2

En muchas partes del mundo y en muchas religiones, el infierno es el lugar donde los muertos encuentran el castigo por las maldades en las que han participado o que han perpetrado a lo largo de su vida.

En el infierno atlante, llamado Kalosis, había multitud de almas malévolas, pero ninguna de ellas sufría castigo alguno por las maldades que había cometido en vida. En realidad, la mayoría había llevado una vida tranquila y pacífica. Como solía decir Urian (un daimon spati que habitó Kalosis en otro tiempo): «Tíos, no somos los condenados, somos los puteados».

Y era cierto. Los que habitaban Kalosis no sufrían castigo alguno por sus transgresiones, sino por algo que una reina atlante olvidada muchísimos años atrás hizo para vengarse de un antiguo amante. En un arranque de furia contra Apolo, la reina envió a un grupo de soldados con las órdenes de matar a la amante del dios y a su hijo. Al hacerlo, condenó a todos sus súbditos apolitas a vivir sumidos en la oscuridad y también redujo drásticamente su esperanza de vida. El dios griego decretó que todo apolita muriera de forma lenta y dolorosa el día de su vigésimo séptimo cumpleaños hasta acabar convertido en polvo.

Era un destino cruel y trágico que todo hombre y mujer de Kalosis habría sufrido de no ser porque su líder, Stryker, encontró el portal mítico que le permitió pasar del mundo de los hombres al plano del infierno atlante, donde conoció a otra deidad. Una deidad cuya furia ridiculizaba la de Apolo.

Encarcelada en el plano infernal por su propia familia, que la encerró por temor a sus poderes, Apolimia no estaba dispuesta a pasar por alto la crueldad de Apolo. Adoptó a Stryker, el hijo maldito del dios griego, como si fuera fruto de su carne y le enseñó a capturar y utilizar almas humanas para prolongar su vida. Stryker compartió de buena gana esas enseñanzas con sus congéneres, a los que fue trasladando a Kalosis no solo para llevar a cabo su propia venganza, sino también la de Apolimia. Hoy en día lidera legiones de daimons que utilizan a los patéticos humanos como ganado.

Y, pese a la deuda que tiene con la diosa que lo salvó y lo adoptó, Stryker la odia con todas sus fuerzas.

—¡Muerte a los humanos! —escuchó Stryker gritar a uno de sus guerreros spati.

Estaban celebrando su victoria más reciente en el salón de banquetes de Kalosis.

—¡Los cojones! —replicó otro—. Necesitamos a los humanos. ¡Muerte a todos los Cazadores Oscuros!

El grito fue recibido con una oleada de vítores que reverberó en la amplia y desoladora estancia. Stryker se reclinó sobre los almohadones de su trono mientras observaba cómo apolitas y daimons se congratulaban por su más reciente victoria: la captura de Ravyn Kontis. La oscuridad del salón quedaba mitigada por la luz de las velas que iluminaban las mesas donde se servía sangre apolita (el único alimento que podía sustentar sus cuerpos). La sangre llenaba los cálices y se derramaba por doquier.

Al igual que el resto de los spati presentes en el salón, Stryker soñaba con un mundo mejor. Un mundo donde su gente no estuviera condenada a morir a la temprana edad de veintisiete años. Un mundo donde todos pudieran caminar bajo la luz del sol… un detalle en el que apenas reparó durante su infancia.

Y todo porque su padre había dejado embarazada a una puta y después se cabreó cuando los apolitas la mataron. Apolo los maldijo a todos… incluido a él, que era el amado hijo del antiguo dios.

Pero eso sucedió once mil años antes. Era agua pasada. Pasadísima.

Él era el presente y los daimons que tenía delante, el futuro. Si las cosas salían tal como estaban planeadas, dentro de poco reclamarían el mundo de los humanos que les fue arrebatado. A título personal, habría preferido comenzar con otra ciudad, pero cuando el humano le propuso la estrategia para librar Seattle de los Cazadores Oscuros, le pareció que era la oportunidad perfecta para lograr que los hombres comenzaran a unirse a la causa de apolitas y daimons. Los muy idiotas no sabían que cuando aniquilaran a los Cazadores Oscuros, no quedaría nadie para salvar sus almas. Se abriría la veda para dar caza a la Humanidad.

