A primera hora de la mañana siguiente, la ciudad York se levantó siendo un mar de calma. En aquellas horas del día el cielo se veía despejado y el sol brillaba, apenas había ciudadanos por las calles, salvo unos pocos que habían sido más madrugadores. En la casa donde se hospedaba Sir Dylan en la ciudad de York, la puerta se abrió de repente dejando paso al caballero de cabellos castaños quien por aquel entonces se despedía cariñosamente de Lorette. Como dos enamorados, la pareja se estaba besando mientras hacían comentarios.
—Que tengas un buen día, mi señor —dijo Lorette con sus mejillas sonrojadas.
—Lo mismo digo, mi señora —respondió Sir Dylan con una tierna sonrisa.
—¿No me vas a dar un último beso? —preguntó Sir Dylan dirigiéndose a Lorette.
—¿Quieres un beso azucarado, hoyuelos? —preguntó Lorette haciendo morritos a Sir Dylan.
—¿Sabes que estás hablando con el teniente del ejército de la Northumbria? Podría hacer que te azotaran por ello… —respondió Sir Loryan con una sonrisa picarona.
—¿Más azotes después de lo de esta noche? —preguntó Lorette, divertida.
Mientras la pareja adolescente jugueteaba y se besaba, un niño de no más de tres años se acercó a ellos persiguiendo una pelota hecha de pedazos de tela. En un principio, Sir Dylan ignoró al niño pero finalmente fijó su atención en el niño haciendo que Lorette se diera cuenta de que él la estaba besando con los ojos abiertos.
—Eh, cerrad los ojos —se quejó Lorette.
Las quejas de la criada hicieron que Sir Dylan reaccionara con una risilla. Por aquel entonces, todo parecía ser ordinario, pero de repente, Sir Dylan miró hacia la lejanía observando para su espanto como una gran roca iba sobrevolando los muros de York en dirección al niño que estaba mirando.
—¡Joder! —gritó Sir Dylan, al mismo tiempo que empujaba a Lorette hacia el interior de la casa.
Acto seguido de que Sir Dylan apartara a su novia, salió corriendo hacia el niño y de un gran salto llegó hasta él para sacarlo del objetivo de la roca. Justo a un metro de ellos la roca lanzada desde el exterior se estampó en la calle sin dar en nadie.
—Ha estado cerca —farfulló Sir Dylan con gesto aliviado.
—¡Eres un jodido héroe! —gritó Lorette emocionada de pie en la puerta de la casa.
—De verdad que lo eres —añadió Lorette, sorprendida y emocionada.
—¿Puedes ocuparte de él? —preguntó Sir Dylan dirigiéndose a Lorette, con su mirada puesta en el niño que lloraba entre sus brazos.
En esos mismos instantes, en el exterior de la ciudad de York, el ejército vikingo se había congregado en la periferia del rio desde donde habían iniciado el lanzamiento de rocas desde sus catapultas. Aquella roca que había caído en medio de la ciudad de York no había sido nada más que el primer aviso.
La ciudad de York estaba rodeada por un rio que proporcionaba una barrera de protección extra a la ciudad. Anteriormente, la ciudad había contado de puentes que conectaban la ciudad por tierra, sin embargo, aquellos puentes habían sido destruidos por los propios cristianos para proteger su ciudad. Por tal motivo, la forma más fácil de atacar la ciudad era el ataque desde las catapultas.
En aquella zona del rio, varios grupos de vikingos iban levantando las pesadas piedras para luego colocarlas encima de las catapultas y poder realizar nuevos lanzamiento sobre la ciudad. Sineo y muchos otros vikingos con gran fuerza se ocupaban de levantar las pesadas rocas. Cada vez que el jefe vikingo Ivar Lodbrok hacía una seña, los lanzadores de catapultas hacían volar decenas de rocas contra York. Algunas de las rocas que iban volando hacia York, terminaban chocando contra los muros y casas de la ciudad, logrando todas ellas un daño terrible.
Mientras los vikingos se dedicaban a hacer añicos los muros y todo aquello que las rocas tocaran, en el interior de York el caos se había desatado por sus calles. En consecuencia de aquel desastre, el populacho corría de lado a lado tratando de no morir aplastado al mismo tiempo que los bandidos aprovechaban el tiempo para saquear a sus propios vecinos y violar a las mujeres. La ciudad de York se había vuelto completamente loca.
