5

Susan se limpió las lágrimas y se apartó de él para mirarlo boquiabierta.

—¿Mi única esperanza para qué, Catman? ¿Para evitar que me maten? ¿Para evitar la bancarrota? Que sepas que tenía una vida estupenda… —Se detuvo y reconsideró lo que iba a decir—. Bueno, la verdad es que era una porquería, pero ni intentaban matarme ni la gente moría a mi alrededor como moscas. Desde que te conozco mi vida se ha ido a la mierda. Va cuesta abajo y sin frenos. Mis mejores amigos están muertos. Te he visto matar a cuatro personas…

—Tres —la interrumpió él—. Tú te cargaste a uno de los matones cuando le diste con el bate en la cabeza.

¿Tenía que recordárselo?

—¿Y por qué me vi obligada a ponerme a jugar al béisbol, eh? Dímelo. No, yo te lo digo. Porque cometí la insensatez de llevarme un gato callejero a casa. Me he quedado sin los ochenta y dos dólares que me costó sacarte del refugio, mi casa está destrozada, mi coche parece un queso gruyer y vete tú a saber lo que le debo a mi vecina por haberme cargado la cerca de las petunias. Gracias, lindo gatito. No sabes cuánto te lo agradezco.

Ravyn la miró espantado.

—No puedo creerme que estés pensando en el dinero ahora mismo.

—¿Y en qué quieres que piense? —preguntó con la voz rota—. ¿En que las dos personas más importantes de mi vida están muertas y en que ni siquiera puedo ir a su entierro porque todo el mundo cree que yo las maté? —Apretó los dientes cuando la asaltaron el dolor y la frustración—. Si le hubiera hecho caso a Jimmy y los hubiera sacado de allí, seguirían vivos. No debí dejarlos solos. Están muertos por mi culpa… Sí. ¿Quieres que piense en eso? —Luchó contra las lágrimas que le ardían en los ojos y que le atravesaban el corazón. No podía pensar en Angie y en Jimmy en ese momento. No si quería mantener la cordura. Era un dolor demasiado intenso y profundo como para soportarlo.

Vio la compasión en esos ojos negros cuando Ravyn le acarició una mejilla. El tacto de su mano era áspero.

—Siento mucho lo que les ha pasado. Pero no es culpa tuya. ¿Me entiendes? Están muertos porque Jimmy descubrió la existencia de los daimons y fue tan tonto como para creer que podría huir de ellos. De verdad, lo habrían matado antes de que llegara muy lejos. Con la información que tenía, estaba muerto antes de que tú llegaras.

Lo miró con el ceño fruncido.

—Si estás intentando que me sienta mejor, no lo estás consiguiendo.

—Ya lo sé.

La expresión de su rostro y el hecho de que siguiera acariciándole la cara con el pulgar, pusieron de manifiesto que decía la verdad.

—Has tenido un día de perros —le dijo con un brillo respetuoso en esos ojos negros y con otra cosa que no atinó a identificar—. Tienes derecho a desahogarte un poco, pero hazme caso, no vas a tener mucho tiempo. Estás metida hasta el cuello en algo que te supera, y te esperan muchas cosas.

—¿A qué te refieres?

—Estás acostumbrada a tratar con humanos sin habilidades psíquicas. Bueno, nena, pues tu mundo acaba de irse a la mierda. Todo lo que Jimmy te dijo en el refugio es verdad. Acabas de meterte en una guerra de la que tu gente ni siquiera sabe nada. Olvídate de todo lo que sabías sobre la física y la ciencia, e imagínate un mundo en el que la Humanidad solo es comida para una raza que desea esclavizarla.

Meneó la cabeza para negar sus palabras.

—No creo en los vampiros.

Ravyn abrió la boca para enseñarle sus afilados colmillos.

—Si quieres seguir viva cuando amanezca, será mejor que empieces a hacerlo.

Quería extender la mano y tocarle los colmillos para asegurarse de que eran reales, pero ya lo sabía. Los había visto en acción.

—¿Qué eres? Pero explícamelo. Has dicho que eres un Cazador Oscuro. ¿Qué es eso?

Ravyn titubeó. Después de trescientos años como Cazador Oscuro obligado por un juramento a no revelar su secreto a nadie, tenía muy bien aprendida la lección. Pero esas circunstancias no eran normales. Los daimons la habían metido en ese lío, y si no le contaba la verdad, Susan estaría indefensa ante ellos. Lo quisiera o no, estaba metida de lleno en esa guerra.

—Los Cazadores Oscuros son seres inmortales que han jurado proteger a la Humanidad dando caza a los daimons que los masacran.

—Y los daimons son…

Inspiró hondo mientras pensaba en el modo más sencillo de explicárselo.

—Hace mucho tiempo, en la Atlántida…

—¿La Atlántida también es real? —preguntó ella con el gesto torcido.

—Sí.

La vio menear la cabeza.

—¿Y ahora qué vienen? ¿Los unicornios?

Su sarcasmo le hizo gracia.

—No, pero los dragones existen.

Lo miró con los ojos entrecerrados.

—No sabes cómo te odio —le dijo con voz ponzoñosa.