—¿Cuántos Cazadores Oscuros quedan en Seattle? —preguntó a su lugarteniente.

Al igual que los demás daimons presentes, Trates era alto y atlético, rubio y de ojos castaños. El epítome de la belleza juvenil. Lo vio fruncir el ceño mientras meditaba la respuesta.

—En cuanto Kontis esté muerto, solo quedarán siete.

La respuesta le desagradó.

—En ese caso, estamos celebrando la victoria antes de tiempo.

Sus palabras produjeron un repentino silencio.

—¿Por qué?

Giró la cabeza cuando vio que su hermanastra se acercaba al trono con paso decidido. A diferencia de los daimons spati que habían convertido Kalosis en su hogar, ella no le temía. Vestida con un mono de cuero negro que se abrochaba por delante con un par de cordones y que se adhería a su cuerpo esbelto y musculoso como si fuera una segunda piel, subió al estrado y se apoyó en uno de los reposabrazos de su trono. La vio enarcar una ceja con arrogancia, aunque sus ojos oscuros carecían de emoción.

—Todavía no está muerto —respondió recalcando cada una de las palabras—. He aprendido a no dar nada por sentado en lo que respecta a estos cabrones.

Su hermana soltó una risotada sarcástica tras lo cual le quitó el móvil del cinturón y marcó un número.

En teoría el teléfono no debería funcionar en ese plano existencial. Sin embargo, renuentes a permitir que los humanos los derrotaran, sus spati habían descubierto una onda sobrenatural capaz de transmitir la señal desde Kalosis al mundo humano. Era un truquito que estaban encantados de aprovechar.

Satara lo miró con expresión aburrida cuando el veterinario apolita de Seattle contestó al teléfono.

—¿Está muerto? —preguntó su hermana con el mismo tono de voz autoritario que él mismo empleara poco antes.

Apenas alcanzó a escuchar la respuesta procedente del otro lado de la línea.

Satara soltó una carcajada malévola.

—Mmm —murmuró al tiempo que hacía un mohín seductor con la nariz—. Eres muy malo… Castrarlo antes de matarlo… Me gusta.

Le arrebató el teléfono con brusquedad.

—¿Qué es lo que has hecho?

A pesar de la estática que inundaba la línea, supo que el apolita estaba muerto de miedo.

—Yo… esto… He pensado en castrarlo, milord.

La respuesta hizo que lo viera todo rojo.

—¡Ni se te ocurra!

—¿Por qué no? —terció Satara con un deje ofendido en la voz.

La miró mientras contestaba la pregunta para que tanto ella como el veterinario lo escucharan.

—En primer lugar, no quiero que Kontis salga de esa jaula hasta que esté muerto. Es demasiado peligroso como para correr riesgos. Y, en segundo, no pienso permitir que castres a un digno oponente. Se ha ganado el derecho a morir con cierta dignidad.

Su hermana soltó un resoplido.

—Con cierta dignidad… ¡Le va a estallar la cabeza! ¿Qué dignidad hay en acabar con los sesos esparcidos en una jaula para gatos por haberte parado a echarle un vistazo al vestido de una puta? Si de verdad hubiera sido un digno oponente, no lo habríamos atrapado con tanta facilidad.

Aferró el teléfono con más fuerza.

—Recurrir a un engaño es indigno de nuestra especie.

—¡Strykerio, a ver si vamos abandonando ya la Edad Media, por favor! Los duelos honorables ya no existen. En este mundo gana el más astuto.

Tal vez, pero todavía recordaba otra época y otro lugar donde las cosas no funcionaban de ese modo, y después de once mil años era demasiado viejo como para cambiar sus hábitos.

—De todas formas es pariente nuestro y…

Satara volvió a burlarse de él.

—Los arcadios y los katagarios nos dieron la espalda hace mucho tiempo. Ya no nos consideran parientes.

—Algunos sí.

—Kontis no —masculló—. Si lo hiciera, jamás habría vendido su alma a los Cazadores Oscuros ni se habría unido a sus filas. Lleva cientos de años dando caza a los nuestros. Quiero que lo castre para quedarme con sus arrugadas pelotas como trofeo.

Trates dio un respingo al escucharla, al igual que hicieron otros que incluso se llevaron la mano a la entrepierna en un gesto protector.

Y mi hermana se pregunta por qué ningún hombre quiere salir con ella…, pensó.

