16

Al despertar, los internos del cubicula, descubrieron las camas vacías de Louis y de Gaston. Clary, preocupado, fue junto al padre Galliffet, que le respondió secamente que los señores de Tilly y Fronsac estaban castigados y encerrados en la cámara de las meditaciones.

Hérisson se percató de inmediato de que los habían pillado. Pero ¿había sido antes de dejar el colegio o a la vuelta de su expedición?

—¿Desde cuándo están allí, padre? —preguntó con un nudo en la garganta.

—Desde esta noche.

—Pero ¿qué van a comer, padre?

—¡Ayunarán! —replicó el jesuita con cólera—. Han cometido una maldad de tal gravedad que su castigo será ejemplar. A no ser por uno de los vigías, bendito sea, que avisó al rector, no habríamos sabido nada de su crimen.

—¿Podemos ir a verlos, padre? —preguntó Hérisson en un susurro.

—¡De ninguna manera! Y os ruego que no sigáis hablando de esos bribones. ¡Preparaos en silencio y bajad enseguida a las letrinas, si no queréis reuniros con ellos!

El padre Galliffet, después de haber recorrido la habitación con una mirada colérica para comprobar que nadie tomaba partido por los ausentes, salió para ir a los apartamentos de los otros internos del piso.

Jacques Hérisson volvió a su cama y se vistió demudado. Todo se atropellaba en su cabeza. Pensaba en sus amigos encerrados en aquel calabozo de los suplicios, en lo que iba a sucederles y, sobre todo, en lo que Gaston le había dicho la víspera: cómo actuar si los pillaban, y quería ayudarlos. Pero el hijo del cerrajero, entre la espada y la pared, tenía miedo. Las piernas le temblaban, no tenía valor para enfrentarse con el rector. Por otra parte —se justificaba—, nadie lo iba a creer, puesto que los sacerdotes sabían que él era amigo de Gaston y de Louis.

Los otros niños se habían reunido en torno a Clary y cuchicheaban sobre aquel increíble acontecimiento. Finalmente, el grupo al completo se acercó a Hérisson:

—¿Sabes lo que ha pasado? —preguntó Clary.

Hérisson sacudió la cabeza negativamente sin mirarlo.

—¡Pues ayer estuviste con él todo el tiempo! —lo contradijo Le Pontonnier—. Estoy seguro de que te dijeron lo que iban a hacer.

Hablaba alto. El motivo de su agresividad era que temía ser la causa del castigo de sus amigos.

«¿Quién era ese vigía que los había denunciado? —se preguntaba preocupado—. ¿Sería Rouville o uno de sus compinches?»

—¡Yo no sé nada! ¡Dejadme en paz! —les soltó Hérisson dándoles la espalda y reprimiendo un sollozo.

Tras el paso por las letrinas, y luego de decir sus oraciones, se sentaron a su mesa de trabajo, pero ninguno tenía ánimos para hacer nada. Incluso Chazelles se preocupaba por la suerte de Louis Fronsac, al que no apreciaba. Los niños del cuarto tomaban conciencia de que formaban una especie de familia y de que la ausencia de dos de los suyos sería una herida que los haría sufrir durante semanas si no lograban salvarlos.

Bajaron a desayunar y a continuación Clary, Le Pontonnier y Chazelles se encontraron en el patio tratando de hallar argumentos para convencer a Hérisson de que hablase. Paul de Gondi y La Chesnay, avisados, se habían reunido con ellos.

Pero Jacques Hérisson, finalmente, había reflexionado y fue él quien se acercó al grupo. Estaba decidido a decirles lo que sabía.

—Gaston y Louis querían salir esta noche —les explicó.

—¿Salir? ¿Del colegio? —exclamaron todos, petrificados de horror.

Gondi sacudió la cabeza, incrédulo. Clary esbozó una mueca dubitativa. En cuanto a Le Pontonnier, estaba a punto de hacer una réplica burlona cuando Hérisson los hizo callar:

—¡Ni una palabra! ¡Nadie debe saberlo! Ni siquiera sé lo que han descubierto los hermanos.

—Por el prefecto de refectorio me he enterado de que esta mañana se reunirá un consejo para juzgarlos —intervino Gondi—. Entre tanto, están encerrados en la cámara de las meditaciones.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó La Chesnay, desesperado, pues se sentía culpable de haber enviado a sus amigos junto a su hermano Robert.

