18

Los Fronsac volvieron a la calle de los Quatre-Fils antes de vísperas. Las calles habían tardado en despejarse y habían tenido que esperar mucho tiempo a que el señor Richepin fuese a buscarlos con la carreta.

Como iban a misa de tarde —puesto que no habían podido ir por la mañana—, Louis explicó rápidamente a Gaston la idea que se le había ocurrido: abordar al conde de Moret al día siguiente en el colegio para suplicarle que pidiese a su hermana que avisase a la reina. Gaston juzgó que el plan no sólo era irrealizable, sino terriblemente peligroso. Moret les pediría explicaciones y, conocido por su sentido del honor, le sorprendería sobremanera descubrir que habían espiado a los jesuitas. Es posible incluso que acabase denunciándolos. Louis reconoció que sin duda tenía razón y no volvió a mencionarlo.

Después de la cena, tomada en común en la gran cocina con toda la gente de la casa, todo el mundo se quedó sentado para una sobremesa en la que cada cual hizo sus comentarios sobre la boda, incluidos los criados, que no habían podido asistir en el atrio pero que, como miles de parisinos, se habían situado en el camino del cortejo.

Habida cuenta de la ceremonia y los atascos en las calles, los padres jesuitas habían autorizado a los internos a volver el lunes por la mañana. Al llegar al colegio, Louis, pese a todo, tenía la intención de abordar al conde de Moret, pero se dio cuenta de que muchos de los alumnos no habían vuelto, el conde entre ellos. Con los festejos de la corte, la mayor parte de los hijos de las familias nobles se habían quedado en su casa. Incluso Paul de Gondi. De todas formas, explicaron algunos internos más veteranos, era como todos los años. Desde Pentecostés, una gran parte de los jóvenes nobles se iban a la corte o a sus tierras y no volvían a verlos.

Louis perdió, pues, toda esperanza. El conde de Moret no volvería sin duda este curso, salvo para la velada del mes de agosto. La evidencia se imponía: Gaston y él no podían salvar a la reina, eran demasiado jóvenes, y, aunque lo habían intentado todo, no tenían ningún medio de actuar. Se enterarían sin duda dentro de unos días del escándalo de los herretes de la reina.

Gaston también estaba fastidiado. Era evidente que el final de aquella historia le desagradaba, aunque fuese totalmente consciente de su impotencia.

El domingo siguiente era Pentecostés. Como cada año, debía celebrarse un gran sermón el viernes, en la capilla del colegio, y todos los alumnos deberían confesarse para la ocasión. Gaston y Louis tenían ya el hábito de esta práctica, pero, como muchos otros, ignoraban voluntariamente lo que no consideraban como faltas o pecados. Las largas discusiones que habían tenido con su director espiritual los habían convencido de que disponían para ello de una cierta libertad de apreciación.

El sermón fue pronunciado por el padre Filleau y versó sobre la fidelidad y la lealtad, o más exactamente sobre los juramentos de fidelidad contrariados.

¿Cómo actuar cuando la moral o el honor nos obligan a mantener fidelidades opuestas?, preguntó el rector desde lo alto de su púlpito. Puso el ejemplo de la fidelidad hacia su señor y hacia su rey, que, a veces, podían estar enfrentadas. La solución era simple, explicó el jesuita: convenía clasificar las lealtades por orden de importancia. Así, lo primero era la fidelidad hacia Nuestro Señor, luego venía la fidelidad hacia el rey y después hacia su señor o su maestro. En caso de duda, cada cual podía consultar con su director espiritual, que aportaría la solución correcta.

Louis meditó largamente en esta prédica. Guillaume tenía que ir a buscarlos esa misma tarde; por Pentecostés, las clases se suspendían tres días, de sábado a lunes. Tal vez pudiesen ir a casa del conde de Moret y hablarle.

Al salir de la capilla abordó de nuevo con Gaston el asunto de los herretes.

—¡No podemos darnos por vencidos, Gaston! —insistió—. Acuérdate de todos los riesgos que hemos corrido desde hace varios meses. ¿Hemos hecho todo eso para nada? Estoy seguro de que si hablamos con Moret, no nos reprobará. El padre Filleau lo ha dicho muy claro: cada cual debe ordenar sus lealtades por orden de importancia. Nuestra lealtad hacia la reina es forzosamente superior a la que debemos a los jesuitas. La reina es la esposa del rey, a su vez elegido por Dios. El conde de Moret tendrá que aprobar nuestra actuación si le contamos todo. Pidámosle audiencia.

Gaston, aunque derrotado por sus argumentos, repitió sus objeciones.

—En primer lugar, nada nos dice que Moret acepte recibirnos si se lo pedimos, y, sobre todo, ¿cómo vas a explicar a tus padres que quieres ir a su casa? Tendrías que contárselo todo, y entonces serías castigado por haber espiado a los hermanos.

—He reflexionado en todo eso durante el sermón. Pensaba escribir al conde para felicitarlo por el matrimonio de su hermana, ya que no lo vimos en el colegio y no pudimos hacerlo personalmente. En la misma carta me proponía pedirle que nos recibiese porque deseábamos comunicarle algo importante.