Le regaló una sonrisa mientras dejaba que la suavidad de su piel le calmara el dolor de las quemaduras de los dedos. Debería estar curándose las heridas, pero quería calmarla primero. Cosa que no tenía sentido ninguno. Iba en contra de su naturaleza, pero allí estaba, explicándole cómo funcionaba un mundo que le parecería una locura.

—No te culpo. Yo también me odiaría si estuviera en tu lugar. Pero volvamos a la Atlántida. Había una raza de seres llamados apolitas.

—¡Joder! Y yo pensando que era una marca de refrescos light o algo así.

El comentario le arrancó una carcajada, pero acabó haciendo una mueca cuando sintió un ramalazo de dolor.

—No, no precisamente. Recibieron ese nombre porque fueron creados por el dios Apolo. Su plan era que dominaran a los humanos, pero como sucede con los mejores planes, le salió el tiro por la culata. Los apolitas se rebelaron contra él y mataron a su amante y a su hijo. A su vez, el dios los maldijo a morir a la edad de veintisiete años. Lenta y dolorosamente.

—Seguro que eso les encantó.

—No lo sabes tú muy bien. Evidentemente no les hizo ni pizca de gracia, así que un grupo averiguó de algún modo que podían matar humanos, almacenar sus almas en sus cuerpos y prolongar sus vidas. Desde ese día, cada vez que un apolita se acerca a su vigésimo séptimo cumpleaños, se enfrenta a una disyuntiva: morir o comenzar a alimentarse de humanos y convertirse en daimon. El único problema es que las almas de las que se alimentan no estaban destinadas a ser suyas y, en consecuencia, comienzan a morir al poco tiempo de atraparlas en su cuerpo. Si el alma muere y ellos no han conseguido otra, los daimons también mueren.

Se apartó de él y se pasó las manos por la cara a medida que asimilaba el horror de lo que estaba diciendo.

—Así que se pasan la vida matando constantemente para seguir viviendo.

—Y ahora parece que han conseguido la ayuda de algunos humanos —dijo Ravyn al tiempo que asentía con la cabeza.

—¿Por qué?

—No lo sé. Supongo que tienes que darle las gracias a Hollywood por eso. Casi todos los humanos que los ayudan creen, aunque se equivocan, que los daimons pueden hacerlos inmortales, convirtiéndolos con un mordisco. No pueden. O naces apolita o no. No pueden compartir sus poderes con los humanos ni hacerlos inmortales.

—¿Te haces una idea de lo que cuesta creer todo esto? —preguntó, meneando la cabeza como negándose a admitir lo que le estaba contando.

—Hombre, también cuesta creer en Papá Noel, y en Navidad siempre hay regalos para los niños debajo del árbol.

Lo miró con el ceño fruncido.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Que detrás de cada leyenda suele haber un atisbo de verdad.

Sobresaltada por la voz del recién llegado, se giró y vio a Leo en la puerta que había a su espalda. Por extraño que pareciera, se alegraba de verlo.

—Hola, Ravyn —saludó Leo.

El aludido inclinó la cabeza hacia él.

Leo la miró a los ojos.

—Patricia tiene que sacarle las balas a Ravyn antes de que se cierren las heridas. ¿Por qué no vienes conmigo mientras ella se encarga de todo?

El tono tan calmado de su voz la dejó de piedra. Claro, ¿por qué no? El hombre o el Cazador Oscuro o lo que quiera que fuese Ravyn tenía más plomo en el cuerpo que sus cañerías.

Era un comentario tan normal…

Se obligó a no poner los ojos en blanco y siguió a Leo fuera de la habitación. En el pasillo se cruzaron con Patricia, pero la mujer no les dirigió la palabra. Era evidente que estaba tan contenta como ella con la situación.

Mientras Patricia entraba en la trastienda que ellos habían dejado, Leo la condujo por una escalera metálica hasta una enorme sala de conferencias. Encendió las luces y sostuvo la puerta para dejarla pasar. Las paredes blancas y el techo negro le conferían a la estancia una frialdad posmoderna que quedaba intensificada por la mesa de cristal y los sillones de piel negros. Era tan acogedora como la clínica de un dentista y tenía la sensación de haber vuelto al instituto y de estar a punto de recibir un sermón en el despacho del director.

—Siéntate —le dijo Leo antes de cerrar la puerta.

Aunque no solía obedecer a nadie, estaba demasiado cansada y aturdida como para discutir. Solo quería cinco minutos de tranquilidad para lamerse las heridas y recuperar el control.

—¿Estás bien?

—Mmm, deja que me lo piense —respondió al tiempo que se sentaba. La piel crujió bajo su peso, justo lo que necesitaba para subirle la moral y sentirse mejor por su situación—. Me desperté esta mañana, desayuné mis cereales y mi café como de costumbre. Fui a trabajar para mi periódico de pacotilla, donde vi con mis propios ojos que mi estupendo artículo había sido mutilado y convertido en una basura. Aguanté el sermón de mi jefe, que me echó la bronca porque no puedo olvidarme de la realidad. Así que para ayudarme con mi problemilla, me envió a buscar a una niñata que escribe sobre un hombre gato que merodea por un mercado. Después, mientras medito sobre lo absurda que es mi vida, mi mejor amiga me llama y me dice que tiene un soplo de una historia gorda que podría ayudarme a recuperar mi reputación. Pero resulta que la cosa va de que los policías están compinchados con unos vampiros que quieren devorarnos. Adopto a un gato al que soy alérgica porque mi amiga está paranoica. Me lo llevo a casa y descubro que es el hombre gato que el pirado de mi jefe me había enviado a buscar. Y lo siguiente que sé es que me echan la casa abajo. Catman se come a un tío delante de mis narices y mis dos mejores amigos están muertos.

