CAPÍTULO 2: LOS SALVADORES DE YORK

El reino de la Northumbria estaba situado dentro de una zona llana de tierras de cultivo, bordeada por las montañas de Pennines. Aquellas montañas cruzaban el norte desde Dervyshire hasta Escocia y separaban las tierras del norte en este y oeste. El reino de la Northumbria estaba compuesto por cinco ciudades, Deira, Elmet, Catterik, Goodmanhan y York. La ciudad más grande y capital del reino, York, estaba rodeada por una gran muralla, la cual se rompía por el paso obligado de dos ríos, el Ouse y el Foss. Dichos ríos cruzaban la ciudad en diagonal y vertical. Muchas veces aquellos ríos eran un problema para los habitantes de York. Solían desbordarse, anegando algunas zonas de la ciudad. Sin embargo, la presencia de esos ríos representaba para sus ciudadanos de York más una ayuda que un problema.

El Ouse y el Foss eran demasiado estrechos para que en ellos se pudiera navegar con un navío y además su caudal era demasiado potente para que los hombres pudieran cruzarlo a nado. Por dicho motivo, el ejército que deseara entrar en la ciudad, estaba obligado a cruzar por el puente de Ouse, un puente de origen romano que conectaba las dos mitades de la ciudad. En la parte norte al puente, se hallaba el castillo, la iglesia, los hospitales, la universidad, la plaza, el comercio, las casas de los nobles, las casas de los comerciantes y de los artesanos. En la zona sur de la ciudad se hallaban los campos de cultivo y las casas de los campesinos.

En una casa de madera de la ciudad de York, Lorette, una criada, estaba tendida sobre una cama acariciándose sus pechos desnudos. Lorette era una muchacha de diecisiete años. Ella era una joven de aspecto medianamente hermoso, tenía una melena negra, la cual llevaba recogida en una coleta y la piel bronceada como un tizón. Por aquel entonces, Lorette se veía feliz y relajada. En el interior de la manta que cubría la mitad de su cuerpo, una silueta se movía en la realización de unos juegos con las partes íntimas de la criada.

—Sigue así me gusta —musitó Lorette con los ojos cerrados y una gran sonrisa en su boca.

—Mhum, Sí… —jadeó Lorette.

Pasados unos segundos, la manta se levantó mostrando a un Sir Dylan desnudo entre las piernas de la criada. El muchacho de cabellos castaños se veía realmente bien sin su armadura de metal. Tenía un cuerpo prieto y ausente de pelo, y además no tenía ninguna cicatriz como sí solían tener los caballeros.

Cuando el heredero de la Casa Elmet salió de la manta, Lorette le sonrió preguntándole a continuación.

—¿Qué ocurre?, ¿El Sir ya se ha cansado?

—No me he cansado. Lo que pasa es que ahora me toca disfrutar a mí —respondió Sir Dylan mientras se situaba sobre el cuerpo de Lorette.

—¿Creéis que por ser de sangre noble te toca arriba? —preguntó Lorette entre risas.

—No, me toca arriba porque soy irresistible —respondió Sir Dylan con una sonrisa pícara.

Con la respuesta del caballero, Lorette soltó una carcajada y luego hizo un intento de besarle. Aquel acercamiento solo fue un gesto para calentarlo más.

—¿Sabéis qué? Me da mucha pena lo que le ha pasado a mi amo —dijo Lorette haciendo referencia a Sir Loryan de Graves.

—Es un hombre muy frío y distante, pero era evidente que amaba a su esposa de verdad —añadió.

—A mí también me da pena. Desde que murió su esposa parece un alma en pena —asintió Sir Dylan.

—Por eso, creo que deberíamos aprovechar cada tiempo que estemos vivos —farfulló Sir Dylan.

—¿Haciendo qué? —preguntó Lorette con una sonrisa juguetona.

Mientras los dos jóvenes jugaban en la cama, sobre sus cabezas sonó de repente un aterrador estruendo haciendo aparecer una descomunal roca. Sir Dylan al escuchar tras de sí aquel sonoro impactó se agarró a Lorette y acto seguido se lanzó con ella fuera de la cama. En un visto y no visto, la habitación que estaba compartiendo la criada y el caballero quedó totalmente destruida y cubierta por el polvo producido por la roca.

—¿Estás bien? —preguntó Dir Dylan entre tosidos producidos por el polvo.

