4

Ravyn se quedó paralizado bajo la abrasadora mirada de unos claros ojos azules. Por no mencionar la cercanía de las curvas más delicadas que había sentido jamás, cuyo contacto disfrutaría mejor si la mujer estuviera desnuda.

El olor a mujer mezclado con un suave perfume se le subió a la cabeza y bastó para acallar a la bestia que llevaba en su interior, aunque no evitó que se preguntara cómo se había metido esa mujer en su casa mientras él dormía.

Tardó por lo menos diez segundos en recordar que no estaba en su casa. Y otros cinco hasta que tuvo claro todo lo que había pasado desde la noche anterior. La mujer, Susan, lo había rescatado del refugio de animales y se lo había llevado a su casa. En cuanto le quitó el collar, la magia que había estado contenida afloró sin control.

En ese momento estaba…

A punto de quedar fuera de combate por la lámpara que iba a estrellarle en cabeza. Se apartó de ella y se agazapó justo cuando se abalanzaba a por él con la lámpara.

—¡Oye, para el carro! —exclamó al tiempo que desviaba el golpe con el brazo—. ¿A qué estás jugando?

—Deja las manos quietecitas, colega —contestó ella, alejándolo con el pie de la lámpara.

Mientras eludía la lámpara, intentó librarse de la manta rosa de Las Supernenas, que se le había enredado en los pies.

—Suelta la puta lámpara.

Ella se negó.

Demasiado molesto como para discutir, intentó hacer desaparecer el arma en cuestión. Por desgracia, lo único que consiguió fue sufrir un espantoso dolor de cabeza. Soltó un taco y se llevó la mano a la frente para combatir el dolor. Comprendió que había llevado el collar tanto tiempo que prácticamente había anulado su magia. Estaba sin ella hasta que la recargara. Joder.

Así que, en vez de hacerla añicos con sus poderes, se la quitó de las manos e hizo ademán de darle con ella… en broma, claro. Jamás lo haría de verdad, pero estaba cabreado y para colmo esa puñetera manta parecía habérsele pegado a las piernas, cosa que no ayudaba nada. Irritado, soltó la lámpara tras él y por fin consiguió librarse del lío que tenía en los pies.

Susan parecía muy molesta con él, e intentó recuperar su arma.

—Que sepas que ese pie de lámpara es muy caro. Quiero que me lo devuelvas.

Evitó que lo rodeara para recuperarlo y la obligó a retroceder hacia el sofá de piel marrón.

—Sí, y los que están en el infierno quieren agua helada. Eso no quiere decir que vayan a conseguirla, y tú mucho menos porque no paras de darme golpes con ella.

Echó un vistazo por la espartana estancia y dio gracias porque las persianas estuvieran bajadas, evitando así que entrara la luz del sol. La decoración de la casa era moderna, sencilla, con tonos naturales y los muebles imprescindibles. Saltaba a la vista que esa mujer no era recargada, hortera ni complicada.

—¿Sigue siendo de día?

—¿Tú qué crees?

La pregunta hizo que le apareciera un tic nervioso en el mentón. Su suerte parecía mejorar por momentos.

—Hagas lo que hagas, no levantes las persianas.

—¿Por qué? ¿Vas a estallar en llamas o algo parecido?

La miró con sorna, pero no contestó. Ojalá le quedara magia para hacer aparecer ropa. Pero eso también tendría que esperar, así que recogió la puñetera manta rosa del suelo y se la colocó en torno a la cintura. Hizo una mueca al ver que la parte donde ponía «Super» quedaba justo sobre… Sí, en ese momento se sentía supermacho.

—¿Puedo usar tu teléfono?

Susan cruzó los brazos por delante del pecho. Después de todo tendría que darles las gracias a Leo y Angie, porque el tío estaba macizo… hasta con la manta rosa enrollada alrededor de esas estrechas caderas. Tenía el pelo enredado, pero con sus facciones marcadas le quedaba estupendamente. En ese momento se pasó una mano por él para ordenárselo un poco y ella fue incapaz de mirar a otro sitio que no fueran los músculos de su brazo y de su pecho.

Además, tenía la voz más grave que había escuchado en la vida. La clase de voz que provocaba un ardiente escalofrío en la espalda. Y hablaba de una forma muy peculiar, sin separar apenas los labios.

Podría llevar un cartel en la frente que pusiera: «Cómeme».

No sabía dónde lo habían encontrado, pero a juzgar por su cuerpo, supuso que era un stripper local. Eso explicaría por qué se sentía tan cómodo desnudo delante de una desconocida.

Claro que en vista de todas las molestias que se habían tomado, podría seguirle la corriente para ver hasta dónde estaba dispuesto a llegar don Musculitos.

—¿Mi teléfono? ¿Para qué? ¿No puedes enviarles un mensaje mental a tus amigos felinos o algo así?

La miró como si lo hubiera ofendido.

—Ves mucho la tele, ¿no?

—Pues la verdad es que muy poco.

Su respuesta no pareció hacerle gracia.

—¿Puedo usar el teléfono o no?

—¿A quién vas a llamar?

—A una persona que vendrá a por mí.

—Vaya, ¿por qué no lo has dicho antes?

Le tiró el móvil.

Ravyn no tenía muy claro si sentirse contento o cabreado por la rápida capitulación. Se decidió por lo primero, abrió el móvil y llamó a Erika.

«Has llamado a Erika. Ahora no puedo ponerme, pero deja tu nombre y tu número y ya haré un hueco para llamarte.»

Miró el reloj que había en la pared. Eran las cuatro de la tarde.

—Joder, Erika, ¿dónde estás? A esta hora no tienes clase y deberías estar estudiando con el teléfono encendido. Soy yo, y necesito que me traigas ropa y que vengas a recogerme ahora mismo. Llámame para que te dé la dirección.