—Supongamos que sí —admitió Gaston, conciliador—. Supongamos también que tus padres no sospechan nada. Pero aun concediéndote de grado la primacía de nuestra lealtad hacia la reina sobre la que debemos a los jesuitas, ¿ocurre lo mismo con el conde de Moret? Una vez le hayas desvelado la verdad —y suponiendo que te crea—, ¿cómo puedes estar seguro de que sus prioridades siguen las mismas leyes que las nuestras? Imagina que ése no sea el caso, que su fidelidad hacia los jesuitas prime sobre la que él tenga hacia la que sólo es su hermanastra. Nuestras propias elecciones no tendrán valor a sus ojos, considerará indigno que se les haya espiado y le parecerá moral denunciarnos a ellos.

Louis permaneció silencioso, reconociendo lo acertado del razonamiento. El padre Filleau no había abordado aquella dificultad.

—Seríamos castigados y, sin duda, expulsados —prosiguió Gaston—. Pueden incluso hacernos arrestar y acusarnos de difundir falsos testimonios. ¡Piensa en tus padres!

—Tienes razón —aprobó gravemente Louis—, pero mi dilema es simple: puedo actuar o no hacer nada. Si, por cobardía o por debilidad, no hago nada, la reina, nuestra reina, estará perdida y yo me lo reprocharé toda la vida.

Se calló un momento antes de responder con más firmeza:

—Es como en una batalla, Gaston. Tú me lo dijiste: en un combate, corres siempre riesgos por tu honor o por tu rey. Yo estoy dispuesto a afrontar todos los peligros por mi reina.

Esta vez fue Gaston quien se quedó un rato mudo. ¿Qué habrían hecho sus antepasados? Pensando en ello, se dijo finalmente que jamás habrían dudado como lo estaba haciendo él ahora mismo.

—Escribiré la carta contigo y te acompañaré a casa del conde —decidió, reprochándose su indecisión—. Mi honor también está en juego. Pero aun en el caso de que Moret nos crea y no nos denuncie, ¿convencerá a su hermana y, sobre todo, a la reina?

—No lo sé. Pero, al menos, habremos hecho lo que el honor exige.

Al alba del día siguiente, Louis llamó a la puerta del despacho de su padre, que se hallaba en compañía del señor Charreton. Les explicó que pensaba escribir una nota al conde de Moret, su compañero de colegio, felicitándolo por el matrimonio de su hermana Enriqueta, pues no había podido hacerlo personalmente en el colegio, al estar el conde ausente.

—Sería muy juicioso —aprobó el señor Fronsac, tras un momento de reflexión—, pero ¿conoces lo bastante al conde para que no se ofenda por tal misiva procedente de un plebeyo?

—Ya lo creo, padre. Además, se trata de una carta que escribiría en latín con Gaston, a quien el conde estima sobremanera.

—¿Qué pensáis vos, Louis? —preguntó a su suegro el señor Fronsac, que vivía perpetuamente en la duda.

El señor Charreton aprobó la idea. Se acordó que los niños escribiesen su carta y que Jacques Bouvier la llevaría a la calle Montmartre, donde vivía Antoine de Borbón, en el palacio que ocupaba con su madre.

Los niños redactaron con cuidado la misiva utilizando el mejor papel del despacho. En ella, aparte de las congratulaciones, añadieron que deseaban una entrevista con el conde para comunicarle una información de suma importancia que habían descubierto.

El padre y el abuelo tuvieron la cortesía de no leer la carta, que fue llevada al final de la mañana.

Pero ¿llegaría ésta a manos del conde, que estaba más en el Louvre que en casa de su madre? ¿Y respondería favorablemente? «Nada era menos seguro», pensó Gaston, más lúcido que su amigo. Era sábado. El baile por el duque de Buckingham estaba anunciado para dentro de una semana. Tendría lugar en el Louvre.

Las horas transcurrieron lentamente para los dos niños, que esperaban a cada rato ver llegar un mensajero, pero Antoine de Borbón no dio señales de vida. ¡No habrá leído nuestra carta!, sugirió Gaston a Louis el domingo por la noche. Tendrá otras cosas que hacer.

Tampoco hubo respuesta el lunes de Pentecostés, y el martes 20 de mayo volvieron al colegio, contrariados y decepcionados, esperando sin embargo que el conde volviese al colegio.

No era el caso. Tan enfrascados estuvieron en su trabajo, que la semana transcurrió para ellos rápidamente. El final de curso estaba marcado por la entrega de los premios que se decidían a partir de un examen escrito muy difícil, para el cual sus maestros de gramática latina, de griego y de Sagradas Escrituras les darían cada día deberes. Además, le correspondió a Louis hacer una privata declamatio en clase.

