En el patio de armas del castillo de York se hallaba Sir Dylan delante de una fila de quince caballeros. En aquellos momentos, Sir Dylan estaba en mitad de un entrenamiento con espadas de madera, luchando contra tres caballeros a la vez. En la primera acometida de los tres caballeros, ellos se abalanzaron sobre Sir Dylan empuñando sus espadas de madera contra él. Sin embargo, Sir Dylan lanzó una serie de tajos con los cuales consiguió derribar a cada uno de los caballeros.
Sir Loryan al ver el modo con el que su antiguo discípulo había vencido a los tres caballeros soltó una risotada divertida.
—Demasiado lento. Demasiado débil. Demasiado tonto —dijo Sir Loryan dirigiéndose a cada uno de los tres caballeros que habían sido vencidos.
Las palabras del capitán del ejército provocaron las risas entre la fila de caballeros y las del propio Sir Dylan.
—Dadme una espada… —exigió Sir Loryan dirigiéndose a la fila de caballeros.
Con la orden del capitán de la Northumbria, uno de los caballeros le entregó su espada de madera. Una vez que el caballero de la melena plateada estuvo sosteniendo una espada se giró hacia Sir Dylan mostrando una sonrisa maliciosa.
—Os enseñaré como se hace —añadió Sir Loryan.
—¿Vais a luchar con la mano izquierda? —preguntó Sir Dylan con una sonrisa divertida.
—Aun así no tendré problema en venceros —respondió Sir Loryan con una expresión cargara de seguridad.
—Eso ya lo veremos —farfulló Sir Dylan alzando su espada de madera mientras mostraba por su rostro una sonrisa divertida.
Ante la mirada expectante de la fila de caballeros, Sir Dylan se mantuvo impasible sujetando su espada de madera hasta que finalmente dio un paso hacia delante lanzándose velozmente con una estocada dirigida al rostro de su superior. Sir Loryan en reacción al ataque de Sir Dylan, antepuso su espada en el último segundo. Justo después de que Sir Loryan parara la acometida deslizó su espada hacia un lado desviando la espada de Sir Dylan.
En ese instante, Sir Loryan realizó un tajo en el bajo vientre con su espada de madera provocando en consecuencia que Sir Dylan cayera de rodillas al suelo. Al producirse la victoria del capitán de la Northumbria, la fila de caballeros le aplaudió y le vitoreó.
—Es increíble nuestro capitán —farfulló uno de los caballeros con una expresión de admiración.
—Le ha vencido usando una sola mano —farfulló otro de los caballeros también en admiración de su capitán.
En un gesto de amistad de Sir Loryan de Graves con su antiguo discípulo, le tendió su mano para ayudarlo a levantarse.
—¿Podéis acompañarme? —preguntó Sir Loryan dirigiéndose a Sir Dylan.
—Deseo hablar con vos —añadió.
—Sí —asintió Sir Dylan.
Con la petición del capitán de la Northumbria, Sir Dylan asintió con una sonrisa en su rostro levantándose para acompañarle. No obstante, antes de marchar con su superior, se dirigió a la fila de caballeros que había en el patio de armas.
—Vosotros, seguid entrenando. Cuando vuelva quiero ver algún avance en vuestra forma de combatir —dijo Sir Dylan.
—Sí, señor —asintió la fila de caballeros.
Después de largos minutos desde que Sir Loryan de Graves y Sir Dylan de Elmet abandonaran el patio de armas para dar un paseo, ellos llegaron hasta las almenas del muro de York donde por aquel entonces se encontraban paseando mientras mantenían una conversación con el campamento vikingo como paisaje.
—Todavía no me puedo creer que siga sin capaz de venceros… —se lamentó Sir Dylan con una sonrisa divertida.
—No te preocupes por ello. Nadie puede —respondió Sir Loryan devolviéndole la sonrisa.
En ese instante, Sir Dylan se detuvo para mirar desde las almenas al campamento vikingo que había movido Ivar Lodbrok para asediar el castillo.
—Pensábamos que con la marcha de aquel fastidioso escanciador, las cosas irían a mejor pero no ha sido así —dijo Sir Dylan.
—Nuestro fastidio no era culpa de aquel escanciador sino de los vikingos. No lo olvides —dijo Sir Loryan.
—¿Cómo olvidarlo? —rio Sir Dylan.
—Me levanto cada día pensando que una de las rocas que lanzan va a acabar cayéndome sobre la cabeza —añadió.