Disgustado con su díscola escudera, cortó la llamada y marcó el número de Aquerón.

Se topó con otro buzón de voz. Genial, sencillamente genial. Odiaba esos chismes con todas sus fuerzas. Colgó y gruñó por lo bajo.

Estuvo tentado de llamar a los otros Cazadores Oscuros de Seattle para avisarlos de la revuelta apolita, pero decidió que eso podría esperar. O estaban a salvo en casa o ya estaban muertos. Si la segunda opción era la correcta, no podía hacer nada por ellos.

Miró a la mujer, que lo estaba observando con una expresión inquieta.

—Supongo que no tendrás algo de ropa que dejarme, ¿no?

—Lo siento. Los hombres de talla XXXL no son mi especialidad. Además, ¿por qué no utilizas la magia?

—Ahora mismo no puedo.

Le lanzó una mirada perspicaz.

—Deja que lo adivine: tienes que recargar tus baterías o algo por el estilo, ¿verdad?

Era tan lista que daba miedo.

—Sí.

La incredulidad que se reflejó en su rostro resultó casi cómica.

—Tengo unos pantalones de chándal rosa que tal vez te entren.

—Prefiero quedarme desnudo.

—Tú sabrás. A mí me da igual.

—Pues ya somos dos. —Al igual que le sucedía con la paciencia, la modestia nunca había sido su fuerte. Pero no soportaba estar con desconocidos. Claro que tampoco le gustaba estar con gente conocida… Prefería la soledad, porque no podía traicionarte.

La vio ladear la cabeza.

—Dime, ¿cuánto hace que conoces a Leo?

—¿Leo?

—Leo Kirby.

La miró con el ceño fruncido. Conocía a Leo desde hacía años. Al igual que su escudera sustituta, Leo era uno de los humanos que servían a los Cazadores Oscuros. Trabajadores a sueldo que ayudaban a mantener en secreto su mundo, más que nada porque los humanos seguramente sucumbirían al pánico si llegaban a enterarse de las criaturas inhumanas que acechaban por la noche, a la espera de darles caza.

—Eres una escudera.

—Ya, y tú el bufón de la corte.

Puso los ojos en blanco. Esa mujer tenía que ser la más listilla de la tierra. Bueno, la segunda, porque Erika le ganaba.

—No me refería a eso y lo sabes. ¿Trabajas para Leo?

—Claro que trabajo para él. ¿Ibas a estar aquí si no?

Asintió con la cabeza. Con razón tenía esa actitud tan arisca. La última generación de escuderos parecía tener problemas con lo del cumplimiento del deber.

—¿Por qué no me has dicho que trabajabas para él?

—Porque pensé que ya lo sabías.

—Vale, lo que tú digas. Al ritmo al que vais y venís, es imposible recordar todos vuestros nombres.

La vio asentir con la cabeza, dándole la razón.

—Leo tiene un don para agotar a la gente. Bueno, ¿cómo te convenció para que hicieras esto?

—¿El qué?

—Para que aparecieras aquí, desnudo, y montaras todo este lío.

Sí, claro, como si Leo tuviera algo que ver…

—No he hablado con Leo. Pensaba que te había mandado al refugio para que me sacaras de allí.

—Bueno, en cierta manera lo hizo. Bueno, dime, ¿cómo hiciste ese truquito de antes?

—¿Qué truquito? —le preguntó, haciendo una mueca.

—Lo del gato. ¿Cómo cambiaste de forma?

¿Por qué los humanos siempre le hacían esa pregunta? Por muy bien que lo explicara, ellos nunca podrían hacerlo.

—Es magia —contestó con sarcasmo—. Digo «abracadabra» y al segundo me convierto en un gato.

Lo miró con los ojos entrecerrados.

—Supongo que todo esto es un montaje. El último tío que estuvo aquí solo era capaz de convertirse en un cerdo borracho.

Soltó una carcajada muy a su pesar al escuchar ese tono tan desdeñoso. Ese sentido del humor tan negro tenía su mérito, sí, y él era lo bastante retorcido como para apreciarlo.

De repente, se sintió agotado. No había podido dormir desde que los apolitas lo capturaron, ya que al dormirse habría recuperado al punto la forma humana, lo que a su vez habría provocado que le estallara la cabeza. Pero en ese instante sentía la acuciante necesidad de descansar.

—En fin, ¿puedo meterme en la cama hasta que anochezca?

La vio abrir los ojos de par en par.

—¿Cómo dices?

—Necesito dormir, ¿sabes? Por eso me has sacado del refugio, ¿no? Has dicho que Leo te envió…

La vio poner los brazos en jarras al tiempo que lo fulminaba con una mirada que le dejó bien claro que no le hacía ni pizca de gracia lo que estaba diciendo.

—Sí, pero no para que te metieras en mi cama. Para tu información, esto no es un motel.

Eso lo puso furioso.

—¿Dónde ha quedado el Código de los Escuderos? En otros tiempos significaba algo.

—¿Qué Código de los Escuderos?

—No me vengas con esas, nena. ¿No te acuerdas del Código que juraste obedecer cuando empezaste a trabajar para Leo?

Esos ojos azules lo miraron echando chispas.

—Leo solo me hizo jurar que dejaría la cordura en casa.

Su disgusto se triplicó.

—Con razón… Seguro que eres de primera generación.

—¿Qué tiene eso que ver con lo que estamos hablando?

—Eso explica por qué no tienes ni zorra idea de tu trabajo.

Susan acortó la distancia que los separaba hasta colocarse delante de él y lo miró con expresión asesina.

