CAPÍTULO 6: SECRETOS

En la noche de aquel mismo día en que el falso Aella fue enviado al campamento vikingo, un hombre se movía entre la oscuridad por las calles de York. Aquel hombre iba vestido con una capucha y una capa que ocultaban su aspecto. Él era muy sigiloso y ágil. Sabía moverse muy bien y eludir a los guardias que merodeaban por la ciudad. Llegado a cierto punto de su recorrido por la ciudad, el misterioso hombre se detuvo ante la puerta de una casa en la cual golpeó para hacer llamar al propietario de ésta.

En principio no se escuchó ninguna respuesta desde el interior, pero a los pocos segundos una voz de un anciano se dirigió a quién aguardaba en el otro lado de la puerta.

—Ya voy… ya voy. ¿Quién será a estas horas? —preguntó el maestre Reuter mientras se iba acercando hacia la puerta para abrirla.

Cuando el pomo se giró abriendo la puerta, el misterioso empujó la puerta hacia el interior para colarse en la casa. Aquel extraño para evitar que el maestre Reuter gritara y alertara a todo el mundo le tapó la boca.

—Tranquilo soy yo… —dijo el extraño con voz aterciopelada.

El maestre Reuter se trataba de un anciano de aspecto muy frágil. Tenía los ojos verdes con pequeñas piedras amarillas, unas patas de gallo muy marcadas, bolsas por debajo de los ojos, una papada colgante y arrugada, y las orejas grandes y alargadas. Su piel era translucida y se marcaba en sus huesos. En su cabeza no había ni un pelo blanco. Estaba totalmente calvo por lo que se podía ver a simple vista las manchas de vejez que le ocupaban toda la cabeza.

Acto seguido el misterioso intruso se levantó la capucha mostrando quien era en realidad. Enfrente del maestre Reuter acababa de aparecer el teniente del ejército de la Northumbria, Sir Dylan Smith.

—¿Qué hacéis aquí? ¿Por qué os infiltráis en la noche como un ladrón? —preguntó el maestre Reuter.

—He venido a veros por un asunto del que quiero que nadie sepa nada —respondió Sir Dylan.

—¿De qué se trata? —preguntó el maestre Reuter mostrándose intrigado.

—Últimamente he tosido esto… —dijo Sir Dylan mientras se sacaba un pañuelo de un bolsillo.

Reuter al recibir el pañuelo de manos del caballero observó sangre en él.

—¿Desde cuándo toses sangre? —preguntó el maestre Reuter reaccionando sorprendido.

—Desde hace una semana… —respondió Sir Dylan.

De repente, Sir Dylan empezó a toser de forma violenta hasta el punto que tuvo que apoyarse con sus manos contra una mesa para no caer.

—Cof cof cof cof.

—Tumbaos sobre la mesa —dijo el maestre Reuter ayudando al joven caballero a posarse sobre la mesa.

Tumbado sobre la mesa, a Sir Dylan le entraron unos temblores y también le empezaron a correr unas gotas de sudor por toda la frente. Inmediatamente hasta él se acercó el maestre con un trapo mojado, el cual lo colocó encima de su frente para bajarle la fiebre.

—Es un milagro que hayáis podido llegar hasta aquí por vuestro propio pie —dijo el maestre Reuter observando a su paciente.

—Cof cof cof —tosió Sir Dylan.

Mientras el joven caballero tosía, el maestre Reuter le sujetó para desvestirle. Con bastante esfuerzo le quitó la camisa hasta dejarlo con su torso desnudo. En aquella disposición empezó a colocar con cuidado unas sanguijuelas sobre el torso de Sir Dylan.

—¿Qué haces? —preguntó Sir Dylan.

—Tendré que sangrarte un poco. Si lo hago quizá se te baje la fiebre —respondió el maestre Reuter.

—¿Quizá? —preguntó Sir Dylan.

—Nada es seguro en medicina. Cada cuerpo reacciona de un modo distinto ante un tratamiento —respondió el maestre Reuter a medida que iba colocando las sanguijuelas.

—¿Qué es lo que tengo? ¿Lo sabes al menos? —preguntó Sir Dylan.

—Todo parece apuntar que sufres de tuberculosis. La misma enfermedad que sufrió la mujer de Sir Loryan de Graves.

—Genial… —farfulló Sir Dylan con una sonrisa irónica.

—¿La visitabais muy a menudo? —preguntó el maestre Reuter.

—No. La he visto tres o cuatro veces en mi vida —respondió Sir Dylan.

—Entonces quizá os hayáis contagiado por un tercero —añadió el maestre Reuter, mientras continuaba colocando las sanguijuelas sobre el cuerpo de Sir Dylan.

—¿Insinuáis que ha sido Sir Loryan? —preguntó Sir Dylan.

