaran en la oscuridad. Y a que a él le dolieran los ojos a rabiar.
El movimiento y la luz debilitarían a cualquier Cazador Oscuro, pero no afectarían a los apolitas ni a los daimons. Qué listos eran…
La apolita los condujo más allá de la barra, en dirección a una enorme cocina donde se emplazaba la puerta que daba al sótano.
La abrió con un brazo y se apartó para que bajaran sin ella.
—Su dormitorio es la última puerta de la izquierda.
Él bajó en primer lugar.
—¿Crees que es una trampa? —escuchó que le preguntaba Susan después de que la apolita hubiera cerrado la puerta, dejándolos en la escalera.
La luz era muy tenue, pero sus ojos lo agradecieron después de la tortura a la que los habían sometido los focos de la pista de baile. Volvía a ver sin problemas.
—A estas alturas ya no me sorprendería nada —respondió.
Se detuvo al llegar ante la puerta del dormitorio de Cael según la apolita. Alguien estaba gimiendo como si sufriera un terrible dolor y de repente escuchó un grito angustiado que solo podía ser de Cael.
Con el corazón desbocado, abrió la puerta de una patada y lo que vio le dio un nuevo significado a la expresión «quedarse sorprendido».
Lo que vio lo dejó totalmente descolocado.