Seattle, 2006
NIÑO DEVORADO POR POLILLAS ASESINAS
Susan Michaels gimió al leer el titular de su último artículo. Sabía muy bien que no debía leer el resto, pero esa tarde tenía una vena masoquista. Jamás en la vida volvería a sentirse orgullosa de su trabajo…
Criadas en un laboratorio de América del Sur, esas polillas ultrasecretas son la próxima generación de asesinos militares. Están modificadas genéticamente para infiltrarse en las bases enemigas, donde muerden a su objetivo en el cuello, infectándolo con un veneno concentrado completamente indetectable que ocasiona la muerte en cuestión de una hora.
Al parecer, se han escapado del laboratorio y el enjambre se dirige hacia el norte, derecho al centro de Estados Unidos. Estén pendientes. Podrían llegar a su vecindario antes de un mes…
¡Madre del amor hermoso!, era peor de lo que se había imaginado.
Con las manos temblando de la furia, se levantó del escritorio y fue de cabeza al despacho de Leo Kirby. Como de costumbre, estaba navegando en internet, leyendo el blog de algún pobre desgraciado mientras tomaba un montón de notas.
Leo era un hombre de unos treinta y cinco años, bajito y delgado, de pelo largo y negro que siempre llevaba recogido en una coleta. También tenía perilla, unos gélidos ojos grises de mirada seria y un extraño tatuaje con forma de telaraña en la mano izquierda. Llevaba una camiseta negra ancha y unos vaqueros, y tenía un enorme vaso de café de Starbucks junto al brazo. Si no fuera tan irritante, le parecería hasta mono.
—¿Polillas asesinas? —preguntó.
Leo levantó la vista de su bloc de notas y se encogió de hombros.
—Dijiste que íbamos a tener una plaga de polillas. Así que le propuse a Joanie que reescribiera la historia para hacerla más comercial.
Se quedó boquiabierta al escucharlo.
—¿Joanie? ¿¡Le has dicho a Joanie que reescriba la historia!? ¿La misma Joanie que lleva papel de aluminio en el sujetador para que la gente con rayos X en los ojos no pueda verle el pecho? ¿¡Esa Joanie!?
Leo ni se inmutó por la avalancha de preguntas.
—Sí, es mi mejor redactora.
Eso sí que era echarle sal en la herida…
—Creí que yo era tu mejor redactora, Leo.
Lo vio soltar un suspiro pesaroso al tiempo que giraba la silla para mirarla.
—Lo serías si tuvieras una pizca de imaginación. —Levantó las manos con gesto dramático para enfatizar sus palabras—. Vamos, Sue, saca la niña que llevas dentro. Disfruta con todo lo absurdo que nos rodea. Piensa en Ibsen. —Bajó las manos y suspiró de nuevo—. Pero no hay manera de que lo hagas, ¿verdad? Te mando a investigar al chico murciélago que vive en el campanario de esa vieja iglesia y te presentas con una historia sobre las polillas que se comen las vigas. ¿Qué coño es eso?
Lo miró con expresión burlona al tiempo que cruzaba los brazos por delante del pecho.
—Se llama realidad, Leo. Realidad. Deberías apartar las narices del ordenador un ratito para verla por ti mismo.
Lo escuchó resoplar mientras pasaba la hoja de su bloc de notas, que dejó junto al café.
—A la mierda con la realidad. La realidad no le da de comer a mi perro. No paga las letras de mi Porsche. No me ayuda a echar un polvo. Las gilipolleces sí… y quiero que siga siendo así.
La expresión radiante de su jefe hizo que pusiera los ojos en blanco.
—Eres un cerdo asqueroso.
De repente, Leo se quedó muy quieto, como si se le hubiera ocurrido algo. Cogió el bloc de notas y se puso a escribir a toda prisa.
—«Empleada besa al cerdo de su jefe, que se transforma en un antiguo príncipe inmortal»… No, mejor en un dios. Sí, un dios muy antiguo… —La señaló con el bolígrafo—. Un dios griego al que una maldición lo obligó a ser esclavo sexual de las mujeres… Me gusta. ¿Te lo imaginas? Habrá mujeres besando a sus jefes por todo el país para comprobar si la teoría se cumple. —Volvió a mirarla con una sonrisa maliciosa—. ¿Te apetece que probemos a ver si funciona?
Lo miró con cara de asco.