—Déjalo como está —le ordenó al apolita con el que hablaba por teléfono, tras lo cual colgó y lo colocó de nuevo en su sitio.

Satara puso los ojos en blanco.

—No me puedo creer que tú, precisamente tú, muestres clemencia por un enemigo. Tú, que degollaste a tu propio hijo para contentar a Apolimia…

De forma instintiva, alargó un brazo y la agarró por el cuello para silenciarla.

—Ya basta —gruñó mientras veía cómo los ojos de su hermana se abrían de par en par—. A menos que quieras comprobar exactamente lo clemente que puedo llegar a ser, me hablarás con más respeto. Me da igual a quién sirvas. Que Artemisa se busque otra doncella. Una palabra más y te silencio para toda la eternidad. —Y se puso en pie tras apartarla de un empujón.

El silencio más absoluto se apoderó de la estancia mientras sus ojos recorrían los rostros de los spati allí reunidos. Su belleza y su aparente juventud les hacían parecer ángeles… de la muerte.

Y estaban bajo su mando.

Se dirigió a ellos, haciendo caso omiso de su hermana.

—Se nos ha concedido la rara oportunidad de colaborar con los humanos para aniquilar a los Cazadores Oscuros apostados en Seattle y hacernos de ese modo con el punto de apoyo que necesitamos en su mundo. Pero no penséis, ni por un solo segundo, que la guerra ha acabado. En cuanto Aquerón se dé cuenta de que sus Cazadores Oscuros han desaparecido, vendrá en persona para ver qué está pasando. —Miró a su hermana con expresión asesina—. ¿Estás preparada para enfrentarte al líder de los Cazadores Oscuros?

La sed de sangre se apoderó de su mirada mientras se frotaba la garganta.

—Sueño con hacerlo.

Su respuesta le arrancó un resoplido.

—Esa tendencia suicida no va a llevarnos a ningún sitio. Apolimia protege a su bastardo. Jamás morirá a manos de un daimon…

—Sino de un humano —lo interrumpió Trates, sentado a su derecha.

Reconoció las palabras con un breve gesto de la cabeza.

—Y para hacerlo necesitamos planearlo todo al detalle y poner en marcha el plan con discreción. Una vez que Aquerón esté muerto, será fácil manipular y eliminar a los Cazadores Oscuros. —Su mirada recorrió la estancia mientras su ejército asentía.

—¿Quién será el próximo en morir? —quiso saber Trates.

Repasó los nombres de los siete Cazadores Oscuros que quedaban. Todos habían sido feroces guerreros durante su etapa mortal. Ninguno iba a ser presa fácil.

Sin embargo, la ayuda de los humanos les otorgaba ventaja por primera vez. Al igual que los apolitas y los daimons, los Cazadores Oscuros no podían sobrevivir bajo la luz del sol, pero sus colaboradores humanos, sí. Además, los Cazadores no podían percatarse de la presencia de un humano, cosa que sí podían hacer apolitas y daimons. Un humano podría pillarlos desprevenidos y asestarles un golpe mortal. Y la razón definitiva: los Cazadores Oscuros habían jurado proteger con sus propias vidas las de los humanos…

Un juramento que sería su perdición.

—Dejaremos la elección en manos de los humanos. Esta es su guerra. De momento los apoyaremos, pero al final y si las cosan salen mal, serán ellos los que mueran. No nosotros.

Susan no tenía muchas esperanzas acerca de lo que se iba a encontrar mientras aparcaba frente al refugio de animales. Seguramente la visita sería una pérdida de tiempo total.

O tu billete de vuelta a…, se corrigió para sus adentros.

—¡Ponte un punto en la boca, Pollyanna! —masculló, reprendiéndose a sí misma al tiempo que cogía el bolso. Aborrecía el rayito de optimismo que seguía brillando en su interior. ¿Por qué no se apagaba?

Pero no… siempre tenía que ver las cosas con esperanza, aunque fuera en vano. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué la gente podía estar amargada y ella no?

Supongo que es una maldición, concluyó.

Suspiró exasperada, salió del coche y se encaminó a la entrada. Tras la puerta había una zona de recepción muy bien iluminada.

Al otro lado del mostrador había una adolescente rubia muy alegre que estaba colocando papeles en distintos archivadores.