—¡Nada! —respondió Clary—. Serán azotados por el presidente y sin duda expulsados del colegio como medida ejemplar.

Ante aquella certeza, nadie habló durante un rato; luego Hérisson les confesó:

—Gaston me pidió que, si los cogían, fuese a ver al rector y le dijese que era una apuesta entre él y yo.

—¿Por qué? —preguntó Clary.

—No sé lo que iban a hacer fuera, y nunca quise saberlo, pero pensaba que podría justificarse diciendo que yo lo había desafiado a salir.

—¿Y por qué ibas a provocarlo? ¡Eres su amigo! —exclamó Gondi.

—Es lo que yo le dije. Que los hermanos jamás me creerían.

—Habría dado resultado si hubiese sido una provocación de Rouville —reconoció Clary tras un instante de reflexión—. Eso los curas se lo habrían tragado.

—¿Qué clase de desafío teníais pensado? —preguntó Chazelles—. ¿Sólo salir?

—No. Ir hasta San Julián y recitar allí la oración de los viajeros. Fronsac tenía que acompañarlo como testigo.

—Esperemos hasta saber cómo transcurre el consejo —propuso Gondi—. Sabremos algo más antes de comer.

Fue el portero quien los sacó de la sala de meditación. Dos horas antes, les había llevado un pan de centeno gris, de corteza dura y áspera, así como un vaso de agua. Lo siguieron en silencio, con las piernas temblorosas y el corazón latiendo desbocado.

La gran sala del consejo estaba amueblada con veinticuatro sillones de roble macizo cubiertos de tafilete negro y con una larga mesa de mármol. En la pared, un gran crucifijo de plata y un retrato de Ignacio de Loyola eran los únicos elementos decorativos.

No todos los asientos estaban ocupados.

El rector se sentaba en el medio, ante la mesa y frente a los niños. A su izquierda se encontraban el padre Southwell, luego el padre Cellot —el prefecto de estudios—, el padre Gregory, el padre Ambroise —el prefecto de los internos— y finalmente su prefecto de cámara, el padre Galliffet. A la derecha del rector se hallaban el padre Camus —su maestro de gramática latina—, el padre Sirmond —el bibliotecario— y luego su director espiritual: el padre Amyot, Nicolas Caussin y, finalmente, Louis de La Salle, el profesor de Sagradas Escrituras. Casi todos habían adoptado una expresión dura y hermética. Sólo el padre Sirmond y el padre de La Salle tenían aspecto abatido.

El portero dejó a los niños de pie y salió. Ambos llevaban su birrete respetuosamente en la mano.

—Nos hemos reunido aquí para decidir la sanción contra los señores Fronsac y de Tilly, que han cometido una de las más graves e inexcusables faltas para un interno del colegio —empezó el rector, cuyos ojos despedían chispazos de cólera—. Habéis salido después de apagar las luces y vuelto un poco antes de medianoche. En primer lugar, vais a explicarnos cómo habéis abierto las dos puertas por las que habéis pasado.

—Un criado de mi casa me enseñó a forzar cerraduras, padre —respondió Gaston, antes de que Louis tuviese tiempo de hablar.

—¡Qué infamia! —exclamó el padre Filleau con un movimiento de repulsión.

Que un niño supiese actuar como un ladrón lo indignaba, pero más todavía el hecho de que él mismo hubiese sido incapaz de descubrir un alma tan negra.

—Desde luego, habéis preparado con tiempo esa expedición —supuso—, puesto que teníais una vela y un mechero en el bolsillo.

—Sí, padre —admitió Gaston, incómodo porque el padre Southwell no le quitaba el ojo de encima.

—Ahora, explicadnos adónde fuisteis…

—Hasta San Julián el Pobre, padre —intervino Louis.

Los jesuitas parecieron sorprendidos, algunos intercambiaron algunas palabras a media voz. Southwell miraba a los niños con creciente interés.

—¿Por qué? —preguntó el padre Caussin.

—Era un desafío, padre —balbució Gaston—. Una estúpida bravata que lamento.

—¿Un desafío? ¿Qué clase de desafío?

—Una apuesta con algunos de nuestros compañeros. Yo dije que era capaz de salir por la noche, ir a San Julián, decir la oración y volver. Louis tenía que ser mi testigo.

—¿Qué oración? —preguntó Southwell disimulando ahora una sonrisa de intriga.