—Joder, no. Y no te estaba tirando los tejos, Leo. Créeme, seguirías siendo un cerdo aunque te besaran mil veces.
Sus palabras no lo afectaron en absoluto, sobre todo porque llevaban pinchándose de esa manera desde sus días de universidad.
—Pues yo sigo creyendo que deberíamos intentarlo. —Meneó las cejas mientras la miraba.
—Debería demandarte por acoso sexual —replicó después de soltar un largo suspiro—, pero eso implicaría que te has acostado con alguien en la vida, y tengo la intención de proclamar a los cuatro vientos que eres el vivo ejemplo de lo que le pasa a los que no se comen un rosco.
La mirada de Leo volvió a perderse en el infinito en cuanto escuchó sus palabras y después se puso a escribir de nuevo.
—«Jefe que no se come un rosco se vuelve loco y destripa a la mujer que lo excita.»
Gruñó al escuchar esas palabras. Si no lo conociera bien, creería que la estaba amenazando, pero eso significaría hacer algo por sí mismo y Leo era un ferviente practicante de la delegación de tareas. Su lema siempre había sido «¿Para qué hacerlo tú mismo si puedes contratar o intimidar a otro para que lo haga por ti?».
—¡Leo! ¡Deja de convertirlo todo en un titular sensacionalista! —Y antes de que pudiera replicarle, añadió a toda prisa—: Lo sé, lo sé, los titulares sensacionalistas te pagan el Porsche.
—¡Ahí le has dado!
Disgustada, se frotó la sien para aliviar el repentino dolor que sentía detrás del ojo derecho.
—Mira, Sue —dijo Leo como si estuviera sintiendo una inusual oleada de compasión por ella—, sé lo duros que han sido estos dos últimos años para ti, ¿vale? Pero ya no eres una periodista de investigación.
Se le encogió el corazón al escuchar esas palabras. Unas palabras que no quería oír, ya que la atormentaban cada minuto de cada día. Dos años y medio antes era una de las periodistas de investigación más importantes del país. Su antiguo jefe la había apodado «Sabueso» porque era capaz de oler una noticia a más de un kilómetro de distancia y perseguirla hasta confirmarla.
Y en un momento de absoluta ridiculez todo su mundo se derrumbó a su alrededor. Estaba tan obsesionada con conseguir una noticia que acabó cayendo de bruces en una trampa que destruyó su reputación por completo.
Y que casi le costó la vida.
Se frotó la cicatriz que tenía en la muñeca al tiempo que se obligaba a no pensar en aquella espantosa noche de noviembre, el único momento de su vida en el que había sido débil. Sin embargo, no tardó en recuperar el sentido común y se juró que jamás volvería a permitir que alguien la hiciera sentirse indefensa. Le costara lo que le costase, esa era su vida e iba a vivirla según sus propias normas.
De no ser por Leo, a quien conoció en la universidad cuando estaban en el periódico del campus, nunca habría vuelto a trabajar en el mundillo periodístico. Claro que trabajar en el Daily Inquisitor no podría calificarse en la vida de periodismo serio, pero al menos le permitía pagar una pequeña cantidad de sus astronómicas deudas y de las costas del juicio. Y aunque odiaba su trabajo, le daba de comer y le permitía tener un techo bajo el que dormir. De ahí que le debiera una al cerdo asqueroso.
Leo arrancó una hoja del bloc y la deslizó sobre la mesa.
—¿Qué es esto? —le preguntó mientras la cogía.
—Es una dirección web. Hay una universitaria que se hace llamar «Dark Angel» que asegura estar trabajando para un nomuerto.
Lo miró alucinada. Sí… al igual que decía la canción de Meat Loaf, su vida era muy amarga y quería que le devolvieran el dinero… con intereses.
—¿Con un vampiro?
—No exactamente. Dice que es un guerrero inmortal que puede cambiar de forma y que la saca de quicio. Es de Seattle, así que quiero que lo compruebes y veas si puedes sacarle algo más. Infórmame en persona de los resultados.
Era imposible que le estuviera pasando algo así, pero la vocecilla de su conciencia ya se estaba riendo de ella.
—Así que un guerrero que puede cambiar de forma, ¿no? ¿Y eso fue antes o después de que dejara de darle a las drogas?
Leo soltó un gruñido irritado.
