Al rey no le gustaban las fiestas ni los bailes; sin embargo, el celebrado en el Louvre en honor del matrimonio de su hermana debía ser el más memorable de su reinado. Cubierta con todas sus joyas, la reina estaría vestida con sus más bellos atavíos. Su esposo le había hecho saber que quería estar orgulloso de ella.
En cuanto a Buckingham, el muy fatuo estaba seguro de lograr seducir a Ana de Austria. Cuando se miraba al espejo —cosa que hacía con frecuencia—, George Villiers no podía imaginar que la reina Ana de Austria no se rendiría a sus encantos. A sus treinta y cinco años, era sin duda el más guapo y elegante gentilhombre de Francia y de Inglaterra. Era riquísimo y el favorito del rey de Inglaterra. No podía más que deslumbrar a la bella y orgullosa Ana de Austria.
Para que ella cayese en sus brazos, sólo tenía que acercársele y hablarle en privado.
La gran sala del Louvre, inmensa nave de paredes cubiertas de retratos de reyes, de reinas, de príncipes y de princesas, había sido decorada para la ocasión. Guirnaldas de flores y tapices estaban suspendidos de las paredes. Del techo, que representaba a Dios y a los ángeles, así como el sol, la luna y los planetas, pendían veinte arañas de cristal cubiertas de innumerables bujías. A lo largo de las paredes, las antorchas de cera eran tan numerosas que daban a los cortesanos la impresión de hallarse en pleno verano.
En un gran estrado, músicos de librea azul con pasamanería roja interpretaban dulces melodías. Había oboes, violas de gamba, violines, laúdes y una gran espineta a la italiana. El maestro de baile de la corte comprobaba que todo estaba en su lugar.
Ya los sorbeaires y los raspamanteles, como llamaban a los cortesanos chismosos y hambrientos, se agolpaban en torno a las mesas, donde un ejército de criados servía vinos finos y pastelillos. Sus dos principales temas de conversación eran la prestancia y la riqueza del duque de Buckingham. Había entre ellos admiradores, envidiosos y sarcásticos.
En el fondo, todo lo que esos cortesanos decían carecía de importancia. Sólo chismorreaban para matar el tiempo esperando la llegada del rey. Los más curiosos, o los más impacientes, se alzaban a veces sobre la punta de los pies, cual grullas, para tratar de ver a algún grande que conociesen.
A veces circulaba un rumor y los corrillos lo repetían, afirmando haber sido testigos del hecho relatado añadiéndole su parte de mentira. La llegada del príncipe de Conde y luego la del Señor, el hermano del rey, suscitaron mayores susurros. Los murmullos y los chismorreos arreciaron con la entrada de los ingleses, a la cabeza de los cuales iba el duque de Buckingham y sus fieles Holland y lord Carlisle.
George Villiers estaba vestido de raso gris cuajado de diamantes. En los hombros, collares de perlas anudados de forma tan floja y con hilos tan finos, que cada vez que chocaba —voluntariamente— con una mujer o con un cortesano alguno se rompía y las perlas rodaban por el suelo donde siempre había alguien dispuesto a recogerlas. A los que se las devolvían, les respondía con magnificencia:
—¡Hacedme el honor de guardarlas!
El juego divirtió un rato a los presentes, pero cesó a la llegada del rey. Acompañado por el cardenal Richelieu, Luis XIII se dirigió primero a Villiers, que se hallaba en ese momento en compañía del duque de Chevreuse, y los saludó a ambos brevemente antes de alejarse para intercambiar algunas palabras más cordiales con el embajador de España, don Antonio Pimentel Barroso de Ribera, marqués de Mirabel.
Los cortesanos se congregaron enseguida en torno al rey, esperando una palabra del soberano. Pero a Luis XIII le gustaban mucho menos los cortesanos que las fiestas, y el cardenal Richelieu, con un simple fruncir de su entrecejo, hacía comprender a los molestos que se alejasen.
Esperaban a la reina, pues no se podía abrir el baile sin ella.