Se detuvo para fulminarlo con la mirada, porque Leo estaba muy tranquilo.

—En fin, que no tengo muy claro cómo sentirme ahora mismo. Si se te ocurre algo, soy toda oídos, no te cortes. Todo esto se escapa un poquito de mi área de conocimiento. Estoy cansada y alucinada, y solo quiero acostarme, despertarme y descubrir que todo esto ha sido una pesadilla espantosa. Pero tengo el pálpito de que cuando me despierte, la cosa solo va a empeorar.

Leo esbozó una sonrisa compasiva mientras se acercaba a ella. Le puso una mano en el hombro.

—Lo siento mucho, Susan. Pero quería que…

La puerta se abrió y dos hombres y una mujer entraron en la sala. El primero que entró era un tío alto, de pelo oscuro y aire de perdonavidas. Era muy guapo y llevaba un jersey gris muy caro y pantalones de pinzas negros. El que lo seguía era igual de peligroso, pero tenía el pelo castaño. La chica era alta, atlética y rubia. Se parecía mucho a Patricia y a Alicia.

Leo se enderezó y asumió un aire de autoridad. Ya no era el jefecillo gracioso que ella conocía. En esos momentos parecía un depredador que no se andaba con tonterías.

—Susan —dijo al tiempo que señalaba a los recién llegados—, te presento a Otto Carvalletti, Kyl Poitiers y Jessica Addams.

Suspiró.

—Hola.

En lugar de corresponder al saludo, se colocaron a su alrededor como tres matones de la mafia. Al bajar la mirada, se percató de que tenían algo en común con Leo… el mismo tatuaje con forma de telaraña en las manos.

Tuvo un mal presentimiento. Pero no iba a permitir que la acobardaran. Bastante había aguantado ya ese día como para que le fueran con esas. Se puso en pie y los miró con su mejor pose de «no me toques las narices».

—¿Qué está pasando, Leo?

Su jefe pasó de ella y se dirigió a los recién llegados.

—Dejad las posturitas, chicos, y sentaos. Tenemos que repasar muchas cosas y faltan pocas horas para que se ponga el sol.

Para su más absoluta sorpresa, lo obedecieron. Era muy surrealista, sobre todo porque tenía la impresión de que un chihuahua fuera el alfa de una manada de dóbermans.

—¿Y ella qué? —Otto la señaló con la barbilla—. ¿Podemos hablar con ella delante?

Leo suspiró mientras se sentaba a su lado.

—Siento muchísimo que te hayas visto metida en esto, Susan. Nunca tuve la intención de que te enteraras. Eso era lo que intentaba decirte cuando han entrado mis compañeros. Solo quería que le siguieras la pista a Dark Angel. Supuestamente debías mantenerte en la bendita ignorancia, y nunca averiguarías que los vampiros existían.

Joder, la cosa mejoraba por momentos.

—¿Eso quiere decir que toda la porquería que publicamos en el periódico es verdad?

—No —respondió Leo para su sorpresa—. Como tú bien dices, es porquería. Solo dirijo el periódico para asegurarme de que la verdad no sale a la luz. Vamos, seamos realistas, la historia del tipo «Adopté un gato y se convirtió en hombre en mi salón» no es material del New York Times. Para publicar eso estamos nosotros. Mi familia ha estado dirigiendo el Inquisitor durante estos últimos sesenta años para ser los primeros en enterarnos de cualquier historia que pudiera revelar nuestra existencia.

De una manera muy retorcida, tenía sentido, y eso era lo que más la aterraba.

—¿Y el resto de periodistas del Inquisitor son como tú? ¿También ocultan la verdad?

—No —contestó con expresión sincera—, los demás están como cabras. Suelo contratar a pirados porque, aunque se topen con la verdad e intenten difundirla, nadie los creería.

Bueno, eso explicaba muchas cosas sobre sus compañeros y sobre su propia posición. Lo explicaba tan bien que sintió que le clavaban un puñal en el pecho.

—Me contrataste porque perdí toda mi credibilidad.

Los ojos de Leo la atravesaron.

—No. Te contraté porque fuiste una de las pocas amistades que hice en la universidad. Sin tu ayuda ni siquiera me habría licenciado, así que cuando te metiste en líos, te eché una mano… El hecho de que nadie te volviera a tomar en serio era un aliciente más.

Lo fulminó con la mirada.

—Muchas gracias.

Su jefe le restó importancia al enfado con un ademán de la mano tatuada.

—No voy a mentirte, Susan. Te respeto demasiado para eso.

—Pero llevas mintiéndome todo este tiempo.

El comentario pareció ofenderlo.

—¿Cuándo te he mentido? ¿He negado alguna vez la existencia de los vampiros?