—Pero si él está hecho un toro. Nunca le he visto toser —dijo Sir Dylan mostrándose divertido.

—Entonces quizá os hayáis enfermado por vos mismo —asintió el maestre Reuter.

—¿Puedo haceros una pregunta, señor? —preguntó el maestre Reuter.

—Preguntad lo que queráis —respondió Sir Dylan con su mirada puesta sobre las sanguijuelas que tenía por el pecho.

—¿Por qué no queréis que nadie se entere de vuestra enfermedad? —preguntó el maestre Reuter.

—No soy tonto. Ahora que me iba tan bien no pienso permitir que me pongan en cuarentena como pusieron a la mujer de Sir Loryan y han puesto a todos los enfermos. El poco tiempo que me queda de vida no quiero vivirlo en una cama agonizando —sentenció Sir Dylan.

De regreso al campamento vikingo, en las hogueras que se habían encendido para la noche, circulaban toda clase de comentarios con respecto al presunto Aella. Nadie sabía si ciertamente él era el verdadero Aella. Ni siquiera Diane Deangeles que pese a ser inglesa y haber vivido en York durante toda su vida nunca se había cruzado con Aella.

En la hoguera donde se sentaban los vikingos de la familia Ljungberg, ellos cantaban al unísono el himno de Rus de Kiev acompañados por las voces de parte de sus soldados.

“En una tierra más helada que Jotunheim.

Se alza el gran Rus de Kiev…

Reyes y reinas cayeron al verla nacer.

Tú lo harás también…

De hidromiel y acero está hecha nuestra piel.

Nos da risa el dolor…

Damas y putas se corren al vernos pasar.

No conocemos el terror.

¡Rus, uuuuuuuuuuuhh!

Rus de Kiev…

Fuerte y fiel.

Sobre ti hay un fénix dorado.

Llevando a lo más alto al gran imperio de Rus.

¡Rus, uh uh!

¡Rus, uh uh!”.

Los Ljungberg eran en su mayoría personas de cabellos rubios. Truvor Ljungberg, hermano mayor de la fallecida esposa del jefe vikingo Rúrik. Él era un hombre de mediana edad, de larga melena y barba tupida, ambas de color rubio. La forma de su cara era ovalada. Tenía unos ojos azules, una nariz pinochesca y una mandíbula ancha y fuerte. De cuerpo era fornido y casi tan alto como lo era su cuñado, Rúrik. Truvor vestía una coraza, pantalón largo y botas de cuero, y además estaba armado con una espada en el cinto.

En cuanto a su hijo, Einar, él era un adolescente muy atractivo y de gran estatura. Su cabello rubio lo llevaba peinado en una melena que le caía como una cascada a ambos lados de la cabeza. A lo que refería a su rostro tenía una frente amplia, unos ojos pequeños, unos pómulos prominentes, una nariz chata, y una sonrisa permanente en la boca. Einar vestía una coraza con el emblema del fénix de la Casa Rúrika pero, además sobre ésta llevaba una capa de seda azul. Por aquella capa se cruzaba un carcaj cargado de flechas y un arco nórdico.

El hermano de Truvor, Sineo Ljungberg era un hombre calvo y gordo. En su rostro tenía unos ojos pequeños de color azul, una nariz respingona, y una papada cetrina que conectaba su cabeza a su cuello. Encima de la boca tenía un largo bigote de color rubio. Sineo vestía una coraza negra con la que trataba de disimular su enorme barrigón.

Su joven hijo Karl de trece años de edad, era un preadolescente de cuerpo fibroso y de espaldas anchas. Su rostro era también atractivo como el de sus dos primos. La forma de su cara era cuadrada, tenía la frente amplia, los ojos castaños y amenazadores, y una boca retorcida en una expresión de enfado. Karl vestía una coraza y una capa de color azul, la cual le llegaba hasta la altura de los tobillos. Su arma era un hacha danesa que cargaba en la espalda.

Una vez que hubo terminado la canción y hubo regresado el único sonido de las brasas que saltaban en la hoguera, Karl se dirigió a sus parientes con una pregunta.

—¿Creéis que todo acabará con su muerte? —preguntó Karl en referencia al rey Aella.

La pregunta realizada por Karl provocó que su primo Einar se detuviera en la melodía de su flauta para responder a su primo pequeño. Como si acabara de oír un chiste, el guapo arquero de melena rubia soltó una carcajada y continuación le preguntó.

—¿Qué pasa? ¿Es que acaso echas de menos Rus de Kiev? ¿O quizá sea a Run? —respondió Einar.

En reacción a lo dicho por el arquero, Karl gruñó molesto.

—¿Quieres parar con eso otra vez? —preguntó Karl.