—¿Por qué no intentas meterte en el trabajo? No es tan malo como crees, que lo sepas. De hecho, es muy entretenido. Vive un poco, Sue. Deja la amargura. Disfruta del trabajo.
Los días de disfrutar con el trabajo habían quedado atrás. Jamás volvería a ser una periodista de verdad.
Su vida era la que tenía delante. Punto. ¡Qué alegría! La mala suerte se había cebado con ella a base de bien.
No, rectificó cuando el corazón le dio otro vuelco, eso no era verdad. Ella tenía la culpa de haberlo fastidiado todo y lo sabía muy bien. Con el alma en los pies, dio media vuelta y regresó a su escritorio mientras miraba la dirección del blog que tenía en la mano.
Es una tontería. No lo hagas. No toques siquiera el ratón…, se dijo.
Pero acabó haciéndolo y allí estaba… una página de fondo negro con grabados góticos llamada «deadjournal.com». Lo que más le gustó fue el encabezamiento: «Divagaciones de la oscura y retorcida mente de una sufrida universitaria».
La chica, Dark Angel, estaba fatal. Sus entradas en el blog mostraban los miedos e inseguridades típicos de cualquier estudiante… ida de la cabeza y que necesitaba tratamiento psiquiátrico intensivo durante varios años.
3 de junio, 2006, 6.45 h
Que alguien haga el favor de pegarme un tiro. Por favor. Y recalco mucho el «por favor». Estaba intentando estudiar para el examen que tengo mañana (y fijaos en que digo «intentando»), absorta en la complejidad de las Matemáticas babilónicas (que no son muy divertidas que digamos), cuando de repente suena el móvil y me pega un susto de muerte, porque la casa está más silenciosa que una tumba. Y creedme cuando os lo digo, porque he estado en suficientes tumbas y criptas para saber de lo que hablo.
Como tonta que soy, al principio creí que sería mi padre para darme la tabarra, pero luego miré el número y vi quién era. ¡Él! Los que habéis estado leyendo mi diario sabréis que se trata de mi jefe, porque nadie más me llamaría a esta hora pensando que no tengo más vida que la de servirle y responder a sus caprichos. De verdad, seguid mi consejo, nunca trabajéis para un inmortal. No demuestran ningún respeto por los que tenemos una vida finita.
Así que ahí estaba, a las 5.30 de la mañana, llamándome para decirme que acaba de matar a un montón de no-muertos (vale, vampiros, pero detesto con todas mis fuerzas esa palabra porque atrae a un montón de pirados que quieren saber cómo convertirse en vampiros y cómo encontrar a los que yo conozco, cosa que sería su muerte segura… pero me estoy yendo por las ramas) y que vaya a recogerlo porque está a punto de amanecer y no llegará a casa a tiempo de evitar que el sol lo fría. Ya sabéis que esa no es la manera de motivarme, porque: jefe frito = Dark Angel feliz.
En ese momento va y me suelta el sermón de que si fuera normal y corriente, como el resto de sus congéneres, no tendría que ir a buscarlo porque podría volver a casa sin ayuda. Podría teletransportarse. Pero cuando hizo el trato que lo convirtió en inmortal, le quitaron esa habilidad, junto con la de viajar en el tiempo y con la de sobrevivir en forma humana bajo el sol. ¿Y por qué se la quitaron? Por una razón. Para convertir mi vida en un infierno de esclavitud, así de claro.
Además, tenía que llevarle ropa porque me estaría esperando en forma de gato en Pike’s Market, ya que es la única manera de aguantar a la luz del sol sin que acabe frito (y lo digo en serio). Así que cuando se transformase de nuevo en hombre, estaría desnudo y necesitaría ropa… Sí, para los que tenéis la mente muy sucia, está como un tren, pero como lo conozco desde siempre, para mí es como ver a mi hermano desnudo… No os importará que suelte un ¡puaaaaaj!, ¿verdad?
Vale, me cabrea un montón, pero voy porque me paga y porque si no lo hago, volverá a chivarse de mí y me meteré en un buen lío, cosa que prefiero evitar ahora mismo. Así que muevo el culo para salvar el suyo, me planto allí, ¿y qué me encuentro?