Llegó, al fin, acompañada de la duquesa de Chevreuse y de la señora de Épernon, así como de una veintena de damas de honor, a cual más graciosa. Doce herretes de cordones de diamantes brillaban con mil resplandores en el hombro izquierdo de Ana de Austria.
Buckingham la miró retorciendo su mostacho y alzando ligeramente su sombrero, que, para su gusto, le aplastaba demasiado sus bellos tirabuzones, después de lo cual masticó discretamente un grano de anís a fin de exhalar en el rostro de la mujer que pensaba seducir el suave perfume de su aliento.
La reina estaba en todo el esplendor de su juventud. Lucía un semblante lleno de dulzura, y no obstante impregnado de majestad, con una boca pequeña y magníficos ojos de color esmeralda enmarcados por una espléndida cabellera rubia que heredaba de su madre austríaca. Un observador insensible a su perfección apenas habría podido reprocharle que su labio inferior, como el de todos los príncipes de la casa de Austria desde Carlos V, sobresaliese demasiado. Pero ese ligero defecto volvía su sonrisa todavía más encantadora añadiéndole un permanente punto de desdén.
El rey, a pesar de ser poco sensible a la belleza de las mujeres, sintió un escalofrío viéndola acercarse así a él, como una bella diosa. La reina saludó largamente a su esposo, le murmuró algunas palabras afectuosas y luego besó con fingida devoción la mano del cardenal Richelieu.
Luis el Justo hizo entonces una seña al maestro de danza para indicarle que el baile podía empezar, y los violines sonaron.
El rey avanzó hacia la señora de Condé, con la cual debía iniciar el primer baile, y monseñor se acercó a su madre, María de Médicis. Todos ocuparon sus puestos siguiendo las reglas del jefe de protocolo y el baile empezó.
La primera pieza fue una alemanda, una especie de pavana pesada y grave en la que los bailarines se paseaban por parejas. Como de costumbre, fue seguida por una gallarda, más viva. Durante el desarrollo de estas piezas, el duque de Buckingham no llegó a acercarse a la reina debido a la cantidad de gente que la rodeaba.
El paspié que siguió era un corro en forma de minueto ligero y rápido. A continuación, un rondó acompañado de la espineta. Luego interpretaron de nuevo una pavana con su alternancia de pasos adelante y atrás. Buckingham, con la ayuda de la duquesa de Chevreuse, logró por fin acercarse a Ana de Austria. Los dos jóvenes se saludaron y se sonrieron.
La gallarda siguiente no cambió apenas las posiciones de los danzantes, pero, mientras empezaba una vuelta, George Villiers, gracias a un rápido paso lateral, se encontró al fin frente a la reina. ¡Había llegado su hora! La vuelta era una danza por parejas cerradas en la que el bailarín enlazaba su pareja a un ritmo de pavana lenta.
—Fue hace tres años, señora, cuando os vi por primera vez —empezó con el timbre grave que utilizaba para hechizar a sus futuras conquistas.
—Lo ignoraba, señor duque[80] —respondió ella afectando indiferencia.
—¿Queréis que os diga cómo ibais vestida la primera vez que os vi? Parece que os estoy viendo todavía: llevabais un vestido de raso verde recamado de oro y plata; mangas colgantes y anudadas en vuestros bellos brazos, esos brazos admirables, con gruesos diamantes; una gorguera cerrada, un sombrerito en vuestra cabeza del color de vuestro vestido, y, en el sombrerito, una pluma de garza.
—¡Qué locura! —ironizó Ana de Austria—. Qué locura alimentar una pasión inútil con semejantes recuerdos.
—¡Yo no tengo recuerdos, señora! ¡Es mi felicidad, mi tesoro, mi esperanza! Cada vez que os veo, es un diamante más que guardo en el estuche de mi corazón.
La reina se quedó silenciosa ante tan extraña declaración, mientras se separaban para enlazarse de nuevo.
—Mi felicidad sería tener un objeto vuestro que me recuerde que no he estado soñando. Alguna cosa que hayáis llevado y que yo pueda llevar a mi vez, una sortija, un collar, una cadena… —imploró Buckingham.
—¿Nada más? —dijo la reina sonriendo.
