14

Tras una agitada noche de pesadillas, en las que se mezclaban su maestro de griego armado de un látigo y los jesuitas conjurados que lo perseguían con herretes de diamantes, la primera mirada de Louis se dirigió al lecho de Gaston. Su amigo ya estaba sentado limpiándose las legañas. Todavía era de noche, pero se vislumbraba un débil resplandor por los cristales de las ventanas. El prefecto de cámara estaba encendiendo algunas velas de sebo colocadas en lámparas de grueso cristal.

Las miradas de los dos niños se cruzaron. Gaston bajó la cabeza para darle a entender que se acordaba de todo lo que había pasado. Pero ambos sabían que no podrían hablar antes del recreo de las ocho, pues hasta entonces estarían rodeados de gente.

Al volver de las letrinas y finalizar su aseo, se pusieron al trabajo. Louis copió sus deberes de griego después de habérselos hecho leer a Gaston. Los otros niños parecían desamparados ante el trabajo que les había puesto el terrible padre latigazos; Gaston les propuso ayudarlos. Clary aceptó, aunque también sabía algo de griego que su padre le había enseñado, y había hecho un buen trabajo. Thibert, el hijo del pañero, aceptó igualmente, así como Jacques Hérisson. Gaston les corrigió algunas faltas y les sugirió que fuesen más cuidadosos con su caligrafía. Chazelles, Guillaume de Espoisses y Jehan Le Pontonnier rehusaron, y optaron por pedir consejo al padre Galliffet.

Hasta un poco antes del comienzo de la clase, Gaston y Louis no pudieron quedarse a solas en el patio. Para ello tuvieron que esquivar a Paul de Gondi y a Guillaume de Espoisses, que explicaban a Chazelles y a Jehan Le Pontonnier las consecuencias que tendría la muerte del rey de Inglaterra. Aunque Inglaterra quedase lejos, la muerte de un rey era siempre un suceso extraordinario.

Colocándose en un ángulo del patio, cerca del refectorio, desde donde podían vigilar a los que se acercaban a ellos, Gaston fue el primero en explicarse:

—He reflexionado esta noche, Louis. Aun sabiendo lo que sabemos, ¿qué podemos hacer? No he hecho más que darle vueltas esta mañana, mientras ayudaba a los demás, y no se me ocurre nada.

—¡Hay que avisar a la reina! —exclamó Louis.

—¡Sí!, ¿pero cómo? Nosotros no podemos acercarnos a ella.

—Hay que encontrar a alguien —insistió Louis.

—¿Aquí? No tenemos tantos amigos que frecuenten la corte —ironizó Gaston—. Paul de Gondi no va nunca, y apenas conocemos a Jacques de Montgomery…

—No sé… El padre de Paul, el general de galeras, parece que trata a Vicente de Paúl, el confesor de la reina… Podría advertirle.

—¡Estás loco! ¡Esas gentes son devotas! Tal vez formen parte del complot. Gondi no querrá mezclarse en ello.

—¿Y el conde de Moret? El hermano del rey seguramente se verá con ella alguna vez.

—Sin duda, pero no se trata de verla, Louis. ¿Conoces el protocolo alrededor de la reina? ¡Nunca está sola! Aunque pudiésemos confiarnos sin riesgo a alguien, ese alguien no podría encontrarse con la reina sin testigos. Tiene siempre a su alrededor a sus damas de compañía, a la gobernanta de sus damas de honor, su azafata… ¡y muchísimas otras! Sólo los íntimos se quedan con ella en su alcoba o en su oratorio, y nunca son hombres. Necesitaríamos conocer a una mujer que fuese su amiga, como la señora de Chevreuse.

Louis permaneció en silencio. Aquello parecía imposible.

—¿Y tu abuelo no conocerá a una mujer que trate a la reina? No sólo las grandes damas están cerca de ella, también hay costureras, lenceras, peluqueras, sus secretarias, los que se ocupan de la fortuna y de sus bienes… Más de seiscientas personas están agregadas a su casa.

—No creo —suspiró Louis—. Y no tengo ganas de mezclar a mi abuelo en esta historia. Si sale mal…

—Entonces estás de acuerdo con lo que he dicho, ¡no podemos hacer nada! —decidió Gaston.

En ese momento del diálogo, Jehan Le Pontonnier y Jacques Hérisson se acercaron a ellos.

—Estáis conspirando desde esta mañana —bromeó el hijo del carnicero—. ¿Por qué no me hacéis partícipe del complot?

—¡No hay ningún complot! —soltó Gaston con brusquedad.

Durante el breve recreo antes de la clase de griego no hablaron de los herretes. De cuando en cuando, Louis miraba a la ventana del primer piso pensando que estarían allí, en el despacho del rector, sólo a unas toesas de ellos. ¡Qué rabia!