—Decías que era basura.

—No, lo que dije fue que esta basura pagaba mi Porsche… y es cierto. Que no se te olvide que fui yo quien te dijo que abrazaras lo absurdo. Que creyeras en lo increíble.

La verdad sea dicha… ahí la había pillado. Porque esa había sido su cantinela desde que la contrató. Suspiró y se removió en el asiento.

—¿Y por qué me enviaste en busca de Ravyn si no querías que averiguara la verdad?

—Porque tenía la esperanza de que esa estudiante no estuviera hablando de Ravyn. A ver, lo que quiero decir es que hay un montón de Cazadores Oscuros en Seattle, y como viven durante siglos, los que no están al tanto de la verdad pueden creer que son inmortales. Esperaba que fueras, me consiguieras un nombre y una dirección, y así yo pudiera eliminar las pruebas si era verdad.

—¿Por qué no ir en persona?

Leo resopló.

—Yo no soy periodista de investigación. Soy tan sutil como un elefante en una cacharrería, por eso soy más un agente del orden. Además, sabía que aunque te toparas con la verdad y la vieras con tus propios ojos, jamás te la creerías. Ya encontrarías una explicación lógica y racional que yo podría utilizar con otra gente. ¿Lo entiendes ahora? —No la miró a ella, sino al trío que tenía a su espalda, que había guardado un silencio sepulcral—. Pero ahora tenemos un problemilla.

Le tocó a ella resoplar.

—¿¡Que tú tienes un problema!? Pues ponte en mi pellejo.

Leo se frotó la nuca con nerviosismo.

—Sí, bueno, Sue, la cosa es que tú eres el problema.

Le dio un vuelco el corazón.

—¿A qué te refieres?

—Se supone que los civiles no deben saber de nuestra existencia —masculló el tal Otto desde su asiento, delante de ella—. En la vida.

—Ajá —murmuró—. ¿Te han dicho alguna vez que con esa vocecilla siniestra deberías buscar trabajo para Hacienda? Estoy segura de que están desesperados por tener a gente capaz de acobardar a los demás con un gruñido.

Leo se inclinó hacia ella.

—Sue, no provoques a una cobra, porque suele atacar.

Y a juzgar por la expresión del rostro de Otto, supo que Leo no bromeaba. Devolvió la mirada a su antiguo jefe justo cuando Kyl le tendía una carpeta negra. La ojeó un instante antes de dejarla sobre la mesa, la cual comenzó a golpear con los dedos poco después.

—En circunstancias normales reclutamos a personas con habilidades que puedan sernos útiles —le dijo—. Pero en ocasiones se nos presentan imprevistos, como estas últimas veinticuatro horas, por culpa de los cuales inocentes espectadores se ven mezclados en nuestros asuntos por error. Hay que enmendar esos errores. —Su voz sonaba letal y amenazante.

Como se negaba a sentirse intimidada, cruzó los brazos por delante del pecho y lo miró con la misma expresión letal.

—¿Y cómo vas a enmendarme?

—Tienes dos alternativas —contestó Kyl, hablando por primera vez—. O te conviertes en una de nosotros o…

Esperó. Al ver que Kyl no terminaba la frase, lo miró con desdén.

—¿O qué? ¿Vais a matarme?

Fue la mujer quien respondió.

—Sí.

—No —corrigió Leo con voz seria. La miró de nuevo—. Pero no podemos arriesgarnos a que nos expongas al público. ¿Lo entiendes?

¿Estaba hablando en serio? Aunque, en fin… bastaba con mirar al escuadrón de la muerte para saber la respuesta.

—¿Y cuál es tu papel en todo esto, Leo? —Necesitaba comprender la realidad a la que la habían arrastrado—. ¿Por qué te hacen caso estos tíos? —preguntó al tiempo que los señalaba.

—Porque soy el regis de los Escuderos de Seattle desde que mi padre se jubiló. Yo controlo a los Theti, lo que me convierte en la cabeza de facto de todas las secciones de los Escuderos en esta zona.

—¿Theti?

—Iniciados en el Rito de Sangre —respondió Otto con voz ronca—. También nos ocupamos de otras labores, pero solo nosotros estamos autorizados para ejecutar los mandatos del Consejo.

—Y utilizamos cualquier medio a nuestro alcance para mantener nuestro mundo en secreto. —Kyl la miró con los ojos entrecerrados, dejando claro lo que quería decir.

Ese tenía que ser el día más raro de toda su vida, y eso era mucho decir dado el tiempo que había pasado con su abuela, que juraba que su perra era la reencarnación de su difunto marido y llevaba la ropa del revés para evitar que las bombillas se comieran los colores; por no mencionar a su compañera de trabajo, que tenía la costumbre de dejar un montón de Post-it pegados en su escritorio para evitar que los duendecillos se fueran.

Iban a matarla.

—¿Qué decides? —preguntó Otto. Parecía estar deseando que dijera que no.

—¿Qué pasa? —preguntó ella a su vez, incapaz de resistirse al impulso de provocar a la cobra… era como un imperativo moral—. ¿Llevas demasiado tiempo sin matar a nadie?

—La verdad es que sí —respondió el aludido con gesto serio—. Y si no se acaba pronto la racha, voy a perder la práctica.

