Después de haber salido de su cuarto, mientras todo el mundo dormía, bajaron al patio con los zapatos en la mano para no hacer ruido. La débil claridad de las lámparas en las hornacinas les permitió correr los cerrojos de la gran puerta, que se abrió sin chirriar, como Gaston había previsto. Se encontraron en el patio. La oscuridad era total. La luna nueva empezaba dentro de tres días.
Por suerte conocían bien el camino hasta la capilla. A tientas, encontraron la puerta del pasadizo y la abrieron. Allí, volvieron a calzarse y se dirigieron al extremo del corredor, siempre en la oscuridad. Jacques Hérisson los había prevenido de que había una tranca en la puerta de la calle. Gaston sacó la vela de sebo que le había dado el pequeño La Chesnay y la encendió con su mechero. Levantaron la tranca, salieron y cerraron la puerta.
El olor a deyección les llegó a la garganta.
La calle Saint-Jacques, con el paso continuo de animales entre la puerta y la ciudad, era una de las más sucias de París. El suelo estaba cubierto de una espesa capa de excrementos. La carreta que recogía el lodo de la calzada pasaba al comienzo de la mañana, así que el suelo debía de estar negro de cacas, aunque no lo distinguiesen.
Louis no había pensado en esto. Su vientre se encogió. El lodo lo impregnaba todo. Volverían con el calzado embadurnado de barro y la ropa irremediablemente sucia. ¿Cómo lo explicarían? Por la mañana su prefecto de cámara constataría sin asomo de duda que habían salido.
Al cabo de un minuto, cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, pudieron ver que la parte alta de la calzada no estaba demasiado sucia y se pusieron en camino.
Todo estaba desierto. Uno detrás del otro, descendieron prudentemente la calle sin ver un burro a dos pasos, pegándose lo más posible contra las paredes para que nadie los viese. Gaston llevaba la vela.
Louis tenía tanto miedo que le castañeteaban los dientes. Si se encontraban con uno de esos bandidos de la corte de los milagros en busca de un mal golpe, ¿qué pasaría?
Debido a la oscuridad, no reconocían nada de la calle Saint-Jacques. Después de varias casas, llegaron a una hostería. En su patio, por encima de una puerta, se encontraba colgado un pabilo. Los ruidos que llegaban hasta ellos los tranquilizaron un poco. Por suerte, no había ni lluvia ni viento, que habrían apagado la débil candela que Gaston protegía entre sus dedos.
A pesar de todo, debían apresurarse. Cuando se hubiese consumido la vela, se quedarían a oscuras. Avanzaron más rápido, guiados por otros pabilos que percibían ante ellos, sin duda colocados delante de otras tantas posadas.
Al mismo tiempo, ponían cuidado en no acercarse al arroyo de agua sucia que fluía en medio de los adoquines. De vez en cuando alguien vaciaba sus bacinillas por una ventana. Al menor grito, chasquido o crujido, se apretaban bajo un balcón, esperando a que cesase el ruido.
Oyeron no lejos de ellos al campanillero de ánimas que hacía su ronda agitando su campanilla y salmodiando con tono lúgubre:
—¡Despertad, gentes que dormís!, ¡rogad a Dios por las ánimas del Purgatorio! ¡Rezad!
Pese a su lúgubre invocación, les tranquilizó saber que estaba allí, no lejos de ellos, aunque no fuesen a esperar ninguna ayuda de él. Llegaron al fin a la altura del tratante de vinos que marcaba el comienzo de la calle de la Leña. A partir de esa encrucijada, pudieron ver un poco mejor, pues las tabernas tenían casi todas una vela de sebo o de resina en una linterna delante de la puerta. Pasaron la hostería del Poing d’or et de la Main d’argent, en la que había aún mucha gente. Tanta animación los tranquilizó un poco, pero Louis sabía que no habría más que tabernas sospechosas frecuentadas de noche por los truhanes.
Justo antes del porche que llevaba al Trou punais, varios borrachos salieron de una taberna. Presa de pánico, Gaston cogió a Louis de la mano y lo arrastró al callejón corriendo. Uno de los hombres los interpeló. Corrieron hasta el primer patio. Louis notaba cómo se le hundían los zapatos en el lodo pegajoso. Gaston apagó la vela y se ocultaron en un rincón, con las piernas temblorosas.