En aquellos momentos la situación del castillo no era muy distinta a la que se vivía en la calle. En el castillo todos corrían de lado a lado por tal de encontrar un escondite donde ocultarse de la llegada de los vikingos. El rey Aella parecía haber encontrado el suyo ya que desde la primera hora de la mañana nadie le había visto y ni siquiera sabían dónde estaba.
Con respecto a Sir Dylan de Elmet, él se encontraba por aquel entonces en el centro del patio de armas del castillo dando órdenes a diestro y siniestro a todo aquel que alcanzara su vista. El caballero se estaba desgañitando con cada grito que daba.
—¡Quiero toda la almena sur cubierta de arqueros!, ¡Vamos! —gritó Sir Dylan a uno de los arqueros jefes.
—¡Si, señor! —asintió el arquero jefe.
Habiendo marchado el arquero jefe hacia su posición, Sir Dylan se dirigió a un criado que pasaba por allí a quién también le ordenó.
—Tú, detente. Quiero que avises a todos los criados del castillo para que lleven aceite hirviendo a las almenas.
—Sí señor. Ahora mismo —asintió el criado, retomando su carrera acto seguido.
Tras salir corriendo aquel criado, Sir Dylan tosió fuertemente con la mano en la boca.
—Cof, cof, cof, cof.
—Esta mierda empeora… ¿Dónde estará él? —se quejó Sir Dylan con los bordes de sus labios manchados de sangre.
En otra cámara del castillo, el capitán de los ejércitos cristianos de la Northumbria, Sir Loryan, estaba de rodillas rezándole a una cruz con una figura de Jesucristo clavado. La cruz a la que rezaba el caballero de melena blanquecina era igual a la que llevaba bordada en la capa que lucía a su espalda.
—Dios… —susurró Sir Loryan.
—Nunca creí en ti. Solo lo hacía porque ella sí lo hacía, pero te la llevaste. Ni siquiera me dejaste despedirme ya que yo estaba inconsciente cuando ella murió…
—¿Por qué me dejaste vivir?
—¿Por qué no me mató aquel muchacho musulmán y viví para pasar por esto? —se quejó.
Como era normal, Sir Loryan no recibió respuesta alguna de la figura de Jesucristo que había en la cruz, así que se la quedó mirando igualmente.
—¿Vos queréis mi espada?
—Vos queréis que luche en vuestro nombre, ¿no es así?
—Tú eres como todos los reyes —sentenció Sir Loryan.
De un manotazo, Sir Loryan se arrancó el cabestrillo que le impedía mover el brazo derecho y entonces se irguió colocando sobre su cabeza su espeluznante yelmo de dos caras. Por alguna razón, las dos caras que lucían la parte delantera del yelmo parecían estar enfadadas en vez de una sonriente y la otra apenada que era el modo de cómo solían estar.
Regresando a lo que ocurría en los muros de York, el asedio había dado un paso hacia delante. Rúrik, como solía ser habitual en él, comandaba la primera línea de ataque. Él y muchos otros vikingos habían conseguido cruzar el río que rodeaba toda la ciudad uniendo el puente que los cristianos habían destruido con un puente hecho de cuerdas. Era un puente estrecho e inestable, pero lo suficiente resistente para que los vikingos pudieran plantarse enfrente de los muros.
Con la llegada de los primeros vikingos al otro lado del rio, éstos empezaron a lanzar sus cuerdas para intentar escalar el muro, pero pronto fueron sorprendidos por las flechas de una veintena de arqueros. Desde las almenas uno de los arqueros acertó de pleno en el cuello de Truvor Ljungberg cuando intentaba cruzar el río. El hombre de cabello y barba rubia no pudo hacer nada. Al tener la flecha atravesándole el cuello se volvió para mirar hacia atrás y finalmente cayó al río donde fue arrastrado por la fuerte corriente. Su hijo y su sobrino fueron espectadores de su muerte.
En reacción a la muerte de Truvor, su hijo Einar gritó de furia con lágrimas en los ojos, estando acompañado de Karl, quien empezó a llorar como un niño. En la zona de tierra pegada al muro, Rúrik, que precisamente había recibido una flecha en su hombro, acto seguido mandó una orden.
—¡Unid escudos! —gritó Rúrik.
En consecuencia de la orden, una decena de vikingos se unieron formando un caparazón. Mientras los vikingos trataban de protegerse una centena de flechas se fueron clavando contra la madera de los escudos.