Sí, lo habéis adivinado. Nada salvo un par de vagabundos que creen que se me ha ido la pinza por estar buscando a mi «gato» con un montón de ropa masculina en las manos. En ese momento fue cuando caí en que no me serviría de nada porque no puede transformarse en humano hasta estar de nuevo en casa. Este cabronazo me tiene hasta el moño con sus bromitas. ¡Ojalá le dé un buen dolor de muelas! No, mejor, que pille pulgas (le desearía garrapatas, pero podría contagiarme la enfermedad de Lyme). Así que las pulgas. ¡Un montón de pulgas!
Estoy segura de que el capullo de Catman ha encontrado a una tía con la que pasarse todo el día en la cama… Pero, joder, ¿no podía haber llamado para avisarme? Pues no. Así que aquí estoy, metiéndome el café por vena con la esperanza de mantenerme despierta para el examen de esta tarde. Gracias, jefe. No sabes cuánto te lo agradezco. Eres el mejor. ¿Dónde están los del control de animales cuando se los necesita? ¡No! Mejor. Un hacha. Dadme un hacha para cortarle la cabeza, y no me refiero a la que tiene sobre los hombros.
Estado de humor: Cabreada.
Canción: «Everything About You» de Ugly Kid Joe.
Soltó un suspiro cansado mientras se frotaba la frente. Sí, genial. La chica necesitaba la ayuda de un profesional con urgencia. Aunque ¿¡qué coño!? Ni que tuviera otra cosa que hacer aparte de investigar a ese supuesto Catman Inmortal de Pike’s Market.
Dio un respingo nada más pensarlo.
—Me lo ha pegado… Titulares sensacionalistas para todos… —Se frotó los ojos con un gemido—. Me dan ganas de tirarme por un puente.
Sin importar el lugar ni la época del año, todos los refugios de animales de Estados Unidos tenían el mismo hedor nauseabundo a antiséptico mezclado con pelo mojado. Y aunque tenían calefacción, siempre hacía un frío horroroso. Un frío que calaba hasta los huesos.
En este refugio las jaulas de los gatos se alineaban a lo largo de dos paredes, y en ellas varios felinos dormían, otros jugaban, otros comían y otros se acicalaban.
Menos uno.
Ese felino en concreto estaba agazapado como si estuviera listo para matar y observaba su entorno con la inteligencia de un peligroso depredador oculto bajo su pequeño tamaño. Ese gato no era como los demás. Quien no lo notara, era imbécil.
A primera vista parecía un gato bengalí normal y corriente, pero si se observaba con más atención, saltaba a la vista que no tenía las mismas características faciales que los gatos bengalíes. De hecho, parecía un leopardo de Arabia… con apenas siete kilos de peso en lugar de treinta. Además, tenía los ojos de un extraño color negro… una tonalidad antinatural en semejante criatura.
El buen observador acabaría dándose cuenta de que mientras el resto de los animales llevaba un collar blanco corriente, ese en concreto llevaba uno de plata. Era un collar muy especial que reflejaba la luz con un brillo sobrenatural. ¿Qué era lo que lo hacía tan especial? Pues ni su elegancia ni la falta de hebilla. No. Lo que lo hacía especial era el circuito invisible que llevaba bajo la plata. Un circuito diseñado para enviar inhibidores indetectables por los hombres y por los animales… a menos que la criatura que lo llevara fuera ambas cosas a la vez.
Un invento diabólico creado por los que querían controlar la magia de otros seres, ya que el collar obligaba a ese gato en concreto a mantenerse en forma felina.
Y eso tenía al gato muy cabreado.
Ravyn siseó al ver que un hombre se acercaba a su jaula. Si pudiera salir, le arrancaría los brazos a ese cabrón y le daría de hostias con ellos. Pero por desgracia no podía hacerlo, ya que para ello tendría que utilizar sus propios brazos y en su forma actual no contaba con ellos.
Y era culpa suya. Suya y de su puñetera libido. Si hubiera dejado tranquila a ese pedazo de tía con la minifalda que vio al amanecer, estaría en su casa la mar de contento… Bueno, a lo mejor no estaba contento, porque tendría que tragarse el sermoncito de Erika, pero estaría en su propia cama y no encerrado en esa puta jaula.
¿Cómo se iba a imaginar que un pequeño roce iba a meterlo en ese berenjenal?