—Hola —la saludó al verla—. ¿En qué puedo ayudarla?

—Gatos. He venido a ver gatos.

La chica la miró con una expresión extraña. Y no la culpaba, pobre. Le interesaban tan poco los gatos que su voz la había delatado. Tal vez incluso hubiera puesto cara de asco mientras lo decía, no estaba segura. Era difícil disimular la antipatía que sentía por esas espeluznantes criaturas peludas de cuatro patas que hicieron de su infancia una época tan triste.

La chica señaló a la izquierda.

—Están por ahí.

—Gracias.

Echó a andar hacia la puerta pintada de azul claro en la que se podía leer, con bastante ironía, la palabra «Gatos».

La abrió y tuvo que combatir el impulso de volver corriendo al coche cuando comenzó a congestionársele la nariz. Y eso que media hora antes se había tomado la dosis adecuada de antihistamínico como medida preventiva…

—¡Madre mía! —exclamó, sacando un pañuelo de papel del bolso mientras fingía observar a las malévolas bestias causantes de su alergia. Ya se le estaban enrojeciendo los ojos…

Soltó un estruendoso estornudo y tuvo que sonarse la nariz.

—¿Dónde estás, Angie? —murmuró entre dientes.

Estaba a punto de mandarlo todo a hacer puñetas cuando sus ojos se clavaron en el gato más raro que había visto en la vida. Grande y esbelto, como si fuera un leopardo en miniatura. Sin embargo, lo más extraño no era la belleza de ese cuerpo tan estilizado, sino el color negro de sus ojos. En la vida había visto un gato con los ojos negros.

Y parecía estar muy enfadado.

Ladeó la cabeza para observarlo con atención. Tenía algo que lo hacía parecer inteligente.

—Hola, Gato con botas. No estás muy contento de estar aquí, ¿verdad? —Estornudó otra vez. Soltó un taco mientras se sonaba los mocos y después sorbió por la nariz al sentir que se le saltaban las lágrimas—. No te culpo. Yo preferiría un buen golpe en la cabeza con un martillo a estar aquí.

—Hola. ¿Está interesada en algún gato?

La voz de Angie hizo que diera un respingo. Cuando se dio la vuelta para mirarla, vio que los ojos castaños de su amiga miraban a un lado y a otro con nerviosismo y comprendió que no quería que se supiera que se conocían. Le siguió el rollo y miró de nuevo al gato… que parecía observarla con una ceja enarcada, como si aguardara su respuesta. Sí… el antihistamínico le hacía ver cosas extrañas.

—Claro.

—La llevaré a una habitación donde podrá jugar con él un ratito.

Era evidente que Angie había ensayado la frasecita.

Menos mal que era veterinaria y no espía, porque de lo contrario le habrían pegado un tiro antes de abrir la boca. La observó sacar de la jaula al leopardo en miniatura al que colocó en un transportín y después la condujo hasta otra puerta azul a través de la cual se accedía a una salita. Se detuvo en el vano de la puerta y le tendió el transportín con una sonrisa fingida.

—Tómese todo el tiempo que quiera —le dijo—. Es preferible asegurarse de que le gusta el animal antes de llevárselo a casa.

—Lo haré —le aseguró con el mismo tono de voz forzado que había empleado ella.

Cogió el transportín y lo sostuvo tan lejos del cuerpo como pudo antes de entrar en la salita. La estancia carecía de ventanas y al principio creyó que estaba vacía. Sin embargo, en cuanto la puerta se cerró vio que el marido de Angie estaba escondido detrás. Jimmy era detective y lo conocía desde hacía años.

—Hola, Jimmy.

Lo vio llevarse un dedo a los labios.

—Baja la voz. Puede haber alguien afuera. Escuchando. ¿Por qué crees que le he dicho a Angie que nos veríamos aquí? Después de lo que pasó anoche no puedo dejar que me vean con una periodista.

¡Vaya por Dios!, exclamó para sus adentros. Jimmy había perdido un tornillo.

—¿Quién puede estar escuchando? —susurró—. ¿Qué pasó anoche?

En lugar de responderle, Jimmy le quitó el transportín de la mano y lo dejó en el suelo al lado de la puerta antes de conducirla al extremo más alejado de la estancia, donde la sentó en un banco.

