CAPITULO 9: EL CABALLERO DE LAS DOS CARAS

En medio de la sala real del castillo de York, el joven Karl Ljungberg estaba atemorizado ante la presencia del capitán de la Northumbria. Karl era muy valiente pero pese a ello, en aquellos instantes sentía un gran miedo por enfrentarse con aquel oponente de yelmo bicéfalo. Para respiro del muchacho, Sir Loryan después de permanecer durante unos segundos en pie con su espada en mano, se volvió para sentarse en el trono rechazando de aquel modo el combate.

—Márchate, mocoso. No es a ti a quien espero —dijo Sir Loryan.

—Márchate, no pienso darte el honor de luchar conmigo —añadió Sir Loryan desde el trono real.

Poco después de que Sir Loryan se dirigiera a Karl con aquellas palabras, hasta la sala real llegó Einar Ljungberg. El arquero de la Casa Rúrika también llegó en solitario así que la sala real pasó a estar ocupada con tres personas.

Esta vez con la llegada de Einar, Sir Loryan sonrió en el interior de su yelmo mostrándose satisfecho de su nuevo oponente.

—Esto está mejor —farfulló Sir Loryan para sí mismo.

—Pero de todas maneras no es rival para mí —añadió.

Einar, que había escuchado el comentario del caballero del yelmo bicéfalo, acto seguido sonrió divertido y entonces se dirigió a él.

—Espero que sea así por tu bien porque el castillo lo hemos tomado por completo.

En aquel momento tras las espaldas de Karl y Einar se produjo la llegada del resto de vikingos a la sala real. Con Rúrik en cabeza, cuarenta vikingos se plantaron en la sala real del castillo quedándose en pie encarados con Sir Loryan de Graves.

—Te he dicho que no te separaras del grupo —dijo Rúrik dirigiéndose a su sobrino Karl.

Karl tras escuchar la reprimenda de su tío, retrocedió para reunirse con el grupo de vikingos. Rúrik había llegado a la sala real con todo su cuerpo manchado de sangre. En cuanto el jefe vikingo se hubo dirigido a su sobrino, caminó por la sala real sin mostrar ningún tipo de miedo hacia el caballero que se sentaba en el trono.

—Al fin llegas… —dijo Sir Loryan.

—¿Te conozco? —preguntó Rúrik, sorprendido.

—Sí… —asintió Sir Loryan mientras se quitaba su yelmo.

Cuando el caballero de la melena blanquecina dejó ver su rostro, Rúrik tragó saliva y luego respiró hondo. Reconoció en el capitán del ejército cristiano a Styrmir Hardrade.

—Styrmir. Traidor… —farfulló Rúrik, adoptando una expresión de asco.

—¿Traidor? Yo solo soy fiel a mi espada. Si luché por el rey Ragnar fue por el oro que prometían sus campañas. Nada más… —dijo Sir Loryan.

—Ningún rey de este mundo merece mi sumisión, y si hay alguno ése es el rey de los cielos. Dios —sentenció Sir Loryan con una expresión seria en su rostro.

—¿Ahora crees en otros dioses? —preguntó Rúrik tras soltar una carcajada llena de incredulidad.

—Maldito bastardo. Además de ser una rata sin honor. Estás como una puta cabra… —dijo Rúrik escupiendo al final de sus palabras.

El modo con el que Rúrik se dirigió a su viejo compañero de ejército provocó que los vikingos que estaban situados en sus espaldas rieran divertidos. Pese a las risas, Sir Loryan se mostró inalterable.

—Ya no soy el hombre que fui antes. Styrmir Hardrade murió hace tiempo. Ahora soy Sir Loryan de Graves. Soy un hombre totalmente distinto —dijo Sir Loryan mirando al jefe vikingo, con una expresión relajada.

—Para mí tú siempre serás «el amante de los niños» —dijo Rúrik con una sonrisa retorcida.

Aquellas palabras del jefe vikingo tuvieron su efecto en su antiguo compañero. Acto seguido, Sir Loryan mordiéndose el labio de la rabia se recolocó el yelmo de las dos caras y luego se puso en pie para bajar por las escaleras de la sala real. Una vez enfrente de Rúrik, Sir Loryan apretó los dientes medio enloquecido.