—¡No lo quiera Dios! —exclamó con fingido asombro.

Leo carraspeó, reclamando así su atención.

—Sue, necesito que me des una respuesta.

—¿Tengo alternativa?

—No —respondieron los cuatro al unísono.

La expresión de Leo se suavizó un pelín.

—Sabes demasiado sobre nosotros.

Se quedó sentada en silencio mientras rememoraba todos los acontecimientos. Eran demasiadas cosas para asimilarlas. Dios, ojalá pudiera volverse loca como su abuela para sobrellevarlo todo. Pero la vida no iba a hacerle ese favor. Seguía cuerda. Al parecer, no iba a tener ayuda divina para salir de ese berenjenal.

—Dime, ¿qué implica exactamente la nueva vida que me ofreces?

Leo miró a los demás antes de responder:

—No mucho. En serio. Haces un juramento por el que te comprometes a guardar silencio, te metemos en nómina y te incorporamos a nuestro sistema para mantenerte controlada.

Esas palabras, por no hablar del tono con el que las pronunció, le provocaron un escalofrío.

—¿A qué te refieres con eso de mantenerme controlada?

—No es tan malo como parece —le aseguró Leo—. Nos limitamos a ver cómo te va de vez en cuando, para asegurarnos de que no te has ido de la lengua con otros civiles. Mientras guardes silencio, disfrutarás de un montón de cosas.

—¿Como cuáles?

Leo le pasó la carpeta.

—Aviones privados. Vacaciones exclusivas. Plan de pensiones ultra y acciones de la empresa para tener parte del cotarro. Fondos para crear tu propio negocio si quieres… —Se detuvo para mirarla con seriedad—. Y lo único que nunca has tenido. Una familia que estará a tu lado cuando la necesites.

Ese último comentario dolía, y Leo lo sabía bien. Su padre las había abandonado a su madre y a ella cuando tenía tres años. No tenía ningún recuerdo de él, y su madre jamás la había llevado a conocer a su familia paterna. Hija única como ella misma, su madre había tenido una estrecha relación con sus padres, que murieron hacía bastante tiempo. Después murió su madre en un accidente de coche, tres días antes de que cumpliera los diecisiete años.

Desde entonces estaba sola.

Tener una familia era lo único que había deseado toda la vida, y al igual que su credibilidad, era un sueño tan esquivo como el cuerno de un unicornio. Y era justo el cebo que Leo tenía que ponerle para que picara.

Con un suspiro, abrió la carpeta y vio un contrato y un listado de números de teléfono, ordenados por servicios. La cerró y fulminó a Leo con una mirada gélida.

—Me lo estás pintando todo de color rosa, pero si algo he aprendido, es que si suena demasiado bueno para ser verdad, no lo es. ¿Dónde está la trampa?

—Te juro que no hay gato encerrado. —Leo se hizo una cruz sobre el pecho—. Puedes vivir como te dé la gana. Lo único distinto es que tendrás acceso a un montón de cosas que la mayoría de la gente no sabe ni que existe.

—La pega es que tendrás un montón de días como el de hoy —terció Jessica con voz calmada—. Como escudera, los daimons te detectarán e irán a por ti de vez en cuando.

—Pero te entrenaremos —añadió Leo—. No tendrás que enfrentarte a ellos sola.

¡Genial! ¿Quién en su sano juicio renunciaría a todo eso? Le costó la misma vida no reírse en su cara.

—¿Eso es todo?

Otto la miró con sorna.

—¿Te parece poco?

—Claro que no —respondió con una carcajada carente de humor—, es más que suficiente. —Se quedó callada mientras reflexionaba sobre todo lo que Leo acababa de soltarte. Pero sabía lo que harían si…

No tenía alternativa.

Con el alma en los pies, miró a Otto.

—Me parece que voy a arruinarte el día, chavalote. Porque he decidido seguir con mi porquería de vida un poquito más.

—¡Joder! —Otto dejó escapar un sentido suspiro.

Leo pareció aliviado.

—Bienvenida a bordo.

Sin embargo, no se sintió muy bien acogida. Al contrario, tenía el estómago revuelto. Cosa que no mejoró cuando Leo añadió:

—Por cierto, se me olvidaba algo.

Se moría de ganas por saber qué era.

—Como escuderos, todos respondemos ante los Cazadores Oscuros. Ante los hombres y mujeres como Ravyn, y sobre todo ante su líder, Aquerón. En resumidas cuentas, somos criados que los ayudan y que protegen su existencia.

Abrió los ojos con fingida felicidad.

—¡Qué pasada, Leo! ¿Puedo pedir que me saquen los ojos ya que estamos?

Otto soltó una carcajada.

—Vaya, creo que me vas a caer muy bien.

Bueno, al menos la cobra letal la encontraba graciosa. Leo, en cambio, no parecía tan contento, ya que meneó la cabeza en dirección a Kyl y Jessica.

Una vez recuperada la seriedad, cogió la carpeta antes de exponer su mayor preocupación, segura ya de que había evitado morir a manos de Otto.

—¿Qué pasará ahora conmigo? ¿Dónde voy a esconderme mientras me busca la policía?