La clase de griego empezó por las preguntas. Como de costumbre, los decuriones interrogaron a su decuria y luego examinaron los deberes bajo la atenta mirada del padre Gregory, que señalaba con el dedo a aquellos cuyo trabajo le parecía insuficiente. Ésos fueron puestos aparte. Entre ellos, Chazelles y Jehan Le Pontonnier.

Después de las preguntas de los cónsules, hubo también dos decuriones castigados. Todos recibieron cinco golpes con la palmeta del presidente antes de ir a sentarse, humillados y con las nalgas doloridas. Algunos no pudieron contener las lágrimas.

Pero la lección había surtido efecto. El jueves por la mañana, antes del comienzo de la clase, Louis y Gaston estaban con Le Pontonnier, Gondi y Chazelles recitándose mutuamente la lección después de haber leído juntos los nuevos deberes. Fue en ese momento cuando Jacques La Chesnay se acercó a ellos corriendo. Llegaba de la entrada del colegio.

—Louis, Gaston, ¿podéis venir conmigo?

Sin esperar su respuesta, y sin ninguna explicación, los cogió a cada uno de una mano para llevarlos a la entrada del colegio. Le Pontonnier, furioso por ser así abandonado, se quedó observándolos. Decididamente, se dijo, pasaba algo con aquellos dos que él no entendía. Se prometió a sí mismo que se enteraría de qué iba todo aquello.

La Chesnay los llevó al locutorio, pequeña pieza enrejada y oscura situada justo al lado de la portería. Un joven jesuita imberbe, prefecto de patio, vigilaba el paso y los dejó entrar.

En el locutorio, sentado en el único banco de la sala, esperaba Robert La Chesnay. Vestido con un sobrio hábito de terciopelo negro y sombrero recto con cinta a juego, habría podido pasar por un burgués de París o por un magistrado. Sus ojos claros se posaron en los niños cuando entraron y su rostro se iluminó con una sonrisa sincera. Se levantó:

—Habría querido venir antes para daros las gracias —dijo a Louis y a Gaston—, pero no he podido.

Louis no sabía qué decir. Estaba impresionado por aquel joven que había formado parte de una de las más temibles bandas de bandidos que Francia hubiese conocido, que había soportado la cuestión previa sin hablar y que, ahora, les daba las gracias con toda sencillez.

Gaston, que también estaba emocionado, balbució:

—Era lo normal. Jacques es nuestro amigo. Y, además, fue el señor Clary quien lo curó.

—No lo olvidaré —dijo el aventurero apretándoles afectuosamente las manos antes de dirigirse a su hermano—. Jacques, tienes mucha suerte de tener semejantes amigos. ¡Pocos hombres tendrían el valor de ir al Trou punais! ¡Consérvalos, hermano, los amigos son tesoros! Y cuídate tú también.

Abrazó a su hermano, los saludó con afecto y salió del locutorio.

Los niños volvieron al patio después de haberlo visto alejarse por el porche.

—Tu hermano iba vestido como un burgués —le dijo Gaston—. ¿Qué hace ahora?

—Trabaja en un negocio, se gana bien la vida —respondió evasivamente el pequeño becario—. Me ha dado un escudo de plata para que se lo entregue al rector para los pobres. Y algunos cuartos para mí, así como dos candelas y un libro de historia sagrada.

—Si no podemos prevenir a la reina, hay que impedir que Carlisle le dé los herretes.

Era Louis dirigiéndose a Gaston al acabar la confesión que había seguido a la misa. Todavía tenía su billete de confesión en la mano.

—¿Cómo? —dijo Gaston, abriendo los ojos como platos.

—¡Hay que robarlos! —decidió Louis a media voz.

La campana del almuerzo sonó mientras Gaston miraba a Louis asombrado y como perdido.

Volvieron a hablar durante el recreo siguiente.

—Es el hermano de Jacques quien me ha dado la idea. No es muy difícil: basta con entrar en el gabinete del rector, abrir la caja fuerte y coger las joyas. Sin las joyas, todo el plan de los jesuitas se va al garete. No tendrán tiempo de fabricar otras.

—¿Y quién las va a robar? —ironizó Gaston—. ¿Nosotros?

—No. Un ladrón.

—¿Qué ladrón?

—Robert La Chesnay fue ladrón: tiene que conocer ladrones muy diestros. Podría encontrar a uno que entrase en el colegio y robase las joyas.

A Gaston la idea le parecía tan descabellada que sacudió varias veces la cabeza haciendo visajes.

—¡Supongamos que se puede hacer! —dijo sin embargo de mala gana—. Pero para eso tendríamos que contárselo todo a Jacques, y, suponiendo que nos crea, ¿por qué iba a aceptar ayudarnos? Y, luego, ¿cómo encontraríamos a su hermano? Será difícil pedirles a tus padres que nos autoricen a salir otra vez con Guillaume. Y aunque lo consiguieses, no olvides que el padre Filleau podría desconfiar y acordarse de que estábamos fuera el día en que avisé al padre Southwell. Además, tendríamos que hacer partícipe del secreto a Robert La Chesnay. Y, aun suponiendo que él nos encontrase a un hábil ladrón, ¿cómo iba a entrar en el colegio? ¿Cómo iba a llegar al despacho del rector? ¿Cómo iba a abrir el cofre? Todo esto es inviable.