—¿¡Cómo dices!? ¿Que no tengo ni zorra idea de mi trabajo? Yo no soy la que está desnuda en casa de un desconocido, tapándome mis partes íntimas con una manta. —Lo miró de arriba abajo con evidente desprecio—. ¿Quién coño eres para sermonearme sobre mis obligaciones?

—Soy un Cazador Oscuro.

Esa respuesta la cabreó todavía más. Lo había dicho como si eso lo explicara todo.

—¿Y se supone que eso significa algo?

Lo vio torcer el gesto.

—Claro que sí. ¿Qué coño os ha pasado para que no os preocupéis por nosotros? ¿Por qué no os ocupáis de vuestro deber? ¿Es que los daimons también os han untado para que trabajéis para ellos?

¿De qué estaba hablando?

—¿Quiénes son esos Daimon? La última vez que lo comprobé, el periódico era de los Kirby.

Volvió a mirarla con expresión contrariada.

—Como si no lo supieras. Mira, Susan, no tengo tiempo para tonterías. Necesito dormir antes de que anochezca. Tenemos un montón de cosas que hacer y necesito que avises por correo electrónico al resto de tu grupo para ponerles al tanto de lo que está pasando.

Joder, pero qué cara más dura tenía ese tío. No había visto a nadie más mandón y presuntuoso en la vida. Sobre todo teniendo en cuenta que estaba ahí plantado prácticamente con el culo al aire.

—¿Perdona? ¿Tengo pinta de ser tu secretaria? ¿O tu esclava? ¡Huy, me parece que no! No te pertenezco. Ni siquiera te conozco. Y me importa un pito que estés para comerte aquí desnudo en mi salón, porque no acepto órdenes de nadie. Así que ahí tienes la puerta…

—Sabes muy bien que no puedo salir. Hay sol.

Lo miró con sorna.

—Bueno, sí, como todos los días a estas horas. Es increíble, ¿verdad?

Ravyn quería estrangularla. Y pensar que había creído que Erika era peor que un dolor de muelas… Esto te pasa por creer que no podría haber un escudero peor…, se dijo. Así será Erika dentro de quince años.

Y Aquerón creyendo que salvar a la Humanidad de los daimons era pan comido… Que los dioses lo libraran de mujeres como esas dos.

Estaba abriendo la boca para hablar cuando alguien llamó a la puerta.

Intercambió una mirada confundida con Susan al tiempo que sentía un escalofrío sobrenatural en la espalda. Dado que aún era de día, sabía que no podía tratarse ni de un daimon ni de un apolita, porque el sol los freiría de inmediato.

Sin embargo, la sensación persistía. Era imposible pasarla por alto o confundirla con otra cosa.

De modo que era un mestizo. Solo un medio apolita pondría en alerta sus sentidos y podría caminar a la luz del día sin morir.

—¿Señorita Michaels? —preguntó una voz masculina desde el otro lado de la puerta.

Susan echó a andar hacia la entrada, pero él la detuvo.

—No.

—¿No? —repitió ella con voz gélida—. Joder. Ni soy tu chica ni tu putita. No me das órdenes. Ni en sueños. —Se zafó de su mano.

Ravyn soltó un taco por esa muestra de testarudez. Algo iba mal. Se lo decían sus sentidos.

Susan no le hizo caso y cuando abrió la puerta se encontró con dos policías de uniforme en su porche. Uno de ellos era muy alto, tanto que pasaba de los dos metros, de pelo rubio muy corto y oscuros ojos castaños. El otro agente era moreno y poco más alto que ella.

—¿En qué puedo ayudarles?

El moreno miró al rubio como si fuera el que mandaba.

—¿Es usted Susan Michaels? —preguntó el rubio.

Asintió con la cabeza.

—¿Estuvo hace poco en el refugio de animales de Seattle?

—¿Hay algún problema?

El rubio esbozó una sonrisa tan falsa que merecía salir en un anuncio de dentífrico.

—Ninguno. Es que se marchó usted con un gato que no estaba en adopción. Hemos venido a recogerlo.

El recelo la puso en alerta de inmediato. ¿Qué hacían dos policías…?

Un momento. Jimmy. Seguramente los habría mandado para gastarle una broma. Los miró con aire inocente.

—¿No tenéis nada mejor que hacer? Como por ejemplo investigar delitos de verdad, vamos.

—Se trata de un asunto de seguridad pública, señora —adujo el rubio con seriedad.

Era bueno, tenía que reconocerlo. De hecho, se le daba mucho mejor que a Angie.

—El gato es muy salvaje y podría tener la rabia.

Claro que sí.

—Bueno, pues me temo que habéis llegado tarde. El gato ya se ha transformado en don Supermodelo y ahora se ha adueñado de mi casa. No sé cuánto os ha pagado Jimmy para que hagáis esto, pero sea lo que sea, seguro que no ha sido suficiente. Que tengáis un buen día. —Cerró la puerta.

Antes de apartarse de ella, escuchó que uno de ellos hablaba en voz baja:

—Es ella y él está en forma humana. No va a entregarlo. ¿Qué hacemos?

Frunció el ceño porque no logró entender la respuesta.

—Sí, señor. —Se produjo una breve pausa y luego escuchó pasos en el porche. Al principio creyó que se marchaban. Pero los pasos se acercaban de nuevo a la puerta en lugar de alejarse—. Ha dicho que matemos al Cazador Oscuro y que nos llevemos a la mujer al refugio para interrogarla. Y si nos da problemas, que la matemos también.

Se le cayó el alma a los pies al escucharlo. Tenían que estar de coña… ¿verdad? Eso no era real. No podía serlo.

—Te dije que no abrieras, ¿recuerdas? —masculló Ravyn al tiempo que la alejaba de la puerta.

Dos segundos después, se abrió de par en par y los dos policías los apuntaron con sus armas.

—No os mováis.