—¡He visto a unos niños entrar ahí! —gritó una voz aguardentosa.
—Sigámoslos —dijo otro—. Tal vez tengan unos cuartos.
—¡No se ve nada! —protestó un tercero.
—Deben de vivir ahí, larguémonos. Nos arriesgamos a un mal golpe.
Volvió el silencio. Al cabo de unos minutos, con el corazón batiéndole como un tambor, Gaston encendió la vela.
Descubrieron ante ellos un espeso charco de purín en el que estuvieron a punto de caer. Lo rodearon y tomaron el callejón hacia el segundo patio. Una gruesa rata negra se deslizó entre sus piernas.
No había llovido desde hacía varios días y el agujero pestilente del patio estaba casi seco, pero los olores —una mezcla de orina, boñigas y podredumbre— seguían siendo repugnantes. De piedra en piedra, atravesaron el patinillo triangular y alcanzaron la puerta de la taberna.
Llegados allí, se detuvieron y esperaron un rato con el corazón en un puño. Hasta ellos llegaba el ruido, las risas y el vocerío.
Gaston hizo acopio de valor, abrió la puerta y entró. Louis lo siguió.
La sala estaba llena y en la chimenea ardía un abundante fuego. Nadie pareció reparar en ellos. En cada una de las mesas, en las que estaba posada una única vela de sebo de cordero que humeaba, hombres y mujeres bebían, cantaban o bailaban. Algunos, acostados en el mismo suelo, sobre la paja, trataban en vano de conciliar el sueño. Fue entonces cuando uno de los dos taberneros, que llevaba un jarro de vino, los vio. Era el gordo rubicundo de grandes mostachos. Se dirigió hacia ellos hecho una furia.
—¿Qué hacéis aquí, granujas? —refunfuñó.
—Venimos a ver a Robert, señor. ¡Es importante!
El hombre cabeceó de izquierda a derecha.
—¿Habéis venido solos? ¡Estáis locos! Robert está en su cuarto. Esperadme ahí, que os llevo hasta él.
Les indicó la puerta que debía de comunicar con la cocina y el resto del edificio. Fueron tranquilos, a pesar de todo, y satisfechos de haber llegado hasta allí. Mientras esperaban, limpiaron sus zapatos con paja y frotaron las manchas de sus medias. Menos mal que no habían llevado la toga.
El tabernero se volvió hacia ellos y les hizo una seña para que lo siguiesen. Entraron en una pieza oscura, iluminada por dos gruesas candelas de resina posadas en un candelabro de hierro. El otro tabernero, el calvo, picaba una mezcla de carnes verduscas y legumbres en una mesa de piedra.
—¿Qué hacen ésos ahí? —preguntó malhumorado a su compañero.
—Vienen a ver a Robert, los llevo junto a él.
Mientras hablaba, cogió una de las velas de resina.
Una escalera de gruesos peldaños de piedra, desiguales y desgastados por el tiempo, arrancaba del extremo de aquella cocina. La subieron. Arriba se extendía una especie de pasillo embaldosado donde varias de las baldosas estaban despegadas. Una escalera llevaba al piso superior. La subieron también hasta llegar a un corredor de madera mal escuadrada. No se veía ni jota. Louis se pegaba a la pared para avanzar. El tabernero llamó a una puerta y entraron.
Pasaron la puerta que el tabernero había abierto. Robert La Chesnay, de pie, los amenazaba con una pistola de rueda.
—¿Vosotros? —dijo, bajando su arma.
—Quieren verte, Robert. Están solos.
—¿Solos? ¿Venís del colegio?
—Sí, señor.
—Déjanos, François.
El tabernero bajó la cabeza en señal de sumisión y salió. El gesto no escapó a la mirada de Louis. Decididamente, Robert La Chesnay, pese a su juventud, era respetado en aquel lugar.
—Sentaos —les dijo, señalando el jergón colocado en un lecho de tablas, columnas y cortinas.