—Dime Sir Dylan… ¿Crees en los dioses? —preguntó Sir Loryan con una sonrisa divertida.
—¿Y esa pregunta? —preguntó Sir Dylan con una sonrisa divertida.
—Diría que solo creo en lo que veo, pero creo que en el fondo de mi corazón creo que existe algo más allá —respondió Sir Dylan mientras observaba fijamente el campamento vikingo que había instalado en el exterior de las murallas.
—A mí me pasa algo parecido con eso. Me gustaría creer que existe algo más allá, pero mi problema es que necesito ver las cosas que veo. Sin embargo, después de haber vivido tanto tiempo mi experiencia me ha enseñado que nuestra sola existencia es el hecho que demuestra la existencia de los dioses. Sólo así puede explicarse todo este embrollo —dijo Sir Loryan.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Sir Dylan.
—Quiero decir que debe de haber alguien allí arriba que juega con nuestros destinos y que además se divierte con nuestro sufrimiento. No sé si es Jesucristo, Odín, el diablo o bien la pura fatalidad, pero estoy seguro que hay algo que disfruta con nuestro sufrimiento. Eso es todo —respondió Sir Loryan.
Con el comentario del capitán de la Northumbria, el heredero de Elmet soltó una risotada y a continuación dijo.
—Sea quien sea pronto lo averiguaremos —dijo Sir Dylan con una sonrisa divertida.
—¿Tan mal ves tu plan que ya nos ves por perdidos? —preguntó Sir Loryan mostrándose divertido.
—Es mejor curarse en salud, nunca mejor dicho —respondió Sir Dylan, divertido.
—¿Cuánto te ha costado su silencio? —preguntó Sir Loryan.
—Le he pagado una buena cantidad de monedas de oro a su familia y él me ha dicho que no diría nada. Si se lo tragan, quizá nos dejen en paz. Nunca se sabe —bromeó Sir Dylan.
—Permíteme que lo dude… —rio Sir Loryan.
Sir Loryan tras reír con aquel último comentario se detuvo para mirar el horizonte desde las almenas.
—Desde esta distancia con un buen arco sería capaz de meterle una flecha por el culo a ese tal Ivar… —dijo Sir Dylan mirando desde la almena al campamento vikingo.
—Mucho presupones. Desde esta distancia una flecha se quedaría clavada en la otra orilla del río —le corrigió Sir Loryan.
—Ya lo sabía. Sólo bromeaba —respondió Sir Dylan.
—¿Bromeabas?… —farfulló Sir Loryan.
—El chico que fue mi escudero y que entrené cuando solo era un crio no se tomaba la guerra a broma. Para él era una cosa seria y además me trataba de señor… —le reprochó Sir Loryan.
La reprimenda de parte del caballero de la melena de plata hacia el joven caballero hizo que Sir Dylan se mantuviera callado sin saber que responder.
—Olvida lo que te he acabado de decir. Sólo es que estoy enojado. Ahora eres un teniente. No tienes por qué estar inclinándote todo el tiempo ni siquiera ante mí —dijo Sir Loryan.
—Me lo apuntaré, señor —respondió Sir Dylan con una sonrisa.
—Por cierto… —dijo Sir Loryan.
—¿Qué fue aquella tos? —preguntó Sir Loryan.
—¿A qué os referís? —preguntó Sir Dylan, desconcertado.
En respuesta a la cuestión realizada por el joven caballero, el caballero de la melena de plata esbozó una nueva sonrisa y entonces reemprendió su paseo.
—Está bien. Si no te apetece contármelo, no me lo cuentes.
Ante la marcha del capitán del ejército de la Northumbria, Sir Dylan se lo quedó mirando con una sonrisa en los labios mientras veía la capa blanca como iba ondeando por el viento.
A menos de tres cientos metros de donde se hallaban los muros de la ciudad de York los vikingos hacían su día a día en el campamento que había levantado desde hacía una semana. En él permanecían cerca de doce mil soldados de la gran expedición que viajó noventa y nueve días atrás. Ellos representaban el cuarenta por ciento del ejército total en la Britania. El resto que faltaba estaban establecidos en las aldeas de la Anglia Oriental, sureste de la Britania, recuperándose de sus heridas sufridas en combate.
De los dirigentes vikingos, ninguno de ellos había tenido que marchar hacia la Anglia Oriental. Todos ellos estaban en plenas condiciones, incluidos también sus seres más cercanos.