Levantó las manos, consumida por el miedo. Se estaban pasando muchísimo de la raya.

—¿Qué significa esto?

No contestaron. Al instante aparecieron dos tíos vestidos de paisano detrás de los policías. Altos y con pinta de duros, cualquier mafioso estaría encantado de tenerlos a su servicio.

Ravyn debatió en silencio cómo enfrentarse a la situación. El rubio alto era medio apolita sin duda alguna, pero los otros tres eran humanos. Según el Código de los Cazadores Oscuros, no podía herir a ningún humano. Claro que él siempre se había regido por su propio código.

De momento tenía que actuar deprisa para mantener a Susan a salvo y salir ileso del aprieto.

—Susan…

Ella lo miró y su reacción fue instintiva.

Se lanzó sobre ella justo cuando los policías le disparaban. Soltó un taco cuando notó que las balas lo atravesaban. No lo matarían, cierto, pero eso no quería decir que no dolieran.

Susan estaba aturdida por los acontecimientos. Aquello no era una broma pesada. Estaban intentando matar a ese hombre y secuestrarla a ella. El horror la dejó petrificada mientras observaba la sangre que brotaba del cuerpo de Ravyn, que la había protegido de los disparos.

—Aún se mueve —le dijo uno de los matones al policía rubio.

—Las balas no pueden matarlo. Romped las persianas.

—Corre hacia la puerta trasera mientras yo los distraigo —le susurró Ravyn al oído después de soltar un taco.

Acto seguido se apartó de ella mientras los hombres comenzaban a arrancar las persianas de sus guías, haciendo que la luz del sol entrara en el salón.

¡Que es mi casa, gilipollas!, quería gritarles, pero se lo pensó mejor. Su actitud no parecía muy razonable mientras disparaban a diestro y siniestro, destrozándolo todo. Era increíble que no la hubiera alcanzado ningún disparo en mitad de semejante caos.

En ese momento escuchó que Ravyn siseaba cuando la luz del sol lo rozó. Aunque lo más sorprendente fue la quemadura que le produjo y el humo que parecía salir de su piel.

Eso ni era normal ni era fingido, tal como demostraba el olor a carne quemada… ¿Qué estaba pasando?

—¡Matadlo!

Ravyn soltó la manta y la empujó hacia la parte trasera de la casa.

—¡Vete!

—¿Y tú qué?

Lo vio dar un respingo cuando volvieron a dispararle.

—¡Vete, Susan! ¡Corre!

Le hizo caso, pero no se fue muy lejos. Corrió hacia el armario y sacó el bate de béisbol que guardaba en caso de que apareciera una visita indeseada. Y ninguna lo sería tanto como esa. Qué pena que no le hubiera dado tiempo a coger la pistola antes de que comenzara todo el follón.

Corrió de vuelta a la refriega. Vio que Ravyn caía al suelo pesadamente mientras ella atacaba al matón que tenía más cerca con el bate. El tío dejó caer la pistola en cuanto lo golpeó en el brazo. El siguiente golpe fue directo a la cabeza. Su oponente se desplomó al instante. El policía moreno se giró hacia ella y la apuntó con la pistola. Se libró de los disparos porque se agachó a tiempo y el tipo vació el cargador contra la pared.

Ravyn estaba mareado y le dolía todo el cuerpo. La luz del sol lo rodeaba casi por completo, de modo que apenas podía moverse.

Vio a Susan golpear al segundo matón mientras el medio apolita lo agarraba del tobillo e intentaba arrastrarlo hacia la luz. El policía humano agarró a Susan por la espalda. El matón le quitó el bate de las manos y la golpeó en el estómago. La escuchó gritar antes de doblarse por el dolor.

Hasta ahí habían llegado. Se acabaron los juegos. Como Cazador Oscuro tenía prohibido atacar a los humanos, pero nunca les había tenido mucho cariño y no estaba dispuesto a morir y dejar que esos cabrones le hicieran daño a Susan. Por muy molesta que fuera, era una escudera, y eso implicaba cierto grado de protección.

Por no mencionar que su naturaleza no le permitía irse a criar malvas tranquilamente, y como uno de esos gilipollas era mitad apolita… En fin, había una manera de recuperar sus poderes. A los apolitas y a los daimons les gustaba alimentarse de katagarios y arcadios, no solo para reclamar su alma, sino para robarles sus poderes psíquicos.

Cosa que también funcionaba en sentido contrario…

Le asestó una patada al medio apolita que le había agarrado el tobillo mientras la furia se apoderaba de él. La bestia que llevaba en su interior rugió e intentó hacerse con el control. Sus ojos dejaron de ser humanos y se convirtieron en los de un feroz depredador.

Bajó la cabeza y se lanzó a por ese tío sin dejar que las balas lo detuvieran.

—¡Eres un imbécil! —bramó cuando lo agarró por la cintura y lo puso de espaldas—. Deberías haber traído una pistola Taser.

—¡Disparadme! —gritó el rubio a los otros dos que seguían en pie—. ¡Rápido!

Susan dejó de forcejear al ver a Ravyn. Tenía sujeto al policía rubio, al que había inmovilizado desde atrás, pero eso no era lo sorprendente. ¡Sus ojos ya no eran negros! Eran de un espantoso color rojo. Lo vio echar la cabeza hacia atrás y abrir la boca, de modo que dejó a la vista unos colmillos largos y afilados. Sus atacantes se quedaron petrificados, tan asustados como ella.

Ni siquiera había tenido tiempo para respirar cuando vio que le clavaba los colmillos al policía en el cuello.

No creo en vampiros; no creo en vampiros…, repetía su mente sin cesar mientras veía correr la sangre por la camisa del policía, que intentaba zafarse de Ravyn en vano, ya que lo sujetaba con un solo brazo sin inmutarse.