Obedecieron. La mirada de Louis recorrió el cuarto, ahumado por una linterna de sebo. Además del lecho, un simple marco de madera rodeado de una tela para paliar el frío del invierno, había una gran mesa de pino sobre la cual estaba posado un plano que no pudo descifrar. Un largo baúl de madera ocupaba toda una pared, y una daga, así como una larga cuerda enrollada, descansaban encima. En una percha estaban colgados una capa negra y un sombrero recto. Sólo había dos taburetes. La Chesnay se quedó de pie.
—¿Mi hermano tiene problemas? —preguntó con inquietud.
—No —sonrió tímidamente Louis—, somos nosotros quienes los tenemos. Necesitamos vuestra ayuda.
El joven alzó una ceja inquisitiva pero permaneció en silencio.
—Confiamos en vos tanto como en vuestro hermano. Quizá nos hemos equivocado…
El ladrón permaneció impasible.
—¿Puede oírnos alguien aquí?
Robert La Chesnay se levantó, cogió la linterna y fue a la puerta que entreabrió. Examinó el pasillo, cerró la puerta y volvió a dejar la luz sobre la mesa. Louis observó con qué agilidad y silencio se desplazaba.
—No hay nadie —dijo.
—Sorprendimos una conversación que no debíamos haber oído —se explicó Louis—. Era el relato de una trampa. Van a regalarle a una dama de la corte joyas de gran valor. Las llevará a un baile, pero las joyas serán falsas. Alguien lo observará y se armará un escándalo. La dama será humillada.
Louis se calló, pero La Chesnay no se movió. El silencio duró un rato. Luego el ladrón preguntó:
—¿En qué os afecta a vosotros y a mí qué me importa?
—La dama es la reina —declaró Gaston.
—¿La reina?
Alzó una ceja.
—Sí —dijo Louis—. Es una trampa para estropear la alianza inglesa.
—Explicadme eso…
Louis repitió entonces con más detalle las conversaciones que había sorprendido y resumió brevemente lo que sabía de la alianza con los ingleses.
—¿Pero por qué venís a contarme esta historia? ¡A mí me importan un bledo la reina, los jesuitas y los ingleses! —exclamó Robert La Chesnay cuando Louis hubo terminado.
—Queremos ayudar a la reina —susurró Gaston.
—¡Allá vosotros! —dijo el ladrón con más acritud.
—Pensamos —se envalentonó Louis— que si alguien robaba los herretes, la reina no los tendría y no habría escándalo.
De repente, La Chesnay pareció a la vez interesado y contrariado.
—¿Dónde están?
—En una caja fuerte, en el colegio. La del padre Filleau.
—¿Por qué habéis venido aquí?
—Hablamos con Jacques y él… nos dijo… que vos erais el Lirón.
La Chesnay se quedó de piedra, pero, a pesar de la débil luz, Louis creyó distinguir un estremecimiento y una chispa de miedo, o de cólera, en su mirada.
—Mi hermano dice muchas tonterías —concluyó finalmente—. Ignoro quién es el Lirón.
De nuevo se produjo el silencio.
La Chesnay respiró profundamente, antes de añadir, intentando dominarse:
—Mi hermano mayor y sus amigos fueron torturados por haber cometido robos en el camino real. Hicieron justicia, pero yo, que no estuve en ninguno de esos robos, sufrí la cuestión previa. Rogué a Dios y fui declarado inocente. Mi hermano pequeño es un tonto y un inconsciente diciendo de mí esas cosas que podrían llevarme a la horca. Ya le diré yo un par de cosas. Estoy muy enfadado con él. Y os ruego que no habléis de este asunto con nadie. Si me acusan de ser un ladrón, ¡sabré que os habéis ido de la lengua!
Las últimas palabras sonaron como una amenaza.
Louis bajó los ojos. Sintió vergüenza, miedo y tristeza sucesivamente. Balbució:
—Os pedimos… perdón, señor. Creíamos… que… Hemos venido para nada. Jamás hablaremos de vos… Lo juramos sobre los Santos Evangelios.
—Acepto vuestra promesa —asintió Robert La Chesnay más amable—. Ahora decidme cómo habéis salido del colegio.