—Tienes razón en las objeciones que planteas, pero hay que enfrentarse a los problemas uno a uno. Cada uno tiene su propia solución. A Jacques tenemos que contarle una historia creíble que se acerque a la verdad. Entonces le preguntamos cómo informar a su hermano. Tal vez venga de nuevo al colegio. En cuanto al robo en sí, después de todo, es el oficio de los ladrones: entrar en las casas de la gente y robar sus bienes. A nosotros poco nos importa cómo se haga. Sólo habría que saber si una caja fuerte como la que hay en el despacho del padre Filleau puede ser abierta por un cerrajero mañoso. Hérisson nos ilustrará sobre ese asunto.

Gaston permaneció silencioso. El asunto le parecía insensato. ¡Insensato pero terriblemente excitante! En La Chesnay y Hérisson tenían dos aliados, y ladrones hábiles en París los había a espuertas… La empresa de su amigo le parecía muy difícil de realizar, pero quizá no imposible del todo.

—De acuerdo —dijo—. Empecemos por Hérisson. Porque si él cree que la caja no puede ser forzada, es inútil ir más lejos.

—Ya sé lo que voy a decirle —dijo Louis sonriendo.

Se dirigió al hijo del cerrajero, que hablaba con Jehan Le Pontonnier. Gaston lo siguió.

—Jacques —le dijo, con voz contrariada—, unos ladrones se han colado en varias casas de nuestra calle la semana pasada. Mi padre está muy preocupado.

—¿Pero no nos habías dicho que tu padre tiene guardianes?

—Sí, pero está muy preocupado por las cajas fuertes del despacho. Si alguien se introdujese por la noche, ¿crees que podría forzarlas?

Louis empezaba a ser un experto en hacer preguntas indirectas sobre los temas que le interesaban.

—¿Quién iba a introducirse por la noche en tu casa? Nos has dicho que el despacho era una auténtica fortaleza —intervino Le Pontonnier.

—¿No has oído hablar del Lirón? —preguntó Gaston muy oportuno.

—No. ¿Quién es?

—Un ladrón muy diestro. Trepa por las fachadas como lo haría un lirón —explicó Louis—. Se introduce por los tragaluces y fuerza los muebles que tienen objetos de valor; luego se va por el mismo camino dejando tras de sí el dibujo de un lirón.

—¿Abre también las cajas fuertes? —preguntó Hérisson.

—Eso dicen.

—No sé qué decirte —dudó el hijo del cerrajero—, ignoro cómo son las cajas fuertes de tu padre.

—¿No son todas iguales? —preguntó inocentemente Louis.

—¡Por supuesto que no! Eso depende de la época en que fueron fabricadas y de quién las haya hecho.

—No sabía.

Louis pareció perdido. Luego, sonrió como si hubiese tenido una idea.

—Las cajas de mi padre son exactamente iguales a la que hay en el despacho del rector, ya sabes, esa caja de hierro empotrada en la pared bajo su ventana. Cuando vinimos a inscribirme, mi abuelo me dijo que era parecida a las del despacho.

—¿Estás seguro?

—Sí.

—Entonces es fácil de abrir. Yo también me fijé en la caja del padre Filleau y mi padre se burló de él cuando se fue después de haberme inscrito. Es una caja de la época de Francisco I y yo mismo soy capaz de abrirla en unos minutos.

—¡Vaya! Entonces tengo que hablar con mi padre —aseguró Louis, visiblemente consternado.

—Yo también hablaré con el mío —dijo Le Pontonnier—. Nosotros siempre tenemos mucho dinero en casa. ¡Como se entere el Lirón!…

Esa misma noche abordaron al pequeño becario. Louis le dio las galletas que les habían servido de postre.

—Jacques —le dijo—, te necesitamos.

—Podéis pedirme lo que queráis —aseguró el niño.

—Primero tengo que contarte una historia de la que nos hemos enterado por casualidad, pero tienes que jurarnos por Dios que no lo comentarás con nadie.

Jacques abrió unos ojos como platos al ver el semblante grave de sus dos amigos y asintió:

—Lo juro por los Santos Evangelios.

—Gaston y yo sorprendimos una conversación entre los hermanos. Se trata de una maquinación cuyas razones ignoramos. Van a regalarle joyas a una dama de la corte. Ella las llevará a un baile, pero las piedras de esas joyas son falsas y se armará una buena. Se verá tan humillada que su marido la repudiará.

—¿Es una historia que os habéis inventado? —preguntó el niño sonriendo ingenuamente.