El sábado 24 de mayo era San Donato, día festivo y de salida para los internos. El viernes por la tarde, el señor Charreton fue a buscarlos con Guillaume. De camino, con cada niño a la grupa, les contó que el cardenal Francesco Barberini, sobrino de Urbano VIII y legado de la Santa Sede, había hecho una entrada fastuosa en París. Llevaba, con diez días de retraso, la dispensa papal para el matrimonio entre una católica y un hereje, pero, en realidad, venía sobre todo a proponer soluciones de su tío para el conflicto que se extendía en la Valtelina entre Francia y España.

En cuanto al duque de Buckingham, su llegada estaba anunciada para el día siguiente.

Eran noticias que les llegaban entrecortadas, pues la mayor parte del tiempo los dos jinetes no podían avanzar a la par por las calles atestadas de gente y, tan pronto se separaban, el señor Charreton detenía las explicaciones.

Pero Louis no prestaba demasiada atención. Estaba de pésimo humor. El baile ofrecido para la bienvenida del duque tendría lugar al día siguiente o el domingo, y, en consecuencia, ya nada podía salvar a la reina.

—Dicen —explicó de nuevo el señor Charreton, cuando el caballo y la mula pudieron avanzar de frente por la calle de Notre-Dame— que el favorito del rey de Inglaterra llega al mando de una tropa de gentileshombres de un fasto y una riqueza increíbles. No digo yo que, oficialmente, no venga a buscar a la nueva reina de Inglaterra, pero, en mi opinión, exagera, pues su interés por que los parisinos recuerden su llegada es desmedido…

»Si queréis, os llevo para ir a ver el paso del cortejo… —prosiguió, tras una nueva interrupción debida a un atasco—. ¡Ah! Ahora que me acuerdo, un paje vino esta mañana a traeros una carta lacrada con un bonito sello azul. Seguro que es del conde de Moret agradeciéndoos vuestra carta…

Louis dio un respingo. ¿Por qué su abuelo no se lo había dicho antes? Lo cierto es que ignoraba la importancia del correo. A partir de ese momento no paró de meterles prisa a Guillaume y al señor Charreton, haciéndole visajes de alegría a Gaston.

La carta dirigida a los señores de Tilly y Fronsac era breve, redactada en francés y escrita con una hermosa caligrafía en un papel adornado con membrete dorado:

Del conde de Moret a los señores de Tilly y Fronsac, en París, hoy.

Señores, os agradezco la prueba de amistad que me hacéis. No estaré el año próximo en Clermont y lo lamento sinceramente.

Sin embargo, no deseo de vosotros ni respeto ni honores, solamente querría la misma amistad y estima infinitas que os profeso.

Os recibiré el sábado a las once.

Antoine de Borbón

Louis corrió a llevarle la carta a su padre, quien, tras haberla leído varias veces, se sintió a la vez tremendamente orgulloso y profundamente preocupado. En primer lugar, el señor Fronsac se hinchó de vanidad al descubrir que el hijo legítimo de Enrique el Grande solicitaba la amistad de su hijo, pero sintió a continuación una espantosa angustia pensando que ningún Fronsac había sido presentado nunca a un príncipe y lo ignoraba todo del protocolo que debía seguir.

De modo que llamó a su mujer y a su suegro.

—El hijo de nuestro difunto rey profesa estima y amistad por Louis y Gaston —les dijo, lleno de orgullo—. Desea verlos mañana por la mañana a las once. ¡No sé qué hacer! ¿Cómo deben actuar? ¿Debemos ir todos? ¡Ni siquiera tenemos carroza!

—Sería inútil —lo tranquilizó el señor Charreton después de haber leído atentamente la carta—. El conde desea sin duda darles las gracias en persona a sus compañeros de colegio por haberse tomado la molestia de escribirle. No será más que una entrevista de cortesía, dado que el conde apenas tendrá tiempo, pues debe asistir por la tarde con toda la corte a la llegada del duque de Buckingham. Lo más sencillo es que yo lleve en mi caballo a Gaston y Guillaume a Louis a la grupa en la mula. Lo importante es que no lleguen manchados de barro. Hija mía, ¿puedes prepararles sus mejores ropas, así como un sombrero apropiado?

Sobre todo, fue difícil vestir a Gaston, para el que no había traje de ceremonia. La señora Fronsac le adaptó una camisa de su marido y le cepilló enérgicamente sus ropas. Louis le prestó medias limpias y les adaptaron a ambos dos sombreros del señor Fronsac, a los que la señora Mallet les fijó una pluma de gallo que fue a comprar a una tienda de la calle del Temple.

Se fueron a las diez y media hacia la calle Montmartre.

Jacqueline du Bueil, la madre del conde de Moret, se había casado en 1617, en segundas nupcias, con René du Bec-Crespin, marqués de Vardes, recién recibido en la orden del Santo Espíritu. El marqués tenía su palacio en la calle Montmartre y era allí donde vivía el joven conde.

Dejaron caballo y mula en las caballerizas del palacio al cuidado de Guillaume, y el intendente, que los estaba aguardando, condujo a los niños y al señor Charreton al segundo piso del palacio.

Allí tomaron un largo pasillo hasta una puerta, a la que llamó.