—No te imaginas lo que vi, Sue —contestó con un hilo de voz—. De lo que son capaces. Mi vida, la tuya… la de todos. No significan nada. Nada.

El miedo que irradiaba su voz y el pánico que se adivinaba en esos ojos azules hicieron que se le desbocara el corazón.

—¿A quién te refieres?

—Hay una tapadera muy bien montada para ocultar lo que está pasando y no tengo ni idea de hasta dónde llega. Pero estoy seguro de que hay peces gordos metidos en el ajo.

La información hizo que se inclinara hacia delante con avidez. Denunciar tapaderas a alto nivel fue su especialidad en el pasado.

—¿A qué tapaderas te refieres?

—¿Recuerdas que te hablé de la desaparición de unos chicos? ¿De los universitarios y de otros que se fugaron de sus casas? He encontrado a un par de ellos. Muertos. Pero resulta que me han apartado del caso con la excusa de que está en manos de un cuerpo especial de investigación que no existe. Y me han dicho que no debo hacer más preguntas.

Esas palabras le produjeron un escalofrío en la espalda.

—¿Estás seguro?

—Por supuesto que lo estoy —contestó, enfadado—. Encontré las pruebas y cuando presenté mi informe, me dijeron que me iría mucho mejor si dejaba de investigar. Así que seguí con el tema por mi cuenta con mi compañero, Grez, que también ha desaparecido y… —Tragó saliva—. Van a por mí.

—¿Quiénes?

—No me creerías si te lo dijera. Ni siquiera yo me lo creo y eso que sé la verdad. —Su rostro estaba desencajado por el miedo—. Angie y yo nos vamos de la ciudad esta noche.

—¿Adónde?

—A cualquier sitio. A cualquier sitio donde la gente no colabore con el diablo.

La respuesta la dejó helada y despertó sus sospechas.

—¿Quién es el diablo?

—Ya te he dicho que no vas a creerme. Yo lo vi y ni siquiera me lo creo. ¿Es que no lo entiendes? ¡Están ahí fuera y vienen a por nosotros!

—Jimmy…

—Ni hablar —la interrumpió—. No me sueltes un sermón. Sue, sal de la ciudad mientras puedas. Hay criaturas que no son humanas. Criaturas que no deberían estar vivas y que nos utilizan como comida.

El giro tan estrambótico que había tomado la conversación hizo que se enderezara.

—¿Qué coño es esto? ¿Una broma pesada?

—No —le aseguró él, resoplando por la nariz—. Si quieres hacer el tonto, tú sabrás, pero esto no es un juego. Creí que aquí en el refugio podríamos estar seguros y resulta que uno de ellos está trabajando con Angie. ¡Aquí mismo! En esta clínica. Podría estar escuchándonos e informar luego a los demás de que los he descubierto. No estamos a salvo.

—¿A quién te refieres?

Lo vio tragar saliva con fuerza.

—Al otro veterinario. Al doctor Tselios. Es uno de ellos.

—¿De quién?

—¡De los vampiros!

Apretó los dientes con fuerza e hizo un esfuerzo para no poner los ojos en blanco. Por sorprendente que fuera, lo consiguió. Angie y Jimmy no podían ser tan crueles como para gastarle una broma así. Mucho menos cuando sabían lo que odiaba su trabajo en el Inquisitor.

—Jim…

—¿Crees que no sé que parece que me falta un tornillo? —masculló, interrumpiéndola—. Yo pensaba como tú, Sue. Al principio creí que eran gilipolleces. Los vampiros no existen, ¿verdad? Nosotros somos los reyes de la cadena alimentaria. Pero no es cierto. Están ahí y tienen hambre. Si sabes lo que te conviene, sal de aquí cagando leches. Y por favor escribe un artículo para que los demás se enteren antes de que los maten también.

Eso era lo que su maltrecha reputación necesitaba, sí, señor. Más heridas. Gracias, Jim, pensó.

Se dio cuenta de que Jimmy la miraba con los ojos entrecerrados como si le hubiera leído el pensamiento.

—Depende de ti, Sue. Yo he intentado salvarte, pero hasta aquí he llegado. Me largo. Tú puedes hacer lo que te dé la gana.

Antes de que pudiera decir nada, la dejó en la salita… no antes de acercarle el transportín con el gato.

Estornudó.