Esta danza lenta fue seguida por una más rápida. Era una carola, danza popular en la que los participantes se cogían de la mano siguiendo a un músico que había bajado del estrado acompañándose de su viola.
El duque fue separado de la reina, a la que no volvió a encontrar hasta la pieza siguiente. Era también una gallarda por parejas. Los cortesanos sólo tenían ojos para el rey, quien, aunque no gustase de los bailes, era un buen danzarín, y nadie se fijó en los esfuerzos de George Villiers en su intento de seducción. La reina ya sólo respondía con sonrisas distantes. Buckingham lo intentó de nuevo mientras la pieza terminaba.
—¿Sabéis, señora, que en Inglaterra esta danza se cierra siempre con un beso del caballero a la danzarina?
—No sé, señor, pero aquí las costumbres son otras, y mi esposo no me lo perdonaría —replicó ella fríamente.
La reina dio algunos pasos para alejarse de él. Todos llevaban a la dama a su lugar y Ana de Austria se quedó sola un breve instante.
El marqués de Mirabel —el embajador de España— aprovechó para acudir a presentar sus respetos a la hermana de su rey, que seguía siendo para él la pequeña Ana María Mauricia, a la que había conocido siendo infanta.
Mientras escuchaba sus cumplidos y algunas novedades insignificantes que le traía de la corte de España, Ana de Austria observó la extraña insistencia con la que el señor de Mirabel miraba sus herretes.
Viendo que la reina lo escuchaba a medias, Mirabel se alejó. Fue sustituido por la señora de Chevreuse.
—El duque de Buckingham es un buen danzarín, señora —afirmó con una sonrisa picara.
—Sí, y también un gran seductor.
Las dos mujeres se echaron a reír.
—Lord Carlisle ha reparado en que no os habíais puesto los doce herretes de diamantes que os regaló su rey. Me ha preguntado la razón —susurró entonces la duquesa de Chevreuse.
—¿Y qué le habéis respondido, Marie?
—Lo que me habéis ordenado, señora. Que el rey deseaba veros con los herretes que él os había regalado.
Ana asintió pausadamente. En ese momento Luis XIII se acercaba con su madre, María de Médicis.
Se inclinó respetuosamente ante su mujer.
—Tengo mucha suerte, señora, de tener una esposa tan bella —dijo en un tono poco cálido.
—Gracias, Sire.
—Y os agradezco que hayáis traído mis joyas, y no las que el rey de Inglaterra os ha regalado.
—No podía ser de otro modo, Sire —se inclinó ella a su vez.
Avanzada la noche, el duque de Buckingham dejó el Louvre harto descontento. La reina le tenía afecto, sin duda, pero seguía muy distante. En cuanto a encontrarse en la intimidad con ella, eso se revelaba imposible en el Louvre. Menos mal que el duque de Chevreuse daba también un baile al día siguiente. Tal vez tuviese suerte en el palacio de la calle Saint-Thomas-du-Louvre.
El baile del palacio de Chevreuse tampoco satisfizo a George Villiers. Por la mañana había sido recibido por el rey en compañía del cardenal Richelieu. Le habían invitado para proponerle llevarse a la nueva reina de Inglaterra cuando lo desease. Puesto que el tratado entre los dos países era aceptado, podía volver a Londres, donde su rey ardía en deseos de ver a su esposa.
El duque entendió perfectamente que no debía eternizarse en la corte y la fecha de su partida con Enriqueta María fue fijada para el 2 de junio. El único consuelo de Villiers fue que la reina y una partida de la corte los acompañarían hasta el puerto de embarque.
La verdad es que el único responsable de esta despedida tan precipitada era el propio Buckingham por su imprudencia. El rey, que era tan atrabiliario como observador, se había percatado perfectamente de la familiaridad, excesiva a sus ojos, entre el duque y la reina durante las danzas que los habían emparejado en el Louvre. El propio Richelieu había aconsejado a Luis XIII que alejase al favorito, demasiado atrevido con las mujeres.
Tan pronto como se supo en la corte que el duque se quedaría tan poco tiempo en Francia, todo el mundo quiso invitarlo. Durante una semana se celebró una sucesión ininterrumpida de fiestas, bailes, cenas y fuegos artificiales. «Por la noche —refirió el Mercure François— sólo se oían cañonazos… y por la mañana, el relato de los festines».