El señor Charreton había observado las banquetas a lo largo del corredor. No deseaba parecer indiscreto, y había entendido perfectamente que el hijo de Enrique IV quería ver a los dos niños a solas. Explicó entonces al intendente que sólo había acompañado a su nieto y que esperaría en una de las banquetas.

En ese momento un lacayo abrió la puerta. El señor Charreton se quedó detrás y los niños entraron en una antecámara amueblada con un armario, sillas tapizadas y fruncidas con una hermosa tela y un bargueño policromado. Por una puerta abierta les hizo pasar a una enorme cámara panelada hasta media altura que daba al patio interior. El intendente cerró la puerta tras ellos.

La sala ocupaba toda una pared del palacio. Un gran lecho de gala con columnatas, adornado de brocatel estriado con florecillas, presidía un extremo de la sala. En el extremo opuesto estaban dispuestas mesas, sillas, sillones y sillas de tijera.

El conde de Moret, en bata de damasco bordada con franjas de plata, estaba instalado en un amplio sillón tapizado y un criado lo afeitaba. Levantó una mano amistosa hacia los dos niños, más nerviosos de lo que querían aparentar, haciéndoles una seña para que se acercasen.

—Gracias por vuestra carta, amigos míos, me ha emocionado. Como os he dicho, ya no iré a Clermont el año que viene, mas puedo aseguraros que estoy orgulloso de haberos conocido. Habríais sido dignos compañeros de mi padre.

Louis echó una rodilla en tierra.

—Monseñor, mi abuelo, que nos ha acompañado, combatió por Enrique el Grande.

—¡De casta le viene al galgo! —exclamó Moret riendo—. ¡Estaba seguro de ello!

Tomó de las manos del barbero la toalla caliente que éste preparaba, se limpió el rostro y luego, devolviéndosela, hizo señas al hombre y al lacayo, que sacaba sus ropas de un guardarropa, para que se alejasen.

Los dos criados salieron por una puerta disimulada detrás de un bello espejo de treinta pulgadas y opuesta a la de la antecámara. En la pared situada enfrente de las ventanas, Louis observó un retrato del rey y otro de Enrique IV.

—¿Deseabais confiarme alguna cosa? —preguntó entonces el joven en voz baja.

—Sí, monseñor —dijo Gaston, con un nudo en la garganta—. Es una conversación… que sorprendimos, y hemos dudado muchísimo antes de decidirnos a hablaros de ello.

Moret bajó la cabeza. En su semblante, una expresión impenetrable.

—¿Y bien? —dijo impaciente, al cabo de unos segundos, al ver que los niños seguían mudos.

—Comprended, señor —dudó Gaston—, que no estamos seguros de nada…

Y, de repente, haciendo acopio de todo su valor, Tilly soltó de una tirada y a todo correr:

—Los embajadores ingleses van a regalar a la reina, o ya lo han hecho, unos herretes de diamantes. Ellos lo ignoran, pero esos diamantes son falsos. Es una artimaña, señor conde. El embajador de España, que forma parte de la cábala, lo hará notar públicamente con ocasión del próximo baile que se celebrará en honor del duque de Buckingham, lo que humillará a la reina, al rey y a Francia.

Moret se quedó estupefacto ante aquella inesperada parrafada, emitida a toda velocidad. Luego miró detenidamente a los niños antes de preguntar con una sonrisa de incredulidad, sacudiendo la cabeza:

—¿Qué historia es ésa?

—El escándalo será tal que romperá la alianza inglesa, monseñor —intervino Louis—. Es el objetivo de esa maquinación.

Moret se quedó entonces silencioso, ligeramente inquieto. ¿Qué habían descubierto aquellos niños? ¿Y dónde? La corte era entonces un hervidero de conjuras, intrigas y maniobras. ¿Era posible una intriga como ésa?

Se levantó y dio unos pasos para calmarse, con la preocupación reflejada en su rostro.

—¿Cómo os habéis enterado?

Louis tomó de nuevo la palabra:

—Fue en nuestro dormitorio del colegio, monseñor. Yo estaba en cama y oí murmullos. Tardé en comprender que venían del suelo…

—¿Y quién estaba en el suelo? —ironizó Moret.

—Debajo está la habitación del rector, así como su antecámara, en donde recibía al padre Caussin y al padre Cotton.

—¿Estáis acusando al provincial de Francia? —preguntó sombríamente Moret.

—Sólo os digo lo que oí, monseñor. Pero debo puntualizar que el provincial y el padre Filleau se oponían al proyecto.

—¿Quién lo ha organizado, entonces? ¿El padre Caussin solo?

—No, monseñor. Fue un jesuita inglés, el padre Southwell, que da clases en Clermont, pero la idea es del padre Mendoza, y fue aprobada por el prepósito de la orden, monseñor Vitelleschi.

—¿El padre Diego Antonio Mendoza que estuvo en el colegio?

—Sí, monseñor.

«¿Cómo iban a inventarse algo así aquellos niños?», se dijo Moret, mirándolos atentamente.

En sus rostros sólo leyó temor y sinceridad.

