CAPÍTULO 11: ALAS DE SANGRE

Hasta la costa más cercana a York, Ivar Lodbrok y un séquito de sus hombres entre los que se hallaba Karl Ljungberg se habían desplazado para despedir al modo vikingo, a los fallecidos Rúrik, Truvor, Sineo y Einar. En lo alto de aquel acantilado en pleno atardecer, el grupo de vikingos observaban con gesto solemne como un par de drakares se iban adentrando hacia la mar brava, cargando en ellos con tesoros y los cadáveres de los caídos Ljungberg.

Los cuerpos de Truvor, Einar y Sineo navegaban en un mismo navío mientras que el cuerpo de Rúrik ocupaba uno para él solo como rey que era.

Cuando los navíos se hubieron alejado lo suficiente, una filera de arqueros disparó sus flechas en llamas, las cuales acabaron clavándose la mayoría de ellas contra la madera de los drakares. Habiendo quedados los navíos prendidos por el fuego de las flechas, éste se empezó a propagar velozmente hasta convertirlos en dos bolas de fuego flotantes. Era tanto el dolor que sentía Karl por la marcha de sus familiares, que casi no podía retener las lágrimas.

—Marchad al Valhalla —farfulló Ivar Lodbrok mirando a los drakares.

Mientras los navíos acababan de desaparecer en las aguas, Ivar y su séquito dieron media vuelta para regresar a la ciudad britana renombrada como Jórvik.

Llegada la noche, Ivar Lodbrok y su séquito fueron a festejar su victoria en la iglesia de la ciudad. La iglesia había sido redecorado interiormente para confortar a los vikingos. Ahora era como un salón. A los antiguos bancos de la iglesia se les había añadido unas mesas para que los vikingos pudieran celebrar sus festines. En el antiguo lugar donde se había hallado el púlpito ahora había un gran trono donde se sentaba el hijo mayor de Ragnar Lodbrok, Ivar, y otros dos donde se estaban sus otros dos hijos, Halfdan y Hubbe. Mientras los dirigentes vikingos de la Casa Ynglings conversaban entre ellos, los soldados comían y bebían hasta hartarse.

En un momento de la celebración, Ivar se alzó de su trono levantando en su mano derecha un cuerno de hidromiel para dar órdenes a sus soldados para que le pararan atención.

—¡Hijos de Odín…! —dijo Ivar con las manos abiertas.

—¡Al fin la ciudad es nuestra! ¡Brindad por Jórvik, la nueva ciudad danesa! —exclamó Ivar, desatando el jolgorio entre los vikingos que había en el salón.

Los soldados al escuchar la proclama del jefe vikingo vitorearon su nombre con gran énfasis mientras hacían chocar sus cervezas.

—¡Viva Jórvik! ¡Viva Ivar! ¡Viva Ivar! —gritaron los vikingos.

El ímpetu con el que sus soldados gritaban su nombre hizo a Ivar romper a reír y beber para celebrarlo. Al finalizar un largo trago, Ivar se dirigió a todo el salón.

—Que traigan las putas. Quiero que todo el mundo folle esta noche —gritó Ivar con gran alegría, ordenando a un grupo de soldados que trajeran a las prisioneras cristianas.

Pasados unos minutos de la orden del jefe vikingo, una veintena de mujeres fueron traídas hasta el interior de la iglesia donde quedaron en manos de los distintos vikingos que ocupaban el salón. Entre el grupo de mujeres llegó Lorette, la antigua criada de Sir Loryan y novia de Sir Dylan. Ella mostraba por entonces una pena desconsolada en su rostro. Habiendo perdido a su amable y atractivo Sir Dylan Smith ya no le quedaba nada por lo que vivir, así en un acto de furia, robó un cuchillo de la mesa y acto seguido se lo clavó en el hombro a uno de los vikingos.

El ataque de la criada rápidamente fue repelido por otro vikingo que la forzó a situarse con sus pechos turgentes sobre la mesa. Inmovilizada en aquella postura, el vikingo le arrancó las telas de la falda y entonces empezó a penetrarla por detrás.

Los vikingos del salón al contemplar la violación levantaron sus jarras de hidromiel en un gesto de celebración.

—¡Siiiiii! —gritó el salón entera al mismo tiempo que el vikingo penetraba a Lorette.

Ante la vista de todos, el vikingo jadeaba con cada acometida de su pene contra el ano de Lorette. Para la criada esos segundos estaban siendo un auténtico infierno. Ella se retorcía por el dolor con lágrimas de rabia en las mejillas.