—No, Jacques —dijo seriamente Gaston—. Es verdad. Mi padre la conocía y ella no se merece eso.

—¿Vas a avisarla?

—¿Cómo? Está en la corte y no puedo acercarme a ella.

—Podrías escribirle.

—¿Y cómo estar seguro de que le llega mi carta y no la lee antes su marido?

—¿Es su marido el que ha montado esa maquinación?

—Sí —mintió Louis.

—¿Y yo qué puedo hacer?

—No sé cuáles son los lazos entre los jesuitas y el marido de esa dama, pero las falsas joyas están ahora en la caja fuerte del rector.

—¿Estáis seguros?

Abría los ojos incrédulo.

—Sí.

—¡Pero yo no tengo la llave! —exclamó el niño riéndose, convencido de que se burlaban de él.

—Desde luego —convino Gaston—, pero hemos pensado que tu hermano podría conocer a alguien que fuese capaz de birlarlas. Si las roban, la dama se salva y el ladrón hará un buen negocio, pues podrá revenderlas fácilmente porque son de oro. Sólo las piedras son falsas.

Jacques los miró de hito en hito, aturdido y silencioso. ¿Hablaban en serio?, se preguntaba. Luego negó lentamente con la cabeza:

—¡Os estáis burlando de mí!

—No, Jacques —aseguró Louis con un nudo en la garganta—. Y tú eres el único que puede ayudarnos.

El niño se quedó silencioso, repentinamente serio. Sus amigos le pedían que participase en un crimen, algo que le repelía.

—¿Por qué el padre Filleau iba a ayudar a un marido a perder a su mujer? —preguntó al fin.

—Lo ignoro —respondió Gaston.

—¿Y vosotros cómo lo sabéis?

—Lo hemos oído a través de un tabique.

El pequeño becario los miró alternativamente, nada convencido. Louis se dio cuenta de la desconfianza, de modo que no tenía elección:

—Jacques, no te lo hemos dicho todo porque no quería que lo supieses. La dama… es la reina.

—¿La reina? —se estremeció el niño.

—Sí. Comprenderás que queramos salvarla. Es muy bella y muy buena.

La Chesnay volvió a quedarse en silencio. ¡La reina! Sólo conocía de ella el retrato que se encontraba en el gabinete del prefecto de los becarios. Comprendió confusamente que sus amigos habían sorprendido un grave secreto. Y, sobre todo, que habían confiado en él contándoselo. Ahora él también formaba parte del secreto. No podía decepcionarlos.

—Mi hermano podría robar esas joyas para salvar a la reina —susurró.

—No queremos mezclarlo en esto —dijo Gaston—. Ya tuvo suerte escapando de los Rucios. Pensaba más bien que él podría proponerle el trabajo a otro capaz de cometer el robo.

—Mi hermano es un ladrón —gimió tristemente La Chesnay.

—Nos dijiste que no lo era.

—Os mentí. La verdad es que mi hermano no ataca ya a los caminantes nocturnos. Ahora trepa a las fachadas de las casas, entra de noche en casa de los ricos y se lleva todo su dinero. Sabe dónde encontrar y cómo abrir las cajas fuertes mejor escondidas y más sólidas.

Ahora eran Gaston y Louis los que estaban abrumados.

—Tenéis que haber oído hablar de él —dijo La Chesnay sonriendo tristemente—. Firma siempre sus trabajos con un dibujo.

—¿El Lirón? —murmuró Louis.

—Sí, es él —dijo el niño con una mezcla de vergüenza y orgullo.

—¿Crees que aceptará robar esos herretes?

—Si tienen valor, desde luego, es su oficio.

—¿Pero cómo vamos a avisarlo? ¿Te ha dicho si iba a volver a verte?

—No. Yo no sé nunca cuándo viene. Y, como ha venido hoy, no creo que vuelva a verlo hasta que acaben las clases. Tal vez para la velada de fin de curso, en agosto.

—Será demasiado tarde. ¡Pues tendremos que ir a verlo nosotros! —decidió Louis.

—¿Y cómo? —protestó Gaston.

—Saldremos del colegio por la noche.

—¡Estás loco!

—¡No hagáis eso! —se preocupó La Chesnay—. Os cogerán y os azotarán.

—No, si somos prudentes. Hérisson nos ayudará. Sabe abrir puertas.

—¡Es una locura! —masculló Gaston, pero sabiendo que le iba a encantar aquella expedición.

—¿Tu hermano está siempre en el Trou punais?

—Sí, vive allí. Pero aunque llegaseis a salir, es muy peligroso que circuléis por las calles de noche. Hay bandidos en cada esquina. Y, luego, está la patrulla. Si los arqueros os ven solos, os arrestarán.

—Tendremos cuidado. Somos pequeños y no nos verán. No durará mucho. Encontramos a tu hermano y volvemos. Nadie se dará cuenta de nada.