—Serás hipócrita. ¿Quién te crees que eres para juzgarme?, ¿acaso tú has sido mejor que yo?, ¿acaso tú no has matado nunca a niños a sangre fría? —preguntó Sir Loryan, furioso.

—Yo también lo hice… —respondió Rúrik sin borrar su sonrisa de su rostro.

La respuesta del jefe vikingo hizo que el caballero cristiano sonriera satisfecho.

—Pero nunca disfruté al hacerlo… en cambio tú, si —sentenció Rúrik, provocando que Sir Loryan volviera a fruncir su ceño.

—Qué fácil es mentirse a uno mismo. La única diferencia que hay entre tú y yo es cero. Tarde o temprano los dos acabaremos en el infierno y tú lo sabes.

Rúrik rio y entonces explotó de furia lanzándose en un feroz ataque.

—¡Pero tú irás primero! —exclamó Rúrik, lanzándose al ataque con una doble estocada de sus dos espadas.

El veloz ataque que lanzó Rúrik fue detenido por Sir Loryan, quien tuvo que saltar hacia un lado para no ser aplastado y cortado por las espadas «Roca-tormento» y «Agonía». El jefe vikingo tras lanzar su primer ataque se giró para iniciar un nuevo ataque. Realizando un primer tajo con la espada que sujetaba con la mano derecha y un segundo con la mano de la izquierda, Sir Loryan se vio obligado a anteponer su espada para desviar ambas acometidas. Tras aquellos ataques se produjo un nuevo ataque de Rúrik, el cual fue repelido en esta ocasión por un rápido tajo realizado por Sir Loryan. El movimiento realizado por el capitán del ejército de la Northumbria dejó un destello de luz creado por su espada «Luz de luna».

—Ese cristiano también es muy buen guerrero —farfulló Karl con una expresión de asombro.

En el combate que mantenían Sir Loryan y Rúrik, ambos se detuvieron por unos segundos para recobrar el aliento.

—Tus ataques no tienen ningún sentido. Sólo aplicas tu fuerza. Nada de cerebro —dijo Sir Loryan dirigiéndose a Rúrik.

—Y tú solo te defiendes… —respondió Rúrik mientras jadeaba por el esfuerzo.

En reacción a las palabras del jefe vikingo, Sir Loryan esbozó una sonrisa por su rostro.

—Tan maleducado como siempre… —dijo Sir Loryan.

—Finalmente, sabremos quién es el más fuerte —dijo Sir Loryan con una sonrisa malévola mientras caminaba lentamente sobre el suelo de piedra.

—Quizá no te guste saber la respuesta —respondió Rúrik con una mirada cargada de decisión.

Justo después de decir aquellas palabras, ambos guerreros corrieron el uno contra el otro lanzándose tajos con sus espadas. Al mismo tiempo que se desarrollaba el combate entre Rúrik y Sir Loryan, en otra cámara del castillo el señor de la Casa de Elmet estaba preparando una gran cantidad de pólvora para hacer explotar el castillo y acabar así con la vida de los invasores. La cara de Sir Frank Smith reflejaba la cara de un hombre que había perdido la cordura. Entre cada cartucho de pólvora que iba amontonando no paraba de repetir las mismas palabras.

—No se quedarán con mi oro. No se quedarán con mi oro…

Una vez que el noble de la Northumbria hubo amontonado suficiente cantidad de pólvora, cogió una vela de la pared que había en los soportes y entonces la posó sobre la pólvora. La explosión que se produjo fue casi instantánea. Sir Frank Smith salió volando hacia atrás con su cuerpo completamente carbonizado y desmembrado al mismo tiempo que las rocas del castillo se venían abajo en una gran polvareda.

Regresando a la sala real en aquel instante de la explosión, tanto Sir Loryan como Rúrik se detuvieron en su combate observando atónitos como el castillo empezaba a desmenuzarse por todas partes. De repente, una roca del tamaño de una vaca cayó entre medio de ellos dos y poco después cayeron otras cuatro seguidas.

—¡Tenemos que huir! —gritó Sineo desde uno de los lados de la sala.

—¡El techo se viene abajo! —gritó otro de los vikingos.

Rúrik al oír los comentarios de sus hombres se volvió hacia a ellos para hablar.