—¿Qué habéis oído exactamente? —preguntó más conciliador.

—Lord Carlisle recibió la visita de un hugonote que le propuso ofrecer unos herretes a la reina de parte del duque de Buckingham. A cambio, le pidió para sus correligionarios la protección de Inglaterra. Pero aquel hombre era un agente del complot. Los herretes llevan diamantes falsos que Mendoza entregó en Holanda al padre Southwell para engastarlos en las monturas de oro.

Moret dio de nuevo unos pasos.

Si ese proyecto era verídico, estaba bastante bien pensado. En la corte había muchos enemigos contrarios a la alianza inglesa. Si un escándalo que pusiese en evidencia a su esposa tenía lugar durante el baile, su hermano el rey sería tan mortificado que rompería toda relación con la corte de Saint-James. ¡Gentes con tan pocos escrúpulos como para ofrecer joyas falsas no podían ser de fiar, dirían en todas partes!

—La noche de los esponsales, antes del ágape y durante la entrega de los regalos, lord Carlisle, en efecto, regaló, de parte de su rey, doce herretes de diamantes a la reina —dijo entonces Moret—. Pude verlos y eran magníficos. Según vos, entonces, ¿serían falsos?

Gaston y Louis no sabían qué decir ante el tono de incredulidad y ligeramente agresivo del conde.

Pero, en realidad, Moret estaba ya convencido. Lo estaba casi tanto como enamorado. Desde el momento en que había sido presentado a la duquesa de Chevreuse, había caído locamente enamorado de ella, aun sabiendo que no podía esperar nada de la encantadora hechicera, puesto que ella amaba al conde de Holland. Ahora bien, lo que aquellos niños acababan de decirle podía dar impulso a sus pretensiones. Apenas Louis le había explicado el propósito de la cábala, había sopesado las ventajas e inconvenientes que tendría en denunciarla. Si en la corte tenía lugar un escándalo que pusiese en entredicho a los embajadores, éstos dejarían Francia y él tendría vía libre… ¡A no ser que la duquesa se fuese con lord Holland! ¿No decían que había convencido a su marido para que aceptase un puesto de embajador en Londres?

Entonces la habría perdido para siempre.

En cambio, si la reina se enteraba de que los ingleses le habían regalado joyas falsas, con toda seguridad se lo contaría a la señora de Chevreuse, su mejor amiga. Bastaba con no hablar de los jesuitas y considerar, por ejemplo, el regalo como una tacañería de Buckingham y de los embajadores. Eso podría separar a la señora de Chevreuse de Holland, y entonces ella caería en sus brazos. Sin contar con que él obtendría toda la gratitud de la reina y, tal vez quizá, también la de su hermano el rey.

Moret se aferró a esta idea.

—¿Qué queréis exactamente de mí? —preguntó, rompiendo el silencio que había mantenido hasta el momento.

—Durante los esponsales en Notre-Dame, monseñor, estábamos en una ventana y yo vi que vuestra hermana, la señora de Épernon, hablaba con la reina. Me han dicho que fue su dama de honor. Quizás podría prevenirla.

Moret puso cara de duda, antes de proponer:

—Puedo hacerlo, pero temo que sea demasiado tarde, pues Buckingham llega hoy mismo. Sin embargo, si logro ver a mi hermana, le diré solamente que los herretes que lord Carlisle regaló a la reina son sospechosos y que convendría que los hiciese examinar por su joyero antes de ponérselos. No hablaré de los jesuitas. Acusándolos iría demasiado lejos, y los tengo en gran estima.

—¡Pero lord Carlisle será entonces considerado un bribón, monseñor! —se alteró Gaston.

—¡Es verdad! —suspiró el conde con una mueca de compasión—, pero ¿es eso tan grave? ¡Es lo que todo el mundo piensa de él! En mi opinión, es lo que causará menos desorden. En el peor de los casos, Carlisle será negado por su rey.

Louis asintió. Tampoco él tenía ganas de indisponer contra los jesuitas, porque entonces, ¿hasta dónde llegaría la venganza del rey?

—¿Y si el joyero no se da cuenta, señor? —preguntó entonces.

Moret alzó una mano, indiferente.

—Vos y yo habremos cumplido con nuestro deber… Me ha conmovido vuestra confianza, amigos míos, pero ahora debo prepararme.

Ese mismo sábado, el duque de Buckingham hizo una entrada tan fastuosa en París que se recordaría hasta diez años más tarde. Rodeado de veinticinco gentileshombres y de doce pajes, iba seguido de ocho grandes señores de Inglaterra y de veinticuatro jinetes, todos en caballos de batalla, cada uno de ellos escoltado por siete pajes y siete lacayos. Con la servidumbre y el personal indispensable según su rango, médicos, cirujanos, secretarios y otros, su séquito se elevaba a cerca de setecientas personas.

Era el cortejo de un rey, de un conquistador, de un semidiós.