—Pongámonos en lo peor —propuso entonces Gaston—. Que el Lirón acepte robar los herretes, pero que lo cojan y hable de nosotros bajo tortura…

—¡No lo hará jamás! —afirmó el becario—. Ya os lo conté: le aplicaron la cuestión previa y no dijo nada. Hablar sería implicarme a mí también.

Durante todo el tiempo que discutían sin la presencia de los demás, Le Pontonnier, Chazelles, Clary y De Espoisses se habían reunido no lejos de ellos para preguntarse mutuamente la lección de gramática latina del día siguiente. De cuando en cuando, Chazelles lanzaba una mirada intrigada hacia el otro grupo.

—Tilly y Fronsac preparan algo —afirmó dirigiéndose a Jehan y señalándolos con la barbilla—. ¿No habéis observado que desde hace dos días se aíslan de nosotros, andan con secretitos y se callan cuando nos acercamos a ellos? —preguntó a los otros dos.

—No —respondió Clary, encogiéndose de hombros.

—Pues yo sí que me he fijado —aseguró el hijo del carnicero—. Ayer mismo lo comentaba. ¿A ti qué te parece que preparan? —le preguntó a Chazelles.

Esta vez fue el hijo del recaudador de impuestos quien se encogió de hombros al tiempo que su rostro componía un mohín de ignorancia.

—¿Y si es otro duelo? —propuso Guillaume de Espoisses.

—¿Contra quién? —preguntó Clary dubitativo.

—No lo sé. Quizá Rouville, otra vez…

—Deberías avisarlo —se burló Chazelles, dirigiéndose a Jehan—, te he visto varias veces con él estos días… ¡Os habéis vuelto muy amigos!

—Porque él me escucha —repuso el hijo del carnicero—. Por si quieres saberlo, fui a preguntarle si conocía un medio sencillo para que mi padre compre un cargo de secretario del rey. Después de todo, soy miembro de la cofradía de la que él es el jefe y debe ayudarme. Me ha prometido pensarlo.

—¿Él? —se burló Clary—. Si se propone hacer algo por ti, será para sacarte dinero.

—Lo juzgáis mal —aseguró Le Pontonnier alejándose.

Sonó la campana y se reunieron para subir a las habitaciones.

En el cubicula, Le Pontonnier permaneció distraído y apenas trabajó. Reflexionaba en las dos conversaciones que había tenido con Rouville, antes de Pascua.

—¿Tú convertirte en noble? —se mofó Rouville con desprecio cuando lo había abordado. ¡Estás soñando! Serás carnicero como tu padre y vas que chutas.

—Pero un comerciante o un burgués puede ser ennoblecido —había insistido—. Están los cargos de secretario del rey.

—Eso ocurre —había confirmado el abad Sillery mirándose las uñas de su mano izquierda para comprobar su limpieza—, pero son únicamente gentes muy ricas quienes pueden comprar esos cargos, y, aun así, a veces son rechazados si son de baja extracción. En todo caso, dudo de que tu padre tenga los medios para ello.

—Concino Concini ha vendido cientos de ellos —había insistido.

—Y está muerto —replicó Rouville disimulando una carcajada.

Entonces, los jefes de la cofradía del Cuarto se habían burlado de él y se había ido lloriqueando.

Sin embargo, ese mismo día, al final de la tarde, cuando no se lo esperaba, el abad Sillery había ido a buscarlo en compañía de Adhémar de Rouville.

—Hemos pensado en tu petición, muchacho, y hemos decidido que no debes perder la esperanza. Después de todo, en tanto que miembros de la cofradía del Cuarto, tenemos el deber moral de ayudarte. Y tienes razón: muchos plebeyos fueron ennoblecidos por el cargo de secretario del rey, y no hay ninguna razón para que tu padre no lo sea. Sólo que hay que merecer ese ennoblecimiento.

Le Pontonnier no se había fijado en la mirada divertida de Rouville.

—¿Cómo hacer? —había preguntado con una mezcla de esperanza y gratitud.

—Tendrías que rendir un servicio inestimable a nuestra cofradía.

—Haré lo que queráis —respondió él.

—De acuerdo. Sabes que tus amigos Tilly y Fronsac han causado muchas molestias al señor de Rouville y al señor de Lauzières…

—Yo no estoy de acuerdo con lo que hicieron —tartamudeó.

—Ya lo sabemos, pero si de casualidad te enteras de algo del comportamiento de Fronsac y de Tilly, de alguna cosa reprensible, se entiende, y vienes a contárnoslo, estoy seguro de que el señor de Rouville podría utilizar las relaciones de su familia en la cancillería para intervenir a favor de tu padre. ¿Verdad, Adhémar?

—Seguro —había aprobado Rouville con una sonrisa glacial.

—Haré lo que me pedís, pero ¿sabéis cuál es el precio de esos cargos? —preguntó entonces el hijo del comerciante volviendo a la carga sobre su futuro noble.