De repente, sus dos atacantes abrieron fuego contra Ravyn y su rehén. El cuerpo del policía se estremeció con el impacto de las balas y su mirada se tornó vidriosa. Ravyn soltó una carcajada cruel al desprenderse del cuerpo inerte de su víctima, que cayó al suelo muy despacio. Acto seguido, extendió las manos y una especie de onda invisible atravesó la habitación, haciendo que el matón que quedaba en pie saliera despedido hacia atrás. El color rojo de sus ojos era idéntico al de la sangre que le resbalaba por la barbilla. De repente y como por arte de magia, lo vio vestido de negro de los pies a la cabeza.

—Chicos, no llaméis a la puerta del diablo si no queréis que os abra —dijo Ravyn con voz grave y siniestra antes de limpiarse la sangre de la barbilla.

—Nos di… dijeron que no nos atacarías —balbuceó el matón.

—Os mintieron.

Una fuerza invisible la arrancó de los brazos del policía que la retenía. Ravyn se abalanzó contra el matón y lo golpeó con tanta fuerza que lo alzó del suelo y lo estampó contra la pared, que se agrietó con el impacto. El policía se lanzó a por Ravyn, que se giró y le asestó un potente puñetazo en la mandíbula. Escuchó el crujido de sus huesos al romperse, pero el hombre contraatacó disparándole.

Los ojos de Ravyn adquirieron un rojo aún más brillante antes de agitar una mano en el aire. Las balas se detuvieron y quedaron suspendidas una fracción de segundo antes de dar media vuelta e impactar en el policía.

En ese momento observó la masacre que había tenido lugar en su casa, incapaz de respirar. Solo quedaba un hombre de pie.

El stripper.

—Por favor, dime que estoy alucinando por efecto de las drogas.

Vio cómo sus ojos recuperaban el color negro.

—¿Te drogas?

Solo atinó a negar con la cabeza, ya que acababa de invadirla una extraña frialdad. Aquello no podía ser real. Era imposible que hubiera presenciado lo que acababa de ver.

Esto es un episodio psicótico, se dijo.

A lo mejor no estaban muertos. Seguro que todo formaba parte de la broma pesada de Leo. Se acercó al policía rubio para buscarle el pulso en el cuello y se apartó al instante. Lo tenía destrozado.

Y eso no era maquillaje. Era real. Asqueroso y real. Hubo una época en la que acompañaba a las patrullas de policía y había visto una cantidad considerable de cadáveres. Lo que tenía delante no era una broma pesada. Su stripper acababa de matar a cuatro hombres en su casa, lo que la convertiría a ella en cómplice si no lo denunciaba.

—Tenemos que llamar a la policía —dijo con voz extrañamente serena—. Tenemos que decirles lo que ha pasado.

Lo vio negar con la cabeza.

—No podemos ir a la poli. Están metidos en el ajo.

—No, la policía…

—¡Susan! —gritó él mientras la zarandeaba—. Mírame.

Aunque quería echar a correr, se quedó donde estaba y enfrentó su aterradora mirada.

—Esto no es un juego. ¿Ya no te acuerdas de lo que intentó decirte tu amiga? Se está cociendo algo muy gordo. Ahora que sé lo que está pasando, puedo cuidarme yo solito, pero tú eres otro cantar. Tengo que llevarte a un santuario antes de que envíen a alguien más a por ti. ¿Me entiendes?

—Pero yo no he hecho nada malo. Yo no los he matado. ¡Has sido tú!

«¿Bobby? ¿Alan? ¿Qué pasa? ¿Tenéis ya a la mujer?»

La voz procedente de la radio de la policía la dejó helada. ¿Había más afuera, esperando para entrar?

«¿Bobby? Contesta. Cambio.»

Ravyn soltó un taco al escuchar pasos en el exterior.

—Se acercan dos hombres por la entrada.

—¿Cómo lo sabes?

Antes de que pudiera contestarle, alguien abrió la puerta de una patada. Empujó a Susan hacia la cocina antes de mover las manos y derribar a los humanos. Se acercó a ellos, pero se dio cuenta de que esos dos eran mucho más listos que los otros… porque iban armados con lo único que podía incapacitarlo. Una pistola Taser. Bastaría un disparo para que la electricidad causara estragos en sus células, haciéndolo cambiar de forma sin que pudiera evitarlo. Perdería el control de sus poderes mágicos y quedaría indefenso.

Por mucho que le repateara, había llegado el momento de emprender la retirada. Se transformó en gato y corrió tras Susan, que se dirigía a la puerta trasera.

Tenemos que llegar a tu coche.

Susan se quedó helada al escuchar esa voz masculina en su cabeza y ver de nuevo al pequeño leopardo.

—Por favor, dime que esto es una alucinación provocada por el estrés. —Eso era mucho mejor que creer que había perdido la cabeza por completo.

Pero estuviera loca o no, tenía que salir de allí para averiguar qué estaba pasando. Dado que no podía hacerlo por la puerta delantera sin enfrentarse a los dos recién llegados, cogió las llaves de repuesto de su coche del llavero situado junto a la puerta trasera. Salió sin más, al tiempo que otra andanada de disparos impactaba en la pared, muy cerca de donde ella había estado.

Demasiado aterrada como para mirar atrás, corrió hacia el coche y comprendió que la habían acorralado. ¡Joder! Sonó otro disparo y la ventanilla del acompañante de su Toyota se hizo añicos. Rodeó el coche agachada hasta llegar al lado del conductor. No se atrevió a mirar atrás hasta que abrió la puerta.

No vio nada, pero de repente el pequeño leopardo salió corriendo por la puerta de la cocina. Antes de que pudiera moverse, el animal se metió en el coche de un salto y fue a parar al asiento trasero.