—Los viajeros que llegan a París recitan una oración en San Julián para encontrar hospedaje —le respondió el bibliotecario—. Es una tradición que tiende a desaparecer.

—¿No habéis encontrado nada mejor para justificaros? —inquirió el padre La Salle, su profesor de Sagradas Escrituras.

—Sin embargo, es cierto que ayer los señores de Tilly y Fronsac vinieron a pedirme el texto exacto de la oración —intervino de nuevo el padre Sirmond girándose hacia él.

—Comprobémoslo —propuso el padre Caussin con una mirada pérfida—. Señor de Tilly, recitadnos vuestra oración.

Señor, que has vuelto insigne por su virtud hospitalaria al bienaventurado Julián, tu piadoso mártir, te imploramos, nosotros tus servidores, paro que, por sus méritos y su intercesión, te dignes conducirnos hacia un hospedaje conveniente y que plazca a tu divina majestad —salmodió Gaston.

Los hermanos se miraron visiblemente asombrados. No se esperaban aquello. ¿Toda aquella historia podía resumirse en una estúpida apuesta? El semblante de Caussin incluso revelaba una pizca de irritación. No era lo que esperaba, desde luego.

—¿Visteis el altar? ¿Podéis describírmelo?

—Entramos con el campanillero del toque de ánimas, padre —mintió Louis—. Hay dos altares, uno dedicado a la Virgen y otro a San Agustín.

El padre Filleau se mesó la barba como para calmar sus dudas. En ese momento, el padre Southwell, que estaba a su izquierda, le susurró unas palabras al oído. El rector bajó la cabeza y luego transmitió a su vez las palabras a su vecino de la derecha, el padre Sirmond, que también asintió.

—Señores, vais a volver a vuestra celda. Más tarde se os informará de mi decisión.

El padre Galliffet se levantó para ir a buscar al portero, que se llevó a los dos niños.

Los sacerdotes se quedaron solos.

—¿Y bien, hermanos? —preguntó Filleau.

—No sé qué pensar —dijo el padre Camus apartando las manos para marcar su indecisión.

—Yo les creo —decidió el padre Sirmond—. Tengo mucho afecto a los señores de Tilly y Fronsac. Son excelentes alumnos, de mente viva y abierta. Pero al señor de Tilly le hierve la sangre. ¿Recordáis el duelo? Es perfectamente capaz de haber aceptado un desafío estúpido.

—Yo soy de la opinión contraria —replicó Caussin—. ¡Mienten!

—Pero vos no los conocéis, padre —saltó Galliffet—. Yo los tengo en mi cubicula desde hace un año. Pocas veces he visto tan buenos alumnos. Siempre dispuestos a ayudar a sus compañeros.

—¿De qué duelo habláis? —intervino Southwell.

—El joven Tilly desafió a caña a un chico de cuarto, un joven noble como él que lo detesta. Fronsac fue su testigo. Y los dos pequeños vencieron a los mayores. El señor de Tilly le rompió un brazo a su adversario.

—¿Y no fueron expulsados? —se asombró Southwell.

—Tendrían que haberlo sido —se lamentó Filleau—. No habríamos llegado a esto si hubiésemos sido más severos. Pero el conde de Moret intercedió por ellos, así como algunos jóvenes de primera nobleza. Se habría producido un escándalo y preferí evitarlo.

Southwell bajó la cabeza en señal de aprobación.

—Ese Tilly parece tener una mente calenturienta. ¡Un chico de una audacia temible! —exclamó el padre Caussin.

—Es cierto, pero también brillantísima, como su amigo Fronsac, que es un chico serio, reflexivo y fiel, muy metódico, y con un gran sentido del honor tratándose de un plebeyo.

—Es cierto que son excelentes alumnos —reconoció el profesor de Sagradas Escrituras.

—¡En efecto! —aprobó el padre Gregory—. Sobre todo el señor de Tilly, en eso estamos de acuerdo.

—Los oiré en confesión —decidió el padre Amyot—, y conoceré la verdad.

Apenas fueron encerrados los niños en el calabozo, el padre Southwell fue a verlos.

Cuando el portero hubo salido, el inglés se apoyó contra la pared y los miró largamente antes de decir:

—Señor de Tilly os he descubierto.

—¿Cómo, padre? —preguntó ingenuamente Gaston.

El padre tendió un dedo acusador:

—¡No mintáis, muchacho! Hace dos meses, delante del Petit-Châtelet, soltasteis estas palabras a mi espalda: «Padre Southwell, hay unos truhanes que quieren matarlo esta noche en la hostería».