Incluso se celebró un gran concierto en el palacio de Rambouillet pero, en todas las recepciones, el duque jamás pudo encontrarse más de unos instantes con la reina. Aprovechaba cada ocasión para confesarle su pasión, pero ella apenas respondía, como si estuviese dubitativa o más bien preocupada.
La razón era que, tras el baile del Louvre, había encargado a la señora de Chevreuse una misión, y la espera de su resultado la atormentaba.
—Marie —le había dicho—, podéis rendirme un gran servicio por el que os estaré eternamente agradecida.
—Daría mi vida por vos, señora, ya lo sabéis —había respondido la Chevreuse risueña.
—Jamás llegaremos a eso —había respondido la reina un poco crispada—, pero entendería que rehusaseis lo que voy a pediros…
La duquesa había mirado entonces a la reina con mucha atención.
—El hermano de Gabrielle-Angélique… El joven Antoine de Borbón… Me gustaría saber cómo se enteró de que los herretes eran falsos. Y, sobre todo, si sabe de quién fue la idea de regalarme esas bagatelas.
La Chevreuse había entendido lo que la reina deseaba de ella; sin embargo, no modificó su expresión ingenua e inquisitiva.
Viendo que se quedaba silenciosa y con expresión inocente, Ana de Austria había precisado farfullando:
—Él os ama. Sólo vos podéis hacerle hablar.
Simulando confusión, la señora de Chevreuse se había mordido los labios antes de bajar la cabeza. Debía comportarse, pues, como una buscona. Lo cobraría con creces más tarde, decidió.
En los días festivos que siguieron la duquesa de Chevreuse pudo acercarse fácilmente al conde de Moret.
Veinte años más tarde, aseguraría a alguien que le peguntaba cómo iba a convencer al señor de Châteauneuf para que le hiciese un favor: Veréis cómo hace lo que yo quiera; sólo tengo que dejar que me toque la pierna en la mesa[81].
A Moret le concedió mucho más que la pierna, y el hijo de Enrique IV fue extremadamente locuaz, aunque alterase ligeramente la verdad. No habló de los jesuitas a su bella amante e inventó que quien le había vendido la información era un criado que había escuchado una conversación por azar. Según él, Carlisle había caído en una trampa montada por el gobierno español.
Falsificando así la realidad, el conde fue dignamente recompensado y obtuvo todas las ventajas que podía desear, como escribiría algunos años más tarde la señora de Fouquerolles en una carta célebre a su amante el señor de Maulévrier.
La señora de Chevreuse contó todo lo que había conseguido averiguar a la reina, que no la creyó. El hecho de que su hermano Felipe IV hubiese montado esa cábala para desacreditar a los ingleses corriendo el riesgo de arrastrar a su propia hermana a un escándalo sin parangón no se compadecía con el carácter prudente del rey de España. Sin embargo, la duda se había insinuado en su mente, pues se acordaba de la extraña insistencia del señor de Mirabel examinando los herretes de diamantes que llevaba en el baile.
Entonces pensó que tal vez fuese un proyecto del primer ministro, el conde-duque de Olivares, puesto en práctica a espaldas de su hermano. No era imposible, pero ¿cómo averiguarlo?
«Sólo había una solución», se dijo, tras unos días de reflexión y de observación del duque de Buckingham.
Fue al final de la semana de la estancia del embajador en París cuando el cardenal Richelieu dio a su vez una cena suntuosa. En esta ocasión, terminada la comida y mientras se formaban los corrillos para escuchar los violines, fue la reina la que se acercó al favorito del rey Carlos.
La mirada de George Villiers se encendió viéndola y creyó al fin llegada su hora.
La reina estaba con la señora de Épernon, que tenía un cofrecillo rectangular.
—Señor embajador —le dijo ella deshaciéndose en sonrisas—, me he acordado de la petición que me hicisteis en el Louvre y he decidido aceptarla. La señora de Épernon va a entregaros un objeto que me pertenece. Lo llevaréis en recuerdo mío. Sin embargo, para evitar toda maledicencia, os pido que no abráis esta caja hasta que os halléis en tierra inglesa.