—Huid vosotros, yo me quedo aquí hasta que acabe el combate. Tengo un asunto pendiente con este miserable —dijo Rúrik a sus soldados.

Los vikingos tras recibir las órdenes del poderoso guerrero huyeron de la sala salvo sus parientes, Sineo, Karl y Einar. Ellos se negaban a dejarlo ahí mientras el castillo se venía abajo.

—Pero tío… —se quejó Karl.

—¡He dicho que os vayáis! —gritó Rúrik con voz furiosa.

La voz del jefe vikingo hizo que Sineo asintiera con la cabeza y que tirara de los dos jóvenes guerreros que lo acompañaban para sacarlos de aquella lluvia de piedras.

—¡Ya habéis oído a vuestro rey. Corred si queréis salvar la vida! —gritó Sineo a su hijo y a su sobrino.

Con el grito airado del horondo vikingo, los dos muchachos se volvieron para mirar a su tío con gesto apenado y finalmente acabaron saliendo por el mismo camino por el que habían huido los otros vikingos. Cuando definitivamente hubieron marchado de la sala del rey Aella, Rúrik se volvió hacia su adversario con una sonrisa, realizando un primer tajo con su espada «Roca-tormento» y un segundo con su espada «Agonía».

—¡Esto no ha acabado! —gritó Rúrik.

Mientras los dos poderosos guerreros continuaban luchando en pleno derrumbamiento del castillo, los tres miembros de la familia Ljungberg que habían huido, corrían apresuradamente por los pasillos. Cerca de sus pies iban impactando piedras continuamente sin llegar a herirlos.

—Por aquí —gritó Einar indicando el camino.

—Sí —asintió Karl.

En aquella huida, Einar era el más rápido de los tres, por detrás le seguía Karl y más atrás Sineo. El horondo vikingo corría tanto como podía pero cada vez estaba más alejado con referencia a los dos jóvenes.

Llegado a la mitad del trayecto que conducía a la salida, una montaña de rocas se derrumbó por delante de los jóvenes guerreros bloqueándoles el camino. Einar al ver que tendría que tomar otro camino se detuvo en su carrera para buscar con su mirada otra vía de escape.

—¡Por aquí, seguidme! —gritó Einar a sus parientes.

Pero antes de que Einar pudiera dar un solo paso más, fue sepultado por una inmensa roca que le provocó una espantosa muerte.

Karl al presenciar la muerte de su primo se quedó en estado de shock. De repente, no podía hacer nada, salvo lamentar la muerte de su primo. Por unos segundos, Karl se quedó sin respiración y totalmente inmóvil, a pesar de que a su alrededor se continuaba produciendo el derrumbamiento del castillo.

El padre de Karl, Sineo, al percatarse del estado de su hijo, corrió desesperado hacia él dándole un fuerte empujón acompañado por un grito.

—¡Corre idiota! ¡Corre! —gritó Sineo desgañitándose por la intensidad de sus gritos.

El grito de parte de Sineo hizo que su hijo Karl despertara de su ensoñación y se girase para mirar a su padre. El cruce de miradas que tuvieron padre e hijo solo duró un segundo y no se dijeron nada, pero para ambos fue una despedida. Acto seguido, Karl empezó a correr a la máxima velocidad que daban sus piernas. Correr de aquel modo le permitió desaparecer de la vista de su padre.

Mientras Karl corría por salvar la vida, le fueron cayendo por sus mejillas unas lágrimas. Él sabía perfectamente del sacrificio que acababa de hacer su padre por salvarle ya que él era demasiado lento para escapar.

En la huida en solitario de Karl, el muchacho de trece años no tardó mucho en llegar al patio de armas donde una mano desconocida le levantó por las espaldas para sacarlo de allí. Aquella mano fue la de un vikingo que iba montado a caballo, y con el que terminó por salir del castillo.

Por fin ya a salvo, el vikingo detuvo su caballo para mirar el desenlace del castillo. Ante sus ojos, Karl rompió a llorar observando como el castillo acababa de convertirse en un enorme montículo de runa con su padre y su tío a dentro.

—¡Noooooo! —gritó Karl, desconsolado.