Tilly abrió la boca para protestar, pero Louis se lo impidió:

—Es verdad, padre —reconoció con franqueza.

—Sospechaba que se trataba de un alumno de Clermont —dijo Southwell con una falsa sonrisa—. ¿Por qué me habéis dicho eso?

—Estábamos con un criado de mis padres —explicó Louis—. Teníamos una autorización de salida aquella tarde por un problema familiar. De camino, nos detuvimos un rato en el Puente Pequeño a mirar los titiriteros. Gaston sorprendió entonces una conversación entre algunas personas que no conocía y que estaban cerca de nosotros. Sólo pronunciaron unas pocas palabras, pero muy inquietantes. Repite lo que oíste, Gaston.

—Sólo oí las palabras del que estaba cerca de mí, padre. Dijo algo así como: «Llamaré a su puerta pretextando que llevo un mensaje del padre Cotton, el provincial de Francia. Me abrirá confiado y vosotros lo golpeáis. Luego lo sacamos por la ventana».

—¿Y luego? —preguntó Southwell reprimiendo un escalofrío de inquietud.

—No sabíamos qué hacer, padre —explicó Louis apartando los brazos en señal de evidencia—. Le pedí a Guillaume, es nuestro criado, que esperase un poco. Como aquel hombre hablaba del padre Cotton, supusimos que a quien querían sacar por la ventana sería a un jesuita y que podríamos avisarlo para evitar un crimen. Luego, los hombres se alejaron y, al cabo de unos instantes, os vimos llegar. Os conocíamos del colegio. Pensamos inmediatamente que era a vos a quien querían, y Gaston decidió avisaros.

—¿Pero por qué huir luego?

—¡Teníamos miedo, padre! Nos habríais pedido que os mostrásemos a esa gente, que tal vez iban armados, y habría una escabechina. Somos niños, padre, y Guillaume sólo un criado. Él también tenía miedo.

Southwell se tragó la explicación. Miró fijamente a Gaston, que bajó los ojos, luego a Louis. Era posible…

—Describidme a esos hombres.

—Dos tenían pinta de bandidos, padre. Uno era moreno y el otro granujiento. El de los granos no hacía más que moverse y saltar. Iban armados con espadas. Había también un monje inquietante. El que habló parecía el jefe. Iba vestido como un burgués o como un gentilhombre poco afortunado.

—¿Podía ser inglés?

—No, padre. Hablaba francés.

Southwell se quedó silencioso. ¿Bandidos? ¿Un monje? ¿Un gentilhombre? ¡Era incomprensible! Pero fuesen quienes fuesen, era a él a quien querían aquellos hombres, y, sin estos niños, estaría muerto o en cualquier calabozo.

Como ellos en este momento.

Tenía una deuda con ambos.

—¿Vuestra salida nocturna tiene relación con este incidente?

Louis abrió la boca y puso cara de estupefacción.

—No, padre, como os hemos dicho, era un desafío. Fue como con el duelo, y lo sentimos de verdad.

—Me he enterado de que os habíais batido contra unos chicos mayores. Tenéis la sangre caliente. Habréis de corregiros.

—Sí, padre —dijo humildemente Gaston.

Southwell los miró de nuevo buscando leer la verdad en su rostro. Pero los niños parecían amedrentados.

—¿Habéis vuelto a ver a los hombres que querían hacerme daño?

Louis se vio sorprendido por la pregunta y dudó un segundo. El jesuita comprendió que había hecho la pregunta acertada.

—¡Habéis vuelto a verlos! —afirmó.

—Sí, padre —confesó Louis—. Intentaron secuestrarnos.

—¿Qué?

La estupefacción dejó a Southwell boquiabierto.

—Algunos días más tarde, cuando mi abuelo y nuestro criado nos llevaban a casa, dos jinetes nos salieron al paso en la calle de los Quatre-Fils, justo delante de nuestra casa. Nos agarraron en el caballo y trataron de meternos en una carroza que esperaba más lejos. Otro de nuestros criados, un exsoldado, estaba en ese momento en la ventana comprobando un mosquete. El arma estaba cargada y disparó a la mula que montaba uno de los hombres que agarraba a Gaston. Ése cayó a tierra y el otro escapó. Gracias a eso nos salvamos.

—¿El padre Filleau lo sabe?

—No, padre.

