13

La noche del martes de la Anunciación, bajo un aire gélido recorrido por copos de nieve dispersos y un cielo ceniciento, Louis y Gaston volvieron al colegio de Clermont en carreta. El señor Mallet la conducía; el señor Charreton, armado hasta los dientes, iba sentado con los niños, y Guillaume seguía a pie con borgoñota, gola y coselete, como la víspera de una batalla.

La misma comitiva guerrera acudió a buscarlos dos días más tarde, la víspera de Viernes Santo. Helaba y, a su llegada, la señora Mallet les pronosticó en un tono abatido que las fiestas se presentaban fatal, pues el dicho bien decía:

¡Helada de Viernes Santo

hiela el pan y el vino otro tanto!

Sin embargo, al día siguiente el sol brilló, llevándose el frío. Pese a ello, y por orden del señor Fronsac, los niños tuvieron que quedarse en el interior de la casa durante esos dos días, a excepción de la misa mayor en Saint-Merry, cuando habrían preferido acompañar al señor Charreton y a Jacques hasta el final de la calle Saint-Honoré, a la feria de caballos de los suburbios, situada a lo largo de la vieja muralla, donde el abuelo de Louis iba a comprar otra mula para sustituir al pobre animal muerto por el disparo de Guillaume.

Tras haber permanecido encerrados durante dos días, los niños casi se alegraron de volver al colegio el martes.

El martes por la tarde era el día previsto para empezar las clases de griego, que sustituían a las de las Sagradas Escrituras. Los de sexto no hablaban de otra cosa. Los de quinto los habían avisado: el sacerdote que enseñaba griego era de una maldad exagerada. No toleraba ninguna debilidad y aplicaba la vara con igual liberalidad a nobles y plebeyos.

Si la mayor parte de los niños estaban inquietos, otros —los menos— se regocijaban. Éstos profesaban la creencia de que si no se poseía talento para aprender, los varetazos lo suplían. Los más duros explicaban incluso que era inútil trabajar: la letra con sangre entra. Los castigos corporales y el látigo hacían entrar el conocimiento en el cuerpo mucho más eficazmente que el trabajo en el cuarto, y se alegraban de tener un maestro brutal que les permitiese al fin acceder a los honores.

Así que los niños entraron en la clase en silencio y pálidos de terror. Gaston era sin duda uno de los menos preocupados, no porque desease ser golpeado para convertirse en más sabio, sino porque en la escuela de Tilly, el cura que le había enseñado latín le había enseñado también un poco de griego. Tenía, pues, buena base y algo de ventaja sobre los demás.

El padre Gregory gastaba una espesa barba y llevaba antiparras; tenía la nariz corva y el mentón prominente y agresivo. Su indumentaria era de una limpieza dudosa. Subió a su cátedra con un junquillo en la mano, con el que dio unos golpecitos nerviosos en la barandilla de la escalera de madera.

—Mi misión es enseñaros la lengua de Homero —empezó con un ligero acento gutural—. Es una lengua difícil, pero os prometo que empezaréis a leer a Píndaro antes de fin de año. Sin embargo, debo preveniros de que será duro, muy duro. Hay dos formas de aprender: o sufrís trabajando o sufriréis bajo el látigo… ¡Vos! ¡El de allí!

Señaló a un alumno de unos quince años en las últimas filas.

—¡Venid aquí!

El alumno cumplió la orden y se acercó en absoluto silencio.

—Esta semana seréis el presidente. ¿Veis esta vara?

La alzó para que la viesen todos.

—El primer día de clase está dedicado al alfabeto griego y a algunas palabras simples. A continuación os daré un trabajo que será corregido mañana por los cónsules y los decuriones. Los malos deberes recibirán cinco varetazos. Sois vos quien los dará. Designaré a otro alumno la semana próxima. Volved a sentaros.

Hizo una señal a uno de los jóvenes sacerdotes que lo asistían.

—Podéis distribuir las gramáticas a los internos.

Varias pilas de pequeños libros estaban dispuestas sobre una repisa y la distribución comenzó. Louis abrió el suyo tan pronto como se lo entregaron. Se titulaba: Institutiones Linguae Graecae y estaba escrito en latín, salvo, por supuesto, las partes de griego.

Por la noche, mientras iban al refectorio después de haber cubierto varias páginas de escritura en su cubicula, Louis descubrió con estupefacción al padre Southwell en la mesa de los sacerdotes, en compañía del rector del colegio.

El jesuita inglés cenó y luego se fue a la biblioteca, donde Louis lo vio mientras consultaba diccionarios de griego en compañía de Gaston y de Paul de Gondi, a fin de hacer sus primeros deberes.