Gabrielle de Verneuil tendió al duque el cofrecillo de madera rosa con incrustaciones de oro. Villiers lo recibió con una profunda reverencia. Richelieu, que había observado la escena de lejos, frunció el ceño, encontrando aquella familiaridad inconveniente. Otras cortesanas, siempre al acecho, vieron también el gesto de la señora de Verneuil y dedujeron que la reina ofrecía un regalo al duque de Buckingham, probablemente joyas.
El duque y la nueva reina de Inglaterra dejaron París hacia Boulogne el día 2 de junio en compañía de una gran parte de la corte.
Buckingham no había logrado sus fines. Imputaba ese fracaso a la imposibilidad de encontrarse frente a frente con Ana de Austria el tiempo suficiente, pero se consolaba diciendo que durante el largo viaje hasta Boulogne la fortuna le sería más favorable.
El primer alto se hizo en Amiens, donde entró la corte el 7 de junio. María de Médicis cayó enferma y la estancia se prolongó con bailes y fiestas magníficas. El retraso colmó los deseos de Buckingham.
La nueva reina de Inglaterra se alojaba en el palacio episcopal, mientras que la reina era instalada en una gran residencia cuyo jardín se extendía a lo largo del Somme. El jardín era encantador; todos los componentes de la corte presentes en Amiens iban a pasearse allí. Una tarde, la señora de Chevreuse fue a ver a la reina, acompañada de Buckingham y del conde de Holland. El cielo estaba claro y el tiempo era muy agradable. La duquesa propuso ir a dar un paseo al jardín. Ana de Austria aceptó.
Buckingham llevaba a la reina y la señora de Chevreuse iba cogida del brazo de su amante, Holland. Unos pasos detrás seguían las damas de honor, la princesa de Conti y La Porte, el primer ayuda de cámara de Ana de Austria. Como por descuido, lord Holland y la señora de Chevreuse dejaron que la reina y Buckingham se distanciasen.
El lugar era solitario, y la oscuridad, creciente. Buckingham se mostró bruscamente tierno y apremiante. Volvió a sus declaraciones, cada vez más ardientes, y luego, a la vuelta de un sendero, detrás de los macizos que lo rodeaban, se decidió a poner su mano en los encantos que tanto codiciaba.
La reina emitió un grito ante tamaña falta de respeto y todo el mundo acudió[82] para descubrir a Ana de Austria recomponiendo sus vestidos en desorden.
Más tarde, habiéndose enterado el rey del incidente, la princesa de Conti, hermana del príncipe de Condé, declaró que de la cintura a los pies, ella respondía ante el rey de la virtud de la reina.
Pero no se atrevía a hacerlo del resto de su cuerpo, sugirió con perfidia.
El cortejo de Enriqueta María partió hacia Boulogne. A lo largo del viaje, Ana de Austria se mostró glacial con George Villiers, ahora arrepentido de su locura y desesperado por la animadversión de la reina hacia él. Creyó todavía, sin embargo, en su buena estrella cuando, en Boulogne, una tormenta impidió la partida de la flota. Dio media vuelta enseguida para volver a la corte y logró obtener una última audiencia. Era tarde, la reina estaba acostada. En presencia de las damas de honor, el duque avanzó hacia su lecho, se puso de rodillas, tomó su mano y estalló en sollozos.
Ana de Austria permaneció indiferente. Todos los que asistían a la escena estaban molestos. La entrevista no podía durar y Buckingham se retiró, ofendido y herido en sus sentimientos. Acto seguido, emprendió el camino hacia Boulogne.
No volvería a ver a la reina de Francia.
Unas semanas después se celebró un baile en la corte de Francia con ocasión del cual la reina apareció sin sus herretes de diamantes. El rey, que estaba al tanto de los rumores sobre unas joyas que la reina le habría regalado al duque de Buckingham, se presentó, muy molesto, en sus apartamentos.
Viéndolo tan enfurecido, las damas de compañía se ausentaron dejando solos a los esposos.