—¿Estáis seguros de que eran los mismos hombres?

—Sí, padre. Debieron de reconocer a Gaston. Cuando os avisó, llevaba la toga y el birrete de interno. Gaston es pelirrojo, y debieron de encontrarnos fácilmente en Clermont.

El jesuita bajó la cabeza en señal de aprobación.

—¿Qué ocurrió con el hombre al que derribó vuestro criado?

—Está muerto, padre. No hubo investigación, salvo un exento que nos hizo algunas preguntas.

—¿Qué habéis dicho a vuestros padres?

—Nada, señor. No quisimos meterlos en esto. Mentimos diciendo que nunca habíamos visto a esa gente.

Estaban aterrorizados. De nuevo Southwell se calló. Sus enemigos estaban dispuestos a todo. Incluso a torturar a unos niños para averiguar la verdad. Pensarían que aquellos dos estaban a su servicio.

Se estremeció ante la idea de lo que habría podido ocurrirles por su culpa. ¡Les debía más que la vida!

—Os haré otras preguntas más tarde, hijos míos. Incluso en confesión. ¿Entendido?

—Sí, padre.

Southwell abrió la puerta.

—No intentéis salir. El consejo volverá a reunirse. Esperad aquí y tened confianza —añadió, esta vez con una sonrisa sincera.

El inglés encontró al rector en su despacho. Estaba en compañía del padre Caussin y les hizo un relato pormenorizado de la conversación que había mantenido con los niños.

—Padre Filleau —explicó cuando hubo terminado—, les debo la vida a esos niños. Tal vez todos nosotros les debamos la vida: si ellos no me hubiesen avisado, me habrían cogido. Ignoro quiénes son mis enemigos, pero me inclino por la patrulla montada, que debe de sospechar de mí. ¡Quién sabe si bajo tortura yo no habría hablado! En ese caso, a estas horas estaríamos todos aherrojados en el fondo de una mazmorra del Grand-Châtelet o de la prisión de la Conserjería. Mi decisión está tomada. Dejaré París mañana para refugiarme en Roma. El resto de nuestro asunto puede desarrollarse sin mí. Antes de partir, daré instrucciones al hermano que hace de comerciante de La Rochelle y le llevaréis los herretes a nuestra casa de la calle Saint-Antoine. Sin embargo, he de solicitaros una gracia personal antes de desaparecer: sed indulgentes con los dos niños. Arriesgaron sus vidas por fidelidad a nuestra sociedad. Pocos niños habrían actuado así.

El rector apartó las manos en señal de buena voluntad. Él también estaba impresionado tras enterarse de lo que Southwell les había referido.

—Habéis hecho bien abogando por su causa —aprobó a su vez el padre Caussin—. Creo que en efecto son dos jóvenes valientes. Pero tendremos que estar ojo avizor con ellos, sobre todo con Tilly, que no será un buen sacerdote para nuestra compañía si no logra dominar sus impulsos.

En ese momento llamaron a la puerta.

—¡Adelante!

Era el secretario del rector, un joven jesuita.

—Padre, un niño desea hablaros, dice que es importante.

—No tengo tiempo. Decidle que vuelva mañana.

—Me ha pedido que os diga que sabe por qué el señor de Tilly ha actuado como lo ha hecho.

Los tres jesuitas se miraron, asombrados; luego el rector dijo:

—Hacedlo pasar.

Chazelles entró en la pieza, con el birrete humildemente en la mano.

—¿Señor Chazelles? —lo interpeló el rector—. ¿Qué tenéis que decirnos?

—Yo… quería confesar mi falta, padre.

Tragó saliva.

—Yo no soy amigo del señor de Tilly, y como no nos llevamos bien, el otro día le solté que, por mucho que presumiese, no sería capaz de salir una noche del colegio.

—Seguid…

—Era una bravata, padre. Se lo tomó como un desafío. Me dijo que incluso iría hasta San Julián a recitar la oración para explicarme que estaba hecho de una pasta distinta que yo…

El silencio se hizo en la estancia. ¡De modo que Tilly y Fronsac no habían mentido! Tilly había reaccionado sin reflexionar, como ya había hecho con el duelo. Todo aquel asunto se resumía en una chiquillada.

—¡Id a confesaros! —ordenó el rector.

Chazelles bajó la cabeza humildemente y salió.