Decidió que era mejor no discutir y se metió en el coche, cerró la puerta y arrancó el motor.

¡Agáchate!

Por regla general no obedecía las órdenes de nadie, mucho menos si procedían de una voz incorpórea en su cabeza, pero dada la singularidad de ese día, decidió no discutir ni titubear. En cuanto bajó la cabeza, una lluvia de disparos alcanzó el coche.

—¡Esto es ridículo! —Furiosa por los daños que estaba sufriendo su coche, metió la marcha y pisó el acelerador mientras seguían disparándoles. El coche atravesó el jardín de la vecina y pasó por encima de su cerca blanca—. La vecina va a matarme. —Pero ya se enfrentaría con ella en otro momento, siempre y cuando sobreviviera, claro.

Con el corazón desbocado se enderezó tras el volante para ver por dónde iba. Se escuchaban sirenas a lo lejos. La parte cuerda de sí misma quería acercarse a ellas, pero se lo pensó mejor. Los que habían echado abajo su puerta eran policías…

Jimmy les tenía mucho miedo a sus compañeros de uniforme. Adoptando el papel de abogada del diablo, ¿esa parte de su psicosis había sido real? Ella sí que sabía lo que era la corrupción policial y aunque siempre había creído que los policías de Seattle eran más honestos que el resto, era posible que hubiera más de una manzana podrida en el cesto.

—Tengo que hablar con Jimmy —dijo entre dientes. Era el único policía en el que podía confiar.

Ve a Pioneer Square.

Otra vez esa grave voz masculina en su cabeza que sabía que era la de Ravyn.

—¿Por qué?

¡Por el amor de Dios!, se había tragado lo del gato que hablaba. Genial.

Tú confía en mí. El 317 de la Primera Avenida Sur.

Claro, ¿por qué no?, se dijo.

—¿Quién vive allí, la familia Addams?

.

Normal. ¿Quién si no iba a vivir allí?, pensó.

—Estoy sufriendo una alucinación acojonante. Lo único que espero es que la sustancia que lo ha inducido no tenga efectos secundarios.

Y eso lo dice la que no tiene ni una sola herida de bala

—Déjame en paz, Gato con botas. Estoy teniendo un día de perros.

Ya somos dos.

Decidió hacer caso de su propia voz y regresó al refugio de animales.

Por aquí no se va a Pioneer Square.

—Cierto, voz de mi cabeza, lo sé. Pero voy a hacer las cosas a mi manera, así que cierra el pico.

Al menos eso pensaba hacer hasta que llegó al refugio y lo vio precintado con cinta amarilla. Cuando vio al forense, a los periodistas, a los policías y a una multitud de curiosos, se le subió el corazón a la garganta.

¿Qué había pasado?

Una parte de sí misma quería averiguarlo, pero dado que las balas le habían dejado el coche como un colador, quizá esta vez no fuera prudente detenerse sin saber lo que estaba pasando y por qué la perseguía la policía. No, tenía que salir pitando de ahí. Pero ¿adónde?

Leo.

Él era…

—No sigas por ahí —se dijo en voz baja.

Era increíble que Leo, ni más ni menos que Leo, fuera su salvación. Sin embargo, no se le ocurría ninguna otra persona capaz de averiguar qué pintaba la policía en el refugio. Se sacó el móvil del cinturón, marcó el 3 y esperó mientras daba tono.

—¿Sí?

En la vida se había alegrado tanto de escuchar esa voz tan infantil.

—¿Leo?

—¿Susan? ¿Eres tú?

—Sí, y…

—Escucha —la interrumpió sin miramientos—, no digas nada. —El tono brusco la molestó, pero por una vez no discutió con él—. Han pasado unas cuantas cosas raras esta tarde. ¿Por casualidad has ido hoy a ver a tu amiga Angie?

—Sí. ¿Por qué?

Leo guardó silencio unos segundos.

—¿Dónde estás?

—En mi coche.

—¿El gato sigue contigo?

Si le quedaban dudas de que Leo tenía algo que ver con la broma, la pregunta las desterró todas. ¿De qué otra forma iba a saber que se había llevado un gato del refugio?

—Sí, el Gato con botas está a salvo.

—Gracias a Dios. —El enorme alivio que sentía fue evidente—. Hagas lo que hagas, no lo pierdas de vista.

—¿Por qué?

—Tú hazme caso. —Escuchó un sonido extraño, como si Leo hubiera cubierto el auricular con la mano—. Diles que voy enseguida. Tengo que irme —dijo, dirigiéndose a ella—. Ve al 317 de la Primera Avenida Sur. Quédate allí. Yo iré en cuanto pueda. —Y colgó.

El 317 de la Primera Avenida Sur. Otra vez esa dirección. ¿Qué había en ese lugar? Decidió que para su trastornada mente debía de tener alguna importancia, así que claudicó y puso rumbo a esa dirección.

Ojalá supiera qué pensar, reflexionó mientras conducía por las relativamente despejadas calles de Seattle. El gato se movía de vez en cuando en el asiento trasero, pero se mantuvo tranquilo durante todo el trayecto.

Hasta que llegó a Pioneer Square.

Ve al muelle de carga que hay detrás.

Convencida de que estaba como un cencerro, obedeció a esa voz incorpórea y aparcó. Cuando abrió la puerta y salió del coche tenía los nervios destrozados. Aunque esperaba que el gato bajara de un salto, siguió en el asiento trasero sin moverse… cubierto de sangre por completo. Se le encogió el corazón al verlo.

¿Estaba muerto?

Aterrada, abrió la puerta trasera. Le tocó una de las patas, pero el animal le siseó.

—Tranquilo —dijo al tiempo que se apartaba.

El gato se levantó muy despacio y salió cojeando del coche, en dirección al muelle de carga.