Cuando Gaston reconoció a Southwell, se encasquetó profundamente su birrete en la cabeza y se instaló lo más lejos posible del inglés.

Más tarde, mientras subían a las habitaciones, los niños se cruzaron con el padre Nicolas Caussin, que discutía en el primer piso con un grupo de jóvenes sacerdotes. Louis dio un codazo a Gaston para señalárselo. Si Caussin y Southwell estaban presentes esa noche, le susurró, es que había prevista una reunión de conspiradores.

Después del trabajo en el dormitorio y las oraciones, los niños se acostaron. Una vez en la oscuridad, Louis aguzó el oído. Como no oyese nada, se deslizó bajo la cama y Gaston lo imitó.

Pero sólo el silencio subía del suelo. Louis estaba a punto de quedarse dormido en el suelo cuando los primeros ruidos de arrastre de sillas y las primeras voces se dejaron oír. Los dos niños pegaron la oreja al suelo.

—Puesto que nuestro provincial acaba de llegar, podemos empezar —dijo la voz del padre Caussin.

—Lamento el retraso, amigo mío, pero estaba en el Louvre para oír las últimas noticias. ¿Os habéis enterado de la muerte del rey Jacobo?

Por el tono, Louis adivinó que se trataba del padre Cotton, el provincial de Francia.

—En este momento debe de conocer los tormentos del infierno —declaró Southwell severamente.

—Sin duda, sin duda —aprobó el rector—, pero esta muerte —aunque esperada, pues me han dicho que Jacobo estaba enfermo— sin duda aplazará el matrimonio. Tal vez incluso se suspenda, lo que sería un alivio para nosotros.

—Me temo que no, amigo mío —objetó el provincial—. Si he llegado tarde es porque esperaba ser recibido por monseñor el cardenal Richelieu, que estaba en audiencia con Su Majestad y lord Carlisle. Según el embajador, el rey Carlos piensa en una demora de algunas semanas por el duelo de su padre, pero desea que su matrimonio se celebre antes del verano. Por esa razón, he decidido esta reunión. Ahora debemos hacer una revisión completa de nuestro asunto. Pero antes deseo que abordemos dos temas que me preocupan más: saber si el padre Filleau ha podido identificar al que entró en esta sala, el otro día, y saber si el padre Southwell ha descubierto quiénes eran las gentes que querían matarlo, así como el niño que lo avisó.

—No he podido aclarar ese misterio, padre —aseguró Filleau—. He acabado por convencerme de que era un alumno demasiado curioso. Nada grave.

«¡Así que sabían que habían entrado en la sala!», pensaron los dos niños temblando. Menos mal que el rector no le había dado demasiada importancia. Si hubiese interrogado a los prefectos de cuarto, habría sabido al momento que aquel día ellos habían vuelto tarde al cubicula, y habría descubierto fácilmente que nunca habían ayudado a ningún sacerdote a llevar su equipaje. ¡Habían estado muy cerca de la expulsión!

Sin embargo, si Louis y Gaston hubiesen visto al provincial de Francia, habrían comprobado con inquietud que sacudía lenta y negativamente la cabeza, desaprobando visiblemente la poca insistencia que había puesto el padre Filleau en buscar la verdad.

—¿Y vos, padre Southwell? —preguntó a continuación.

—Yo igual, padre —suspiró el inglés—. Escondido en la casa profesa, como he estado, difícilmente habría podido llevar a cabo investigación alguna. Sin embargo, he reflexionado largamente sobre esas gentes que me esperaban. Sólo puede tratarse de espías ingleses o agentes del señor Testu, de la patrulla montada, cuya eficacia contra los espías españoles es legendaria.

—¿Y el niño que os avisó?

—Aparte del hecho de que era pelirrojo e iba vestido de clérigo, no sé nada más. No obstante, se me ocurre que podría ser un alumno de Clermont. Tal vez debería examinar a todos los pelirrojos de la casa.

—¿Pero cómo iba a saber un alumno de Clermont que iban a atacaros? Por otra parte, sólo podía haber sido un externo, dado que era jueves y los jueves todos los internos están de paseo. En cuanto a buscarlo ahora, ¡es demasiado tarde! —replicó severamente el rector, satisfecho de no ser el único en recibir las reprimendas del provincial.

De todas formas, Louis y Gaston sintieron miedo. ¡Si el padre Filleau se acordaba de que ellos habían salido ese día, estaban perdidos!