De una juventud y belleza insolentes, cubierto de encajes y joyas, el duque atravesó un París boquiabierto por su magnificencia. Seguido por miles de habitantes que lo ovacionaban, se dirigió en primer lugar al palacio de Chevreuse, donde iba a alojarse. Un poco más tarde, acompañado del conde de Montgomery y rodeado de una tropa menos numerosa y, sobre todo, menos fastuosa y menos arrogante para no molestar al rey de Francia, dejó la calle Saint-Thomas-du-Louvre por la lúgubre fortaleza donde vivía el atrabiliario Luis XIII.

El Louvre formaba en esa época un cuadrilátero en torno al patio donde se había elevado la torre del homenaje originaria. Enrique IV había mandado construir una larga galería entre el edificio y las Tullerías, pero el rey y la reina seguían viviendo en las únicas alas construidas por Pierre Lescot, que daban al Sena y al patio interior, servidos y rodeados de oficiales, criados y seiscientos soldados que vivían allí permanentemente.

Tras penetrar en el palacio por la gran escalera, el duque fue conducido a los apartamentos reales, situados a unos pasos. Durante todo ese tiempo permaneció rodeado de una multitud de cortesanos maravillados por su gracia. Sin embargo, el rey no le manifestó ningún calor y pareció incluso envidioso de la riqueza y prestancia de aquel hombre vigoroso que no tartamudeaba. ¡Todo lo contrario que él! Al duque le traía sin cuidado su actitud, pues en realidad venía a París para cortejar a su mujer.

George Villiers, aunque súbdito fiel del anterior rey de Inglaterra, era también un gran seductor. Mas por mucho que las bellezas de la corte se desmayasen a su paso, o le ofreciesen riendo el espectáculo de sus senos palpitantes, Buckingham las ignoraba. Por quien había venido era por la reina.

Pocos lo sabían, pero el duque se había detenido ya en París dos años antes, cuando acompañaba al príncipe de Gales, que iba discretamente a España. Con ocasión de un baile celebrado en la corte, al cual habían asistido de incógnito, George Villiers había visto a Ana de Austria y había jurado que algún día sería suya. Volvía para ejecutar su plan. Rico como Creso, bello como un dios y gozando de un prestigio sin parangón, no dudaba de su éxito.

Tras la fría recepción de Luis XIII, el favorito del rey de Inglaterra mantuvo una entrevista con el cardenal Richelieu, rodeado de los principales ministros. Acordó con ellos los detalles del viaje de la esposa de su rey y discutió el proyecto definitivo de alianza entre los dos países, así como la situación en el Palatinado alemán, donde el príncipe, pariente del rey de Inglaterra, había sido expulsado por los españoles. En realidad, el duque parecía distraído. Estaba impaciente por encontrarse con la reina de Francia, junto a la cual lo llevaron al finalizar aquella entrevista.

Villiers había sido agradablemente sorprendido por los apartamentos del rey. En aquella antigua fortaleza, tan oscura que había que iluminarla de día con antorchas, en esos sucios y pestilentes corredores, había encontrado las dependencias reales fastuosas, con sus tapicerías tejidas de oro, sus vitrales y sus sillas tapizadas de raso. Se quedó todavía más desconcertado cuando lo introdujeron en los apartamentos de la reina, contiguos a los del rey: salas mucho más vastas, mucho más lujosas y, sobre todo, muy luminosas, con ventanas que daban a un gran arriate, delante del Sena, aunque para acceder a la antecámara, donde lo hicieron esperar unos instantes, hubiese que pasar por la gran caballeriza infestada de barro, estiércol y orines.

No estaba solo en la antecámara contigua a la capilla y a la sala de guardia, y se percató de que quizá tuviese algunas dificultades en encontrarse con la reina, frente a frente, para seducirla.

Fue la señora de Chevreuse, acompañada de dos damas de honor, quien vino a buscarlo y quien lo acompañó a la gran cámara de gala.

Ana de Austria encontró a Buckingham todavía más amable de lo que se había imaginado. El duque se mostró atrevidamente familiar y la reina lo trató como un viejo amigo. La señora de Chevreuse se hallaba presente en aquella aparente intimidad; no obstante, el duque se mostró tan campechano que el entorno real se quedó muy sorprendido por ello, lo que provocó algunos rumores.

Desde el amanecer del día siguiente, el Louvre no fue sino un hervidero de gente. Los arqueros del prebostazgo del palacio abrieron los enormes batientes de la puerta Borbón a partir de las cuatro y montaron guardia del otro lado del puente levadizo, dejando el paso franco primero a una compañía de la guardia francesa vestida de azul con paramento rojo y luego a un ejército de obreros, lacayos, secretarios, cocineros, criados y costureras que esperaban desde hacía tiempo.

Todo el mundo se precipitó al patio cuadrado, todavía cubierto de excrementos. Durante ese tiempo, los criados y los oficiales que vivían en palacio se apresuraban a encender antorchas y bujías en las lámparas.

Todos fueron prestamente a su puesto. La jornada estaría dedicada a la preparación del gran baile de la noche que tendría lugar en el salón principal, en lo alto de la monumental escalera construida por Enrique II. Si la agitación fue general en todo el palacio, en el apartamento de la reina era mayor.