Miró los barrotes de la jaula y siseó al responder su propia pregunta. Sí. Ash iba a ponerse contentísimo cuando se enterara de esa…
Siempre que pudiera escapar, claro. Porque tal como estaban las cosas, no estaba muy seguro de que en esa ocasión pudiera librarse. Mientras llevara el collar, sus poderes, tanto los de Cazador Oscuro como los de arcadio, estarían restringidos. Como arcadio, su forma natural era la humana. Estar obligado a mantener su forma felina durante el día era doloroso y muy desconcertante. Sin embargo, aunque el metriazo le impidiera utilizar sus poderes, le sería imposible seguir manteniendo la forma animal durante mucho tiempo. Sus poderes mágicos se rebelarían, lo transformarían en humano y así moriría.
Era un pensamiento que le ponía los pelos de punta.
—¿Cómo va?
Miró con los ojos entrecerrados al veterinario rubio y alto. Un apolita. Por regla general, la mayoría de los apolitas se mantenía al margen de la guerra que se libraba entre daimons y Cazadores Oscuros. Hasta que los apolitas comenzaban a robar almas humanas para prolongar sus cortas vidas, convirtiéndose así en daimons, los Cazadores Oscuros los dejaban en paz. Después… Bueno, ese era el motivo de la existencia de los Cazadores Oscuros. Se encargaban de matar a los daimons para liberar las almas robadas antes de que la posesión las destruyera.
Era evidente que ese apolita quería que lo persiguieran antes de tiempo.
Su ayudante humano, un hombre bajito de unos treinta años con pelo negro y barba descuidada, respondió:
—No para de mirarlo todo con cara de cabreo. ¿Qué más? —Ladeó la cabeza mientras lo observaba desde una distancia prudencial—. ¿Crees que es arcadio o katagario?
El veterinario se encogió de hombros antes de agacharse para mirar dentro de la jaula.
—No lo sé, pero espero que sea arcadio.
—¿Por qué?
Le enseñó los dientes a ese capullo y el tío sonrió en respuesta.
—Porque si lo es, la magia que lo mantiene en forma felina acabará por hacerle estallar la cabeza. Y será una muerte muy dolorosa.
El ayudante se echó a reír.
—Y no tiene siete vidas. Qué pena. Me gusta. —El hombre se giró hacia el veterinario—. ¿Por qué no lo castras ya que lo tienes aquí?
—Pues ahora que lo dices, me parece una idea estupenda…
Gruñó cuando el veterinario cogió la tablilla que colgaba de su jaula e hizo una anotación. Le siseó antes de enviarle un mensaje mental:
—Cabrón, como me castres, te arranco las tripas con los dientes.
Fue una tontería hacerlo y lo pagó con creces porque el collar comenzó a estrangularlo y soltó una dolorosa descarga, aunque no fue lo bastante fuerte como para que cambiara de forma.
El veterinario se echó a reír antes de colgar la tablilla en su gancho.
—Tal como estás no sé cómo vas a hacerlo. ¿Se te ocurre algo, bola de pelo?
El ayudante humano chocó los cinco con el veterinario.
—Estoy deseando que Stryker y Paul aparezcan para cargárselo.
Dicho lo cual se fueron entre carcajadas, dejándolo solo con el resto de los animales.
Se abalanzó contra los barrotes de la jaula, pero solo consiguió hacerse daño. ¡A la mierda con todos! ¿Cómo habían conseguido atraparlo de esa manera? ¿Cómo sabían dónde encontrarlo?
Estaba tan tranquilo escondido en las sombras de Pike’s Market, a la espera de que su escudera, Erika, fuera a buscarlo, y de repente esa puta de la minifalda roja lo cogió por detrás y le puso el collar alrededor del cuello antes de que pudiera defenderse o percatarse de sus intenciones. En cuanto tuvo puesto el collar y sus poderes quedaron neutralizados, se encontró indefenso.
La mujer lo envolvió con su chal, lo cogió en brazos y lo llevó hasta un grupo de humanos que le entregaron cincuenta dólares por sus servicios. Los humanos lo dejaron en el refugio de animales de la ciudad.
Y allí se quedaría hasta que le estallara la cabeza por los inhibidores del collar o hasta que se le ocurriera alguna manera de escapar de la jaula sin magia y sin manos.
Sí. Lo llevaba muy crudo. Su única esperanza era que Erika se preocupara al ver que llegaba la noche y seguía sin aparecer.
Un momento, estaba hablando de Erika Thomas. Erika. La chica a la que le encantaba fingir que no tenía que trabajar para él. La que hacía lo imposible para evitarlo y para escaquearse de sus deberes. Tardaría días en darse cuenta de que no estaba en casa.