—Señora, decidme, si os place, ¿por qué no habéis llevado vuestros herretes de diamantes cuando sabéis que me habría agradado verlos? —le preguntó encolerizado.
—Sire —respondió la reina con voz segura—, porque en medio de aquel gentío temí que sufriesen algún percance[83].
—¡Cuan equivocada estáis, señora! Si os hice ese regalo es para que lo luzcáis. Estoy muy descontento.
La voz del rey temblaba de cólera y se calló un instante para calmarse antes de añadir:
—Me han dicho que habíais regalado doce herretes de diamantes al duque de Buckingham.
—Lo reconozco, Sire. Se trataba de unas joyas de las que deseaba deshacerme.
—¡De mis joyas, señora! —se encorajinó el rey.
Ella le sonrió tristemente antes de dirigirse hacia un magnífico bargueño de madera policromada. Ana María abrió un cajón del bargueño y extrajo un cofrecillo plano que entregó al rey.
—Aquí están los herretes, señor. Sabed que estaré muy orgullosa de llevarlos en el próximo baile. Los que yo regalé son los que lord Carlisle me trajo en nombre del rey de Inglaterra.
—No lo entiendo, señora —dijo un Luis XIII desconcertado.
—Los doce herretes de diamantes del conde eran falsos, Sire. Se trataba de una trampa tendida a los ingleses por sus enemigos. Tal vez incluso por gentes de mi país —añadió tristemente—. Me previno una amiga. El propósito de esa cábala era hacer estallar un incidente entre vos y el rey de Inglaterra. Cuando lo supe, me deshice de tan molestos aderezos.
El rey se quedó silencioso, mirando alternativamente el cofrecillo abierto ante sí y el rostro sereno y bello de su reina.
¡Una trampa! ¡Un complot! ¡Otro más! Inspiró fuertemente.
—¿Cómo lo habéis sabido? —preguntó, bruscamente suspicaz.
—Vuestro hermano Antoine se enteró por una indiscreción de que los herretes tal vez fuesen falsos, pero no lo sabía a ciencia cierta. Previno a vuestra hermana, la señora de Épernon. Yo hice que mi joyero comprobase la calidad de las piedras y me confirmó que eran falsas. Sin embargo, antes de decíroslo, tenía que saber si los ingleses habían actuado por desprecio hacia mí o hacia vos, o si habían sido engañados, como yo misma. Así que decidí darle las joyas al duque de Buckingham, que, os lo confieso —al decirlo, la reina sonrió—, me ha hecho la corte.
El rey permaneció imperturbable.
—Luego he sabido que las ha lucido en la corte de Saint-James, jactándose de que yo se las había regalado, pues ignora que son falsas, lo que significa que alguien le ha tendido una trampa a lord Carlisle.
El rey permaneció silencioso, confrontando mentalmente lo que había observado y lo que su esposa acababa de decirle.
«¡Así todo se explicaba!», pensó finalmente. Por primera vez sonrió algo más tranquilo, y tartamudeó como le ocurría siempre que se emocionaba:
—Se… señora, me he… equivocado al dudar de vos… y me arrojo a vuestros pies… para pediros perdón.
—El señor de Buckingham es un fatuo, Sire. Me pareció divertido que fuese él quien llevase las joyas aunque ignore que son falsas.
Luis el Tartamudo se estremeció de alegría.
—Mereceríais reinar en mi lugar —dijo, besándole las manos.
—Convendría guardar el secreto —sugirió ella.
El rey aprobó haciendo un signo con la cabeza.
En Inglaterra corrió como un reguero de pólvora el rumor de que la reina de Francia estaba enamorada de lord Buckingham, que incluso cabía la posibilidad de que fuese su amante. El duque no hizo nada por desmentirlo y, en los bailes, se adornaba con los doce herretes de diamantes, asegurando sus íntimos que eran un regalo de Ana de Austria. Probablemente incluso, daban a entender, se trataba de las joyas que el rey de Francia había regalado a la reina.
La condesa de Carlisle, que trabajaba de espía para el mejor postor, quiso verificar que se trataba de los herretes del rey de Francia. Se tomó su tiempo en un baile distrayendo al duque de Buckingham para cortarle dos herretes con el propósito de enviárselos al cardenal Richelieu a fin de obtener de él una recompensa.