—Hay toda clase de oficios de secretario del rey. La cancillería acepta a veces cartas de provisión en una corte de ayudas de provincia. Ésas no son muy caras —había respondido Rouville.

—¿Pero se es verdaderamente noble? —insistió Le Pontonnier temiendo un posible engaño.

—Por completo. Confieren una nobleza plena, entera y transmisible.

—Sólo que tendría que traicionar a mis amigos —dudó.

—¿Quién habla de traicionar? Se trata de avisarnos si preparan de nuevo algo prohibido, como el duelo en el que actuaron contra mí a traición. Piénsalo bien. Tu padre podría ganar un cargo y ser noble dentro de uno o dos años. Eso vale cualquier sacrificio.

Pensando en esta conversación, Jehan Le Pontonnier no sabía qué decidir. Si Louis y Gaston preparaban un nuevo duelo contra Rouville, es cierto que al prevenirlo le rendiría un servicio inestimable. Por ejemplo, ¡evitarle un nuevo brazo roto!

Pero, por otra parte, eso sería traicionar su amistad. Sin embargo, poco a poco, a fuerza de razonar, llegó a convencerse: no traicionaría nada puesto que nada sabía.

Después de todo, fue Chazelles el que se fijó en que Louis y Gaston se aislaban y Espoisses quien sugirió la idea de un duelo. No haría más que repetir lo que ellos habían dicho.

¿Traicionar a sus amigos? No. Todo el mundo los había visto confabulados en un rincón.

Al día siguiente, Gaston y Louis abordaron a Jacques Hérisson antes de la clase de gramática latina. Se reunieron los tres en un aparte.

—Jacques, te necesitamos para una cosa muy importante. Tenemos que salir del colegio.

—Imposible. Sabéis que el portero y un prefecto vigilan la entrada cuando llegan los externos.

—Lo sabemos. Por eso saldremos por la noche.

—¿De noche? ¿Habéis perdido el juicio? Además, todo está cerrado.

—Por eso te necesitamos. ¿Te acuerdas del pasadizo del que nos hablaste? El que comunica el patio con la calle.

—Sí. Está cerrado por los dos lados.

—Podrías abrirlos.

—¿Y si me pillan? Y en primer lugar, ¿qué vais a hacer fuera?

—No puedo decírtelo, Jacques —respondió Louis—. Pero has de saber que es por un asunto de honor. Pero cuanto menos sepas, mejor para ti.

—¿A quién vais a ver? ¿A alguna chica?

—A un hombre al que debemos avisar —sonrió Gaston—. Sólo él puede salvar a una mujer de la ruina y la vergüenza.

—¿Qué mujer? ¿La conozco?

—La conoces, pero no puedo decirte su nombre. Sin embargo, te prometo que un día, más adelante, te diré la verdad y no lamentarás habernos ayudado.

Hérisson se quedó silencioso.

Sonó la campana y se dirigieron a clase.

A Rouville seguía doliéndole el brazo, y, cada vez que le dolía, le recordaba el mal rato pasado. Y de ninguna manera contemplaba atacar de frente a Gaston de Tilly. Con su brazo agarrotado, sería imposible vencerlo.

Afortunadamente, había otros medios. Es lo que le había explicado su amigo el abad Sillery. El bobalicón de Le Pontonnier, con su extravagante deseo de salir de su estado plebeyo, estaba sin duda dispuesto a traicionar a su padre y a su madre para lograrlo. Si le proporcionaba algunos hechos reprensibles sobre Tilly y Fronsac, ya Sillery se encargaría de hilvanarlos para hacerlos condenar al látigo y —¿por qué no?— lograr que los expulsasen vergonzosamente.

Bastaba para ello con manipular hábilmente al imbécil del hijo del carnicero.

Sólo Adhémar de Rouville y Thémines de Lauzières sabían que el abad Sillery era vigía.

Como sabemos, la vigilancia de los alumnos del colegio la llevaban a cabo los prefectos: en primer lugar, los prefectos de cámara, pero también los de patio, los de capilla, los de refectorio y los de clase. Todos estos prefectos estaban a las órdenes del prefecto de estudios y del prefecto de los internos.

Mas, pese a su número, no era posible vigilar estrechamente a trescientos internos. También estaba la confesión, por supuesto, y los directores espirituales, a quienes algunos alumnos celosos denunciaban a sus compañeros. Pero era muy difícil saber si los delatores decían la verdad o sólo lo hacían por maldad. De manera que había otros vigilantes adjuntos al prefecto: los vigías, que eran elegidos por los jesuitas entre los alumnos.

No escogían para esta actividad de denuncia a los alumnos más brillantes, sino a los más devotos de la Compañía de Jesús, en general los abades o los futuros abades. Reclutados a partir de la clase de cuarto, esos vigías estaban encargados de señalar a los perezosos, a los libertinos, a los que leían libros prohibidos o incluso a los que se portaban mal de palabra o de obra.