—¡Traed el ariete! —gritó Rúrik a los vikingos del otro lado del río.
Mientras aquel grupo de vikingos continuaba protegiéndose de los arqueros, otra parte del muro se vino abajo debido al repetido impacto de las rocas lanzadas por las catapultas vikingas. La destrucción de aquella parte del muro supuso que los arqueros que estaban en la almena cayeran al rio entre las rocas. Sir Dylan que estaba cerca de allí vio ante sus pies como la almena crujía y se venía abajo, pero cuando estuvo a punto de caer un arquero le salvó la vida agarrándole de uno de sus guanteletes.
—Ya te tengo —dijo el arquero, mientras lo sujetaba con firmeza para no dejarlo caer al río.
—Gracias… —farfulló Sir Dylan sin apenas voz.
La ayuda que el arquero brindó a Sir Dylan, le sirvió a éste para recuperar el pie en la almena y poder continuar con vida. Recobrado el aliento, el heredero de Elmet asomó la cabeza fuera del muro viendo la aterradora presencia de todo el ejército vikingo.
El río estaba siendo atravesado por un inagotable número de vikingos con Rúrik a la cabeza, mientras que al mismo tiempo otros vikingos disparaban las catapultas, las lanzas y flechas a miles. De entre aquel último grupo destacaba Einar y la precisión de su arco. Con lágrimas en los ojos por la reciente muerte de su padre, Einar estaba asesinando a todos los arqueros de la almena. De forma rítmica, el bello muchacho iba sacando una flecha de su carcaj para luego dispararla con un brutal acierto. Una de aquellas flechas estuvo a punto de clavarse en la cabeza de Sir Dylan cuando miraba hacia el exterior, sin embargo, acabó clavándose en el arquero que le había salvado de caer al rio. Ver la muerte de aquel hombre hizo que Sir Dylan de Elmet se resguardara contra una de las rocas de la almena sufriendo un ataque de pánico. Tratando de coger un poco de aire, Sir Dylan se quitó el casco y luego lo tiró sobre el suelo de la almena.
—Maldito cabrón… —dijo Sir Dylan con gran ira.
—¡Deja de disparar, cabrón! —ordenó Sir Dylan en voz en grito.
En aquel momento por la cara de Sir Dylan corrían unos grandes sudores y su piel estaba más pálida de lo normal.
—¿Dónde estás? —preguntó Sir Dylan con una expresión ida.
—¿Dónde estás? —gritó Sir Dylan a pleno pulmón.
El grito desesperado del teniente de la Northumbria, atrajo la atención de varios de los arqueros de la almena, quienes se acercaron a él para recibir nuevas órdenes.
—Señor, nos estamos quedando sin aceite y los arqueros cada vez son menos. ¿Qué debemos hacer?
Pese a la pregunta realizada por el arquero, Sir Dylan le ignoró mostrando una actitud desconcertante.
—¿Dónde estás? —farfulló Sir Dylan con gesto ido y el rostro cada vez más pálido.
De repente, Sir Dylan tosió un par de veces y tras soltar una sonrisa agachó la cabeza mostrándose muy aturdido.
—¿Dónde estás? —farfulló Sir Dylan.
Habiendo dicho eso, Sir Dylan dio varios pasos hacia el frente y finalmente, se cayó sin vida en el suelo de roca de la almena. Los soldados que protegían dicha zona de la almena, cuando vieron desfallecer a su superior de aquel modo salieron corriendo hacia él para intentar reanimarle. Uno de los arqueros le tomó el pulso, pero la noticia no pudo ser peor. Sir Dylan Smith acababa de morir.
—Dios, está muerto —se lamentó otro de los arqueros al no encontrar vida en el cuerpo de su superior.
—Oh, dios esto es terrible. ¿Qué le ha ocurrido? ¿Le han dado? —preguntó un arquero.
—No, no le han dado. Está intacto —respondió otro de los arqueros.
Regresando a lo qué ocurría en el castillo, por aquel entonces, el interior de la sala real estaba en calma. No estaba el rey ni tampoco ninguno de sus aliados. Solo Sir Loryan de Graves. Él esperaba sentado en el trono real de York, ataviado con toda su parafernalia militar en la que también se incluía su espeluznante yelmo de dos caras. Entre los dedos metálicos de sus guanteletes sostenía con firmeza la espada «Luz de luna» en un claro gesto desafiante. Aquella soledad en la sala real había creado un silencio, el cuál fue roto por una fuerte tos que le entró haciéndole escupir sangre sobre la palma de su guantelete.