Rodeados por tiendas, armas y estandartes de la Casa Rúrika y de la Casa Ynglings, los vikingos estaban desayunando en aquellas horas de la mañana. Los hijos del difunto rey danés, y dirigentes de la Casa Ynglings, Ivar, Halfdan y Hubbe, desayunaban en compañía del jefe vikingo de la Casa Rúrika, Rúrik, señor de Rus de Kiev.
El vikingo apodado como «el deshuesado», Ivar Lodbrok, seguía igual de gordo que como siempre y era evidente que ello no le importaba para nada. Por su barba pelirroja caía la grasa de una pata de ciervo. A su lado estaban sus hermanos Halfdan y Hubbe. El segundo hijo del rey Ragnar, Halfdan era un hombre huesudo de piel curtida y aspecto masacrado. Halfdan había envejecido antes de tiempo. A sus treinta y cuatro años, aparentaba diez o veinte años más de los que tenía. En su cabeza tenía una media melena andrajosa y rizada de color gris, que conectaba a una barba también rizada y gris. Otros rasgos de su rostro eran unas cejas negras con un entrecejo, una nariz aguileña y una boca en la que le faltaban casi todos los dientes.
En cuanto a Hubbe, él tenía una melena rizada de cabellos castaños que le llegaba hasta la altura de la barbilla y una barba andrajosa. Sus ojos eran saltones como los de un loco, su nariz grande y ganchuda y en su boca los pocos dientes que aún le quedaban, estaban completamente negros.
En relación a la vestimenta de aquellos tres vikingos, ellos vestían con una imponente coraza de tonos rojos, en la cual se divisaba el emblema de la Casa Ynglings. Dos leones a los lados de un castillo.
Enfrente de aquellos tres dirigentes se sentaba el jefe vikingo Rúrik, el cual escribía cuidadosamente en un pergamino. Rúrik tenía una cara de forma ovalada, una nariz fina y puntiaguda y un mentón prominente. Tenía los ojos verdes y una mirada tan fría que podía helar el fuego más ardiente del infierno. En su rostro de rasgos duros y varoniles, caía una perilla rubia sin bigote en la que se enroscaban tres piedrecitas de colores.
De cuerpo era un hombre alto con grandes músculos totalmente definidos. En relación a su vestimenta llevaba su torso medio desnudo, vistiendo únicamente un chaleco de piel de oso gris y unos pantalones de lana de color azul oscuro. Su modo de vestir permitía, que a simple vista, fuera visible el tatuaje que le ocupaba gran parte del cuerpo.
Desde su brazo derecho hasta su pectoral derecho, se extendía el tatuaje de un ave fénix de color negro tribal. Sus muñecas y puños estaban cubiertos con las garras de un oso, que protegían sus manos del frío y las convertían en un arma aún más letal de lo que ya eran de por sí.
Sus armas principales eran dos espadas que llevaba colgadas en la espalda. La primera era «Roca-tormento», una espada muy pesada que no cortaba pero, de igual modo, tenía un elevado poder destructivo. Su otra espada «Agonía» era una espada musulmana.
Pasados unos minutos de que Rúrik empezara a escribir en un pergamino, su amigo y aliado Ivar Lodbrok se interesó por lo que estaba escribiendo.
—¿Qué hacéis buen Rúrik? —preguntó Ivar.
—Escribo una carta para mi hija —respondió Rúrik.
—¿Qué noticias tienes sobre ella? —preguntó Ivar mientras cogía una pata de jabalí del fuego de la hoguera.
—Dice que está viviendo en Copenhague en compañía de un niño llamado Hakon —respondió Rúrik con una sonrisa divertida.
—¿Está en Copenhague? ¿Cómo logró llegar hasta allí? —preguntó Ivar.
—Debió de hacerse con un navío. Run es muy lista —respondió Rúrik.
—¿Pero estás seguro que es ella quien te escribe? —preguntó Ivar mostrándose incrédulo.
—Es ella. Lo sé. Conozco su letra y además las cosas que me dijo en la primera carta que me envió, no dejan lugar a dudas —respondió Rúrik tocándose con su mano derecha la carta que tenía en el pantalón.
En medio de la conversación que mantenían los dos jefes vikingos de la expedición, se escuchó de repente el estruendo producido por los cascos de un caballo.
—Kotoclock, Kotoclock, Kotoclock…
—Alguien se acerca —dijo Rúrik al mismo tiempo que masticaba un pedazo de carne.
Aquel corcel venía con dos hombres en su lomo, uno de ellos montaba de frente mientras que el segundo iba de espaldas al primero.