—¡Oiga! —dijo un chico bastante mono de pelo negro—. No puede aparcar… —Dejó la frase en el aire al ver al gato. Con la cara blanca como la pared, se giró hacia la puerta y gritó—: ¡Mamá, Ravyn está aquí fuera! ¡Código rojo! —Cogió una manta de tejido basto de un montón apilado junto al muelle y saltó para envolver al gato con ella.

Lo alzó en brazos con mucho cuidado.

Sin saber muy bien qué hacer, ella cerró el coche (y al punto se preguntó para qué molestarse si tenía la ventanilla destrozada y el resto era chatarra… pero costaba deshacerse de las viejas costumbres) y siguió al chico por la escalera hasta entrar en una pequeña trastienda. En cuanto el chico cerró la puerta y dejó al gato en el suelo, Ravyn adoptó forma humana. Apoyó una mano ensangrentada y llena de ampollas en la pared que tenía a la derecha y mantuvo la cabeza agachada, como si estuviera exhausto.

La cosa estaba clara. Definitivamente Ravyn era el gato. Lo cual tenía tanto sentido como el resto de las cosas que le habían pasado ese día. Y puestos a tener alucinaciones, la que tenía delante era la mejor espalda que había visto en la vida, salvo por el hecho de que estaba cosida a balazos.

No pudo seguir observando esa piel desnuda porque de repente lo vio vestido con unos vaqueros y una camiseta que no tardó en quedar empapada de sangre.

La imagen hizo que diera un respingo. ¿Cómo era posible que siguiera vivo o que pudiera mantenerse en pie? Tú síguele la corriente a la alucinación, Sue. ¿Qué más da?, se dijo.

—Hay que llamar a una ambulancia —le dijo al chico.

Ravyn levantó la cabeza para mirarla por encima del hombro. Tenía sangre en los labios, y por primera vez vio los colmillos cuando le habló.

—Me pondré bien. Solo necesito dormir un poco.

—Voy a empezar a drogarme —murmuró—. Al menos así tendré una explicación para todo esto.

La puerta que había en la pared del fondo de la trastienda se abrió y entraron dos personas corriendo. Una chica, de la edad del chico, y una mujer alta y morena de unos cincuenta años que se detuvo en cuanto la vio.

—¿Quién eres?

Ravyn se frotó el brazo herido.

—Viene conmigo, Patricia.

La aludida la miró con recelo, pero no dijo nada.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó a Ravyn al tiempo que le examinaba la herida de bala que tenía en el bíceps derecho.

—Los daimons nos han declarado la guerra y tienen a gente del departamento de policía de su parte. No sé cómo lo han conseguido ni cuántos son, pero tenemos que atajar el problema de inmediato. Dicen que han matado por lo menos a un Cazador Oscuro, pero no dieron su nombre, y a mí casi me liquidan. Tenemos que avisar a los otros ahora mismo.

La tal Patricia se quedó lívida.

—¿Cómo es posible?

Ravyn meneó la cabeza.

—No lo sé. Pero van a liquidarnos de uno en uno.

Patricia se giró hacia la chica, una versión más joven de su persona que, evidentemente, era su hija.

—Alicia, empieza a hacer esas llamadas. —Después miró al muchacho que los había recibido en el muelle—. Jack, necesito que te asegures de que alguien avisa a Cael. Como vive con los apolitas, es posible que sea quien corre más peligro, y nunca responde al móvil antes del anochecer.

—Vale, mamá. —Jack se marchó para obedecerla.

Lo que estaba diciendo esa mujer la tenía alucinada. ¿Apolitas? ¿Qué era eso? ¿Un refresco light? ¿Y qué cojones era un daimon? La primera vez que vio ese término fue cuando su correo electrónico le devolvió una respuesta con un archivo adjunto que se llamaba «trailer-daimon».

Alicia le tendió a su madre más vendas antes de marcharse para cumplir sus órdenes.

En cuanto estuvieron solos, Patricia cogió un maletín médico.

—Tenemos que sacarte esas balas para que las heridas sanen.

Claro, y ¿por qué no le das un palo para que lo muerda mientras lo haces ya que estamos?, pensó. ¡Pero qué retrasada era esa gente!

—Necesita un médico —insistió.

Patricia no le hizo caso y comenzó a sacar los utensilios, que dejó en una mesa mientras Ravyn se sentaba en un taburete.

—¿Estás seguro de que es una escudera?

Ravyn se encogió de hombros.

—Dijo que trabajaba con Leo.

Patricia se detuvo de golpe.

—¿Con Leo… o para él?

—Para él —contestó ella.

Eso llamó la atención de Ravyn, que se giró y la taladró con esos desconcertantes ojos negros.

—¿No eres una escudera?

Antes de que pudiera responder, la puerta volvió a abrirse.

—Mamá —dijo Jack—, tenemos un problema muy gordo.

—¿Qué?

Jack les enseñó un televisor portátil en el que se veía un informativo.

Al ver que las cámaras del programa estaban grabando su casita de Cape Cod se le cayó el alma a los pies.

—Según fuentes policiales, tres hombres sin identificar y dos agentes de la policía fueron asesinados mientras intentaban arrestar a los sospechosos del asesinato de una recepcionista, una veterinaria y su marido esta misma tarde en el refugio de animales.

No daba crédito a lo que oía.

En la pantalla apareció la imagen de uno de los hombres que la habían obligado a huir de su casa. Estaba cubierto de sangre y tenía la cabeza vendada.

—Ya sabía yo que tenía que haber degollado a ese también —bramó Ravyn.