Las joyas llegaron al ministro acompañadas de una carta explicando su origen.
Richelieu no supo qué hacer con ellas. Si la reina había regalado joyas de la corona al duque inglés, eso podía destruir la alianza en la que tanto empeño había puesto. Finalmente decidió ir a ver a Ana de Austria para sondearla. Tras ordenar a las damas de honor que se alejasen, se entrevistó con ella en un gabinete cuyas puertas permanecieron abiertas como exigía la etiqueta, puesto que la reina jamás debía quedar a solas con un hombre, aunque fuese sacerdote.
Cuando empezó a hablarle de los doce herretes de diamantes lucidos por lord Buckingham, la reina estalló en una risa cantarina. Para gran sorpresa del cardenal, llamó a su azafata y le pidió que le llevase sus herretes.
Ante un confundido Richelieu, la reina reconoció que no ignoraba que el duque llevaba unos herretes haciendo creer que se trataba de los del rey de Francia, pero ella sabía también que los herretes que Buckingham lucía apenas tenían valor.
Tranquilizado, el cardenal volvió a sus apartamentos. Esa misma noche, sin embargo, mandó que un joyero examinase los dos herretes enviados por lady Carlisle. El joyero le confirmó que las piedras eran falsas. «Un incidente que no era tal», pensó.
Ni siquiera lo mencionaría en sus memorias.
En el colegio de Clermont, las clases prosiguieron aunque muchos alumnos faltaban desde el matrimonio real. Paul de Gondi no había vuelto, y sus amigos no salían de su asombro.
Louis y Gaston seguían estando castigados y tenían cada vez más trabajo, pues el mes de junio era siempre un período especialmente dedicado al estudio. Era el momento de preparar el concurso de los premios de fin de curso, una larga prueba escrita que debía celebrarse en julio y que determinaría la clasificación final de los alumnos. La entrega de recompensas tendría lugar con ocasión de una gran ceremonia, en presencia de los padres, de los amigos y de una parte de la corte. Y unos días más tarde se celebraría la velada de fin de curso, que también había que preparar.
Pero antes estaba prevista otra ceremonia: el anuncio de los mejores alumnos juzgados por el trabajo de todo el año, que seguiría al gran sermón pronunciado este año por el padre Caussin.
Louis y Gaston quedaron bien clasificados y los señores Fronsac y Charreton fueron a buscarlos para pasar dos días en la calle de los Quatre-Fils. Los dos niños estaban impacientes por saber lo que había pasado en el Louvre, y el señor Charreton, habiendo sido invitado a una de las fiestas, hubo de contar con todo detalle la semana de bailes transcurrida.
Aparentemente, ningún escándalo había estallado en torno a la reina. El conde de Moret seguramente había decidido avisarla, y los niños sintieron una mezcla de alivio y orgullo.
En cuanto al conde, no tuvieron noticias suyas hasta unos meses más tarde, en que supieron la verdad directamente por Antoine de Borbón, con ocasión de un nuevo encuentro con el hijo de Enrique IV.
El joven les explicó entonces cómo su hermanastra había logrado avisar a la reina la misma noche del baile, y les confirmó lo que había sabido por ella: los herretes eran falsos. Evidentemente, no les habló de lo que había obtenido de la duquesa de Chevreuse.
Al volver a Clermont, un domingo por la noche, se encontraron con Paul de Gondi. Pero en aquel niño no reconocieron a su amigo.
Tres días después del matrimonio de Enriqueta de Francia, el día de San Juan Bautista, Paul había perdido a su madre, Françoise de Commercy. La dama, considerada una santa por todos los que la rodeaban, había sido enterrada en la capilla de las Carmelitas de la calle Chapon. Paul les dijo, entre sollozos, que su padre, Philippe Emmanuel, se había quedado postrado a la muerte de su madre. Hablaba incluso de dejar sus honores y sus cargos para retirarse a la congregación de los padres del Oratorio de Nuestro Señor Jesucristo.