—Reunamos el consejo —decidió el padre Filleau— y tomemos una decisión. Padre Southwell, ¿podéis quedaros todavía una hora? Enviaré a uno de los nuestros a la casa profesa para que venga a buscaros en carroza. También os daré algo que llevaréis…

La reunión del consejo fue rápida. Sin la presencia de los niños y, por supuesto, sin abordar la intervención de Gaston en el asunto del padre Southwell. El rector hizo un resumen de la confesión de Chazelles y pidió el parecer de todos los miembros del consejo. El padre Galliffet se manifestó tranquilo:

—El joven Chazelles detesta a Fronsac y a Tilly desde el día en que fue azotado —explicó—, por lo que no me sorprende que los haya desafiado. Le leeré la cartilla para que no vuelva a suceder nada parecido.

Los otros sacerdotes abogaron unánimemente por una cierta indulgencia, pues el castigo marca a los niños para siempre, aun cuando, como precisó el padre Cellot: «La vergüenza es el más poderoso acicate para hacer el bien». Southwell y Caussin opinaron lo mismo, lo que permitió al rector mostrarse clemente aceptando que los dos niños no fuesen expulsados. Quedaba por determinar el castigo y decidir si serían azotados.

De nuevo fue el portero el encargado de llevar a Gaston y Louis a la sala del consejo para escuchar la sanción.

El rector les explicó primero que el joven Chazelles se había acusado reconociendo haber desafiado al señor de Tilly, lo que no disminuía la gravedad de su falta, pero permitía al menos ver que no había habido malignidad.

Los niños disimularon lo mejor que pudieron su estupefacción con los ojos bajos y el rostro contrito.

El padre Filleau prosiguió comentando así la sanción:

—No seréis expulsados ni azotados. Pero vuestro castigo será largo, duro y humillante. Hasta el final de las clases, serviréis en el refectorio y haréis todas las tareas domésticas. A continuación comeréis de pie y no en la mesa de los becarios, y limpiaréis solos el refectorio y las cocinas. Vuestro castigo será anunciado esta noche, en que se dirá que habéis intentado salir del colegio, pues nadie debe saber que lo habéis conseguido. También Chazelles deberá callar. Haréis cada noche retractación pública en mi mesa, en voz alta. Por último, seréis privados de la salida de los próximos festivos, San Marcos, San Felipe y Santiago[74]. En cuanto a vuestros maestros, les he pedido que os pongan más deberes que a los demás alumnos. Hasta fin de curso, quiero que no tengáis ni juegos, ni descanso, ni tiempo libre. Ahora el padre Amyot os oirá en confesión.

Era de noche cuando el Lirón abrió la puerta de la calle que daba al pequeño pasadizo que comunicaba el patio del colegio. A primera hora de la tarde, vestido con un traje de colegial y tocado con un bonete que disimulaba sus cabellos, Robert La Chesnay había entrado con los externos. Una vez en el patio, había examinado la puerta del pasadizo que comunicaba con la calle, así como la fachada del primer piso del edificio central. Había mantenido su birrete bien calado, temiendo únicamente que su hermano o sus amigos lo reconociesen.

Habiendo comprobado que no podía abrir la puerta del patio sin llamar la atención, había ido a la capilla, donde varios internos esperaban para la confesión. Una vez allí, reparó rápidamente en la puerta del vano, la que daba sin duda al pasadizo. Cuando ya no quedaban alumnos en la capilla se deslizó hasta el hueco, forzó la cerradura y pasó al pequeño corredor.

Había quitado la tranca y se había quedado allí durante las dos horas de clases. Al sonar la campana, volvió a la capilla, echó un último vistazo a la ventana central del primer piso y luego salió tranquilamente con los externos. Supuso que era poco probable que alguien fuese a comprobar durante la noche si la barra seguía en su sitio.

Era noche cerrada cuando el Lirón atravesó el campo, pero estaba acostumbrado a la oscuridad. Había llevado consigo dos pértigas de casi una toesa y, en un saco de tela, unos cuantos palitroques. Antes de dejar el pasillo, a la luz de una vela, había enastado las dos pértigas la una en la otra, con la ayuda de un tubo de hierro, para deslizar luego en agujeros regularmente practicados en las pértigas, los palitroques del saco. El conjunto formaba así una especie de escalera rústica semejante a un inmenso rastrillo.