—Nosotros nos encargaremos de todo —contestó Jessica—. La policía es el menor de nuestros problemas. Lo que nos preocupa es quién está moviendo los hilos.

—¿El comisario? —sugirió.

Kyl puso los ojos en blanco.

—Piensa fuera del espectro humano.

Lo miró con desdén.

—Sí, ya, pero si están tapando el asunto, alguien del departamento de policía tiene que estar en el ajo, ¿no te parece?

—Sí —contestó Leo con tirantez—, pero ahora eso no importa. Tenemos que averiguar quién nos persigue. Si son capaces de eliminar a un Cazador Oscuro, nosotros somos carne de cañón.

—Eso lo dirás por ti —señaló Jessica con soberbia—. Te aseguro que yo no estoy en el final de la cadena alimenticia.

Otto resopló por la bravuconada.

—No sabes de lo que hablas, Jess. Kyl y yo estábamos en Nueva Orleans el año pasado cuando se produjo un levantamiento masivo de daimons liderado por un spati llamado Stryker.

Susan frunció el ceño al escuchar el término.

—¿Spati?

—Un grupo de guerreros daimons muy antiguos —le explicó Kyl—. Pero antiguos de verdad. Son mucho más fuertes que los daimons que pululan por ahí en busca de una presa fácil a la que dejar seca.

—Sí —convino Otto—. Los spati les guardan rencor a los buenos y a los humanos en general. Por su culpa el año pasado perdimos a un montón de Cazadores Oscuros en el norte del Mississippi y en Nueva Orleans. Y lo último que quiero es perder a alguno más.

Kyl se giró hacia Otto.

—¿Crees que deberíamos llamar a Kyros o a Rafael para ver si pueden echarnos una mano? Conocen a los spati mucho mejor que los demás… y a diferencia de Danger, Eufemia, Marco y los otros, consiguieron sobrevivir. Tal vez puedan recordar algo que nos ayude a descubrir un punto débil que nos permita atacarlos.

Otto asintió con la cabeza.

—Buena idea.

—Ya los llamo yo —se ofreció Jessica.

—Yo también llamaría a Kirian —añadió Kyl—. ¿Alguien sabe dónde está ahora mismo?

Fue Otto quien contestó.

—Sigue en Nueva Orleans, no se ha marchado en ningún momento. Todos los Cazadores Oscuros, aunque ya hayan dejado de serlo, siguieron en la ciudad cuando llegó el Katrina. Sacaron a sus familias, pero ellos se quedaron para echar una mano. Las últimas noticias son que Amanda y los niños ya han vuelto.

—Genial. Le echaré un telefonazo para ver si sabe algo concreto sobre Stryker y los demás.

—¿Qué pasa con Ash? —preguntó Leo.

Jessica meneó la cabeza.

—Lleva unos cuantos días desaparecido en combate. Aunque tenía entendido que estaba en Australia.

Para vuestra información, pensó Susan con sorna, me ayudaría mucho saber de quién y de qué puñetas estáis hablando. Sin embargo, estaban tan absortos en la conversación que no quería interrumpirlos. Además, lo que estaban discutiendo parecía mucho más importante que su ignorancia y no cabía la menor duda de que, si sobrevivía a aquello, acabaría por entenderlo muy pronto.

Leo soltó un suspiro frustrado, como si estuviera exhausto. Se giró hacia ella.

—Por cierto, ¿conseguiste averiguar algo de Dark Angel antes de que todo se fuera a la mierda?

—Sí. Que es una pedorra insoportable.

Leo se quedó helado por la descripción.

—¡Joder, es Erika!

Otto frunció el ceño.

—¿De qué estás hablando?

Su jefe soltó otro suspiro cansado.

—Una chica de la ciudad ha estado soltando en un blog que trabaja para un guerrero inmortal que cambia de forma y que caza vampiros. Mandé a Sue para que averiguara quién era.

Otto se quedó alucinado.

—Erika no es una escudera.

—Técnicamente no —matizó Leo—, pero ha estado sustituyendo a su padre mientras él está de luna de miel, y le hace recados a Ravyn.

—Y si de verdad crees que es Erika, ¿por qué no le dijiste a Tad que rastreara la IP del blog?

Leo ladeó la cabeza como si estuviera ofendido.

—Porque eso implicaría tener que hablar con Tad, ¿no te parece?

—Pues sí, ¿y qué?

Su jefe carraspeó y puso mala cara. Después añadió con voz un tanto avergonzada:

—Que le debo dinero.

Otto lo miró con sorna.

—¿Y qué tiene eso que ver con este asunto?

Leo entrecerró los ojos.

—Le debo un montón de dinero.

—¡Por el amor de Dios, Leo! —estalló Kyl—. Con todo lo que tienes, ¡no puedes deberle tanto!

—¿¡Que no!? Me ha dejado pelado. ¡Joder, incluso le debo el Porsche!

Otto lo miró pasmado.

—¿Nos has puesto a todos en peligro por una deuda? Estás de coña.

—¿Te parece que estoy de coña? Además, no es culpa mía. Hace trampas con las cartas.

La verdad era que parecía estar hablando en serio.

Kyl resopló, disgustado.