Ahora era huérfano, como Gaston de Tilly. Se enfrascó en sus estudios para tratar de no pensar en sus desgracias.
El trabajo ímprobo llevado a cabo por Louis y Gaston tuvo como resultado que este último fuese nombrado cónsul en junio gracias a sus buenas notas en griego. Louis se convirtió en decurión y Chazelles tuvo, por primera vez, uno de sus trabajos expuesto en el refectorio.
En julio el castigo de los dos niños disminuyó, pues faltaban más de la mitad de los internos. Incluso fueron autorizados a comer de nuevo en su mesa. Louis se había fijado en que desde finales del mes de mayo —o sea, desde que el complot de los jesuitas había fracasado— el padre Filleau parecía más tolerante e incluso más amable con los internos, especialmente con él y con Gaston.
Las clases y los controles se volvieron también menos severos. Para los de sexto, el griego alternó por la mañana con las Sagradas Escrituras y la tarde fue dedicada a los ensayos teatrales. El trabajo de la noche iba encaminado siempre a preparar el difícil concurso de fin de curso.
Al mismo tiempo, el patio de recreo era cada vez menos accesible, pues construían en él, a grandes martillazos, un teatro de madera. Era un cuadrado en el que la escena iría adosada a las clases del fondo. En los otros tres lados, los carpinteros instalaban estrados y bancos para el público. Las habitaciones de los internos, un poco más altas que el escenario, servirían de palcos, pues se esperaban tres o cuatro mil espectadores.
El concurso tuvo lugar la última semana de julio, y la entrega de premios, unos días más tarde. Debía de haber unos treinta y tres premios, pues, por primera vez, el rey y su madre, María de Médicis, habían regalado treinta escudos cada uno para la compra de obras, a condición de que los libros fuesen marcados con sus armas.
Louis, Gaston y Paul de Gondi obtuvieron sendos libros. Louis recibió una Historia de las casas de Francia, en cuero verde oliva con las armas de la reina sobre un sembrado de flor de lis, y Gaston, que sólo obtuvo un accésit, una obrita de versos en griego.
Por fin llegó el día del espectáculo. Era el domingo 10 de agosto. Un inmenso toldo cubría la totalidad del patio para proteger del sol a los espectadores. La decoración de la escena y del patio había empezado una semana antes y Louis, como todos los alumnos, había participado en ella desde las cuatro de la mañana, recortando y pintando los decorados de cartón.
La representación empezó a las nueve. Detrás de la escena, en las aulas que servían de bastidores, los niños que se vestían o que terminaban los últimos preparativos pudieron apenas entrever a su familia y a sus amigos, que se instalaban en las gradas para una velada de seis o siete horas. Vendedores de obleas y de limonada calmarían su hambre y su sed.
Se representaron una docena de tragedias, separadas por poemas, pequeñas piezas de música, bailes y sainetes inspirados en la vida del colegio. Lo que más hizo reír fue un espectáculo representado por los de sexto que parodiaba un duelo ridículo. Todos se dieron cuenta de que era una alusión al que había enfrentado a Tilly y Fronsac contra Rouville y Lauzières. Los únicos que no le encontraron ni pizca de gracia fueron los protagonistas.
Las tragedias eran en su mayor parte historias sagradas en latín escritas por los sacerdotes. El padre Caussin propuso Susana y Diocleciano, y el padre Cellot, Procopio el mártir.
Durante la comida, consistente en paté y vino de Borgoña y servida en las gradas, la atención de los alumnos mayores fue sobre todo atraída por las jóvenes que se habían instalado en los pisos pero con las que no podían reunirse.
El espectáculo, que fue un gran éxito, marcó el fin de las clases. El tío de Gaston fue a buscarlo al día siguiente. Louis se había ido esa misma noche. Los niños no se volverían a ver hasta la vuelta a las clases en octubre.
Nadie supo jamás el papel de los jesuitas del colegio de Clermont en el asunto de los herretes. El padre Cotton se quedó muy tranquilo, sin embargo, cuando se enteró de que la reina nunca había llevado las joyas que le habían regalado. En adelante, su compañía podría dedicarse a reforzar su posición en la corte.
FIN