Mostrándose comprensivo con el dolor que sentía Karl, el vikingo guardó silencio por unos largos segundos. Él sabía que ninguna palabra que se le dijese podía hacer que Karl parara de llorar.

A todo esto, Hubbe Lodbrok hizo acto de presencia cerca de ellos montado en su caballo.

—Lo siento por ti… —dijo Hubbe a Karl.

—¿Has perdido a alguien importante, chico? —preguntó Hubbe a Karl.

Pese a la pregunta realizada por el dirigente vikingo, el joven Karl se mantuvo en silencio observando con sus mejillas cubiertas de lágrimas, la polvareda que se había levantado causada por el derrumbamiento del castillo.

—Acaba de perder a su padre. El poderoso Rúrik también ha caído —respondió el vikingo por Karl.

La respuesta del vikingo sorprendió al tercer hijo de Ragnar Lodbrok quien no esperaba tal desenlace para el jefe vikingo de la Casa Rúrika.

—¿Es eso cierto? —preguntó Hubbe con voz en grito.

—Estaba luchando con un adversario cuando el castillo empezó a derrumbarse —dijo Karl con unas grandes lágrimas en los ojos.

—¿Estaba luchando?, ¿y por qué no huyó? —preguntó Hubbe, intrigado.

—Quería morir luchando. Ahora estará en Valhalla como todo guerrero y mi padre estará con él —farfulló Karl con la mirada fija en la montaña de escombros en la que se había convertido el castillo de York.

Hubbe sonrió y a continuación dijo.

—Que no te quepa duda, chico. Cuando llegue la noche quiero que te reúnas con mis hermanos y conmigo. Eres el único dirigente que queda con vida de la Casa Rúrika. Hay un ejército en tus manos…

—No soy el último. Run está con vida… —respondió Karl.

—Según dicen pero no estamos seguro de que sea cierto. De igual modo, ahora tú eres quien está aquí —sentenció Hubbe, clavando las espuelas en los costados de su caballo.

Unos minutos después de que Hubbe Lodbrok y Karl Ljungberg mantuvieran dicha conversación, una veintena de vikingos se acercaron a las runas del castillo para recuperar los cuerpos de los fallecidos Rúrik, Einar y Sineo. Mientras se llevaban a cabo tales tareas por los vikingos, Ivar Lodbrok permanecía montado a caballo en la plaza de la ciudad. Por aquel entonces, el jefe vikingo de la Casa Ynglings estaba acompañado por la vikinga Diane Deangeles.

Diane Deangeles era una mujer de diecinueve años. Aquella vikinga medía un metro setenta y dos centímetros de estatura y tenía un cuerpo esbelto, con unos pechos llenos, una cintura de avispa y unas piernas largas. Diane era muy hermosa. Tenía una melena lisa de cabello rubio arenoso que le llegaba hasta la altura de los pechos. La forma de su cara era triangular. Su rostro mostraba unos ojos globulosos de color azul cielo, una nariz pequeña y redonda, una boca de labios gruesos y un mentón angosto. A lo que se refería a su vestimenta, Diane vestía con una coraza como las demás vikingas pero, de cintura para abajo, vestía una falda. De su espalda sobresalían las empuñaduras de dos espadas.

La vikinga debido a su origen inglés hacía de guía por la ciudad al jefe vikingo Ivar. El resto de los soldados de Ivar Lodbrok se ocupaban de buscar el paradero del rey cristiano. Encontrar al rey Aella era la única idea que tenían en la cabeza. No obstante, Ivar Lodbrok había prometido cien monedas de oro para el soldado que lo encontrase y se lo trajese vivo.

Con el paso de los minutos por la ciudad de York, el jefe vikingo Ivar se fue poniendo cada vez más nervioso. Parecía que el rey Aella se lo había comido la tierra. No había ni rastro de él y ya muchos pensaban que había huido hacía días. La desesperación de Ivar por encontrar a su enemigo hizo que se le ocurriera una idea a quién trasmitió a los aldeanos de York.

—Escuchadme cristianos…

—Prometo que perdonaré la vida a quién encuentre el rey de York. Os doy mi palabra de vikingo —dijo Ivar desde lo alto de su corcel.