Ivar al divisar a los inesperados jinetes se puso en pie para recibirlos. Justo después de que Ivar se pusiera en pie, todos los vikingos hicieron lo mismo desenvainando sus espadas y preparando sus hachas.
Cuando finalmente los jinetes se detuvieron en el campamento vikingo, ambos fueron abordados por dos vikingos que los derribaron dejándoles tendidos boca abajo con una daga contra el cuello. Uno de los jinetes llevaba su rostro oculto por una bolsa de piel mientras que el otro era un chico joven de cabellos castaños y rizados.
—¿Qué hacéis aquí?, ¿qué pretende Aella? —preguntó Ivar a los dos jinetes.
—Por piedad, no me maten. Solo sigo las órdenes de mi rey —dijo el joven jinete, atemorizado.
—¿Y qué quiere tu rey?, ¿cambiarnos dos rehenes por York? —preguntó Rúrik entre risas.
—Preguntádselo vos mismo, él está aquí —respondió el joven jinete.
Al escuchar dicha respuesta, Rúrik y su aliado, Ivar Lodbrok, se torcieron en su mirada para depositarla sobre el misterioso enmascarado.
—Quitad la bolsa de la cabeza —ordenó Ivar.
Inmediatamente, Halfdan y otro guerrero vikingo arrancaron de la cabeza del enmascarado la bolsa de piel haciendo visible un rostro de un hombre anciano. Aquel presunto Aella se trataba del mendigo con el que Sir Dylan se había encontrado de camino a la reunión con los nobles de la Northumbria. Aprovechándose de que Ivar y ninguno de sus hombres sabía qué aspecto tenía el rey Aella, había enviado a aquel hombre en lugar del verdadero rey. El falso Aella era un hombre bastante más viejo que el verdadero y con la piel más maltratada por el sol.
Una vez que quedó descubierto el rostro del mendigo, Ivar y sus hermanos se lo quedaron mirando fijamente para discernir qué rostro tenía el asesino de su padre.
—¿De veras él es quién mató a nuestro padre? —preguntó Hubbe con una expresión de desconfianza.
—No le creo… —dijo Rúrik desde un lado.
—Conocí bien a vuestro padre y por ello no me creo que este hombre sea el culpable de su fin —añadió.
Con ayuda de un par de soldados, Ivar caminó cojeante hacia el presunto rey Aella para observarlo con mayor cercanía.
—Sí, pero es un hombre quien acaba con otro hombre sino su ejército —dijo Ivar.
La cercanía que mantenían los pies del jefe vikingo enfrente del presunto Aella hizo que éste último temblara de miedo.
—¿Así que decís que vos sois el rey Aella? —preguntó Ivar con una sonrisa maliciosa.
Tras aquella pregunta de parte del jefe vikingo, el falso rey tragó saliva y luego contestó con voz temblorosa.
—Lo juro por dios, yo soy el rey Aella.
Por motivo del temor que invadía en el falso rey, los vikingos que aglomeraban a su alrededor rompieron a reír muy divertidos. Finalizadas las risas todas las miradas volvieron a fijarse sobre Ivar quién tomó la palabra para hablar.
—Está bien. Es fácil comprobar si de verdad sois el rey Aella. Todos saben que mi padre murió siendo torturado por las serpientes del rey Aella, así que si realmente tú eres él deberías poder describirme cómo era mi padre. Tu destino está en juego. Si de verdad eres Aella te haré sufrir pero si me estás mintiendo será peor —sentenció Ivar con ojos duros.
—Ahí va mi pregunta, ¿de qué color tenía el pelo mi padre? —preguntó Ivar.
Al pronunciarse Ivar con tal pregunta se creó un tenso silencio. Todos miraron al falso Aella esperando su respuesta.
—Rojo… —respondió el falso Aella con voz nerviosa.
—¿Estás seguro? —preguntó Ivar.
—… Sí —respondió el falso Aella.
Descontento por la respuesta, Ivar frunció el ceño y a continuación retomó la palabra.
—La respuesta es correcta.
—Atadle bien fuerte y dadle de comer, procurad que no me lo encuentre muerto mañana cuando despierte. Con respecto al otro haced lo que queráis con él.
A raíz de la orden de Ivar, un par de vikingos agarraron al falso Aella para encerrarlo en una jaula hecha de varas. Con respecto al otro jinete, los vikingos lo sujetaron y lo ejecutaron allí mismo sin dejar pasar demasiado tiempo.