El rey tenía entonces sus apartamentos en dos pisos, en la unión de las alas sur y oeste. En la planta baja se hallaba la sala del consejo; en el primer piso, su alcoba y sus gabinetes, que comunicaban por un pasillo con la gran sala. La reina ocupaba el ala sur, que comunicaba con los apartamentos de su esposo por el piso. Disponía de una cámara, de un gran gabinete y uno pequeño contiguos, de una antecámara, de un guardarropa, de una capilla y de una sala de guardia, todas estas piezas, salvo la antecámara, con vistas a los arriates delante del Sena.

Aquella tarde, toda su casa desarrollaba una actividad febril y el apartamento se hallaba repleto de gente. La sala de guardia filtraba cuidadosamente las entradas y otros vigilaban el paso hacia el patio. En el gabinete grande esperaban, charlando, su capellán ordinario, su confesor particular y uno de los ocho capellanes, pues iba a celebrarse una breve misa en la capilla antes del baile. Con ellos estaban instalados sus médicos, cirujanos y boticarios, así como algunos oficiales particulares que esperaban a que los llamasen. Un guardia de honor estaba de servicio permanente ante el pasaje que conducía a los gabinetes y a la cámara de la reina.

En el gabinete pequeño se afanaban sus damas de honor y la gobernanta que las mandaba, así como las camareras y costureras. Cada una tenía su trabajo y preparaba con cuidado las piezas del vestido que la reina llevaría y que ellas iban a buscar al guardarropa.

En la cámara de gala estaban las damas de honor y la azafata de palacio, responsable de las joyas y de los vestidos, así como la camarera mayor, lista a responder a la menor necesidad de Ana de Austria dando una orden a una de las innumerables camareras. La reina necesitaba sin cesar ropa blanca, agua, perfume o cremas. Algunas damas de honor se ocupaban de su ropa interior, de las horquillas, rizadores y peines necesarios para su peinado.

La duquesa de Chevreuse había llegado un poco antes, ataviada ya para el baile. Para no arrugar su vestido de verdugado, se había instalado en el lecho de altos pilares montado en un estrado y se había arrimado lánguidamente a la sábana de raso bordada a juego con las sillas y los sillones. Tenía a su lado el cofre precioso regalado por lord Carlisle y examinaba pensativamente los herretes de diamantes.

Menos mal que su marido el duque de Chevreuse era riquísimo, porque su amante, lord Holland, no habría podido hacerle un regalo tan suntuoso. Esbozó una sonrisa pensando en la coplilla vulgar que circulaba en el Louvre sobre los gentileshombres demasiado tacaños con su amante:

¡Antes un león me saldría del culo

que de su boba un miserable escudo!

—¿Vais a llevar los herretes, señora? —preguntó.

Ana de Austria, instalada en un amplio sillón tapizado de raso, estaba todavía en camisa de tela fina, que dejaba transparentar la prenda que ceñía sus senos y las medias de seda azul que llegaban hasta su calzón de damasco ajustado a la cintura. Dos mujeres le aplicaban afeites en el rostro, otra le empolvaba los cabellos. Antes de enfundar su camisa, la habían friccionado con pomadas y aceites odoríferos indispensables para enmascarar la pestilencia de las axilas.

La gobernanta que estaba en la antecámara hizo entonces entrar a la señora de Épernon, la exdama de honor de la reina.

—¿Dónde estabais, Gabrielle? Os he mandado buscar por todas partes —preguntó la reina a la hija natural de Enrique IV.

Gabrielle-Angélique parecía contrariada o, más exactamente, descompuesta. Se arrodilló a los pies de Ana de Austria, a la que mucho quería, para excusarse y rendirle homenaje.

—He venido tan rápido como he podido, señora. Mi esposo no quería que viniese sola a palacio y he tenido que decirle que os enfadaríais mucho si no estaba con vos mientras os vestían. Afortunadamente ha cedido, pero va a estar irritado conmigo durante mucho tiempo. He tenido que ocultarle que, de camino, iría a ver a mi hermano.

—¿A cuál? —preguntó irónica la Chevreuse.

—Al conde de Moret. Me había dicho ayer que quería verme por un asunto muy grave. Menos mal que su palacio no está lejos de la calle Vieille-du-Temple[79].

Ana la cogió afectuosamente de la mano y le indicó que se sentase en el pequeño escabel cercano a su lecho.

—¿Un asunto muy grave? ¿No tendrá que ver conmigo? —bromeó la Chevreuse con una sonrisa pícara—. Me pareció sorprender algunas miradas licenciosas en Antoine.

—Mi hermano, en efecto, me ha hablado de vos, Marie —confirmó la señora de Épernon con una sonrisa de alegría, estrujando nerviosamente su pañuelo de borlas de oro—, pero no es por el amor que os profesa a vos por lo que quería hablarme. Se interesaba más en lo que tenéis entre las manos.

Marie de Rohan bajó los ojos y miró con curiosidad y sorpresa el cofre de los herretes.