El llamamiento del jefe vikingo creó un murmullo entre los aldeanos. En primer lugar se mostraron inseguros, pero poco a poco se fueron mostrando a favor de la propuesta. Lanzados en una ansiosa búsqueda por su monarca, los aldeanos levantaron cada piedra de York en busca de su rey. La vida bien les valía la vergüenza de la traición.

Finalmente, después de que fueran removidos burdeles, pozos y casas, el rey Aella fue descubierto entre el cargamento de un carruaje. Fue un niño cristiano quien le descubrió ante los vikingos.

Cuando los vikingos vieron que había un hombre oculto en uno de los carruajes, lo sacaron de los brazos y a continuación lo pusieron con la cara pegada al suelo. La noticia del encuentro del rey Aella no tardó mucho en llegar hasta los oídos de Ivar quien con paso renqueante se detuvo ante él.

—¿Es él? —preguntó Ivar dirigiéndose a uno de los aldeanos.

—Sí, una vez lo vi cuando circulaba por las calles con su guardia —respondió el niño.

Con la respuesta del niño, Ivar Lodbrok sonrió mirando a continuación la madre de tal niño.

—¿Dice mentiras alguna vez? —preguntó Ivar.

—Nunca, señor —respondió la madre.

La respuesta de aquella aldeana de York provocó que por el rostro de Ivar apareciera una sonrisa aún mayor de la que ya mostraba.

—Entregad al niño y a su familia un par de caballos. Olvidad cualquier impedimento para ellos. Son libres de marchar con paz —ordenó Ivar a sus soldados.

—Muchas gracias, señor. Sois muy generoso —dijo la madre haciendo una reverencia enfrente del vikingo.

Habiendo sido agradecido el gesto, un par de vikingos entregaron los caballos a la familia inglesa permitiéndoles marchar en paz. Una vez que Ivar se quedó a solas con el rey Aella, se puso en cuclillas para hablar con mayor cercanía con el asesino de su padre. Tirándole de los pelos le dijo:

—Con que al final te tengo, ¿eh? —dijo Ivar con una sonrisa malévola.

—¿Cómo quieres morir? —preguntó.

—Chúpame los huevos, cabrón. Todavía me estoy riendo de cuando tu padre intentó conquistar York con solo dos barcos —respondió Aella.

Pese a las provocaciones del rey Aella, Ivar rio complacido.

—¿Sabes? Te ha atrapado un tullido —respondió Ivar entre risas.

—No eres nada y pronto te lo voy a demostrar —sentenció Ivar con una sonrisa divertida.

La amenaza del jefe vikingo de la Casa Ynglings hizo que el rostro del rey Aella fuera invadido por el terror. Con la ayuda de tres de sus soldados, Ivar se puso en pie desde donde dio una nueva orden a sus hombres.

—Atadlo y llevadlo a la iglesia. Allí se le procederá su castigo —ordenó Ivar.

Dadas dichas órdenes un par de vikingos levantaron de malas maneras a Aella para maniatarlo. Mientras Ivar observaba con gesto satisfecho el sufrimiento de su captura, de repente un vikingo de la Casa Rúrika se le acercó para darle las recientes malas noticias.

—Señor, tengo terribles noticias para vos… —dijo el vikingo.

—¿Qué ocurre? —preguntó Ivar, sorprendido.

—El señor de la Casa Rúrika ha fallecido en batalla —respondió el vikingo.

—¿Qué?…

—Eso es imposible…

—Rúrik es un dios de la guerra. No existe un guerrero que pueda vencerlo —sentenció Ivar con el ceño fruncido.

—Lo sé señor, pero ha muerto. El castillo se ha venido abajo cuando él estaba dentro. También han muerto Sineo Ljungberg, Einar Ljungberg y Truvor Ljungberg. Ahora solo queda el muchacho, Karl —dijo el vikingo con gesto abatido.

Las palabras del vikingo resultaron como una bomba para Ivar Lodbrok. No podía creer lo que acababa de oír. Aturdido por la noticia dio un paso hacia atrás y entonces cayó de culo. Los soldados que se encontraban cerca de él, al verlo en el suelo marcharon hacia él para levantarlo entre todos.

—Rúrik… Rúrik. Maldito… —farfulló Ivar con la mirada perdida.

—¿Cómo te has atrevido a morir antes que yo?… —añadió.

—Rúrik… Rúrik. Maldito…