—Fue una locura —estaba diciéndole el hombre al micrófono—. Estábamos ofreciendo suscripciones a revistas y en cuanto llamamos a su puerta, nos metieron a la fuerza y mataron a mi amigo. Creí que era hombre muerto. De verdad. Si no llego a fingir que estaba muerto, también me habrían matado. Tío, esos dos están fatal.

La imagen cambió de nuevo y apareció la periodista.

—Como pueden ver, el suceso ha sido estremecedor. Las autoridades han anunciado una recompensa para cualquiera que tenga información sobre el paradero de Ravyn Kontis y Susan Michaels, los sospechosos de los asesinatos. Si los ha visto, por favor, no intente capturarlos, ya que se les considera extremadamente peligrosos. Llame al 555-1924, el número especial habilitado por la policía para informar de su paradero.

Contempló boquiabierta una antigua foto suya en la pantalla al lado de un retrato robot de Ravyn. Después apareció su imagen mientras salía del refugio con el transportín del gato en la mano. Jimmy tenía razón. Había una conspiración policial.

La habitación comenzó a darle vueltas y se le desbocó el corazón. Aquello no podía estar pasándole a ella. Era imposible.

Claro que por muy alucinante que fuera, la siguiente imagen que vio en la televisión fue muchísimo más fuerte.

Volvió a aparecer el refugio de animales con el precinto amarillo que mantenía a raya a los curiosos.

—Por fin tenemos los nombres de la pareja asesinada… Ángela y James Warren. James, o Jimmy como solían llamarlo, llevaba casado con Ángela cinco años y solía visitar a su mujer en el refugio donde trabajaba…

Se tambaleó hacia atrás hasta tropezar con la pared. ¿Angie estaba muerta? ¿Y Jimmy?

Y la buscaban a ella por su asesinato…

Unos sollozos desgarradores brotaron desde el fondo de su alma.

Ravyn dio un respingo al escuchar que Susan se echaba a llorar. Nunca había podido soportar las lágrimas de una mujer. Se le clavaban como puñales y le recordaban un pasado que preferiría olvidar.

—Ya hemos visto bastante, Jack.

El chico miró a Susan con compasión antes de apagar el televisor y marcharse.

—Déjanos solos un momento, ¿vale? —le dijo a Patricia cuando hizo ademán de acercarse.

La escudera asintió y lo obedeció.

El dolor que transmitían esos sollozos le desgarraba el corazón. Él mejor que nadie comprendía la agonía que estaba sufriendo. El dolor que provocaba esa clase de pérdida, tan profundo e intenso que costaba la misma vida contenerse para no estallar de rabia.

Ese era el sufrimiento que acompañaba a los suyos. La vida de los arcadios era una sucesión de entierros familiares.

Sin embargo, su propio destino había sido mucho peor.

Quería decirle que todo se arreglaría, pero no era tan cruel como para mentirle de esa manera. En la vida no había nada seguro, salvo que alguien iría a rematarte cuando estuvieras tirado en el suelo.

De modo que hizo algo que llevaba innumerables siglos sin hacer. La abrazó y la estrechó con fuerza. Susan lo abrazó mientras seguía llorando. Apretó los dientes e intentó contener las dolorosas emociones que lo asaltaban. Al igual que ella, lo había perdido todo cuando era mortal…

Incluida la vida.

Susan necesitaba llorar para desahogarse. Necesitaba ventilar toda esa rabia y ese dolor hasta quedarse agotada. Y él solo podía ofrecerle consuelo físico. Por poco que pareciera, era mejor que nada.

Y era mucho más de lo que le habían ofrecido a él.

Apoyó la cabeza sobre la suya y cerró los ojos. Ella siguió abrazándolo con fuerza.

Susan sintió deseos de gritar cuando los recuerdos de Angie y Jimmy acudieron en tropel a su mente para atormentarla. Eran sus amigos. Sus mejores amigos. Los dos. Conocía a Angie desde niña, cuando jugaban a las muñecas. Y a Jimmy… fue ella quien los presentó. Como broma, decidieron que hiciera las veces de padrino de boda.

¿Cómo era posible que estuvieran muertos? ¿Y de esa manera? ¿Quién querría hacerles daño?

—¿Por qué? —sollozó, en busca de consuelo. En busca de alguna respuesta.

Pero no había ninguna. Era un sinsentido, una locura tan horrible y dolorosa que si hubiese podido se habría arrancado el corazón para no seguir sufriendo.

¿Por qué no le había hecho caso a Jimmy? ¿Por qué? No debería haber salido del refugio sin ellos.

Habían muerto.

¡Por su culpa, por haber sido tan imbécil!

Recordó el miedo de Jimmy y sintió que la ira se apoderaba de ella desde lo más profundo de su alma. La ira le permitió recuperar el control, y a medida que el dolor menguaba, se percató de que estaba abrazada a un desconocido.

Se apartó y clavó la mirada en esos ojos negros.

—¿Qué coño está pasando? ¡Y no me mientas! Quiero saber lo que ha pasado hoy de verdad.

—No eres una escudera, ¿verdad? —le preguntó Ravyn a su vez después de respirar hondo.

Eso la sacó de sus casillas.

—Otra vez la dichosa pregunta. ¿Qué es un escudero?

Sus palabras lo dejaron descompuesto.

Bajó la mirada hasta las heridas de bala que tenía en el pecho, que habían dejado de sangrar. Tenía más balazos por los brazos y por el cuello, y las manchas de sangre de la camiseta revelaban los lugares donde lo habían alcanzado. Sin embargo, no parecían molestarle en lo más mínimo.

Le rozó una de las heridas que tenía en el brazo. La bala le había arrancado parte del músculo. Allí no había maquillaje ni efectos especiales, era muy real.

—¿Qué eres?

En la mejilla de Ravyn apareció un tic nervioso.

—Resumiendo, tu única esperanza —respondió con brusquedad.