No, esa mutante se pondría a dar saltos de alegría en cuanto descubriera que un apolita pirado lo había castrado sin que ella se diera cuenta de su ausencia. Después llamaría a sus amigos y se reirían a su costa.
Lo llevo muy crudo, pensó.
Susan suspiró mientras jugueteaba con el medallón de oro que llevaba en el bolso. Era un poco más grande que un dólar de plata y no parecía nada del otro mundo, pero cuando lo ganó, fue como ganar un billón de dólares en la lotería.
Se detuvo a mirarlo mientras los recuerdos afloraban a su mente. Ganó el Premio Sterling al Periodismo de Investigación en la categoría de Política en el año 2000. Esa noche estuvo en lo más alto…
Apretó el medallón y soltó un taco.
—Vende esta cosa en eBay y acaba de una vez.
Pero era incapaz, y se odiaba por ello. Costaba muchísimo desprenderse de un glorioso pasado, a pesar del dolor que le ocasionaba. A lo mejor en aquel entonces no debería haber sido tan pedante. A lo mejor esa era su penitencia.
¡Menuda chorrada! No creía en esas tonterías de la retribución divina. Estaba allí porque había dejado que la engañasen y porque había querido tener más gloria. Ella era la única culpable de todo lo que le había pasado. Había sido una tonta confiada, y pagaría ese error durante el resto de su vida.
En ese momento sonó el móvil.
Agradecida porque la llamada había interrumpido sus morbosas divagaciones, lo cogió.
—Susan Michaels.
—Hola, Sue, soy Angie. ¿Cómo te va? —Su compañera parecía un poco tristona, pero le alegró escuchar una voz amiga.
—Bien —contestó al tiempo que metía el premio en el bolso. Si alguien era capaz de levantarle el ánimo, esa era Angie. Su amiga era una veterinaria vegetariana de lengua viperina, que siempre iba directa al grano y no tenía pelos en la lengua… una cualidad que apreciaba—. ¿Y tú cómo estás?
—A mis anchas.
Puso los ojos en blanco. Angie siempre utilizaba esa expresión para referirse a sí misma, porque estaba un poco regordeta y nunca parecía tener preocupaciones.
—Como siempre…
—Pues sí, más contenta que unas pascuas… Pero no te llamaba por eso. ¿Puedes escaparte un minuto sin que se entere el pirado de tu jefe?
—Sí. ¿Por qué?
—Porque sé algo que creo que te va a interesar.
Sonrió pese a la seriedad de Angie.
—Hugh Jackman se ha divorciado de su mujer, se ha topado con mi foto en un viejo artículo y ha decidido que yo soy su mujer ideal.
Angie soltó una carcajada.
—Joder, llevas demasiado tiempo trabajando en ese periódico. Ahora empiezas a creerte las chorradas que publicas.
—Muy graciosa. ¿Quieres decirme algo importante o me has llamado para escuchar mi voz?
—Es importante, sí. ¿Te acuerdas de las denuncias por desaparición de personas de las que Jimmy lleva hablando un tiempo? ¿Esas que según él están relacionadas?
—Sí, ¿por qué?
—Porque tiene razón.
Se quedó helada al tiempo que la periodista de investigación se apoderaba de ella.
—¿Qué quieres decir?
—No puedo decirte nada más por teléfono, ¿vale? De hecho, te estoy llamando desde una cabina, y no tienes ni idea de lo difícil que es encontrar una hoy en día. Pero no puedo arriesgarme. ¿Puedes venir a mi trabajo dentro de una hora para buscar un gato?
Puso cara de asco y resopló.
—¡Quita, quita! Sabes que les tengo alergia a esos bichos.
—Hazme caso. Los estornudos y el mal rato valdrán la pena. Te espero. —La línea se quedó en silencio.
Colgó mientras imaginaba un millar de posibilidades. El miedo que había oído en la voz de su amiga era muy real. Miedo de verdad, y eso no era normal en Angie. La cosa iba en serio, y su amiga estaba asustada.
Le dio unos golpecitos al móvil con un dedo mientras su mente barajaba un millón de probabilidades, pero al final se quedó con una conclusión: esa extraña llamada podría ser su salvación y su billete de vuelta a la respetabilidad.