—Vuestra ignorancia es inquietante —declaró el provincial con voz cansada, aunque revestida de calma—. Es evidente que hay desconocidos tras nuestros pasos. Tal vez conozcan nuestros planes. No parecéis medir los riesgos. Tengo toda la confianza del rey y del cardenal Richelieu. El rey nos ayudará a construir nuestra iglesia, pero una palabra, una sola, puede provocar nuestra ruina definitiva. Escribiré de nuevo a Roma para pedir el abandono de este funesto plan, relatando pormenorizadamente los dos incidentes inexplicados. Ahora, padre Caussin, os cedo la palabra.

El aludido se aclaró la garganta y empezó con tono suficiente:

—Para calmar vuestros temores, padre, voy a retomar las grandes líneas del plan cuyo despliegue, excepción hecha de esos dos incidentes menores y, a mis ojos, sin relación, se ha llevado a cabo a la perfección. Todo empezó con la esposa de lord Carlisle, que tiene perpetua necesidad de dinero desde que se separó de su esposo. Dedicada sin cesar a la busca de asuntos, trafica con las confidencias de sus amigas y de sus amantes, que vende al mejor postor entre los diplomáticos extranjeros. Incluso se dice que el cardenal Richelieu recurre a ella a veces. Pero sobre todo es el conde de Gondomar, el embajador de España en Inglaterra, quien le compra sus informaciones. Fue él quien se enteró de que el conde de Carlisle está cubierto de deudas. Su fasto y prodigalidad lo han arruinado, y estaría dispuesto a todo por unas migajas de fortuna. Esta información llegó a oídos del padre Diego Antonio de Mendoza, quien concibió, con el acuerdo del primer ministro español, este plan tendente a arruinar toda confianza entre Francia e Inglaterra. El plan fue transmitido a nuestro prepósito general en Roma, que lo ha respaldado.

—Ya sabemos todo eso, padre —observó secamente Filleau.

—Qué razón tenéis. Y siento haberme alargado tanto —se excusó el padre Cotton—. La idea de Mendoza era utilizar al conde de Carlisle para armar una trampa en el campo inglés —prosiguió—. Para ello, había que seducirlo con la posibilidad de enriquecimiento personal por medio de una historia creíble a sus ojos, pues lord Carlisle es un hombre especialmente desconfiado.

»El ardid concebido por el padre Mendoza es tan simple como el caballo de Ulises: lord Carlisle recibiría doce herretes de diamantes de parte de los comerciantes de La Rochelle. Dichos herretes, prueba de amistad a cambio del sostén inglés a los hugonotes de La Rochelle, serían remitidos al duque de Buckingham, que se los ofrecería a la reina como un regalo de la Corona inglesa. Así, el duque podría hacer un presente valioso que no le costaría nada. En cuanto a la reina, llevaría forzosamente esas joyas la noche del baile celebrado con ocasión del matrimonio de la hermana de su real esposo.

»Sólo que los herretes estarían engastados con piedras falsas y nuestro embajador, el marqués de Mirabel, que estaría en el secreto, lo constataría públicamente. Villiers sería terriblemente humillado, la reina se sentiría molesta y el rey se pondría también furioso porque se le hubiesen regalado joyas de pacotilla a la reina de Francia. El escándalo que seguiría a esto sería mayúsculo en la corte y en toda Francia, e iría acompañado de una campaña de libelos sobre el asunto: ¿Cómo confiar en la palabra del rey de Inglaterra si ofrece a la reina de Francia joyas falsas?

»Esta alianza, que descansa en la confianza, se echaría a perder definitivamente. El enfado degeneraría aún más rápidamente porque nuestro embajador de España se acercaría entonces a la reina para ofrecerle unas joyas, éstas, sí, auténticas.

—Ya expuse mis consideraciones aquí mismo, amigos míos, y las reitero ahora —intervino secamente el padre Filleau—. Nada nos asegura que la reina lleve los herretes que le hayan regalado, sin contar con la posibilidad de que su joyero se dé cuenta de que los diamantes son falsos. Además, si por suerte —o por desgracia— el plan tuviese éxito, la reina sería juzgada responsable del escándalo. Conozco el carácter colérico y rencoroso del rey. Le echaría en cara haberse mostrado imprudente y haber llevado los herretes falsos. La reina Ana se arriesga a ser repudiada, dado que todavía no ha tenido hijos. ¿Su hermano el rey de España está enterado de todo esto?

—Según el padre Mendoza, habría aprobado el plan —replicó Cotton con voz dulce.

—Yo puedo confirmarlo —intervino el padre Southwell—. Encontré a nuestro general en Roma. Me aseguró que Felipe IV estaba conforme con el plan.