La reina comprendió que la señora de Épernon estaba nerviosa. Hizo un ademán para que las mujeres que se ocupaban de ella se alejasen hacia los gabinetes. Bajo la mirada vigilante de la primera doncella y de la azafata, se hizo el vacío en torno a Ana de Austria. En sus aposentos sólo quedaron la Chevreuse y la señora de Épernon.

—¿Por qué se interesa vuestro hermano por los herretes de diamantes? —preguntó Ana.

—Según él, señora, y no ha querido decirme cómo se ha enterado, los diamantes son falsos.

Marie bajó los ojos avergonzada por tener que utilizar esas palabras.

—¡Falsos! —susurró la Chevreuse, que no salía de su asombro—. ¡Pero eso es imposible!

—Sobre todo, incomprensible —dijo la reina, primero sorprendida y luego disgustada.

—Quizá sea una información errónea, señora. Sólo me ha pedido que os suplicase que mandaseis examinar los herretes a vuestro joyero. Según él, otras personas saben que las joyas son falsas, y si se verificase, y difundiesen la noticia en el baile, el escándalo sería mayúsculo.

La reina se quedó silenciosa.

«¿Qué significaba aquello? —pensaba—. ¿Era simplemente por tacañería por lo que el rey de Inglaterra le había regalado joyas sin valor o había algo más?»

Finalmente decidió que era inútil hacerse preguntas, puesto que ignoraba la veracidad de aquella historia.

—Id a buscar a mi joyero y llevadle al gabinete pequeño, donde se quedará solo —ordenó a su azafata.

La azafata hizo una reverencia y se alejó. El joyero estaba en el gabinete grande, listo para efectuar cualquier modificación rápida sobre la colocación de una joya.

—Gabrielle —decidió entonces la reina—, nadie debe saber lo que os pido. Coged esos herretes e id vos misma a exigirle a mi joyero que los examine con atención. Que se tome su tiempo y que no dictamine hasta estar seguro.

La señora de Épernon, con expresión grave, se inclinó, tomó las joyas de manos de Marie de Rohan y se alejó.

Volvieron las mujeres para terminar el maquillaje, luego la dama de honor hizo señas a la doncella de que avisase a las camareras para que, a continuación, llevasen los vestidos de la reina, que se levantó esperándolas y dio algunos pasos hacia la ventana, profundamente turbada. Su mirada se perdió en los arriates del jardín que bordeaban el Sena, luego siguió con los ojos el lento movimiento de las lanchas y los barcos. Aquella contemplación la calmó un poco.

Siempre silenciosa, la reina se dejó vestir un cuerpo de finas varillas de mimbre y luego una camisa de seda.

Marie de Rohan la observaba en silencio, reflexionando: si los herretes de diamantes eran falsos, ¿era una idea de lord Holland o de lord Carlisle? Se acordó de que Holland pareció sorprenderse cuando lord Carlisle le había regalado los herretes en nombre del rey de Inglaterra.

Pero, sobre todo, ¿estaba enterado el duque de Buckingham de esta felonía?

Bajo la vigilancia de la azafata, la reina se ponía ahora las enaguas superpuestas que serían cubiertas por el verdugado. Cuando lo hubo hecho, sus damas de honor empezaron a atar su vestido de gala en torno a la cintura, una operación complicada a causa de las ballenas, armazones y varillas que le daban forma. Era necesaria la ayuda de varias personas para lograrlo.

Una vez que el conjunto estuvo bien abombado en sus caderas, las damas de honor anudaron en torno al escote de Ana de Austria el cuello, compuesto de cinco capas de encaje almidonado que, durante toda la velada, le impediría mover la cabeza.

Otras mujeres se aprestaban a preparar los zapatos de alto tacón con una roseta de lazos, los guantes perfumados, los abanicos decorados y los pañuelos con caireles de oro; había otras encargadas de verificar los lazos, las joyas y los cordones de oro que podrían añadirse, cosidos en el vestido o unidos por alfileres de oro.

En la corte apenas se respetaba el edicto de 1608 que prohibía llevar ninguna tela de oro o de plata, ni siquiera bordados, pasamanería o cordones, terciopelo, raso o tafetán mezclados, cubiertos o trenzados con oro o plata.

La señora de Épernon regresó en el momento en que finalizaban los preparativos. Iba acompañada del joyero, pues se había enterado por las damas de honor de que la reina ya estaba vestida.

Ana de Austria mandó alejarse a todo el mundo en torno a ella.

El joyero, un anciano de antiparras que estaba al servicio de Ana de Austria desde su llegada a Francia, se arrodilló ante ella.

—Y bien, señor, ¿qué pensáis de los herretes? —preguntó Ana con inquietud.

—Las piedras están soberbiamente montadas, señora. Pero sólo son cristales.

—¿Estáis seguro?

—Sí, señora. Se trata de piedras que se encuentran sobre todo en España, pues llegan de Perú.

La reina bajó la cabeza, como indiferente a aquella odiosa trampa en la que querían hacerla caer. Se volvió hacia el Sena, que miró largamente pensando con tristeza en su país.