Cuando el vikingo finalmente eyaculó dentro de Lorette, cogió una daga y entonces acabó clavándola con fuerza contra la cabeza de la criada. La criada al ser apuñalada murió al instante, quedando con su cabeza apoyada sobre la mesa ya que el filo del cuchillo había atravesado su cráneo quedando incrustado en la madera de la mesa.

En aquel momento, una de las mujeres inglesas que estaban sentadas en los regazos de los vikingos, después de ver el asesinato de Lorette, rompió a llorar desconsolada. Ella no fue la única mujer que lloró, sin embargo, las posteriores celebraciones en la sala enmudecieron todo llanto.

Varias horas después de que empezaran los festejos, un heraldo anunció la presencia de un vikingo ilustre.

—Se presenta Karl Ljungberg, hijo de Sineo Ljungberg y sobrino de Rúrik, señor de la Casa Rúrika —anunció un heraldo.

Tras el nombramiento de Karl Ljungberg por parte del heraldo, los vikingos abrieron las puertas de la iglesia permitiendo que el joven Karl Ljungberg se adentrara por el salón. El sobrino del difunto Rúrik se presentó en el salón vistiendo con una coraza con el emblema del fénix y una capa azul. Karl estaba muy nervioso. Con paso tembloroso y la mirada puesta en el suelo, el chico recorrió toda la distancia que le separaba de Ivar Lodbrok y sus hermanos.

Cuando Karl estuvo enfrente del jefe vikingo, éste se alzó del trono abriendo sus brazos de par en par.

—¡Silencio! —gritó Ivar dirigiéndose a todo el salón.

—¡Silencio! —gritó Ivar de nuevo.

En consecuencia del llamamiento del jefe vikingo por guardar silencio, sus soldados dejaron por un momento de conversar permitiendo así el silencio deseado por Ivar Lodbrok. Conseguido el silencio, Ivar tomó la palabra para dirigirse al sobrino de Rúrik.

—Es una pena que hubierais venido antes. Os habéis perdido un gran espectáculo —dijo Ivar con una gran sonrisa en su barba roja.

En respuesta de las palabras de Ivar Lodbrok, los vikingos del salón alzaron sus jarras en un sonoro rugido.

—¡Silencio! —gritó Ivar dirigiéndose a todo el salón.

—¡Silencio! —gritó Ivar de nuevo.

Acto seguido, Ivar desenvainó su espada con gesto solemne y apoyando su espada en la espalda de Karl Ljungberg, dijo:

—Yo, Ivar Lodbrok, rey de la zona danesa en la Britania, duque de París, heredero de Dinamarca y jefe vikingo de la Casa Ynglings, te nombro a ti tras la muerte de mi amado amigo Rúrik como nuevo jefe vikingo de la Casa Rúrika y por tanto, nuevo rey de Rus de Kiev —proclamó Ivar posando su espada sobre la espalda del niño.

—¿Yo rey? —farfulló Karl reaccionando incrédulo y sorprendido a la vez.

Tras la proclama del jefe vikingo, los soldados que ocupaban la sala alzaron sus espadas y hachas entre vítores hacia el joven Karl Ljungberg como gesto de felicidad.

—Ahora quédate hijo. Quiero que veas algo —dijo Ivar dirigiéndose a Karl.

—Sí —asintió Karl.

—¡Traed al rey Aella! —gritó Ivar dirigiéndose a sus soldados.

A raíz de la orden del jefe vikingo de la Casa Ynglings, un par de vikingos abandonaron la iglesia para ir en busca del cautivo. Minutos después éstos mismos vikingos regresaron con un rey Aella maniatado.

En cuanto se produjo la entrada del rey Aella en la iglesia, los vikingos que se aglomeraban por cada rincón empezaron a insultarle, escupirle, y a tirarle manzanas y tomates.

Eran tantos los escupitajos que los vikingos le lanzaban a Aella que cerraba los ojos para que sus ojos no quedaran cubiertos de la saliva. Durante su recorrido por la iglesia, Aella cayó con las rodillas hacia delante debido al golpe de una manzana en su cabeza, pero siendo ayudado por los vikingos pudo continuar caminando.

—Traed el púlpito —ordenó Hubbe a un grupo de vikingos.

Haciendo valer la orden del tercer hijo de Ragnar Lodbrok, inmediatamente, un grupo de vikingos colocaron un púlpito entre medio de los tres tronos y Aella.

—Tendedlo boca abajo —ordenó Ivar.

En consecuencia de aquella nueva orden, los vikingos tendieron al rey Aella sobre el púlpito mirando boca abajo. Estando el rey Aella en aquella posición, Ivar se acercó hasta su hermano Halfdan a quién le entregó una daga.

—Toma. Ahora es tu turno, hermano.