Apoyándola en la fachada, se puso a subir con una sorprendente agilidad, sirviéndose a veces de las molduras y las rejas de las ventanas para no perder el equilibrio. Con la mano izquierda logró aferrarse a la cornisa del edificio y con la otra, los pies bien afirmados en uno de los peldaños de la escala, desató una cuerda que llevaba a la cintura. En su extremo tenía un gancho enfundado en tela que lanzó sobre el balcón de hierro forjado de la ventana. Al primer intento, el gancho se inmovilizó sin ruido sobre la barandilla. El Lirón se aupó entonces fácilmente hasta la ventana.

Con una daga de acero de Toledo, llegó con holgura a forzar el bastidor de la ventana, que se abrió sin ruido. Penetró sin dilación en el despacho del rector.

La estancia estaba a oscuras. A tientas, Robert La Chesnay encendió una bujía de cera que sacó de un bolsillo y, protegiendo la llama con una mano para que no se viese desde el patio, exploró el lugar.

Descubrió de inmediato la caja fuerte fijada sobre sus modillones y se agachó para examinarla. Era una vieja caja de mecanismos gastados y herrumbrosos. Sacó unas ganzúas de hierro que introdujo en la gruesa cerradura y logró soltar los pestillos con facilidad.

La caja contenía una bolsa de escudos, papeles y varias cajas de madera y hierro. Las abrió todas. Algunas contenían objetos litúrgicos, otras algunas joyas u objetos preciosos y, otras, simples libros.

Ni rastro de los herretes de diamantes.

La información de los niños era falsa. Tras un instante de duda, cogió el saco de escudos y se lo ató a la cintura. Luego, alumbrado por la bujía, examinó cuidadosamente la pieza, abrió las puertas de un armario y sacó los cajones de la mesa del rector.

En vista de que no encontraba nada más, volvió a la ventana, salió y se deslizó a lo largo de la cuerda que había dejado correr por la barandilla de hierro del balcón. Al llegar abajo, tiró de ella y la enrolló al hombro; luego desmontó la escalera e hizo el camino en sentido inverso.

Al día siguiente, a la apertura de las puertas, se dirigió a la capilla abierta. Algunos alumnos y varios sacerdotes oraban ante el altar. Forzó en silencio la puerta que se abría al pasadizo, se introdujo en él, devolvió la barra de cierre a su sitio y volvió a salir tomando la precaución de cerrar con llave. Como las puertas del colegio no estaban cerradas todavía, abandonó el lugar ante la mirada sorprendida del portero.

El padre Filleau observó por la mañana que la ventana de su despacho estaba entreabierta, pero apenas prestó atención. Hasta la tarde no se dio cuenta de la ausencia del saco de escudos, cuando el procurador de los internos acudió a buscar dinero para pagar al hortelano que los proveía de legumbres.

Filleau reaccionó, primero, desconcertado, y luego, acordándose de la ventana, comprendió que le habían robado. Entregó una pequeña suma —que llevaba en la sotana— al padre César Pallu antes de ir a examinar la ventana tan pronto como el procurador hubo salido. Distinguió perfectamente las huellas de una hoja. Muy nervioso, fue inmediatamente al pasadizo que habían utilizado Gaston y Louis para salir del colegio y ordenó al portero que lo abriese. Se preguntó si el robo tendría relación con la expedición de los dos niños.

Pero la tranca estaba en su sitio, así que nadie había pasado por allí. Se fue más tranquilo.

Sea como fuere, había hecho bien en pedirle al padre Southwell que se llevase los herretes.

Cuando volvió a su despacho, descubrió al lado de la caja fuerte un pequeño dibujo que representaba un lirón.

Pese a los castigos y deberes suplementarios que los abrumaban, pero que habían aceptado de buen grado porque el peor de sus miedos era que los expulsasen, Louis y Gaston pensaban cada día en el Lirón, preguntándose si habría cometido el robo. Gaston sostenía que, si éste hubiese tenido lugar, se habrían enterado por el revuelo suscitado. Louis no estaba tan convencido. Primero, el rector no abría la caja todos los días, objetó, y si el Lirón no había dejado huella…

—Olvidas —le había replicado Gaston— que deja siempre el dibujo de un lirón. Los sacerdotes habrían hablado de ello a la fuerza.

En realidad, el rector había ido inmediatamente a ver al padre Cotton después de haber descubierto el dibujo del lirón y éste le había pedido que guardase el robo en secreto; había que evitar que se supiese que era tan fácil entrar en un establecimiento de los jesuitas. En cambio, al portero se le requirió para que comprobase las entradas de los externos y varios jóvenes sacerdotes tuvieron que hacer frecuentes rondas durante el día.