—Sí, gracias por salvarme la vida —respondió Lorette.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Lorette con rostro aterrado.

—Una roca lanzada por una catapulta de los malditos vikingos…

—¿Y qué pasará ahora?

—No lo sé, seguramente nos aplasten con una de estas rocas —respondió Sir Dylan.

Tras dar aquella respuesta, Sir Dylan empezó a vestirse con su indumentaria de caballero.

—¿Qué haces? —preguntó Lorette con gesto interesado.

—Lo había olvidado. Hay una reunión en el castillo de York. Debo marchar para estar presente.

—Alguien debe salvar el reino —añadió Sir Dylan.

De repente, Sir Dylan tosió fuertemente con la mano en la boca.

—Cof cof cof cof…

—¿Y eso? —preguntó Lorette con cara de preocupación.

—Nada, solo un catarro —respondió Sir Dylan sin mirarle a Lorette a la cara.

Habiendo respondido a Lorette por aquella tos, Sir Dylan prosiguió vistiéndose. Por aquel entonces, parecía tener problemas para colocarse uno de los guanteletes.

La criada al observar cómo Sir Dylan era tan torpe para vestirse sonrió abiertamente.

—Ay, sois como un niño. ¿Queréis que os ayude? —preguntó Lorette.

—Por favor… —asintió Sir Dylan con una sonrisa divertida.

Fuera de la casa, Sir Dylan se subió en su caballo y tomó rumbo hacia el castillo por las calles de tierra de York. Al poco de iniciar su viaje, un anciano acompañado de dos niños le bloqueó el paso haciéndole detenerse de forma obligatoria en su caballo.

—Apártate de ahí sino quieres ser aplastado, viejo —amenazó Sir Dylan.

—Lo siento señor caballero pero no moveré de aquí hasta que no me escuche —respondió el anciano.

Acto seguido, Sir Dylan desenvainó su espada en un gesto de amenaza contra el anciano.

—¿Estás seguro? —preguntó Sir Dylan sosteniendo su espada en la mano.

Pese a la amenaza del heredero de Elmet, el anciano se mantuvo firme y continuó bloqueando el camino con su presencia y la de sus hijos.

—Sois un loco. ¿Lo sabíais? La ciudad se viene abajo por los vikingos y vos me bloqueáis el paso para que no pueda hacer nada —dijo Sir Dylan.

Ante las palabras de Sir Dylan, el anciano hincó su rodilla derecha y luego se dirigió a él.

—Perdonadme Sir, me llamo Alfred y hasta hace poco era un pastor pero los vikingos lo quitaron todo, incluido a mi mujer. Esta ciudad es nueva para mí. No tengo nada. Necesito un trabajo para dar de comer a mis hijos.

Sir Dylan miró fijamente al anciano con rostro pensativo.

—Está bien, me habéis convencido. Pásate por el patio de armas del castillo y di que vas en nombre del Sir Dylan de Elmet. Te armarán para que formes parte del frente.

Habiendo dicho tal cosa, el caballero se sacó una moneda de bronce de una bolsa y a continuación la lanzó sobre las manos del anciano.

—Esto es un pago por adelantado. Ve al mercado y compra algo de pan para tus hijos —añadió Sir Dylan.

—Gracias mi Sir, así hare. Dios salve a la Casa de Elmet, salvadores de York y de la Britania —dijo el anciano alzándose de nuevo.

Tras aquellas alabanzas de parte del anciano, Sir Dylan clavó las espuelas de sus botas dando orden a su caballo para reiniciar la marcha. Una vez que Sir Dylan llegó a la reunión programada, se quedó a un lado de la sala real junto a otros hijos varones de las diferentes casas del norte de la Britania cristiana. Ellos permanecían en pie mientras que en el centro de la sala se hallaba situada la mesa de los gobernantes la cual estaba presidida por el Rey Aella.

A cada lado de la mesa se sentaban: Sir Frank Smith, señor de la Casa de Elmet, Sir Evans Legendre, señor de la Casa de Legendre, Sir Jacob Stahl, señor de la Casa de Stahl y Sir Adrien Doyle, señor de la Casa de Doyle.

Por supuesto, allí también estaba Sir Loryan de Graves. El caballero de la melena de plata llevaba el brazo derecho en cabestrillo debido a una de las lesiones que arrastraba de su última contienda contra los vikingos. Por suerte para él, el maestre Reuter pudo salvarlo cuando Sir Dylan regresó al castillo cargando con él.