—Vale, paro pero reconoce que te alegraste muchísimo cuando llegaron noticias sobre su vida. —Respondió Einar, divertido.

—Pues claro que me alegré. Idiota. —Respondió Karl mostrándose con un ceño divertido.

—¿Es eso malo quizá? —se quejó Karl.

En consecuencia del enfado que mostró Karl, Einar rio más fuerte. Las risas de Einar provocaron con ello, que Karl se pusiera en pie para retarle. Aquella acción en el niño provocó que finalmente, Truvor acabara por entremeterse para poner paz entre ambos.

—Deja de meterte con tu primo. No seas un crio —dijo Truvor dirigiéndose a su hijo Einar, quien por entonces seguía riendo.

A unos metros apartados de donde se hallaba la hoguera de los Ljungberg, Hubbe Lodbrok conversaba en privado con la vikinga Erika Christensen en una hoguera solo para ellos dos. Erika era una muchacha de treinta años, de piel cobriza y una gran corpulencia. Tenía un cuello ancho como el de un toro, unas espaldas anchas, unos brazos fuertes y unas piernas gruesas. En cuanto a su rostro, tenía los ojos castaños y de forma almendrada, la nariz carnosa y aguileña, la boca con unos labios finos y la mandíbula fuerte y poderosa. Aquellas facciones tan poco delicadas estaban acompañadas por una mata de pelo negro que llevaba peinado en una coleta de caballo. En relación a sus ropas, Erika también vestía con una coraza, un pantalón largo y unas botas. En cuanto a sus armas, ella llevaba un hacha danesa y una colección de dagas.

En la oscuridad de la noche, la pareja de vikingos parecía compartir más que conversaciones y el hidromiel de sus jarras.

—¿Así que creéis que Midgard es redondo? —preguntó Hubbe entre risas.

—He viajado a muchas partes. Realmente, no creo que haya un precipicio más allá de los mares —respondió Erika con sus mejillas sonrojadas.

—¿Y si el Midgard es redondo como explicas que los que están en el sur no caen hacia el infinito? —preguntó Hubbe, intrigado.

—Porque el dios Odín les empuja contra el suelo —respondió Erika entre risas.

—¿Odín? —rio Hubbe.

—¿Thor quizá? —preguntó Erika mostrándose avergonzada.

Después de la pregunta realizada por la vikinga de la piel cobriza, ella rompió a reír y a continuación pegó su frente en el hombro de Hubbe Lodbrok dejando que él le acariciara los cabellos. El ambiente de conexión que había sido creado entre la pareja de vikingos acabó siendo roto por la voz del jefe vikingo de la Casa Ynglings.

—Hubbe, ven aquí —dijo Ivar mientras iba cojeando por el campamento en compañía de Rúrik.

En el interior de una tienda del campamento vikingo, Halfdan Lodbrok estaba en compañía del falso Aella. Los vikingos lo habían maniatado al falso Aella contra una tabla de madera en espera de que Halfdan sacara alguna información con sus torturas. El segundo hijo de Ragnar Lodbrok era un auténtico maestro de la tortura. Tenía tanta práctica que podía hacer lo que le diera la gana con sus víctimas. Sus víctimas sufrían a su antojo y solo morían sólo si él lo deseaba.

Después de una hora de tortura, el cuerpo del falso Aella estaba lleno de cortes. Y chorreaba sangre producto de las heridas, pero aun así seguía con vida. Mientras que Halfdan seguía con su obra, por sus espaldas entraron los vikingos Rúrik, Ivar y Hubbe. Ellos habían entrado en el interior de la tienda para recibir nuevas noticias al respecto del presunto Aella.

Dentro de la tienda el grupo se situó alrededor de Halfdan, siendo su hermano Ivar el primero en preguntarle.

—¿Es él? —preguntó Ivar a su hermano.

Para responder a la pregunta, Halfdan se giró y solo sonrió sin decir nada. Debido a su falta de dientes cuando hablaba no era entendible. De todos modos, la sonrisa que le dirigió a su hermano mayor fue suficiente para que Ivar supiera cuál era su veredicto.

—Termina el trabajo —ordenó Ivar a su hermano Halfdan.

—¿Qué ocurre?, ¿Es él o no? —preguntó Rúrik, confuso.

—No, no lo es —respondió Hubbe entre carcajadas.

—Ya sabía yo —añadió.

Con la respuesta del otro hermano de Ivar Lodbrok, el jefe de la Casa Rúrika, Rúrik, adoptó por su rostro una ancha sonrisa.

—Entonces, me marcho. Tengo que preparar a mis hombres para mañana. Mañana será un largo día, amigo —dijo Rúrik.

Acto seguido el poderoso vikingo se dio media vuelta marchando fuera de la tienda.