Con la entrega del cuchillo de Ivar a su hermano Halfdan, el segundo sonrió mostrando su boca mellada. Una vez que Halfdan estuvo en posesión del cuchillo se puso pegado a las espaldas de Aella y entonces clavó el cuchillo con sumo cuidado. Al realizar la primera incisión en la blanquecina carne surgió un estrecho rio de sangre, el cual fue aumentando a medida que Halfdan iba avanzando en el progreso del corte. Mientras los vikingos miraban expectantes cómo Halfdan iba serrando la piel como si de un cirujano se tratara, el rey cristiano farfullaba palabras sin sentido totalmente ido por el dolor. Cuando finalmente Halfdan hubo acabado de dibujar un cuadrado con su cuchillo sobre la piel de Aella, tiró de la piel lentamente hasta arrancarla.

—Eso es. Eres un artista —dijo Ivar, mientras observaba con fascinación los trabajos de tortura de su hermano.

Después que Halfdan hubiera arrancado la tira de carne, metió sus manos con mucho cuidado tratando de llegar a los pulmones. Con muchísimo cuidado, Halfdan esquivó otros órganos para llegar a ellos. Al tener los pulmones entre sus manos bombeando aire, de repente, los agarró tirando de ellos con fuerza para acabar sacándolos fuera del cuerpo. Aquella acción realizada por Halfdan provocó que el rey Aella sufriera asfixia mientras su corazón y su cerebro seguían funcionando.

Situados los pulmones sobre la espalda del rey Aella como si de dos alas sangrientas se trataran, sonó una sonora risotada que pronto se propagó por toda la iglesia.

—Mirad todos, le han salido las alas de ángel —dijo Ivar mientras reía fuertemente.

—Muy buena, mi lord —le felicitó un vikingo por su comentario.

Poco después de que las risas retumbaran por todo el salón, el rey Aella murió asfixiado, quedando con su mirada perdida. En aquel momento en el que el cuerpo del rey cristiano quedó inerte, Halfdan le tomó el pulso para comprobar su vida y a continuación, realizó un gesto con su mano corroborando las sospechas de todos.

Satisfecha la ansiada venganza, Ivar y el resto de los vikingos festejaron aquella noche con barriles de cerveza y carne en la plaza de York. Por las calles, algunos vikingos violaban a las mujeres cristianas mientras que otros comían y bebían. Ahora Karl Ljungberg ocupaba un lugar mucho más cercano a Ivar Lodbrok y al resto de sus hermanos del que había ocupado anteriormente. Ivar Lodbrok lo trataba como uno más y parecía que pretendía convertirse en su mentor.

En una de las hogueras que habían sido encendidas en la plaza, Diane Deangeles comía en compañía de Erika Christensen de un jabalí asado. Ellas estaban muy tranquilas, conversando entre cada pedazo que masticaban.

—¿Qué harás a partir de ahora, ahora que todo ha acabado? —preguntó Diane Deangeles dirigiéndose a su amiga Erika.

—Supongo que volveré hacia el sur. Se puede conseguir un buen botín si se piratea por esas aguas —respondió Erika.

—¿Estás segura de volver a esa vida? ¿Y qué ocurre con Hubbe Lodbrok? —preguntó Diane con una sonrisa malévola.

En consecuencia de la pregunta realizada por la vikinga inglesa, Erika agachó la mirada mostrándose muy vergonzosa.

—Hubbe y yo solo somos amigos. Es un hombre muy interesante al que le gusta conversar… —dijo Erika con las mejillas sonrojadas.

—¿Solo amigos? —rio Diane.

—¡Dejad eso! —se quejó Erika entre risas.

La queja de Erika hizo reír momentáneamente a las dos vikingas. Sin embargo, dichas risas se vieron cesadas de repente cuando para su sorpresa fueron amenazadas por cuatro espadas vikingas, posándose contra sus cuellos.

—¿Qué hacéis? —se quejó Erika mostrando su ceño fruncido enfrente de aquellos vikingos.

La reacción airada de la vikinga de piel cobriza provocó una sonrisa retorcida en uno de los vikingos quien tomó la palabra para dirigirse a ella.

—Ivar Lodbrok nos ha dado permiso para tener relaciones con Lady Diane Deangeles. Si tratas de impedirlo esta noche dormirás en el Valhalla —dijo uno de los vikingos.

—¿Ivar Lodbrok? —preguntó Erika mostrando una sonrisa por su rostro.

El vikingo al ver la sonrisa que mostró Erika, sonrió en consecuencia, pero justo después aquella misma sonrisa se tornó en una mueca retorcida. Sin que al vikingo le diera tiempo a reaccionar, Erika le rajó el cuello con una daga. Acto seguido de que la vikinga sorprendiera a todos con aquella acción, se abalanzó contra el resto del grupo de vikingos que pretendían aprovecharse de Diane Deangeles.