Louis y Gaston apenas tenían tiempo libre. Entre su labor de criados y los deberes, sus jornadas eran extenuantes. Además, tan pronto como los veía hablando despreocupados con sus amigos, el padre Galliffet los interrumpía ora con un castigo, ora con algún trabajo suplementario.

No obstante, tuvieron oportunidad de darle las gracias a Chazelles, a quien Gaston prometió su amistad. El hijo del recaudador de impuestos vertió algunas lágrimas y ya no los abandonó, al igual que Le Pontonnier, cuya traición nadie había descubierto, y los demás compañeros de cubicula a los cuales se unió Paul de Gondi, muy orgulloso de tener amigos tan audaces, además del pequeño La Chesnay. La compañía de los Seis se había convertido en la compañía de los Diez.

A Jacques La Chesnay, Gaston y Louis llegaron a hacerle un breve resumen de la entrevista con su hermano, pero el niño sabía tanto como ellos acerca de si el Lirón se había introducido o no en el colegio. Hérisson pidió también perdón a Gaston por no haberse denunciado, mas, para su sorpresa, fue Tilly quien le agradeció el haber actuado con tanta perspicacia. En caso contrario, Chazelles no los habría ayudado y los habrían cazado.

Louis había escrito a sus padres que no podría salir por la Ascensión, pues su amigo Gaston y él estaban castigados. No se extendió en los motivos del castigo, pero sabía que su padre y el señor Charreton conocían suficientemente la dura disciplina de Clermont para no juzgar su castigo deshonroso.

Fue el último domingo de abril cuando vieron a Robert La Chesnay. Ese día, como todos los domingos, la capilla se abría para los residentes del barrio que deseasen asistir a misa. Fuera, una violenta lluvia había transformado las calles en torrentes y la capilla se había convertido en refugio para los que trataban de permanecer secos. Tanto era así que una verdadera multitud se apretujaba en el interior. En semejante desorden, el padre Galliffet no pudo vigilar estrechamente a Gaston y a Louis como acostumbraba. Jacques fue el primero en ver a su hermano de pie en la entrada de la capilla. Le hizo un gesto y luego le señaló a sus amigos. Como faltaba sitio, los alumnos se apretaron y muchos de los parroquianos del barrio se sentaron con los internos. Había espacio en el banco que ocupaban Jacques y sus amigos. El Lirón se deslizó entre ellos. Tenía a Louis a su izquierda.

—Fui adonde me dijisteis —murmuró entre dientes cuando la misa hubo empezado.

—¿Encontrasteis los objetos?

—No había nada.

Louis digirió la respuesta y dejó que la misa se desarrollase. ¿Habría entendido mal? No, se acordaba perfectamente de las palabras empleadas por los conjurados. Luego cayó en la cuenta de que el padre Southwell había desaparecido el día que habían pasado ante el consejo. Tal vez se hubiese llevado las joyas consigo.

El Lirón siguió la misa con mucho recogimiento. Fue a comulgar y, justo antes del final, deslizó algunas palabras al oído de Louis:

—Tranquilizaos, muchacho. Dios, en su infinita bondad, ha velado igualmente por atender mis necesidades.

Se levantó sin mirar a los tres niños y salió con los otros parroquianos del barrio.

Tras la muerte de su padre, el príncipe de Gales, ahora Carlos I, había escrito al rey de Francia para pedirle que agilizase el matrimonio con su hermana.

Gaston y Louis se enteraron así de que los esponsales del rey de Inglaterra y Enriqueta María de Francia tendrían lugar, por poderes, el viernes 2 de mayo en una tribuna levantada a la puerta de la iglesia catedral de Notre-Dame de París, con la misma ceremonia que se había utilizado en el matrimonio del difunto rey Enrique el Grande, entonces rey de Navarra, con la reina Margarita. El rey de Inglaterra estaría representado por el duque de Chevreuse.

Las bodas irían seguidas de un festín en la gran sala del arzobispado y fuegos de artificio en las calles de París. En cuanto al matrimonio, se celebraría el 11 de mayo, festividad de Santa Juana de Arco.

Louis estaba completamente abatido. Seguiría encerrado en el colegio durante dos semanas todavía y no saldría hasta el sábado, víspera de los esponsales.

Ya no había forma alguna de salvar a la reina.