—¿Mataste a mi mujer?, ¿pero conmigo no puedes?, ¿por qué? —preguntó Sir Loryan mirándose la mano.
La sala estaba completamente en silencio, solo la tos de Sir Loryan la rompía eventualmente. Él estaba disfrutando de la tranquilidad que aportaba su soledad mientras la ciudad de York se venía abajo por los golpes de los vikingos. Por aquel entonces, los vikingos corrían libremente por el interior de la ciudad. La grieta del muro ya era tan grande que los vikingos solo tenían que cruzar el río para entrar en la ciudad. Aquella situación hizo que los vikingos se apoderaran de York en menos de dos horas. La destrucción del ejército cristiano trajo como consecuencia que en las esquinas algunos vikingos violaran a las mujeres mientras que otros mataban a todo aquel que intentaba huir. En medio de aquel caos, Ivar que por entonces cabalgaba por las calles de York, detuvo la cabalgadura de su caballo para dar órdenes a los vikingos que estaban más cercanos a él.
—¡Dejad de entreteneos y buscad a Aella! ¡Lo quiero vivo, recordad! —gritó Ivar desde su caballo.
Siguiendo las órdenes del jefe vikingo, sus hombres salieron corriendo para dividirse por toda la ciudad en busca del rey cristiano.
Mientras eso sucedía, Rúrik y sus soldados sostenían un pesado ariete con el que impactaban con dureza contra el portón del castillo de York. La fuerza con la que los vikingos estuvieron chocando el ariete terminó por tirar abajo la puerta y dar paso a los vikingos. Una vez que los vikingos avanzaron por dentro del castillo se toparon con los nobles de la Northumbria. No estaban todos, faltaba Sir Frank Smith, el padre del fallecido Sir Dylan Smith. Aquellos nobles estaban acompañados de una treintena de caballeros para su protección, quienes parecían estar tan asustados como ellos por la entrada de los vikingos en el castillo. En cuanto los nobles cruzaron miradas con los vikingos, uno de ellos, Sir Adrien Doyle se dirigió a sus guardaespaldas.
—¡Matadles! —ordenó.
—¡Sí señor! —gritó el jefe de la guardia.
En un acto de valentía por parte de los caballeros, ellos salieron corriendo para cumplir con las órdenes del señor de Goodmanhan. La predisposición de aquellos caballeros para el combate hizo sonreír a Rúrik, quien en respuesta desenvainó sus dos espadas «Roca-tormento» y «Agonía». Deseoso de hacer un poco de ejercicio, Rúrik corrió hacia sus enemigos iniciando entonces una lluvia de sangre. Como un toro, el poderoso señor de Rus de Kiev envistió a cuatro de ellos lanzándoles con fuerza contra las paredes y luego prosiguió sus combates lanzando una decena de mandobles. Los vikingos que estaban en su espalda al ver a Rúrik como ya había empezado a luchar, le siguieron para unirse a él.
A Rúrik le seguían cuarenta soldados de la Casa Rúrika, y además de ellos, el horondo Sineo con sus hachas, el hermoso Einar con su arco y el jovencísimo Karl con su hacha danesa. Todos ellos siguieron al señor de la Casa Rúrika en su lucha contra los caballeros del castillo. La matanza fue una cuestión de un minuto. Ningún caballero sobrevivió a esos combates como tampoco lo hizo ningún noble de los allí presente. El propio Rúrik fue el responsable de la muerte de Sir Adrien Doyle. Cuando él estaba luchando en un duelo contra uno de los vikingos, Rúrik saltó sobre él aplastando su cabeza con la piedra de «Roca-tormento». Los otros dos. Jacob Stahl, y Evans Legendre tuvieron un desenlace similar. La muerte con el hierro.
Pasados unos minutos de que se hubiera producido la entrada de los vikingos en el castillo, las puertas de la sala real se abrieron de par en par dejando paso a un Karl que marchaba en solitario. El niño de trece años cuando vio al capitán de la Northumbria sentado en el trono le tembló las piernas como si hubiera visto a un fantasma.
—¿Eres tú el rey Aella? —preguntó Karl, intrigado.
Ante la pregunta lanzada por el muchacho, Sir Loryan se alzó del trono real y luego desenvainó su espada «Luz de luna».
—Dios debe de estar bromeando… —farfulló Sir Loryan bajo el casco.