En el siguiente movimiento de Erika, ella clavó un hacha contra el hombro de uno de los vikingos y luego se agachó esquivando la espada de otro vikingo. La vikinga Diane al presenciar la lucha de su compañera se puso en pie desenvainando sus dos espadas para ayudarla. Mientras Erika luchaba bravamente contra dos vikingos a la vez, Diane Deangeles los asaltó clavando ambas espadas en cada uno de ellos. Habiendo acabado las vikingas con la vida de todos sus adversarios, Erika se limpió la sangre de aquellos hombres mientras que a su lado, Diane observaba los cadáveres con una expresión de terror.

—¿Estás bien? —preguntó Erika.

—Sí, no me han herido —respondió Diane mientras resoplaba.

—¿Debemos huir? —preguntó Diane.

—No, esos vikingos obraban por su propio interés. No creo que Ivar Lodbrok les haya dado permiso para tal cosa —respondió Erika.

—Te equivocas… —dijo Ivar Lodbrok.

En aquel instante, el jefe vikingo de la Casa Ynglings apareció acompañado por una veintena de sus soldados.

—Capturad a la mujer inglesa. No quiero traidores dentro de mi ejército. Y si la pirata trata de impedirlo, matadla —ordenó Ivar Lodbrok.

Tras la orden de Ivar Lodbrok, los soldados de éste salieron corriendo hacia las dos vikingas. A los tres primeros vikingos en acercarse a Erika, ella fue capaz de combatirlos, pero al recibir la primera herida muy pronto la siguió la siguiente y la siguiente. De tal modo, Erika estuvo luchando hasta caer moribunda. En el suelo, Erika pudo ver antes de morir como los vikingos atrapaban a Diane con vida y se la llevaban para violarla en grupo.

—Lo siento… —dijo Erika retorciéndose de dolor en el suelo.

En aquel momento en que la vikinga de piel cobriza agonizaba viendo la perdición para su amiga, un vikingo se detuvo en su espalda alzando entre sus dos manos un hacha afilada.

—Que te jodan, puta —sentenció el vikingo dirigiéndose a Erika.

Acto seguido, el vikingo golpeó con el hacha en la cabeza de Erika esparciendo sus sesos por todo el suelo.

A un lado apartado de donde se hallaba el cadáver de Erika Christensen, el dirigente vikingo Hubbe Lodbrok permanecía inmóvil observando dicho cadáver con una expresión de incredulidad. Estaba temblando e incluso farfullaba palabras en contra de su hermano mayor. Hubbe había podido conocer a Erika durante la campaña en la Britania, así que había creado con ella cierta amistad. Por ello, su injusta muerte lo había vuelto completamente loco.

Pasados unos segundos de que Hubbe estuviera observando el cadáver de la vikinga, desenvainó su espada y entonces empezó a caminar por la plaza de York en busca de su hermano Ivar.

En cada uno de los pasos que Hubbe fue dando, iba lanzando miradas para ver si se encontraba con Ivar. En primer lugar se encontró con Diane siendo violada por un grupo de vikingos. En segundo lugar se encontró con su hermano Halfdan, quien estaba ocupado tomando a otra mujer cristiana. En tercer lugar se encontró con Karl Ljungberg, quien estaba cenando con un grupo de vikingos de la Casa Rúrika. Y por último lugar, se encontró con Ivar de pie ante una hoguera.

Hubbe al encontrarse con su hermano Ivar, éste último le sonrió mostrándose levemente preocupado del porqué de la presencia de su hermano frente a él. Sabía que Hubbe podía tener algún sentimiento de venganza por la muerte de Erika.

—Hermano… yo —farfulló Ivar mirando fijamente a los ojos de su hermano Hubbe con una expresión de súplica en el rostro.

Pese a las palabras de Ivar, Hubbe no dijo nada y con gesto rabioso empuñó su espada contra su propio hermano. Ivar al ver cómo su hermano se preparaba para asesinarlo se quedó paralizado. No dijo nada ni siquiera para pedir clemencia por su vida.

Durante unos segundos, Hubbe estuvo rozando su espada contra la amplia barriga de su hermano mayor planteándose cuando acabar clavando el filo, pero finalmente no hizo tal cosa y envainó su espada entre lágrimas. Una vez que Hubbe hubo guardado su espada, Ivar abrazó a su hermano fuertemente quedando unido a él mientras ambos lloraban entre el fuego de las hogueras y la oscuridad de la noche.

—Lo siento, hermano. Lo siento mucho —farfulló Ivar con lágrimas en las mejillas mientras abrazaba a un Hubbe desconsolado por la pérdida de Erika.