—¿Has jugado al póquer con Tad? ¿¡Estás loco!? Su cabeza es como un ordenador.

—¡A buenas horas me lo dices!

Otto hizo como que no lo escuchaba.

—¿Y por eso pusiste en peligro a una civil, enviándola a investigar algo que nos correspondía a nosotros? Joder, tío, ¿en qué estabas pensando?

Leo se puso en pie.

—Déjame tranquilo, Otto. Yo estoy al mando en Seattle.

Otto se acomodó en su silla y cruzó los brazos por delante del pecho, gesto que puso de manifiesto que no respondía ante nadie.

—No si te mato por incompetente.

Jessica soltó una carcajada siniestra.

—¿Quieres que miremos para otro lado?

Leo la miró con los ojos entrecerrados.

—Muy gracioso. Pero de todas formas tenemos que comprobar si Dark Angel es Erika. Y si no lo es, tenemos que averiguar si Dark Angel es de los nuestros o una pirada de la ciudad.

Otto menó la cabeza con disgusto.

—Ya lo compruebo yo.

Leo no parecía estar muy convencido de que pudiera encargarse de la tarea.

—¿Y qué vas a hacer?

—Lo que tú deberías haber hecho. Se lo voy a preguntar.

Eso hizo que Leo soltara una carcajada.

—No la conoces, ¿verdad?

—No, ¿por qué?

Su jefe comenzó a reír con más fuerza.

—Ponte un suspensorio de teflón —le aconsejó Jessica entre dientes.

Otto puso los ojos en blanco.

—Por favor…

—De por favor nada —replicó Leo—, es tan peligrosa como una piraña. Tiene la pinta de una muñequita dulce e inofensiva, pero en cuanto abre la boca, empieza a soltar veneno suficiente para matar un nido de escorpiones.

A pesar de la advertencia, Otto no parecía tener miedo.

—Puedo apañármelas.

Leo miró a Kyl.

—Ya que vas a usar el teléfono, llama a una floristería para que tengan un ramo preparado, ya sea para enviarlo a su habitación del hospital o a su velatorio.

Otto meneó la cabeza antes de levantarse.

—Bueno, parece que todos tenemos nuestras órdenes. ¿Nos vemos esta noche?

Leo asintió con la cabeza.

—A las ocho y media aquí mismo. No faltes.

Susan se levantó para marcharse con los otros, pero Leo la detuvo.

—Voy a decirle a Patricia que me dé un manual. Te quedarás aquí un buen tiempo.

—Vale. —Bajó la mirada hacia el tatuaje que Leo tenía en la mano—. ¿Yo también voy a tener que hacerme uno?

Lo oyó resoplar.

—No. —Leo flexionó los dedos—. Este tatuaje es solo para los Iniciados en el Rito de Sangre.

—¿Sois más pijos o algo así?

—No te creas.

Seguía sin poder asimilar las novedades. Por extraño que pareciera, le resultaba mucho más fácil creer en la existencia de vampiros que creer que Leo pudiera hacerle daño a nadie.

—Vaya, vaya, ¿quién iba a creerlo de alguien que me llama a su despacho para que mate una araña porque le dan asco?

—Eso es diferente —contestó él a la defensiva—. Esos bichos son asquerosos.

—¿Y quieres que me trague que eres capaz de matar a una persona?

Leo adoptó una expresión sombría y peligrosa.

—Hice un juramento hace muchos años, Susan, y lo mantendré. Cueste lo que cueste. Nos enfrentamos a bichos mucho más grandes que las arañas. Mucho más grandes que tú y que yo.

Por primera vez vio al hombre que se ocultaba tras el amigo graciosillo que conocía desde hacía años. Y la verdad era que echaba de menos al capullo sabiondo del que se había hecho amiga en la universidad.

—¿Sabes lo que quiero ahora mismo, Leo?

—Recuperar tu vida.

Asintió con la cabeza.

—Necesito con urgencia revivir este día. Claro que también me vendría bien revivir los últimos cinco años.

—Lo sé. —Le dio un apretón de consuelo—. Pero todo saldrá bien, Sue. Te lo prometo. Cuidamos de los nuestros, y ahora tú eres una de los nuestros. No te preocupes. Estás a salvo.

Stryker se puso en pie consumido por una furia tan demoledora, tan potente, que no sabía cómo era capaz de contenerse.

—Que Kontis hizo ¿qué? —preguntó con una voz tranquila y calmada que nada tenía que ver con su humor.

—Que se ha escapado, milord —explicó el veterinario apolita, Theo, al tiempo que se echaba a temblar delante de su trono en Kalosis.

Llevaba una bata de laboratorio azul salpicada de sangre. El medio apolita solía hacerle gracia, pero no había nada gracioso en lo que le estaba contando en ese momento.

Buscó la expresión disgustada de Satara antes de mirar con los ojos entrecerrados al gusano que se atrevía a llevarle semejantes noticias.

—Te dije que solo tenías que hacer una cosa. Mantenerlo encerrado hasta que llegáramos.

Theo tragó saliva y comenzó a retorcerse las manos.