A diferencia del capitán de la Northumbria, los nobles de las diferentes casas no arrastraban herida alguna perteneciente a la gran batalla. Ellos lucían impecables vistiendo sus armaduras.

En las armaduras de cada uno de ellos llevaban dibujado el emblema de sus respectivas casas. El emblema de la Casa de Elmet, señores de Elmet, era un lobo negro sobre fondo verde. El emblema de la Casa de Legendre, señores de Deira, era una cruz roja sobre fondo amarillo. El emblema de la Casa de Stahl, señores de Catterik era una cruz blanca sobre fondo azul. Y el emblema de la Casa de Doyle, señores de Goodmanhan, era una estrella blanca sobre fondo rojo.

Sir Jacob Stahl era un hombre de mediana edad de cuerpo horondo. Tenía una perilla morena y los ojos pequeños. Era un hombre despierto e interesado casi absolutamente en contar el oro. Sir Adrien Doyle era un anciano de cabello blanquecino y barba también blanca. Era un tipo sosegado nada agresivo. Sir Evans Legendre era un hombre delgado y aspecto cuidado. Pese a ello no era nada atractivo y su armadura le sentaba realmente mal. Con respecto a su personalidad, era un hombre callado y que sabía admitir cuando debía de dar un paso atrás frente a otros hombres más poderosos. Por último, Frank Smith era un anciano cascarrabias de melena grisácea y barba de dos días. Era el vivo retrato de su hijo pero, mucho más envejecido.

En aquel momento, el rey y todos sus consejeros discutían sobre qué acciones tomar con respecto al asedio vikingo y la ciudad en la que se encontraba la ciudad de York.

—Cómo sabéis mis señores, aquí os he reunido para tratar el retorno de la amenaza vikinga. En estos dos meses de descanso los vikingos han regresado al sur para tomar el reino de la Anglia Oriental. Ahora es suyo. Se han establecido allí y pronto también lo será el norte si no hacemos nada para evitarlo —dijo Aella.

—Es terrible —se lamentó Sir Adrien Doyle.

—¿Qué noticias llegan de Wessex? —preguntó Sir Jacob Stahl.

—Nada. No quieren ayudar. El rey Etereldo ha hecho tratos con los vikingos de repartirse nuestras tierras. No nos ayudarán ni aunque los cubramos de oro —respondió Sir Loryan con gesto desganado.

—Miserables —se quejó Aella.

—Esos sureños son la peor bazofia que he conocido jamás —resopló Sir Frank Smith.

—¿Y los Irlandeses?, ¿podrían ayudarnos? —preguntó Aella dirigiéndose a Sir Loryan.

—Me temo que su respuesta fue al diablo con los ingleses —respondió Sir Loryan.

—Cerdos —maldijo Aella entre dientes.

—¿Y qué tal los reyes de Hispania? Son cristianos como nosotros seguro que querrán ayudar en tan noble causa —dijo Sir Adrien Doyle tratando de aportar un poco de optimismo.

—Dicen que les gustaría ayudar pero que ya tienen suficiente con llevar a cabo la reconquista de sus propios reinos frente a los musulmanes —respondió Sir Loryan con voz seca.

Al oír dicha respuesta, Sir Frank Smith golpeó la mesa enfurecido.

—Es un desastre. Ninguno de nuestros antiguos aliados ofrece su ayuda a nuestro reino.

—En fin, debemos ser nosotros quién solucione este problema —se lamentó Aella dejándose caer sobre el respaldo de su asiento.

—¿Cómo están las cuentas? —resopló Aella con la mano en la frente.

Con el fin de responder a la pregunta del rey, Sir Adrien Doyle se puso en pie sosteniendo entre sus manos el libro de cuentas de la corona.

—Después de noventa y nueve días de guerra. La tesorería de la corona posee tres mil kilos de oro, seis mil kilos de plata, dos cientos mil kilos de bronce y cuatro mil kilos de hierro. En cuanto al trigo, los molinos guardan un medio millón de grano. En cuanto a las cabezas de venado la cifra asciende a doscientas mil —dijo Sir Adrien Doyle con algún tosido que otro durante su relato.

Una vez que hubo acabado de nombrar las cifras, Sir Adrien Doyle volvió a sentarse para mirar al rey como el resto de los nobles.