—Un amigo forzó una puerta que nadie conoce. Su padre es cerrajero.
—¡Os habéis arriesgado mucho!
—Sí, lo hemos hecho por la reina.
La Chesnay se levantó de su taburete y los miró alternativamente antes de decirles, sacudiendo la cabeza de izquierda a derecha:
—La reina es como los demás. Vive a expensas de la pobre gente a la que torturan y cuelgan si roban una manzana.
—Dicen que es buena —la defendió Gaston—. Será tan humillada por el escándalo que su marido la repudiará. No se merece eso.
—¡Qué sabréis vosotros! Pero dejémoslo. Esta discusión es inútil. Voy a acompañaros.
Louis miró sus zapatos y sus medias manchadas.
—¿Tenéis un trapo para limpiarnos, señor?
—Os daré un trapo, pero os limpiaréis cuando lleguemos al colegio.
Fue hasta el baúl y revolvió en su interior.
—¿Qué más sabéis sobre esos herretes? —preguntó antes de sacar unos jirones de tela sucia.
—Son de oro, aunque las piedras sean falsas. Hay doce.
—Luego tendrían algún valor, pese a todo —dijo con una sonrisa enigmática acercándose a ellos.
Louis se dio cuenta de que Robert era el Lirón. Experimentó un sentimiento de alivio, pero decidió seguir haciéndose el engañado para informar mejor al ladrón.
—Sin duda, señor. Al menos el valor del oro de las monturas.
—¿Dónde está la caja fuerte del rector?
—En su despacho, señor. En el primer piso del colegio. Por la fachada del medio del patio, es una de las ventanas centrales, la tercera por la izquierda.
La Chesnay tomó su capa con afectada indiferencia, luego su sombrero. Deslizó la daga del baúl en sus calzas y cogió su pistola.
Todo aquello no había pasado inadvertido a Gaston, que se hallaba en un estado mental muy distinto del de su amigo. Si Louis estaba tranquilo ahora, él siempre había estado convencido de que Robert era el Lirón y de que quería engañarlos. También le preocupaba la idea de que los acompañase. Sólo Robert La Chesnay y su hermano sabían adónde habían ido. Si los encontraban con la garganta cortada en el arroyo, nada permitiría llegar hasta el asesino y el secreto de la identidad del Lirón estaría a salvo.
¿Cómo hacer para marcharse por las buenas?
—¡Coge mi farol, muchacho! —ordenó secamente Robert a Gaston—, y camina delante.
El niño obedeció, abrió la puerta y Louis lo siguió.
—¡Vamos! —ordenó el ladrón.
Bajaron los peldaños hasta la pieza donde se encontraba el tabernero calvo.
—Vamos por allí —ordenó el Lirón—. Evitaremos la sala común. Es más discreto.
«Y así nadie nos verá salir con él», se dijo Gaston abriendo la puerta. Ante él se abría un corredor negro como la noche.
—¡Muévete, venga! —ordenó Robert con tono colérico.
¿Adónde llevaba ese corredor?
Avanzaron con Gaston delante, Louis detrás y Robert cerrando la marcha.
El corredor era estrecho y parecía adaptarse a la forma de varios edificios. Giraba a veces en ángulo recto y olía a orina. Llegaron a una bifurcación de donde rezumaba un reguero de agua sucia.
—¡A la derecha! —ordenó La Chesnay.
Gaston obedeció y continuaron hasta la puerta cerrada. Entonces La Chesnay avanzó. Tenía una llave que hizo girar en la cerradura y abrió la puerta. Se encontraron fuera. Su guía cerró cuidadosamente la puerta.
A continuación subieron la calle de la Leña. A aquella hora, la mayor parte de las tabernas habían cerrado y escaseaban los pabilos encendidos. Gaston caminaba en cabeza, llevando el farol, que iluminaba algo más que la bujía de sebo de la ida. Era una caja de hierro cuyos cuatro lados estaban hechos de gruesas lentes de cristal.
—¡Deteneos y vaciad vuestros bolsillos! —rugió de repente una voz de ultratumba que sobresaltó a los niños.