La puerta se abrió mientras se sonaba la nariz. Era Angie, que entró con una expresión ceñuda y cerró la puerta.

—¿Qué le has dicho a Jimmy?

—Nada, ¿por qué?

—Quiere que nos vayamos ahora mismo.

El miedo que destilaba la voz de su amiga le arrancó un suspiro.

—¿Te ha contado lo que está pasando?

Angie meneó la cabeza.

—No exactamente. Dice que hay mucha gente desaparecida y muchos muertos, y que tiene miedo de que los responsables vayan a por él. Quiere que nos vayamos a casa de sus padres, a Oregón.

—¿También te ha contado lo de los vampiros?

—¿¡Los qué!?

A juzgar por la cara de su amiga, era evidente que Jimmy no había compartido ese detallito con su mujer.

—Sí, según él hay vampiros dispuestos a matarnos a todos. Sin ánimo de ofender, Angie, creo que Jimmy necesita ayuda. ¿Hace muchas horas extras últimamente?

La ira relampagueó en los ojos de Angie.

—Sue, Jimmy no está loco. Ni hablar.

Posiblemente no lo estuviera, pero no tenía ganas de discutir.

—Vale, en fin, gracias por la primicia.

Echó a andar hacia la puerta, pero su amiga la detuvo.

—Toma. Llévate el gato.

La miró boquiabierta.

—¿¡Cómo dices!?

—Por favor. Jimmy está aterrado por alguna razón. Llévate el gato para guardar las apariencias y yo iré a recogerlo cuando salga de aquí.

La idea hizo que torciera el gesto, pero haría cualquier cosa por su mejor amiga.

—Vale, pero que sepas que me debes una. Bien gorda.

—Lo sé.

Soltó un gruñido mientras cogía el transportín y siguió a Angie hasta el mostrador de recepción, donde le ofreció unos papeles y tuvo que firmar un cheque para tramitar la adopción.

—No se olvide de pasar tiempo con él hasta que se acostumbre a usted —le aconsejó, adoptando de nuevo la actitud distante y forzada.

—De acuerdo.

—Espero que disfrute de su nueva mascota —dijo la recepcionista.

Sí, claro… cuando las ranas críen pelo, pensó.

—Gracias —dijo, en cambio, con una sonrisa tan falsa como la del mejor político.

Una vez fuera volvió a estornudar de camino al coche. Dejó el transportín en el asiento trasero.

—Muchísimas gracias, Gato con botas —dijo al tiempo que le lanzaba una mirada maliciosa—. Espero que sepas apreciar el mal rato que voy a pasar por tu culpa.

Angie observó a Susan mientras salía del aparcamiento y se marchaba en dirección a su casa. Soltó un suspiro aliviado y se giró para mirar a Jimmy, que le indicó con un gesto que entrara en el área reservada para el personal del refugio.

«Ahora voy», articuló con los labios.

Estaba a punto de coger el abrigo que había dejado tras el mostrador cuando vio que Theo se acercaba a ella. Su atractivo rostro estaba más pálido que de costumbre cuando cerró la puerta de la zona reservada a los gatos. Dos segundos después salió su ayudante, Darrin.

Los oscuros ojos castaños de Darrin relampagueaban de furia.

—¿Dónde está? —exigió saber mientras se plantaba frente a ella.

El tono acusatorio y el evidente enfado la pillaron desprevenida.

—¿Quién?

—El gato —masculló como si las palabras en sí fueran el mismo diablo—. El gato que trajeron esta mañana. ¿Dónde coño está?

—¿El que acaban de adoptar? —precisó la recepcionista, haciendo que ella diera un respingo.

—¿Hay algún problema con él? —preguntó.

Theo y Darrin intercambiaron una mirada hostil.

—Sí. Tiene la rabia.

—¡Ah!

Estaba a punto de decirles que se encargaría de ir a por él cuando vio que Jimmy le hacía gestos raros desde el vano de la puerta. Al parecer quería que se reuniera con él sin falta. Lo miró con el ceño fruncido.

Theo se giró para ver qué estaba mirando y Jimmy bajó los brazos al tiempo que adoptaba una actitud tranquila.

En el rostro de Theo apareció una expresión siniestra que después se tornó impasible.

—¿Darrin?

—¿Sí, señor?

—Cierra la puerta y baja las persianas.