—En cuanto a las demás reticencias, padre —dijo de nuevo Cotton—, conozco bien a la reina, y todavía mejor a la corte, ese foco de irreligión donde sólo cuentan las apariencias. La reina posee ya doce herretes que su marido le ha regalado. Los de Villiers serán más bellos y la reina los llevará, estoy seguro, pues adora las joyas.

—¡Sea, pues! ¿Pero estáis seguro de que lord Carlisle no sospecha nada?

—Por completo. La persona que hemos enviado se ha hecho pasar por un comerciante de La Rochelle de nombre Samuel Forcadel. Le ha hecho creer que los propietarios de las plantaciones y negociantes ingleses de las Barbados y las islas del Caribe podrían apoyar una demanda de concesión que presentaría sobre todas las mercancías transportadas a las islas. Carlisle no ha podido resistirse a esta sugerencia. En cuanto a descubrir que los herretes son falsos, es casi imposible. El padre Southwell ha hecho preparar las monturas de oro en Holanda, y Mendoza le ha llevado las piedras, que proceden del Perú y se parecen como una gota de agua a otra a los diamantes verdaderos. Sólo un joyero experimentado se daría cuenta de que se trata de piedras falsas. Suele ser el jaque a la reina el que provoca el mate —concluyó con suficiencia.

—Reconozco que lo habéis previsto todo —cedió el provincial con un tono visiblemente exasperado—. ¿Dónde están los herretes en este momento?

—Aquí. Los tengo conmigo —declaró Southwell—. El padre Mendoza había llevado las piedras al cortador de Ámsterdam que debía engastarlas la semana pasada; me las ha dejado en la casa profesa.

—No estaba informado de ese pormenor —dijo secamente el provincial de Francia.

—Os pido perdón, padre, pero un secreto compartido por dos personas ya no es un secreto. Oculté las piedras en mi jergón y, cuando me habéis hecho saber esta mañana que debíamos reunimos, las he traído conmigo, pues no deseaba seguir guardándolas. ¿Tenéis forma de protegerlas aquí hasta que el padre que representa el papel de Forcadel vuelva a ver a lord Carlisle? —preguntó el jesuita inglés al rector—. El padre Mendoza desea que Forcadel ofrezca los herretes al conde lo más tarde posible, digamos dos o tres días solamente antes de la fecha del matrimonio, de forma que el embajador no disponga de mucho tiempo para examinarlas. Tan pronto como la fecha del matrimonio haya sido fijada, el señor Forcadel volverá a ver al conde para anunciarle qué día le confiará las joyas. Os las mostraré…

Se hizo un largo silencio. Sin duda el padre Southwell exponía los herretes ante ellos.

—En efecto, son admirables —reconoció el padre Filleau—. Los guardaré en la caja fuerte de mi gabinete.

—¿Estarán seguros? —preguntó Caussin—. ¿No estarían mejor en una caja de la casa profesa?

—El padre Mendoza no quería —explicó Southwell—. En caso de crisis, si tuviese lugar una investigación, más vale que nuestra casa de París se mantenga al margen.

—Lo apruebo —dijo Cotton.

—Así que seré el único responsable —ironizó el rector Filleau—. Pero estoy de acuerdo, por supuesto. Mi caja es sólida y las joyas estarán seguras.

Se oyeron crujidos de sillas desplazándose.

—Iremos juntos —decidió la voz del padre Cotton—. En las caballerizas del colegio nos espera un coche y en las cocinas deben de estar dos novicios para acompañarnos.

Se trataba del establo instalado un poco más arriba de la calle Saint-Jacques.

Se hizo de nuevo el silencio; luego Louis oyó más sillas arrastrándose y el chirrido de una puerta. Gaston y él se quedaron un momento acostados bajo la cama, pero no oyeron ningún otro ruido.

Los conjurados se habían ido y el padre Filleau había debido de retirarse a su habitación.

Los dos niños volvieron en silencio a su jergón. No intercambiaron una palabra, descorazonados por lo que acababan de saber. Ahora los tejemanejes de los jesuitas estaban claros. No había ningún proyecto de asesinato, sino una maquinación política sin crimen alguno. De todas formas, sería una operación de la que la reina sería la víctima.

«¡La reina!», pensó Louis antes de quedarse dormido. Una mujer que sólo conocía por su retrato pero que se parecía a su madre. Una mujer célebre en todo el país por su piedad y su bondad.

Decidió que debía avisarla.

Pero por más que le dio vueltas en su cabeza, Louis no vio ninguna posibilidad de acercarse a ella.

Entonces, pensó en la sólida caja de hierro empotrada en la pared con modillones que se encontraba en el despacho del padre Filleau, en el primer piso. Durante algunas semanas las joyas estarían allí.