Su elección era secreta. Era la condición de su eficacia.

Mientras Gaston y Louis charlaban con Jacques Hérisson, Jehan Le Pontonnier había abordado a Adhémar de Rouville, que estaba con sus dos compinches habituales.

Le Pontonnier les contó lo que sabía, es decir, no gran cosa: desde Pascua, sus amigos Gaston y Louis se aislaban. Sin duda preparaban algo, tal vez un nuevo duelo contra vos, le dijo a Adhémar.

Éste gimió.

—¿Contra mí? ¿Por qué? ¿Ahora qué quieren? ¡Yo no les he hecho nada!

—No lo sé —confesó Le Pontonnier, apenado—. Los únicos que están en el ajo son La Chesnay, un pequeño becario de séptimo, y Jacques Hérisson, que está en nuestro cubicula.

—¿Y por qué esos dos, si son Tilly y Fronsac los que preparan el duelo? —preguntó el abad con lógica.

—No sé. Trataré de enterarme y os lo diré.

—De acuerdo. Tráenos más información —aprobó el abad—, y te prometo que Adhémar no será un ingrato.

Le Pontonnier se alejó mientras Rouville se quedaba trastornado. ¿Un nuevo duelo? ¡Con su brazo dolorido! Aterrorizado, pensó un momento en pedir a sus padres que lo sacasen de Clermont.

—Tranquilízate, Adhémar, no es un duelo —le aseguró Sillery cogiéndolo por el hombro—. Preparan otra cosa. ¿Te acuerdas de aquel alumno de retórica, Jean de Mally, al que vimos antes de Pascua y que también se interesaba por ellos, sobre todo por Tilly?

—Sí —dijo Rouville algo más tranquilo por el aplomo de su amigo—. Era extraño. Me hice muchas preguntas respecto a él.

—¿Qué quería realmente? Lo busqué varias veces y no lo he vuelto a ver. Creo que tiene algún secreto, alguna cábala que quiere descubrir de Gaston de Tilly.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Thémines de Lauzières, que no entendía nada y no quería que se le notase.

—Utilizaremos a Hérisson y a La Chesnay. No los perderemos de vista en ningún momento. Yo vigilaré a Hérisson, y tú, Thémines, te ocuparás de La Chesnay. Adhémar vigilará a Louis y a Gaston. Con la ayuda de Le Pontonnier, acabaremos descubriendo la verdad.

Los alumnos salieron de clase para ir a misa.

Después de la celebración, Jacques Hérisson se quedó en la iglesia, como muchos otros que esperaban para pasar a confesión. Los confesionarios se encontraban en el lado derecho mirando hacia el coro. Los niños esperaban en los bancos. Hérisson no lo había visto, pues la iglesia estaba muy oscura, pero el abad Sillery también se había quedado. Se había instalado en un banco al fondo y vigilaba discretamente.

Hérisson se confesó, cogió su billete y atravesó la nave. Se acercó a un hueco oscuro acondicionado en el espesor del muro y se coló en él tras verificar que nadie lo veía. Al fondo del hueco se encontraba la estrecha puertecita que había descubierto y que ya había abierto por curiosidad. Había preparado su ganzúa, la hundió en la cerradura y desbloqueó inmediatamente el pestillo sin hacer ningún ruido. Entonces abrió la puerta y pasó al otro lado.

Ahora se hallaba en un pasadizo muy estrecho iluminado por un tragaluz enrejado que daba a la calle Saint-Jacques. Al fondo, hacia la calle, una pesada puerta guarnecida de hierro estaba atrancada por una barra. Hérisson levantó la tranca y la posó en el suelo y luego forzó la cerradura. Se apoyó en la rabilla de la puerta y la entreabrió. El olor y el jaleo del exterior llegaron hasta él. Cerró. Ahora la puerta exterior estaba abierta y cualquiera podía entrar o salir del colegio. Por seguridad, volvió a colocar la tranca, que Gaston y Louis podrían sacar fácilmente. Se dirigió entonces hacia el otro extremo del pasadizo. Había otra puerta que daba al patio. También estaba cerrada con llave. La forzó pero no la abrió, pues había alumnos jugando en el patio y habrían podido verlo. Volvió hacia la puerta por la que había entrado, salió y la cerró con llave.

El abad Sillery había visto desaparecer a Hérisson. Lo había seguido y había observado que no estaba en el vano. La puerta estaba entreabierta. Había echado un vistazo y había visto al interno forzar la puerta exterior y levantar la tranca. Había salido discretamente.

Cuando Hérisson salió de la iglesia, Sillery hizo lo mismo. Ignoraba hasta entonces la existencia de ese pasadizo, pero había entendido perfectamente que comunicaba con el exterior. Saliendo de la capilla, localizó entonces la puerta que daba al patio. Siempre la había visto cerrada, y adivinó que comunicaba con el pasadizo. Avanzó hacia el porche de entrada del colegio, pasó delante de la puerta y trató de abrirla discretamente. No encontró resistencia. Por tanto, no estaba cerrada con llave.