Gaston se detuvo aterrorizado. Una sombra surgió de un rincón. El filo de un arma brilló a la luz del farol.
De repente, Robert La Chesnay se encontró al lado de Gaston. Empuñaba la pistola en la mano derecha.
—¡Lárgate! —gritó.
La sombra se pegó a una esquina.
—¡Sigamos! —dijo Robert, en el tono del que ha cazado una mosca.
—¿Y si nos encontramos a la patrulla, señor? —preguntó tímidamente Louis.
—Conozco las horas a las que pasa —respondió el antiguo miembro de los Salmonetes y los Rucios. A estas horas están en el Puente Nuevo.
Gaston respiró esperanzado. La Chesnay habría podido abandonarlos a los ladrones, que les habrían jugado una mala pasada; no lo había hecho, luego no quería su muerte. ¿O sería que prefería matarlos discretamente?
Subieron la calle Saint-Jacques. Louis iba ahora de la mano de Gaston, de nuevo inquieto. Robert caminaba al lado de ellos.
—¿La puerta seguirá abierta? —preguntó.
—Si no ha venido nadie, sin duda, señor. Es la antigua casa que los sacerdotes compraron para hacer aulas.
—¿Se puede pasar fácilmente por allí?
—No, hay una tranca del otro lado.
—Entonces, incluso forzándola, ¿no se puede entrar si está la barra?
—Sí, señor.
—¿Adónde da?
—Hay un pasadizo que desemboca en el patio, y otra puerta que se abre en la capilla.
Llegaron finalmente sin impedimento hasta la famosa puerta. Robert les tendió el trapo que había llevado y ellos se limpiaron los zapatos lo mejor que pudieron, así como las suelas. La puerta seguía abierta y los niños entraron.
—¡Ni una palabra sobre mí! —repitió Robert apoyando el índice amenazador en el pecho de Louis.
—¡Jamás, señor! Tenéis mi palabra.
—¡Y la mía! —afirmó Gaston.
Sacó su vela, que encendió en la mecha del farol antes de devolvérselo al ladrón.
A continuación, cerraron la puerta tras ellos y colocaron la tranca evitando hacer ruido; luego siguieron el pasillo y abrieron la otra puerta, la que daba al patio.
El patio estaba iluminado por dos grandes antorchas. Se encontraban allí, como tenebrosos espectros, el padre Filleau, el padre Galliffet, el padre Louis Cellot —el prefecto de estudios— y Pierre Thibeuf, el portero del colegio, que tenía un farol.
El corazón de los niños dejó de latir. ¡Todo había acabado para ellos!
—Os esperábamos —anunció Filleau con voz glacial y mirándolos airado—. ¡Señores, sois unos insensatos y vais a pagar muy cara vuestra audacia! El padre Galliffet os llevará a la habitación de respeto, donde pasaréis la noche. Habrá un consejo de disciplina mañana por la mañana. Os aconsejo que imploréis toda la noche la misericordia del Señor.
Los dos niños siguieron al padre Galliffet y al portero, que hacía tintinear el manojo de llaves de su cintura como un auténtico carcelero. En la esquina del patio, frente a la capilla, se situaba una puerta que sin duda bajaba a los sótanos. Era la que Hérisson no se había atrevido nunca a franquear. Thibeuf utilizó dos llaves distintas para abrirla.
Los empujó al interior iluminándolos con su farol. Había una docena de escalones que bajaron hasta llegar a una bodega, que el portero iluminó con gruesas velas en nichos enrejados con sendas cerraduras que cerró cuidadosamente con otra llave. Las llamas vacilantes conferían al lugar un aspecto todavía más siniestro. Había un jergón en el suelo. Louis vio entonces que las paredes estaban completamente pintadas. Demonios negros, a veces alados, con cabeza de rata o de cerdo, armados con horquillas o con picas, pinchaban a los hombres y a las mujeres que dormían; otros transportaban cuerpos con sus garras; otros asaban o cocían en voluminosas marmitas a pobres pecadores con los ojos desorbitados. Por todas partes había monstruos que arrancaban cabezas y brazos humanos para devorarlos. Era una visión de horror.
Estaban en la cámara de los suplicios.