—Todavía quedaría bastante oro en las arcas aunque aceptasen nuestra oferta de paz —dijo Aella con gesto pensativo.

—Su majestad… —intervino Sir Evans Legendre mostrándose tímido de interrumpir al rey.

—¿Qué? —preguntó Aella mirando a Evans Legendre.

—De eso quería hablaros… —dijo Sir Evans Legendre.

—¿Por qué?, ¿Qué noticias tienes del último emisario que enviamos? —preguntó Aella.

—Su Majestad, me temo que los vikingos no quieren negociar. Esta vez no es oro lo que quieren —respondió Sir Evans Legendre.

—¿Qué estás diciendo? —preguntó Aella, asustado y sorprendido a la vez.

—Su majestad, el hijo de Ragnar Lodbrok rechazó el oro e insistió en que solo perdonarían a nuestra ciudad y a todos nosotros si le entregábamos a vos con vida —dijo Evans Legendre.

La sorpresa de la noticia hizo que Aella girara su mirada al otro lado de la mesa para dirigirse al capitán de su tropa.

—¿Sir Loryan, sabías vos eso?

—No lo sabía su majestad. Acabo de enterarme justo ahora como vos —respondió Sir Loryan.

—Ese malnacido —gruñó Aella golpeando la mesa con el puño.

—Está bien, aumentad la oferta. Ofreced veinticinco mil kilos de oro. Lo pagaremos a plazos. En una década —dijo Aella.

—Su majestad, me temo que no hay tanto oro en la caja ni tampoco en toda la Britania —respondió Sir Jacob Stahl.

—Eso es casi tres veces más que la primera oferta. Es una locura. La Casa Elmet no piensa ser pagador de esa cantidad —protestó Sir Frank Smith.

De repente, el señor de la Casa de Elmet se puso en pie señalando con su dedo a todos los presentes.

—¡Hay que ir a la guerra, solo así obtendremos la paz! —vociferó Sir Frank Smith, padre de Sir Dylan.

—¿Y perder más hombres? La proporción ahora es de tres contra uno. Los vikingos triplican el número de nuestro ejército —dijo Sir Loryan reaccionando con gesto contrariado.

—¿Y qué otra solución encuentras Sir? —preguntó Sir Frank Smith dirigiéndose con un ceño fruncido al caballero de la melena de plata.

—Todavía no se me ha ocurrido nada —respondió Sir Loryan con voz fría y distante.

—¿Entonces porque rechazáis la única idea que hay sobre la mesa? —se quejó Sir Frank Smith.

—No discutías señores. Aquí estamos para encontrar una solución correcta —dijo Sir Evans Legendre.

—Debemos encontrar el modo de alcanzar un acuerdo. No podemos seguir peleando —dijo Sir Loryan.

En consecuencia de las palabras del capitán de la Northumbria, el noble Frank Smith gruñó de nuevo.

—Ya lo has oído. Esos vikingos son unos estúpidos, rechazarán cualquier cosa —le reprochó Sir Frank Smith.

En aquel instante Sir Dylan tosió fuertemente provocando que toda la sala quedara invadida por el sonido de su tos.

—Cof cof cof cof cof cof…

Su antiguo maestro, Sir Loryan de Graves, reaccionó muy sorprendido y preocupado por ver aquella tos en Sir Dylan. En cambio, su padre, Sir Frank no se preocupó lo más mínimo. Él seguía demasiado enfadado por la intención del rey Aella en subir la oferta realizada a los vikingos.

—¿Os encontráis bien, hijo? —preguntó Aella dirigiéndose a Sir Dylan.

—Es solo un catarro, su alteza —respondió Sir Dylan con una sonrisa divertida.

A continuación, el heredero de Elmet dio un paso hacia el frente para entremeterse en el debate que se había estado desarrollando en la mesa.

—¿Queréis aportar algo? —preguntó Aella, expectante dirigiéndose al nuevo teniente.

—Si me permite, su alteza. Creo que todo no está perdido señores. Hay algo que se podría hacer —dijo Sir Dylan paseando por la sala.

—¿A qué te refieres? —preguntó Sir Loryan mostrándose interesado.

La pregunta de su maestro hizo que Sir Dylan sonriera complacido.

—De camino a la reunión se me ha ocurrido un plan. Quizá esto nos salve.