Lo había adivinado todo.

Gaston de Tilly y Louis Fronsac se disponían a salir del colegio por ese camino.

¡Ya los tenía!

Jacques Hérisson se reunió con Gaston y con Louis para contarles lo que había hecho. Iban a darle las gracias cuando los detuvo diciéndoles que, en adelante, no quería oír hablar de aquel asunto. Luego se alejó de ellos.

Louis decidió que saldrían esa misma noche. Esperar más era correr el riesgo de que alguien descubriese que las puertas habían sido abiertas.

Salir del cubicula, después de que todos se hubiesen dormido no representaba ningún problema. El dormitorio no estaba cerrado con llave y los pasillos estaban iluminados de noche por pequeñas lámparas de aceite instaladas en los nichos enrejados a lo largo de las paredes. Era una iluminación muy débil, pero permitía circular sin equivocarse de camino o tropezar con cualquier obstáculo. Siempre cabía la posibilidad de encontrarse con un sacerdote o con uno de los guardianes que hacían sus rondas regularmente, pero al oírlos tendrían tiempo de ocultarse.

En cambio, ignoraban si la gran puerta de entrada en la parte inferior de las escaleras, la que daba al patio, estaba cerrada con llave. Fueron hasta allí para examinarla discretamente: tenía dos gruesos cerrojos y una cerradura. Ojalá sólo estuviesen echados los cerrojos. Gaston pensó que era lo más probable. El mayor peligro que corría el colegio era el de incendio, y una puerta cerrada con llave significaba un gran riesgo en caso de siniestro. Gaston verificó también que los batientes se movían sin chirriar en sus goznes. Así era, pues el portero del colegio los engrasaba regularmente.

Pero había luna nueva. En el exterior, la oscuridad sería total. Una vez más, acudieron a La Chesnay, que les dio una de las candelas de sebo que le había llevado su hermano. Gaston guardaba un mechero en su baúl.

La expedición era, por tanto, viable. Pero tenían que contemplar un desenlace funesto: ¿qué les sucedería si los cogían?

Había dos posibilidades, consideró Gaston, que ya se había erigido en estratega de la operación: o eran sorprendidos en el colegio por uno de los guardianes que hacían su ronda, o eran detenidos fuera. Sobre este último peligro, Louis no se mostraba demasiado preocupado. Dos patrullas circulaban por la noche en París: la primera, la guardia burguesa, aunque en principio obligatoria para todos los burgueses, villanos y vecinos a razón de una persona por casa, había caído en desuso. Hacía años que su padre no era llamado, y enviaba a Richepin o a Mallet cuando el oficial del barrio se quejaba de su ausencia. Además, esa guardia se quedaba casi siempre en el Ayuntamiento y no hacía más que una ronda sumaria por los alrededores de la plaza de la Grève.

La segunda milicia era la patrulla montada —la patrulla real—, pero tenían tanto que hacer y sus efectivos eran tan escasos que raramente se cruzaba uno con ellos de noche. Aparte de que hacían tanto ruido que los verían enseguida.

En cambio, no sabían gran cosa de los vigilantes nocturnos del colegio.

Fue Gaston quien propuso a su amigo una idea para justificar su salida en caso de que los pillasen. Louis la encontró errada, pero no tenía otra mejor que sugerir. Fueron a la biblioteca para hablar con el padre Sirmond y luego tuvieron una nueva charla con Jacques Hérisson, que los escuchó sin prometer nada.

Un último temor intranquilizaba a Louis e hizo partícipe de él a Gaston: si los dos hombres que habían intentado secuestrarlos se encontraban en el Trou punais, ¿qué iban a hacer?

Gaston le contestó que seguramente eran buscados por los exentos del Châtelet y habrían dejado París. Y, en última instancia, pedirían ayuda a los dos taberneros. Pese a la pinta de truhanes, parecían ser amigos de los hermanos La Chesnay y los protegerían.

Ahora que el momento de la acción se acercaba, Louis tenía cada vez menos ganas de participar en aquella expedición que se le había ocurrido. Lamentaba amargamente haber hablado de ella a Gaston. Después de todo, ¡qué le importaban el futuro y el honor de la reina! Varias veces en la velada pareció dispuesto a proponer a su amigo renunciar, pero en todas ellas la expresión impaciente y animada de Gaston de Tilly se lo impidió.

Y a la inversa, Gaston, reticente al principio, era ahora un verdadero entusiasta del proyecto. Vivía la misma excitación que debieron de experimentar Teseo, Ulises y tantos otros héroes de la Antigüedad antes de partir a su expedición. Por primera vez, tomaba conciencia de lo que habían debido de sentir sus antepasados durante las cruzadas, la víspera de las batallas, y estaba seguro de que estaba hecho para la acción.

¡Jamás sería sacerdote!