—Lo sé, y lo hice, hice lo que me dijo. Lo juro. No lo saqué de la jaula. Ni una sola vez. Solo queríamos divertirnos un poco con él hasta que sus spati lo mataran. —Lo miró con expresión implorante—. Fue la humana con la que trabajo la que lo sacó mientras yo hablaba con usted por teléfono. Cuando lo descubrí, ya había desaparecido.

¿Ese idiota creía que culpar a su ayudante humana le granjearía su misericordia? Esos títeres eran cada vez más ineptos.

Torció el gesto.

—¿Dónde está Kontis ahora?

—Otra humana se lo llevó a su casa. La veterinaria a la que matamos dijo que se llamaba Susan Michaels. Tenemos a un grupo de humanos buscándolos ahora mismo.

Apretó los dientes al ver que sus sueños de adueñarse de Seattle fácilmente para convertir la ciudad en su base de operaciones comenzaban a desmoronarse. A esas alturas Kontis ya habría notificado lo que sabía al resto de los Cazadores Oscuros. Todos estarían en alerta máxima. Adiós al elemento sorpresa. Su trabajo sería muchísimo más difícil.

Alguien tendría que pagar ese cambio de planes con sangre.

—¿Tienes idea de lo que eso significa, Theo?

—Sí, pero aún tenemos tiempo antes de que se ponga en contacto con los demás.

Resopló. Sabía que ese tiempo ya había pasado. Ravyn era como él, un superviviente nato. Si querían apoderarse de la ciudad, tendrían que actuar sin pérdida de tiempo.

Se giró hacia su hermana.

—Llama a Trates y a los Illuminati.

—¿Va a salir de caza? —preguntó Theo con los ojos relucientes por el alivio y cierta esperanza.

—Sí —respondió.

—Bien. En ese caso, prepararé a mi equipo.

—No te molestes, Theo.

El nerviosismo del veterinario regresó con fuerza.

—¿Milord?

Se acercó a él muy despacio, pero con paso decidido. Extendió el brazo y le puso la mano en la mejilla. Tenía la piel suave y firme, como todos los de su raza. Perfecta. Esa era la belleza de no envejecer.

Tal vez Theo fuera estúpido, pero su belleza se equiparaba a la de los ángeles en los que muchos humanos creían.

—¿Cuánto tiempo llevas a mis órdenes, Theo?

—Casi ocho años.

Le sonrió.

—Ocho años… Dime, ¿qué has aprendido de mí en ese tiempo?

Notó que se echaba a temblar antes de responderle. El olor del miedo y del sudor impregnó el aire… ¡Por los dioses, cómo le gustaba ese olor! Era como un afrodisíaco para sus sentidos.

—Es el rey de los daimons. Nuestra única esperanza.

—Sí. —Le acarició la mejilla—. ¿Algo más?

Theo miró a Satara con nerviosismo antes de volver a mirarlo a él.

—No sé a qué se refiere.

—Lo único que deberías haber aprendido, Theo —le dijo, agarrándolo con fuerza del pelo para que no pudiera huir—, es que no acepto el fracaso, de ninguna clase. Tu primer error fue dejar que el Cazador Oscuro escapara. Tu segundo error fue ser lo bastante estúpido como para venir a decírmelo en persona.

Theo intentó alejarse, pero lo retuvo donde estaba.

—Por fa… favor, milord, ¡piedad! ¡Puedo encontrarlo! ¡Puedo hacerlo!

Sonrió con desdén al escuchar sus patéticos gritos en busca de compasión.

—Y yo también. De hecho, tengo la intención de buscar a alguien más. Antes de que salga el sol, voy a cazar y a alimentarme hasta hartarme. Pero no de humanos. —Se relamió los labios mientras clavaba la vista en la vena que latía en el cuello de Theo—. Esta noche me daré un festín con la sangre y la carne de los apolitas… Con tu sangre y con la de toda tu familia.

Antes de que pudiera hablar, le clavó los colmillos en el cuello y se lo desgarró mientras bebía su sangre.

Su víctima se debatió un segundo antes de que la muerte la reclamara. Cuando terminó con él, dejó que el cadáver cayera a sus pies mientras se limpiaba la sangre de los labios con el dorso de la mano.

—¿No te has apoderado de su alma? —preguntó Satara, sorprendida.

Resopló al escuchar la pregunta.

—¿Para qué? Era tan débil que no servía ni de aperitivo.

—¿Qué vas a hacer ahora?

Bajó los escalones del estrado para ponerse delante de ella.

—Darles caza. Ravyn tiene un escudero, ¿no?

Satara asintió con la cabeza.

—Pues vamos a darle un buen susto. Seguro que nos lleva hasta su señor.

—¿Cómo lo hacemos?

—Muy fácil, preciosa mía. Tú no eres daimon. Puedes entrar en la casa de Ravyn y después invitarnos. Trates y los demás irán a por el escudero, que correrá hacia Ravyn en busca de protección.

Satara meditó el plan un instante.

—¿Y si te equivocas? Es posible que el escudero pida ayuda a los demás.

Se encogió de hombros, restándole importancia.

—Pues entonces nos daremos un festín de escuderos. Como poco, asustaré a los humanos que sirven a los Cazadores Oscuros. Y eso será un duro golpe emocional para ellos. En el peor de los casos, tendremos ardores por el empacho de sangre.